Uno
La ventanilla del autobús era un cuadrado oscuro contra la noche monótona. Lea dejó que su mirada se centrara lentamente, abandonando la imagen borrosa, hasta que su rostro se materializó, débil y fragmentado, iluminado por la tenue luz del interior del vehículo. «Vaya —pensó—, todavía tengo rostro». Inclinó la cabeza y vio la luz mortecina deslizarse a lo largo de la suave línea de su mejilla. En los enormes ojos no había color, sólo oscuridad, y la curva de sus rizos cortos encima de las orejas y la curva de sus cejas… todo era una impresión desenfocada contra la oscuridad del exterior. «Eso es lo que parezco a los ojos de la gente —pensó en un tono impersonal—. Mi exterior está intacto… como un cascarón al que le ha sido chupado hasta el último resto de vida».
La figura del asiento contiguo se movió.
—¿Estás despierta, cariño? —El rostro regordete se iluminó en la oscuridad—. Debiste de hacer una buena siesta. Has estado muy quieta desde que subí. Vaya, déjame encender la luz. —Toqueteó los botones—. Creo que estas luces son astutas. ¿Cómo hacen para iluminar exactamente el lugar adecuado? —La luz se encendió y Lea se apartó—. Brillante, ¿no? —El rostro de la anciana se arrugó en una expresión de alegría—. Me recuerda cuando yo era una jovencita y salíamos a la oscuridad y encendíamos una lámpara de queroseno. Siempre me hacía bizquear así. Cuando yo tenía tu edad, sin embargo, había electricidad. Pero tuve a mis dos primeros hijos antes de que la tuviéramos. Me casé a los diecisiete y ellos dos se fueron tan rápido como pudieron. Tú no debes de tener más de veintidós o veintitrés. ¡Santo cielo! A esa edad había tenido cuatro y había enterrado a otro. Mira, tengo fotos de mis nietecitos. Ahora vuelvo de ver al más pequeño. Es el último de Jennie. Una niñita después de tres varones. Me recuerdas un poco a ella, porque tienes los ojos oscuros, y por el color de tu pelo. Ella lo lleva largo, pero tiene el mismo tipo de matiz rojizo. —Revolvió en su bolso. Lea sintió que las palabras se deslizaban sobre ella como una corriente cálida. Automáticamente cogió el abultado billetero que la mujer le ofrecía y miró sin ver las ventanillas de papel que pasaban a toda prisa—. Y éste es Arthur y ésta Jane. Ah, ahí está Jennie. Toma, echa un vistazo y mira si no se parece a ti.
Lea respiró profundamente y regresó desde una larga y dolorosa distancia. Clavó la vista en el billetero.
—¿Y bien? —El rostro de la mujer brillaba, expectante.
—Ella… —No podía hablar. Tragó saliva—. Es bonita.
—Sí, lo es. —La mujer sonrió—. ¿No crees que se parece un poco a ti?
—Un poco… —La repetición de la frase se apagó, pero la anciana la interpretó como una respuesta.
—Vamos, mira las otras y dime cuál de los niños te parece el más inteligente.
Lea pasó mecánicamente las otras ventanillas y finalmente clavó la vista en su regazo.
—Bueno, ¿cuál eliges? —La mujer se inclinó hacia ella—. ¡Vaya! —exclamó, indignada—. ¡Ese es mi permiso de conducir! ¡No te dije que curiosearas! —Le arrebató el billetero y apagó repentinamente la luz. Lea notó los movimientos y refunfuños de su compañera de asiento.
El murmullo del autobús resultaba hipnótico y Lea volvió a hundirse en su apatía, salvo por un minúsculo punto de incomodidad que seguía aguijoneando su conciencia. En la parada siguiente tendría que hacer algo. Su billete no le permitía ir más lejos. ¿Y después, qué? Otra decisión que tomar. Y ella no quería nada… nada. Y lo único que tenía era nada… nada. ¿Por qué tenía que hacer algo? ¿No podía simplemente no…? Apoyó la frente contra el cristal, disolviendo el nebuloso reflejo de sí misma, y clavó la vista en la oscuridad. Impotente ante el hábito, empezó a acomodar sus dolorosos recuerdos en los antiguos surcos, las viejas huellas que conducían a la total futilidad… a la oscura nada. Contuvo el aliento y luchó contra el horripilante y amenazante…
Las luces del autobús se encendieron y se oyó un adormilado murmullo. Las luces esparcidas de las afueras de la ciudad pasaban junto al autobús, que empezaba a reducir la marcha.
Era una ciudad pequeña. Lea ni siquiera recordaba su nombre, ni sabía qué dirección tomar cuando atravesó la puerta de la estación. Se alejó de la terminal de autobuses y sus pasos avanzaron rápidos y silenciosos por la acera rota y su cuerpo todavía seguía el ritmo oscilante de la caminata después de tantas horas de inactividad. Su mente aún daba vueltas a ciegas, distraída, despreocupada, indiferente.
La zona comercial llegaba a su fin y Lea empezó a subir una cuesta. La calle se nivelaba; unos metros más adelante se acercó con paso vacilante a una barandilla. Se aferró a ella, esperando que se le pasara el mareo. Miró la oscuridad que la rodeaba. «¡Es un puente! —pensó—. Sobre un río». Sintió un enorme regocijo. «Es la respuesta —se dijo, exaltada—. Eso es. ¡Después de toda estañada!» Apoyó los codos sobre la barandilla, enmarcando su barbilla y sus mejillas con las manos, y clavó la vista en la oscuridad, más abajo, una oscuridad tan absoluta que ni siquiera las olas reflejaban el brillo de las luces del puente.
La voz familiar y razonable volvía a hablar. Un dolor como éste tendría que terminar. Sólo un momento de incomodidad, y ya está. No respirar más, no pensar más, ningún dolor, ninguna nostalgia por nada. Lea avanzó por el paseo, rozando la barandilla con la mano. «Ahora puedo soportarlo —pensó—. Ahora que sé que existe un final. Puedo soportar vivir un minuto más… para decir adiós». Sacudió los hombros y sintió que una carcajada se asfixiaba en su garganta. ¿Decir adiós? ¿A quién? ¿Quién notaría siquiera que ella ya no estaba? Una ola quieta en un mar tempestuoso. Dejar que las aguas tranquilas la dejaran sin respiración. Dejar que su amabilidad impersonal la ocultara, la disolviera, para que nadie pudiera jamás suspirar y decir: «Esa era Lea». ¡Oh, bendita agua!
No había ninguna razón para no hacerlo. Se descubrió a sí misma, defendiendo su acto como si alguien lo hubiera puesto en cuestión. «Mira —pensó—, te lo he dicho muchas veces. No hay motivo para no seguir adelante. Pude soportarlo cuando la futilidad me envolvió, ¿pero no lo recuerdas? ¿Recuerdas aquella mañana en que me senté para vestirme, con un zapato puesto y el otro no, y no podía pensar en ninguna razón válida para ponerme el otro zapato? ¡Ninguna razón! ¿Para terminar de vestirme? ¿Por qué? ¡Porque tenía que trabajar! ¿Para qué? ¿Para ganarme la vida? ¿Para qué? ¿Para tener qué comer? ¿Para qué? ¿Para no morirme de hambre? ¿Para qué? ¡Porque tienes que vivir! Para qué. ¿Para qué? ¡Para qué!
»Y no había respuestas. Y me quedé allí sentada hasta que el color gris del día se disolvió a mi alrededor como lo había hecho en otras ocasiones. Pero entonces…» Lea apretó las manos y se las retorció con angustia. «¿Recuerdas lo que ocurrió entonces? El cielo deformado se desgarró violentamente y arrojó todo el horror de un estúpido e insensato universo… Una existencia carente de razón que insistía en seguir adelante como un reloj sin esfera… Una nada amenazante que enredaba el débil hilo de razón del que yo colgaba, y lo desenmarañaba una y otra vez». Lea se estremeció y sus labios se tensaron a causa del esfuerzo que hizo por recuperar la compostura. «Aquello sólo fue el comienzo».
«Y después de eso, la profundidad de la futilidad se convirtió en un refugio en lugar de ser algo de lo que huir; su negatividad resultaba casi acogedora en contraste con el positivo horror en que se había convertido la vida. Pero ya no puedo elegir ninguna de ambas cosas». Se apoyó contra la barandilla. «Y no tengo que hacerlo». Se estiró y se sintió invadida por una náusea seca. «En el medio el agua será más profunda —pensó—. Profunda, rápida, quieta, y me alejará de este insoportable…»
Y mientras caminaba oyó un débil grito perdido en su interior. «¡Pero me habría gustado tanto vivir! ¿Por qué tengo que llegar a este extremo?»
¡Chist!, le dijo la oscuridad a la débil voz. ¡Chist! No te molestes en pensar. Duele. ¿No te has dado cuenta de que duele? No tienes que volver a pensar ni a hablar nunca más, ni volver a respirar después de esta última…
Lea llenó lentamente los pulmones. ¡El último aliento! Empezó a deslizarse por la barandilla de cemento del puente en dirección a la oscuridad… a la conclusión… al Fin.
—En realidad no quieres hacerlo. —La voz risueña la sorprendió como un chorro de agua contra su rostro—. Además, si lo hicieras, aquí no lo lograrías. Tal vez te romperías una pierna, pero nada más.
—¿Romperme una pierna? —La voz de Lea sonó sorprendida; en su interior algo se rompió, y gritó decepcionada—: ¡He vuelto a hablar!
—Seguro. —Unas manos fuertes la apartaron de la barandilla y la empujaron hasta un asiento que había en una especie de quiosco de cemento—. Debes de ser muy nueva aquí, seguramente habrás llegado en el autobús de las nueve treinta.
—El autobús de las nueve treinta —repitió Lea con voz monótona.
—Porque si hubieras estado aquí con luz de día, sabrías que este puente es una trampa y una ilusión en lo que al agua respecta. En este tramo del río no podrías ahogar ni un mosquito. Aquí hay arena y tamariscos, eso es todo. Además, tú no quieres morir, menos aun llevando un abrigo tan bonito como ése… ¡es casi nuevo!
—Quiero morir —repitió Lea en tono distante. Repentinamente se apartó de las manos delicadas y se soltó del brazo que la sujetaba—. ¡Claro que quiero morir! ¡Lárgate! —Su voz se volvió áspera y casi escupió la última palabra.
—¡Pero ya te lo he dicho! —El débil resplandor de la luz más cercana del collar de luces que adornaba el puente brilló en el rostro sonriente de una joven, no mucho mayor que Lea—. Lo estropearás todo si intentas suicidarte aquí. Probablemente quedarás tendida en la arena toda la noche, tal vez con un tocón puntiagudo de tamarisco clavado en el hombro y con la pierna rota y terriblemente dolorida. Y mañana las hormigas te encontrarán, y las moscas… ésas que son verdes. La sangre las atrae, ya lo sabes. Tu sangre, derramada en la arena.
Lea ocultó el rostro y la violencia del gesto hizo que sus uñas se clavaran en su piel. «Esta… esta criatura no tiene derecho a hurgar en mi sangrante herida —pensó—. Es muy fácil pensar en saltar a la oscuridad… a la nada, pero no tanto pensar en las moscas y en la sangre… en tu propia sangre».
—Además… —el brazo volvía a sujetarla, conduciéndola suavemente hacia el banco—, no es posible que quieras morir y perdértelo todo.
—Todo es nada —jadeó Lea, aferrándose a una muesca gastada—. No es nada más que tiza gris que escribe palabras grises sobre un cielo gris, con un fuerte viento. ¡No hay nada! ¡No hay nada!
—Debes de haber utilizado esa frase cuidadosamente redondeada una y otra vez para recorrer un camino tan largo hasta la oscuridad —dijo la voz, ahora seria—. Pero ya sabes que debes volver a querer vivir.
—¡No, no! —gimió Lea, retorciéndose—. Suéltame.
—No puedo. —La voz era suave y las manos firmes—. El Poder me ha enviado aquí expresamente. No puedes regresar ante la Presencia sin haber agotado tu vida. Pero no me estás oyendo, ¿verdad? Deja que te cuente.
»Te llamas Lea Holmes. Yo, dicho sea de paso, me llamo Karen. Abandonaste tu hogar en Clivedale hace dos días. Compraste un billete hasta el lugar más lejano que te permitía tu dinero. Hace dos días que no comes. Ni siquiera sabes con certeza en qué lugar del país te encuentras, salvo que estás en un estado de profunda desesperación y agotamiento… ¿correcto?
—¿Cómo… cómo supiste? —Lea sintió que algo que había muerto hacía tiempo se agitaba en su interior pero volvía a morir bajo la monotonía de su voz—. No importa. Nada importa. ¡Tú no sabes nada de eso! —La furia agitó su estómago vacío—. Tú no sabes lo que es tener la nariz aplastada contra un muro blanco y sin embargo tener que caminar y caminar, día tras día, sin tener forma de salir de la rutina… sin poder atravesar el muro… ¡nada, nada, nada! ¡Ni siquiera un eco! ¡Nada!
Se soltó de las manos de Karen y en un movimiento repentino se abrió paso hasta la barandilla de cemento y se lanzó a la oscuridad.
Una caída interminable… vueltas interminables… lenta, lentamente. ¿Tanto tiempo llevaba morir? La arena la recibió suavemente.
—Ya ves —dijo Karen, acomodándose en la arena para apoyar la cabeza de Lea en su regazo—. No puedo permitir que lo hagas.
—¡Pero… yo… salté! —Lea manoteó en la arena y levantó la vista hacia las luces de los coches que pasaban y corrían como las estacas de una valla.
—Claro que lo hiciste. —Karen lanzó una cálida risita—. Mira, Lea, existe algo maravilloso en el mundo. No todo está atascado en la desesperanza. ¿Cómo es esa otra frase que has estado utilizando como si fuera una anestesia?
Lea giró la cabeza, irritada, y se incorporó.
—Déjame en paz.
—¿Cuál era la otra frase? —Ahora, la voz de Karen era exigente.
—«Para mí ya no existe el asombro» —susurró Lea con el rostro oculto entre las manos—. «Salvo preguntarme adonde fue a parar el asombro y por qué se rompió mi ilusión…» —Se le llenaron los ojos de lágrimas—.«… Ya no hay asombro…», sólo un enorme vacío que está siempre aguardando, cada vez más grande, distorsionando…
—¿No hay más asombro? —Karen volvió a llevarla a la realidad con su tierna risa—. ¡Oh, Lea, si al menos tuviera tiempo! ¡No me extraña! Pero tengo que irme. Lo más increíblemente maravilloso… —Se produjo un breve silencio y se oyó el ruido de los coches que pasaban a toda prisa por encima de sus cabezas—. ¡Mira! —Karen cogió a Lea de las manos—. Ya no te importa lo que te ocurra, ¿verdad?
—No —dijo Lea desganada, pero en algún rincón una débil voz murmuraba una protesta.
—Crees que es imposible vivir, ¿no? —insistió Karen—. Y que nada puede ser peor.
—Nada —dijo Lea en un murmullo.
—Entonces escucha. —Karen se acurrucó más cerca de ella—. Te llevaré conmigo. En realidad no debería, y menos aún ahora, pero ellos comprenderán. Te llevaré conmigo y después, si cuando todo haya pasado sigues sintiendo que ya no existe nada maravilloso en el mundo, te llevaré a un lugar mucho más eficaz para el suicidio y yo misma te empujaré.
—¿Pero dónde…? —Lea se esforzó por soltarse.
—¡Ah, ah! —rió Karen—. ¡Recuerda que no te importa! ¡No te importa! Ahora tendré que vendarte los ojos durante un minuto. Levántate. Ven, deja que te ate este pañuelo a los ojos. Ya está, supongo que no está demasiado apretado, pero sí lo suficiente… —Siguió parloteando y Lea manoteó repentinamente, sintiendo que el mundo se disolvía a su alrededor. Se aferró al hombro de Karen y pasó de la arena a un terreno más firme—. Oh, ¿llevar los ojos vendados no te marea un poco? —preguntó Karen—. Bueno, muy bien. Entonces te lo quitaré. —Le quitó el pañuelo rápidamente—. Date prisa, tenemos que coger el autobús. Está a punto de llegar. —Arrastró a Lea por el puente y se encaminó al extremo opuesto, lejos de la ciudad.
—Pero… —Lea se tambaleó a causa del cansancio y el hambre—, ¿cómo es que hemos vuelto a subir al puente? ¡Esto es una locura! Estábamos abajo…
—¿Te asombras, Lea? —le preguntó Karen con tono irónico, por encima del hombro—. Si nos damos prisa tendremos tiempo para que comas una hamburguesa antes de que llegue el autobús. Yo invito.
Una hamburguesa y un vaso de leche más tarde, el InterUrban se acercó al bordillo rugiendo, tragó a Lea y a Karen y se alejó rugiendo una vez más. Veinte minutos más tarde, el conductor, protestando, abrió la puerta a la oscuridad.
—¡Pero señora, aquí no hay nada! ¡Ni siquiera una casa en varios kilómetros!
—Ya lo sé. —Karen sonrió—. Pero éste es el lugar. Nos están esperando. —Obligó a Lea a bajar los escalones—. ¡Gracias! —gritó—. ¡Muchas gracias!
—¡Gracias! —murmuró el conductor y cerró la puerta de golpe—. ¡Esto ni siquiera es una esquina! ¡Chifladas! —Y se alejó carretera abajo haciendo rugir el motor.
Las dos muchachitas contemplaron el autobús que se alejaba como una luciérnaga y desaparecía en una curva.
—¡Muy bien! —Karen lanzó un suspiro de alegría—. Miriam nos está esperando por aquí. Después iremos…
—Yo no. —La voz de Lea sonó decididamente obstinada en la oscuridad casi palpable—. No me moveré. ¿Además, quién te crees que eres? Voy a quedarme aquí hasta que pase un coche…
—¿Y saltarás delante de él? —La voz de Karen sonó fría y dura—. No tienes derecho a obligar a alguien a ser tu verdugo. ¿Quién te crees que eres tú para salpicar con tu sangre a otro?
—¡Deja de hablar de sangre! —gritó Lea, molesta de que hubieran leído sus pensamientos—. ¡Déjame morir! ¡Déjame morir!
—Si lo hiciera, lo tendrías bien merecido —dijo Karen sin compasión—. No estoy tan segura de que valga la pena salvarte. Pero como te tengo en mis manos, tendrás que cerrar la boca y seguir caminando. Los bebés llorones me molestan.
—¡Pero tú… no… sabes! —gimió Lea mientras caminaba con paso vacilante, remolcada por Karen, esquivando cactus y arbustos, lamentándose por la comodidad abarcadora de la nada que habría podido ser suya si Karen la hubiera dejado sola.
—Tal vez te sorprendas —dijo Karen bruscamente—. Pero de todos modos Dios sabe, y esta noche no has pensado en él ni una sola vez. Si estás tan ansiosa de entrar en Su casa sin ser invitada, será mejor que dejes de berrear y empieces a pensar una excusa convincente.
—¡Eres cruel! —chilló Lea, como si fuera una niña.
—De modo que soy cruel. —Karen se detuvo tan repentinamente que Lea tropezó con ella—. Tal vez debería dejarte sola. No quiero que esta cosa maravillosa que está ocurriendo se estropee por algo tan estúpido. ¡Adiós!
Y desapareció antes de que Lea se diera cuenta. Desapareció completamente. Ni el sonido de una pisada. Ni un roce. Lea se acurrucó en la oscuridad mientras el pánico crecía en su pecho y el miedo la dejaba sin respiración. El arco elevado del cielo la miraba a través de las estrellas y la noche repentinamente hostil se hacía cada vez más intensa. No tenía a dónde ir… ni dónde esconderse… ni un rincón al que regresar. ¡Nada… nada!
—¡Karen! —gritó y echó a correr a ciegas—. ¡Karen!
—Ten cuidado. —Karen salió de la oscuridad y la cogió—. Por aquí está lleno de cactus. —Su voz revelaba una paciencia exasperada—. Te mueres de miedo por quedarte sola en la oscuridad durante dos minutos y catorce segundos… y sin embargo crees que una eternidad así sería mejor que vivir… Bien, he hablado con Miriam. Dice que puede ayudarme a tratar tu caso, así que vamos. Miriam, aquí está ella. ¿Crees que vale la pena salvarla?
Lea retrocedió, sorprendida, mientras Miriam se materializaba vagamente en la oscuridad.
—Karen, deja de ser tan cruel —dijo la sombra—. Sabes que ahora ninguna fuerza en el mundo podría apartarte de Lea. Ella necesita que la curen… no que le griten.
—Ella ni siquiera desea que la curen —afirmó Karen.
—Como si yo no estuviera aquí —reflexionó Lea, resentida—. Como si no estuviera aquí. —La ola amenazante de desesperación se rompió y la cubrió—. ¡Oh, dejadme ir! ¡Dejadme morir! —Se apartó de Karen, pero la sombra de Miriam la rodeó con sus cálidos brazos.
—Tampoco quería vivir, pero tú no podías aceptarlo… no más de lo que aceptas que no desee ser curada.
—Es tarde —afirmó Karen—. ¿La llevamos en la sillita de la reina?
—Supongo que sí —le respondió Miriam—. De todos modos, será bastante impresionante. Cuanto más contacto, mejor.
Las dos hicieron una silla cogiéndose una muñeca con cada mano. Se agacharon.
—Venga, Lea —sugirió Karen—, siéntate. Pon los brazos alrededor de nuestros cuellos.
—Puedo caminar, —dijo Lea fríamente—. No estoy tan cansada. No seas tonta.
—Al sitio al que vamos no puedes ir caminando. No discutas. Llevamos cierto retraso. Siéntate.
Lea frunció los labios pero se sentó torpemente, cogiéndose con fuerza mientras ellas se ponían de pie.
—¿Ya está? —preguntó Miriam.
—Ya está —dijeron Karen y Lea al unísono.
—¿Y bien? —dijo Lea, esperando que empezaran a caminar.
—Bien —Karen rió—, no digas que no te lo advertí, pero mira hacia abajo.
Lea miró hacia abajo. ¡Y más abajo! ¡Y más abajo! Vio las chispas que se escabullían a lo largo de la desdibujada cinta que formaba la carretera. Vio la telaraña perlada de rocío que formaban las farolas; la panorámica perfección de todo el valle, que brillaba mágicamente en la noche. Lea contempló, sin poder creerlo, sus pies que se balanceaban libremente, sin nada más abajo salvo el aire, el mismo aire que echaba su pelo hacia atrás y agitaba sus pestañas a medida que cobraban velocidad. El terror la paralizó. Sus brazos se apretaron alrededor del cuello de las dos jóvenes.
—¡Eh! —protestó Karen—. ¡Nos estás ahogando! Así estás bien. ¡No tan fuerte! ¡No tan fuerte!
—Será mejor que la Serenes —jadeó Miriam—. No te oye.
—Relájate —dijo Karen pausadamente—. Lea, relájate.
Lea sintió que el temor la abandonaba como una marea descendente. Relajó los brazos. Su mirada se elevó hacia las estrellas y volvió a descender hasta las luces. Lanzó un pequeño suspiro y su cabeza cayó sobre el hombro de Karen.
—Estoy muerta —dijo—. Al saltar desde el puente. Lo que ocurre es que me lleva mucho tiempo morir. Esto sólo es un delirio anterior a la muerte. No me extraña, tengo un tocón de tamarisco clavado en el hombro. —Cerró los ojos y se aflojó.
Lea estaba tendida en la plateada oscuridad que se abría ante sus ojos cerrados y saboreaba la insensibilidad anónima que existe entre el sueño y la vigilia. Una quietud susurrante recorrió su ser. Se sintió tan anónima como un alga marina transparente que flotaba inmóvil entre dos corrientes de agua clara. Respiró lentamente, intentando no perturbar aquella quietud, aquella paz transparente. Si respiras rápidamente piensas, y si piensas… Se movió, parpadeó intentando mantener los ojos cerrados, pero la conciencia y la luz cada vez más brillante la obligaron a abrirlos. Permaneció tendida sobre la cama, intentando ser una sábana blanca entre otras dos de muselina. Pero las sábanas blancas no oyen el canto de los pájaros ni huelen el desayuno. Se volvió y esperó que la dolorosa carga de la vida la invadiera y la aplastara con su abrasadora futilidad.
—Buenos días. —Karen estaba encaramada al alféizar de la ventana, y tendía una mano ahuecada—. ¿Sabes cómo lograr que un pájaro repare en ti, salvo que seas una migaja? Me pregunto si les importa algo aparte de la comida y los huevos. ¿Alguna vez lanzan un suspiro por el puro placer de respirar? —Arrojó las migajas de sus manos por la ventana.
—No sé mucho de pájaros. —La voz de Lea era espesa y ronca—. Ni de placer, supongo. —Se tensó, esperando que el horror la invadiera.
—Relájate —dijo Karen, apartándose de la ventana—. Te he Serenado.
—¿Quieres decir… que estoy curada? —preguntó Lea, intentando ordenar los recuerdos de la noche anterior.
—¡Oh, cielos, no! Sólo te he dejado en un apartadero provisional. La curación es una cosa lenta. Tienes que hacerlo por ti misma, ¿sabes? Yo puedo sostener la cuchara y acercártela a los labios, pero serás tú quien tendrá que tragar.
—¿Y qué hay en la cuchara? —preguntó Lea ociosamente, aún nadando en la paz infinita.
—¿De qué hay que curarte?
—De la vida. —Lea apartó la mirada—. Simplemente curarme de la vida.
—Otra vez esa frase. Podríamos lanzar palabras a un lado y a otro durante todo el día, y no llegaríamos a ninguna parte… y además no tengo tiempo. Ahora debo irme. —El rostro de Karen se iluminó y giró rápidamente—. ¡Oh, Lea! ¡Oh, Lea! —Enseguida añadió—: En la otra habitación tienes el desayuno. Te dejaré encerrada. Más tarde regresaré, y entonces… bueno, para entonces ya se me habrá ocurrido algo. ¡Que Dios te bendiga! —Atravesó la puerta a toda prisa, pero Lea no oyó el ruido de la llave en la cerradura.
Lea fue hasta la otra habitación y una especie de inquietud reemplazó la habitual inercia. Partió un trozo de bacon entre sus dedos y se sirvió una taza de café. Dejó ambas cosas intactas y regresó con paso lento al dormitorio. Se tocó la extraña bata que llevaba puesta y luego, con un repentino y jadeante movimiento, se la quitó y se puso su propia ropa.
Tironeó del picaporte, pero éste no se movió. Golpeó suavemente con los puños la implacable puerta. Se acercó rápidamente a la ventana abierta y, sentada en el alféizar, empezó a balancear las piernas hacia el otro lado. Sus dedos chocaron contra algo invisible. Sobresaltada, sacó una mano y algo le golpeó los dedos. Empujó ambas manos lentamente hacia delante y las observó mientras las estiraba contra algo que las detenía.
Regresó a la cama y la miró con fijeza. La estiró rápida y meticulosamente, doblando con precisión las puntas de las sábanas y ahuecando la almohada. Se sentó en el borde de la cama y miró sus manos, tensamente entrelazadas. Luego se agachó y se cogió las rodillas. Enterró el rostro entre las manos y susurró, sintiendo un dolor acre que le quemó los ojos: «¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Realmente estás ahí?»
Se quedó un buen rato arrodillada, sintiéndose apretada contra la barrera que la encerraba, la barrera que, probablemente a causa de Karen, ahora era algo impersonal e inerte en lugar de la criatura deliberadamente maliciosa, cargada de aflicciones y frustrante que había sido durante tanto tiempo.
De repente oyó la voz de Karen.
—No has comido. —Levantó la cabeza, sobresaltada. No había nadie más en la habitación—. No has comido. —Volvió a oír la voz, el tono prosaico de Karen—. No has comido.
Se levantó lentamente y sintió el escozor que produce la sangre al circular con mayor rapidez. Fue cojeando rígidamente hasta la otra habitación. El café humeaba suavemente, aunque hacía rato que lo había servido. El bacon y los huevos aún estaban calientes. Partió la tostada caliente y crujiente y empezó a comer.
—Pronto lo averiguaré —murmuró, mirando el plato—. Y luego, probablemente, gritaré durante un buen rato.
Karen regresó a primera hora de la tarde, atravesando la puerta que se abrió antes de que ella llegara.
—¡Oh, Lea! —gritó, cogiéndola y haciéndola girar en una danza delirante—. ¡No lo imaginarías… ni en un millón de años! ¡Oh, Lea! ¡Oh, Lea! —Se arrojó con Lea sobre la cama y rió, deleitada. Lea se apartó de ella.
—¿Imaginar qué? —preguntó con voz tan tensa y tan seca como sus ojos.
Karen se incorporó rápidamente.
—¡Oh, Lea! Lo lamento. Con tanto entusiasmo, lo había olvidado. Escucha, Jemmy dice que debes venir a la Reunión de esta noche. No puedo decirte… Quiero decir que no serías capaz de comprender sin una buena explicación, e incluso así… —Observó la mirada azorada de Lea—. Es malo, ¿verdad? —le preguntó suavemente—. Aunque te sientas serena, te produce la misma sensación que si te cortaran con un cuchillo romo, ¿no? ¿No puedes llorar, Lea? ¿Ni siquiera derramar una lágrima?
—Las lágrimas… —Lea movió las manos, nerviosa—. Ni siquiera las lágrimas borran una sola palabra. —Apretó las manos contra su pecho oprimido. Sintió un dolor insoportable en la garganta—. ¿Cómo puedo soportarlo? —susurró—. Si dejas que vuelva a ocurrirme, ¿cómo podré soportarlo?
—No tienes que soportarlo tú sola. Nunca más tendrás que soportarlo sola. Y no te dejaré hasta que tengas la fuerza suficiente.
»De todos modos… —Karen se levantó repentinamente—, comerás otra vez y luego dormirás una siesta. Yo te haré dormir. Luego celebraremos la Reunión. Allí será tu nuevo comienzo.
Lea se acurrucó en su rincón mientras observaba con temor a los asistentes a la Reunión. Las risas, los gritos, las insinuaciones y los murmullos llenaban la sala.
—¡No te morderán! —susurró Karen—. Ni siquiera repararán en tu presencia si tú no lo quieres. Sí —dijo, respondiendo a la pregunta no pronunciada de Lea—. Debes quedarte… Te guste o no, le encuentres sentido o no. Yo misma no estoy muy segura del motivo por el que Jemmy convocó esta Reunión, ¿pero cómo se puede ser apropiado… habiéndonos conocido en la escuela? Lo creas o no, allí es donde recibí mi educación… y allí es donde…
Bueno, las maestras han sido nuestra ruina… o nuestra realización, según cómo lo mires. Ya sabes, los adultos pueden perfectamente vivir aislados y no permitir que nadie más conozca sus secretos celosamente guardados… pero los chicos… —Lanzó una carcajada—. Pobres angelitos… aunque tal vez son los más inteligentes. Transmiten las cosas más personales, sin que nadie se lo pida, a casi cualquier adulto que quiera escucharlos… ¿Y quién más adecuado para escuchar que una maestra? Pregúntale a una de ellas cuánto aprende de la vida de un niño y de las actividades familiares de todos los días gracias a lo que aquél dice de forma inconsciente. Los niños son la clave para cualquier comunidad… y eso nunca ha sido más verdadero que entre nosotros. Por ese motivo las maestras han estado tan comprometidas en los asuntos del Pueblo. En algún momento, cuando tengamos un minuto disponible, recuérdame que te cuente… bueno, por ejemplo lo de Melodye. Pero ahora…
Los asistentes se distribuyeron repentinamente por toda la sala, se callaron y aguardaron con atención.
Jemmy estaba sentado en un extremo del escritorio de la maestra, delante del Grupo, con un trozo de papel en una mano. Todos inclinaron la cabeza.
—Nos hemos reunido en Su nombre —anunció Jemmy. Un murmullo recorrió la sala y se desvaneció—. Por consideración a algunos de nosotros, los debates serán orales. Sé que algunos miembros del Grupo se han sorprendido de que os incluyamos a todos en la convocatoria. Existe un doble motivo. Uno es el de compartir esta alegría con nosotros… —Un suave y musical gorjeo de deleite recorrió la sala, seguido por una débil risa—. ¡Francher! —exclamó Jemmy—. El otro es el proyecto al que queremos dar comienzo esta noche.
»En los últimos días se ha hecho cada vez más evidente que todos nosotros tenemos una importantísima decisión que tomar. Al margen de lo que decidamos, tendremos que decir adiós en más de una ocasión. Tendremos que soportar alguna partida. Y habrá cambios.
La pena flotaba en el ambiente y una clave en tono menor descendía sobre cada nota, al borde de las lágrimas.
—Los Ancianos han decidido que sería prudente registrar nuestra historia hasta la fecha. Por eso estáis todos aquí. Cada uno de vosotros guarda en su interior una parte importante de nuestra historia. Cada uno de vosotros ha influido de forma indeleble en el curso de los acontecimientos que atañen a nuestros Grupos. Queremos conocer vuestras historias. No una reinterpretación a la luz de lo que sabéis ahora, sino la premisa original, la pregunta original, la comprensión original… —Se oyó un murmullo generalizado—. Sí —respondió Jemmy—. Vivirlo del principio al fin, exactamente igual… a pesar del dolor.
»Ahora —estiró el trozo de papel—, siguiendo un orden cronológico… Oh, antes que eso, ¿dónde está el grabador de Davey?
—¿El grabador? —preguntó alguien—. ¿Qué tienen de malo nuestros recuerdos?
—Nada —respondió Jemmy—. Pero queremos que este registro sea independiente de cualquiera de nosotros, que se vaya con el que se va y se quede con el que se queda. Compartimos los recuerdos en general, por supuesto, pero los pequeños detalles… bueno, de todos modos, traigamos el grabador de Davey. Ahora, siguiendo un orden cronológico… Karen, tú eres la primera.
—¿Quién, yo? —Karen se irguió, muy sorprendida—. Bueno, sí —respondió ella misma volviendo a reclinarse contra el respaldo—. Supongo que sí.
—Acércate al escritorio —sugirió Jemmy—. Ponte cómoda.
Karen apretó la mano de Lea y susurró:
—¡Prepárate para el asombro! —Y, después de abrirse paso entre los pupitres, se sentó ante el escritorio.
—Creo que ilustraré este comienzo —dijo—. Anteriormente hicimos referencia al parecido, ya sabéis: «Y el Arca descansó… junto a las montañas de Ararat». ¡Y de todos modos, Ararat resulta más poético que Baldy!
»Y ahora —sonrió—, establezcamos otra vez el Entonces. Necesitaré vuestra ayuda.
Lea observó a Karen, fascinada contra su voluntad. Vio que su rostro se alteraba y se veía más joven. La raya de su pelo cambiaba de lugar y su cabellera se alargaba. Notó que los años abandonaban el rostro de Karen deslizándose como una débil gasa, y se inclinó hacia delante para escuchar la voz cada vez más joven y más alta de Karen, que decía…
ARARAT
En Cougar Canyon hemos tenido problemas con las maestras. De todos modos, se trata de una escuela con hospedaje, aislada e incómoda para todo. No hay realmente nada que retenga a una maestra. Pero por la forma en que el Pueblo procrea, en cantidad y con regularidad, incluso nuestro pequeño Grupo puede en general reunir a los nueve necesarios para que el superintendente del condado organice la enseñanza de todo el año.
Por supuesto, ya he pasado la edad de escolar, incluso en Canyon; de esto hace varios años, pero si quedara libre una vacante en el otoño volvería a hacer un posgrado. Ahora estoy trabajando en un nivel superior porque papá me obligó a terminar los estudios y obtener mi diploma de segunda enseñanza hace dos veranos. Me ha prometido que si este año me desenvuelvo bien, el año próximo iré al Exterior y me prepararé y obtendré mi título para poder trabajar como maestra y no tener que ir nunca más al Exterior. La mayoría de los niños abandonarían la escuela, pero los Ancianos no aprueban la ignorancia, y aquí los Ancianos son quienes tienen la última palabra.
Papá es el jefe de la junta escolar. Por esa razón me entero de montones de cosas de la escuela que los otros chicos no saben. Este verano, cuando escribió a la capital del condado diciendo que este otoño tendríamos más de nueve chicos y que tendrían que conseguirnos una maestra, recibió una carta en la que le respondían que habían agotado la provisión de maestras que no conocían Cougar Canyon, y que este año nosotros mismos tendríamos que remover-cielo y tierra para conseguir una. Eso de «remover cielo y tierra» nos pareció un comentario malicioso, porque en un extremo del cementerio tenemos las tumbas de cuatro de nuestras maestras. Nos enviaban a las maestras viejas, las que no tenían hogar, las que estaban a punto de derrumbarse o intentaban completar el final de su vida con un año aquí y un año haciendo trabajos que nadie más quería, porque en el estado no existe un sistema de pensiones adecuado y la mayoría de las maestras mueren al pie del cañón. Y su vejez y su inseguridad no eran suficientes en Canyon, donde es posible que los Extraños sufran alguna conmoción… a pesar de que la mayor parte de éstas ocurre involuntariamente.
Sin embargo, en los últimos años no nos ha ido tan mal. Los Ancianos dicen que nos estamos adaptando, aunque algunos de los inconformistas dicen que el Cruce debilitó nuestra sangre. Podría ser una de esas cosas, o ambas, o que las maestras se están endureciendo. Las dos últimas lograron durar exactamente hasta que el año terminó. Papá las trasladó hasta Kerry Canyon, y las ambulancias se las llevaron. Después de pasar una temporada en el hospital mejoraron, y ahora están muy bien. Pero antes de que ellas llegaran solíamos tener cuatro maestras por año.
De todas formas, papá escribió a una agencia de maestras de la costa y después de varias cartas por ambas partes logramos encontrar una.
Nos habló del tema durante la cena.
—Es bastante joven —dijo, cogiendo un palillo; se echó hacia atrás haciendo balancear la silla sobre sus patas traseras.
Mamá le dio a Jethro otro trozo de pastel y volvió a coger su tenedor.
—La juventud no es ningún delito —opinó—, y para los niños será un cambio agradable.
—Sí, aunque resulta vergonzoso. —Papá se escarbó una muela y mamá lo miró frunciendo el ceño. No supe si era porque se escarbaba la muela o por lo que había dicho. Sabía que él quería decir que resultaba vergonzoso llegar a un lugar como Cougar Canyon al principio de la carrera. No se trata de que seamos mezquinos ni crueles, ya sabéis. Sólo que ellos son Extraños y nosotros a veces olvidamos… sobre todo los niños…
—No está obligada a venir —señaló mamá—. Podría decir que no.
—Bueno, ahora… —Papá echó la silla hacia delante—. Jethro, se acabó el pastel. Ahora sal y ayuda a Kiah a entrar la leña. Karen, tú y Lizbeth empezad a lavar los platos. Niños, manos a la obra.
Y todos nos pusimos en marcha. En Canyon, los chicos obedecen a los padres, aunque tengo entendido que en el Exterior no siempre ocurre así. Me molestó, porque sabía que papá quería sacarnos de en medio para poder mantener con mamá una conversación de adultos, así que le dije a Lizbeth que yo quitaría la mesa, y lo hice tan lentamente como pude, en silencio y aguzando el oído.
—No podría conseguir otro trabajo —dijo papá—. Los de la agencia me dijeron que le dieron dos puestos en los dos últimos años y que no cumplió el año en ninguno de los dos.
—Vaya —dijo mamá, frunciendo el ceño—. Si es tan mala, ¿se puede saber por qué la contrataste para que venga a Canyon?
—¿Acaso tenemos otra alternativa? —Papá lanzó una carcajada. Luego se puso serio—. No, no fue por ineficacia. Es una buena maestra. Por lo que ella dice, la despidieron inesperadamente. Pidió cartas de recomendación, y una de ellas decía: «La señorita Carmody es una maestra muy eficaz, pero no nos atrevemos a recomendarla para un puesto de maestra».
—¿No se atreven? —preguntó mamá.
—No se atreven —repitió papá—. Los de la agencia me aseguraron que habían investigado a fondo y no podían encontrar ninguna razón válida para los despidos, pero al parecer ella no logra conseguir otro trabajo en ningún lugar de la costa. En su carta me dijo que quería probar fortuna en otro estado.
—¿Crees que es deforme, o algo así? —sugirió mamá.
—¡Del cuello para arriba, no! —Papá lanzó una carcajada. Cogió un sobre de su bolsillo—. Aquí está la foto de la solicitud.
En ese momento yo ya había quitado la mesa y me incliné por encima del hombro de papá.
—¡Caray! —dije. Papá me miró y levantó una ceja. Entonces supe que en todo momento él había sido consciente de que yo estaba escuchando.
Me ruboricé pero me mantuve en mis trece, porque sabía que me permitían acceder a los temas de los adultos, aunque no formalmente.
La chica de la foto era encantadora. No podía tener muchos años más que yo y era dos veces más bonita. Tenía el pelo corto y rizado y, al parecer, una piel cremosa y sin poros que brillaba por sí misma. Su aspecto era indeciso y sus oscuras cejas eran como signos de interrogación horizontales. Tenía las comisuras de los labios inclinadas hacia abajo… no demasiado, pero lo suficiente para que uno se preguntara por qué y sintiera deseos de consolarla.
—No me cabe duda de que revolucionará Canyon —aventuró papá.
—No lo sé. —Mamá frunció el ceño, pensativa—. ¿Qué dicen los Ancianos de que una Extraña casadera venga a Canyon?
—Adonday Veeah! —murmuró papá—. Nunca se me ocurrió. La edad de nuestras maestras nunca fue motivo de preocupación.
—¿Qué ocurriría? —pregunté—. Quiero decir, si uno del Grupo se casara con un Extraño.
—Imposible —dijo papá en un tono tan propio de los Ancianos que comprendí por qué su nombre había sido aprobado en el Encuentro de la primavera anterior.
—Bueno, está nuestro Jemmy —dijo mamá en tono preocupado—. Ya ha empezado a decir que tendrá que empezar a probar en otro Grupo. Ninguna de las chicas de aquí le gusta. Suponiendo que esta Extraña… ¿cuántos años tiene?
Papá desplegó la solicitud.
—Veintitrés. Hace tres que terminó sus estudios.
—Jemmy tiene veinticuatro. —Mamá apretó los labios—. Papá, creo que tendrás que anular el contrato. Si algo sucediera… bueno, a mi modo de ver, esperaste mucho tiempo para convertirte en un Anciano, y sería una vergüenza que algo funcionara mal durante este primer año.
—No puedo anular el contrato. Ella ya está de camino hacia aquí. Las clases empiezan el próximo lunes. —Papá se echó el pelo hacia delante, como hace cuando está perturbado—. Tal vez estamos exagerando —dijo, esperanzado.
—Bueno, espero que no tengamos ningún problema con esta Extraña.
—O que ella no lo tenga con nosotros. —Papá esbozó una sonrisa—. ¿Dónde están mis cigarrillos?
—En el maletín —dijo mamá; se puso de pie y dobló el mantel para que no se cayeran las migas.
Papá hizo chascar los dedos y los cigarrillos se deslizaron en el aire desde la habitación de delante.
Mamá se fue a la cocina. El mantel se sacudió solo encima del cubo de la basura y luego la siguió.
El domingo por la noche, papá condujo hasta Kerry Canyon para recoger a nuestra nueva maestra. Ella debía llegar el sábado por la tarde, pero no logró hacer el trasbordo de autobús en la capital del condado. La carretera muere al llegar a Kerry Canyon, lo cual está muy bien. Los turistas nos dejan en paz. Por supuesto, nosotros no tenemos demasiados problemas para ir de un lado a otro en coche, pero por ese motivo todo acaba en Kerry Canyon y nosotros tenemos que ocuparnos de recoger y trasladar todo… quiero decir, teniendo en cuenta el estado del camino.
Todos los chicos de casa querían quedarse levantados para ver a la nueva maestra, y mamá los dejó; pero a las siete y media los más pequeños empezaron a quedarse dormidos, y a las nueve sólo quedábamos Jethro y Kiah, Lizbeth, Jemmy y yo. Papá ya tendría que haber regresado y mamá estaba inquieta y preocupada. Pero a las nueve y cuarto oímos que el coche subía el sendero traqueteando. La amplia sonrisa de alivio de mamá se reflejó en nuestro rostro.
—¡Claro! —exclamó—. Lo había olvidado. Lleva a una Extraña en el coche. Tuvo que utilizar la carretera, y cruzar Jackass Flat es terrible.
Sentí la presencia de la señorita Carmody antes de que ella atravesara la puerta. Me estremecí de anticipación y súbitamente la percibí, con tanta claridad que supe con cierto temor y orgullo que yo era como mi abuela, que pronto soportaría la carga y la bendición de su Don… el don que se convierte en el libre acceso a cualquier mente, la de alguien del Pueblo o la de un Extraño, lo quiera o no. Y además de ese acceso, la capacidad de aconsejar y ayudar, de enderezar mentes retorcidas y emociones enmarañadas.
Entonces la señorita Carmody apareció en la puerta, pestañeando un poco a causa de la luz, tapada hasta la barbilla para protegerse del áspero aire del otoño. Su pelo quedaba oculto por un pañuelo brillante, pero su piel tenía el mismo color crema luminoso que mostraba en la foto. Esbozó una débil sonrisa, aunque se la veía asustada. Cerré los ojos y… entré, así de simple. Era la primera vez que entraba en la mente de alguien. Ella estaba totalmente agitada a causa del cansancio y el sentimiento de extrañeza, y en lo profundo de su ser había una pregunta que se repetía una y otra vez, pero no pude vislumbrar de qué se trataba. Y debajo de la incertidumbre, había dulzura y calidez y una pena tan desconcertada que sentí que se me humedecían los ojos. Entonces volví a mirarla (el acto de reparar lleva tan poco tiempo) mientras papá nos la presentaba. Oí un jadeo a mi lado y de pronto entré en la mente de Jemmy con una rapidez sorprendente.
Jemmy y yo habíamos estado unidos durante toda la vida, y no siempre necesitábamos palabras para comunicarnos, pero ésta era la primera vez que yo lo hacía de esta forma y supe que él no sabía lo que ocurría. Me sentí incómoda y avergonzada al conocer tan claramente sus emociones. Lo aparté lo más rápidamente posible, pero no antes de saber que Jemmy ya no saldría a buscar otro Grupo; dijeran lo que dijesen los Ancianos, había encontrado el amor de su vida.
Todo esto llevó menos tiempo del que lleva saludarse y estrecharse la mano. Mamá bajó dando voces y condujo a la señorita Carmody y a papá hasta la cocina para servirles café, y Jemmy dio un manotazo a Jethro y le hizo llevar el equipaje en lugar de que lo enviara al dormitorio de la señorita Carmody haciendo chascar los dedos. Después de todo, no queríamos perder a nuestra maestra antes de que conociera la escuela.
Esperé hasta que todos se habían acostado. La señorita Carmody en su cama fría, y los demás, por supuesto, entre nuestras cálidas sábanas… ¡Cómo compadezco a los Extraños! Luego fui a ver a mamá.
Ella se reunió conmigo en el vestíbulo a oscuras y nos abrazamos mientras me consolaba.
—Oh, mamá —susurré—. Esta noche entré en la mente de la señorita Carmody. Tengo miedo.
Mamá me apretó otra vez contra su pecho.
—Me lo imagino. Es una gran responsabilidad. Tienes que ser muy prudente y sensata. Tu abuela llevaba el Don con gracia y orgullo. Tú eres como ella. Puedes hacerlo.
—¡Pero mamá! ¡Ser una Anciana…!
Mamá lanzó una carcajada.
—Tienes varios años de entrenamiento por delante antes de convertirte en una Anciana. El de consejera del alma es un trabajo arduo.
—¿Y tengo que decirlo? —me lamenté—. No quiero que nadie lo sepa todavía. No quiero quedar apartada.
—Se lo diré al Más Anciano. Nadie tiene por qué saberlo. —Me abrazó una vez más y, aliviada, regresé a la cama.
Me tendí en la oscuridad y dejé que mi mente se despejara, sin saber siquiera cómo sabía hacerlo. Sentí que la familia me rodeaba como el suave roce de unos dedos delicados. Sentí calor y bienestar como si estuviera acurrucada en la palma ahuecada de una mano amorosa. Algún día pertenecería al Grupo igual que ahora pertenecía a la familia. ¿Pertenecer a otros? Aparté a la familia de mi mente con una extraña sensación de pánico. Quería estar sola… pertenecer sólo a mí misma y a nadie más. No quería poseer el Don.
Al cabo de un rato me quedé dormida.
La señorita Carmody se marchó a la escuela una hora antes que nosotros. Quería tener todo preparado un rato antes de que comenzara la clase, como si su llegada tardía le hubiera sentado mal. Kiah, Jethro, Lizbeth y yo bajamos el sendero hasta la casa de los Armister para recoger a sus tres niños. El cielo era tan azul que podías paladearlo: un sabor vinoso y otoñal a campos sembrados y hojas caídas. Todos estábamos alegres y nuestros pies se movían con ligereza mientras pateábamos las hojas de los álamos que llenaban de oro el sendero. En realidad, Jethro sentía que sus pies eran muy livianos, y la tercera vez que lo hice bajar y caminar por el suelo, le di un buen bofetón. Cuando llegamos a casa de los Armister todavía lloriqueaba.
—¡Es muy bonita! —gritó Lizbeth antes de que los chicos atravesaran la puerta, todos ansiosos por saber algo de la nueva maestra.
—Es joven —añadió Kiah dando un codazo a Lizbeth para adelantarla.
—Es más pequeña que yo —dijo Jethro lloriqueando, y todos reímos porque él ya ha llegado al metro setenta a pesar de que aún no tiene doce años.
Debra y Rachel Armister se cogieron del bracete con Lizbeth y bajaron juntas por el sendero comentando los detalles acerca del pelo de la maestra, de sus vestidos, de su laca de uñas, del equipaje, de la ropa de dormir, aunque sabrá Dios cómo descubrió Lizbeth todo eso.
Jethro y Kiah se unieron a Jemmy y treparon a la valla del ferrocarril que corre paralela al sendero. Jethro dio uno o dos pasos por encima de las vías, vio que yo lo miraba y volvió a bajar de prisa. Sabe tan bien como cualquier chico de Canyon que un muchachito de su edad no puede ir flotando por una calle pública.
Nos desviamos al llegar a Mesa Road para recoger a los niños de los Kroginold. Más de una vez papá había cedido ante los Kroginold.
Veréis, cuando se produjo el Cruce, los miembros del Pueblo se separaron en ese último momento delirante en que el fuego chisporroteaba y el calor aumentaba de forma alarmante. Los que formaban nuestro Grupo abandonaron su nave apenas unos segundos antes de que ésta se estrellara trágicamente contra la caja del cañón que se encuentra detrás de Old Baldy y literalmente se lanzara y chocara contra los muros, ocasionando un incendio que dejó las colinas peladas en varios kilómetros a la redonda. Después de que el Pueblo surgiera de los retazos de vida y fundara Cougar Canyon, descubrieron que la aleación con la que estaba hecha la nave era un metal muy apreciado por aquí. Desde entonces nuestro grupo ha vivido explotando las minas de la caja del cañón, aunque es un poco complicado comercializar el material. Es necesario sacarlo fuera del país y volver a introducirlo porque todo el mundo sabe que es un material inexistente en esta región.
De todas formas, nuestro Grupo de Cougar Canyon es probablemente el más numeroso del Pueblo, pero estamos bastante seguros de que al menos un Grupo, y tal vez dos, sobrevivieron con nosotros. En sus tiempos, mi abuela percibía la existencia de dos Grupos pero nunca pudo localizarlos con precisión y, dado que nuestro objetivo es pasar inadvertidos en esta nueva vida, nunca se había hecho un esfuerzo real para encontrarlos.
Papá sólo recuerda muy poco del Cruce, pero algunos de los Ancianos quedaron ciegos y lisiados a causa del calor y del terrible esfuerzo que realizaron para evitar que otros se apagaran como estrellas fugaces.
Pero volviendo al tema que nos ocupa, papá solía lamentarse de que, con tanta gente que podría haber formado nuestro Grupo, tuvieran que tocarnos justamente los Kroginold. Son rebeldes, y lo eran incluso antes del Cruce. Son sus niños los que se han portado tan mal con nuestras maestras. Todos los demás solían comportarse bastante correctamente y recordaban que debemos ser cautelosos con los Extraños.
Cuando llegamos a su casa, Derek y Jake Kroginold estaban tendidos sobre un montón de hojas junto a la puerta principal. Ni siquiera nos oyeron llegar, así que me incliné y golpeé el trasero del que tenía más cerca y se volvieron agitando las hojas y me sonrieron con la misma expresión que muestra Pan en el libro de mitología que tenemos en casa.
—¿Qué clase de vieja zorra nos ha tocado esta vez? —preguntó Derek mientras escarbaba entre las hojas buscando su merienda.
—No es una vieja zorra —repliqué, más furiosa de lo necesario, porque Derek siempre me altera—. Es joven y bonita.
—¡Sí, seguro! —Jake desparramó las hojas de su gorra sobre las tres niñas vociferantes.
—¡Claro que sí! —añadió Kiah—. Es la maestra más bonita que tuvimos jamás.
—¡A mí no me enseñará nada! —gritó Derek, al tiempo que se elevaba hasta la copa de un álamo.
—Bien, si no lo hace ella, lo haré yo —protesté y, cogiendo un puñado de sol, trencé los haces tan rápidamente que Derek se desplomó como una roca. Gritó como un puma, pensando que moriría, pero lo detuve a pocos centímetros del suelo y luego lo solté. La caída hasta el suelo estuvo a punto de dejarlo sin respiración, pero gritó:
—¡Se lo diré a los Ancianos! ¡Se supone que no debes trenzar haces!
—Díselo a los Ancianos —le respondí bruscamente, bajando a toda prisa por el sendero lleno de hojas—. Yo estaré allí y les explicaré por qué. Entonces, pequeño listo, ¿qué excusa les darás para explicar que caminas flotando?
Entonces me sentí avergonzada. Estaba actuando tan mal como los Kroginold, pero ellos me sacaban de quicio.
Nuestra última escala antes de llegar a la escuela fue en casa de los Clarinade. Se me encogía el corazón cada vez que pensaba en sus mellizos. Habían empezado la escuela este año y llevaban dos de retraso según el promedio en Canyon. La señora Kroginold solía decir que ellos dos, Susie y Jerry, se dividieron el cerebro entre ambos antes de nacer. Eso suena poco amable y no es verdad, un comentario típico de los Kroginold, pero sí es cierto que, según las pautas de Canyon, los mellizos eran retrasados. Carecían de muchos de los atributos del Pueblo. Papá decía que se debía a un efecto tardío del Cruce del que habían nacido, o que tal vez era un anticipo de lo que serían los niños aquí… de lo que le espera al Pueblo. La sola idea me hace estremecer.
Susie y Jerry esperaban fuertemente cogidos de la mano, como siempre. Eran tímidos y retraídos pero estaban radiantes con la idea de empezar las clases. Jerry, que era el que más hablaba de los dos, respondió a nuestro saludo con timidez.
Entonces Susie nos sorprendió a todos exclamando:
—¡Vamos a la escuela!
—¿No es maravilloso? —pregunté, cogiendo su mano pequeña y fría entre las mías—. Y vais a tener la maestra más bonita que hemos tenido jamás.
Pero Susie se había sonrojado, confundida, y no dijo una sola palabra más en todo el camino.
Jake y Derek me preocupaban. Caminaban separados de nosotros, susurrando, mirándonos por encima del hombro y riendo. Estaban tramando algún tipo de diablura para recibir a la señorita Carmody. Y lo que yo más quería en el mundo era que ella se quedara. Me parecía adecuado tener varios años por delante antes de convertirme en una Anciana. Intenté introducirme en la mente de Derek y Jake para descubrir lo que tramaban, pero por mucho que lo intenté no pude ir más allá del tono sibilante de sus risitas y del brillo duro de sus ojos.
Estábamos girando para entrar en el patio de la escuela cuando Jemmy, que tendría que haber estado un buen rato antes en la mina, salió repentinamente de los arbustos y se detuvo delante de nosotros. Miró a Jake y a Derek fijamente y luego a los demás niños.
—Niños, cuidad vuestros modales cuando lleguéis a la escuela —dijo con el ceño fruncido—. Y vosotros, Kroginold, intentad alguna travesura y os haré flotar hasta Old Baldy y luego trenzaré los haces. Vamos a conservar a esta maestra.
Susie y Jerry se abrazaron, mudos de terror. Los Kroginold se ruborizaron y mostraron una expresión belicosa. Los demás miramos fijamente a Jemmy, que nunca levantaba la voz y jamás actuaba con brusquedad.
—Jake y Derek, hablo en serio. Si hacéis una de las vuestras, los Ancianos encontrarán las respuestas que han estado buscando… sobre todo con respecto a la campana de Kerry Canyon.
Los Kroginold intercambiaron una mirada de desesperación y las chicas jadearon, sorprendidas. Una de las reglas que se hace cumplir más rigurosamente en el Grupo se refiere al hecho de hacerse notar fuera de la comunidad. Si Derek y Jake habían estado implicados en ese asunto de que la campana sonara durante toda la noche el último 4 de julio, recibirían su merecido.
—¡Ahora, niños, largaos! —Jemmy sacudió la cabeza señalando la escuela y los aterrorizados mellizos bajaron por el sendero cubierto de hojas como si ellos mismos fueran un par de hojas brillantes; los demás niños los siguieron mientras los Kroginold se volvían para mirar por encima del hombro, murmurando.
Jemmy bajó la cabeza y frunció el ceño.
—De todas formas, ya es hora de que se vuelvan civilizados. No tiene sentido que perdamos a todas las maestras.
—No —dije, con tono evasivo.
—No tiene sentido que la asustemos. —Jemmy se concentró en patear las hojas.
—No —coincidí, reprimiendo una sonrisa.
Entonces Jemmy sonrió de mala gana, divertido ante su propia conducta.
—¿Tengo que decírtelo con todas las palabras? Toma.
—Sacó las manos de detrás de la espalda y me entregó un ramo de brillantes hojas otoñales. —Son para que se las des. Algo bonito para el primer día de clase.
—¡Oh, Jemmy! —exclamé, contemplando los tonos escarlata, carmesíes y dorados—. Son hermosas. Has estado en Baldy esta mañana…
—Así es. Pero ella no debe saber quién se las envía.
—Y se marchó.
Apuré el paso para alcanzar a los chicos antes de que llegaran a la puerta. Súbitamente dominados por la timidez, se arremolinaban en los escalones de la entrada, cada uno intentando esconderse detrás del otro.
—¡Oh, santo cielo! —exclamé, sorprendida—. Esta mañana desayunasteis con ella. No os morderá. Entrad.
Pero me di cuenta de que me adelantaba y conducía al grupo hasta el aula. Mientras le entregaba el ramo de hojas a la señorita Carmody, los chicos se deslizaron en sus asientos con la seguridad que proporciona la costumbre y los mellizos se quedaron de pie solos, paralizados y pálidos.
La señorita Carmody dejó las hojas sobre su escritorio, se arrodilló rápidamente junto a ellos, los hizo soltarse y cogió una mano de cada uno entre las suyas.
—Estoy muy contenta de que vengáis a la escuela —dijo con su cálida voz—. Necesito alumnos de primer grado para que la escuela funcione bien, y tengo un pupitre que creo que fue construido expresamente para unos mellizos.
Los condujo a un costado del aula, lo suficientemente cerca de la antigua estufa para que recibieran el calor y lo suficientemente cerca de la ventana para que pudieran mirar hacia fuera. Allí se encontraba uno de los antiguos pupitres dobles que el Grupo debía de haber heredado de alguna población fantasma de las colinas. Había dos cajas de madera que hacían las veces de escabeles para los pequeños a los que no les llegaban los pies al suelo y, elevándose como una llama desde el antiguo agujero del tintero, un ramo de hojas de un rojo vivaz… iguales a las que Jemmy me había dado a mí.
Los mellizos se deslizaron en el pupitre sin soltarse de la mano y miraron a la señorita Carmody con los ojos desorbitados. Ella les sonrió e inclinándose hacia delante apoyó la punta del dedo en el marcado hoyuelo que ambos tenían en la barbilla.
—Sonrisas escondidas —dijo, y los dos rostros asustados se iluminaron brevemente con una sonrisa vacilante. Luego la señorita Carmody se volvió hacia los demás.
No logré oír sus palabras de presentación. Estaba demasiado ocupada meditando sobre el ramo de hojas y sobre cómo ella llegó a conocer la rutina, incluidas las palabras que la madre de los mellizos utilizaba para hacerlos sonreír y pensando cómo demonios conocía la existencia de los antiguos pupitres que guardábamos en el cobertizo. Cuando nos levantamos para saludar a la bandera y cantamos la canción de todas las mañanas, resolví el enigma. Seguramente papá le había informado de todo la noche anterior, cuando la llevaba a casa. Los mellizos eran una preocupación constante para todo, el Grupo y estábamos especialmente interesados en que su primer año en la escuela fuera un éxito. Además, papá sabía lo de la sonrisa y dónde estaban guardados los pupitres. En cuanto al ramillete de hojas, bueno, algunas crecían casi al pie de la montaña, y la escarcha resulta engañosa en la época en que brotan las hojas.
De modo que las clases comenzaron y siguieron sin novedad. La señorita Carmody era una buena maestra e incluso a los Kroginold les resultaba interesante estudiar.
Desde que Jemmy los había amenazado, no habían intentado ninguna travesura. Salvo esa tontería de la tiza. La señorita Carmody estaba explicando algo frente a la pizarra y buscaba a tientas la tiza para ilustrar la lección. Jake levantaba deliberadamente la tiza cada vez que ella iba a cogerla. Yo estaba a punto de reaccionar, cuando la señorita Carmody chascó los dedos con fastidio y aferró la tiza con firmeza. En ese momento la mirada de Jake se cruzó con la mía y el jovencito literalmente se encogió varios centímetros. No se lo dije a Jemmy, pero el temor de Jake de que pudiera hacerlo lo obligó a comportarse correctamente durante una buena temporada.
Los mellizos estaban realmente radiantes. Reían y jugaban con los demás niños, y Jerry incluso salía de vez en cuando con los otros chicos al mediodía y regresaba tan desaliñado y empapado como los demás después de juguetear en el río.
La señorita Carmody se adaptó tan bien a la comunidad y era tan querida por todos los chicos que tuvimos la impresión de que finalmente conservaríamos una maestra durante todo el año. Ya había soportado algunas de las impresiones que habían hecho gritar a otras maestras. Por ejemplo…
La primera vez que Susie consiguió una pegatina con un petirrojo para agregar a la punta de su libro por leer una página de seis líneas a la perfección, regresó a su asiento literalmente caminando a varios centímetros del suelo. Contuve el aliento hasta que Susie se sentó y se puso a acariciar la pegatina satinada con un dedo, y miré furtivamente a la señorita Carmody. Estaba sentada en posición erguida, aferrando ambos extremos de su escritorio como si estuviera a punto de levantarse, con una expresión de incredulidad en el rostro. Luego se relajó, sacudió la cabeza, sonrió y se concentró en sus papeles.
Lancé un cauteloso suspiro de alivio. La penúltima maestra había tenido un ataque de histeria cuando una de las niñas regresó a su asiento flotando involuntariamente porque le dolía un pie. Yo abrigaba la esperanza de que la señorita Carmody fuera más curtida y, evidentemente, lo era.
Esa misma semana, al mediodía, Jethro se acercó al edificio de la escuela, donde Valancy —ése es su nombre de pila, y yo la llamaba así cuando estábamos a solas; después de todo, sólo tiene cuatro años más que yo—, me ayudaba con unas espantosas pruebas y mediciones que tenía que hacer como prolongación de los estudios en la escuela normal.
—¡Eh, Karen! —gritó asomándose a la ventana—. ¿Puedes salir un momento?
—¿Para qué? —respondí, molesta por la interrupción precisamente cuando estaba intentando averiguar qué tenía de normal una curva normal.
—Se trata de una necesidad —gritó Jethro.
Dejé el libro.
—Lo siento, Valancy. Iré a ver qué quiere.
—¿Voy yo también? —me preguntó—. Si ocurre algo…
—Seguramente no es más que una tontería —respondí, y salí a toda prisa.
Cuando un miembro del Pueblo dice «se trata de una necesidad», significa que ocurre algo en el Grupo.
—Adonday Veeab! —le dije a Jethro en un murmullo mientras recorríamos el inclinado y rocoso sendero que conducía al arroyo—. ¿Qué pretendes? ¿Meternos en problemas? ¿Qué ocurre?
—Mira —dijo Jethro señalando a los chicos que rodeaban al alarmado pero orgulloso Jerry y la enorme roca suspendida por encima de sus cabezas, sobre un dique a medio construir.
—¿Quién la levantó? —pregunté, jadeando.
—Yo —dijo Jerry espontáneamente, sonrojándose.
Me volví hacia Jethro.
—Veamos, ¿por qué no trenzaste los haces? No tenías por qué venir corriendo…
—¿Hacerlo con eso? —protestó Jethro—. Sabes muy bien que no estamos autorizados a elevar nada tan grande, para no hablar del trenzado. Además —añadió con timidez—, no sé hacer esa cosa de niñas tontas.
—¡Oh, Jethro! ¡A veces eres tan estúpido! —Me volví hacia Jerry—. ¿Como demonios hiciste tú para elevar algo tan grande?
—Una vez vi que papi lo hacía en la mina.
—¿Te deja elevar cosas en casa? —pregunté en tono severo.
—No sé. —Jerry pisoteó el barro con un zapato y bajó la cabeza—. Nunca elevé nada.
—Bueno, más te vale no hacerlo. Los niños no estáis autorizados a elevar nada que un Extraño de vuestra edad no pueda levantar por sus propios medios. Y ni siquiera eso, si después no podéis trenzarlo.
—Lo sé. —Jerry seguía indeciso entre la vergüenza y el orgullo.
—Bueno, recuérdalo. —Cogí un puñado de sol, trencé los haces y devolví la roca a la ladera de la colina, donde debía estar.
El trenzado resulta más fácil para las niñas… es decir, el trenzado de la luz del sol. Por supuesto sólo los Ancianos hacen del sol y la lluvia una misma cosa, y sólo el Más Anciano de ellos se atrevería a trenzar la luna, la luz y la oscuridad, que puede mover montañas. Pero ésa no era ninguna excusa para que Jethro olvidara y corriéramos el riesgo de que Valancy viera lo que no debía.
No caí en la cuenta de todo aquello hasta que estuve a punto de entrar en la escuela. ¡Jerry había elevado algo! Los niños de su edad suelen elevar cosas como parte de un juego casi desde el momento en que empiezan a caminar. En esos casos no es necesario un trenzado porque sólo es cuestión de unos pocos centímetros y unos pocos segundos, y la gravedad se ocupa del resto. Pero Jerry y Susie jamás lo habían hecho. Finalmente estaban empezando a captarlo. Tal vez sólo era el Cruce lo que los hacía más lentos, y tal vez solo sus padres. En mi alegría me olvidé de todo ello y subí flotando hasta la entrada de la escuela sin apoyarme en los escalones. Pero Valancy estaba colocando unos cuadros en la moldura elevada que se encuentra a unos centímetros del cielorraso, así que no ocurrió nada grave. Tenía la cara roja a causa del esfuerzo y me pidió que le acercara la escalera para poder concluir su tarea. Se la alcancé y se la sujeté… y estuve a punto de dejarla caer mientras la miraba. ¿Cómo había hecho para colgar los primeros cuadros antes de que yo regresara?
El tiempo fue anormalmente seco durante todo el otoño. No nos importó demasiado porque cuando se convive con un Extraño la lluvia resulta terriblemente molesta. Tenemos que mojarnos. Pero cuando pasó noviembre y tuvimos la Navidad casi encima y prácticamente no cayó ni una gota de lluvia ni un copo de nieve, empezamos a preocuparnos. El arroyo se convirtió en un hilo de agua, luego en charcos esparcidos y finalmente se secó. Los Ancianos tuvieron que pasar una tarde en el depósito del Grupo, haciendo algo para solucionar la menguante provisión de agua. Querían librarse de Valancy durante un buen rato, por si acaso, de modo que Jemmy se ofreció a llevarla a Kerry para presenciar el espectáculo. Cuando llegaron, bastante después de medianoche, yo aún estaba despierta. Desde que empecé a desarrollar el Don, he pasado largos períodos de intranquilidad en los que parece que no tengo individualidad y que soy todas las personas del Grupo. El entrenamiento que tendré que empezar muy pronto me ayudará a apartar a los demás de mi mente, salvo cuando quiera estar en contacto con ellos. El único problema es que no sabemos quién va a entrenarme. Desde que murió mi abuela, no ha habido ningún Reparador en nuestro Grupo, y debido al Cruce no tenemos libros ni registros que puedan ayudarnos.
Sea como fuere, estaba despierta y apoyada en el alféizar de la ventana, contemplando la oscuridad. Ellos se detuvieron en el porche, ya que Jemmy se aloja temporalmente en la mina, mientras dura su trabajo allí. No tuve que adivinar ni recurrir al Don para interpretar la escena que se desarrolló a continuación. Cerré los ojos y la mente mientras la sombra de ambos se fundía. Debido a la fuerza de su emoción, podría haber entrado libremente en la mente de ambos, pero había estado observándolos durante todo el otoño. Sabía de una forma especial lo que ocurría entre ellos, y sabía que Valancy a menudo se iba a la cama llorando, y que Jemmy pasaba demasiadas horas a solas en el despeñadero que asoma sobre el cañón desde lo alto de Old Baldy, como si intentara lograr que su corazón fuera tan inaccesible a los Extraños como el despeñadero. Sabía lo que él sentía pero, por extraño que parezca, a partir de esa noche nunca fui capaz de entrar en la mente de Valancy. Había algo muy anti-exterioridad y algo muy anti-Grupal en su mente, y no lograba descifrar en qué consistía.
Oí que la puerta principal se abría y se cerraba, y los pasos ligeros de Valancy que se desvanecían pasillo abajo. Luego percibí que Jemmy me llamaba. Me puse el abrigo encima del camisón y recorrí el pasillo temblando. Él me esperaba junto a los escalones del porche y vi su expresión de desdicha bajo la débil luz de la luna.
—Ella no me quiere —dijo categóricamente.
—¡Oh, Jemmy! ¿Le pediste…?
—Sí. Me dijo que no.
—Lo lamento de veras. —Me acurruqué en el escalón más alto para taparme los tobillos—. Pero, Jemmy…
—¡Sí, lo sé! —repuso en tono airado—. Es un Extraña. Ni siquiera tengo por qué quererla. Bueno, si ella me quisiera no dudaría ni un instante. Este asunto de la pureza del Grupo es…
—¿Es correcto y adecuado —dije suavemente—, siempre que no te afecte personalmente? Piensa un momento, Jemmy. ¿Serías capaz de llevar la vida de un Extraño? Piensa sólo en las mil y una limitaciones que tendrías que imponerte, incluso durante el resto de tu vida, o igualmente perderla. Tal vez es mejor aceptar un «no» ahora en lugar de intentar construir algo y arruinarlo completamente más tarde. ¿Y si hubiera niños…? —Hice una pausa—. ¿Podría haber niños, Jemmy?
Oí que lanzaba un profundo suspiro.
—No lo sabemos —proseguí—. No hemos tenido ocasión de averiguarlo. ¿Quieres que Valancy forme parte del primer experimento?
Jemmy golpeó su gorra contra el muslo y lanzó una carcajada.
—Tú posees el Don —me dijo, aunque yo nunca se lo había comentado—. ¿Tienes idea, hermanita, de lo poco que te querrán cuando te conviertas en una Anciana?
—Nuestra abuela era muy querida —respondí serenamente. Luego añadí, gritando—: No me apartes tú, Jemmy, maldita sea. ¿No es suficiente saber que soy diferente entre los diferentes? ¡Ahora no me abandones tú! —exclamé casi en un sollozo.
Jemmy se sentó a mi lado y me palmeó el hombro, como solía hacer.
—Cumple con tu cometido, Karen. Tenemos que hacer lo que tenemos que hacer. Sólo estaba desahogándome contigo. ¡Qué mundo! —dijo, suspirando.
Me acurruqué aún más dentro de mi abrigo, desalentada.
—Pero el otro ha desaparecido —musité—. El Hogar.
Nos quedamos sentados compartiendo la aguda pena que constituye la corriente oculta constante entre el Pueblo, incluso para aquellos de nosotros que nunca vimos realmente el Hogar. Papá dice que se debe a una especie de memoria racial.
—Pero ella no dijo que no porque no me ama —añadió Jemmy finalmente—. Me ama. Me lo dijo.
—¿Entonces por qué dijo que no? —Conocía bien a Jemmy y no podía imaginar que alguien lo rechazara.
Jemmy lanzó una breve carcajada de disgusto.
—Porque es diferente.
—¿Ella es diferente?
—Eso es lo que dijo como si alguien le hubiera arrancado la frase. «No puedo casarme», dijo. «¡Soy diferente!» Eso es bastante bueno viniendo de una Extraña, ¿no te parece?
—Ella no sabe que somos el Pueblo. Debe de sentir que es diferente a todos. Me gustaría saber por qué.
—No lo sé. Pero hay algo en ella. Una especie de escudo o de muro que la mantiene apartada. Nunca he visto nada igual en un Extraño, y tampoco en un miembro del Pueblo. A veces es como si encajara perfectamente con alguno de nosotros, y entonces, ¡zas!, me rompo la cabeza contra una pared de piedra.
—Sí, lo sé. Yo también lo he sentido.
Escuchamos el silencioso paso de la noche y finalmente Jemmy se levantó.
—Bien, Karen, buenas noches. Nos vemos.
Yo también me puse de pie.
—Buenas noches, Jemmy.
Lo vi alejarse bajo la luz de la luna. Al llegar a la puerta se volvió, con el rostro oculto entre las sombras.
—Pero no voy a darme por vencido —dijo serenamente—. Valancy es el amor de mi vida.
El día siguiente fue apacible y cálido, cosa poco habitual en nuestras colinas para el mes de diciembre. Flotaba una especie de quietud siniestra entre los árboles y, entretejiéndose contra el cielo lechoso, el débil humo de los incendios de matorrales ponía de manifiesto la sequía de toda la zona. Si uno miraba atentamente veía que detrás de Old Baldy se acumulaba un extraño banco de nubes, de un color tan semejante al del cielo que era difícil distinguirlas, pero tan hinchadas como las que preceden a una tormenta.
En la escuela todos estábamos inquietos: los chicos influidos por el clima, y Valancy pálida y triste por lo ocurrido la noche anterior. Yo me golpeaba la cabeza contra el muro que había en su mente, intentando encontrar la forma de ayudarla.
Finalmente, las mil y una pequeñas molestias llegaron a su punto culminante cuando Jerry y Susie empezaron a pelear y Susie abandonó el pupitre y chocó con una caja abierta de acuarelas mojadas que por alguna razón Debra había dejado en el suelo, junto a su asiento. Susie chilló y Debra farfulló, y Jerry lanzó una tonta y aguda risita de incomodidad y deleite. Sin mirar, Valancy cogió algo para golpear el escritorio pidiendo orden y tiró el viejo florero que hacía tres días había llenado con flores silvestres. La vasija se rompió y llenó el escritorio con el agua maloliente, arruinando el informe mensual que tenía casi listo para enviar al inspector escolar del condado.
Durante un tenso momento no se oyó el más mínimo sonido y luego Valancy estalló en una carcajada casi histérica y todos reímos con ella. Nos apiñamos alrededor del escritorio de Valancy haciendo todo lo posible por limpiarlo, y finalmente ella anunció que teníamos fiesta el resto del día y decidió que era la ocasión perfecta para escalar las laderas de Baldy y recoger todas las plantas que pudiéramos para decorar el aula.
Todos nos llevábamos el almuerzo a la escuela, de modo que los compartimos y cogimos una lona cuadrada que los chicos habían utilizado para ayudar a construir el dique en el arroyo. Ahora que el arroyo estaba seco no iban a utilizarla, y nos serviría para sentarnos a comer y también para llevar las plantas de vuelta a casa, al estilo de una camilla.
Liberados de la escuela, todos gritábamos y estábamos felices, y estuve a punto de torcerme el cuello intentando vigilar a todos los chicos a la vez para cortar a tiempo cualquier elevación imprudente o cualquier otra actividad típica del Grupo. Los chicos estaban tan entusiasmados que podían perder el control.
Seguimos cañón arriba hasta llegar al dique de los chicos y trepamos por las cascadas secas que subían hasta la meseta. Allí desplegamos la lona y reunimos nuestros respectivos almuerzos para que la salida se pareciera más a un picnic. Se produjo un repentino silencio que me llamó la atención. Debra, Rachel y Lizbeth observaban horrorizadas el almuerzo de Susie. Esta ponía serenamente media docena de koomatka junto a sus bocadillos.
Las koomatka son casi las únicas plantas que sobrevivieron al Cruce. Creo que cuatro de ellas permanecieron entre los efectos personales de alguien. Fueron plantadas y cuidadas tan tiernamente como bebés, y ahora en cada casa del Grupo hay una koomatka que crece en algún lugar discreto fuera de la vista. El fruto se come, no tanto para que sirva de alimento según las pautas de la Tierra, sino como último recuerdo de las otras delicias similares que se extinguieron con el Hogar. Siempre guardamos algunas koomatka para ocasiones especiales. Seguramente Susie había cogido algunas a escondidas de su madre. Y allí estaban… ¡en la misma mesa que una Extraña!
Antes de que pudiera cogerlas o decir algo, Valancy también se volvió y vio el brillante montón de color verde azulado. Abrió desorbitadamente los ojos y estiró una mano. Empezó a decir algo y enseguida bajó la mirada y apartó la mano. Se cruzó de brazos y, observándola atentamente, las niñas volvieron a meter las koomatka en la bolsa, y Lizbeth consoló silenciosamente a Susie, que acababa de darse cuenta de lo que había hecho. Estuvo a punto de echarse a llorar por haber traicionado a su Pueblo ante una Extraña.
En ese momento, Kiah y Derek se abalanzaron sobre la mesa del picnic, peleando por un pastelillo. Cuando rescatamos el almuerzo de debajo de ellos y ambos se limpiaron el chocolate de sus camisetas, el incidente de las koomatka pareció olvidado. Y sin embargo, mientras nos tendíamos para descansar y hacer la digestión y observábamos las nubes sofocantes y bajas que crecían en el lechoso cielo de la mañana, me sorprendí intentando descifrar la expresión de Valancy al ver aquel fruto. ¡Sin duda no había sido una expresión de reconocimiento!
Al final de nuestra breve siesta enterramos los restos del almuerzo puesto que la colina estaba demasiado seca para pensar en quemarlos, y nos pusimos en marcha. Un poco más adelante la ladera se hacía más empinada y la obstinada maraña de leños colorados nos rompía la ropa, nos arañaba las piernas y se enganchaba en la lona enrollada mientras todos mirábamos con añoranza el aire libre de obstáculos. Si Valancy no hubiera estado con nosotros podríamos haber flotado en la parte más difícil y ahorrarnos tantos problemas. Pero jadeamos durante un rato y finalmente logramos seguir adelante.
Al cabo de aproximadamente una hora llegamos con dificultad a una loma rocosa que se alzaba contra la ladera de Baldy y formaba una pequeña isla en el enorme bosque de leños colorados. Nos estiramos agradecidos en el desmoronado afloramiento de granito, escuchando cómo se aliviaban los latidos de nuestro corazón.
Entonces Jethro se incorporó y husmeó. Valancy y yo adoptamos una actitud alerta. Una fuerte brisa proveniente del pequeño cañón lateral nos hizo sentir el aroma acre y picante del incendio de un matorral. Jethro recorrió la estrecha cresta hasta la ladera de Baldy y se introdujo en el cañón, quedando fuera de la vista. Regresó tambaleándose, corriendo y elevándose al mismo tiempo.
—¡Es espantoso! —dijo, jadeando—. ¡Es espantoso! Todo el cañón está en llamas, y el fuego viene hacia aquí a toda prisa.
Con una mirada, Valancy nos indicó que nos reuniéramos.
—¿Por qué no vimos el humo? —preguntó con tono tenso—. No se veía cuando salimos de la escuela.
—Esta ladera no se ve desde la escuela —respondió Jethro—. El fuego podría destruir una docena de laderas y nosotros ni siquiera veríamos el humo. Este costado de Baldy es un margen que rodea una serie de cañones.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Lizbeth asustada, abrazando a Susie.
Sopló otra brisa y el humo nos hizo toser y, a pesar de las lágrimas, vi una larga lengua de fuego que alcanzaba la pared del cañón.
Valancy y yo nos miramos. No logré entrar en su mente, pero la mía estaba dominada por el pánico, luchando contra el fuego y contra la terrible maraña de leños colorados que nos rodeaba. Me resistí contra la posibilidad de que nos eleváramos para quedar fuera de peligro y tuve en cuenta el hecho de que ninguno de los niños era capaz de mantenerse elevado durante más de un minuto aproximadamente; por otro lado, ¿cómo íbamos a dejar a Valancy? Me tapé la cara con las manos para no ver los acres de leños secos que se encenderían como una mecha ante el menor contacto con el fuego. ¡Si al menos lloviera! No se pueden encender los leños húmedos, ¡pero después de tantos meses de sequía!
Oí que los más pequeños gritaban y levanté la vista; vi que Valancy me observaba con una intensidad que me asustó incluso cuando me di cuenta de que el fuego se alzaba a sus espaldas, en la boca del cañón.
Jake lanzó un grito ronco, se apartó del Grupo y se elevó uno o dos metros por encima del bosque de leños, hasta que se enredó los pies y cayó en la maraña de ramas.
—¡Meteos debajo de la lona! —La voz de Valancy sonó como un latigazo—. ¡Meteos todos debajo de la lona!
—No servirá de nada —protestó Kiah—. ¡Se quemará como un papel!
—¡Meteos-debajo-de-la-lona! —Las palabras cortantes de Valancy nos obligaron a desplegar la lona y extenderla para meternos debajo. Incluso en ese espantoso momento tuve el buen cuidado de que Valancy no me viera y me elevé hasta llegar a Jake y lo ayudé a ponerse de pie. Como no podía levantarlo, tironeé de él y casi lo arrastré de vuelta a la lona a través de la densa nube de humo. Valancy estaba de pie, de espaldas al fuego, tan cambiada y ajena que cerré los ojos para no verla y empecé a arrastrarme junto a los otros chicos.
Entonces empezó a hablar. El terrible trueno de su voz me estremeció profundamente y ahogué un grito. Una gran ola de temor cayó sobre nuestro amontonado grupo y me empujó fuera de la lona.
Nunca en la vida olvidaré la imagen de Valancy, de pie, tensa y poderosa contra las densas nubes de humo, con las dos manos estiradas y los dedos completamente separados mientras el mesurado terror de su voz se manifestaba en palabras que me fastidiaron porque tendría que haberlas conocido, pero no las conocí. Al observarla sentí un frío glacial, un paralizante frío sobrenatural que congeló las lágrimas en mi rostro tenso.
Entonces, el relámpago saltó de un dedo a otro de sus manos extendidas. Y respondió desde las nubes suspendidas sobre su cabeza. Con un movimiento de las manos lanzó hacia arriba el frío, el relámpago, el humo lóbrego y cambiante, y el rugido del fuego quedó ahogado por el siseante rugido de una lluvia que nos mojó hasta los huesos.
Me arrodillé en el agua, contemplando durante un eterno segundo sus ojos secos y desesperados, y la cogí justo a tiempo para evitar que su cabeza golpeara contra el granito mientras caía hacia delante, inerte.
Entonces me quedé sentada con su cabeza en mi regazo, estremecida a causa del frío y el temor, escuchando los aullidos aterrorizados de los niños; oí el grito de papá y vi que él, Jemmy y Darcy Clarinade se acercaban en la vieja furgoneta, flotando sobre el humeante y chorreante bosquecillo, por una ladera sin senderos, bajo la lluvia. Papá hizo descender la furgoneta hasta que una de las ruedas rozó una rama y empezó a girar lentamente; entonces los tres nos levantaron a todos hasta la familiaridad de la vieja y destartalada furgoneta.
Jemmy cogió el cuerpo fláccido de Valancy entre sus brazos y se agachó en la parte de atrás, abrazándola; durante un instante se mostró hostil al mundo que había colocado a su amada en semejante trance.
Todos nos aferramos a papá en un éxtasis de alivio. Él nos estrechó a todos contra su pecho; luego me levantó la cara.
—¿Por qué llovió? —preguntó en tono severo, en una actitud típica de un Anciano, mientras la lluvia fría chorreaba hasta las puntas de mi pelo. Él permaneció dentro de su escudo de protección.
—No lo sé —le respondí sollozando, parpadeando al ver su expresión severa—. Valancy lo hizo… con un relámpago… hacía frío… habló… —Entonces me quebré totalmente y caí sobre las toscas tablillas de madera y, a pesar de mi edad, me eché a llorar igual que los chicos.
Fue un silencioso y solemne grupo el que se reunió esa noche en la escuela. Me senté en mi pupitre con las manos plegadas delante de mí, un poco asustada de mi propio Pueblo. Era la primera reunión oficial de los Ancianos a la que asistía. Todos estaban sentados en los pupitres, excepto el Más Anciano, que se sentó en la silla de Valancy. Esta estaba en el pupitre de los mellizos, con una expresión pétrea en el rostro, pero sus dedos nerviosos desmenuzaban un Kleenex tras otro.
El Más Anciano golpeó bruscamente el costado del escritorio con su bastón y paseó sus ciegos ojos entre nosotros.
—Nos hemos reunido aquí —dijo— para averiguar…
—¡Oh, basta! —Valancy se puso de pie de un salto—. ¿No podéis despedirme sin tantas monsergas? Estoy acostumbrada a eso. ¡Simplemente decidme que me vaya, y me iré! —Se quedó de pie, temblando.
—Siéntese, señorita Carmody —dijo el Más Anciano. Y Valancy, obediente, se sentó.
—¿Dónde nació? —le preguntó serenamente el Más Anciano.
—¿Y eso qué importa? —respondió Valancy en tono airado. Luego añadió en actitud resignada—: Está en mi solicitud. En Vista Mar, California.
—¿Y sus padres?
—No lo sé.
Todos se agitaron en sus asientos.
—¿Por qué no?
—¡Oh, esto es absolutamente innecesario! —gritó Valancy—. Pero si es necesario que lo sepáis, os diré que mis padres eran niños abandonados. Los encontraron vagando por las calles después de una gran explosión y de un incendio en Vista Mar. Una pareja de ancianos que lo perdió todo en el incendio los recogió. Cuando crecieron, se casaron. Y nací yo. Ellos murieron. ¿Ahora puedo irme?
Un murmullo recorrió la sala.
—¿Por qué abandonó sus otros trabajos? —preguntó papá.
Antes de que Valancy pudiera responder, la puerta se abrió repentinamente y Jemmy entró en actitud desafiante.
—¡Márchate! —le ordenó el Más Anciano.
—Por favor —pidió Jemmy, repentinamente desinflado—. Permitidme que me quede. También me concierne a mí.
El Más Anciano tocó su bastón y luego asintió. Jemmy mostró una débil sonrisa de alivio y se sentó en un asiento de atrás.
—Sigamos —le dijo el Más Anciano a Valancy.
—Muy bien —prosiguió Valancy—. Perdí mi primer empleo porque… bueno… supongo que le llamaríais levitar… para arreglar una ventana rota de mi habitación. Estaba atascada y yo simplemente… me elevé en el aire… hasta que la desatasqué. El director me vio. No pudo creerlo y se asustó tanto que me despidió. —Hizo una pausa, en actitud expectante.
Los ancianos se miraron y mi mente estúpida y confundida empezó a atar los cabos que sólo mi falta de sentido común me había impedido atar.
—¿Y el otro? —El Más Anciano apoyó la mejilla en su mano cerrada, al tiempo que se inclinaba hacia delante.
Valancy se sorprendió y se ruborizó, confundida.
—Bueno —dijo, dudando—, hice que mis libros se acercaran a mí… quiero decir que estaban en mi escritorio…
—Sabemos lo que quiere decir —le aseguró el Más Anciano.
—¡Sabéis! —Valancy pareció perturbada.
El Más Anciano se puso de pie.
—¡Valancy Carmody, abre tu mente!
Valancy lo miró fijamente y se echó a llorar.
—No puedo, no puedo —dijo sollozando—. Hace demasiado tiempo. No puedo permitir que nadie entre en mi mente. Soy diferente. Estoy sola. ¿No podéis entenderlo? ¡todos ellos murieron! ¡Soy una extraña!
—Ya no eres una extraña —le aseguró el Más Anciano—. Ahora estás en casa, Valancy. Karen, entra en su mente —dijo, dirigiéndose a mí.
Y así lo hice. Al principio el muro seguía allí; luego, con un grito mudo, a medias angustiado y a medias gozoso, el muro se desplomó y entré en la mente de Valancy. Vi todos los secretos que se habían acumulado en su interior desde la muerte de sus padres… que pertenecían al Pueblo.
Ellos habían sido criados por la pareja de ancianos que no sólo pertenecían al Pueblo sino que habían sido los Más Ancianos de todo el Cruce.
Saboreé con ella las espantosas cosas ocultas… la necesidad de vivir como una Extraña, la terrible necesidad de ocultar todas sus diferencias y de reprimir los Dones del Pueblo, el temor omnipresente de traicionarse a sí misma y el espantoso sentimiento de pérdida que se produjo cuando creyó que era el último miembro del Pueblo.
Entonces, repentinamente, ella entró en mi mente, que quedó invadida por una presencia mayor aún de la que había experimentado jamás.
Abrí los ojos repentinamente y vi a todos los Ancianos mirando fijamente a Valancy. Incluso el Más Anciano tenía el rostro vuelto hacia ella y el asombro estaba tan claramente escrito en su rostro lleno de cicatrices como en el de los demás.
Inclinó la cabeza e hizo la Señal.
—Las Creencias y Concepciones perdidas —murmuró—. Ella las posee en su totalidad.
Entonces supe que Valancy, que se había aislado tan tajantemente del mundo por temor a que cualquier acto imprudente pudiera delatarla y revelar que había vivido todo ese tiempo con nosotros sin saber que conocíamos su situación y ella la nuestra, era una de nosotros. No sólo una de esas personas que no existían desde la muerte de mi abuela, sino incluso algo más. Mis pensamientos incoherentes se convirtieron en uno solo.
Ahora tendría alguien que me entrenara. Ahora podría convertirme en una Reparadora, aunque sólo sería la segunda en importancia.
Me volví para compartir mi asombro con Jemmy. Él observaba a Valancy como el Pueblo debía de haber observado el Hogar en el último instante. Luego se volvió hacia la puerta.
Antes de que yo pudiera reaccionar, Valancy se había apartado de mí y de los Ancianos y Jemmy se acercaba para coger sus manos extendidas.
Entonces me encaminé hacia la salida y corrí como un ser poseído calle abajo, flotando y corriendo hasta que subí tambaleándome los escalones del porche y choqué con mamá, que me había oído llegar.
—¡Oh, mamá! ¡Es de los nuestros! ¡La amada de Jemmy! ¡Es maravillosa! —Rodeada por los cálidos brazos de mamá, me eché a llorar.
De modo que ahora no tengo que ir al exterior para convertirme en maestra. Tenemos una permanentemente. Pero de todos modos iré. Quiero parecerme todo lo posible a Valancy, y ella tiene su título. Además, puedo aprovechar la disciplina de vivir durante un año en el Exterior.
Tengo mucho que aprender y un gran entrenamiento que realizar, pero Valancy estará siempre conmigo. No quedaré apartada por culpa del Don.
Tal vez no debería mencionarlo, pero una de las razones por las que quiero acelerar mi entrenamiento es que vamos a intentar localizar a otros miembros del Pueblo. Los chicos de aquí no me gustan.
Dos
Fue como si unas cortinas plateadas brillaran en un cuadro mágico, suavizado por el deleite recordado. Lea suspiró profundamente y, con una comprensión tan repentina como el estallido de una burbuja, tomó conciencia de que se había olvidado completamente de sí misma y de sus conflictos por primera vez en varios meses. Y se sentía tan bien… oh, tan bien… tan suave y tan risueñamente relajada. «Si al menos… —pensó con cautela—. ¡Si al menos…!» Entonces se estremeció con un único paf mientras las cosas-tal-como-son golpeaban contra el bendito refugio que Karen le había prestado. Sus manos se tensaron.
Alguien rió suavemente en medio del silencio.
—¿Aún no lo has encontrado, Karen? Empezaste a buscar hace demasiado tiempo…
—No tanto tiempo. —Karen sonrió, aún dominada por los recuerdos que había expresado—. Y ahora tengo que conseguir mi diploma. Oh, había olvidado tanto… el asombro… el terror… —dijo como si soñara, luego sacudió la cabeza y rió—. Mira, Jemmy, sé cuál es mi obligación, y la he cumplido. ¿En manos de quién está la siguiente entrega?
Jemmy alisó su papel arrugado.
—Bueno, supongo que el siguiente es Peter. A menos que Bethie quiera…
—¡Oh no, oh no! —protestó Bethie suavemente—. Peter, Peter puede hacerlo mejor… él fue quien… quiero decir… Peter.
Todos rieron.
—¡Muy bien, Bethie, muy bien! —dijo Jemmy—. Tranquilízate. Peter lo hará. Bien, Peter, tienes tiempo hasta mañana por la noche para organizarte. Creo que con la excitación del día, una entrega será suficiente.
Todos se pusieron de pie y empezaron a moverse. El suave murmullo de las voces y las risas invadió a Lea como un mar tibio.
—Lea —dijo Karen—. Aquí están Jemmy y Valancy. Quieren conocerte.
Lea se puso de pie laboriosamente, y se sintió atravesada por la mirada interesada de ambos. Sintió que la calidez la envolvía… la calidez de una bienvenida que estaba mucho más allá de las palabras. Sintió una punzada que se clavó dolorosamente en su pecho y, desconcertada, notó que las lágrimas rodaban por sus mejillas. Apartó el rostro y buscó a tientas un pañuelo. Alguien le puso uno blanco y grande entre las manos, otro acercó un hombro fuerte y firme, y los brazos de una tercera persona actuaron con habilidad y seguridad mientras la levantaban y la llevaban, enceguecida por las lágrimas mudas, lejos de la escuela.
Más tarde, mucho más tarde, se sentó repentinamente en su cama. Karen apareció allí al instante, sin hacer ruido.
—Karen, ¿se supone que eso era real?
—¿Qué se supone que era real?
—La historia que contaste. No era verdad, ¿eh?
—Claro que sí. Hasta la última palabra.
—¡Pero no puede ser! —gritó Lea—. Gente que viene del espacio. ¡Gente mágica! No puede ser verdad.
—¿Por qué no quieres que sea verdad?
—Porque… porque… no encaja. No hay nada fuera de lo que hay… quiero decir, que sales al mundo y vuelves al sitio del cual partiste. Todo termina allí donde empezó. Hay límites más allá que… —Lea reflexionó, buscando las palabras—. ¡Lo que está más allá de los límites no es verdadero!
—¿Y quién define los límites?
—Bueno, están, simplemente. Quedas atrapada en ellos al nacer. Tienes que soportarlos hasta la muerte.
—¿Quién te sometió a esa esclavitud? —preguntó Karen, desconcertada—. ¿O la aceptaste voluntariamente? Coincido contigo en que todo vuelve al punto de partida ¿pero dónde empezó todo?
—¡No! —chilló Lea, tapándose los ojos y retorciéndose contra la almohada—. ¡No en esa confusión y en ese caos insensato!
La negrura lo invadió todo y lanzó su insidioso gemido… el atestado vacío, el frío incinerante… la imposibilidad de cualquier posibilidad…
—Lea, Lea. —La voz de Karen penetró suave pero autoritariamente en el enmarañado horror—. Ahora duerme, Lea. Duerme, sabiendo que todo empezó con la Presencia y que todas las cosas pueden volver gozosamente a su comienzo.
A la mañana siguiente, Lea tomó el desayuno con Karen. El viento hinchaba las cortinas arrugadas haciéndolas entrar y salir de la habitación.
—¿No hay rejas? —preguntó Lea, llevando la tregua armada con la oscuridad tan cuidadosamente como una copa llena de agua, intentando que ésta no se derramara.
—No, no hay rejas —respondió Karen—. Mantenemos apartados a los bichos de otra forma.
—Una forma que también sirve para mantener a los bichos dentro —dijo Lea, sonriendo—. Ayer intenté marcharme.
—Lo sé. —Karen sostuvo una rodaja de pan en una mano y la vio tostarse lentamente, despidiendo un agradable aroma—. Por eso dejé las ventanas cerradas un poco más de lo habitual. Pero hoy no están así.
—¿Confías en mí? —preguntó Lea, sintiendo el secreto caldo infecto del terror en la copa que trataba de mantener en equilibrio.
—¡Esto no es una jaula! Ayer seguías aferrada a las faldas de la muerte. Hoy puedes sonreír. Ayer puse la lejía en el estante superior. Hoy tú misma puedes leer la etiqueta.
—Tal vez soy analfabeta —dijo Lea en tono sombrío. Luego hizo retroceder la copa—. Hoy me gustaría salir, si no hay problema. Hace mucho tiempo que no veo el mundo.
—No te vayas demasiado lejos. Por aquí, la mayoría tiene que trepar… o elevarse. No tenemos muchos senderos como los que hay en el Exterior. Es suficiente con que no vayas más allá de la escuela. En este momento, preferiríamos que no fueras… al monótono más allá… —Sonrió débilmente—. De todas formas, hay muchos otros lugares a donde ir.
—Tal vez vaya a ver a alguno de los chicos —comentó Lea—. Davy, o Lizbeth, o Kiah.
Karen lanzó una carcajada.
—No es muy probable… al menos en estas circunstancias, y «los chicos» se sentirían muy ofendidos si te oyeran. Han crecido, al menos eso creen ellos. La historia que conté ocurrió hace varios años, Lea.
—¡Varios años! Pensé que acababa de ocurrir.
—¡Oh, cielos, no! ¿Qué te hizo pensar…?
—¡La recordabas tan perfectamente…! Los más mínimos detalles, la forma en que Jemmy miraba a Valancy y Valancy a él…
—El Pueblo tiene una memoria especial. Y Jemmy sólo veía amor en Valancy. El amor no muere…
—El amor no… —Lea torció la boca—. Vamos, entonces, definamos el amor… —Se puso de pie repentinamente—. Quiero caminar un poco… —Vaciló—. Y tal vez chapotear un poco. En agua de verdad, en un agua que fluya libremente…
—Vaya, claro —dijo Karen—. El agua del arroyo corre libremente. Chapotea hasta que estés satisfecha. El almuerzo estará aquí esperándote, y yo regresaré a la hora de la cena. Iremos juntas a la escuela para escuchar la exposición de Peter.
Lea se acercó a la charca; tenía los pies descalzos y magullados, y el ruedo de la falda salpicado con el agua del arroyo. Sintió el estómago vacío porque se había saltado el almuerzo.
La charca era grande y tranquila. El agua murmuraba en un extremo y cloqueaba en el otro. En el medio, la superficie parecía un espejo. Una hoja amarilla cayó con lentitud desde un álamo y rozó tan delicadamente el agua que los anillos que se formaron parecían tan finos como un hilo. Lea lanzó un suspiro, se recogió la falda y se metió cautelosamente en la charca. El mordisco frío del agua la hizo jadear, pero se metió más adentro, y finalmente el agua trepó hasta sus rodillas y luego por encima de éstas. Se detuvo debajo del álamo, esperando, tan quieta que el agua quedó inmóvil alrededor de sus piernas y ella sintió el movimiento sólo en los pequeños trozos de arena que se desmenuzaban bajo sus pies. Se quedó allí hasta que cayó otra hoja, le rozó la mejilla, se deslizó por su hombro y se curvó sobre su blusa arrugada, tropezando brevemente con los pliegues recogidos de su falda antes de trazar un pausado círculo en la superficie del agua centelleante.
Lea contempló la hoja y la sombra plateada que formaba ella misma, y levantó el rostro hacia las encumbradas paredes del cañón que la rodeaba. Se abrazó con fuerza y pensó: «Estoy convirtiéndome otra vez en una entidad. Tengo forma y proporción. Tengo fronteras y límites. Debería ser capaz de aprender a manejar un ser finito. La carga de ser una nulidad en la nada infinita es demasiado… demasiado…»
Un movimiento repentino capaz de producir pánico hizo que Lea se girara y empezara a caminar en dirección a la orilla. Mientras se acercaba gateando, con las manos ocupadas en recoger la falda, resbaló y, perdiendo repentinamente el equilibrio, cayó de espaldas en el agua con un sonoro chapuzón. Empapada y jadeante se esforzó por permanecer sentada; los hombros apenas le sobresalían del agua. Se restregó los ojos y vio al hombre. El tenía un pie en el agua, a punto de empezar a caminar en dirección a ella. Reía. Lea farfulló, indignada, y el agua casi le tocó la barbilla.
—¡Podría haberme ahogado! —gritó, sintiéndose estúpida y empapada.
—¡Si sigues ahí sentada, aún podrías ahogarte! —respondió él—. En octubre se producen inundaciones.
—¡Por la forma en que me ayudas lo lograré! —exclamó—. No puedo levantarme sin empaparme la cabeza.
—Pero ya estás empapada —señaló él riendo y chapoteando en dirección a ella.
—Eso fue accidental —aseguró, bruscamente—. ¡Otra cosa es hacerlo expresamente!
—¡La lógica femenina! —La cogió de las manos, la ayudó a ponerse de pie, la llevó hasta la orilla y la empujó hasta la arena.
Lea contempló su rostro sonriente y, devolviéndole la sonrisa, empezó a darle las gracias. De pronto, el rostro de él quedó desenfocado… y se alejó a varios miles de kilómetros de distancia. Débil, muy débilmente, oyó la voz del hombre y su propio jadeo. Se volvió rígidamente y manoteó para apartarse de él. Sintió que él le cogía la mano y mientras se alejaba de su lado sintió que todo su ser se estremecía y se fundía y la nada volvía a invadirla, cada vez más oscura.
—¡Karen! —gritó—. ¡Karen! ¡Karen! —Y se perdió.
—No quiero ir —dijo irritada, y rechazó la mano que Karen le ofrecía.
—Oh, sí, lo harás —le aseguró Karen—. Te encantará la exposición de Peter. ¡Y Bethie! Debes oír hablar de Bethie.
—Oh Karen, por favor, no me pidas que vuelva a intentarlo —rogó Lea—. No soporto volver después… después… —Sacudió la cabeza.
—Ni siquiera has empezado a intentarlo —puntualizó Karen en tono impersonal—. Esta noche tienes que ir. Para ti es la lección número dos, y así estarás lista para seguir adelante.
—Mis ropas. —Lea buscó desesperadamente una excusa—. Deben de ser un desastre.
—Lo son —coincidió Karen, imperturbable—. Tienes más o menos la talla de Lizbeth. Te traje muchas prendas. Elige.
—No. —Lea se volvió.
—Levántate. —La voz de Karen seguía siendo impersonal pero Lea se levantó. Revolvió la pila de ropa sin pronunciar una sola palabra.
—¡Hmm! —exclamó Karen—. Eres más alta de lo que pensaba. Creciste desde el momento en que decidiste renunciar.
Lea sintió una punzada de indignación, pero se quedó quieta mientras Karen se arrodillaba y tironeaba del ruedo del vestido. La tela se estiró y quedó estirada, haciendo que la falda tuviera un largo adecuado para Lea.
—Ya está —dijo Karen, poniéndose de pie; alisó el vestido alrededor de la cintura de Lea, haciéndole un pliegue para reducirlo. Luego, con un roce de su mano, hizo que se oscureciera el color de la tela—. No está mal. Es tu color. Ahora vámonos, o llegaremos tarde.
Lea se negó obstinadamente a mostrar interés. Se sentó en el rincón y se concentró en sus manos entrelazadas, dejando que los altibajos de la charla y el movimiento la envolvieran, sin mirar siquiera.
De pronto, después de una muda invocación, experimentó una sensación de nostalgia… nostalgia de unas manos fuertes que sujetaran las suyas con la frialdad del agua moviéndose entre ellas. Echó la cabeza hacia atrás, sobresaltada, en el momento en que Jemmy decía:
—Te cedo el escritorio, Peter. Es todo tuyo, hasta su más decrépita astilla.
—Gracias —dijo Peter—. Espero que la silla sea cómoda. Esto me llevará un buen rato. He decidido seguir la guía de Karen, y también tengo un tema. Podría haber sido muy bien la pregunta que me hice casi constantemente a lo largo de todos estos años. «¿No hay ningún bálsamo en Gilead? ¿No hay ningún médico allí? ¿Por qué, entonces, la salud de la hija de mi pueblo no se ha recuperado?»
En esa breve pausa, Lea se aferró a un pensamiento que se deslizó por su mente. «¡Olvidé todo lo que ocurrió en la charca! ¿Quién era? ¿Quién era?» Pero no encontró ninguna respuesta, y Peter comenzó…
GILEAD
No sé cuándo fue que descubrí que nuestra familia era distinta a las demás. No había nada que lo demostrara. Vivíamos en una casa muy parecida a las demás casas de Socorro. Nuestras tierras se extendían, igual que las demás, entre los mezquites hasta el Río Gordo, que serpenteaba alrededor de la población. Y de vez en cuando nuestra vaca mugía desde el otro lado del río al ver el toro de los Jacobs, igual que las otras vacas que pastaban en los otros terrenos. Y yo pasaba muchos días ociosos, igual que los otros chicos de Socorro, tendido de espaldas bajo la débil sombra de los mezquites, hablando de tonterías mientras el trabajo nos esperaba. Nunca se me ocurrió preguntarme si éramos diferentes.
Supongo que me di cuenta por primera vez poco después de empezar a ir a la escuela y enamorarme de la chica que llevaba la cola de caballo más larga y que tenía el espacio más grande entre los dientes delanteros de todas las chicas de la clase. Creo que ella tenía siete años y yo seis.
Mi chica y yo habíamos estado paseando detrás del cobertizo de la leña de la escuela, debajo de los álamos, donde nos sentamos a compartir el almuerzo haciendo caso omiso de la cantinela «¡Peter tiene novia! ¡Peter tiene novia!» y de los dedos acusadores que me avergonzaban por mostrar mi amor. Comimos los bocadillos y los encurtidos y luego nos tendimos de espaldas, con los brazos doblados bajo la cabeza, y parpadeamos bajo el cielo brillante mientras intentábamos evitar que las migas de los pastelillos nos cayeran en las orejas. Tenía el estómago tan lleno, estaba tan satisfecho y pletórico de amor que sentí repentinamente que tenía que hacer algo espectacular para mi amada.
Me incorporé, electrizado por una idea grandiosa y por la convicción de que podía llevarla a cabo.
—¡Oye! ¿Sabías que puedo volar? —Me puse de pie de un salto, dejando boquiabierta a mi amada.
—¡Claro que no puedes volar! ¡No seas chiflado!
—¡Te digo que puedo volar!
—¡No puedes hacerlo!
—¡Por supuesto que puedo! ¡Mírame! —Y levantando los brazos subí de un salto hasta el techo del cobertizo. Me asomé al borde y dije—: ¿Lo ves? ¡Puedo hacerlo!
—¡Se lo diré a la maestra! —jadeó ella, con los ojos desorbitados, mirándome fijamente—. Se supone que no debes trepar al cobertizo.
—Oh, vamos —le dije—. No he trepado. Ven, vuela tú también. Mira, yo te ayudaré.
Y me deslicé por el aire hasta el suelo. Rodeé a mi amada con los brazos y me elevé. Ella gritó y se apartó violentamente de mí y regresó a la escuela a toda prisa, chillando. Un poco sorprendido por su abandono, reuní los restos de mi tarta y los de la suya. Estaba cómodamente encaramado al techo del cobertizo, disfrutando de las últimas migajas, cuando llegó la maestra seguida por la mitad de los alumnos.
—¡Peter Merrill! ¿Cuántas veces te he dicho que no trepes a ningún sitio?
La observé y noté con interés que los rizos que le caían sobre las mejillas se le habían soltado a causa de la prisa y la agitación, y que uno de ellos se había estirado, formando un extraño contraste con el resto de su cola.
—¡Sujétate fuerte hasta que Stanley traiga una escalera!
—Puedo bajar —dije, poniéndome de pie—. Es fácil.
—¡Peter! —gritó la maestra—. ¡Quédate donde estás! Le obedecí, sorprendido por todo aquel jaleo.
Cuando me hicieron bajar, la maestra me llevó de un brazo hasta la escuela y yo protestaba a voz en grito ultrajado e indignado porque nadie me creía, incluso mi chica negaba obstinadamente lo que había visto con sus propios ojos. La maestra, furiosa ante mi insistencia, decía una y otra vez:
—No seas tonto, Peter. No puedes volar. Nadie puede volar. ¿Dónde tienes las alas?
—No necesito alas —protesté—. ¡Las personas no necesitan alas! ¡No soy un pájaro!
—Entonces no puedes volar. Sólo las criaturas que tienen alas pueden volar.
De modo que grité y pateé durante el resto de la mañana, y luego empecé a preocuparme pensando que la maestra le iría con el chisme a papá. Al fin y al cabo, me había metido en un territorio prohibido, al margen de cómo había llegado allí.
Resultó que ella no se lo contó a papá, pero esa noche, después de meterme en la cama, experimenté súbitamente el sentimiento de que todo había acabado en mi interior. Quizá no podía volar. Tal vez la maestra tenía razón. Bajé sigilosamente de la cama y volé con cautela hasta la parte superior de la cómoda, y volví a bajar.
Luego subí las mantas hasta mi barbilla y me dije en un susurro: «Puedo volar», y lancé un profundo suspiro. Otra cosa divertida que los adultos no permitían, lo mismo que comer tarta en el desayuno, o conducir el tractor, o pedir prestada la vaca para montarla y jugar a los indios.
Y aquello fue todo con respecto a ese incidente, salvo que cuando la maestra nos encontró a mamá y a mí en la tienda ese sábado, me revolvió el pelo y dijo:
—¿Cómo está mi pajarillo? —Rió y le dijo a mamá—: ¡Cree que puede volar!
Vi que los dedos de mamá se tensaban alrededor de su monedero; me miró y noté que la risa había desaparecido de sus ojos. Me sentí invadido por una mezcla de incredulidad, temor y horror que me hicieron sentir deseos de llorar, aunque sabía que lo que estaba sintiendo eran las emociones de mi madre y no las mías.
En general, mamá tenía una expresión risueña en los ojos. Era la madre más risueña de Socorro. Llevaba la felicidad en su interior como si fuera un ramillete de flores y regalaba parte de ella a la gente con la que se encontraba. La mayoría de las madres parecían tener la alegría apenas suficiente para su propia familia. Y sin embargo había otras ocasiones, como en la tienda, en que la risa desaparecía y quedaba al descubierto el temor… y una extraña cautela. En otros momentos me hacía pensar en un pájaro enjaulado que se apretaba contra los barrotes. Como ocurrió una noche que recuerdo vívidamente.
Mamá estaba de pie junto a la ventana, con su bata de franela larga hasta los tobillos, su larga cabellera oscura moviéndose suavemente con la brisa que entraba por las golpeteantes ventanas. Soplaba un fuerte viento a causa de una espectacular tormenta que se había desatado en el Huachucas. Yo me había despertado con la intensidad de la tormenta y estaba acurrucado en el sofá, preguntándome si estaba asustado o entusiasmado mientras la casa se sacudía con los repetidos truenos. Papá estaba sentado y tenía el periódico sobre las rodillas.
Mamá habló suavemente, pero su voz sonó con claridad por encima de la tormenta.
—¿Alguna vez te has preguntado cómo sería estar allí arriba, en medio de la tormenta, con las nubes debajo de tus pies y por encima de tu cabeza, mientras los relámpagos se entrelazan a tu alrededor como calientes ríos dorados?
Papá enderezó el periódico.
—Parece incómodo —comentó.
Pero yo me quedé sentado y me abracé a las palabras, maravillado. ¡Sabía! ¡Recordaba!
—Mientras la lluvia, como un gélido pelo plateado, te golpea el rostro levantado… —recité, como si fuera una lección de amor.
Mamá se volvió repentinamente y me miró. Papá clavó en mí sus ojos oscuros y preocupados.
—¿Cómo lo sabes? —me preguntó.
Me encogí de hombros, confundido.
—No lo sé —murmuré.
Mamá juntó las manos con fuerza y al inclinar la cabeza hizo que su pelo se balanceara hacia delante, como una cortina, cubriendo su rostro sombrío.
—Él sabe porque yo sé. Yo sé porque mi madre sabía. Ella sabía porque nuestro Pueblo solía… —Su voz se quebró—. Esas eran sus palabras…
Se interrumpió y se volvió otra vez hacia la ventana, apoyó el brazo contra el marco y ocultó su rostro en él, como una criatura llorosa.
—¡Oh, Bruce, lo siento!
Los miré con los ojos desorbitados por el asombro, intentando reprimir las lágrimas mientras luchaba contra la desolación y la pena de mamá.
Papá se acercó a ella y la cogió suavemente entre sus brazos. Me miró por encima del hombro de ella.
—Será mejor que vuelvas a la cama enseguida, Peter. Lo peor ha pasado.
Me retiré de mala gana, con la mente dominada por la confusión. Cerré la puerta y me quedé quieto escuchando.
—Nunca le dije una palabra, de veras —dijo mamá con voz temblorosa—. Oh, Bruce, lo intento con todas mis fuerzas, pero a veces… ¡Oh, a veces…!
—Lo sé, Eve. Y has hecho un trabajo fantástico. Sé que para ti es difícil pero lo hemos hablado muchas veces. Es la única manera, cariño.
—Sí —coincidió mamá—. Es la única manera, pero… ¡Oh, dame fuerzas, Bruce! ¡Bendigo al Poder por haberte traído a mi lado!
Cerré la puerta muy despacio y me acurruqué en la oscuridad, dentro de la cama, hasta que sentí que la angustia de mamá se aliviaba y se convertía en una agradable tibieza. Entonces, sin motivo alguno, volé solemnemente hasta la parte superior de la cómoda y volví, me deslicé dentro de la cama y me relajé. Y recordé. Recordé los calientes ríos de oro, las nubes que se deslizaban por arriba y por abajo y los salvajes vientos que golpeaban como olas espumosas. Pero junto con ese dulce recuerdo había una advertencia: No puedes porque sólo tienes ocho años. Sólo tienes ocho años. Tendrás que esperar.
Entonces nació Bethie, casi en el mismo momento en que cumplí los nueve años. Recuerdo que me asomaba al borde del moisés para contemplar el prodigio de sus dedos minúsculos y de su pelo como el azúcar. Bethie, mi hermanita. Bethie, de la que tanto se hablaba y a la que tanto observaban cuando mamá le permitió ir a la escuela, aunque en general la hacía quedarse en casa incluso cuando se hizo grande. Porque Bethie también era diferente.
Cuando Bethie tenía un mes, me cogí un dedo en la puerta del dormitorio. Lloré durante un cuarto de hora seguido, pero Bethie no paró de sollozar hasta que el dedo dejó de dolerme completamente.
Cuando Bethie tenía seis meses de edad, Glib, nuestro pequeño terrier, quedó cogido en una trampa para ardillas. Se arrastró aullando hasta la casa, con la trampa colgada de la pata y Bethie gritó hasta que Glib se quedó dormido encima de su pata vendada.
Bethie tenía dos años cuando papá tuvo un ataque de apendicitis aguda, pero fue a ella a quien tuvieron que darle un sedante hasta que pudimos llevar a papá al hospital.
Una noche papá y mamá se quedaron junto a Bethie mientras ella dormía intranquila bajo el efecto de los sedantes. El señor Tyree, el vecino de al lado, había estado cortando leña y se le había resbalado el hacha. Perdió el dedo gordo y aproximadamente medio litro de sangre, pero cuando el doctor Dueffse detuvo en nuestra calle, entró primero en nuestra casa y luego en la del señor Tyree, que estaba tendido con el pie vendado y apoyado en una silla, tapándose los oídos con los dedos para no oír los gritos de Bethie.
—¿Qué podemos hacer, Eve? —preguntó papá—. ¿Qué dice el médico?
—Nada. No pueden hacer nada por ella. Él tiene la esperanza de que ella lo supere. No lo entiende. No sabe que ella…
—¿Qué es lo que pasa? ¿Qué hace que sea así? —preguntó papá, desesperado.
Mamá hizo una mueca.
—Es una Sensitiva. Entre mi Pueblo, hay gente así… aunque no tan joven. Su percepción les permite ayudar a los que sufren. Pero Bethie sólo tiene la mitad del Don. No lo domina.
—¿Es por mí? —dijo papá en tono airado.
Mamá lo miró con expresión amorosa.
—Por los dos, Bruce. Fue el riesgo que corrimos. Después de Peter tentamos a la suerte.
Y así era, los dos éramos diferentes… aunque distintos en nuestra diferencia. Para mí casi todo era diversión, pero para Bethie no.
Teníamos que ser cuidadosos con Bethie. Al principio intentó ir a la escuela, pero las rodillas despellejadas, las peleas violentas, las muelas doloridas, las cabezas golpeadas y la resaca del lunes del portero la hicieron regresar a casa temblando el primer día, al borde de la histeria. De modo que Bethie aprendió a leer y a contar con mamá y se asomaba con expresión melancólica a la puerta mientras los otros chicos pasaban.
Poco después del primer día de clase de Bethie descubrí una utilidad práctica para mi diferencia. Papá me envió al cobertizo de la leña para que apilara varios kilos de mezquite que Delfino había descargado en nuestro patio trasero con su vieja furgoneta. Yo tenía una cita para explorar una vieja mina de espato de flúor con otros chicos y no me gustaba quedar excluido. Me acerqué de mala gana a la pila de leña y, con las manos metidas en los bolsillos, me puse a patear los pesados y toscos troncos. Finalmente cogí unos cuantos, jadeando a causa del peso, y luego empecé a chuparme el pulgar donde la madera me había raspado. Me puse en cuclillas y contemplé la leña mientras me chupaba el pulgar. De pronto, algo se agitó dentro de mi cerebro. Si podía volar, ¿por qué no podía hacer que volara la leña? ¡Supe que podía! Me incliné hacia delante y deslicé un dedo debajo de media docena de troncos, concentrándome en el movimiento. Se elevaron en el aire y quedaron suspendidos. Los empujé hasta el interior del cobertizo, los guie hasta donde quería colocarlos y los distribuí como si estuviera barajando cartas. No me llevó mucho tiempo calcular la carga máxima, y tuve toda la madera apilada en un tiempo maravillosamente breve.
Entré en casa silbando, en busca de mi linterna. La mina estaba oscura, y yo era el único de la pandilla que tenía linterna.
—Te dije que apilaras la madera. —Papá levantó la vista de los registros de la leche.
—Ya lo hice —dije, sonriendo irónicamente.
—Basta de tonterías —gruñó papá—. No puede ser que ya hayas terminado.
—Pero es así —dije en tono triunfante—. Descubrí una nueva forma de hacerlo. Verás… —Me interrumpí, paralizado por la mirada de mi padre.
—Aquí no necesitamos formas nuevas de hacer las cosas —dijo en tono sereno—. ¡Vuelve a la leñera hasta que tengas tiempo de apilar la leña correctamente!
—Está apilada —protesté—. ¡Y los chicos me están esperando!
—No estoy discutiendo, hijo —dijo papá, pálido—. Regresa al cobertizo.
Regresé al cobertizo, pasando junto a mamá, que había salido de la cocina y me había empezado a tender la mano.
Me senté un largo rato en el cobertizo, furioso, tercamente decidido a no salir hasta que papá me lo dijera.
Entonces me puse a pensar. Papá no solía ser tan poco razonable. Tal vez yo había hecho algo mal. Tal vez era malo apilar la madera de esa forma. Quizá… mis pensamientos se sucedieron y recordé los comentarios que había oído casualmente acerca de Bethie. Tal vez era… una locura… un disparate.
Me acurruqué mientras reflexionaba sobre todo aquello. Una locura significa no actuar como los demás. Una locura significa hacer cosas corrientes que la gente no hace. Tal vez por eso papá había armado tanto revuelo. ¡Quizá yo había hecho algún disparate! Clavé la vista en el suelo, perplejo. ¿Qué era lo diferente en nuestra familia? Por primera vez fui capaz de aislar y reconocer el sentimiento que había experimentado durante mucho tiempo… ese sentimiento de estar fuera, mirando hacia dentro… el sentimiento de individualidad. Junto con este reconocimiento sentí una especie de cautela, una necesidad de ocultación. Si algo estaba mal, nadie más debía saberlo… no debía traicionar…
Entonces mamá apareció a mi lado.
—Papá dice que ya puedes irte —dijo, sentándose en mi tronco—. Peter… —Me miró con expresión desdichada—. Papá está haciendo lo mejor. Lo único que puedo decirte es: recuerda que hagas lo que hagas, vivas donde vivas, la diferencia significa muerte. Tienes que resignarte o… o morir. Pero no te avergüences, Peter. ¡No te avergüences jamás! —Apoyó las manos sobre mis hombros y sus labios rozaron mi oreja—. ¡Sé diferente! —susurró—. Sé tan diferente como puedas. ¡Pero no permitas que nadie lo vea… no permitas que nadie lo sepa! —Volvió a subir los escalones y entró en la cocina.
Durante la adolescencia, a medida que crecía, parecía apartarme cada vez más de los chicos de mi edad. No lograba encontrar demasiado placer en lo que ellos consideraban divertido. Fue así como, cada vez con mayor frecuencia en años posteriores, seguí el consejo que mamá me había dado, sin pedirle explicaciones que, como muy bien sabía, jamás me daría. El episodio de la leña había abierto un amplio espectro de posibilidades, para no hablar de lo que tal vez era capaz de hacer, así que adopté la costumbre de bajar hasta el pie de nuestro campo de pastoreo. Allí, protegido por los arbustos y la maleza, intentaba todo tipo de experimentos, sin saber si funcionarían o no. Me esforzaba enormemente con algunos que no funcionaban… y con algunos que daban resultados.
Descubrí que podía chascar los dedos y acercar las cosas hasta donde yo estaba, o enviarlas a unos metros de distancia sin molestarme en tocarlas, como había hecho con la leña. Me encaramaba con regularidad a las copas de los álamos y me zambullía con éxtasis hasta el suelo cautelosamente, hasta que una vez me extasié demasiado y aterricé dándome un golpe en la nariz y en la barbilla. Con una concentración que me producía un fuerte dolor de cabeza y me dejaba mareado, incluso podía encender una pequeña fogata. Después me llenaba de ampollas y me chamuscaba cruelmente las dos manos cogiendo confiadamente el fuego chisporroteante.
Supongo que entonces dejé de preocuparme por comprobar si alguien estaba mirándome, porque empezaron a correr algunos comentarios desagradables. Bub Jacobs iba diciendo que yo «hacía cosas» a solas entre los arbustos. Su sonrisa maliciosa convirtió la expresión «hacer cosas» en cualquier perversión espantosa que pudiera evocar la imaginación del que escuchaba, y el «a solas» me condenó en el acto. La diferencia significa muerte… y una muerte nunca es suficiente. Hay que morir y morir y morir.
Un día, finalmente, sorprendí a Bub atravesando nuestro bosquecillo. Me vio llegar y buscó un árbol alto, consciente de lo que le ocurriría si lo cogía. Empecé a correr tras él pero me detuve repentinamente. ¿Para qué esforzarme? Si podía hacerlo con la leña, también podía hacerlo con un estúpido como Bub.
De pronto, antes de que él se desmayara, sentí su terror, y un eco de su grito se elevó hasta mi garganta. Caí al suelo, mareado por la repentina comprensión, sabiendo, gracias a algo que iba más allá de la experiencia corriente, que había hecho algo terriblemente malo, que había prostituido los poderes que poseía utilizándolos para aterrorizar de una forma injusta.
Me arrodillé y miré a Bub, encogido en el aire, más arriba de mi cabeza, lejos de mi alcance, y tragué saliva angustiado al darme cuenta de que no tenía la menor idea de cómo hacerlo bajar. No era un trozo de madera al que podía dejar caer contra el suelo. Él no era yo, y no podía zambullirse en el aire. Yo no tenía la más remota idea de cómo hacer para que un ser humano bajara de allí.
Un poco mareado me deslicé hasta un rayo de sol que se filtraba entre las ramas de los álamos, por encima de mi cabeza, y lo sentí deslizarse entre mis dedos como algo que debía ser levantado… y retorcido… y modelado y utilizado. ¡Utilizado con Bub! ¿Pero cómo? ¿Cómo?
Cerré el puño en el haz de luz y mi mente golpeó contra otra puerta que sólo necesitaba una palabra, una mirada o un gesto para abrirse, pero no pude pronunciarla, ni mirarla, ni utilizar ese gesto.
Me puse de pie y respiré profundamente. Salté y golpeé los talones de Bub, que colgaban en el aire. Fallé. Volví a saltar y la punta de uno de mis dedos rozó su talón, y él se movió lentamente en el aire. Entonces deslicé el dorso de mi mano por mi frente empapada de sudor y me eché a reír… me reí de mi propia estupidez.
Con suma cautela, porque no había revoloteado demasiado y en general me había limitado a subir y bajar, me coloqué a la misma altura que Bub. Lo cogí y lo empujé hacia abajo. No se movió.
Tiré de él hacia arriba y se elevó conmigo. Me alejé lenta y deliberadamente de él y reflexioné. Me coloqué del otro lado y lo empujé hacia las ramas del álamo. Él empezaba a mover la cabeza y los labios, recuperando la conciencia. Se meció en el aire como un tocón empapado, pero cuando se movió lo sujeté cuidadosamente a una enorme rama de la parte más alta del árbol, inmovilizando sus brazos y sus piernas lo mejor que pude. Cuando abrió los ojos y manoteó desesperadamente en busca de apoyo, yo estaba al pie del árbol, gritándole.
—¡Sujétate, Bub! ¡Iré a buscar a alguien que te ayude a bajar!
De modo que durante la semana siguiente la gente se olvidó de mí y Bub se retorcía cada vez que le decían: «¡Siempre te vas por las ramas, tío!», o «¿Cómo está el tiempo por ahí arriba?», o «¡Consíguete una escalera, Bub, consíguete una escalera!».
A pesar de esas preocupaciones, para mí casi todo era diversión. ¿Por qué no podía ser igual para Bethie? ¿Por qué no podía darle parte de mi diversión y tomar una parte de su sufrimiento?
Entonces papá murió, nuestro Río Gordo le arrebató la vida mientras él intentaba rescatar a un estúpido habitante del norte que había acampado en las arenas secas y blancas del lecho del río en una época de chaparrones. En cierto modo, parecía imposible pensar que mamá estaba sola. Siempre habían estado mamá y papá. No sólo eran dos padres, sino mamá-y-papá, una sola entidad. Y ahora nuestros pensamientos cojeaban al decir mamá-y, mamá-y. Y mamá… bueno, la mitad de su ser había desaparecido.
Después del funeral, mamá, Bethie y yo nos sentamos en la habitación principal, con la vista clavada en el suelo. Bethie apretaba los dientes por el penetrante dolor que sentía cuando mamá se clavaba las uñas en las palmas de las manos.
Abrí suavemente sus manos cerradas y Bethie se relajó.
—Mamá —dije en tono quedo—. Yo me ocuparé de los tres. Tengo mi trabajo de media jornada en la planta. No te preocupes. Yo cuidaré de los tres.
Sabía que lo que le estaba ofreciendo era algo insignificante comparado con su angustia, pero tenía que hacer algo para llegar a ella.
—Gracias, Peter —dijo mamá, incorporándose un poco—. Sé que lo harás… —Inclinó la cabeza y se llevó las manos hasta los ojos, con contenida desesperación—. ¡Oh, Peter, Peter! ¡Me he adaptado lo suficiente a este mundo para considerar la muerte como algo desesperante y desolador, en lugar de una dulce llamada, que es lo que es! ¡Ayúdame, ayúdame! —Respiró con dificultad y estiró una mano buscando la mía.
—Si puedo lo haré, madre —dije, tomando una de sus manos mientras Bethie tomaba la otra.
—Entonces ayúdame a recordar. Recuerda conmigo.
Y detrás de mis ojos cerrados surgió el recuerdo. El vuelo libre a través de una noche estrellada, el vuelo de un millar de personas felices como pájaros en el aire, corriendo para ver la aurora… la aurora del Festival. Podía oler las flores que lucían las mujeres y sentir la serena exultación que llegaba con la aurora del Festival. Entonces el líder hizo sonar las magníficas notas iniciales de la canción del Festival mientras vislumbraba por primera vez el sol que se elevaba por encima de las colinas densamente cubiertas de árboles. Miles de voces empezaron a cantar la canción. Miles de manos se elevaron haciendo la Señal…
Abrí los ojos y vi mis propios dedos levantados haciendo una señal que no conocía. Mi garganta se estremeció al emitir una nota que jamás había entonado. Respiré profundamente y observé a Bethie. Ella me miró a los ojos y sacudió la cabeza con tristeza. No había visto. Mamá se quedó sentada sin decir nada, con los ojos cerrados, el rostro despejado y sereno.
—¿Qué era, mamá? —susurré.
—El Festival —dijo en tono quedo—. Para todos aquellos que habían recibido la Llamada durante ese año. Por vuestro padre, Peter y Bethie. Lo recordamos por vuestro padre.
—¿Y dónde fue? —pregunté—. ¿En qué lugar del mundo…?
—No de este mundo. —Mamá parpadeó—. No tiene importancia, Peter. Vosotros sois de este mundo. No hay otro para vosotros.
—Mamá —la voz de Bethie era un murmullo vacilante—, ¿qué significa «recordar»?
Mamá la miró y sus ojos quedaron arrasados por las lágrimas.
—¡Oh, Bethie, Bethie, todas las cargas y ninguna de las bendiciones! Lo siento, Bethie, lo siento. —Y salió corriendo a toda prisa hacia su habitación.
Bethie se quedó a mi lado mientras contemplábamos a mamá.
—Peter —murmuró—, ¿qué quiso decir mamá con eso de «ninguna de las bendiciones»?
—No lo sé —le respondí.
—Apuesto a que es porque no puedo volar, como tú.
—¡Volar! —La miré con sorpresa—. ¿Cómo lo sabes?
—Sé muchas cosas —musitó—. Pero, sobre todo, sé que somos diferentes. El resto de la gente no es como nosotros. Peter, ¿qué es lo que nos hace diferentes?
—¿Mamá? —dije en voz baja—. ¿Mamá?
—Supongo —respondió Bethie—. ¿Pero cómo es eso?
Guardamos silencio y luego Bethie fue hasta la ventana, y el sol del atardecer rodeó con un halo de fuego su pelo rubio.
—Yo también puedo hacer cosas —susurró—. Mira.
Estiró la mano y cogió un puñado de sol, el mismo tipo de haz dorado que había fluido con tanta intensidad entre mis dedos bajo los álamos, mientras Bub estaba suspendido por encima de mi cabeza. Con dedos rápidos moldeó el sol en un intrincado y brillante dibujo.
—¿Pero no sirve para nada —dijo—, salvo para hacer algo bonito?
—Lo sé —le respondí, al ver mi respuesta para hacer bajar a Bub—. Lo sé, Bethie. —Y cogí el dibujo de sus manos. Éste se retorció entre mis dedos y fluyó en la oscuridad.
Los años que siguieron fueron años en los que no hubo grandes acontecimientos. Terminé la escuela secundaria, pero no me planteé asistir a la Facultad. Fui a trabajar a la planta que proporcionaba trabajo a la mayor parte de los trabajadores de Socorro.
Mamá se hizo bastante conocida como partera, una profesión muy necesaria en una comunidad que literalmente cumplía el mandato de repoblar la tierra y que se encontraba a más de cien kilómetros de un hospital, al margen de qué dirección tomaras al llegar a la autopista.
Bethie ya era adolescente y con la ayuda de mamá estaba aprendiendo a dominar sus reacciones visibles ante el dolor de los demás, pero yo sabía que seguía sufriendo tanto como cuando era pequeña, o más. Pero ahora podía ir a la escuela la mayor parte del tiempo y se había convertido en una jovencita bastante popular a pesar de su carácter tranquilo.
Así que, en general, llevábamos una vida bastante confortable y bastante corriente salvo… bueno, yo siempre me sentía como si estuviera esperando que ocurriera algo, o que llegara algo. Y seguramente Bethie también, porque siempre escuchaba y estaba atenta… sobre todo después de un ataque especialmente fuerte. Y mamá también. Algunas noches nos sentábamos en el porche, y ella dejaba de mecerse, inclinaba la cabeza y escuchaba con atención. Pero cuando le preguntábamos qué escuchaba, suspiraba y decía: «Nada. La noche, simplemente». Y volvía a balancear su mecedora.
Por supuesto, yo seguía dando rienda suelta a mis diferencias. No al fuego blanco del posible descubrimiento que se había encendido cuando empecé, sino más bien a la posibilidad de avivar una pequeña llama sólo porque era «algo bonito». Ahora, durante mis «vacaciones», me iba mucho más lejos, pero Bethie me acompañaba. Le encantaban nuestras excursiones, sobre todo cuando descubrí que podía llevarla conmigo cuando volaba, y sobre todo cuando los dos descubrimos —gracias a un accidente que nos paralizó el corazón— que aunque ella no podía elevarse podía descender por su cuenta. Después de eso, su mayor placer consistía en que yo la elevara lo más alto posible y luego bajaba, a veces tomándose una hora para hacerlo, y a menudo entretejiendo a su alrededor el intrincado esplendor de sus dibujos con la luz del sol.
Un día rojizo y susurrante de octubre, nuestro mundo quedó destruido… una vez más. Hablamos y reímos en la mesa del desayuno, bromeando con Bethie acerca de su cita de la noche anterior. Sus mejillas, por lo general pálidas, estaban sonrosadas y la risa y la luminosidad del estremecimiento del otoño hacía que todo pareciera fantástico.
Pero entre un chiste y otro, la alegría abandonó el rostro de Bethie y sus labios se torcieron en una expresión de dolor.
—¡Mamá! —susurró y enseguida se relajó.
—¿Ya? —preguntó mamá, poniéndose de pie mientras daba el último trago de café y yo iba a buscar su abrigo—. Tenía la corazonada de que hoy sería el día. Reena sería capaz de conducir ese jeep por Peppersauce Canyon aunque estuviera fuera de cuentas.
La ayudé a ponerse el abrigo y la abracé.
—Que Dios te bendiga, mamá —le dije—. ¿Cuándo vas a retirarte y dejar que otra persona reciba a los bebés?
—Cuando tenga alguno propio —dijo en tono de broma, pero percibí su tristeza—. Además, a éste le pondrá Peter… o Bethie, según el caso. —Cogió su pequeña bolsa negra y miró a Bethie—. ¿No hay más?
Bethie sonrió.
—No —susurró.
—Entonces tenemos mucho tiempo. Peter, será mejor que te lleves a Bethie de vacaciones. Reena se toma su tiempo y el hecho de estar justo enfrente hace las cosas difíciles para Bethie.
—De acuerdo, mamá —dije—. De todas formas hemos planificado unas vacaciones, pero esperamos que en esa ocasión vengas con nosotros.
Mamá me miró, vaciló y se volvió.
—Yo… alguna vez podría.
—¡Mamá! ¿De veras? —Era la primera vez que mamá vacilaba cuando se lo pedíamos.
—Bueno, me lo habéis pedido muchas veces, y he estado pensando. Pensando si es justo negar nuestro origen. Después de todo, no tiene nada de malo pertenecer al Pueblo.
—¿Qué pueblo, mamá? —insistí—. ¿De dónde eres? ¿Por qué podemos…?
—En otro momento, hijo —respondió mamá—. Tal vez muy pronto. En los últimos meses he empezado a sentir… sí, no os haría daño saber aunque con ello no lograrais nada; y tal vez muy pronto ocurra algo, y tendréis que saber. Pero no —se regañó mientras nos abrazábamos a ella—. Ahora no hay tiempo. Reena podría cogernos desprevenidos y parir antes de que yo llegue a su casa. Ahora, chicos, en marcha.
Volvimos la vista mientras la furgoneta cruzaba la carretera rugiendo y se alejaba en dirección a Mendigo’s Peak. Mamá respondió a nuestro saludo y entró en el patio de casa de Reena donde, a pesar de ser padre por sexta vez, Dalt corría como un cachorro ansioso desde el porche hasta donde estaba mamá, una y otra vez.
Para nosotros fue un día perfecto. Yo sentí la relajación que me proporcionaba el vuelo, Bethie se deleitó manteniéndose suspendida en el aire y sentimos la gloria escarchada del cielo totalmente azul, los matices rojizos y dorados de la hierba que se extendía más abajo, desde el pico azul y dorado, salpicado de nieve.
A la hora del almuerzo nos recostamos bajo el agradable calor de nuestro rincón preferido del cañón que recibía el sol y estaba protegido del viento. Después de comer jugamos a nuestro juego favorito: Recordar. Comenzaba cuando despejaba mi mente hasta un punto en que quedaba tan quieta como una laguna escondida, tan sensible como sus aguas a cualquier dibujo que la más ligera brisa podía trazar sobre su superficie.
Entonces aparecían los recuerdos… recuerdos extraños que no pertenecían a la Tierra y que eran como los que mamá y yo habíamos evocado después de la muerte de papá. Bethie no podía recordar conmigo, pero parecía captar los recuerdos casi antes de que las palabras pudieran formarse en mi boca.
De modo que durante aquellas encantadoras «vacaciones» volvimos a evocar nuestro recuerdo preferido. Caminábamos por las aguas oscuras y brillantes de un lago de montaña, torciendo los dedos en el frío líquido, disfrutando de la inclinación y el movimiento de las olas que pasaban por nuestros pies, sintiendo a nuestro alrededor una entrañable familiaridad más poderosa que cualquier vínculo terrestre que hubiéramos formado.
Antes de que nos diéramos cuenta, la tarde había pasado y nos estremecimos con el frío repentino mientras el sol se ponía en el oeste, cerca de los picos de Huachucas. Recogimos los restos del picnic en la cesta y me volví hacia Bethie para levantarla y llevarla de regreso a la furgoneta.
En su rostro se dibujaba su suave y secreta sonrisa.
—Mira, Peter —murmuró.
Y haciendo revolotear los dedos por encima de su cabeza, sacudió una nube de copos de nieve, copos gigantes y arremolinados que se pegaron a su pelo claro y se fundieron, resplandecientes, sobre sus mejillas cálidas y su sonrisa traviesa.
—¡Invierno prematuro, Peter! —dijo.
—¡Invierno prematuro, compañera! —grité y la levanté haciéndola salir del cañón y quitándole los cantos rodados que llevaba y así poder avanzar más deprisa—. ¡En ese caso camina, jovencita!
Pero casi me venció en la carrera hasta el coche. Teniendo en cuenta que no sabía volar, estaba aprendiendo a correr con notable rapidez.
La noche había caído antes de que llegáramos a la autopista. Vimos los faros de los coches que pasaban y que rara vez aminoraban la marcha para entrar en Socorro. «Esto era Socorro, ¿verdad?», era todo lo que comentaban los que pasaban por allí.
Habíamos superado la última elevación antes de entrar en la autopista cuando Bethie lanzó un grito. Casi perdí el dominio del coche en el camino lleno de baches. Ella volvió a gritar; fue un grito delirante y angustiado, y se encogió.
—¡Bethie! —exclamé, intentando hacerla reaccionar—. ¿Qué ocurre? ¿Qué es? ¿Adónde puedo llevarte?
Pero enseguida lanzó un tercer grito y se deslizó fláccidamente hasta el suelo. Quedé aterrorizado. Hacía años que ella no reaccionaba así. Nunca se había desmayado como en esa ocasión. ¿Podía ser que Reena aún no hubiera dado a luz a su bebé? Que sintiera tanto dolor… Cuando la señora Allbeg había muerto durante el parto… ni siquiera entonces Bethie había… La levanté hasta el asiento y conduje como un loco en dirección a casa, rogando que mamá estuviera…
Entonces lo vi. Delante de nuestra casa. El enorme coche atravesado en la calle. Un grupo de personas arrodilladas en el pavimento.
Lo que supe a continuación fue que yo también estaba arrodillado junto al doctor Dueff, apretando el borde de la manta que cubría misericordiosamente a mamá desde los pies hasta la barbilla. Levanté una mano temblorosa hasta el oscuro hilillo de sangre que resbalaba tortuosamente desde su frente.
—Mamá —susurré—. ¡Mamá!
Parpadeó y me miró sin verme.
—Peter. —Apenas pude oírla—. Peter, ¿dónde está Bethie?
—Se desmayó. Está en el coche —dije tartamudeando—. ¡Oh, mamá!
—Dile al médico que vaya a ver a Bethie.
—¡Pero mamá! —protesté—. Tú…
—Aún no he recibido el Llamado. Ve a buscar a Bethie.
Bethie y yo nos arrodillamos junto a su cama. El médico se había ido. No tenía sentido trasladar a mamá a un hospital. El solo hecho de llevarla al interior de la casa había hecho que un oscuro hilillo empezara a manar de la comisura de sus labios, todos los vecinos se habían marchado, salvo la abuela Reuther, que siempre iba a los hogares con problemas y había plegado las manos de los muertos de Socorro desde la fundación de la ciudad. En ese momento estaba sentada en la habitación delantera de nuestra casa, sujetando su gastada Biblia entre las manos, después de todos esos años de no necesitar mirar los fragmentos de consuelo y alivio.
El médico había aliviado el dolor de mamá y le había sugerido a Bethie que tomara algo para dormir, sin saber cuánto duraría el efecto, pero Bethie no quiso tomarlo.
De pronto, mamá abrió los ojos.
—Me casé con vuestro padre —dijo claramente, como si continuara una conversación—. Nos amábamos, y estaban todos muertos… todo mi Pueblo. Por supuesto, fue lo primero que le dije, y ¡oh, Peter! ¡Me creyó! Después de todo ese tiempo de tener que ocultar cada palabra y cada movimiento, tenía alguien con quien hablar… alguien que me creía. Le conté todo acerca del Pueblo y me elevé, y luego hice que el coche se elevara y lo hice girar en el aire, por encima de la autopista… sólo por diversión. A él le gustó mucho, pero se quedó pensativo y más tarde me dijo: «Ya ves, cariño, tu mundo y el mío tomaron rumbos distintos en aquel momento. Nosotros nos entregamos a los artilugios. Vosotros os entregasteis al Poder».
Sus ojos se iluminaron con una sonrisa.
—Él se daba cuenta si yo sentía nostalgia del Hogar.
Una vez me dijo: «¿Sientes nostalgia, cariño? Yo también. De lo que podía haber sido este mundo. O tal vez, Dios quiera, de lo que será».
»Vuestro padre era la mitad de mi ser. —Cerró los ojos y en el silencio su respiración se convirtió en un sonido áspero y laborioso. Bethie se encogió con las dos manos apretadas contra su pecho y el rostro completamente blanco.
»Hablamos del tema una y otra vez —dijo mamá, llorando—. Pero tuvimos que decidir lo que decidimos. Pensábamos que yo era el último miembro del Pueblo. Tenía que olvidar el Hogar y pertenecer a la Tierra. Vosotros también teníais que pertenecer a la Tierra, aunque… por eso él era tan severo contigo, Peter. Por eso no quería que experimentaras. Temía que alertaras al resto de la gente si revelabas… —Se detuvo, jadeante—. La diferencia significa muerte —susurró y respiró con dificultad durante un instante—. Yo conocí el Hogar. —Su voz estaba cargada de pesar—. Recuerdo el Hogar. No sólo porque mi Pueblo lo recordaba, sino porque lo vi. Nací en él. Ahora ha desaparecido. Para siempre. Ya no hay Hogar. Sólo una franja de polvo entre las estrellas. —Su rostro se torció a causa de la pena y Bethie se hizo eco de su dolor.
Entonces el rostro de mamá se despejó y abrió los ojos. Se incorporó a medias en la cama.
—Vosotros también tenéis el Hogar. Tú y Bethie. Siempre lo tendréis. Y vuestros hijos. ¿Recuerdas, Peter? ¿Recuerdas?
Entonces ladeó la cabeza con expresión atenta y lanzó un sollozo risueño.
—¡Oh, Peter! ¡Oh, Bethie! ¿Lo habéis oído? ¡He recibido la Llamada! ¡He sido llamada! —Levantó la mano haciendo la Señal y sus labios se movieron suavemente.
—¡Mamá! —grité, atemorizado—. ¿Qué quieres decir? Recuéstate. ¡Por favor, recuéstate! —La empujé contra las almohadas.
—He recibido la Llamada para acudir ante la Presencia. Mis años han acabado. Mis días han llegado a su fin.
—Pero mamá —lloriqueé como un niño—, ¿qué haremos sin ti?
—¡Escucha! —susurró mamá enseguida, poniendo una mano sobre mi pelo—. Vosotros debéis encontrar a los demás. Debéis seguir adelante. Ellos pueden ayudar a Bethie. Pueden ayudarte a ti, Peter. Mientras estéis separados de ellos, no estaréis completos. Los he oído llamarme durante este último año, y ahora que acudiré ante la Presencia puedo oírlos más claramente. —Hizo una pausa y contuvo el aliento—. Hay un cañón… al norte. La nave se estrelló allí después de que nuestra vida se deslizara… Mira, Peter, dame la mano. —Se estiró hacia mí y cogí su mano entre las mías.
Entonces vi que la mitad del Estado se extendía a mis pies como un mapa gigantesco. Vi los pliegues arrugados de las montañas, la extensión engañosamente llana del desierto que se elevaba hasta las laderas escarpadas. Vi el borrón del bosque que cubría las colinas y la angulosa línea retorcida del estrecho camino que se abría entre los desfiladeros. Entonces sentí una aguda y agradable punzada, como la que se siente al ver el Hogar después de haber estado lejos durante mucho tiempo.
—¡Mira! —susurró mamá mientras el panorama se desvanecía—. Me gustaría haberlo sabido antes. Ha sido muy solitario… Pero tú, Peter… —dijo con fuerza—. Tú y Bethie debéis acudir a ellos.
—¿Por qué debemos hacerlo, mamá? —grité, desesperado—. ¿Qué son ellos para nosotros, o nosotros para ellos, para que debamos abandonar Socorro e ir a vivir con desconocidos?
Mamá volvió a incorporarse y me miró fijamente a los ojos. Vaciló, y Bethie se acomodó detrás de ella, sujetándole la espalda.
—No son desconocidos —dijo con claridad y lentamente—. Son el Pueblo. Compartimos la nave con ellos durante el Cruce. Estaban con nosotros cuando nos encontrábamos en medio de la nada y sólo nos dábamos cuenta de que nos movíamos porque las estrellas se apagaban a nuestras espaldas y delante se abría la claridad. Ellos, junto con nosotros, contemplaron las estrellas brillantes y congeladas en la negrura, preguntándose si en alguna de ellas nos darían la bienvenida. Estáis hechos de la misma pasta que ellos. Aunque vuestro padre no pertenecía al Pueblo.
Su voz se apagó y su rostro se transformó. Bethie se levantó y la recostó suavemente. Mamá la cogió de las manos y suspiró.
—Es un acto solitario —susurró—. Nadie puede ir con vosotros. Aunque ellos os estén esperando, es solitario.
En el silencio que se produjo a continuación oímos que la abuela Reuther se mecía lentamente en la otra habitación. Bethie se sentó en el suelo, a mi lado; tenía las mejillas sonrosadas y los ojos desorbitados por un extraño y siniestro temor.
—Peter, no fue doloroso. No fue nada doloroso. ¡Fue reparador!
Pero no nos fuimos. ¿Cómo podía dejar mi trabajo y nuestro hogar para ir… a dónde? ¿A buscar… a quién? ¿Por qué? Supongo que yo era el principal obstáculo, pero no podía creer realmente lo que mamá nos había dicho. Después de todo, no había dicho nada concreto. Tal vez estábamos encontrando un significado donde no existía. Bethie volvía una y otra vez al acertijo de mamá y a lo que ella había querido decir, pero no nos fuimos.
Y Bethie se puso cada vez más pálida, cada vez más delgada, y casi un año después llegué a casa y la encontré convertida en una pelota imposiblemente rígida, tendida sobre la cama, con los ojos fuertemente cerrados, respirando con dificultad y lanzando gemidos agudos.
Estuve a punto de volverme loco hasta que por fin logré hacerla reaccionar y aflojarse lo suficiente para cogerle una de las manos. Finalmente abrió sus ojos apagados y me miró sin expresión.
—Como un dique, Peter —jadeó—. Todo entra aquí. Debería… nací para… —Le sequé el sudor frío de la frente—. Pero se acumula y se acumula. Se supone que debe ir a parar a algún sitio. ¡Se supone que yo debería hacer algo! ¡Peter, Peter, Peter! —Se retorció y hundió su rostro retorcido en la almohada.
—¿Qué es, Bethie? —le pregunté, haciendo que volviera el rostro en dirección a mí—. ¿Qué es?
—La pata de Glib, y el costado de papá, y el dedo del señor Tyree… —Y su voz se apagó tras la letanía de años de sufrimiento.
—Iré a buscar al doctor Dueff —dije, impotente.
—No. —Apartó el rostro—. ¿Por qué hacer que el dique sea más caudaloso? Dejemos que se rompa. ¡Y pronto, pronto!
—Bethie, no hables así —dije, sintiendo en mi interior la terrible soledad que sólo Bethie podría rechazar ahora que mamá no estaba—. Encontraremos algo… alguna manera…
—Mamá podría ayudarme —dijo, jadeando—. Un poco. Pero ya no está. ¡Y ahora también percibo el sufrimiento mental! Reena tiene miedo de estar enferma de cáncer. ¡Oh, Peter, Peter! —Su voz se convirtió en un susurro—. ¡Déjame morir! ¡Ayúdame a morir!
Ambos quedamos mudos y conmocionados por sus palabras. ¿Ayudarla a morir? Me acerqué a ella. ¿Acudir ante la Presencia con el peso de una vida inconclusa a nuestras espaldas? Porque si ella se iba, yo también.
Entonces abrí los ojos repentinamente y miré a Bethie con atención. ¿Qué Presencia? ¿Qué ética y qué tradición hablaban dentro de mi mente?
De modo que tuve que tomar una decisión. Convencí a Bethie para que tomara un sedante y permanecí a su lado incluso cuando se quedó dormida. Y mientras estaba allí, todos los años pasados desfilaron ante mi mente. Y lo que seguramente había sido para Bethie durante todo ese tiempo sin que yo me diera cuenta.
Poco antes del amanecer la desperté. Hicimos las maletas y nos marchamos. En la mesa de la cocina le dejé al doctor Dueff una nota en la que le decía simplemente que íbamos a buscar ayuda para Bethie, y que por favor le pidiera a Reena que vigilara la casa. Y le daba las gracias.
Reduje la marcha al llegar al cruce y apreté los frenos.
—Muy bien —dije, desesperado—. Esta vez tú decides qué dirección tomamos. ¿O lo echamos a cara y cruz? Cara, vamos hacia arriba; cruz, vamos hacia abajo. No sé a dónde ir, Bethie. Yo sólo tuve esa única visión que mamá me dio de este país. Hay un millón de cañones y un millón de caminos secundarios. Fuimos unos estúpidos al abandonar Socorro. Después de todo, no tenemos nada para seguir adelante, salvo lo que nos dijo mamá. Y tal vez sólo era un delirio.
—No —murmuró Bethie—. No puede ser. Tiene que ser real.
—Pero, Bethie —dije, apoyando mi cabeza cansada sobre el volante—, sabes cuánto deseo que sea verdad, no sólo por ti sino también por mí. Pero mira, ¿qué tenemos para creer que mamá tenía razón? En primer lugar, que un viaje espacial es posible… fue posible hace casi cincuenta años. En segundo lugar, que mamá y su Pueblo llegaron aquí desde otro planeta. En tercer lugar, que, hablando claramente, nosotros somos mestizos, una mezcla entre la Tierra y sabe Dios qué mundo. En cuarto lugar, que existe una posibilidad, una en diez millones, de encontrar al otro Pueblo que llegó al mismo tiempo que mamá, suponiendo que alguno de ellos hubiera sobrevivido al Cruce.
»Bueno, cualquiera de esas premisas nos estigmatizaría como chalados a los ojos de cualquier persona normal. No, estamos construyendo algo demasiado grande sobre un sueño y una esperanza. Volvamos, Bethie. Tenemos el dinero apenas suficiente para comprar la gasolina necesaria para seguir. Renunciemos.
—¿Y regresar a qué? —preguntó Bethie, con expresión de dolor—. No, Peter. Mira.
Levanté la vista mientras ella me ofrecía uno de sus dibujos hechos con la luz del sol, un puñado de brillo que se retorció brevemente entre mis dedos antes de parpadear y apagarse.
—¿Es eso la Tierra? —preguntó, en tono quedo—. ¿Cuántos de nuestros amigos pueden volar? ¿Cuántos… —vaciló—, cuántos pueden Recordar?
—¡Recordar! —repetí lentamente y golpeé el volante con el puño—. ¡Oh, Bethie, qué estúpido… ¡Otra vez se repite la historia de Bub!
Hice arrancar la furgoneta dándole una patada y giré en el primer sendero desierto y desdibujado que se abría al otro lado del cruce. Abandoné incluso esa sugerencia de sendero y avancé a través del desierto, hacia un grupo de quiebrahachas y mezquites que formaba un aluvión de arena contra el pie de las colinas. Mientras el sol se ponía al oeste haciendo que la sombra se entretejiera con el ralo follaje, acampamos.
Me tendí de espaldas sobre la arena y miré con atención el arco del cielo del desierto. Los árboles evocaban una imagen típica de calor y frío, calor bajo el sol, frío a la sombra, mientras dejaba que mi mente se despejara y la suave respiración de Bethie, que estaba sentada a mi lado, me enviaba una ondulación brillante.
Y recordé. Pero sólo a mamá-y-papá y la pequeña fogata que había encendido, y Glib con la trampa en la pata y a Bethie encogida encima de la cama, con las rodillas contra el rostro, y el débil sonido sollozante de su dificultosa respiración.
Contemplé el cielo y parpadeé. Tenía que Recordar. Tenía que hacerlo. Cerré los ojos y me concentré hasta quedar exhausto. No logré nada, ni siquiera la insinuación de un recuerdo. Desesperado, me relajé dejando mi cuerpo fláccido contra la arena fría. Y de repente, unos insólitos mecanismos se activaron y se deslizaron en mi mente y aparecí, en la misma posición en la que me encontraba, revoloteando sobre el mapa de tamaño natural.
Localicé Socorro lenta y dolorosamente y luego el hilo delgado que señalaba Río Gordo. Lo seguí, lo perdí y volví a seguirlo, apretando con fuerza el dedo de mi atención. Entonces localicé el Valle de Vulcan Springs y rastreé su enorme extensión hacia lo más alto del desierto, las montañas de Sierra Cobreña. Me produjo una extraña sensación mirar el bosquecillo infinitesimal que debía de ser el sitio en el que me encontraba ahora. Medí en palmos nuestro campamento, intentando localizar el lugar. Nada. Probé más hacia el norte, y al este, y otra vez al norte. Respiré y solté el aire entrecortadamente. Allí estaba. La punzada de la nostalgia. La llamada de la familiaridad.
Le leí el mapa a Bethie. El deslizamiento de una montaña que se elevaba, desnuda, más allá del bosque, y los enormes vertederos al otro lado de las montañas. La ocasional espiral de humo que surgía de lo que debía de ser una población maderera, formando los lados de un delgado triángulo. En alguna parte de esta zona se encontraba aquel lugar.
Abrí los ojos y vi que Bethie estaba llorando.
—¡Vaya, Bethie! —dije—. ¿Qué ocurre? ¿No estás contenta?
Bethie intentó sonreír, pero le temblaron los labios. Ocultó el rostro en el pliegue de su codo y susurró:
—¡Yo también vi! ¡Oh, Peter, esta vez también yo vi!
Abandonamos el mapa y bajo la luz del atardecer intentamos traducir nuestros recuerdos. En la medida en que pudiéramos vislumbrarlo, debíamos encaminarnos hacia un lugar apartado de la autopista, llamado Kerry Canyon. Evidentemente, era el único lugar habitado que se encontraba cerca de la enorme montaña pelada. Miré el pequeño punto negro que indicaba la carretera local y me pregunté si acabaría siendo el punto final para nuestras esperanzas, o el punto de partida de una nueva vida para los dos. La vida y la salud para Bethie, y para mí… En un repentino espasmo de emoción arrugué el mapa con la mano. Sentí que en toda mi vida jamás había conocido a nadie, salvo a mamá, a papá y a Bethie. Que era un fantasma caminando por el mundo. ¡Si al menos conociera una sola persona que sintiera como nosotros! ¡Sólo para saber que Bethie y yo no éramos los únicos que teníamos ese legado extraterrenal!
Alisé el mapa y volví a doblarlo. Había caído la noche y el aire era frío. Nos estremecimos y fuimos a buscar leña para encender una fogata.
Kerry Canyon estaba compuesta por una calle comercial, dos gasolineras, dos tabernas, dos tiendas, dos iglesias y un puñado de casas esparcidas al azar por las laderas de las colinas que descendían hasta una zona que parecía demasiado pequeña para albergar una de las gasolineras.
Entramos. El empleado de uniforme se acercó a nosotros.
—Sólo queremos que nos dé una información —dije, consciente de la delgadez de mi billetero. Habíamos llenado el depósito de gasolina por última vez antes de sumergirnos en el laberinto de cañones que se extendían entre la autopista principal y el sitio en el que nos encontrábamos. Nuestra última parada tendría que aparecer pronto, encontráramos al Pueblo o no.
—¡Claro! ¡Claro! Me alegro de poder servirlos. —El empleado se echó la gorra hacia atrás—. ¿En qué puedo ayudarlos?
Vacilé, intentando ordenar mis pensamientos y mis palabras… y recuperar algo de la esperanza que había perdido desde el momento en que abandonamos el cruce.
—Estamos intentando localizar… a unos amigos nuestros. Nos dijeron que viven al otro lado, en Baldy. ¿Hay alguien…?
—¿Amigos de esa gente? —preguntó, sorprendido—. ¡Vaya, eso sí que es interesante! Sois los primeros que llegan aquí preguntando por ellos.
Sentí que el brazo de Bethie se apoyaba tembloroso contra el mío. ¡Entonces había algo más allá de Kerry Canyon!
—¿Cómo es eso? ¿Qué ocurre con ellos?
—Oh, nada, colega, nada. En realidad son personas encantadoras. Vienen mucho por aquí a comprar. Vienen a la iglesia y a los bailes.
—¿Bailes? —Eché un vistazo a las empinadas colinas.
—Claro. Esto no está tan muerto como parece —dijo el empleado con una risita—. Los sábados por la noche esto parece una ciudad de verdad. En estas colinas hay muchos ranchos. Por supuesto, no hay demasiados en el camino a Cougar Canyon. ¿Dice que ahí es donde viven sus amigos?
—Sí. En Baldy.
—Bueno, nadie más vive en esa dirección. —Vaciló—. Oiga, me gustaría preguntarle algo.
—Claro. ¿Qué es?
—Bueno, esa gente vive bastante apartada. No quiero decir que sean engreídos, ni nada por el estilo, pero… bueno, es algo que siempre me he preguntado. ¿De dónde son? ¿De uno de esos países invadidos de Europa? Son extranjeros, ¿verdad? Y parece que la mayor parte de lo que exporta Europa son personas desplazadas. ¿Ellos lo son?
—Bueno, sí, podría decirse que sí. ¿Por qué?
—Bueno, hablan tan bien como cualquiera y debe de haber habido una guerra hace mucho tiempo porque están aquí desde los tiempos de mi padre. Pero simplemente… parecen diferentes. —Se mordió el labio superior en actitud reflexiva—. Diferentes pero bien. Diferentes pero realmente agradables. —Volvió a sonreír—. No me molestaría ser amigo de algunos de ellos. Pero no me atrevo.
»De cualquier manera, sigan por este camino. Es fácil. No hay otro que vaya en esa dirección. Jackass Flat os dejará los neumáticos gastados, pero seguramente lo lograréis, a menos que caiga una lluvia torrencial. En ese caso tendréis que atravesar medio condado patinando, y lo más probable es que acabéis en la cuneta. Es el fango más pegajoso del mundo. En esa llanura, cuando empieza a soplar el viento, hace un frío de puta madre, con perdón de la señorita. Será mejor que se abriguen.
—Gracias, amigo —dije—. Muchas gracias. ¿Le parece que llegaremos antes del anochecer?
—Seguro. No es demasiado lejos, aunque el camino es una porquería. Tendrían que llegar en dos o tres horas a menos que, como le digo, caiga una lluvia torrencial.
Cuando llegamos a Jackass Flat reconocimos el lugar de inmediato. Fue como caer por un precipicio. Si habíamos pensado que el camino a Kerry Canyon era malo, modificamos rápidamente nuestra opinión. En primer lugar, se trataba de seguir nuestras propias roderas. Luego los senderos se hundían profundamente en la tierra generosamente mezclada con esquistos astillosos y rocas tan grandes como dos puños, y se extendían cubiertos por una grava gigantesca hasta donde alcanzaba nuestra vista, atravesando la desierta extensión de la llanura.
Lo peor de todo era que las roderas que elegí acababan de forma abrupta, como si los coches que las habían dejado hubieran abandonado la tarea o hubieran saltado. ¡Saltado! Conduje siguiendo y abandonando las roderas alternativamente, tan concentrado en mis conjeturas que apenas noté lo accidentado del camino, hasta que un grito de Bethie me hizo volver a la realidad.
—¡Frena! —gritó—. ¡Oh, Peter! ¡Frena!
Apreté los frenos con tanta brusquedad que la furgoneta dio un viraje repentino, se deslizó por el costado de una rodera, se bamboleó y se apoyó viciosamente en el neumático trasero que se desinfló.
—¿Qué demonios…? —grité, enfurecido con Bethie como jamás lo había estado en mi vida—. ¿Qué ocurre?
Pálida, Bethie salió de debajo de la manta del ejército con la cual se había abrigado.
—Se me acaba de ocurrir, Peter. ¿Y si no nos quieren?
—¿Si no nos quieren? ¿Qué estás diciendo? —Gruñí, preguntándome si valdría la pena poner ese tapete de encaje que llevaba como neumático de recambio.
—Nunca lo pensamos. Ni siquiera se nos ocurrió. Peter, nosotros… no es nuestro sitio. No seremos como ellos. En parte somos de la Tierra… tanto como de algún otro sitio. ¿Y si nos rechazan? ¿Y si creen que somos indeseables…? —Bethie apartó la mirada—. Tal vez no pertenezcamos a ningún lugar, Peter, absolutamente a ningún lugar.
Sentí que un escalofrío recorría todo mi ser, y que no se debía al tiempo. Habíamos supuesto alegremente que nos darían la bienvenida. Pero ¿cómo lo sabíamos? Tal vez no nos quisieran. No éramos miembros del Pueblo. No pertenecíamos a la Tierra. Tal vez no pertenecíamos a ningún sitio.
—Claro que nos querrán —dije, esforzándome. Aparté la mirada y añadí, a la defensiva—: Mamá dijo que nos ayudarían. Dijo que estábamos hechos de la misma pasta…
—Pero es posible que sólo acepten a miembros auténticos. Mamá no podía saberlo. No había ningún… mestizo… cuando se separó de ellos. Tal vez la sangre de la Tierra nos marque…
—La sangre de la Tierra no tiene nada de malo —le aseguré en tono desafiante—. Además, como tú dices, ¿qué podrías esperar si regresáramos?
Apretó los puños contra sus mejillas y abrió los ojos desmesuradamente.
—Quizá —murmuró—, si me volviera completamente loca, no sentiría un dolor tan terrible. Incluso podría sentirme bien.
—¡Bethie! —Mi voz hizo que se sacudiera—. ¡Deja de hablar así! Vamos a seguir. La única forma que tenemos de conocer al Pueblo es a través de mamá. Ella jamás nos habría rechazado, ni habría rechazado a nadie como nosotros. Y ese tipo de la gasolinera dijo que son buena gente.
Abrí la puerta.
—Será mejor que estires las piernas mientras cambio el neumático. Por el aspecto que tiene el cielo creo que tendremos que patinar un poco antes de llegar a Cougar Canyon.
Pero a pesar de mis valientes palabras, cuando me arrodillé junto al coche no lo hice sólo para cambiar el neumático, y no sólo fue el sonido de la llave inglesa lo que el viento elevó hasta el cielo ennegrecido.
Miré bizqueando a través del parabrisas empapado, intentando vislumbrar el camino bajo la lluvia torrencial que amenazaba con dejar paralizado el limpiaparabrisas. Las breves visiones que capté del camino mostraban un río de chocolate de aspecto engañosamente liso, y alternativamente nos sacudíamos como una maraca gigante, lanzábamos cortinas de agua como una lancha motora o resbalábamos sin rumbo por superficies planas y embarradas que casi siempre nos apartaban varios metros del camino. Luego nos deslizamos cautelosamente hacia atrás, hasta que el pesado chapoteo de los neumáticos nos indicó que estábamos otra vez en las roderas inundadas.
De repente, desapareció. El camino, quiero decir. Se extendió unos cuantos metros delante de nosotros y simplemente se fundió en el borde, en la lluvia, en la nada.
—No podía llegar hasta allí —murmuró Bethie en tono incrédulo—. No puede desaparecer así.
—Bueno, no voy a quedarme sin verlo —le aseguré, acurrucándome aún más en mi manta del ejército. Mi chaqueta estaba guardada en la parte de atrás y no me había molestado en sacarla. Encogí los hombros para colocarme la manta encima de la cabeza—. Antes iré a echar un vistazo.
Me deslicé bajo la sólida cortina de lluvia que siseaba a mi alrededor, sobre la llanura inundada. Quedé hundido hasta las rodillas y cubierto de barro hasta las espinillas antes de llegar al empinado declive. El sendero, ¿acaso podía llamarle camino?, trepaba por el borde del cañón y giraba bruscamente a la derecha, luego se perdía a lo largo de una saliente cubierta de maleza que se extendía hacia abajo, paralela al borde del cañón. Si podía llevar la furgoneta hasta el borde y seguir el sendero, no sería tan terrible. Pero… observé el declive. El final de éste se perdía entre las sombras y la lluvia. Me estremecí.
Entonces, rápidamente, antes de perder los estribos, regresé al coche chapoteando.
—Reza, Bethie. Allá vamos.
Se oyó la succión y el chapoteo de las ruedas que giraban y el espantoso momento en que quedamos colgados del borde. Luego el viraje. Y allí estábamos, suspendidos sobre la nada, con el extremo posterior girando hacia fuera.
La sacudida repentina que sentimos cuando finalmente aterrizamos boca arriba y en la dirección correcta sobre el estrecho sendero, agitó el sudor frío que cubría mi rostro e hizo que se deslizara mezclado con la lluvia.
Reduje la marcha en el primer margen amplio del camino y detuve el coche. Nos quedamos en silencio, escuchando la lluvia. Sentí como si algo infinitamente precioso se alzara ante mí. La mano de Bethie se deslizó en la mía y supe que ella sentía lo mismo. Pero de pronto la apartó y empezó a golpearme el hombro con los dos puños, con una violencia inusitada en ella.
—¡No puedo soportarlo, Peter! —gritó en tono ronco mientras la emoción asfixiaba sus palabras—. Regresemos antes de descubrir algo más. Si ellos nos rechazaran… ¡Oh, Peter! ¡Regresemos antes de que nos descubran! Entonces seguiremos teniendo nuestro sueño. Podemos fingir que algún día regresaremos. ¡Nunca podremos volver a soñar, no podremos tener más esperanzas! —Ocultó el rostro entre las manos—. Me arreglaré de alguna manera. Prefiero regresar y abrigar esperanzas en lugar de correr el riesgo de que nos rechacen.
—Yo no regresaré —anuncié, poniendo el motor en marcha—. Tenemos tantas posibilidades de que nos reciban bien como de que nos rechacen. Y si pueden ayudarte… Dime, ¿qué te ocurre hoy? Se supone que soy yo el que vacila, ¿recuerdas? ¡Tú eres la más sensata de los dos! —exclamé con una sonrisa, pero se me encogió el corazón al ver la desdicha reflejada en su rostro. Casi logró esbozar una sonrisa.
El sendero conducía hada abajo y se deslizaba irregularmente a lo largo de la pared del cañón, a veces inclinándose bruscamente y a veces en una línea horizontal cuanto más avanzábamos, más tranquilo me sentía, como si estuviera cerrando puertas a mis espaldas o abriéndolas delante de mí.
Entonces se produjo uno de los casuales prodigios que puede deparar la montaña. Las nubes se abrieron repentinamente y el sol del atardecer empezó a brillar. Casi amenazadora, una enorme montaña se alzaba en la distancia gris y monótona. Las laderas parecieron moverse bajo la luz, acercándose mientras las observábamos. La lluvia seguía cayendo, pero ahora formaba centelleantes cortinas de cuentas plateadas; y un vívido extremo del arcoíris esparció el color temerariamente cubriendo los árboles, las rocas y un extremo del cielo.
No miré el camino. Contemplé el esplendor y la gloria que se abrían a nuestro alrededor. Así que, cuando al oír el grito de Bethie volví a concentrarme en el camino, lo único que logré hacer en la rugiente oscuridad fue pensar en ella y ver el otro coche segundos antes de estrellarse contra nosotros, de costado, un metro más arriba del camino.
Pensé que estaba muerto. Tuve miedo de abrir los ojos porque noté que la lluvia había formado pequeños charcos sobre mis párpados cerrados. Entonces respiré. Estaba vivo, sí. Un cuchillo se hundió hacia arriba y hacia abajo, a la izquierda de mi pecho, y siguió revolviéndose inexorablemente cada vez que respiraba.
Oí una voz.
—Demos gracias al Poder porque no están heridos de gravedad. ¡Pero, oh, Valancy! ¿Qué dirá papá? —Era una voz joven y asustada.
—Lo conoces hace mucho más tiempo que yo —respondió otra voz de muchacha joven—. Deberías tener alguna idea.
—Nunca tuve un accidente, ni siquiera cuando conducía en lugar de desplazarme por el aire.
—Tengo el presentimiento de que te hará pasar una temporada con los pies en el suelo —respondió la segunda voz—. Pero no es eso lo que me preocupa, Karen. ¿Cómo no supimos que venían? Siempre percibimos a los Extraños. Tendríamos que haber sabido…
—Q.E.D. —dijo la que se llamaba Karen.
—¿Cómo?
—Si no percibimos su presencia, no son Extraños. —Se oyó un jadeo y luego la voz añadió—: ¡Oh, Valancy, lo que he dicho! ¡No creerás…! —Sentí que algo se movía a mi lado y oí el suave sonido de una respiración—. ¿Es posible que sean dos de los nuestros? Oh, Valancy, deben de ser de segunda generación… tienen aproximadamente nuestra edad. ¿Cómo nos encontraron? ¿Cuáles de nuestros Seres Perdidos fueron sus padres?
Valancy dijo en tono divertido:
—Seguramente ellos no están en condiciones de responder ahora mismo a esas preguntas, Karen. Será mejor que pensemos lo que podemos hacer. Mira, la chica recobra el conocimiento.
Mi indiscreción quedó bruscamente interferida por un gemido. Empecé a incorporarme.
—Bethie —empecé a decir, y los cuchillos se retorcieron en mis pulmones. Mi jadeo fue seguido por un grito de Bethie.
Abrí los ojos. Estaba bien, pero sentí en la pierna un dolor espantoso que me quemaba hasta llegar al extremo de mi conciencia. Apreté los dientes, pero Bethie volvió a gemir.
—¡Ayudadla! ¡Ayudadla! —supliqué a las dos figuras borrosas que se inclinaban sobre nosotros. Intenté contener el aliento para no sentir más punzadas.
—Pero ella apenas está lastimada —gritó Karen—. Sólo tiene un chichón en la cabeza. Y algunos cortes.
Hice un esfuerzo y fijé la vista en un rostro claro y luminoso, el de Valancy, cuyos ojos profundos se inclinaron sobre mi rostro. Aparté la lluvia de mis labios y farfullé como un tonto:
—¡No estáis mojadas, a pesar de la lluvia!
Una mirada de aflicción dominó su rostro. Se produjo una pausa mientras ella me miraba con atención. Finalmente dijo:
—Sus escudos no están activados, Karen. Será mejor que extendamos los nuestros.
—De acuerdo, Valancy. —Y la molesta y sibilante humedad de la lluvia desapareció.
—¿Cómo está la chica?
—Debió de sufrir una conmoción, o tal vez es algo interno…
Empecé a volverme para mirar, pero el intenso gemido de Bethie me obligó a recostarme otra vez.
—Ayudadla —jadeé, buscando desesperadamente en mi memoria las palabras de mamá—. ¡Es una… Sensitiva!
—¿Una Sensitiva? —Las dos jóvenes se miraron—. ¿Entonces por qué no…? —Valancy empezó a decir algo y se volvió repentinamente. Me puse un brazo sobre los ojos mientras escuchaba.
—¡Cariño, Bethie… escúchame! —La voz era cálida pero firme—. Voy a ayudarte. Te mostraré cómo, Bethie.
Se produjo un silencio. Una mano cálida cogió la mía y Karen se agachó a mi lado.
—La está reparando —susurró—. Está entrando en su mente. Para enseñarle a dominarse. Es muy sencillo. ¿Cómo es posible que no sepa…?
Oí una suave y maravillada exclamación de Bethie, que enseguida dijo:
—¡Oh, gracias, Valancy, gracias!
Me apoyé en un codo mientras un fuego recorría todo mi cuerpo, de pies a cabeza, y contemplé a Bethie. Me estaba mirando y su rostro sereno parecía más feliz que nunca. Nos miramos mientras dos lágrimas rodaban por sus mejillas y luego dijo suavemente:
—Ahora cuéntales, Peter. No podemos seguir adelante hasta que les cuentes todo.
Volví a tenderme de espaldas y parpadeé al mirar el cielo; las gotas de lluvia seguían cayendo, pero ninguna de ellas nos mojó. Karen me tocó con su mano cálida y sentí un estremecimiento de vacilación. Si nos rechazaban… Pero no podían quitarle a Bethie lo que le habían dado, aunque… cerré los ojos y lo dije lo más claramente que pude.
—No somos miembros del Pueblo… no completamente. Nuestro padre no pertenecía al Pueblo. Somos mestizos.
Se produjo un desconcertado silencio.
—¿Quieres decir que vuestra madre se casó con un Extraño? —La voz de Valancy estaba teñida de asombro—. ¿Qué tú y Bethie sois…?
—¡Sí, lo hizo y sí, lo somos! —respondí—. Y papá fue el mejor… —Mi actitud beligerante atravesó el borde afilado de mi dolor—. Ahora los dos están muertos. Mamá nos envió hasta vosotros.
—Pero Bethie es una Sensitiva… —dijo Valancy en tono pensativo.
—Sí, y yo puedo volar y hacer que las cosas se trasladen por el aire, e incluso puedo hacer fuego. Pero papá… —Me tapé la cara y torcí el gesto a causa del dolor cada vez más agudo.
—¡Entonces podemos! —Percibí la emoción de la voz de Valancy—. Entonces el Pueblo y los Extraños… pero es increíble que vosotros… —Su voz se apagó.
El silencio quedó quebrado por la voz atemorizada y temblorosa de Bethie.
—¿Vais a echarnos? —Se me desgarró el corazón al oír el dolor de su voz.
—¡Echaros! ¡Oh, queridos míos! ¡Claro que no! ¡Cómo podéis pensar algo así! —Valancy abrazó cariñosamente a Bethie y Karen a mí.
La tensión que había formado un fuerte nudo en mi interior se disolvió. Bethie y yo estábamos en casa.
Entonces Valancy se mostró enérgica.
—Bethie, ¿qué le ocurre a Peter?
Bethie estaba desconcertada.
—¿Cómo sabes su nombre? —Y enseguida sonrió—. Por supuesto. ¡Lo supiste cuando entraste en mi mente!
—Me tocó suavemente los costados del cuerpo y luego las piernas. —Tiene cuatro costillas lesionadas. Y la pierna izquierda rota. Eso es todo. ¿Lo controlo yo?
—Sí —respondió Valancy—. Yo te ayudaré.
Y el dolor desapareció, dormido bajo la persuasiva calidez que me invadió cuando Bethie y Valancy entraron en mi mente.
—Bien —dijo Valancy—. Estamos encantadas de dar la bienvenida a una Sensitiva. Karen y yo sabemos algo de la función de los Sensitivos porque somos Reparadoras. Pero en nuestro Grupo no tenemos Sensitivos totalmente desarrollados.
Se volvió hacia mí.
—¿Dices que conoces la elevación de objetos?
—No lo sé —respondí—. No conozco el nombre de muchas cosas.
—Tendrás que relajarte completamente. No solemos usar esto con la gente. Pero si te relajas, podremos lograrlo.
Me envolvieron cálidamente en nuestras mantas y con una mano debajo de mis hombros y otra debajo de los talones, me levantaron a toda velocidad y me trasladaron entre los árboles, mientras Bethie iba cogida de la mano libre de Valancy.
Antes de llegar al patio, la puerta se abrió repentinamente y una cálida luz amarilla se derramó en el crepúsculo. Las jóvenes hicieron una pausa al llegar al porche y me entregaron a los dos hombres que esperaban. En la muda pausa que se produjo antes de las precipitadas preguntas y explicaciones, sentí que Bethie, que estaba a mi lado, lanzaba un profundo jadeo de sorpresa y se fundía como una gota de lluvia en el río de miembros del Pueblo que nos rodeaba.
Pero incluso cuando la luz volvía a apagarse para mí y sentía que mi ser se deslizaba en la sensación de bienestar y ávida pertenencia, en algún lugar profundo de mi interior seguía existiendo la médula de algo que no quería… en realidad no podía… entregarse totalmente al Pueblo.
Tres
Lea se deslizó silenciosamente en dirección a la puerta casi en el mismo momento en que Peter pronunciaba la última frase. Estaba a mitad de camino del empinado sendero que conducía al cañón cuando oyó que Karen corría tras ella. Elevándose y corriendo, Karen llegó a su lado.
—¡Lea! —La llamó, estirándose para cogerla del brazo.
Con un brusco movimiento del hombro, Lea evitó a Karen y corrió en silencio sendero arriba.
—¡Lea! —Karen la cogió de los hombros y la obligó a detenerse—. ¿A dónde demonios vas?
—¡Suéltame! —gritó Lea—. ¡Chivata! ¡Mirona! ¡Suéltame! —Intentó zafarse de las manos de Karen.
—Lea, no sé lo que estás pensando, pero te equivocas.
—¡Lo que estoy pensando! —Lea la miró con expresión airada—. ¿No sabes lo que estoy pensando? ¿No has escarbado bastante en toda la porquería…? —Arañó las manos de Karen—. Suéltame.
—¿Por qué te importa, Lea? —La fría voz de Karen la penetró despiadadamente—. ¿Por qué te importa? ¿Qué importancia tiene esto para ti? Abandonaste la vida hace mucho tiempo.
—La muerte… —Lea se atragantó al sentir la amargura de la palabra en la que había pensado tantas veces y que rara vez pronunciaba—. Al menos la muerte es algo privado… Nadie mete las narices…
—¿Puedes estar segura de eso? —le preguntó Karen en tono sereno—. De todas formas, créeme, Lea, no he entrado en tu mente ni una sola vez. Claro que podría hacerlo si quisiera, y lo haré si es necesario, pero jamás sin que tú lo sepas… nunca sin tu consentimiento. Todo lo que he aprendido acerca de ti es lo que hay en la parte más accesible de tu mente. La parte más íntima de tu mente te pertenece absolutamente. Al Pueblo se le enseña el respeto a la intimidad. Los poderes que tenemos son para curar, no para hacer daño. Si lo aceptas, tenemos para ti la salud y la vida. ¡Ya ves, hay un bálsamo en Gilead! No lo rechaces, Lea.
Lea dejó caer las manos. La tensión abandonó su cuerpo lentamente.
—Anoche te oí —dijo, desconcertada—. Oí tu relato y ni siquiera se me ocurrió que pudieras… quiero decir que no era real, y yo no tenía idea… —Dejó que Karen la hiciera girar en dirección opuesta—. Pero cuando oí a Peter… no sé, lo que él dijo parecía más verdadero. Uno no espera que los hombres inventen cuentos de hadas. —Se aferró con fuerza a Karen—. Oh, Karen, ¿qué debo hacer? Estoy tan confundida que no puedo…
—Bueno, lo más sencillo e inmediato es que regreses. Tenemos tiempo para escuchar otro relato, y nos están esperando. Ahora le toca el turno a Melodye. Ella vio al Pueblo desde un ángulo totalmente distinto.
Una vez en la escuela, Lea se acomodó tímidamente en su rincón, pero nadie pareció reparar en ella. Todos estaban ocupados reviviendo o comentando los días vividos por Peter y Bethie. Los murmullos cesaron cuando Melodye Amerson ocupó su lugar en el escritorio.
—Valancy me está ayudando. —Sonrió—. Escogimos el tema juntas. ¿Recuerdas…? «Mira, yo estoy a punto de morir… ¿y qué provecho podría sacar de este patrimonio? Y vendió su patrimonio por un poco de pan y un potaje». No podría hacer sola esta evocación. Así que ahora, si no os importa, haremos una breve pausa mientras construimos nuestra red.
Se relajó visiblemente y Lea sintió la receptiva quietud que se extendía como si toda la sala se convirtiera en la inmóvil superficie de un lago, y entonces Melodye empezó a hablar…
POTAJE
Al cabo de un tiempo, uno se cansa de enseñar. Bueno, tal vez no de la enseñanza misma, porque es algo insidioso y permanece toda la vida como una espina clavada en el corazón; pero llega un día en que uno mira los deberes que está revisando, o escucha una respuesta que le da a un niño, y ¡zas!, experimente ese sentimiento. Y cada reverberación de ese sentimiento es un año de la vida de uno, otro grupo de niños que han pasado por sus manos, otra serie de días monótonos, y resulta alarmante. El valor del trabajo que uno hace no se nota en ese momento, y la monotonía tiene un sabor amargo.
A veces se puede aliviar ese sentimiento saboreando conscientemente los preciosos días de pseudolibertad que van desde el momento en que uno recibe el contrato para el año siguiente hasta el momento en que lo firma. Porque uno puede escaparse en ese momento; pero, por alguna razón, no lo hace.
Pero yo lo hice una primavera. Abandoné la enseñanza. No volví a firmar un contrato. Fui en busca de… ¿de qué? Tal vez de un poco de excitación… tal vez de un sueño… tal vez de algún mundo nuevo y resplandeciente que tenía que estar en algún otro sitio porque allí no lo había visto. Tal vez un lugar en el que empezar otra vez, para no acabar en el mismo callejón sin salida emocional. Así que abandoné.
Pero a finales de agosto, el vacío que había en mi interior era más grande que el aburrimiento, más grande que la monotonía y que el deseo de libertad. Era terrible estar en las puertas de septiembre y no preocuparse porque en unas pocas semanas empezarían las clases… sería el primer día de clase. Así que en el último momento fui a la agencia de colocaciones. Por supuesto, era demasiado tarde para intentar regresar a mi escuela anterior y, además, los años pasados allí aún me afectaban demasiado.
—Bien —dijo el director de colocaciones mientras mezclaba las fichas de los puestos libres y pasaba las de álgebra, economía doméstica, educación física y gramática—, siempre está Bendo. —Sacó una vieja y gastada ficha y repitió—: Siempre está Bendo.
Percibí el énfasis de sus palabras e intenté averiguar lo que significaba.
—¿Bendo?
—Una escuela pequeña. Un aula. Una ciudad minera, o al menos solía serlo. Ahora es una ciudad fantasma. —Suspiró con expresión de cansancio y se relajó—. Y una gente fantasma, también. No conservan una maestra más de un año. El sueldo es bajo… el alojamiento bueno… en casa de alguno de ellos. No hay actividades comunitarias, ni vida social. Ni ninguna ciudad en ochenta kilómetros a la redonda. Ni cines. Nada de nada, salvo unos niños a los que educar. Este año hay diez. Y de todos los cursos.
—Parece el pueblo en el que yo crecí —comenté—. Con la diferencia de que nosotros teníamos dos aulas y montones de actividades comunitarias.
—He estado en Bendo. —El director se reclinó en su silla, con las manos detrás de la cabeza—. Una comunidad enferma. Gente desdichada. No están interesados en nada. La única razón por la que tienen una escuela es porque lo impone la ley. Por cierto, son respetuosos con las leyes. Supongo que no están demasiado interesados en nada como para infringir la ley.
—Acepto —dije rápidamente antes de pensar siquiera en la sensación de que esto parecía lo máximo que podía pretender para volver a empezar con éxito.
Me miró con curiosidad.
—Si está pensando en encender una llama de entusiasmo en Bendo, olvídelo. Allí he visto apagarse demasiadas llamas.
—No pretendo nada de ese tipo —dije—. Sinceramente, estoy harta del entusiasmo, de las asociaciones de padres y maestros y de las actividades. Por lo general, acaban siendo el tipo más monótono de monotonía. Bendo será un descanso.
—Ya lo creo —coincidió el director, inclinándose otra vez sobre sus fichas—. Saul Diemus es el presidente de la Junta Escolar. Si usted no tiene coche, la única forma de llegar a Bendo es cogiendo el autobús. Pasa una vez por semana.
Después de la entrevista salí al sol de agosto y me hundí un poco bajo su salvaje presión, casi percibiendo un siseo mientras la frescura refrigerada de la agencia de colocaciones se evaporaba de mi piel.
Caminé en dirección a la plaza y me senté en uno de los bancos de piedra que nunca había podido disfrutar en los años en que había estudiado ahí. Levanté la vista hasta la ventana de mi antiguo dormitorio y, por un instante, sentí una intensa nostalgia no sólo de los años que habían pasado, de las esperanzas que habían muerto y de los sueños que habían alcanzado un sombrío despertar, sino de la magia especial que había disfrutado en aquel dormitorio. Era una magia verdadera que abría ante mis ojos tantos panoramas que durante un tiempo cualquier cosa pareció posible, factible… si no para mí en ese momento, al menos para los demás, algún día. Incluso ahora, transcurrido un tiempo, no podía creer realmente en esa magia y cómo entonces deseaba desesperadamente creer en ella. ¡Si al menos fuera posible! ¡Si fuera posible!
Lancé un suspiro y me puse de pie. Supongo que todo el mundo vive un momento mágico en alguna etapa de su vida y, como yo, no puede creer que alguien más sienta lo mismo… ¡pero mi caso era diferente! ¡Nadie más podía haber tenido esa misma experiencia! Me reí de mí misma. Estaba harta del pasado y de soñar. Bendo me esperaba. Tenía cosas que hacer.
Contemplé las nubes de polvo rojo amarillento que se alejaban del traqueteante autobús y ahuequé las manos delante de mi rostro para respirar un poco de aire limpio. La arenilla que tenía entre los dientes y el polvo asfixiante que se pegaba a mis ropas me resultaba bastante familiar, pero cuando llegamos a Bendo abrigué la esperanza de que hubiéramos dejado atrás la polvorienta llanura y entráramos en una zona con más vegetación. Cansada, me moví en el asiento anguloso, preguntándome si había sido diseñado pensando en la comodidad de alguien, y me sobresalté cuando un repentino frenazo del autobús me arrojó hacia delante.
Esperamos que el polvo del camino se asentara mientras el otro pasajero que quedaba, un indio anciano y arrugado, recogía lentamente sus sacos de arpillera y su destartalada silla de montar y deslizaba su figura enfundada en una camisa Levi’s de pana azul por el pasillo, saliendo a la desolada carretera.
El autobús se alejó haciendo rugir el motor, dejando a una figura solitaria en medio de una profunda soledad. Me pregunté a dónde se dirigiría. Y cuántos agotadores kilómetros tendría que recorrer para llegar a su vivienda, escondida en algún oculto pantano o en un pequeño rincón de este paisaje silvestre.
Luego nos encaminamos directamente al intenso color rojo de las montañas peladas que bordeaban el horizonte. Al mirar hacia delante vi el camino que se extendía en una línea recta y desaparecía en la distancia. Suspiré y volví a moverme y dejé que el rugido del motor y el cansancio de mis huesos me hicieran caer en un estupor, en el límite entre el sueño y la vigilia.
Un cambio en el rugido del motor me devolvió a la realidad del traqueteante autobús, que volvió a sacudirse y frenó.
Me asomé por la ventanilla y miré las nubes de polvo que se asentaban y me pregunté a quién recogeríamos en ese lugar situado en medio de la nada. Entonces una nube de polvo se disolvió y vi el letrero:
OFICINA DE CORREOS DE BENDO
ALMACÉN GENERAL
Garaje y gasolinera
Mercería y ferretería
Revistas
Estaba situado frente al edificio estropeado por el paso del tiempo, apuntalado entre dos ruinas de piedra ennegrecidas por el humo.
Después de tanta llanura fue casi una conmoción ver las piedras caídas que se amontonaban al costado del camino y encogían sus hombros manchados de liquen contra el cielo.
—Bendo —dijo el conductor del autobús, estirando sus piernas flacas y encorvándose para bajar del autobús—. Final del recorrido… final de la civilización… final de todo —ironizó y la máscara polvorienta de su rostro se quebró con las líneas de su sonrisa.
—Pequeño, ¿no? —Le devolví la sonrisa.
—Antes era más grande. Ahora no es gran cosa. Hace años era una población minera. —Mientras el hombre hablaba vislumbré los edificios en ruinas que moteaban las laderas rocosas de las colinas—. Mi padre recuerda lo que era este lugar cuando él era un niño. De eso hace tanto tiempo que el río que había entonces ya no existe.
—¿Y por qué se llama así?
—Tal vez por un sujeto llamado Bendo. —El conductor gruñó mientras bajaba mi equipaje del techo del autobús y lo dejaba en el suelo.
»¡Hola! —saludó el conductor.
Fui hasta el otro lado del autobús para ver quién había llegado. Era un hombre alto, de constitución grande, apuesto… y anciano. Mayor de lo que indicaba su rostro, mayor de lo que parecía, porque no tenía muchos más años que yo. Mostraba una expresión de severa desdicha y llevaba las manos rígidas en el ala del Stetson que sujetaba a la altura de la cintura.
En la breve pausa que se produjo antes de que pronunciara mi nombre, sentí que en él surgía el mismo sentimiento que se percibe en algunas personas sumamente religiosas que sólo consideran a Dios una deidad vengativa e implacable, impaciente ante el inútil, y que sólo espera un momento de descuido para sorprenderlo en un pecado. Me pregunté quién o qué era ese Dios que lo encarcelaba tan cruelmente. Enseguida respondí:
—Sí, encantada. —Él estrechó brevemente mi mano, se presentó y se concentró en el problema de mis dos enormes maletas y de mi tocadiscos.
Seguí al señor Diemus arrastrando los pies y en silencio, ya que él parecía tener poca inclinación a la conversación. No esperaba ningún comité de recepción, pero seguramente los chicos habían cambiado mucho desde mi infancia porque de lo contrario la curiosidad con respecto a la maestra habría atraído al menos a un par de ellos. Pero los dos caminamos en silencio a lo largo de media manzana desde la carretera y la oficina de correos, y rodeamos la curva rocosa de una colina. Miré al otro lado del lecho seco del río y de la sinuosa calle que formaba la zona residencial de Bendo. Me detuve en el viejo y astillado puente y eché un vistazo. Nunca más volvería a ver Bendo de esta forma. La familiaridad borraría algunos contornos y agudizaría otros, y nunca volvería a verlo así, sin saber quién vivía detrás de qué puerta.
Las casas se esparcían caprichosamente por las laderas de las colinas y unos escalones irregulares de piedra descendían desde cada una hasta el sendero que corría paralelo al lecho seco del río. No eran chozas, pero estaban sin pintar y deterioradas hasta el extremo de que se fundían casi a la perfección contra el fondo. En cada patio delantero había plantas pero estaban tan descuidadas que podrían haber sido simplemente masas de vegetación salvaje.
Una verdadera pasión por el anonimato…
—La escuela… —Pasé por alto el rápido movimiento de su mano.
—¿Dónde? —A mi alrededor nada indicaba la presencia de una escuela.
—Al otro lado de la curva. —Esta vez seguí su mano y de pronto, en la monotonía del lugar, vi un campanario que se alzaba en lo alto de la colina, más allá de la ciudad, con el fino trazo de un mástil a un costado. El señor Diemus se obligó a hacer el esfuerzo.
—La escuela está en el lugar más bonito de los alrededores. Hay una fuente, árboles, y… —Se quedó sin palabras y me miró como si intentara evocar algo más que pudiera gustarme—. Yo soy el presidente de la junta —dijo bruscamente—. Tendrá diez chicos desde primer grado hasta el segundo año de la escuela secundaria. Usted es quien manda en la escuela. Lo que haga es asunto suyo. Emplee la disciplina que considere aceptable. Nosotros no consentimos a nuestros niños. Enséñeles lo que tenga que enseñarles. No moleste a los padres con argumentos ni explicaciones. La escuela es suya.
—Y ustedes enseguida prescindirán de ella, y también de mí —le dije con una sonrisa.
Pareció sorprendido.
—La ley dice que hay que instruirlos. —Empezó a atravesar el puente—. Así que instrúyalos.
Lo seguí en actitud sumisa, preguntándome qué ocurriría si le preguntaba al señor Diemus por qué se odiaba a sí mismo, por qué odiaba el mundo en el que vivía e incluso a los niños que yo debía «instruir».
—Se alojará en mi casa —dijo—. Tenemos una habitación de más.
Me sentí incómoda por el silencio que siguió a su anuncio, pero no se me ocurrió qué decir. Pasé mi pequeña maleta de una mano a la otra y fijé la vista en el sendero rocoso que hacía protestar las piedras y la grava a cada paso que dábamos. Me pareció que el señor Diemus intentaba hacer todo el ruido que podía arrastrando los pies. Pero a pesar del eco ampliado que se elevaba en las colinas que nos rodeaban, no se abrió ninguna puerta ni vi ningún rostro asomado a la ventana. Fue un verdadero alivio oír súbitamente el feliz, irreflexivo y ronco cloqueo de las gallinas que escarbaban el suelo áspero.
Me acurruqué en la oscuridad de mi estrecha cama intentando aliviar mi estómago revuelto. No se trataba de que la comida hubiera sido mala; en realidad había sido adecuada, aunque realmente sórdida. La melancolía parecía festoneada en el cielorraso y la desdicha casi ocupaba un lugar en la mesa.
Me dije que era el agotamiento del viaje lo que afectaba mis pensamientos, pero paseé la mirada por la mesa y vi la desesperada resistencia que arrugaba el rostro de los adultos y se anunciaba débil pero inequívocamente en los de los niños. Allí había dos: una niña, Sarah (de cuarto grado, calculé), y un chico adolescente, Matt (¿diecisiete, tal vez?), demasiado silenciosos, demasiado educados, demasiado controlados, que evitaban claramente mirar la silla vacía que había entre ambos. Tragué la comida en grandes trozos que lucharon con los asfixiantes tragos de café. Incluso ahora, varias horas después de la comida, seguía sin digerir los alimentos.
Al día siguiente podría deslizarme en las pautas de la escuela, que me resultaban familiares al margen de dónde se encontrara ésta, porque enseñar a los niños es lo mismo en todas partes. Tal vez entonces podría convencer a mi estómago de que todo estaba bien, e incluso empezar a ablandar a esos congelados y artificiales niños. Por supuesto, era posible que se comportaran como demonios fuera de su casa… que es lo que suele suceder. De todas formas, sentí agradecida el conocido estremecimiento de un nuevo comienzo.
Volví a moverme en la cama, estiré el cuello y aparté la oreja de la almohada. Había estado oyendo un murmullo, un siseo intermitente. Alguien hablaba en voz baja en la habitación contigua a la mía. Me incorporé y escuché desvergonzadamente. Sabía que el dormitorio de Sarah estaba al lado del mío, ¿pero quién hablaba con ella? Al principio sólo capté las palabras a medias y luego mi oído se agudizó, o las voces se volvieron más claras.
—¿… y la oíste reír? ¡En la mesa, y en voz alta! —El murmullo se elevó—. Se le arrugaron los rabillos de los ojos y rió.
—Las otras maestras también reían. —La voz vacilante y profunda debía de ser la de Matt.
—Sí —murmuró Sarah—. Pero no durante mucho tiempo. ¡Oh, Matt! ¿Qué nos ocurre? La gente de nuestros libros se divierte. Ríen y corren y saltan y hacen toda clase de cosas divertidas, y nadie… —Sarah vaciló—, nadie dice que eso es malo.
—Sólo son cuentos —dijo Matt—. No es la vida real.
—¡No lo creo! —exclamó Sarah—. Cuando sea grande me iré de Bendo. Iré a ver…
—¡Irte de Bendo! —dijo Matt en tono ronco—. ¿Lejos de nuestro Grupo?
No logré oír la respuesta de Sarah. Sentí que me había saltado un escalón que esperaba encontrar. Mientras me esforzaba por respirar, las imágenes, los sonidos y los olores de mi antiguo dormitorio volvieron a invadirme. Entonces comprendí. Tal vez sólo era una forma de hablar. No era posible que esta inútil y desolada desdicha estuviera relacionada en modo alguno con esa magia…
—¿Dónde está Dorcas? —preguntó Sarah, como si ya conociera la respuesta.
—Castigada. —La voz de Matt era dura y adulta—. Saltó.
—¡Saltó! —Sarah estaba escandalizada.
—Por encima del porche. Y bajó hasta el sendero de entrada. Papá la vio. Creo que ella quiso que él la viera. —Su voz adoptó un tono desafiante—. Algún día, cuando crezca, yo también voy a saltar… todo lo que quiera… incluso por encima de nuestra casa. Y delante de papá.
—¡Oh, Matt! —Fue un grito de horror y admiración—. ¡No deberías! No podrías. ¡No tan lejos, y no delante dé papá!
—Lo haría —replicó Matt—. Y podría hacerlo, porque yo… —Se interrumpió bruscamente—. Sarah —prosiguió—, ¿te imaginas alguna forma de saltar que sea mala? No le hace daño a nadie. No es algo espantoso. No existe ninguna ley…
—¿Dónde está Dorcas? —La voz de Sarah se volvió casi inaudible—. ¿Otra vez en la cueva? —Fue casi una respuesta a la pregunta de Matt.
—Sí —dijo Matt—. A oscuras, y comiendo únicamente pan. Así aprenderá lo que siente un animal acosado. Un animal que es diferente, al que los otros animales odian y cazan. —Su tono amargo acentuaba aquellas palabras.
—Ya lo ves —susurró Sarah.
En el silencio que siguió oí una puerta que se cerraba cautelosamente y la débil vibración del suelo cuando Matt pasaba frente a mi dormitorio. Volví a apoyar la cabeza en la almohada. Me quedé tendida de espaldas, mirando el cielorraso. ¿Qué cosa siniestra ocurría en esta casa? ¿En esta comunidad? Los niños asustados susurraban en la oscuridad. Los niños rebeldes iban a parar a una cueva para aprender lo que sentían los animales acosados. ¡Y había un Grupo…! No, era imposible. Sólo era el reciente recuerdo de estar otra vez en un campus lo que me hacía pensar que este clima lóbrego podía ser en cierto modo el reverso de la moneda dorada que Karen me había mostrado.
Cuando vi la escuela casi se me paralizó el corazón. Era uno de esos monstruos levantados alrededor de principios de siglo. Había sido construido para una de esas ciudades de crecimiento rápido, pero ahora las ventanas superiores estaban tapadas y, evidentemente, hacía tiempo que no se utilizaban. La planta baja también estaba desocupada, salvo dos de las habitaciones… aunque al ver el puñado de niños que estaba tranquilamente sentado al otro lado de la puerta supe que con una habitación era suficiente. Y no sólo el edificio estaba vacío; el patio estaba perfectamente limpio, desprovisto de hierba y de árboles… y de juegos. Sin embargo, al otro lado de la escuela había un espeso bosquecillo y, más abajo, se veía el resplandor del agua.
—¿No hay columpios? —pregunté a los tres chicos que me escoltaban—. ¿Ni toboganes? ¿Ni balancines?
—¡No! —Sarah pareció desagradablemente sorprendida. Matt la miró como si intentara hacerle una advertencia.
—No —dijo—, no nos columpiamos, ni nos deslizamos… ni subimos ni bajamos —esbozó una débil sonrisa.
—¡Qué vergüenza! —dije—. ¿Se estropearon? ¿La escuela no puede permitirse comprar unos nuevos?
—Nosotros no nos columpiamos ni nos balanceamos, ni subimos ni bajamos. —La sonrisa se desvaneció—. No creemos en eso.
No existe nada tan rotundo e irrebatible como una afirmación de ese tipo. La he escuchado como excusa para casi cualquier clase de omisión pero, definitivamente, jamás aplicada al mobiliario de un patío de juegos. No se me ocurrió ninguna respuesta más inteligente que un simple «oh», de modo que no dije nada.
Durante toda la semana sentí que me movía hundida hasta las rodillas en gelatina, o que intentaba levantar una cama doble de plumas por encima de mi cabeza. Apelé a todos los recursos que conocía para despertar el entusiasmo en la clase… entusiasmo por algo, por cualquier cosa. Los chicos eran corteses y sumisos y hacían lo que yo les pedía, pero lo hacían sin alegría, de una forma apática y resignada.
Finalmente, antes de despedirnos hasta la semana siguiente, me incliné sobre mi escritorio, desesperada.
—¿No hay algo que os guste? —supliqué—. ¿Algo que os divierta?
Dorcas Diemus abrió la boca con expresión tensa. Vi que Matt pateaba rápidamente la pata del pupitre y la niña cerró la boca.
—Creo que la escuela es divertida —dije—. Creo que podemos disfrutar de muchas cosas. Yo quiero disfrutar enseñando, pero no puedo hacerlo a menos que vosotros disfrutéis aprendiendo.
—Nosotros aprendemos —dijo Dorcas enseguida—. No somos estúpidos.
—Aprendéis —reconocí—. No sois estúpidos. ¿Pero no hay uno de vosotros al que le guste la escuela?
—A mí me gusta la escuela —entonó Martha, mi alumna de primer grado—. ¡Creo que es divertida!
—Gracias, Martha —dije—. Y los demás… —los miré fingiendo ira— ¡vais a divertiros aunque tenga que obligaros!
Para mi disgusto se hundieron aprensivamente en sus pupitres y se miraron confundidos. Pero antes de que pudiera explicar mis palabras, Matt se echó a reír y Dorcas se unió a él. Y me sentí orgullosa al oír la vacilante y ronca risa que se extendía por toda el aula. Vi que a Esther, la pequeña de diez años, le temblaban las manos mientras se secaba las lágrimas. ¿Lágrimas de risa?
Esa noche me agité en la oscuridad de mi habitación, demasiado cansada para dormir, preocupada y desconcertada. ¿Qué era lo que había echado a perder a esta gente? Tenían buena salud, belleza, la curva de la mejilla de Martha contra la ventana era un prodigio, las cejas levantadas de Dorcas poseían una gracia sorprendente. Estaban bien alimentados, bien vestidos, disfrutaban de buena vivienda, pero no eran como tenían que ser. Había visto más alegría, deleite y entusiasmo en los niños que vivían en chozas de cartón y se lavaban, si alguna vez lo hacían, en los canales, y comían lo que les tocaba en suerte pero sonreían, incluso cuando el impétigo y las llagas desfiguraban su sonrisa.
¡Pero estos niños carecían de vida! Mis oraciones quedaron teñidas de angustia y mi sueño fue agitado.
Aproximadamente un mes más tarde las cosas habían mejorado un poco, aunque no demasiado. Al menos había cierta relajación en el aula. Y descubrí que no tenían convicciones arraigadas en contra de las plantas, de modo que pusimos plantas en los alféizares de las ventanas, y ramas que cogíamos de los árboles. Y teníamos vasijas con pececillos pescados en el arroyo, y un apático lagarto cornudo que sólo se movía dentro de su caja para tragar las hormigas que le llevábamos para almorzar. Y cantábamos, en voz alta y con entusiasmo, y sin una sola voz desafinada. Pero no cantábamos Sube a lo alto del cielo, o ¿Te gustaría volar en un columpio? Mis solos de ese tipo de canciones eran recibidos con expresiones avergonzadas y miradas tímidas. Sin embargo, habíamos mantenido una discusión; fue a causa de que siempre andaban arrastrando los pies.
—Levantad los pies, santo cielo —dije una mañana, irritada, cuando el ruido que hacían al ir y venir me puso los pelos de punta—. No creo que sean tan pesados para que no podáis levantarlos.
Timmy, que esta vez fue el disparador de la discusión, se mordisqueó un dedo con expresión de desdicha.
—No puedo —susurró—. No debo hacerlo.
—¿No debes hacerlo? —Por un instante olvidé la cautela con la que había actuado con esos ratoncillos asustados—. ¿Por qué no? Seguramente no existe ningún motivo para que no podáis caminar sin hacer ruido.
Matt miró con tristeza a Miriam, la alumna del segundo curso y la única de toda la escuela secundaria. Ella apartó la vista y se mordió el labio, compungida. Luego se volvió y dijo:
—Es la costumbre que tenemos en Bendo.
—¿Andar arrastrando los pies? —Empecé a olvidar los buenos modales—. ¿Para qué?
—Eso es lo que hacemos en Bendo. —No había ira en su defensa, sólo resignación.
—Tal vez eso es lo que hacéis en vuestra casa. Pero en la escuela debéis caminar levantando los pies. Además, resulta muy molesto.
—Pero es malo… —empezó a decir Esther.
Matt le hizo una seña para que se callara.
—El señor Diemus me dijo que lo que hagamos en la escuela es asunto mío —les informé—. Dijo que no debemos importunar a los padres con nuestros problemas y uno de nuestros problemas es el exceso de ruido cuando los demás intentan trabajar. Al menos en la escuela debéis levantar los pies y caminar sin hacer ruido.
Los chicos analizaron la sugerencia solemnemente y se volvieron hacia Matt y Miriam en busca de una señal. Ellos dos asintieron y reanudamos la tarea. Durante los minutos siguientes vi con sorpresa por el rabillo del ojo las innecesarias idas y venidas por el aula, con los pies levantados, y sonrisas y miradas de soslayo que indicaban que se trataba de una gran aventura… algo agradablemente atrevido. Aquello me desconcertó. Ahora, cuando lo pienso, me doy cuenta de que no sólo los niños de Bendo andaban arrastrando los pies, sino también los adultos… como si tuvieran miedo de perder contacto con el suelo, como si… sacudí la cabeza y volví a concentrarme en la lección.
Sin embargo, antes del mediodía, volvieron a caminar arrastrando los pies. Era un hábito demasiado arraigado en esos niños. De modo que apagué el sonido repitiendo para mis adentros «Incurable, insoportable», y me olvidé del asunto.
Lancé un suspiro al observar a los niños que se iban a almorzar. Me parecía que con el inaudito lujo de tener una hora entera para almorzar, se irían a su casa. El campanario se veía prácticamente desde todas las casas de la población. Pero en cambio todos habían llevado pequeñas bolsas de papel con insulsos bocadillos desmigajados y manzanas carentes de atractivo. Y con su monótono andar desaparecieron en silencio en la espesura del bosque que rodeaba el manantial.
«Aquí todo es aburrido —pensé—. Incluso la luz del sol queda apagada cuando cae sobre las colinas y los cañones. No hay alegrías ni risas, jolgorio ni travesuras. Ni tonterías típicas de adolescentes. Sólo unos niños quietos y resignados».
No suelo curiosear, pero empecé a preguntarme si los niños eran diferentes cuando estaban lejos de mí y de sus padres. De modo que, a las doce y media, cuando regresé de un adecuado pero poco inspirado almuerzo en casa de los Diemus, pasé de largo por la escuela y me deslicé en el bosquecillo, moviéndome cautelosamente entre la escasa maleza hasta que pude inclinarme sobre una piedra cubierta de liquen y desde allí observar a los chicos.
Algunos estaban tendidos sobre la hierba, con las manos debajo de la cabeza, parpadeando bajo la brillante luz del sol que se filtraba entre las ramas. Esther y la pequeña Martha buscaban tréboles y contaban sus hojas. Sonreí al recordar que yo solía hacer lo mismo.
—Anoche soñé. —Dorcas lanzó el anuncio en tono desafiante—. Soñé con el Hogar.
Mi repentino movimiento de asombro quedó silenciado por la exclamación de horror de Martha.
—¡Oh, Dorcas!
—¿Qué tiene de malo el Hogar? —gritó Dorcas, ruborizada—. ¡Existía un Hogar! ¡Existía! ¿Por qué no podemos hablar de él?
Escuché con interés. No podía ser una simple coincidencia… un Grupo y ahora el Hogar. Tenía que existir alguna relación. Me apreté contra la tosca roca.
—¡Pero es malo! —gritó Esther—. ¡Os castigarán! ¡No podemos hablar del Hogar!
—¿Por qué no? —preguntó Joel como si se le acabara de ocurrir la idea, como ocurren las cosas a los trece años. Se incorporó lentamente—. ¿Por qué no podemos?
Se produjo un tenso silencio.
—Yo también he soñado —dijo Matt—. He soñado con el Hogar… y es bueno, es bueno.
—¿Y quién no ha soñado? —preguntó Miriam—. Todos lo hemos hecho, ¿no es así? Incluso nuestros padres. Me doy cuenta que mamá ha soñado cuando la miro a los ojos.
—¿Alguna vez preguntaste por qué no debemos hablar de eso? —preguntó Joel—. Quiero decir que jamás obtuve ninguna respuesta, salvo que está mal.
—Pienso que tiene que ver con algo que ocurrió hace mucho tiempo —intervino Matt—. Algo acerca del momento en que el Grupo llegó…
—No creo que sólo sea un sueño —declaró Miriam—, porque yo no necesito quedarme dormida. Creo que se trata de recordar.
—¿Recordar? —preguntó Dorcas—. ¿Cómo podemos recordar algo que nunca conocimos?
—No lo sé —reconoció Miriam—, pero apuesto a que se trata de eso.
—Yo recuerdo —dijo espontáneamente Talitha, que nunca hacía nada espontáneamente.
—¡Chist! —susurró Abie, el pequeño de segundo grado que siempre susurraba.
—Yo recuerdo —añadió Talitha tercamente—. Recuerdo un vestido que era demasiado pequeño y que la madre estiró la falda hasta que tuvo el largo adecuado, y quedó estirada. Luego estiró la cintura hasta agrandarla lo suficiente y la niña se lo puso y salió volando.
—¡Vaya! —exclamó Timmy—. Yo recuerdo algo mejor que eso. —Su rostro se serenó y abrió los ojos desorbitadamente—. La nave era tan grande que parecía una montaña y la gente iba en la puerta más alta y no necesitaban escalera. Y también había estrellas, grandes y brillantes… no apagadas y pequeñas como las nuestras.
—¡Iba muy rápido! —añadió Abie en tono ansioso—. Cuando el aire entró calentó la nave y el bebé murió antes de que los botes pequeños abandonaran la nave. —Repentinamente se encogió junto a Talitha.
—¡Ya lo veis! —Miriam alzó la barbilla en actitud triunfante—. Todos hemos soñado… quiero decir recordado.
—Supongo que sí —dijo Matt—. Yo recuerdo. Se dice elevarse, Talitha, no volar. Subes y subes tan alto como quieres, tan lejos como quieres, y nunca tienes que tocar el suelo. —Golpeó el puño contra el suelo de grava rojiza.
—Y también puedes bailar en el aire —dijo Miriam con un suspiro—. Más libre que los pájaros, más ligero que…
Esther se puso rápidamente de pie, pálida y con expresión aterrorizada.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Es malo! ¡Está mal! ¡Se lo diré a papá! No podemos soñar, ni elevarnos, ni danzar. ¡Es malo, es malo! ¡Vais a morir por ello! ¡Vais a morir!
Joel se puso de pie de un salto y cogió a Esther del brazo.
—¿Acaso podemos estar más muertos? —gritó, sacudiéndola brutalmente—. ¿A esto le llamas vivir? —Bajó la cabeza con aprensión y cruzó el claro arrastrando los pies.
Regresé a la escuela a toda prisa, intentando reprimir las lágrimas sin reconocer que estaba llorando, llorando por estos pobres niños que manoteaban desesperadamente buscando algo que sabían que debían tener. ¿Por qué se les negaba tan implacablemente? Sin duda, si eran lo que yo pensaba… ¡Y podían serlo! ¡Podían serlo!
Cogí la cuerda de la campana y tironeé de ella con fuerza. La campana se movió de mala gana y empezó a sonar.
La una en punto, anunció. La una en punto.
Observé a los niños que regresaban arrastrando los pies, lentamente y sin interés.
Esa noche empecé a escribir una carta:
Querida Karen:
Sí, soy yo después de todos estos años. ¡Oh, Karen! ¡He encontrado a alguien! ¡A otros miembros del Pueblo! ¿Recuerdas cuánto deseabas saber si existían otros Grupos, además del vuestro, que hubieran sobrevivido al Cruce? ¿Y cómo te preocupabas y querías encontrarlos? Bueno, he encontrado a todo un Grupo. Pero son personas desdichadas. Se te destrozaría el corazón si los vieras. Si pudieras venir y colocarlos otra vez en la senda correcta…
Dejé la pluma, miré las líneas que acababa de escribir y estrujé lentamente el papel. Este era mi Grupo. Era yo quien los había encontrado. Sin duda, se lo diría a Karen, pero más adelante. Más adelante, después de… bueno, después de intentar colocarlos en la senda correcta… al menos a los niños.
Al fin y al cabo, yo sabía algo acerca de sus capacidades. ¿Acaso Karen no me había informado en aquellas mágicas horas compartidas en el antiguo dormitorio, atraída por mí como yo por ella gracias a una simpatía mutua que parecía más fuerte que el habitual apego de dos compañeras de habitación, no me había contado cosas que un Extraño no tenía derecho a conocer? Y si finalmente podía decírselo y entregarle el Grupo y aquello se convertía en un regalo gozoso, entonces podría sentir que la había recompensado en parte por el maravilloso mundo que ella había puesto ante mis ojos.
«Sí —pensé de mala gana—, y no hay nada como una buena dosis de ignorancia para dar a alguien una excesiva dosis de confianza». Pero quería intentarlo… lo deseaba con todas mis fuerzas.
Tal vez, si podía abrir la prisión para alguien más, tal vez entonces mis propios barrotes… Tiré el papel en el cesto.
Pero pasaron varias semanas antes de que lograra hacer algo para que los chicos supieran lo que yo sabía sobre ellos. Era una situación imposible, aunque fuera verdad, y de lo contrario ¿de qué clase de disparate me creerían capaz?
Cuando por fin me decidí y me juré que haría algo, me temblaron las manos y se me hizo un nudo en la garganta.
—Hoy… —dije haciendo un esfuerzo—, hoy es viernes. —Los chicos recibieron esa muestra de sabiduría con un caritativo silencio—. Hemos estado trabajando duramente durante toda la semana, así que hoy vamos a divertirnos. —Los chicos se agitaron, un poco con placer y un poco con aprensión. Pobres niños, mi «diversión» les resultaba más difícil que cualquier tarea que pudiera asignarles. Pero algunos de ellos empezaban a tomarle el gusto. ¡Martha incluso había aprendido a saltar!
»En primer lugar, los monitores deben repartir el papel para la redacción. —Esther y Abie repartieron rápidamente el papel y los sacapuntas trabajaron más que nunca. Al menos estos niños no se diferenciaban de otros en el placer que sentían en sacar punta a sus lápices con cualquier excusa.
»Ahora —dije, tragando saliva—, vamos a escribir. —La estupidez del anuncio fue pasada por alto con indulgencia, aunque Miriam me miró con curiosidad antes de bajar la cabeza y dejar que el pelo le ocultara el rostro—. Hoy quiero que todos escribáis lo mismo. Éste será nuestro tema.
Me volví de espaldas a ellos y escribí lentamente: RECUERDO EL HOGAR.
Oí el repentino jadeo que recorría el aula desde Miriam hasta Talitha, y el rápido susurro que informaba a Abie y a Martha. Oí el grito amortiguado de Esther y me volví lentamente y me apoyé en el escritorio.
—Hay muchas cosas hermosas que recordar sobre el Hogar —dije rompiendo el tenso silencio—. Muchas cosas maravillosas. E incluso los recuerdos tristes son mejores que el olvido, porque el Hogar era algo bueno. Contadme lo que recordáis del Hogar.
—¡No podemos! —Joel y Matt se pusieron de pie al mismo tiempo.
—¿Por qué no? —gritó Dorcas—. ¿Por qué no?
—¡Está mal! —gritó Esther—. ¡Es malo!
—¡No lo es! —exclamó Abie—. ¡No lo es!
—No deberíamos hacerlo. —Miriam se echó el pelo hacia atrás con manos temblorosas—. Está prohibido.
—Sentaos —dije suavemente—. El día que llegué a Bendo, el señor Diemus me dijo que os enseñara lo que tenía que enseñaros. Tengo que enseñaros que recordar el Hogar es bueno.
—Entonces, ¿por qué los adultos no piensan lo mismo? —preguntó Matt—. Nos dicen que no hablemos de ese tema. Y no debemos desobedecer a nuestros padres.
—Lo sé —coincidí—. Y yo jamás os pediría que actuarais contra los deseos de vuestros padres, a menos que se tratara de algo muy importante. Si preferís que no sepan nada de esto por ahora, guardad el secreto. El señor Diemus me dijo que no los molestara con argumentos ni explicaciones. Yo aclararé la situación con vuestros padres cuando llegue el momento. —Hice una pausa, tragué saliva y aparté de mi mente la imagen en la que aparecía saliendo de la ciudad envuelta en una nube de polvo, huyendo de un grupo de padres airados—. Ahora, a trabajar —dije en tono enérgico—. «Recuerdo el Hogar».
Se produjo un momento de tensión y contuve la respiración, preguntándome en qué sentido se inclinaría la balanza. Entonces, sin duda porque deseaban hablar y afirmar el prodigio de lo que había sido, renunciaron rápidamente. Inclinaron la cabeza y las plumas empezaron a deslizarse. Martha estaba sentada con la cabeza inclinada sobre su pupitre, compungida.
—No sé muchas palabras —se lamentó—. ¿Cómo se escribe «toolas»?
Y Abie borró lo escrito hasta hacer un agujero en el papel y volvió a escribir.
—¿Por qué tú y Abie no hacéis algunos dibujos? —sugerí—. Haced un bonito relato con dibujos y luego uniremos las hojas como si fueran un libro de verdad.
Observé al silencioso grupo y me relajé, sintiendo que se me aflojaban las rodillas. Me sequé el sudor de las palmas de las manos con un Kleenex y me senté otra vez en la silla. Lentamente tuve conciencia de que en el aula se creaba una atmósfera nueva. La tensión insoportable había desaparecido, la abstención inconsciente de los chicos, la cautela, la actitud alerta, el sentimiento de culpa por desear lo que estaba prohibido.
En mi interior empezó a crecer una oración de agradecimiento. Se convirtió rápidamente en una súplica de clemencia y empecé a imaginar lo que me ocurriría cuando los padres descubrieran lo que estaba haciendo. ¿Hasta dónde había llegado esta contención y este rechazo? ¿Este ocultamiento y este temor cuidadosamente alimentado? Por lo que Karen me había dicho, habían pasado más de cincuenta años, el tiempo suficiente para marcar de forma indeleble a tres generaciones.
¡Y aquí estaba yo, con mi pequeña hacha, intentando prender fuego a este pequeño mundo! Y con esa metáfora fortalecí mis débiles rodillas y me levanté de la silla. Caminé entre los pupitres sin ser vista, haciéndome a un lado mientras Joel se acercaba a la estantería a buscar más papel, inclinándome sobre el pupitre de Miriam, maravillada al ver que había sacado sus rotuladores y que parte de su escritura estaba hecha con colores, otra parte con lápiz negro… y los colores hablaban a una parte de mi ser a la que el lápiz negro no podía acceder, aunque nunca vi las formas que aquéllos describían.
Los chicos se habían ido a casa felices y entusiasmados, parloteando y riendo hasta que llegaron al límite del terreno de la escuela. Una vez allí las sonrisas se desvanecieron, las risas se interrumpieron y todos volvieron a adoptar una expresión grave. Todos, salvo Esther. Ella jamás había estado alegre.
Lancé un suspiro y me concentré en los trabajos. Allí estaba el breve libro de Abie. Pasé las hojas, suspiré y volví a pasarlas lentamente.
¿Esto había sido dibujado por un niño de segundo grado? Seis páginas, seis páginas que parecían hechas por un adulto. Los rotuladores conseguían efectos que yo jamás había visto… imágenes que contaban una historia en voz alta y con claridad.
Las estrellas brillaban en un cielo negro, con la débil estela de una nave como una mota en la oscuridad.
El vasto arco de la tierra, verde y cubierto de nubes. El matiz rosado de la incipiente fricción junto a la panza de la nave. Lo toqué con el dedo. Casi pude sentir el calor.
Dentro de la nave, sufrimiento y dolor, luchas heroicas, cuerpos maltrechos y rostros abrasados. Un bebé muerto en brazos de su madre. Luego un hormigueo de pequeños puntos que salían despedidos del vientre de la nave. Y el último grito de incandescencia mientras la nave se volatilizaba contra la atmósfera cada vez más cargada.
Apoyé la cabeza en las manos y cerré los ojos, ¿todo esto en el recuerdo de un niño de ocho años? ¿Todo esto en los sentimientos de un niño de ocho años? Porque Abie sabía… conocía los sentimientos que aquello provocaba. Conocía el calor, el esfuerzo, la agonía y la huida. No era extraño que Abie siempre susurrara. La memoria racial era realmente una moneda de dos caras.
Sentí una punzada de aprensión. Tal vez me equivocaba al permitir que el niño recordara tan vívidamente. Tal vez no debería haberle permitido…
Cogí las hojas de Martha. Eran dibujos delicados, casi como patas de araña, que mostraban un extraño y pequeño animal (¿toolas?) que, al parecer, construía un nido colgante, semejante a una hamaca, y recogía frutos en una enorme cesta de hojas y tenía como amigo a un pájaro.
Un pájaro que realmente no pertenecía a este mundo. La mayor parte de su historia se me escapaba porque los alumnos de primer grado producen un arte simbólico y, dado que su marco de referencia y el mío eran tan distintos, había muchos detalles que yo no podía interpretar. Pero el conjunto de su trabajo era alegre y claro.
Y, ahora, los relatos…
Levanté la cabeza y parpadeé con la luz del sol. Había terminado de ver todas las hojas, salvo la de Esther. Fue su escritura apretada, en medio de la oscuridad, lo que me hizo comprender que el día había concluido y que estaba temblando en una habitación en sombras, y que el luego de la anticuada estufa se había apagado.
Esparcí lentamente las hojas en el cajón de mi escritorio, vacilé y cogí la de Esther. Terminaría de mirarla en casa. Me puse el abrigo y regresé a casa caminando tranquilamente, pensando en las hojas que había leído. Y de pronto quise gritar… gritar por las maravillas que habían existido y que ya no estaban. Por el legado de conocimientos y logros que estos niños habían recibido pero no podían utilizar. Por el sueño hecho realidad de lo que eran capaces de hacer pero no se les permitía. Por la nostalgia presente en cada línea que habían escrito… exiliados desdichados, tres generaciones apartadas de cualquier conocimiento físico del Hogar.
Al llegar al puente me detuve y me apoyé en la barandilla, en la semipenumbra. Repentinamente sentí una creciente añoranza. Así tenía que haber sido el mundo… eso era lo que podría haber sido si… si…
Pero las lágrimas que yo derramaba por el Hogar estaban tan ocultas como las emociones de la señora Diemus, que me miró con indiferencia cuando entré en la Cocina.
—Buenas noches —me dijo—. Le guardé la cena caliente.
—Gracias. —Temblé espasmódicamente—. Empieza a hacer frío.
Esa noche me senté en el borde de la cama y dejé que el recuerdo de los trabajos de los niños me invadiera, e intenté completar los fragmentos que me habían mostrado del Hogar. Entonces empecé a hacerme preguntas. Todos los que escribían sobre el Hogar habían sido muy felices con sus recuerdos. Desde Timmy y su «Brillante nave tan alta como una montaña y más rápida que dos aviones», y los tiempos cambiantes de Dorcas, como si ayer y hoy fueran lo mismo: «Las flores eran como luces. A la noche no está oscuro porque brillan muy brillantes y cuando la luna salía los pájaros cantan y la música era como si pudieras verla como la lluvia que cae, pero más alegre», hasta la melancólica frase de Miriam: «El Día de la Recolección había una gran fiesta. Todos iban vestidos con ropas bonitas y las chicas llevaban flahmen en el pelo. Flahmen son flores, pero son buenas para comer. Y si una chica sentía que su corazón se estremecía por un chico los dos comían flahmen juntos y empezaban a salir».
Entonces, si todos estos recuerdos eran tan felices, ¿por qué esa rígida represión por parte de los adultos? ¿Por qué la desdicha los alcanzaba a todos? No se puede lamentar eternamente el naufragio de una nave. ¿Por qué una cueva para los chicos desobedientes? ¿Por qué la desdicha y la frustración si, siendo capaces de hacer la mitad de lo que mostraban los trabajos técnicamente perfectos de Joel y Matt, y que yo no comprendía del todo, podían convertir Bendo en un Edén?
Me estiré para coger la hoja de Esther. La había puesto adrede debajo de las demás. Tenía miedo de leerla. Ella había estado casi todo el tiempo con la cabeza hundida entre los hombros, mientras los demás se afanaban por escribir. Había garabateado una o dos líneas después de largos intervalos, como si estuviera haciendo algo de lo cual se avergonzara. Ella era la única que no parecía encontrar alivio en su recuerdo.
Estiré la hoja sobre mi regazo.
«Recuerdo —había escrito—. Estábamos sedientos. Había agua en el arroyo y nos escondíamos entre los arbustos. No podíamos beber. Ellos nos habrían disparado. Después de tres días de sol, hacía calor. Ella gritó pidiendo agua y corrió hasta el arroyo. Le dispararon. El agua quedó roja».
Las lágrimas habían quedado marcadas en el papel.
«Encontraron a un bebé debajo de un arbusto. El hombre lo golpeó con la parte de madera de su arma. Lo golpeó y lo golpeó y lo golpeó. Yo golpeo así a los escorpiones.
»Nos cogieron y nos metieron en un corral. Encendieron fuego alrededor de nosotros. “Volad —decían—, volad y salvaos”. Volamos porque hacía daño. Nos dispararon.
»“Monstruos —gritaron—, malditos monstruos. La gente no puede volar. La gente no puede mover cosas. La gente es normal. No sois personas. Tenéis que morir, morir, morir”».
Después, escribiendo un trazo sobre otro hasta romper el papel, añadía:
«Si alguien descubre que no somos de esta tierra, moriremos.
»Mantén los pies en el suelo».
Dejé el papel a un lado. Y encontré la respuesta uniendo los fragmentos que me había transmitido Karen con éstos. Los náufragos que encontraban salvajes en la isla desierta. Unos cuantos que sobrevivían aprendiendo lo que es la cautela, la represión y la negación. Otra generación que colgaba el rótulo de malo en el Hogar para asegurar una inmunidad continuada a sus hijos y, ahora, una generación que cuestionaba, se planteaba preguntas… y se rebelaba.
Apagué la luz y me metí lentamente en la cama. Me quedé con la vista fija en la oscuridad, reteniendo la imagen que me había evocado el trabajo de Esther. Finalmente me relajé. «Que Dios la ayude —dije con un suspiro—. Que Dios nos ayude a todos».
Otra semana que casi había llegado a su fin. Ordenamos rápidamente el aula, por una vez anticipándonos a la diversión en lugar de sentir temor por ella. Sonreí al oír el feliz revuelo que se producía a mi alrededor y sentí que mi espíritu se elevaba en respuesta a la dicha de los niños. ¡Cómo los había cambiado una sola tarde! Ahora empezaban a parecerme niños. Empezaban a aceptarme. Tragué saliva. ¿Cuánto tardarían en preguntarme cómo era que yo sabía? Allí estaban sentados, sólo nueve, porque Esther era la primera ausencia de todo el año… una ausencia de ojos brillantes, expectantes.
—¿Podemos volver a escribir? —preguntó Sarah—. Puedo recordar muchas más cosas.
—No —respondí—. Hoy no. —Las sonrisas se apagaron y hubo un murmullo de protesta en toda el aula—. Hoy vamos a hacer. Joel. —Lo miré y tensé las mandíbulas—. Joel, dame el diccionario. —Empezó a ponerse de pie—. ¡Sin levantarte de tu asiento!
—¡Pero yo…! —Joel rompió el incómodo silencio—. ¡No puedo!
—Sí, puedes —insistí—. Claro que puedes. Dame el diccionario. Ponlo aquí, sobre mi escritorio.
Joel se volvió y observó el enorme y viejo diccionario que tenía despegadas del lomo las páginas 1965 hasta la 1998. Entonces, en tono tenso, dijo:
—¿Miriam? —Pero ella sacudió la cabeza y se echó hacia atrás en su asiento, con los ojos desorbitados y expresión sombría.
—Puedes. —La voz de Miriam fue apenas más alta que un susurro—. Sólo es más grande que…
Joel se aferró al borde de su pupitre y el sudor empezó a brillar en su frente. En la estantería hubo un leve movimiento. Entonces, como disparadas por una pistola, las páginas sueltas se deslizaron rápidamente hasta mi escritorio y cayeron revoloteando. Una carcajada quebró la atmósfera de asombro y reímos hasta que se nos llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Así se hace, Joel! —gritó Matt—. Eso es mostrar los músculos.
—Bueno, sólo es un comienzo. —Joel esbozó una sonrisa—. Hazlo, tú, hermano, si crees que es tan fácil.
De modo que Matt se esforzó y Joel se unió a él, pero sólo lograron mover el diccionario hasta el borde del estante, donde se balanceó peligrosamente.
Entonces Abie levantó la mano con timidez.
—Yo puedo, señorita.
Me deleitó ver que mi silencioso alumno había hablado. Al mismo tiempo fruncí el ceño al oír la risa cariñosa de los más grandes.
—De acuerdo, Abie —lo alenté—. Muéstrales cómo hacerlo.
Y el diccionario salió volando de la estantería y se deslizó directamente hasta mi escritorio, donde se apoyó en silencio.
Todos miraron fijamente a Abie, y él pareció incómodo.
—Las naves pequeñas —dijo, a la defensiva—. Así es como las sacaban de la nave grande. Exactamente así.
Joel y Matt se concentraron y luego intercambiaron una mirada exasperada.
—Vaya, por supuesto —dijo Matt—. Por supuesto.
—Y el diccionario regresó volando hasta la estantería.
—¡Eh! —protestó Timmy—. ¡Ahora me toca a mí!
—Dejad ese pobre diccionario. Es demasiado viejo para tanto traqueteo. Vuelve a poner las páginas sueltas en el estante.
Y lo hizo.
Todos suspiraron y me miraron, expectantes.
—¿Miriam? —Ella apretó las manos—. Ahora ven tú hasta aquí —le indiqué, sintiendo un escalofrío en mis hombros rígidos—. Acércate a mí elevándote, Miriam.
Sin quitarme los ojos de encima ella abandonó su asiento y se quedó de pie junto a él. Su falda se agitó un poco mientras sus pies se separaban del suelo. Al principio muy despacio y luego más rápido, se acercó a mí silenciosamente, por el aire, hasta que en un nervioso movimiento me rodeó con los brazos y jadeó hundiendo la cabeza en mi hombro. La aparté, temblando. Busqué mi pañuelo y dije:
—Miriam, ayuda a los demás. Regresaré en un minuto.
Y entré dando tumbos en la habitación contigua. Acurrucada sobre el polvo y los escombros del almacén de trastos viejos en que se había convertido, lancé un grito ahogado, tapándome la boca con las manos. Grité y grité. Porque por fin… por fin.
Entonces, repentinamente, en un ataque de pánico total, oí un sonido: el sonido de unas pisadas, muchas pisadas, que se acercaban a la escuela. Salté hasta la puerta y la abrí de un tirón, justo a tiempo para ver que se abría la puerta de entrada. Allí estaban el señor Diemus, Esther, y el señor Jonso, el padre de Esther.
En uno de esos destellos de lucidez que iluminan la mente en una milésima de segundo, vi el aula.
Joel y Matt se sujetaban de unas barras inexistentes, y sus cabezas rozaban el alto cielorraso mientras se balanceaban. Abie se columpiaba en un columpio que no existía, trazando un arco en el rincón del aula, rozando apenas el tubo de la vieja estufa, mientras cantaba: ¡Sube a lo alto, sube a lo alto! ¡No era la primera vez que probaban sus alas! Miriam estaba arrodillada en un círculo con las otras chicas y todas levantaban sus libros y los dejaban suspendidos en el aire, mientras Jimmy hacía rugir dos aviones de papel, moviéndolos en intrincadas maniobras entre las filas de asientos.
Se me encogió el corazón al ver la expresión del señor Diemus. Esther lanzó un grito ahogado al ver lo que hacían los chicos, y las niñas se volvieron con expresión sobresaltada hacia los recién llegados. Matt y Joel bajaron hasta el suelo y se pusieron de pie. Pero Abie, concentrado en su nuevo y prodigioso logro, siguió balanceándose sin saber lo que ocurría a su alrededor hasta que Talitha gritó frenéticamente:
—¡Abie!
Sobresaltado, se giró y vio al grupo que se había quedado en la puerta. Con un grito de decepción, como si un juguete querido le hubiera sido arrebatado de las manos, se detuvo en el aire, con los puños cerrados. Entonces comprendió y lanzó un terrible grito de pánico, se inclinó hacia arriba intentando escapar y corrió a toda velocidad hasta el ángulo del estuche de los mapas, golpeando de costado con la cabeza; entonces retrocedió y cayó.
Intenté cogerlo. ¡Y lo hice! ¡Lo hice! Pero solo cogí una mano pequeña mientras él se desplomaba sobre la vieja estufa de leña que había más abajo. Y el crujido de su cráneo contra el borde adornado de la tapa de hierro desgarró el silencio.
Levanté cuidadosamente el pequeño cuerpo, sin atreverme a tocar la cabeza inmóvil. El señor Diemus y yo nos miramos y nos arrodillamos, cada uno a un costado del chico. El hombre abrió los labios pero antes de que pudiera empezar a hablar, le espeté:
—Si muere —dije escupiendo las palabras—, ¡usted lo habrá matado!
El señor Diemus volvió a abrir la boca, esta vez de asombro.
—Yo… —empezó a decir.
—¡Entrometerse en mi aula! —exclamé con furia—. ¡Interrumpir la clase! ¡Asustar a mis niños! ¡Todo es culpa suya, culpa suya! —No podía soportar yo sola el peso del sentimiento de culpa. Tenía que tener a alguien para compartirlo. Pero la furia se apagó y acaricié la mano de Abie, temblando.
»Por favor llame a un médico. Tal vez está muriendo.
—El que vive más cerca está en Tortura Pass —señaló el señor Diemus—. A noventa kilómetros sobre la carretera.
—¿A campo traviesa? —pregunté.
—Hay dos cadenas de montañas y una meseta de álcali.
—Entonces… entonces… —Seguía sujetando la mano de Abie.
—Hay un médico en el Rancho Tumble A —dijo Joel débilmente—. Está allí de vacaciones.
—Ve a buscarlo. —Miré a Joel a los ojos—. ¡Y hazlo tan rápido como sabes!
Joel tragó saliva.
—De acuerdo.
—Es probable que tengan algún caballo para volver —dije—. No te pongas demasiado en evidencia.
—De acuerdo.
Salió corriendo. Oímos el ruido de sus pies que corrían hasta que estuvo a mitad de camino del patio; luego el silencio. Segundos más tarde, la grava del río crujió débilmente al pie de la colina. Sólo podía imaginar lo que él estaba haciendo… que no podía elevarse a lo largo de todo el camino y que avanzaba dando saltos cuya longitud estaba más allá de todo lo razonable.
Los chicos se habían ido a casa en silencio y compungidos. Y después de la llegada del médico habíamos improvisado una camilla y llevamos a Abie a casa de los Peters. Caminé a su lado observando su rostro dolorido, tocando de vez en cuando su pecho para asegurarme de que seguía respirando.
Entonces… la espera…
Volví a mirar el reloj. Había pasado un minuto desde la última vez que lo había mirado. Sesenta segundos según las manecillas, y varias horas según la ansiedad que sentía.
—Se pondrá bien —susurré, casi para consolarme a mí misma—. El médico sabrá qué hacer.
El señor Diemus volvió su inexpresiva mirada hacia mí.
—¿Por qué lo hizo? —me preguntó—. Casi lo habíamos erradicado. Casi habíamos quedado libres.
—¿Libres de qué? —Respiré profundamente—. ¿Por qué lo hizo usted? ¿Por qué le negó a los chicos su herencia?
—No es asunto suyo…
—Cualquier cosa que ponga trabas a mis niños es problema mío. Cualquier cosa que los convierta en ratones asustados es mala. Tal vez enfoqué mal todo el asunto, pero usted me dijo que les enseñara lo que tuviera que enseñarles… y lo hice.
—Desobedecer, rebelarse, burlarse de la autoridad…
—Me obedecían a mí —repliqué—. ¡Aceptaron mi autoridad! —Entonces me ablandé—. No puedo culparlos —confesé—. Estaban preocupados. Me dijeron que estaba mal… que les habían enseñado que eso estaba mal. Discutí hasta convencerlos. Pero, señor Diemus… fueron necesarios tan pocos argumentos, una grieta tan pequeña para que el dique se vaciara… en ningún momento pusieron en cuestión mis conocimientos, lo mismo que usted, señor Diemus. Todo este prodigio se debatía en sus mentes, luchando por ser liberado. La rebelión existía mucho antes de mi llegada. Yo no los empujé a algo nuevo. Apuesto a que no hay ni uno, salvo Esther, tal vez, que no haya practicado y practicado a escondidas y desvergonzadamente las cosas que yo permití… lo que les exigí que hicieran para mí. No era justo… nada justo… reprimirlos.
—Usted no comprende. —El señor Diemus tenía una expresión pétrea—. Usted no conoce todos los datos…
—Conozco los suficientes —respondí—. Ustedes tienen un recuerdo asustado de una etapa desgraciada de su historia. ¿Pero qué pueblo no tiene un recuerdo como ése en mayor o menor medida? El hecho de que usted y sus niños lo posean más vívidamente tendría que haber sido una ayuda, no un obstáculo. Tendría que haber sido capaz de vislumbrar alguna forma de adaptación. Pero dejemos eso, de momento. Tomemos la otra cara de la moneda. ¿Acaso toda esa represión y negación podría haberles dado algo más precioso de lo que tienen?
—Es la única forma —aseguró el señor Diemus—. Somos inaceptables para la Tierra, pero tenemos que quedarnos. Debemos conformarnos…
—Por supuesto que tienen que conformarse —grité—. Cualquiera tiene que hacerlo cuando cambia de sociedad. Al menos lo suficiente para arreglárselas hasta que los demás puedan adaptarse a ellos. Pero meterse en un agujero y después taparlo… vamos, el otro Grupo…
—¡Otro Grupo! —El señor Diemus se puso pálido y abrió desorbitadamente los ojos—. ¿Otro Grupo? ¿Hay otros? ¿Hay otros? —Se inclinó hacia delante en actitud tensa—. ¿Dónde? ¿Dónde? —Y su voz se quebró. Cerró los ojos y los labios le temblaron mientras se esforzaba por dominarse. La puerta del dormitorio se abrió. Apareció el doctor Curtis con expresión agotada.
Nos miró.
—El chico tendría que estar en un hospital. Hay una fractura y algo más. Tal vez todo el cerebro esté afectado. Necesitamos rayos X y… y… —Pasó lentamente la mano por su agotado rostro—. Sinceramente, no tengo experiencia en casos como éste. Necesitamos especialistas. Si pueden conseguir algún medio de transporte que no salte… —Sacudió la cabeza al ver el tipo de paisaje que nos rodeaba, y volvió a entrar en el dormitorio.
—Se está muriendo —dijo el señor Diemus—. Al margen de cuál de los dos tenga razón, se está muriendo.
—¡Espere! ¡Espere! —dije, repentinamente iluminada por una idea—. Déjeme pensar. —Me remonté a toda prisa hasta la época pasada en aquel dormitorio. Escuché atentamente y recordé.
—¿Tienen algún… Reparador en este Grupo? —dije, recalcando los términos poco familiares.
—No —respondió el señor Diemus—. Hay alguien que podría haberlo sido, pero no lo es.
—¿O algún Comunicador? ¿Alguien que pueda enviar o recibir un mensaje?
—No —dijo el señor Diemus—. Hay alguien que podría haberlo sido, pero…
—¿Se da cuenta? —pregunté en tono acusador—. ¿Se da cuenta de lo que ha logrado? ¿Quiénes son los que podrían haber sido y no lo son? ¿Quiénes son?
—Soy yo —dijo el señor Diemus con amargura—. Y mi esposa.
Lo miré fijamente, confundida. ¿En qué medida era decisivo el entrenamiento? ¿Qué podíamos hacer con lo que teníamos?
—Mire —dije enseguida—. Hay otro Grupo… Y ellos… poseen todas las Creencias y Concepciones. Karen ha estado intentando encontrarlos… encontrar a cualquiera del Pueblo. Me contó… oh, Dios, hace tantos años que espero que siga siendo igual. Todas las noches lanzan una llamada al Pueblo. Si podemos captarla… si usted puede captar la llamada y responder, ellos nos pueden ayudar. Sé que pueden. Más rápido que los coches, más rápido que los aviones, con mayor seguridad que un especialista…
—Pero si al doctor le resulta… —El señor Diemus vaciló, asustado.
Me puse de pie bruscamente.
—Buenas noches, señor Diemus —dije, encaminándome a la puerta—. Cuando Abie muera hágamelo saber.
Me cogió del brazo con una mano fría.
—¡No se da cuenta! —exclamó—. A mí me enseñaron lo mismo… hace más tiempo y con mayor fuerza que a los niños ¡Nosotros ni siquiera nos atrevimos jamás a pensar en una rebelión! ¡Ayúdeme, ayúdeme!
—Vaya a buscar a su esposa —le indiqué—. Tráigala a ella y a la madre y al padre de Abie. Hágalos venir hasta el bosquecillo. Dentro de esta casa no podemos hacer nada. Está demasiado cargada de negación.
Salí a toda prisa y me puse de rodillas entre los árboles, bajo las sombras del atardecer.
—No sé lo que estoy haciendo —dije llorando, con el rostro hundido en la curva de mi brazo—. Tengo una idea pero no sé. ¡Ayúdanos! ¡Guíanos!
Abrí los ojos cuando llegaron ellos cuatro.
—Le dijimos que salíamos a rezar —dijo el señor Diemus.
Y todos lo hicimos.
Entonces el señor Diemus lanzó el llamado que yo pronuncié para él, silenciosamente, pero con tanta intensidad que su rostro volvió a cubrirse de sudor. «Karen, Karen, ven al Pueblo». Los otros tres se sentaron a su alrededor, apoyando su esfuerzo, respaldando su grito. Observé sus rostros tensos, noté que el mío también se torcía y perdimos la noción del tiempo.
Entonces, lentamente, su respiración se calmó, su rostro se relajó y sentí un movimiento, como si algo hubiera rozado mi mente. La señora Diemus susurró:
—Ahora recuerda. Ha encontrado el camino.
Y mientras el último rayo del sol captaba el brillo de la mica en la cumbre de la colina, el señor Diemus extendió las manos lentamente y dijo con infinito alivio:
—Ahí están.
Miré a mi alrededor, sobresaltada, en cierto modo esperando ver que Karen aparecía entre los árboles. Pero el señor Diemus volvió a hablar.
—Karen, necesitamos ayuda. Un miembro de nuestro Grupo está agonizando. Tenemos un médico, un Extraño, pero no tiene los instrumentos ni los recursos necesarios para ayudarnos. ¿Qué debemos hacer?
En la pausa que siguió tuve conciencia de un nuevo sentimiento. No podría decir exactamente qué fue: una especie de desdoblamiento… una apertura… una relajación. La espantosa y tensa actitud defensiva tan característica de los adultos de Bendo empezaba a desaparecer.
—Sí, Valancy —dijo el señor Diemus—. Se encuentra mal. Nosotros no podemos ayudar porque… —Tartamudeó y enmudeció. Sentí que volvía a crecer el temor y la desdicha mientras su comunicación iba más allá de las palabras y retrocedía otra vez al discurso verbal.
»Entonces os esperaremos. Conocéis el camino.
Cuando se volvió hacia nosotros vi la palidez de su rostro en la oscuridad.
—Están viniendo —dijo, asombrado—. Karen y Valancy. Están encantadas de habernos encontrado. —Su voz se quebró—. No estamos solos…
Y me aparté mientras las dos parejas se fundían en la oscuridad. Los había empujado a algún lugar lejos de mí.
La caminata de regreso a la casa fue muy solitaria… yo estaba sola.
Los cuatro se dejaron caer en la semipenumbra. Durante un breve instante me asombré al ver que podía quedarme allí observando a los cuatro adultos que descendían serenamente desde el cielo. No se les había movido ni un pelo ni tenían una sola mancha a causa del viaje, y supe que sólo unos minutos antes habían estado a cientos de kilómetros de distancia… sin tener la menor idea de que Bendo existía.
Pero toda la extrañeza quedó borrada cuando Karen me abrazó, encantada.
—Oh, Melodye —gritó—. ¡Eres tú! ¡Él dijo que eras tú, pero no estaba segura! ¡Oh, qué alegría volver a verte! ¿Quién le debe carta a quién?
Rió y se volvió hacia los otros tres, que sonreían.
—Esta es Valancy, la Anciana de nuestro Grupo. —El rostro radiante de Valancy demostraba que el título de Anciana no se refería a la edad—. Bethie, nuestra Sensitiva. —La delgada jovencita de pelo rubio inclinó la cabeza tímidamente—. Y mi hermano Jemmy. Valancy es su esposa.
—Estos son el señor y la señora Diemus. Y el señor y la señora Peters, los padres de Abie.
»Se trata de Abie, ya lo sabes. Mi alumno del segundo curso. —Me sentí repentinamente abrumada por lo lejos que parecía haber quedado la escuela en el espacio y en el tiempo. ¡Cuánto me había alejado de mi modelo!
»¿Qué debemos hacer con el médico? —pregunté—. ¿Tiene que saber?
—Sí —dijo Valancy—. Podemos ayudarlo, pero no podemos hacer el trabajo real. ¿Es posible confiar en él?
Vacilé al recordar las pocas miradas de soslayo que había visto en el médico.
—Yo… —empecé a decir.
—Perdona —intervino Karen—. Quería ganar tiempo. Entré en tu mente. Sabemos lo que tú sabes sobre él. Confiaremos en el doctor Curtis.
Sentí que una extraña sensación recorría mi columna vertebral. ¡Que alguien captara de esa forma mis pensamientos! ¡Incluso el nombre del médico!
Bethie se movió, inquieta, y miró a Valancy.
—Pronto empezará a tener convulsiones. Será mejor que nos demos prisa.
—¿Estás segura de que tienes el conocimiento necesario? —preguntó Valancy.
—Sí —murmuró Bethie—. Si logro hacer que el médico vea… si él está dispuesto a seguir…
—¿Seguir qué?
El tono de la voz del médico que apareció en el porche nos desconcertó a todos.
Quedé boquiabierta al comprender lo imposible de la tarea que teníamos por delante y observé a Karen y a Valancy para ver cómo harían ellas para lograr que el médico comprendiera. No dijeron nada. Simplemente lo miraron. Se produjo una tensa pausa. Cuando el médico se volvió hacia Valancy, su rostro desconcertado recibió el resplandor que entraba por la puerta abierta. Se frotó la cara con una mano, desconcertado, y luego se volvió hacia mí.
—¿Usted la ha oído?
—No —reconocí—. No está hablando conmigo.
—¿Conoce a esta gente?
—¡Oh, por supuesto! —exclamé, deseando desesperadamente que fuera verdad—. ¡Por supuesto!
—¿Y cree en ellos?
—Implícitamente.
—Pero ella dice que Bethie… ¿quién es Bethie? —Miró a su alrededor.
—Es ella —dijo Karen, moviendo la cabeza en dirección a Bethie.
—¿Ella? —El doctor Curtis miró atentamente el tímido rostro. Sacudió la cabeza confundido y volvió a mirarme—. De todos modos ésta, Valancy, dice que Bethie puede sentir cualquier lesión del cuerpo del niño, y que ella será capaz de decir dónde están todas las heridas, de localizarlas y determinar su alcance sin utilizar rayos X. ¡Sin instrumentos!
—Sí —afirmé—. Si ella lo dice, es así.
—¿Estaría dispuesta a arriesgar la vida de un niño…?
—Sí. Ellos saben. Saben de verdad. —Tragué saliva para aliviar la duda que atenazaba mi pecho.
—¿Cree que ellos pueden ver a través de la carne?
—Tal vez no se trate de ver —dije, sorprendida por mis propias palabras—. Sino de saber con un conocimiento seguro y completo. —Miré a Karen sorprendida. El movimiento de su cabeza fue muy breve pero me indicó de dónde habían surgido mis palabras.
—¿Y ustedes están dispuestos a confiar en esta gente? —preguntó el médico, dirigiéndose a los padres de Abie.
—Son nuestra gente —dijo el señor Peters con orgullo—. Si ellos me lo dijeran, yo mismo lo operaría utilizando un pico.
—¡Con tantos chiflados…! —El médico volvió a frotarse la cara—. Sabía que necesitaba estas vacaciones, pero esto es ridículo.
Todos escuchamos el silencio de la noche y, al menos yo, los ansiosos latidos de cada uno hasta que el doctor Curtis lanzó un profundo suspiro.
—De acuerdo, Valancy. No creo ni una palabra de todo esto. Al menos no lo creería si estuviera en mi sano juicio, pero utilizáis toda la terminología a la perfección, como si supierais algo… Bien, lo haré. Me queda eso, o dejarlo morir. ¡Y que Dios se apiade de nosotros!
No soportaba la idea de perderme en mis propios temores oscuros, de modo que regresé caminando a la escuela, acurrucada en mi abrigo poco adecuado para el frío repentino de la noche. Caminé lentamente por el bosquecillo, rezando en silencio, y subí hasta la escuela. Pero no pude entrar. Me aparté temblorosamente del brillo vacío de las ventanas y regresé al bosquecillo. Ya no había más tiempo, ni dirección, ni luz, ni nada familiar, sólo una confusa nube de ansiedad y un helado cansancio final que me llevó de vuelta a la casa de Abie.
Entré en la cocina tropezando, y mis manos rígidas manotearon el picaporte. Me acurruqué en una silla, agradecida al poder inclinarme sobre el calor de la estufa de leña que parpadeaba en la semipenumbra con su cálida luz rojiza, e intenté que el calor volviera a mis dedos.
Me quedé adormilada mientras el calor empezaba a penetrarme y entonces la puerta se abrió y se cerró de golpe. El médico se apoyó en ella, con la mano aún cerrada sobre el picaporte.
—¿Sabe lo que hicieron? —gritó, hablando en realidad consigo mismo—. ¿Lo que me hicieron hacer a mí? ¡Oh, cielos! —Se tambaleó hasta la estufa y tropezó con mis pies. Se desplomó junto a mi silla y hundió la cabeza entre las manos—. ¡Me hicieron operarle el cerebro! Repararlo. Rastrear los circuitos y reconstruirlos. ¡No se puede hacer eso! ¡Es imposible! Las células cerebrales dañadas no pueden repararse. Nadie puede reparar unos circuitos que han sido destruidos. ¡No se puede hacer! ¡Pero yo lo hice! ¡Lo hice!
Me arrodillé a su lado e intenté consolarlo con un abrazo.
—Vamos, vamos —lo tranquilicé.
Se aferró a mí como un niño aterrorizado.
—¡Y sin anestesia! —gritó—. Ella lo mantuvo dormido. Y no sangró cuando abrí su cuero cabelludo. Ellos lo evitaron. ¡La cantidad de cosas imposibles que hice con los pocos instrumentos que tenía conmigo! ¡Y el cerebro empezó a repararse ante mis propios ojos! ¡No había nada bien!
—Pero nada salió mal —murmuré—. Abie se pondrá bien ¿verdad?
—¿Cómo puedo saberlo? —gritó repentinamente, apartándose de mí—. No sé nada de ese tipo de cosas. Le arreglé el cerebro y aún respira, pero no puedo saberlo.
—Bueno, bueno —lo tranquilicé—. Ya ha pasado.
—¡Nunca pasará! —Hizo un esfuerzo por serenarse y nos ayudamos mutuamente a ponernos de pie—. Nadie puede olvidar una cosa así durante el resto de la vida.
—Podemos hacer que olvide —dijo Valancy suavemente desde la puerta—. Si es que quiere olvidar. Podemos enviarlo de vuelta a Tumble A sin el menor recuerdo de esta noche salvo el de una agradable visita a Bendo.
—¿Podéis hacerlo? —Se volvió hacia ella—. Podéis hacerlo. —Su pregunta se convirtió en una afirmación.
—¿Quiere olvidar? —le preguntó Valancy.
—Claro que no —respondió bruscamente y añadió—: Lo siento. Lo que ocurre es que no suelo hacer milagros. Pero si lo hice una vez, tal vez…
—¿Entonces comprende lo que hizo? —preguntó Valancy, sonriendo.
—Bueno, no, pero si pudierais… si quisierais… Debe de haber alguna forma…
—Sí —respondió Valancy—, pero tiene que trabajar con una Sensitiva, y Bethie es la única que tenemos por ahora.
—¿Quieres decir que lo que vi es verdad… lo que me contasteis acerca del Hogar? ¿Sois extraterrestres?
—Sí —respondió Valancy con un susurro—. Al menos nuestros abuelos lo eran. —Esbozó una sonrisa—. Pero estamos aprendiendo a adaptarnos a este mundo. Algún día… algún día seremos capaces… —Cambió de tema bruscamente.
»Por supuesto, doctor Curtis, comprenderá que nosotros preferimos que no hable de Bendo ni de nosotros con nadie más. Para los Extraños debemos ser personas normales.
El médico lanzó una breve carcajada.
—¿Acaso me creerían si dijera algo?
—Tal vez sí y tal vez no —señaló Valancy—. Tal vez sólo lo suficiente para hacer que la gente empiece a curiosear. Y eso sería demasiado. Aquí estamos en una mala situación, y llevará mucho tiempo borrar… —Su voz se apagó y supe que se había sumergido en la comunicación mental para informarle. ¿Cuánto dura un pensamiento? ¿A qué velocidad se puede pensar en el infierno y en el cielo? Ése es el tiempo que transcurrió hasta que el médico parpadeó y lanzó un suspiro sonoro.
—Sí —dijo—. Mucho tiempo.
—Si quiere —sugirió Valancy—, puedo bloquear su capacidad para hablar de nosotros.
—¡Nada de eso! —exclamó el médico—. Puedo ser mi propio censor, gracias.
Valancy se sonrojó.
—Lo siento. No quería ser condescendiente.
—No lo fue —puntualizó el médico—. Pero esta noche estoy susceptible. ¡Ha sido un día ajetreado, se lo aseguro!
—Así es. —Sonreí y luego, sorprendida, me froté las mejillas para secarme las lágrimas. Reí, avergonzada, sin poder parar. De pronto mi risa se convirtió en sollozos y me avergoncé al oírme gemir como una criatura. Me aferré a las manos fuertes de Valancy y repentinamente me deslicé en una cálida oscuridad en la que no había pensamiento ni temor, ni necesidad de creer en nada ultrajante, sino sólo sueño.
Fue un año mágico que se alejó con alas increíblemente rápidas y las vacaciones pasaron a toda prisa como los postes de teléfono junto a un tren. La Navidad fue especialmente mágica porque mis ángeles volaron realmente y la gloria brilló alrededor de ellos porque sus túnicas tenían los ruedos tejidos con rayos de sol… y yo vi cómo las niñas los tejían. Y Rudolph, el reno de nariz roja, con su cornamenta de cartón que no lograba mantenerse erguida, saltó realmente y recorrió la habitación. Y mientras nuestra María y nuestro José se inclinaban embelesados sobre el pesebre con el rostro solemne y concentrado en el milagro, repentinamente sentí que veían de verdad, que se arrodillaban de verdad junto al pesebre de Belén.
De todas formas, los meses pasaron de prisa y fue maravilloso ver el florecimiento de Bendo. Había risas y travesuras e incluso las casas cambiaron sutilmente de color. La vegetación crecía allí donde sólo había habido rocas y una minúscula corriente de agua había empezado a descender hasta el arroyo. Me explicaron que tenían que hacerlo lentamente porque la gente podía sorprenderse si quedaba lleno de la noche a la mañana. Incluso los escalones de las casas quedaron cubiertos de hierba porque casi nunca se utilizaban, y me acostumbré a que mis alumnos llegaran a la escuela como una bandada de alegres pájaros, jugando a las carreras entre las copas de los árboles. Me sorprendió adaptarme tan fácilmente a todas las cosas increíbles que los miembros del Pueblo hacían a mi alrededor y me alegró que me aceptaran tan plenamente. Pero siempre sentía una punzada de dolor cuando los chicos me acompañaban a casa: conmigo tenían que caminar.
Pero todo tiene un fin y una tarde del mes de mayo me senté a contemplar el cajón de arriba de mi escritorio, el último que tenía que limpiar, y me pregunté qué podía hacer con todas las cosas inútiles que había acumulado en él. Sin embargo, en realidad no estaba viendo el contenido del cajón, sino que estaba concentrada en el enorme vacío que me oprimía los hombros y dominaba mi mente.
—No es justo mostrarme el cielo y después arrebatármelo —dije en voz alta.
—Eso es más o menos lo que le ocurrió a Moisés.
Di un respingo y se me desparramaron los clips y las chinchetas de la caja aplastada que acababa de coger.
—¡Vaya sorpresa! —dije, enderezando la caja—. ¡Doctor Curtis! ¿Qué hace por aquí?
—Vuelvo al lugar del crimen —dijo con una sonrisa, mientras atravesaba la puerta—. No puedo dejar de pensar en Abie. No puedo creer que se recuperara de todo ese… ¿podemos llamarle trabajo de reparación? Tengo que venir a verlo cada vez que estoy cerca de esta zona… y sin embargo no puedo creerlo.
—Pero se ha recuperado.
—¡Ya lo creo! Tuve que obligarlo a bajar de la copa de un árbol para revisarlo. —El médico se estremeció y rió—. ¡Verlo precipitarse desde la copa de ese árbol me heló la sangre! Pero no le ha quedado casi ninguna cicatriz visible.
—Lo sé —dije, mientras recogía las chinchetas y me pinchaba un dedo—. Anoche lo vi. Mañana me voy, ¿sabe? —Fijé la vista resueltamente en la tarea—. Aún tengo que ordenar algunas cosas.
—Es terrible, ¿verdad? —dijo, y los dos supimos que no se refería al hecho de ordenar.
—Sí —dije en tono grave—. Absolutamente terrible. La tierra se vuelve cada día más difícil.
—Últimamente a mí me ocurre lo mismo. Pero al menos usted tiene la satisfacción de creer que…
Me moví, incómoda, y reí.
—Bueno, ellos dicen: el que puede, lo hace; el que no puede, enseña.
—Hmm —respondió el médico sin comprometerse, pero sentí sus ojos sobre mi rostro y me volví para buscar una nueva caja en la que guardar los clips.
—¿Se irá a la escuela de verano? —Su voz sonó cerca de la ventana.
—No —respondí con cautela—. No, cuando conseguí mi licenciatura superior, juré que había terminado con la educación… al menos con ese tipo de educación según la cual hay que asistir diariamente a clase.
—¡Oh! —dijo el médico en tono divertido—. Es una pena. Este verano iré a la escuela. Pensé que tal vez usted también querría ir.
—¿A dónde? —pregunté, desconcertada, mirándolo a los ojos.
—A la escuela de verano de Cougar Canyon. —Sonrió—. Es de lo más exclusiva.
—¡Cougar Canyon! Allí es donde Karen…
—Exactamente —confirmó—. Allí es donde está establecido el otro Grupo. Acabo de llegar de allí. Karen y Valancy quieren que vayamos los dos. ¿Se opone a ser un experimento?
—Claro que no —grité y añadí con cautela—: ¿Qué clase de experimento? —La imagen de un cerebro seccionado dominó mi mente.
El médico se echó a reír.
—Nada tan terrible como lo que seguramente está imaginando. —Adoptó una expresión seria y se sentó en el borde de mi escritorio—. He estado en Cougar Canyon un par de veces, intentando imaginar alguna forma de lograr que Bethie me ayude cuando se me presenta un caso irresoluble. Valancy y Karen quieren intentar un período de entrenamiento con Extraños… —sonrió tímidamente—, es decir, con nosotros… para ver cuántas de sus habilidades pueden transmitirse mediante el entrenamiento. Ya sabe que Bethie es mestiza. Sólo su madre pertenecía al Pueblo.
Me miraba fijamente.
—Sí —respondí en tono distraído—. Karen me lo dijo.
—Bueno, ¿quiere intentarlo? ¿Quiere ir?
—¡Claro que quiero ir! —grité, desparramando los clips en una caja de bandas elásticas—. ¿Cuándo nos vamos? ¿En media hora? ¿En diez minutos? ¿Ya tiene el motor en marcha?
—¡Bueno, bueno! —El médico me cogió los dos brazos y me miró a los ojos con expresión grave.
»No podemos forjarnos demasiadas esperanzas —dijo serenamente—. Es posible que no seamos adecuados para recibir esa clase de conocimientos.
Lo observé y mi corazón se encogió al pensar que tal vez tenía razón.
—Verá —dije lentamente—. Si usted tiene hambre, un hambre terrible que le carcome las entrañas y no tiene dinero, y pasa por el escaparate de una pastelería, ¿qué hace? ¿Volverse de espaldas? ¿O apretar la nariz lo más fuerte posible contra el cristal y dejar que al menos los ojos se den un festín? Sé lo que haría yo. —Cogí mi jersey.
»Además, nunca se sabe. La puerta de la tienda podría abrirse un poco, algún día…
Cuatro
—Me gustaría hablar un momento con ella —le dijo Lea a Karen mientras los asistentes se dispersaban—. ¿Puedo?
—Por supuesto —respondió Karen—. Melodye, ¿puedes venir un momento?
—¡Oh, Karen! —Melodye se deslizó entre los asientos, hasta el rincón—. ¡Qué maravilloso! Fue como vivirlo nuevamente por primera vez, sólo que en el fondo yo sabía lo que ocurriría a continuación. Pero aun así se me heló la sangre cuando Abie… —Se estremeció—. ¡Vaya! ¡Aquello fue toda una aventura!
—Melodye —dijo Karen—, ésta es Lea. Quiere hablar contigo.
—Hola, hermana extranjera —la saludó Melodye con una sonrisa—. No veía el momento de conocerte.
—¿Tú crees…? —Lea vaciló—. ¿Todo eso es verdad?
—Claro que es verdad —respondió Melodye—. Puedo enseñarte mis cicatrices, cicatrices mentales, claro, a causa de mis intentos por aprender a elevarme. —Se echó a reír—. No te sientas rara por dudar de algo. Yo aún me regaño cuando no puedo creerlo. —Adoptó una expresión seria—. Pero es verdad. El Pueblo es el Pueblo.
—Y aunque no seas miembro del Pueblo —Lea vaciló—, ¿igualmente podrían… ayudarte? No me refiero a reparar algo roto. Ni a nada… visible. —De pronto se sintió invadida por un sentimiento de vergüenza, como si hubiera sido sorprendida colgando una colada de pecados bajo el sol de la mañana. Apartó la mirada.
—Pueden ayudarte. —Melodye tocó suavemente el hombro de Lea—. Y, además, Lea, nunca juzgan. Arreglan lo que necesita arreglo y dejan él juicio en manos de Dios. —Y se marchó.
—Tal vez —se quejó Lea—, si hubiera cometido pecados terribles, tendría algo que perdonarme, y así podría volver a empezar. Pero todas esas tonterías e insignificancias…
—Todas esas tonterías e insignificancias que se combinaron formando una enorme desesperación —concluyó Karen—. Y qué es la desesperación, salvo estar separado de la Presencia…
—¿Entonces el Pueblo cree de verdad que existe…?
—Es posible que nuestro Hogar haya desaparecido —puntualizó Karen en tono firme—, y que todos seamos exiliados, si quieres verlo de esa forma, pero no existe galaxia suficientemente grande para separarnos de la Presencia.
Esa noche, más tarde, Lea se incorporó en la cama.
—¿Karen?
—Sí. —La voz de Karen respondió instantáneamente en la oscuridad, aunque Lea sabía que se encontraba en el otro extremo del pasillo.
—¿Aún me estás protegiendo de… de lo que sea?
—No —respondió Karen—. Te liberé esta mañana.
—Es lo que pensaba. —Lea lanzó un tembloroso suspiro—. Ahora todo ha desaparecido, como si jamás hubiera existido, pero aún estoy en la nada, yendo a ninguna parte. Simplemente esperando. Y si espero lo suficiente volverá otra vez, lo sé. Karen, ¿qué puedo hacer para no estar donde estoy ahora si vuelve?
—Ahora estás empezando a trabajar —señaló Karen—. Y si vuelve, aquí estamos nosotros para ayudarte. Nunca más será algo tan impenetrable.
—¿Cómo es posible? —preguntó Lea en un murmullo—. ¿Cómo puedo haber pasado por algo tan siniestro como eso y haber sobrevivido, y volver a lograrlo alguna vez?
Lea se recostó y lanzó un suspiro. Luego, en tono soñoliento, repitió:
—¿Karen?
—Sí.
—¿Quién era el que estaba en la charca?
—¿No lo sabes? —preguntó Karen en tono sonriente—. ¿Has mirado a tu alrededor?
—¿De qué me serviría? No recuerdo su aspecto. Hace tanto tiempo que no reparo en nada… luego esa oscuridad… Pero él me trajo de regreso a la casa, ¿verdad? Tuviste que verlo.
—¿Tú crees? —preguntó Karen, bromeando—. Tal vez podría hacer que él volviera a llevarte. «Cuando los ojos olvidan, los brazos recuerdan».
—En esa cita hay algo equivocado —dijo Lea en tono soñoliento—, pero por ahora lo pasaré por alto.
Cuando Lea oyó a Karen, le pareció que acababa de deslizarse en el borde del sueño.
—¡Vaya! —gritó Karen—. ¿Ahora mismo? ¿No mañana?
—¡Karen! —La llamó Lea, buscando a tientas el interruptor de la luz—. ¿Qué ocurre?
—¿Qué ocurre? —Karen rió y entró por la ventana, girando y revoloteando extasiada en el aire—. ¡Casi nada! ¡Oh, Lea, ven y alégrate! —Cogió a Lea de las manos y la obligó a salir de la cama.
—¡No! ¡Karen, no! —gritó Lea mientras sus pies descalzos se retorcían rechazando el aire que parecía lamerlos—. ¡Bájame! —Su voz quedó dominada por el terror.
—¡Oh, lo siento! —dijo Karen, soltándola y dejándola caer suavemente en la cama. Luego revoloteó de un lado a otro de la habitación, agitando los volantes de su camisón—. ¡Alégrate! ¡Alégrate con el Señor!
—¿Qué ocurre? —gritó Lea, repentinamente asustada, temerosa de que algo hiciera que las cosas cambiaran. Un enorme vacío empezó a abrirse paso en su interior. La negrura era una nube del tamaño de la mano de un hombre en el horizonte distante.
—¡Se trata de Valancy! —exclamó Karen, volviendo a salir por la ventana—. ¡Tengo que vestirme! ¡El bebé ya está aquí!
—¡El bebé! —Lea estaba desconcertada—. Pero ¿qué bebé?
—¿Acaso hay algún otro bebé? —La voz de Karen volvió a flotar, amortiguada—. El de Valancy y Jemmy. ¡Ya está aquí! ¡Soy tía! Oh, cielos, ahora sí que me convertiré en una antepasada. Pensé que nunca lo lograrían. ¡Y es una niña! Al menos Jemmy dice que cree que es una niña. Está tan entusiasmado que podrían ser una niña y un niño, o incluso trillizos. Bueno, en cuanto Valancy regrese… —Volvió a atravesar la puerta, y se cepilló el pelo enérgicamente.
—¿A qué hospital fue? —preguntó Lea—. Esto parece bastante aislado…
—¿Hospital? A ninguno, por supuesto. Está en casa.
—Pero tú dijiste que cuando vuelva…
—Sí. Es un viaje largo y solemne traer una nueva vida desde donde se encuentra la Presencia. Lleva algún tiempo.
—¡Pero yo ni siquiera lo noté! —gritó Lea—. Valancy estaba allí anoche y yo no recuerdo…
—Pero hace tiempo que tú no notas nada —dijo Karen en tono amable.
—¡Pero algo tan obvio como eso! —protestó Lea.
—La cuestión es que el bebé está aquí, y que es de Valancy… con una pequeña colaboración de Jemmy… y que no lo sacó de debajo de un repollo. Bueno, Jemmy, ahora voy. ¡Mantente alerta! —Levantó los pies y salió por la puerta; su cabellera flotó melancólicamente; el cepillo del pelo quedó olvidado y suspendido en el aire hasta que finalmente se arrastró lentamente al otro lado de la puerta.
Lea se acurrucó en la cama. Un bebé. Una nueva vida. «Lo había olvidado —pensó—. Los nacimientos y las muertes siguen sucediéndose. El mundo sigue existiendo, sigue girando como siempre. Pensé que se había detenido. Y para mí se había detenido. Me perdí el invierno. Me perdí la primavera. Ahora debe de ser verano. ¡De sólo pensarlo…! Hay gente que considera mis tenebrosos días llenos de dichosa anticipación… como joyas brillantes desgranándose en el hilo del tiempo. Y yo he estado girando una y otra vez como un burro alrededor de una noria, enroscándome cada vez más…» Se incorporó repentinamente, abriendo los brazos de par en par. La oscuridad se derramó como un pesado torrente a través de la puerta… cayendo desde el cielorraso y ascendiendo desde el suelo.
—¡Karen! —gritó, sintiéndose otra vez atrapada en la nada infinita de su propio ser—. ¡No! —gritó, con los dientes apretados—. ¡Esta vez no! —Hundió el rostro en la cama, aferrándose a la almohada con ambas manos—. ¡Dame fuerzas! ¡Dame fuerzas! —Con un esfuerzo casi físico se concentró en otros pensamientos—. El bebé… un bebé recién nacido… que llora. ¿Los bebés del Pueblo lloran? Seguramente lo hacen, si tienen que abandonar a la Presencia para venir a la Tierra. Un bebé… con sus puños muy apretados y los ojos bien cerrados. Todo polvos y algodón y piececillos encogidos. Puedo cogerlo. Mañana podré cogerlo. Y sentir la continuidad de la vida… la eterna llegada de Dios al mundo. Acunar a un bebé. Duerme, bebé, duerme. Tu Padre vigila a Su cordero. Un bebé recién nacido… diminutos dedos rojos que se curvan alrededor de mi dedo. Un bebé… el bebé de Valancy…
Cuando amaneció, Lea estaba dormida y su rostro había quedado despojado del sufrimiento de la noche. Había en él una expresión casi triunfante.
Esa noche, Karen y Lea caminaron en la semipenumbra, en dirección a la escuela. El aire suavemente fresco de la noche era tan claro y sereno que las voces y las risas lejanas retumbaban alrededor de ellas.
—Espera, Lea. —Karen saludaba a alguien con la mano—. Aquí viene Santhy. Está empezando a aprender a elevarse. Pero su madre no sabe que aún está afuera. —Rió débilmente.
Lea observó maravillada a la pequeña criatura de cinco años que se acercó a ellas trazando breves y abruptos arcos, haciendo bajar y subir su breve falda cada vez que se elevaba y descendía.
—Consume más energía para elevarse que para caminar —dijo Karen suavemente—, pero se siente muy orgullosa. Esperémosla. Quiere acompañarnos.
En ese momento Lea pudo ver la expresión seria e intensa de Santhy y casi logró oír los pequeños gruñidos que lanzaba mientras se elevaba, hasta que finalmente aterrizó, tambaleándose, junto a Lea. Ésta la sujetó cogiéndola suavemente entre sus brazos.
—Tú eres Lea —dijo Santhy, sonriendo con timidez.
—Sí —dijo Lea—. ¿Cómo lo supiste?
—Oh, todos te conocemos. Eres la que ahora ocupa nuestras oraciones de todas las noches.
—Oh. —Lea se sorprendió.
—Te traje algo —anunció Santhy, con la mano metida en su abultado bolsillo—. Me las llevé de la fiesta que celebramos por el bebé. No me importa si eres una Extraña. Te vi chapoteando en el arroyo y eres bonita. —Sacó la mano del bolsillo y depositó en la palma de Lea algo blando y de un brillante color azul verdoso—. Es una koomatka —susurró—. No dejes que mamá la vea. Se supone que debía comérmela yo, pero ya me comí dos. —Extendió los brazos y se elevó por delante de Lea.
—Una koomatka —dijo Lea, levantando la mano con sorpresa al ver que el brillo se intensificaba en la oscuridad.
—Sí —dijo Karen—. En realidad, no tendría que haberlo hecho. Como bien sabes, está prohibido mostrar estas cosas a los Extraños.
—¿Tengo que devolvérsela? —preguntó Lea en tono melancólico—. ¿No puedo quedármela, aunque no me pertenezca?
Karen la observó con expresión seria durante un momento y luego sonrió.
—Puedes quedártela, o comértela, aunque probablemente no te gustará. Sabe como el sonido de la música. Pero puedes quedártela, aunque no te pertenezca.
Lea cerró la mano suavemente alrededor de la koomatka mientras giraban en dirección a la escuela.
—Hablando de pertenecer —comentó Karen—, esta noche es el turno de Dita. Ella sabe mucho acerca de lo que es pertenecer y no pertenecer.
—Me he estado haciendo preguntas sobre lo de anoche. Me refiero a no esperar a Valancy… —Mientras subían los escalones, Lea se tapó los ojos para evitar el brillo del interior.
—No se lo perderá —aseguró Karen—. Escuchará desde casa.
Fueron las últimas en llegar. Concluida la invocación, Dita ya se había instalado en la silla, detrás del escritorio, y tenía las manos cruzadas delante de ella.
—Valancy —dijo—. Ya estamos todos aquí. ¿Estás preparada?
—Oh, sí. —Lea oyó la respuesta de Valancy—. Nuestro Bebé ya se ha dormido.
Todos los reunidos rieron al percibir la mayúscula en el tono de Valancy.
—Los bebés no los inventasteis vosotros —dijo Dita, riendo.
—¡Ja! —respondió Jemmy en tono triunfante—. ¡A éste sí!
Lea observó al risueño grupo. «¡Son felices!», pensó. «¡Están en un mundo como éste y de todas formas son felices! ¿Cuál será su secreto?» Estudió al grupo mientras Dita empezaba a hablar y bajo el primer resplandor de las palabras de Dita, pensó: «Tal vez ésta es la respuesta. Tal vez ésta es la piedra de toque. Cuando uno de ellos llora, los otros oyen… y escuchan. No sólo con los oídos, sino con el corazón. No importa quién llora… siempre hay alguien que escucha».
—Mi tema —dijo Dita en tono grave— es muy breve, ¡pero qué desgarrador resulta! Es el siguiente: «Y tus hijos errarán por el desierto». —Apretó las manos—. Aquel día estaba errando…
EL DESIERTO
—Bueno, ¿cómo pretendéis que Bruce se concentre en deletrear las palabras cuando está tan preocupado por su papá?
Revolví las hojas de mis alumnos de segundo grado de arte, con la esperanza de encontrar algo que me ayudara a abandonar el tono prosaico.
—¿Preocupado por su papá? —La señora Kanz levantó la vista de los exámenes de ortografía—. ¿Qué te hace pensar que está preocupado por él?
—Bueno, está prácticamente muerto de miedo pensando que esta vez no volverá a casa. —Puse boca arriba la hoja y volví a mirarla—. Pensé que sabías todo acerca de todos —bromeé—. Me has informado realmente bien en estas tres últimas semanas. Me siento como una residente y no como una recién llegada. —Suspiré y enderecé la hoja. Seguía siendo un árbol con seis manzanas.
—Pero yo realmente no sabía que Stell y Mark tenían problemas. —La señora Kanz estaba disgustada.
—Tuvieron una pelea terrible la noche antes de que él se fuera —comenté—. Le dieron a Bruce un susto de muerte.
—¿Cómo lo sabes? —La señora Kanz me miró con suspicacia—. Aún no has visto a Stell, y Bruce no ha dicho en toda la semana ni una palabra más que sí o no.
Lancé un débil suspiro. «¡Oh, no! —pensé—. ¡Todavía no! ¡Todavía no!»
—Bueno, me lo contó un pajarito —dije alegremente, concentrándome en las hojas para ocultar el leve temblor de mis manos.
—¡Un pajarito, qué tontería! Probablemente lo supiste por Marie, aunque no sé cómo ella…
—Podría ser —dije—, podría ser. —Revolví las hojas—. ¡Caray! El recreo casi ha terminado. Tengo que bajar antes de que llegue ese grupo de revoltosos.
Los viejos y gastados escalones hicieron un ruido hueco bajo mis pies, pero no tan hueco como parecía estar mi estómago.
Sólo habían pasado tres semanas y ya había estado a punto de delatarme. ¿Por qué no podía recordar? Además, el chico ni siquiera estaba en mi habitación. No tenía por qué saber nada de él. Sólo porque él se había inclinado tan calladamente sobre su libro de literatura el lunes pasado… y yo sólo había mirado un poco…
Al llegar al pie de la escalera quedé rodeada por los niños que llegaban del patio. Me sentí agradecida de ser arrastrada por ellos hasta el aula.
Esa tarde me recosté con la espalda contra el alféizar de la ventana y contemplé la tranquila clase. En realidad, era tranquila en lo que se refiere a moverse por el aula, pero todos los chicos parloteaban o susurraban con las incansables dinamos de la juventud: la pauta de pensamiento más inarticulado. Todos salvo Lucine, mi alumna de primer grado de doce años, que canturreaba brevemente ante un estímulo y se apagaba, volvía a canturrear y se apagaba otra vez. En algún sitio había un cortocircuito, que quedaba expresado en sus ojos vacíos.
Suspiré y me volví de espaldas al aula, paseando la mirada por la inclinada pendiente de Black Mesa que se elevaba por encima de la escuela, e intenté liberarme de la aprensión, intentando olvidar por qué había huido durante casi ochocientos kilómetros intentando olvidar esas cosas que amenazaban mi salud, cosas que podían alejarme de la realidad y hacerme deslizar a la deriva… ¿A la deriva? ¡Oh, cielos! ¡Liberarme! ¡Liberarme! Metí los dedos entre el antiguo enrejado de alambre que protegía la base de la ventana y di un brusco tirón. Los clavos viejos me rasparon y el antiguo enrejado cedió, y estornudé con el roce seco y árido del polvo viejo.
Me senté ante mi escritorio, busqué un Kleenex y volví a estornudar; intenté pasar por alto el fuerte tirón que sentía en mi interior, aunque era plenamente consciente de él. El hecho de haber estado a punto de delatarme había quebrado mi resistente concha protectora. Todo lo que había guardado tan resueltamente se abría paso a codazos…
Hice que los niños escribieran los números tan de prisa que Lucine se tambaleó precariamente al borde de las lágrimas hasta que volvió a darse cuenta y comprendió a dónde habíamos llegado.
—Presta atención, Petie —dije, intentando encontrar un camino para penetrar en su mente que se negaba a comprender los nombres de los números—, éste es el dibujo del dos; éste es el nombre del dos…
Cuando los autobuses de la escuela se marcharon, me deslicé por la empinada ladera de la colina de la lúgubre escuela y caminé por las vías en dirección a la pensión en la que me alojaba. Con la mirada atenta a los pies pero perfectamente consciente de las vías que había a cada lado, conté los pasos entre el grupo de antiguos edificios que formaban la ciudad y las afueras. Si podía ocupar la mente en algo, lograría mantener a los fantasmas alejados de mis pensamientos.
Me detuve un instante en el hotel para dejar mis cosas y luego seguí la única vía de ferrocarril que descendía por el pequeño valle, sobre el viejo y destartalado puente que ya no se utilizaba. La abandoné al llegar al Vertedero y subí la colina a pie, disfrutando de las necesarias embestidas y los movimientos que estiraban mis músculos, aceleraban los latidos de mi corazón y mi respiración.
Jadeante, me cogí a un arbusto para subir el último tramo de la ladera. Con las rodillas junto al pecho me acomodé en el desmoronadizo afloramiento de esquisto que había en la base de la enorme chimenea de ladrillos y me cogí las piernas con los brazos, apretando la mejilla contra las rodillas. Me quedé sentada con los ojos cerrados, dejando que el sol del atardecer se deslizara sobre mí. «Si al menos esto fuera todo —pensé con melancolía—. Si no hubiera nada más que sentarse al sol, dejándose empapar por el calor… simplemente ser, sin hacerse preguntas». Y durante un largo y dichoso momento dejé que así fuera.
Pero no podía dejarlo de lado durante más tiempo. Sentí el primer goteo que se abría paso por la grieta de mi armadura. Conté los árboles, los postes de teléfonos, recité horarios, hasta que me sorprendí pensando que nueve por seis son noventa y seis; entonces cedí y dejé que las compuertas se abrieran de par en par.
—Siempre es así —gritaba una parte de mi ser a las demás—. ¡Lo prometiste! ¡Lo prometiste, y ahora estás renunciando otra vez, después de todo este tiempo!
—También podría prometer que dejaré de respirar —repliqué.
—Pero esto es una locura, sabes que lo es. ¡Cualquiera lo sabe!
—¡Locura o no, soy yo! —grité para mis adentros—. ¡Soy yo! ¡Soy yo!
—Basta de discutir —dijo otra parte de mi ser—. Esto es demasiado serio para ponerse a pelear. Tenemos problemas.
Cogí una rama de manzanillo y despejé un pequeño espacio de suelo cubierto de grava, y al hacerlo arrastré un viejo clavo cuadrado y un trocito de vidrio de color púrpura. Me pasé la ramita a la otra mano, cogí el clavo y lo limpié con el pulgar. Estaba lleno de óxido pero aún era fuerte y duro. Me pregunté qué habría sujetado en sus tiempos, y si la mano que lo había cogido ya se habría convertido en polvo y si, fuera quien fuese, había soportado la carga…
Arrojé la ramita con violencia controlada e, inclinándome hacia delante, tracé una línea recta en el suelo con el clavo. Era un inventario conocido y aburrido, y lo había hecho tantas veces intentando simplificar este complicado problema que me aquejaba que caí automáticamente en la misma pauta.
Tema uno: ¿realmente estaba loca, o volviéndome loca, o a punto de volverme loca? Seguramente sí. El resto de la gente no veía los sonidos. Ni podía saborear los colores. Ni sentir el latido de las emociones de los demás como si fueran criaturas vivas. Ni sentir el peso de la propia piel como si se tratara de una chaqueta estrecha y mortificante. Ni creer más que a medias que la carga era una abreviatura de la muerte.
—Pero yo —dije a la defensiva— sigo funcionando en la sociedad y no babeo ni echo espuma por la boca. No actúo como una loca y, mientras mantengo la boca cerrada, no digo locuras.
Analicé la cuestión durante un instante e hice un garabato encima de la línea.
—Supongo que aún estoy sana… de momento.
Tema dos:
—¿Entonces qué me ocurre? ¿Simplemente dejo que mi imaginación huya conmigo? —Hice varios agujeros alrededor de la línea. No, era algo más, algo que iba más allá de la imaginación, más allá de… ¿de qué?
Tracé una línea encima de la anterior formando una X.
—¿Entonces qué debo hacer al respecto? ¿Debo luchar contra ello como hice antes? ¿Debo negar y negar y negar hasta… —Sentí un frío cada vez más intenso; recordé el pánico ciego que finalmente me había obligado a huir hasta acabar en Kruper y la risa me abandonó y se hundió en lo profundo de mi alma.
Sombreé las dos marcas hasta borrarlas y apreté los ojos contra las rodillas, esperando que la náusea de aprensión se convirtiera en desesperación al llegar a mi cabeza. Siempre acababa así. ¿Quería hacer algo al respecto? ¿Debía interrumpirlo mediante un acto de la voluntad? ¿Podía interrumpirlo mediante un acto de la voluntad? ¿Quería interrumpirlo?
Me puse laboriosamente de pie y corrí alrededor de la enorme chimenea, buscando la entrada. Mis pies gritaban ¡No, no! Mientras resbalaba y me deslizaba por la ladera de la colina. Entré en el sombrío interior de la chimenea y me apreté contra los ladrillos desmoronados y ennegrecidos mientras cada uno de mis músculos gritaba ¡No, no! Y en el silencio rasgado por el viento grité: «¡No!» y oí que el grito retumbaba en la negrura. Casi pude ver cómo la palabra se elevaba vertiginosamente en el disco pálido y elíptico que formaba el cielo en la parte superior de la chimenea.
«¡Porque podría!», grité para mis adentros en tono desafiante. «Si no estuviera asustada, podría seguir esa palabra hasta arriba e irrumpir en el cielo como una vela romana y no sentir más, nunca más, el peso del mundo».
Pero el peso de la razón me cogió de las rodillas y los codos y me restregó la nariz enérgicamente en las cosas tal-como-son, y sollocé con impotencia contra la rugosidad de la pared curvada. El picor de la humedad salobre me obligó a abandonar la actitud de rebeldía.
¿Llorar? ¿Gimotear contra la vieja y sucia pared de un horno de fundición por culpa de un sueño? ¡Vaya manera de reaccionar en una pedagoga responsable!
Me restregué las mejillas con un Kleenex y sonreí al ver la mugre que salía. Lo mejor sería volver al hotel y lavarme la cara antes de tomar la inevitable cena con ajo cuyo olor percibiría por el camino.
Salí tropezando al rojo torrente de la luz del atardecer y bajé un delgado sendero que había pasado por alto mientras subía. Me interné a toda prisa en la oscuridad del bosquecillo de álamos que se extendía a lo largo del arroyo, al pie de la colina. Allí, donde los ojos no podían ver ni las lenguas chascar ante una conducta tan indigna, eché a correr ciega y precipitadamente, fingiendo que podía huir, simplemente huir. Tal vez las lágrimas saladas y la carrera me permitirían dormir toda la noche.
Giré en la curva donde la piedra de granito rosa grisácea hacía una muesca en el sendero… y me tambaleé al tropezar repentinamente con algo. Había chocado de lleno contra alguien. Antes de que pudiera fijar la vista, alguien me cogió y me ayudó a recuperar el equilibrio. Antes de que pudiera ver a través de las lágrimas que me producían el escozor de la nariz, quedé sola en la oscuridad.
Me limpié la nariz con cuidado.
—Bueno —dije en voz alta—. Esa es una forma de sacudirme tanta tontería. —De inmediato empecé a preguntarme si hablar sola era un síntoma de desequilibrio.
Cuando abandoné la sombra del bosquecillo, volví a mirar la parte más alta de las colinas. El horno de fundición que se alzaba, imponente, por encima de los residuos de la fábrica era una mole oscura contra el cielo. En cierto modo era hermoso y me detuve para disfrutar contemplándolo. De pronto volvió a surgir otra oscuridad. Alguien había rodeado el horno y su silueta se perfilaba Contra el horizonte más claro.
Me pregunté si el sonido de mi pena seguía retumbando en el horno y me volví, avergonzada. Fuera quien fuese el que estaba allí, sería lo suficientemente sensato para no detenerse a escuchar los sonidos de una pena vieja.
Esa noche, a pesar de mi estallido de la tarde, apenas me deslicé bajo la delgada piel del sueño y durante eras interminables me aferré desesperadamente a algo que me arrastrara al olvido total. Entonces, desesperada, sentí el conocido tironeo y me deslicé ansiosa e impetuosamente en el sueño que había logrado reprimir durante tanto tiempo.
No existen palabras para describir mi sueño. Sólo un deleite que fluía, la libertad ilimitada, la calidez de la pertenencia. Y sostuve esa calidez muy cerca de mí, ¡oh muy cerca de mí!, sabiendo que llegaría el despertar…
Y llegó, aplastándome, metiéndome por la fuerza en mi propio cuerpo, atándome fuertemente a la tierra, eliminando el goce, otra vez metiendo apretadamente mi alma en el mundo finito, distribuyendo barrotes en el cielo y dejándome desamparada en el delgado y acuoso brillo de la mañana, otra vez tan sola que el esfuerzo de abrír los ojos me resultó casi insoportable.
Rígidamente tendida bajo las mantas, recogí los retazos de mi sueño y los uní apretadamente en un fuerte nudo que volvió a ocupar un lugar en mi conciencia.
—Quedaos allí. Quedaos allí —supliqué—. ¡Oh, quedaos allí!
Entré cautelosamente en el comedor del hotel después de convencerme de que debía tomar el desayuno. Era única huésped femenina de todo el hotel y me sentí un poco desconcertada al entrar en el comedor y notar que todas las manos se detenían y todas las mandíbulas tensaban mientras me abría paso hasta el único asiento desocupado, y luego oía que todos volvían a comer al mismo tiempo, como si hubieran recibido una señal. Pero ya era tarde y el comedor estaba casi desierto.
—¿Cómo estaba ese viejo horno? —Marie esbozó una semisonrisa mientras me metía un plato de pasteles debajo de la nariz y lo soltaba a quince centímetros por encima de la mesa. Intenté no encogerme cuando el plato caía, pero no pude pasar completamente por alto la huella digital negra como el hollín grabada en la grasa del borde. Marie cogió el trapo tieso de mugre que llevaba colgando del bolsillo del delantal y limpió la marca hasta quitarle las espirales y las estrías.
—Fue interesante —dije sin preguntarme siquiera cómo sabía que yo había estado allí—. Kruper debió de ser una población importante cuando el horno funcionaba al máximo.
—Desde que la conozco, se está muriendo —señaló Marie—. El próximo mes de febrero hará treinta y cinco años que estoy aquí y jamás estuve en ese horno. ¡No se me perdió nada allí!
Rió con una risa silenciosa pero perfumada. Contuve la respiración hasta que él olor a ajo se esfumó.
—Pero he oído decir que algunas chicas han subido hasta allí y han perdido…
—¡Marie! —gritó el viejo Charlie desde el otro extremo de la mesa—. Deja de parlotear y tráeme algo de comer. Si la maestra quiere subir hasta esa repugnante chimenea, déjala. ¡Tal vez le guste!
—Qué manera tan estúpida de perder el tiempo —murmuró Marie y salió hacia la cocina balanceando su voluminoso cuerpo sobre unas piernas increíblemente larguiruchas.
—No le haga caso —bramó el viejo Charlie—. Para ella lo único divertido es la cerveza. Bueno, hay mucha gente a la que le gusta ir a mirar cosas inútiles como ésa.
Tomemos… no sé… por ejemplo a Lowmanigh, aquí presente. Precisamente estuvo allí ayer…
—¿Ayer? —Mis cejas levantadas subrayaron la pregunta. Se trataba de uno de los individuos en los que no había reparado hasta ese momento. Seguramente el viejo Charlie me había mencionado el nombre junto con el de los demás la noche de mi llegada, pero yo los había olvidado todos salvo el del viejo Charlie y el de Severeid Swansor que era el nombre que correspondía a un indeciso mexicano de aspecto frágil que no sabía ni una palabra de inglés y que al parecer sobrevivía gracias al ajo y al vino, y que parpadeaba cuatro veces cada vez que yo le sonreía.
—Sí. —Lowmanigh me miró desde el otro lado de la mesa con expresión grave. Me sobresalté al ver en sus mejillas la conocida y pálida serenidad que expresa la frialdad del alma. Conocía bien esa mirada. Yo misma la había mostrado esa mañana, antes de hacer una tregua con el día.
Seguramente él leyó algo en mis ojos, porque su rostro se cerró rápidamente en una expresión reservada y, haciendo un visible esfuerzo, añadió:
—Desde allí vi la puesta del sol.
—¿Sí? —Me toqué la nariz con aire pensativo.
—¡La puesta del sol! —Marie estaba de vuelta con ese semilíquido que ella llamaba café—. Más disparates. ¿Po qué perder un tiempo precioso?
—¿A qué dedicas tú el tiempo? —preguntó Lowmanigh con voz suave.
La mente de Marie saltó como un pájaro asustado, «¡A esperar la muerte!», pareció gritar.
—A la cerveza —dijo en voz alta, con una semisonrisa—. Cuatro cervezas son iguales a una puesta de sol. —Dejó la cafetera en la mesa y regresó a la cocina dejando tras de sí un dolor agudo y casi visible.
—Tendríais que salir juntos —bramó el viejo Charlie—. Teniendo en cuenta que os gustan las mismas cosas. Aquí Low conoce más vertederos y basureros que ninguna otra persona del condado. Colecciona ciudades fantasma.
—Me gustan las ciudades fantasma —le dije a Charlie, intentando llenar un vacío en la conversación—. Yo misma tengo una buena colección.
—¿Lo ves, Low? —volvió a bramar Charlie—. Aquí tienes una oportunidad de acompañar a una bonita maestra. ¡Juntos seríais capaces de provocar una tormenta!
—Se atragantó con su propia broma y con el último trago de café y salió del comedor, tosiendo ruidosamente sobre un pañuelo azul.
Estábamos solos en el enorme comedor. El sol de la primera hora de la mañana se deslizaba por el suelo de madera pulida, tropezaba contra las sillas desvencijadas de la cocina, chocaba con el enorme espejo adornado que colgaba encima del aparador y desde allí se dispersaba brillantemente sobre el hule agrietado que cubría la enorme mesa de roble.
El silencio se hizo cada vez más intenso, hasta que dejé el tenedor por miedo a que volviera a chocar contra mi plato. Me quedé sentada durante medio minuto, sorprendida, sintiendo el profundo latido que crecía lentamente volviéndose casi audible, y me pregunté: «¿Juntos? ¿Juntos? ¿Juntos?»
El latido estalló en el afilado borde de una ola de desolación y salí del comedor tropezando.
—¡No! —dije suspirando mientras me apoyaba contra el pasamanos de la escalera—. ¡No involuntariamente! ¡No a primera hora del día!
Hice un esfuerzo por tranquilizarme. «Basta de tonterías —me dije—. Eres capaz de volver loco a cualquiera».
Empecé a subir los escalones resueltamente y me detuve a mitad de camino. «No era mi desolación —grité para mis adentros—. ¡Era la de él!»
«Qué extraño», pensé cuando me desperté, a las dos de la mañana, recordando la desolación.
«¡Qué extraño!», pensé cuando me desperté, a las tres, recordando el vibrante «¿juntos?».
«Muy extraño», pensé a las siete, cuando me desperté y salí de la cama sin abrir los ojos, habiendo olvidado completamente el aspecto de Lowmanigh, pero conservando curiosamente en mi conciencia un recuerdo de él que era algo más que una imagen tridimensional. La escuela me mantuvo ocupada durante toda la semana siguiente, tan atareada que el conocido dolor de cabeza quedó lo suficientemente oculto para caer en el olvido. La tranquilidad de la semana quedó intacta hasta el viernes, cuando la agitación de toda una semana estalló dos veces en el patio del recreo. La primera vez tuve que salir y separar a Esperanza de Joseph y sacar por la fuerza sus dedos del pelo de él para que el chico pudiera levantar del suelo de grava su nariz chata y respingona. Esperanza no tenía nada de la fragilidad y la inseguridad de su tío Severeid, y se quitó enérgicamente el polvo de la trenza gruesa y oscura.
—¡Me ha llamado mexicana! —gritó—. ¿Y qué? Soy mexicana. Estoy orgullosa de ser mexicana. Y seguiré golpeándolo si vuelve a decirme mexicana como si fuera un insulto. Estoy orgullosa de ser…
—Claro que estás orgullosa —dije, ayudándola a quitarse el polvo—. Dios nos hizo a todos. ¿Qué importancia tienen los nombres diferentes?
»¡Joseph! —Me volví hacia él súbitamente y se sobresaltó—. ¿Tú eres una niña?
—¿Qué? —Parpadeó, sorprendido, y respondió en tono indignado—: ¡Claro que no! ¡Soy un chico!
—¡Joseph es un chico! ¡Joseph es un chico! —dije en tono provocativo. Luego eché a reír—. ¿Te das cuenta de que parece una tontería? Somos lo que somos. Es una estupidez importunar a alguien por algo así. Ahora los dos vais a ir a lavaros. —Los envié a ambos al interior del edificio de la escuela y vi cómo se alejaban.
La segunda vez la calma quedó interrumpida cuando la maliciosa cantinela de la burla volvió a llevarme al patio del recreo.
—¡Lucine está loca! ¡Lucine está loca! ¡Lucine está loca!
El atormentador grupo rodeaba a Lucine, la niña de doce años, que estaba apoyada contra un árbol inclinado que aún sobrevivía en el patio. Tenía la boca abierta y sus ojos mostraban indiferencia, pero en el vacío de éstos empezaban a parpadear las llamas y sus músculos se tensaban.
—¡Lucine! —grité, y el temor puso alas a mis pies—. ¡Lucine!
Me precipité y aferré la masa asesina que crecía en su mente. Apenas logré dominarla antes de llegar a su lado.
—¡Basta! —les grité a los niños—. ¡Fuera, rápido!
Mi voz se abrió paso entre el grupo, que se dispersó convirtiéndose en individuos asustados. Cogí las dos manos de Lucine y durante un tenso momento las sostuve con firmeza. Entonces ella lanzó un bramido peculiarmente salvaje y, con un rápido movimiento del brazo, me arrojó al suelo.
En una frenética convulsión fui arrastrada casi físicamente al delirio irracional de su ira y su desconcierto. Quedé perdida en el laberinto de pensamientos irracionales y de aterrorizados callejones sin salida, y hasta el día de hoy no logro recordar lo que me ocurrió físicamente.
Cuando la marea roja disminuyó y llegó la desolada y gris fase de desconexión, me encontraba acurrucada contra el viejo árbol, con la cabeza de Lucine sobre el regazo, su boca abierta y húmeda contra mi mano, sus serenas lágrimas empapando mi falda y su joven cuerpo agotado.
Movió los labios.
—No estoy loca.
—No —le dije, estirándole el pelo, sorprendida al ver el arañazo que tenía en el dorso de la mano—. No, Lucine, ya lo sé.
—Él también lo hace —susurró Lucine—. Lo deja casi enderezado, pero vuelve a torcerse.
—¿Qué? —pregunté suavemente, encorvando el hombro para cubrirlo con la manga desgarrada de mi blusa—. ¿Quién lo hace?
Su rostro se tensó bajo mi mano y su aislamiento fue tan tangible como el temblor de un conejo que intenta escapar de unas manos opresoras.
—Me dijo que no lo contara.
Dejé que la presión de mi mano la aliviara y contemplé su rostro desolado. «Yo —pensé—. Yo con el exterior arrancado. A mi manera, yo estoy tan lisiada como ella, sólo que mis defectos pasan por ser normales. A veces me gustaría desconectarme y no soñar con una vida sin lesiones… que es un sueño imposible».
Lucine dio un largo y húmedo suspiro y se incorporó. Me miró con sus ojos inexpresivos.
—Tienes la cara sucia —señaló—. Las maestras no se ensucian la cara.
—Tienes razón. —Me incorporé rígidamente e hice girar la cremallera de la falda hasta colocarla donde correspondía—. Será mejor que vaya a lavarme. Aquí viene la señora Kanz.
Al otro lado del patio, los alumnos de las distintas clases formaban fila para regresar a las aulas. Las peleas habituales seguían su curso, pero nadie se molestó en mirarnos. Si supieran, pensé, lo cerca que algunos de ellos han estado de la muerte…
—He sido mala —sollozó Lucine—. Me metí otra vez en una pelea.
—¡Lucine, eres una chica mala! —gritó la señora Kanz—. Has estado peleando otra vez. Ve directamente al despacho y quédate allí sentada durante el resto del día. ¡Es una vergüenza!
Y Lucine se alejó, tropezando, en dirección al edificio de la escuela.
La señora Kanz me miró atentamente.
—Bueno —dijo riendo, a modo de disculpa—, tendría que haberle advertido acerca de Lucine. Hay que dejarla sola cuando tiene un ataque. Y no intentar detenerla.
—¡Pero iba a matar a alguien! —grité, saboreando una vez más el deseo de sangre, sintiendo el crujido de los huesos rotos.
—Ella es muy lenta. Los chicos siempre se apartan de ella.
—Pero algún día…
La señora Kanz se encogió de hombros.
—Si se vuelve peligrosa tendremos que sacarla de aquí.
—¿Pero por qué permitir que los chicos la atormenten? —protesté, sintiendo, un espasmo de ira.
Me miró con expresión severa.
—Yo no lo «permito». Los chicos siempre son crueles con los que son diferentes. ¿Aún no lo ha notado?
—Sí, lo he notado —susurré—. ¡Oh, sí, sí! —Y me acurruqué contra el reptante frío del recuerdo.
—No está bien, pero ocurre —dijo—. No se puede lograr que todo esté bien. Y a veces hay que endurecerse.
Me quité el polvo de la ropa.
—Sí —suspiré—. Eso viene muy bien. Pero sigo pensando que habría que hacer algo por ella.
—No hable así —me advirtió la señora Kanz—. Su madre estuvo a punto de volverse loca intentando encontrar una forma de ayudarla. Estas cosas ocurren en las mejores familias. No hay forma de ayudarlos.
—¿Entonces quién…? —Ahogué las palabras, recordando tardíamente la reserva de Lucine.
—¿Quién qué? —preguntó la señora Kanz por encima del hombro mientras regresábamos a la escuela.
—¿Quién va a cuidarla durante el resto de su vida? —pregunté con poca convicción.
—¡Bueno! ¿A quién le interesa hacerse cargo de un problema? —La señora Kanz lanzó una carcajada—. Olvide todo este asunto. Es suficiente para un día de trabajo. Y es una pena que se haya arruinado una blusa tan bonita.
Cuando llegué a casa, después de clase, me puse a pensar en Lucine mientras me quitaba la blusa rota.
Miré de reojo intentando ver el punto lastimado de mi hombro para comprobar si estaba tan magullado como parecía. En ese momento la puerta de mi habitación se abrió de par en par y se cerró de golpe. Lowmanigh estaba apoyado contra ella, respirando pesadamente.
—¡Vaya! —Me puse rápidamente la blusa limpia y la abotoné a toda prisa—. No lo oí llamar. ¿Qué le paree si sale y vuelve a intentarlo?
—¿Lucine está lastimada? —Se apartó el pelo de la frente húmeda—. ¿Fue un ataque muy fuerte? Pensé que yo había controlado…
—Si quiere hablar de Lucine —dije, sorprendida— dentro de un minuto estaré en el porche. ¿Le importaría esperar allí? Aún me zumban los oídos por el sermón de Marie con respecto al «adecuado decoro para una señorita en este hotel».
—Oh. —Miró a su alrededor, desconcertado—. Claro… claro.
La puerta de mi habitación se cerró lentamente antes de que me diera cuenta de que él se había ido. Me metí los faldones de la blusa dentro de la falda y me pasé el cepillo por el pelo.
«¿Lowmanigh y Lucine? —pensé con indiferencia—. ¿Cómo es eso? La señora Kanz está perdiendo facultades. No me dijo nada de eso. —Dejé el cepillo—. Él lo deja casi enderezado, pero vuelve a torcerse. ¿Pero cómo puede ser?»
Low estaba encaramado en la barandilla del desvencijado balcón del porche que se extendía a ambos lados de la segunda planta del hotel. No se volvió cuando me acerqué haciendo crujir el suelo en dirección a la polvorienta silla y el banco de mimbre que formaban al mobiliario del porche.
—¿Quién es usted? —preguntó con voz ahogada—. ¿Qué hace aquí?
Un presentimiento deslizó un dedo delgado y frío por mi nuca.
—Ya nos presentaron —dije débilmente—. Soy Perdita Verist, la nueva maestra, ¿recuerda?
Se volvió bruscamente.
—Deje de hablar en voz alta —sugirió—. La escucho mentalmente. Sabe tan bien como yo que no puede escaparse… ¿Pero cómo lo sabe? ¿Quién es usted?
—¡Basta! —exclamé—. No tiene por qué escuchar mentalmente. ¿Y usted quién es?
Nos quedamos mirándonos con expresión furiosa hasta que lanzamos un suspiro, nos relajamos y nos sentamos en las desvencijadas sillas de mimbre. Crucé las manos encima del regazo y sentí que el apretado nudo que había en mi interior empezaba a fundirse y a soltarse hasta que, finalmente, me volví hacia Low, extendí la mano y encontré la suya extendida, dispuesta a coger la mía. Una parte de mi ser gritó: «¿Alguien como yo? ¿Igual que yo?» Pero otro aspecto de mi ser pulsó el botón del pánico.
—No —grité, retirando la mano bruscamente y poniéndome de pie—. ¡No!
—No —dijo Low en tono suave y amable—. No es una traición.
Tragué saliva y me concentré en contemplar a Severeid Swanson, que se tambaleaba de un lado a otro de la calle mientras se acercaba al hotel para buscar su ajo y sus dos botellas de vino, logrando apenas mantener el equilibrio.
—Lucine —dije—. Lucine y usted.
—¿Está mal? —Ahora hablaba en voz alta, y mis huesos dejaron de estremecerse con esa longitud de onda.
—Según la señora Kanz, era previsible —respondí—. Yo intenté suavizar las cosas.
—¡Está mal! —dijo con voz clara.
—¡No se acerque! —grité—. No se acerque.
Pero él estaba allí conmigo, y yo era Lucine y él era yo y sujetamos el horror rojo y negro entre nuestras manos desnudas, y lo miramos. Juntos descendimos por el vacío gris hasta que él fue Lucine y yo fui yo y me vi en el interior de Lucine y me sonrojé por el amor apasionadamente agradecido que ella sentía por mí. Incómoda, repentinamente encontré una forma de dejarlo a él fuera y parpadeé con sorpresa ante tanta soledad.
—¡No se acerque! —grité.
—¡Muy bonito! —Me sobresalté al oír la indignada protesta de Marie—. ¡Lo vi entrar en su habitación sin llamar y cerrar la puerta de un golpe! —exclamó, horrorizada—. Hace bien en rechazarlo sin contemplaciones.
Mi silenciosa risa abrió levemente la barrera y encontró la expresión divertida de él.
—Sí, Marie —dije en tono serio—. Usted me advirtió y yo recordé.
—¡Bien hecho! —Marie sonrió, satisfecha—. Sabía que usted era una buena chica. Y tú, Low, estoy absolutamente avergonzada de ti. Pensé que eras distinto a esos malditos patanes que andan de un lado a otro persiguiendo a las mujeres a plena luz del día. —Empezó a alejarse por el crujiente pasillo y su voz quedó flotando en la escalera—. ¡A plena luz del día! La cena estará lista en menos de lo que canta un gallo. Id a lafaros las manos.
Low y yo nos echamos a reír y fuimos a «lafarnos» las manos.
Hice una pausa sosteniendo entre las manos el agua fría que había cogido de mi palangana de porcelana y la observé chorrear, deleitada al darme cuenta de que era la primera vez en muchos años que me reía íntimamente. Miré durante un largo rato mi imagen temblorosa reflejada en el agua. «Y no estoy sola», gritó uno de mis seres, sorprendido, «no estoy sola».
A la mañana siguiente recorrí los cuarenta kilómetros que me separaban de la ciudad y me alojé en un hotel que tenía agua corriente, ¡e incluso baño privado! Disfruté con el desacostumbrado lujo, despojándome de Kruper… de todo lo de Kruper salvo de los fragmentos brillantes de amor o diversión que permanecían en las grietas de mi alma después que el polvo, la suciedad, los inconvenientes y la fealdad quedaron aliviados.
El domingo por la tarde me quedé adormilada, postergando hasta el último momento posible la decisión de subir al autobús de regreso a Kruper. Entonces, súbitamente, volví a quedar cubierta por una armadura de cautela, mi atención vibró como un alambre tenso y me incorporé rígidamente. En el hotel había alguien. ¿Low se había trasladado a la ciudad? ¿Estaba allí? Me levanté y terminé de vestirme a toda prisa. Luego me senté en el borde de la cama, consciente del profundo fluir de algo. Finalmente bajé al vestíbulo. Me detuve en el último escalón. Fuera lo que fuese, había desaparecido. El vestíbulo parecía normal. Low no estaba entre el tímido mobiliario típico de un rancho. Pero cuando empecé a caminar hacia la ventana para mirar otra vez la encantadora caída del cañón cubierto de árboles que se extendía más allá del patio, él entró.
—¿Estaba aquí hace un minuto? —le pregunté sin rodeos.
—No. ¿Por qué?
—Pensé… —Me interrumpí. Entonces los engranajes se movieron sutilmente recuperando su lugar habitual, y dije—: ¡Bueno! ¿Qué está haciendo aquí?
—El viejo Charlie me dijo que usted estaba en la ciudad y que podía recogerla y ahorrarle el viaje de regreso en autobús. —Sonrió débilmente—. Marie no estaba segura de poder confiar en mí después de mi comportamiento del viernes, pero finalmente me dijo que usted se alojaba en este hotel.
—¡Pero si cuando salí de Kruper yo misma ignoraba dónde iba a alojarme!
Low lanzó una risita contagiosa.
—¡Claro! Usted es nueva por aquí, ¿verdad? ¿Está lista para salir?
—Espero que no tenga prisa por llegar a Kruper. —Low cambió de marcha mientras descendíamos hacia el puente de Lynx Hill y luego, repentinamente, subió por él trazando un peligroso ángulo—. Tengo que hacer una parada.
Percibí que me observaba con cautela y atentamente a pesar de estar concentrado en el camino.
—No —dije, suspirando e imaginando largas horas de espera mientras él se inclinaba sobre la barandilla intercambiando largos silencios y breves comentarios con algún conocido de la mina—. No tengo prisa, siempre que llegue a la escuela a las nueve de la mañana.
—Fantástico —dijo en tono divertido e, incómoda, volví a comprobar la barrera de mi mente. Seguía intacta—. En realidad —añadió—, también será algo para su colección.
—¿Mi colección? —repetí, confundida.
—Su colección de ciudades perdidas. Estoy yendo a Machron, o al lugar en el que solía estar. Se encuentra en la pequeña caja de un cañón, por encima de Bear Flat. Podría ser… —Un punto intrincado del camino, una pequeña piedra y una minúscula rama de pino, interrumpieron su frase.
—¿Qué podría ser? —pregunté, haciendo una deliberada pausa en las palabras que él intentaba dejar de lado.
—Podría ser interesante para explorar. —Una expresión divertida curvó ligeramente sus labios.
—Me gustaría encontrar un trozo de cristal ahumado —dije—. Tengo un vaso antiguo de color púrpura, muy bonito. Se conserva bastante bien, salvo que se le ha salido un trozo del borde.
—Algún día le enseñaré mi colección —me informó Low—. Seguro que se le caerá la baba.
—¿Y cómo es que le gustan las ciudades fantasma?
¿Por qué se siente atraído por ellas? ¿Es la historia? ¿Los tesoros? ¿La curiosidad morbosa?
—Tesoros… historia… curiosidad morbosa… —Saboreó lentamente las palabras y dio su aprobación a cada una con un movimiento de la cabeza—. Supongo que las tres cosas. Estoy buscando.
—¿Buscando?
—Buscando. —El tono de su voz puso fin a la conversación. Hice un esfuerzo y me aparté de la náusea de ira totalmente ilógica que sentí al quedar excluida y me perdí en el arbolado prodigio de las colinas que finalmente estrechaban el camino hasta que se volvió apenas lo suficientemente ancho para que pasara el coche.
Finalmente Low giró el volante y, haciendo saltar la arena con los neumáticos, frenó bajo un enorme nogal.
—¿Se ha traído las zapatillas? No podemos seguir con el coche.
Media hora después habíamos llegado a una pequeña meseta situada encima del desfiladero rocoso por el que habíamos resbalado; las piedras habían quedado llenas de grietas con el paso de los vagones de ruedas altas que hacía casi medio siglo habían transportado minerales. En la época de mayor actividad, la ciudad se había expandido por las laderas de las colinas y a lo largo de los riachuelos secos que se extendían como dedos desde la pequeña meseta. Unos escalones de hormigón conducían hasta los cimientos en ruinas, y las puertas desvencijadas conducían a unas paredes de hormigón cubiertas de maleza.
Unos pocos edificios habían quedado casi intactos, resistiéndose tercamente a la destrucción. Subí por una calle y bajé por otra, sin darme cuenta de que Low no me seguía. Como conocía el estilo solitario de los aficionados a las ciudades fantasma, no hice ningún esfuerzo por encontrarlo pero me pregunté qué era lo que buscaba y me negué a pensar nuevamente quién era y por qué él y yo hablábamos sin palabras, como lo habíamos hecho. Pero aunque callada, la pregunta ardía en mi interior mientras revolvía entre los montones de basura de esa ciudad desaparecida.
Encontré un botón blanco con tres agujeros y la parte de arriba de la cabeza de una muñeca que todavía tenía un ojo azul, y escarbé con las manos, deleitada, cuando creí haber encontrado un azucarero de color púrpura; pero descubrí que sólo era un asa hundida en el lodo.
Estaba protestando porque me había roto una uña, cuando un grito repentino y mudo me traspasó y me sobresaltó. Bajé por la orilla tropezando y corrí haciendo entrechocar las piedras del camino. Encontré a Low en el antiguo vertedero de la ciudad, meciendo algo en la curva de su brazo.
Levantó los ojos y me miró con indiferencia.
—¡Tal vez! —gritó—. Esto podría ser una parte de aquello. Nunca perteneció a la vida de esta ciudad. ¡Mire! ¡Mire la forma que tiene! ¡Mire el trazo de las líneas! —Sus manos recorrieron la lisa belleza del fragmento de metal—. Y si es parte de aquello, tal vez no muy lejos de aquí… —Se detuvo bruscamente, con el pulgar apoyado en la parte inferior del objeto. Lo hizo girar y lo observó con atención. Mientras miraba, algo murió trágicamente en su interior—. General Electric —dijo, decepcionado—. Fabricado en Estados Unidos. —El trozo de metal se deslizó de sus manos crispadas y Low se agachó. Golpeó con el puño el lodo lleno de grava—. ¡Un callejón sin salida! ¡Un callejón sin salida!
Cogí sus manos entre las mías y le quité la grava al tiempo que apretaba un Kleenex en el hilillo de sangre que se deslizaba por su meñique.
—¿Qué has perdido? —le pregunté suavemente.
—Mi propio ser —susurró—. Estoy perdido y no logro encontrar el camino de regreso.
No se dio cuenta de que nos levantábamos y de que yo lo conducía hasta un fragmento de pared que impedía que una rama atrofiada de saúco cayera por el cañón. Nos sentamos y durante un rato nos zambullimos en el mar de su desolación, mientras yo pensaba: «El también. También está perdido. Los dos lo estamos». Entonces lo ayudé a recuperar el discurso, aunque no sabía si era un discurso con palabras o no.
—Entonces era muy pequeño —dijo—. Creo que sólo tenía tres años. ¿Cuánto tiempo se puede vivir con los recuerdos de los tres años? Mi madre me dijo todo lo que ellos sabían, pero yo podría recordar algo más. Hubo un accidente… un choque frontal al otro lado de Chuckawalla. Mi gente resultó muerta. El coche intentó volar justamente antes de que chocáramos. Recuerdo que mi padre lo elevó intentando evitar al otro coche y mamá cogió un puñado de sol y lo trenzó poniéndome fuera de peligro, pero el choque fue inevitable y sólo pude oír que mi madre gritaba: «¡No olvides! Regresa al cañón». Y mi padre me decía: «¡Recuerda! ¡Recuerda el Hogar!», y ambos desaparecieron, incluso sus cuerpos desaparecieron en el incendio que estalló. Sus cuerpos y cualquier señal que los identificara. Mamá y papá me recogieron y me criaron como a un hijo, pero yo tengo que regresar. Tengo que regresar al cañón. Mi lugar está allí.
—¿Qué cañón? —pregunté.
—¿Qué cañón? —preguntó él en tono apagado—. El cañón en el que ahora vive el Pueblo. Mi Pueblo. El cañón en el que se instalaron después de que la nave espacial se estrellara. La nave espacial que he estado buscando, rezando para encontrar algún fragmento minúsculo que me indique el camino al cañón. Que me indique al menos en qué zona del Estado se encuentra. El cañón en el que me quedé dormido antes de despertarme con el choque. El cañón que no logro encontrar porque no guardo memoria del camino que conducía a él.
»¡Pero tú lo sabes! —prosiguió—. ¡Tienes que saberlo! No eres como los demás. Eres de los nuestros. ¡Tienes que serlo!
Me encogí.
—Yo no soy nadie —dije—. No soy nada de nadie. Mi madre y mi padre saben quiénes son mis abuelos y mis bisabuelos y mis tatarabuelos, y solían decírmelo constantemente, intentando descubrir por qué debían soportar la carga de semejante criatura, hasta que fui lo suficientemente inteligente para ser «normal».
—¡Tú piensas que estás perdida! Al menos sabes dónde estabas cuando te perdiste. Podrías dejar de estar perdida. Pero yo no puedo. ¡Yo nunca he dejado de estar perdido!
—Pero puedes hablar sin palabras. —Parpadeó al percibir la violencia de mi reacción—. Me enseñaste que Lucine… Tienes razón —añadí imprudentemente—. ¡Y mira esto!
Una roca que se encontraba en la ladera de la colina adquirió vida repentinamente. Se precipitó colina abajo, haciendo volar la grava, y se convirtió en polvo al estrellarse contra una roca de la base.
—¡Y nunca probé esto, pero mira!
Me detuve en la pared en ruinas y me alejé de Low, directamente por encima del cañón, sintiendo que la tierra se abría a mis pies, percibiendo el suave soplo del viento, la elevación, la salida, la falta de contención. Grité levantando los brazos y estirándome, dominada por el éxtasis, para coger el borde de mi sueño de libertad. Un minuto, un minuto más y podría deslizarme fuera de mí misma y nunca más… nunca más…
Entonces…
Low me cogió un instante antes de que quedara atravesada por los lúgubres y frondosos pinos que cubrían el cañón. Me levantó, luchando y protestando, hasta devolverme al frágil vacío del aire y llevarme otra vez hasta la rama de saúco.
—¡Pero lo hice! ¡Lo hice! —dije entre sollozos—. Y no me caí. ¡Durante un rato realmente lo hice!
—Durante un rato lo hiciste, Dita —murmuró, como si le hablara a una criatura—. Tan bien como yo mismo lo haría. Entonces posees algunas de las Creencias. ¿De dónde las sacaste si no eres una de los nuestros?
Mis sollozos se interrumpieron pero las lágrimas siguieron rodando por mis mejillas. Miré a Low fijamente a los ojos, luchando contra la ira que quemaba el persistente retorno a ese doloroso lugar que había en mi interior. Él también me miró con fijeza hasta que mis lágrimas se secaron y finalmente logré esbozar la sombra de una sonrisa.
—No sé a qué te refieres cuando dices que poseo las Creencias, pero seguramente las encontré en el mismo lugar en el que tú aprendiste a levantar las cejas.
Se ruborizó y se apartó de mí.
—Será mejor que emprendamos el camino de regreso. No sería prudente que nos sorprendiera la noche por estos caminos.
Volvimos a recorrer el sendero.
—Por supuesto, mientras regresamos me pondrás al corriente de todo —dije, sujetándome precariamente mientras me deslizaba sobre un resbaladizo montón de granito. Percibí su inmediata protesta—. Tienes que hacerlo —dije, haciendo una pausa para quitarme la arena de un zapato—. No puedes pretender que ignore el día de hoy, y menos después de haber descubierto a alguien tan loco como yo.
—No me creerás… —Esquivó un arbusto enorme que invadía el estrecho camino.
—Durante todos estos años he tenido que creer cosas increíbles de mí misma —comenté—, y es más fácil creer cosas de los demás.
Avanzamos entre la magia de un temprano atardecer que se oscurecía hasta convertirse en una noche brillante y estrellada, y observé el parpadeo de las estrellas entre los árboles que se curvaban por encima del camino. Escuché el relato de Low. Él desmenuzó la historia hasta desnudarla pero, más abajo, los huesos se quemaban consumidos por el fuego.
—Llegamos desde otro mundo —comenzó a decir, y el orgullo de la pertenencia quedó expresado en sus palabras—. El Hogar quedó destruido. Buscamos un refugio y encontramos esta tierra. Nuestras naves se estrellaron o se quemaron antes de tener tiempo de aterrizar. Pero algunos de nosotros escapamos en naves salvavidas. Mis abuelos se encontraban con el Grupo original que se reunió en el cañón. Pero allí estábamos todos, porque nuestros recuerdos se unen continuamente en el Brillante Comienzo. Por eso sé cosas acerca de mi Pueblo. Lo que ocurre es que no puedo recordar dónde está el cañón, porque la única vez que nos marchamos estaba dormido, y mi madre y mi padre no pudieron decírmelo en esa fracción de segundo anterior al choque.
»Tengo que volver a encontrar el cañón. No puedo vivir eternamente cojo. —No percibió mi sobresalto al oír el eco del pensamiento que me había asaltado cuando estaba con Lucine—. No tendré dignidad hasta que esté con mi Pueblo.
»Ni siquiera conozco el nombre del cañón, pero lo que sí recuerdo es que nuestra nave se estrelló en las colinas y siempre abrigo la esperanza de que algún día encontraré una prueba de ello en alguna de estas antiguas ciudades fantasma. Llegamos a principios de siglo y en algún lugar debe de haber alguna prueba de la existencia de la nave.
La suya era una historia bien elaborada, convertida en un lugar común gracias a la repetición, como lo había sido la mía… una dolorosa y solitaria repetición. Durante un instante, al ver la desdicha reflejada en su rostro, me pregunté por qué sentía cierto bienestar, pero entonces comprendí que se debía al hecho de que entre nosotros no había necesidad de comentarios de simpatía ni de frases triviales, ni siquiera de explicaciones. Las palabras que salían a la superficie eran lo menos importante de nuestra comunicación.
—¿No estás sorprendida? —preguntó, casi decepcionado.
—¿De que no pertenezcas a este mundo? —le pregunté. Sonreí—. Bueno, nunca había conocido a uno, y me parece interesante. Simplemente me habría gustado mucho poder elaborar una fantasía como ésa para explicarme a mí misma. Es una buena variable para la antigua «tengo que ser adoptada porque soy muy distinta». Pero…
Me puse rígida: el súbito arranque de ira de Low me cogió desprevenida.
—¡Qué fantasía! Yo soy adoptado. ¡Yo recuerdo! Pensé que lo sabrías. Teniendo en cuenta que sin duda debes de ser de los nuestros, pensé que serías…
—¡No soy de los tuyos! —estallé—. Al margen de quiénes seáis «vosotros». Soy de la Tierra, hasta tal punto que me sorprende que el polvo no me salga por la boca cuando hablo; pero al menos no intento engañarme diciéndome que soy normal según algún criterio, el de la Tierra o algún otro.
Durante un momento de hostilidad nos rechazamos mutuamente. Me dolieron los dientes a causa de la tensión de los músculos de mi mandíbula. Entonces Low suspiró y, estirando un dedo, recorrió el perfil de mi rostro desde la frente hasta la barbilla y otra vez hasta la frente.
—Piensa lo que quieras —dijo—. Seguramente has pasado por demasiados momentos malos que te hacen sentir deseos de olvidar. Tal vez algún día recuerdes que eres uno de los nuestros, y entonces…
—¡Tal vez, tal vez, tal vez! —exclamé, jadeante—. Pero no puedo más. Es demasiado para un solo día. —Golpeé todas las puertas que pude y empujé a mi ser cotidiano hasta la salida. Mientras empezábamos a alejarnos, volví a abrir una puerta apenas lo suficiente para preguntar—: ¿Qué hay entre tú y Lucine? ¿Eres un amigo de la familia o se trata de algo que estás haciendo con ella?
—Conozco a la familia superficialmente —me aclaró Low—. Ellos no saben nada acerca de lo mío con Lucine. Una vez, el año pasado, ella me llamó la atención cuando yo pasaba junto a la escuela. Los chicos la estaban atormentando. Nunca en mi vida sentí semejante dolor y desconcierto. Pobre niña de la Terra. Tiene una mentalidad de tres años en un cuerpo de doce…
—De cuatro años —puntualicé—. O casi cinco. Está aprendiendo.
—Cuatro o cinco —repitió Low—. Debe de ser espantoso estar atrapado en un cuerpo…
—Sí —suspiré—. Estar encerrado en la cárcel de uno mismo.
Volví a sentir el calor de su dedo que se deslizaba sobre mi rostro, suave, reconfortante, aunque él no se movió.
Me aparté de él en la oscuridad para ocultar las lágrimas que brotaron repentinamente en mis ojos.
Cuando llegamos a casa era tarde. Aún había luces en los bares y en una o dos casas cuando llegamos a Kruper, pero el hotel estaba a oscuras, y en la pausa que se produjo antes de que el coche frenara pude oír el débil crujido de la puerta delantera desvencijada que se mecía en el viento. Bajamos del coche en silencio, susurrando bajo el hechizo de la quietud de la noche, y nos acercamos a la entrada caminando de puntillas. Como de costumbre, el rosal raquítico que caía desde la valla se me enganchó en el pelo y mientras Low me ayudaba a soltarlo, empezamos a reír. Supongo que hacía tiempo que los dos no nos sentíamos jóvenes y juguetones, y que ambos nos habíamos liberado de las tensiones y habíamos encontrado una aprobación tácita de nosotros mismos mientras el mundo se negaba a aceptarnos tal como queríamos ser; y como cada uno había vislumbrado su alma gemela, repentinamente nos sentíamos exultantes. Nos detuvimos al pie de la escalera del porche e intentamos ahogar las risitas.
—Si nos ven comportándonos de esta forma, creerán que estamos locos —dije, ahogada por la risa.
—Tengo que darte una noticia —me dijo Low al oído—. Estamos locos. Y me atrevería a demostrarlo.
—¡Caray! ¡Como si fuera necesario hacerlo!
—Te desafío. —Su risa me hizo cosquillas en la mejilla.
—¿Cómo? —pregunté.
—No subamos por la escalera. Deslicémonos en el aire. ¿Por qué gastar energías si podemos…?
Me ofreció una mano. Repentinamente seria, la cogí y retrocedimos hasta la entrada y nos detuvimos allí cogidos de la mano, mirando hacia arriba.
—¿Preparada? —susurró, y sentí que me daba un tirón.
Me elevé en el aire detrás de él, sujetando mis posibles temores en la otra mano.
Y el rosal se enderezó y me tironeó el pelo.
—¡Espera! —susurré, temblando otra vez de risa—. Estoy enganchada.
—¡Atada a la Tierra! —exclamó mientras tironeaba de las ramas enganchadas.
—Sonríe cuando digas eso, amigo —le respondí, sintiendo que mi corazón se fundía de placer al comprobar que había llegado a un punto en el que podía tomarme a broma toda esa amargura… e intenté pasar por alto el hecho de que mis pies no tocaban nada salvo el aire. Mi pelo se soltó y él me ayudó a elevarme. Creo que nuestros labios apenas se rozaron, pero pasamos por encima del porche y tuvimos que volver a descender sobre él. Low me enderezó mientras nos apoyábamos en la barandilla.
—Lo logramos —musitó.
—Sí —respondí en voz baja—. Lo logramos.
Entonces quedamos paralizados. Alguien entraba en el patio. Alguien que tropezó, se tambaleó y chocó contra la puerta de entrada con un ruido de cristales rotos.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Madre mía! —Severeid Swanson cayó de rodillas junto a la botella rota—. ¡Ay, virgen purísima!
—¿Nos vio? —pregunté en un susurro.
—Lo dudo. —Las palabras se deslizaron cálidamente por mi mejilla—. Hace años que no ve nada que ocurra más allá de sus narices.
—Ten cuidado con la silla. —Avanzamos a tientas en la oscuridad hasta el vestíbulo de la planta superior. Una débil bombilla de quince vatios se reflejaba en el regular goteo del agua que caía en el sumidero desde los grifos viejos; bajo el cromo gastado asomaban unas manchas amarillentas. Gracias a esos dos grifos teníamos instalación sanitaria en el segundo piso.
Nos despedimos en silencio, rápidamente.
Me había puesto el camisón y la bata y estaba sentada en el borde de la cama, cepillándome el pelo, cuando oí que alguien arrastraba los pies y murmuraba junto a mi puerta.
Comprobé que el cerrojo estaba echado y seguí cepillándome el pelo. Entonces se oyó un golpe seco y amortiguado y el picaporte se movió.
—¡Señorita! —Era una voz cautelosa—. ¡Señorita!
«¿Quién demonios será a estas horas?», me pregunté y me acerqué a la puerta.
—¿Sí? —Me incliné contra la madera astillada.
—Dé-je-me endrar. —Las palabras salían con dificultad.
—¿Qué quieres?
—Hablar con usded, señorita.
Dominada por la curiosidad, abrí la puerta. Allí estaba Severeid Swanson, tambaleándose. Pero me habían dicho que no sabía una palabra de inglés… Se inclinó peligrosamente hacia delante, con el rostro iluminado por la luz, con un aspecto mucho más joven del que había tenido jamás.
—Se me ha roto la botella. Usted es la culpable. No está bien volar sin alas. Los ángeles santos sí, pero no los amantes para besarse. Me hizo caer la botella. En el suelo están desparramados todos mis sueños.
Se tambaleó hacia atrás y se secó el sudor de la frente.
—No está bien. Se lo digo porque usted tiene luz en la cara. Es buena con mi Esperanza. Tiene sueños que no están en la botella. Les sonríe a los que están perdidos, ni se ríe de ellos. Pero no debe volar. No está bien. Mi botella está rota.
—Lo siento —dije, sorprendida—. Le compraré otra.
—No —aclaró Severeid—. La última vez también me dicen lo mismo, pero no puedo beber por culpa de la sorpresa. La última vez, como pájaros, todos en el cielo… por encima de las colinas… esos que son tan amables. Los que tampoco se ríen de los que están perdidos.
—¿La última vez? —Lo cogí del brazo, lo arrastré al interior de la habitación y cerré la puerta; la excitación me hacía cosquillear el pliegue interior de los codos—. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Quién volaba?
Me miró parpadeando como un búho, humedeciéndose los labios con la punta de la lengua.
—No está bien volar sin alas —repitió.
—Sí, sí, ya lo sé. ¿Dónde vio a otros volando sin alas? Debo encontrarlos… ¡Es necesario!
—Como pájaros —dijo, balanceándose—. Por las colinas.
—Por favor —insistí, desenterrando, desesperada, el poco castellano que sabía.
—Trabajé ahí mucho tiempo. No volví a verlos más. Seguí bebiendo. El chino Joe me consiguió otra botella.
—Por favor, señor —grité—, ¿dónde… dónde…?
Su rostro se ensombreció. Se le aflojó la boca. Sus ojos me miraban desde detrás de los párpados caídos.
—No comprendo. —Miró a su alrededor, desconcertado—. Buenas noches, señorita.— Volvió a abrir la puerta y la cerró suavemente a sus espaldas.
—Pero… —le grité a la puerta—. ¡Por favor!
Entonces me metí en la cama y me aferré a esa pequeña información.
«¡Otros! —pensé—. ¡Volando por las colinas! ¡Todos hacia el cielo! Quizás alguno de ellos estaba en el hotel de la ciudad. Tal vez no están demasiado lejos. ¡Si al menos supiéramos…!»
Entonces sentí el súbito bostezo de un abismo espantoso. Si era verdad, si Severeid realmente había visto a otros elevándose como los pájaros en las colinas, entonces Low tenía razón… ¡había otros! Tenía que existir un cañón, una nave, un Hogar. ¿Pero a dónde me conducía eso? Retrocedí mentalmente al pensar en las posibilidades. Me volví y enterré la cara en la almohada. ¡Pero mi madre y mi padre! ¡Y el abuelo Josh y la abuela Malvina y el bisabuelo Benedaly y… me aferré a todos los recuerdos que había oído acerca de la familia. El cruce del océano en el entrepuente. La visión de una tierra nueva. Oh, mis antepasados se alzaban a mis espaldas como un sólido muro de roca, remontándose hasta… casi hasta Adán. Me apoyé en la certeza y grité hasta sentir que el muro de piedra se estremecía y se convertía en una cortina que se agitaba con el viento de la duda.
—¡No, no! —sollocé, y por primera vez en la vida lloré por mi madre, y me sentí tan desconsolada como si ella hubiera muerto.
Entonces me incorporé repentinamente en la cama.
—¡Tal vez no sea así! —dije, sollozando—. Él no es más que un borracho. Puede inventar cualquier cosa gracias a esa botella. ¡Tal vez no sea así!
—Pero tal vez sí —susurró una parte de mi ser maliciosamente—. Tal vez sí.
En los días siguientes no se produjo ningún acontecimiento. Yo había llegado a una plácida meseta en mi batalla conmigo misma, tal vez porque tenía algo nuevo en lo que ocupar la mente, o tal vez sólo se trataba de un sitio tranquilo, dado que las emociones tenían que descansar en algún momento.
De cualquier forma, la sorpresa de encontrar a Low tardó en desaparecer. Podía sentir su «buenos días» cuando bajaba el primer escalón, todas las mañanas, y de vez en cuando me despertaba en la oscuridad y oía su silencioso «buenas noches».
En una ocasión, después de la cena, Marie se quedó delante de mí mientras me preparaba para salir. Señaló en silencio mi plato y el revoltijo que había hecho con la comida. Me sonrojé.
—¿No es buena? —preguntó, cruzando las manos por encima de su enorme estómago y balanceándose peligrosamente hacia atrás.
—Es perfecta, Marie —logré decir—. Simplemente no tengo hambre. —Y huí entre la nube con olor a ajo de su indignada exhalación, percibiendo la muda diversión de Low. ¿Cómo podía explicarle que Low me había estado mostrando un arco iris doble que había visto esa tarde y que yo había quedado tan absorta en el sabor de los colores y en el prodigio de poder recibirlos de él que me había olvidado de la comida?
Low y yo pasábamos mucho tiempo juntos, conociéndonos, pero durante la mayor parte de esos momentos estábamos aparentemente sentados con los demás en el porche, al atardecer, escuchando las antiguas historias de mineros y ganado que eran la moneda corriente cada vez que los ciudadanos de Kruper se reunían. Las buenas historias nunca se acababan, de modo que al cabo de un rato resultaba fácil seguir las conocidas repeticiones y sin embargo estar a solas en medio del grupo.
—¿No te parece que necesitas un poco más de práctica en la elevación? —La silenciosa pregunta de Low sonó claramente por encima del murmullo.
—¿En la elevación? —Me agité en mi silla, porque no era tan experta como él en la práctica de seguir dos conversaciones simultáneamente.
—Me refiero a volar —dijo él con exagerada paciencia—. Como lo que hiciste en el cañón y por encima del porche.
—Oh. —El éxtasis y el terror se mezclaron en mi interior. Entonces sentí que me relajaba en el poderoso calor de los brazos de Low, sin resistirme a él como había hecho cuando me había elevado en el cañón.
—Oh, no lo sé —respondí, apartándolo de mi mente todo lo que pude—. Creo que puedo hacerlo muy bien.
—Un poco más de práctica no te vendrá mal. —Su respuesta pareció divertida—. Pero será mejor que espere a que yo esté por allí… por si acaso.
—¿Tú crees? —le pregunté—. Mira. —Me elevé en la oscuridad y quedé suspendida a unos quince centímetros de la silla.
Algo me cogió suavemente y empecé a atravesar el porche. Retrocedí a toda prisa, aterrizando apenas en el borde de la silla, golpeando sonoramente el suelo con los talones. El relato se interrumpió bruscamente y todos me miraron.
—Los mosquitos —improvisé—. Me producen alergia.
»¡Eso no vale! —farfullé en silencio—. ¡Te burlas!
—Todo vale… —respondió Low y se interrumpió mientras intentaba recordar el resto de la cita.
«¡Vaya! —pensé—. ¿Y esto es la guerra?» Me sentí absolutamente encantada el resto de la noche.
Entonces llegó el sábado, cuando el cielo estaba nítidamente azul y las nubes eran tan algodonosas que no pude quedarme dentro de casa zurciendo ropa o cosiendo botones e intentando decidir si repasaba el esmalte de uñas o si lo quitaba y volvía a aplicarlo. Me puse los zapatos deportivos, una falda de algodón, me levanté las mangas de la camisa a cuadros, me até las mangas del jersey a la cintura y me encaminé a las colinas. Era el día ideal para seguir las tuberías de agua de la población hasta el manantial que las alimentaba y comprobar si las terribles historias que había oído acerca de su estado eran reales.
Jadeante, hice una pausa al llegar a la parte más alta del último saliente inclinado, desde el que se dominaba la población, y contemplé el grupo de casas destartaladas que se extendía por ese lado de Kruper. Al otro lado de las vías del ferrocarril había una planicie lo suficientemente grande para levantar las cuatro casas nuevas que se habían construido con la reapertura de la mina de Golden Turkey. Se extendían formando una línea recta, brillante como bloques de juguete contra el matiz rojizo de la ladera.
Me aparté el pelo de la frente y me volví de espaldas a Kruper. Vi los fragmentos de tubería de agua dispersos a intervalos caprichosos por la colina… En algunos sitios estaba construida sobre leños que cruzaban de un lado a otro, y en otros seguía el contorno mellado de las laderas. Unos minutos más tarde me divertí intentando detener con las manos el chorro de agua de uno de los diversos agujeros de la tubería oxidada y vieja y contando los tapones cortados a mano que obstruían los otros agujeros. Parecía un milagro que a la población bajara el agua. Estaba tan absorta que me llevé una mano a la cara inconscientemente, y en ese momento un dedo tibio empezó a recorrer…
—¡Low! —Me volví hacia él—. Pero ¿qué estás haciendo aquí arriba?
Bajó de encima de una roca.
—Hoy Johnny se siente mal. Quiere que yo compruebe si alguno de los tapones se ha caído.
Nos echamos a reír mientras comprobábamos y rastreábamos la tubería siguiendo el chorro y la vigorosa vegetación que crecía gracias al agua derramada.
—Apuesto a que tiene al menos un millar de tapones colocados —comentó Low.
—¿Por qué demonios no coloca una tubería nueva?
—Se trata de una reliquia familiar —señaló Low—. Simplemente se debe a que se siente tan mal que incluso acaricia la idea de dejarme taponar su tubería. El resto de los tapones es un asunto de la familia. Tienen aproximadamente tres generaciones.
Martilló el tapón en el más grande de los agujeros y retrocedió, secándose el agua que le había empapado la cara.
—Sigamos subiendo. Te mostraré el manantial.
Nos sentamos en la húmeda frescura del bosquecillo que cubría la cueva en la que el manantial surgía a borbotones, azul, blanco y verde claro antes de perderse en las viejas tuberías averiadas. Estábamos sentados en los extremos opuestos de la tubería, descansando cada uno en la conciencia del otro cuando de repente, durante un precioso instante, nos deslizamos juntos como corrientes de agua que se fundían, tan absolutamente unidos que la separación nos sobresaltó. ¿Tanta dulzura sin siquiera tocarnos…?
De todas formas, los dos nos separamos rápidamente de esta nueva y atemorizante emoción y, como no encontramos palabras para expresamos, Low me entregó una flor del saliente que se alzaba por encima de nosotros y cogió una hoja marchita que caía deslizándose junto a él.
—Gracias —le dije, oliéndola y estornudando vigorosamente—. Ojalá yo pudiera hacer eso.
—¡Claro que puedes! Levantaste esa roca de Macron y tú misma te elevaste.
—Sí, yo misma. —Me estremecí al recordarlo—. Pero la roca no la levanté. Sólo pude moverla.
—Prueba con ésa de allí. —Low lanzó una piedra en dirección a una pequeña roca de color azul pizarra que se encontraba en la arena húmeda. Obediente, ésta abrió una pequeña grieta a los pies de Low.
»Levántala —dijo.
—No puedo, le dije que no puedo levantar nada del suelo. Sólo puedo moverlo. —Deslicé un pie de Low a un costado.
Sorprendido, él volvió a dejarlo donde estaba.
—Pero tienes que ser capaz de elevar cosas, Dita. Eres de los…
—¡No lo soy! —Arrojé al manantial la flor con la que había estado jugueteando y vi que era absorbida por la tubería. Abajo, alguien quedaría sorprendido en el fregadero, o tal vez alguna de las distintas fuentes que se extendían desde este punto hasta la población acabaría llena de brotes.
—Pero todo lo que tienes que hacer es… es… —Low se detuvo, sin encontrar las palabra adecuadas.
—¿Sí? —Me incliné hacia delante, algo ansiosa. Tal vez podría aprender…
—¡Bueno, simplemente elevarla!
—¡Caray! —dije, decepcionada—. De todas formas, ¿tú puedes hacer esto? Mira. —Metí la mano en el bolsillo y saqué dos pasadores y tres bolas de pelusa—. ¿Tienes una moneda?
—Claro. —La sacó de su bolsillo y me la dio. Se la devolví.
—Hazla brillar —le dije.
—¿Que la haga brillar? —La movió entre sus manos.
—Sí, que la hagas brillar. Vamos. Es fácil. Lo único que tienes que hacer es hacerla brillar. Cualquier metal sirve, pero la plata funciona mejor.
—Nunca oí hablar de eso —dijo, frunciendo el entrecejo con expresión suspicaz.
—Tienes que haberlo oído —le grité—, si eres parte de mí. ¡Si nuestra unión se remonta al Brillante Comiezo, tienes que recordar!
Low hizo girar lentamente la moneda.
—Para ti es una broma. Algo de lo que reírte.
—¡Una broma! —Me acerqué a él y lo miré a los ojos—. ¿Acaso no he pasado demasiado tiempo buscando una respuesta? ¿Acaso negaría mi pertenencia si descubriera que existe? ¿Acaso mi corazón no queda desgarrado cada vez que tengo que decir no? ¿No crees que diría que sí si con eso pudiera repararlo? Si pudiera extender las manos y decir «pertenezco a…». —Me aparté de él, parpadeando—. Mira. Dame la moneda.
La cogí y, mientras volvía a sentarme, la hice girar rápidamente en la palma de mi mano. Enseguida empezó a lanzar destellos, brillando cada vez más intensamente hasta que tuve que entornar los ojos para mirarla. Finalmente cerré los dedos alrededor de su frío latido.
—Toma. —Le extendí mi mano, que resplandecía con un matiz rosado—. La he hecho brillar.
—Luz —susurró, cogiendo la moneda con expresión de asombro—. ¡Luz fría! ¿Durante cuánto tiempo puedes mantenerla así?
—No tengo que hacer nada para mantenerla así. Seguirá brillando hasta que yo la humedezca.
—¿Durante cuánto tiempo?
—¿Cuánto tiempo tarda el metal en convertirse en polvo? —Me encogí de hombros—. No lo sé. ¿Tu Pueblo sabe crear brillo?
—No. —Sus ojos se clavaron en los míos—. No guardo memoria de algo así.
—Entonces yo no pertenezco a tu Pueblo. —Intenté pronunciar las palabras prescindiendo del dolor de mi corazón—. Casi parece que somos simultáneos, pero no es así. Tú llegaste desde un sitio y yo desde otro.
«¡Ni siquiera a él! —grité para mis adentros—. ¡Ni siquiera pertenezco a él!» Lancé un profundo suspiro y dejé las emociones a un lado.
—Mira —le dije—. Ninguno de los dos encaja en un modelo. Tú te sales de él y yo también, y tú te sientes satisfecho con el argumento que explica por qué eres lo que eres. Yo aún no he encontrado mi explicación. ¿No podemos dejar las cosas así?
Low me cogió de los hombros y la moneda cayó junto al manantial. Me sacudió con un movimiento controlado, apenas más fuerte que el temblor de sus manos tensas.
—Te diré una cosa, Dita. ¡No estoy inventando ninguna historia! Yo pertenezco al Pueblo, tú también, y tu negativa no cambiará nada. Somos del mismo…
Durante un instante nos miramos con expresión obstinada y luego la tensión abandonó sus dedos y él los deslizó desde mis brazos hasta mis manos. Nos apartamos del manantial y empezamos a caminar sendero abajo, cogidos de la mano. Me volví para mirar, vi el brillo de la moneda y la humedecí.
«No —dije para mis adentros—. No es así. Si fuera verdad, lo sabría. No somos iguales. ¿Entonces qué soy yo? ¿Qué soy?», y bajé con paso cansado por el estrecho sendero.
Durante aquella época, en la escuela todo fue placidez, y Pete finalmente había decidido que el «dos» podía tener un nombre y un dibujo, y aprendió las palabras que designaban los números hasta el diez en un solo día.
Y Lucine, que para Low y para mí era el símbolo de nuestro propio encarcelamiento, florecía, gracias a nuestra ayuda, con el deleite que le producía poder leer su segunda cartilla elemental.
Pero recuerdo aquel último día sereno. Estaba sentada ante mi escritorio, repasando la décima carta que había recibido en respuesta a mis averiguaciones con respecto a un posible Chinee Joe, apuntando tristemente otro «no». Hasta ese momento había logrado ocultarle a Low el sorprendente episodio de Severeid Swanson. Quería devolverle yo misma su cañón, si éste existía. Quería que fuera un regalo mío para él… y para mi propio yo conmocionado. Sobre todo quería llegar a saber al menos una cosa con certeza, aunque eso me demostrara que estaba equivocada, o incluso me separara de Low. Una sola certeza sólida en todo este asunto sería un verdadero alivio y un punto de partida para estar realmente unidos.
A menudo deseaba poder coger a Severeid y sacudirlo hasta obtener mayor información, pero el hombre había desaparecido; había abandonado su trabajo sin retirar siquiera su último cheque. Nadie sabía a dónde había ido. La última vez que alguien de Kruper lo había visto fue a primeras horas de la mañana, después de que hablar conmigo. Había estado esperando en el cruce de carreteras, tembloroso, con las rodillas flojas y una botella en cada mano, sin molestarse siquiera en levantar el pulgar simplemente esperando que alguien se detuviera a recogerlo… y al parecer alguien lo había hecho. Le pregunté por él a Esperanza y ella se retorció dos veces la trenza gruesa y brillante.
—Es un borracho —dijo con indiferencia—. Y no inteligente. Quizá se perdió. —Le brillaron los ojos—. El año pasado se perdió y los polis lo encontraron en El Paso. Cuando volvió, me trajo un perfume. Tal vez se fue otra vez a El Paso. Era un perfume bonito. —Empezó a bajar la escalera—. Pero volverá —me aseguró—, a menos que esté muerto en alguna zanja.
Sacudí la cabeza y sonreí, de mala gana. Y pensar que reaccionaría como un león si alguna otra persona hablaba así de Severeid…
Suspiré y volví a ocuparme de mi decepcionante carta. De pronto fruncí el entrecejo y me agité incómoda en la silla. ¿Qué era lo que estaba mal? Me sentí muy incómoda. Comprobé mi estado físico. Luego recorrí la habitación con la mirada. Petie jugaba a los aviones mientras los dibujaba y el suave sonido del despegue era prácticamente lo único que se oía en el aula. Comprobé la comunicación silenciosa y noté que el plácido zumbido era igual al de siempre. De pronto volví a concentrarme. Oí un zumbido punzante, como el de una abeja furiosa… ¡un zumbido nefasto! ¿Quién era? Vi los ojos encendidos de Lucine y comprendí.
Jadeé ante el súbito fluir de la ira y el odio. Cuando intenté leer su mente fui rechazada… no de manera consciente sino como si jamás hubiera existido contacto entre nosotras. Me pasé las manos temblorosas por la falda, intentando borrar de ellas lo que había leído.
La campana del recreo me cogió tan de sorpresa que di un salto y me uní a la alegría de los chicos. En cuanto pude fui corriendo a la sala de la señora Kanz.
—Lucine va a tener otro ataque —dije sin preámbulos.
—¿Qué le hace suponer eso? —La señora Kanz anotó con rapidez un «46,5%» en la parte superior de un examen de literatura.
—No lo supongo. Lo sé. Y esta vez no será nada suave. Alguien resultará dañado si no hacemos algo.
La señora Kanz dejó su bolígrafo y cruzó las manos sobre el escritorio; sus labios se tensaron.
—Ha estado pensando demasiado en Lucine —dijo sin mostrar la menor satisfacción—. Si está llegando al punto de creer que puede predecir su conducta, está muy equivocada. La gente empezará a decir que la rara es usted. ¿Por qué no se olvida de ella y se concentra… por ejemplo…, en Low? Apuesto a que él es más divertido.
—Él también lo sabe —grité—. ¡Él le diría lo mismo! Sabe sobre Lucine más de lo que cualquiera puede imaginar.
—Eso es lo que he oído decir. —Su voz sonó con un ronroneo desagradable que yo no conocía—. Los han visto juntos en las colinas. Bueno, el retraso de ella sólo es mental. Recuerde que ahora tiene más de doce años y algunos hombres…
Golpeé el escritorio con la mano. Noté que me brillaban los ojos y la señora Kanz se echó hacia atrás como si hubiera recibido un golpe. Apoyó el dorso de una mano contra su mejilla, en actitud defensiva.
—Yo… —jadeó—. ¡Sólo estaba bromeando! Respiré profundamente para aliviar mi ira.
—¿Piensa hacer algo con respecto a Lucine? —pregunté en tono suave.
—¿Qué puedo hacer? ¿Acaso se puede hacer algo?
—Olvídelo —respondí en tono amargo—. Simplemente, olvídelo.
Estuve toda la tarde intentando comunicarme con Lucine, pero me resultó inaccesible. En el fondo, la violencia y el odio se deslizaban como la lava y en una ocasión —sin que nadie la provocara abiertamente— se estiró hasta la fila del costado y le pellizcó el brazo a Petie hasta que éste se echó a llorar.
Cuando sonó la última campana del día, estaba absorta, con el rostro vuelto hacia la pared.
—Ya puedes irte, Lucine —le dije a la taciturna desconocida que había reemplazado a la niña que yo conocía. Le puse una mano en el hombro. Ella se apartó con un movimiento rápido. Mientras se iba, vi su perfil. Tenía los músculos de la mandíbula hechos un nudo y las venas del cuello le sobresalían.
Regresé corriendo a mi casa y esperé, casi loca de preocupación, a que Low terminara su turno. Caminé de un lado a otro de la gastada alfombra oriental de la sala, rodeando la estufa de hierro colado. Miré una docena de veces desde detrás de las cortinas de encaje, entrecerrando los ojos tras los sucios cristales de las ventanas. Mientras caminaba golpeaba suavemente mi puño contra la palma, y sentí un dolor físico cuando el teléfono de la pared sonó inesperadamente.
Cogí el teléfono con brusquedad.
—¡Sí! —grité—. ¡Diga!
—Marie. Quiero hablar con Marie. —La voz sonaba dlistante y agrietada—. Dígale a Marie que tengo que hablar con ella.
Llamé a Marie y mientras ella hablaba salí hasta el porche. Me paseé de un lado a otro y la voz de Marie se elevaba y descendía cada vez que yo pasaba junto a la puerta.
—… bueno, hace tiempo que lo esperaba. Una chica loca como ella…
—¡Lucine! —grité y entré corriendo—. ¿Qué ocurrió?
—¿Lucine? —Marie me miró frunciendo el ceño—. ¿Qué tiene que ver Lucine con todo esto? Anoche la hija de Marson se fugó con un minero de Golden Turkey. Él tiene por lo menos cincuenta y ella acaba de cumplir los dieciséis. —Volvió a acercar la boca al micrófono del teléfono—. ¿Sí, sí? —Sus ojos brillaron con avidez.
Regresé a la puerta justo a tiempo para ver el coche que frenaba. Cogí el abrigo y bajé los escalones al mismo tiempo que la puerta del coche se abría.
—¿Lucine? —pregunté jadeando.
—Sí. —El jefe de policía me abrió la puerta de atrás y su ayudante me miró con ojos desorbitados—. ¿Dónde está?
—No lo sé —respondí—. ¿Qué ha ocurrido?
—Mientras iba a su casa se volvió loca. —El coche arrancó y se alejó del hotel—. Cogió a Petie de los talones y lo golpeó contra una roca. Ahuyentó a los otros chicos tirándoles piedras y volvió a ocuparse de Petie. Él sigue vivo, pero el médico perdió la cuenta de los puntos que tuvo que darle y todavía siguen haciéndole transfusiones. La señora Kanz dice que es probable que usted sepa dónde está la chica.
—No. —Cerré los ojos y tragué saliva—. Pero la encontraremos. Primero vayamos a buscar a Low.
El autobús que trasladaba a los trabajadores estaba aparcando en la gasolinera.
Low bajó del autobús y se metió en el coche del jefe del policía antes de que nadie pronunciara una sola palabra. Al darle la mano vi mi ansiedad reflejada en su rostro.
Durante las dos horas siguientes recorrimos los caminos de Kruper. Fuimos a todos los lugares en los que pensamos que podía estar Lucine pero no logré percibir su presencia en ningún sitio, ni en las laderas de las colinas cubiertas de arbustos ni en las montañas salpicadas de pinos.
—Daremos otra vuelta por Poland Canyon. Si no encontramos nada tendremos que conseguir un pelotón y los perros de caza de Claude. —El jefe de policía se acercó a la ladera empinada de la entrada del cañón—. Me sorprende que una chica pueda haber desaparecido tan rápidamente.
—No la habéis visto correr de verdad —intervino Low—. No puede hacerlo si hay gente alrededor. Sólo es un poco más lenta que un avión y es capaz de hacerme caer en cualquier momento. Sencillamente pone la marcha superdirecta y empieza a correr. Podría vencer a los perros de caza de Claude sin proponérselo.
—¡Pare! —Me cogí al respaldo del asiento—. ¡Pare el coche!
El coche tenía buenos frenos. Nos enderezamos y bajamos.
—Por allí —señalé—. Está por allí, en algún lugar. —Miramos la ladera cubierta de maleza que se alzaba al otro lado del cañón.
—¡Demonios! —protestó el jefe de policía—. ¡En Cleo II, no! Es un agujero infernal en el que no quedó nada más que malas vibraciones desde que abrieron el primer pozo. Agua y gas y arena suelta y todos los maleficios habidos y por haber. He rescatado de allí a unos cuantos hombres muertos… Y antes que yo, mi padre. ¿Qué le hace pensar que ella está allí, señorita? ¿Usted ha visto algo?
—Sé que está allí, en algún sitio —dije evasivamente—. Tal vez no en la mina, pero sí allí dentro.
—Vayamos a mirar —dijo el jefe de policía, suspirando—. Daría cualquier cosa por saber cómo la vio desde el otro lado del coche. —Bajó y asió el revólver.
—¿Un arma? —pregunté, jadeando—. ¿Para Lucine?
—Usted no ha visto a Petie, ¿verdad? —me preguntó él—. Yo sí. Y cuando voy a cazar un animal llevo armas.
—¡No! —grité—. Ella vendrá a buscarnos.
—Puede que sí —dijo el agente en tono pensativo—. O puede que no.
Cruzamos la carretera y entramos en el cañón.
—¿Estás segura, Dita? —susurró Low—. Yo no percibo en absoluto su presencia. Sólo un depredador…
—Esa es Lucine —dije con un nudo en la garganta—. Esa es Lucine.
Noté que Low se encogía.
—¿Ese… ese animal?
—Ese animal. ¿Nosotros lo creamos? Tal vez tendríamos que haberla dejado en paz.
—No lo sé. —Sentí dolor por su aflicción—. Que Dios me ayude, pero no lo sé.
Lucine estaba en Cleo II.
Por encima del tenso silencio logramos oír las rocas que se deslizaban en el interior cada vez que ella se movía. Sentí que me mareaba.
—¡Lucine! —La llamé en la oscuridad del pozo—. ¡Lucine, sal. Es hora de volver a casa!
Una piedra del tamaño de un puño me hizo tambalear y me llevé una mano al hombro lastimado.
—¡Lucine! —La voz de Low era imponente y se abrió paso en la mina. Se oyó un gruñido de respuesta.
—¿Y bien? —El jefe de policía nos miró.
—Está completamente loca —aseguró Low—. No podemos llegar a ella.
—¡Demonios! —maldijo el policía—. ¿Cómo haremos para sacarla de allí?
Nadie conocía la respuesta y nos miramos con expresión incómoda mientras el sol del atardecer caía sobre nuestras espaldas e iluminaba suavemente la entrada de la mina. Se oyó el repentino ruido de unas rocas que caían cerca de nosotros, golpeando el suelo y tropezando entre los arbustos, y luego un aullido gutural que me perforó los huesos e hizo que el jefe de policía palideciera.
—Le voy a disparar —dijo en tono débil—. La mataré de un disparo. —Levantó el arma y avanzó arrastrando los pies.
—¡No! —grité—. ¡Es una niña! ¡Una niña pequeña!
Volvió la mirada hacia mí y torció la boca.
—¿Eso? —preguntó y escupió en el suelo.
Su ayudante le dio un tirón de la manga, lo llevó aparte y le dijo algo en voz baja. Miré a Low, incómoda. Él seguía buscando a Lucine, con los ojos cerrados y el rostro tenso.
Los dos hombres juntaron unas cuantas piedras pequeñas y las colocaron al alcance de la mano, cerca de la entrada de la mina. Entonces respiraron profundamente, y comenzaron un firme bombardeo contra la mina. Desde el interior llegó una breve respuesta y luego un aullido desgarrado que se desvaneció cuando Lucine retrocedió y se internó aún más en la oscuridad.
—¡Hay que cogerla! —Los dos hombres redoblaron sus esfuerzos al tiempo que se acercaban a la entrada; Low me puso una mano en el hombro para evitar que los siguiera.
—Allí dentro hay un declive —me informó—. Están intentando que ella se acerque a él. Una vez arrojé allí una piedra y no la oí tocar el fondo.
—¡Eso es un asesinato! —grité, apartándome de él y aferrándome al brazo del policía—. ¡Deténgase!
—No se puede hacer otra cosa con ella —gruñó él y sus músculos se tensaron bajo mi mano—. Es mejor que esté muerta ella y no Petie y todos nosotros. Se está preparando para asesinar.
—Yo la convenceré —grité, al tiempo que caía de rodillas y ocultaba mi rostro entre las manos—. Yo la convenceré. Concédame un minuto. —Me concentré como jamás lo había hecho. Hice que mi mente abandonara mi cuerpo y entrara en la oscuridad de la mina, en una profundidad más intensa y más horrible que la oscuridad, y luché con la negrura de la mente de Lucine hasta que sentí que se elevaba de manera incontrolable dentro de mi propia mente. Insistí, con terquedad, intentando encender una chispa de razón bajo el borde de esa iracunda sinrazón para que se filtrara en ella una pequeña dosis de cordura. Low me alcanzó en el preciso instante en que la corriente empezaba a tragarme. Me sujetó hasta que logré arrancar mi ser de aquel infierno.
De pronto se oyó que algo retumbaba en el interior de la colina: un crujido y una nube amarilla de polvo que llegó hasta la entrada.
Se oyó el aullido de un animal que se interrumpía bruscamente, y luego un grito de absoluto dolor y terror… el alarido aterrorizado de una criatura, un despertar horrorizado en la oscuridad, un grito que imploraba ayuda, que pedía luz.
—¡Es Lucine! —dije entre sollozos—. Ha vuelto. ¿Qué ocurrió?
—¡El socavón! —dijo el sheriff tensando la mandíbula—. Los puntales quedaron destruidos hace varios años. Supongo que ahora la tenemos.
—Pero vuelve a ser ella —señaló Low—. Tenemos que conseguir que salga.
—Si ese socavón está donde yo pienso —anunció el jefe de policía—, ella está perdida. Allí hay una franja de terreno en la que sólo hay lodo. El lodo más líquido y resbaladizo que jamás hayan visto. Brota como un chorro de agua. Y puede ahogar a cualquiera. —Sus labios se tensaron—. El primer muerto que vi en mi vida fue el que saqué de este lodazal. Creo que yo tenía dieciséis años… era el más delgado del grupo… así que me hicieron entrar cuando tuvieron localizado el cuerpo y lograron improvisar una contención. Lo sacamos arrastrándolo de los pies. Un individuo obstinado… lo sacamos del lodazal como de un pantano. Ahogado en la tierra. También nos las veremos y nos las desearemos para sacarla a ella.
»Bien —se arremangó la camisa Levi’s—, será mejor que vayamos a la ciudad y regresemos con un pelotón.
—No está muerta —les comunicó Low—. Aún respira. Está atrapada debajo de algo y no puede soltarse.
El jefe de policía lo miró entrecerrando los ojos.
—He oído decir que usted está un poco chiflado —señaló—. Cuando habla así me da la impresión de que es usted el que tiene un ataque.
»¿Quiere regresar a la ciudad, señora? —Su voz se suavizó—. Aquí ya no puede hacer nada. Ella está desahuciada.
—No, no lo está —dije—. Sigue viva. Puedo oírla.
—¡Demonios! —murmuró él—. Los dos igual. Bien, de acuerdo. Quedan a cargo de vigilar la mina para que no desaparezca mientras yo estoy fuera. —Sonrió amargamente con su propia broma y se marchó acompañado por su ayudante.
Escuchamos los ecos del motor hasta que se desvanecieron en la quietud que dominaba las colinas pobladas de árboles. Oímos el suave viento entre los arbustos y el grito lejano de algún ave. Luego, el sonido de nuestro propio pulso y el temeroso desconcierto que dominaba a Lucine. Y oímos el dolor que empezaba a golpear el cuerpo de la niña con sus martillos metálicos, y la penetrante punzada de agonía que alcanzó un brillante y vibrante clímax, cayendo repentinamente hasta el plano inconsciente. Entonces los dos avanzamos a tientas en la oscuridad del túnel. Tropecé y caí y sentí una pesada corriente que se extendía sobre mi regazo, tironeándome hacia abajo. Low avanzaba con dificultad delante de mí.
—Regresa —me advirtió—. ¡Regresa, o quedaremos atrapados los dos!
—¡No! —grité, intentando seguir adelante—. No puedo dejarte.
—Regresa —insistió—. Yo la encontraré y la retendré hasta que ellos regresen. Tú tienes que ayudarme a mantener apartado el lodo.
—No puedo —me lamenté—. ¡No sé cómo hacerlo!
—Noté la pesadez en mi regazo.
—Sí, lo sabes —dijo Low en voz baja—. Mira y verás.
Recorrí otra vez la interminable distancia de la que no había tenido conciencia mientras avanzaba, y al llegar a la entrada de la mina me agaché y me llevé las manos sucias a la cara. Miré en lo profundo de mi ser, en un abismo que se convirtió en una cumbre. Me elevé, en cuerpo y alma, hasta que descubrí una nueva Creencia, una nueva habilidad, y lenta, muy lentamente contuve la deslizante marea seca dentro de mi mente…, y poco a poco empecé a separar el negro torrente que había cubierto a Lucine, de modo que sólo el arco de su brazo mantenía su boca y su nariz libres del lodo invasor.
Low se abrió paso entre la masa, luchando por llegar a Lucine antes de que todo el aire quedara consumido.
Estábamos unidos, llevando a cabo un trabajo tan delicado que ya no éramos dos personas. Éramos una sola, pero formábamos una multitud, unidos en este esfuerzo inaudito. Como cada uno era el otro, no necesitábamos palabras mientras nos esforzábamos en alcanzar a Lucine. Encontramos una rodilla doblada, el ruedo roto de una falda, un tobillo torcido, y el borde astillado del tronco que la tenía atrapada. Contuve el lodo mientras Low se abría paso hasta encontrar la cabeza de la niña. Despejamos un espacio más grande para su rostro. Trabajamos cuidadosamente para liberar su cuerpo. Finalmente, Low sostuvo sus hombros fláccidos y… ¡la perdimos! La perdimos completamente, en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Low! —grité, poniéndome de pie en la entrada del túnel; pero el sonido de mi grito quedó ahogado en el fuerte crujido que sacudió la tierra. Observé horrorizada la ladera que se rizaba y se hundía en el silencio después de que un puñado de piedras casi ocultas en una bocanada de humo cayera estrepitosamente hasta mis pies.
Volví a gritar y el cielo giró en una vertiginosa espiral bordeada por las puntiagudas copas de los pinos, y de repente, inexplicablemente, Severeid Swanson apareció en las copas de los árboles, girando con ellos, al tiempo que decía:
—¡Señorita! ¡Señorita!
El mundo se estabilizó como si una mano se hubiera apoyado sobre él. Me puse de pie haciendo un esfuerzo.
—¡Severeid! —grité—. ¡Están allí! ¡Ayúdeme a sacarlos! ¡Ayúdeme!
—Señorita —Severeid se encogió de hombros, con expresión de impotencia—, no comprendo. Traje a uno que vuela. Voy a buscarlo. Usted dijo que tenía que encontrarlos. Yo lo encontré. ¿Qué hace aquí fuera llorando?
Antes de tomar conciencia de que había otra persona de pie junto a Severeid sentí esa presencia en mi mente. Antes de que pudiera convertir mi jadeo en palabras, éstas me fueron arrebatadas. Antes de que pudiera moverme oí que las rocas se partían, caí de rodillas y observé aterrorizada toda la colina que se elevaba y se abría como un surco de tierra bajo un arado. Vi que el lodo surgía como un manantial amarillo rojizo por encima del surco, que Low y Lucine se elevaban junto con el lodo, que la ladera se replegaba sobre sí misma. Vi que Low y Lucine descendían hasta el suelo, delante de mí, y luego la luz que se desvanecía mientras yo caía hacia delante y las puntas de mis dedos rozaban la curva de la mejilla de Low exactamente antes de beberme la oscuridad.
El sol lo dominaba todo. A través de la delgada manta podía sentir el acolchado de la arena fina debajo de mi mejilla. Oí el aire frío que soplaba por encima de mi cabeza, silbando entre los árboles, pero donde nosotros estábamos el calor del sol de finales del otoño se acumulaba en el granito y entraba a raudales en nuestro minúsculo filón de la montaña. Sin necesidad de moverme logré llegar a Low, a Valancy y a Jemmy. Sin abrir los ojos los vi a mi alrededor, dándome fuerzas. El momento era demasiado bueno para que durara. Giré y me levanté.
—Volved a explicarme —dije—. ¿Cómo hizo Severeid para encontraros la segunda vez?
No tuve en cuenta la mirada indulgente que intercambiaron Valancy y Jemmy. No me importó sentirme como una criatura… si ellos eran la medida de los adultos.
—La primera vez que nos vio —dijo Jemmy— fue cuando se echó a dormir la mona al otro lado de una roca junto a la cual habíamos decidido hacer un picnic. Estaba tan borracho, o parecía tan infantil, o ambas cosas, que no se sorprendió ni se desconcertó al ver que nos elevábamos y nos desplazábamos por el cielo. Estaba desconcertado y deleitado. Creyó que había muerto y que se encontraba en el purgatorio, y tuvimos que retenerlo para evitar que se uniera a nosotros. Por supuesto, antes de dejarlo marchar bloqueamos su memoria con respecto a nosotros para que no pudiera mencionarnos delante de nadie salvo a otros miembros del Pueblo. —Jemmy me sonrió—. Es por eso que quedamos verdaderamente impresionados cuando descubrimos que te lo había dicho a ti, aunque tú no perteneces al Pueblo. Al menos no perteneces al Hogar. Eres el tercer golpe a nuestra mentalidad pueblerina. Peter y Bethie fueron el primero, pero al menos ellos pertenecían a medias al Pueblo, pero tú… —sacudió la cabeza con pesar—, tú simplemente no sabes cuál es tu origen.
—Así es. —Me estremecí al recordar los largos años que había pasado intentando averiguarlo—. No conozco mi origen… —Y me relajé bajo la triple seguridad que fluía en mi interior desde la mente de Low, de Jemmy y de su Valancy.
—Bien, cuando tú le dijiste a Severeid que querías encontrarnos, él regresó al terreno de nuestro antiguo picnic con toda la lucidez de que es capaz un borracho. Debió de estar acurrucado sobre esa minúscula fogata durante varios días antes de que lo encontráramos… abrasado de sed y sin haber probado bocado en mucho tiempo. —Jemmy lanzó un profundo suspiro.
»Bueno, cuando descubrimos que Severeid conocía la existencia de lo que pensábamos que eran otros dos miembros del Pueblo… al fin y al cabo, hemos estado reuniendo miembros desde que llegaron las primeras naves. Lo dormimos durante el tiempo que duró el viaje hasta aquí. Se habría sentido muy mal con la velocidad y la altitud del viaje de regreso, sobre todo teniendo en cuenta que no teníamos coche ni avión.
»Percibí tu esfuerzo por salvar a Lucine cuando todavía estábamos a varios kilómetros de distancia y, alabado sea el Poder, llegamos a tiempo.
—Sí —suspiré, aprovechando el calor de la mano de Low para descongelar mi recuerdo de aquel momento.
—Es el trenzado más rápido que hice jamás —comentó Jemmy—. Y la primera vez que lo hago a una escala como ésa. No estaba seguro de que la luz de los últimos rayos del sol, sin la luna, resultaran suficientemente fuertes, de modo que yo mismo quedé boquiabierto al ver cómo se abría la montaña. —Sonrió débilmente—. Tal vez sería mejor que reprimiéramos la práctica de algunas de nuestras Creencias. ¡Fue realmente impresionante!
—¡Ya lo creo! —Me estremecí—. Me pregunto qué piensa Severeid de todo el asunto.
—Hicimos que Severeid olvidara todo el episodio de la mina —dijo Valancy—. Pero, como diría Jemmy, el jefe de policía parecía muy impresionado cuando llegó de vuelta con su pelotón. Lo único que pudo decir fue: «¡Demonios! ¡Cleo II por fin ha desaparecido!»
—¿Y Lucine? —pregunté, saboreando la respuesta que ya conocía.
—Lucine está aprendiendo —informó Valancy—. Bethie, nuestra Sensitiva, descubrió lo que funcionaba mal y ya lo ha arreglado. Será una persona normal dentro de muy poco tiempo.
—¿Y yo? —suspiré, con la esperanza de conocer la respuesta.
—¡Eres de los nuestros! —me gritaron los tres—. ¡Terrícola o no, eres de los nuestros!
—¡Pero qué problema! —dijo Jemmy—. Pensamos que los teníamos catalogados a todos. Están los que pertenecen completamente al Pueblo, y los que pertenecen al Pueblo y a la Tierra, como Bethie y Peter. Y entonces apareces tú. ¡No perteneces al Pueblo en ningún sentido!
—Sin embargo, pareces una confirmación de algo sobre lo cual nos hemos estado haciendo preguntas —comentó Valancy—. Tal vez después de todo este tiempo, la gente de la Tierra también empieza a poseer las Creencias. Hemos tenido indicios de que ha habido tales desarrollos. No teníamos idea de que alguien hubiera llegado tan lejos. Para no hablar de cuántos habrá en el mundo entero que esperan ser descubiertos.
—Que se ocultan, querrás decir —puntualicé—. Nadie va por ahí pidiendo que lo descubran. No después de las primeras reacciones que provoca. O, tal vez con el primer descubrimiento uno se apresura a compartir el asombro, pero enseguida aprende a ocultarse.
—¡Pero te pareces mucho a nosotros! —gritó Valancy—. Perteneces a dos mundos y sin embargo te pareces mucho a nosotros.
—Pero ella no puede elevar objetos —bromeó Low.
—Y tú no puedes crear brillos —repliqué.
—Y tú no puedes trenzar el sol y la luna —intervino Jemmy.
—Ni vosotros podéis formar un grupo de nubes —señalé—. Y si no dejáis de importunarme, lo haré ahora mismo y cogeré el chaparrón de… de Morenci y os empaparé a todos.
—Y podría hacerlo —dijo Valancy, riendo—. Y nosotros no podemos, así que dejémosla en paz.
Todos guardamos silencio y nos relajamos sobre la arena caliente hasta que Jemmy se giró y abrió un ojo.
—¿Sabes, Valancy? Dita y Low pueden comunicarse más libremente que tú y yo. En el caso de ellos a veces es casi involuntario.
Valancy también se giró.
—Sí —confirmó—. Y Dita también puede bloquearme. Se supone que sólo una Reparadora puede bloquear a otra Reparadora, pero ella no lo es.
Jemmy sacudió la cabeza.
—¡Igual que los terrícolas! Nunca van al mismo ritmo de los demás. ¡Esta chica va a ser todo un problema a resolver!
—Sí —intervino Low en una comunicación sin palabras—. Un problema y medio. Pero creo que yo igual me quedaré con ella. —Sentí su tierna risa.
Cerré los ojos bajo el sol y sentí que el brillo dorado me atravesaba los párpados.
«No soy una persona perdida —pensé sin poder creerlo, deleitada—. ¡Realmente, no soy una persona perdida!»
Apreté con fuerza el borde de mi sueño, sabiendo finalmente, con certeza, que algún día sería capaz de abarcar todo su tejido, no sólo para envolverme sino para envolver a otros que estaban perdidos y desorientados. Algún día todos seríamos lo que ahora sólo era un sueño.
Me adormecí levemente, con la mano tibia de Low sobre la mejilla, y me quedé dormida… ya no tenía miedo a despertar.
Cinco
—¡Oh! ¡Pero…! —Lea pareció entusiasmada—. Tal vez, tal vez… —Se volvió al sentir la presión de una mano sobre su hombro y encontró los ojos comprensivos de Melodye.
—No —dijo—. Aún somos Extrañas. Ocurre lo mismo que con el color de los ojos. Los tienes de color pardo, o no. Nosotras no pertenecemos al Pueblo. Estamos hechas de otra pasta.
—Entonces me parece que te estás poniendo gorda por el solo hecho de verla y olerla —sentenció el doctor Curtis.
—¡Gorda! —se quejó Melodye—. ¡Oh, no! Después de todos mis esfuerzos…
—Bueno, tal vez «alimentada» sería un término más discreto, además de más exacto. No pareces estar consumiéndote.
—Quizá —dijo Melodye con expresión seria—, quizá porque sé que puede existir este tipo de comunicación entre los miembros del Pueblo, y porque yo misma intento alcanzarla, me he vuelto más receptiva a las comunicaciones que provienen de una fuente que no sabe de Extraños… ni de este u oeste… ni de esclavos ni de libres…
—Hmm —dijo el doctor Curtis—. Ése es un punto sobre el que habría que reflexionar.
Karen y Lea se separaron del grupo que parloteaba con entusiasmo al pasar junto a la casa. Las dos chicas se entretuvieron, acurrucadas en sus abrigos, hasta que el sonido de las otras voces se desvaneció en los ecos sombríos del interior del cañón. Lea levantó la barbilla y percibió la brisa fría.
—Karen, ¿crees que alguna vez me recuperaré? —preguntó.
—Si no estás demasiado enamorada de tus dificultades… —respondió Karen mientras apoyaba la mano en el picaporte—. Si no estás demasiado dispuesta a colocarte «más cerca del deseo de tu corazón». Podemos pensar que se trata de un «lamentable esquema», pero tenemos que aprender que nuestro juicio no es completamente válido y tampoco es la estrella polar que guía nuestra travesía. Con demasiada frecuencia nos movemos basándonos en la premisa de que lo que nosotros pensamos tiene que ser la norma que rige todas las cosas. La verdad es que te resultaría muy reconfortante admitir que no eres tú quien rige el universo… que no eres responsable de todo y que hay un montón de cosas que puedes hacer y debes dejar en manos de los demás…
—Soltar… —Lea se miró las manos apretadas—. Las he tenido así durante tanto tiempo que me extraña que las uñas no me hayan traspasado las palmas.
—¡Vaya manera de ahorrarte el esmalte de uñas! —dijo Karen, riendo—. Pero vamos… a la cama, a la cama. ¡Oh, me sentiré tan feliz cuando pueda llevarte a la colina…! —Abrió la puerta y entró, tironeando de su chaqueta—. Me muero de ganas de hablar contigo, de mantener una charla como las que suelen mantener en el mundo exterior. Cuando vivía allí me aficioné a ello. —Su voz se desvaneció. Lea miró las estrellas brillantes que salpicaban el horizonte cercano.
«Las estrellas caen —pensó—, en las colinas y en la oscuridad. La oscuridad sube hasta las colinas y las estrellas. Y aquí, en el porche, hay un sitio vacío a mi medida que intenta Convertirse. Resulta tan difícil reconciliar la oscuridad con las estrellas… ¿pero qué somos nosotros sino un intento de reconciliación?»
La noche volvió a caer. Lea tuvo la impresión de que el tiempo era como un abanico. Los atardeceres eran las varillas palpables y cuidadosamente talladas del abanico que conservaban su identidad con firmeza. Los días se plegaban dócilmente entre las noches… días que contenían pautas sólo en el hecho de que estaban flanqueadas por las noches… días plegados y garabateados sobre lo ininteligible. Se mantuvo cuidadosamente apartada de cualquier intento de leer los garabatos. Si tenían algún significado, no quería conocerlo. Siempre que pudiera transformar los significados en algo, o intentar relacionar una cosa con otra… sólo entonces podría mantener la precaria paz de los días plegados y las noches activas.
Se acomodó casi con deleite en el escritorio que se había vuelto agradablemente familiar. «Es casi lo mismo que dragarme con películas, con fibras o con la televisión —pensó—. Traigo la mente vacía a las Reuniones, dejo que los relatos fluyan en mi mente y vuelvo a llevarla vacía a casa». ¿A casa? ¿Al Hogar? Sintió el puño que le apretaba el pecho y se retorcía bruscamente, pero se concentró con obstinación en las luces que brillaban desde el cielorraso. Las miró atentamente.
—No son luces eléctricas —le dijo a Karen en un susurro—. Ni linternas. ¿Qué son?
—Luces —dijo Karen, sonriendo—. Cada una cuesta una moneda de diez centavos. Una moneda y Dita. Ella las encendió para nosotros. He estado practicando sin parar, y el otro día estuve a punto de encender una. —Rió de mala gana—. ¡Y pensar que es una Extraña! Te diré una cosa, Lea: nunca sabes en qué medida utilizas el orgullo para mantenerte abrigada en este frío hasta que alguien abre un orificio en él y te estremeces con la corriente. ¡Dita es lo que todos necesitábamos, bendita sea!
—Hola. —El doctor Curtis se deslizó en su asiento, junto a Lea—. Te gustará el relato de esta noche —le dijo—. Tú tienes muchas cosas en común con la señorita Carolle. Me parece muy interesante… me refiero a la historia, y también a las semejanzas. Bueno, de cualquier manera, creo que la historia es interesante porque mi propia mano italiana… —Bajó la voz cuando la señorita Carolle subió por el pasillo.
«¡Vaya, es lisiada! —pensó Lea, sorprendida—. O lo ha sido», se corrigió. Entonces pensó qué tendría la señorita Carolle que le hacía pensar en minusvalías.
«¿Minusvalías?», Lea se sonrojó. «¿Y yo tengo muchas cosas en común con ella?» Dobló la punta de su Kleenex. «Por supuesto», admitió con humildad, bajando la cabeza. «Minusválida… lisiada…» Contuvo el aliento mientras la oscuridad se hacía más intensa. Antes de que las minúsculas gotas de sudor frío hubieran tenido tiempo de formarse en su labio superior y en la línea del nacimiento del pelo sintió que Karen la tocaba con fuerza curadora. «Gracias, mi jarabe calmante», pensó irónicamente.
—¡No seas tonta! —Oyó que Karen le decía en tono brusco—. Ríete de los vendajes después de que ha caído la costra.
La señorita Carolle murmuró tras el repentino silencio:
—Hoy nos reunimos en Su Nombre.
Lea dejó que el mundo abandonara todo su ser.
—Tengo el tema de una canción, no un tema cualquiera —anunció la señorita Carolle—. ¿Preparados?
La música vibró suavemente desde ninguna parte y desde todos los rincones. Lea se sintió envuelta en su suave plenitud. Entonces una voz clara entonó la melodía tan suavemente y sin violencia que a Lea le pareció que la música misma había modulado las palabras, dando voz a un grito que le pertenecía a ella y que nunca había encontrado expresión.
Por los ríos de Babilonia,
donde nos sentamos y lloramos,
recordando a Sión
colgamos nuestras arpas
en los sauces que se alzaban en la niebla.
Porque aquellos que nos tomaron como cautivos
nos pidieron una canción
y los que nos asolaron
nos pidieron alegría
diciendo: «Cantadnos una de las canciones de Sión».
¿Cómo vamos a cantar la canción del Señor
en una tierra extraña?
Lea cerró los ojos y sintió que las lágrimas se formaban bajo sus párpados. Puso la cabeza sobre los brazos, en la parte superior del pupitre, y ocultó el rostro. Su corazón, desgarrado por la angustia de la música, se sentía dolorido por todos los cautivos que habían sido, cualquiera que fuera la cautividad, pero sobre todo por aquellos que se iban al exilio, que se encerraban en ellos mismos y perdían la llave.
La multitud escuchaba atentamente mientras la señorita Carolle unía las palmas de las manos, extendiendo y tensando los dedos, y comenzaba su relato.
CAUTIVIDAD
Supongo que muchas almas solitarias se han sentado junto a su ventana muchas noches para mirar la luz de la luna y han sentido una tristeza que no conoce alivio, una tristeza subrayada por una belleza que es, en sí misma, una agradable forma de aflicción… pero muy pocos han visto lo que yo vi aquella noche.
Me apoyé contra el marco de la ventana, lo suficientemente cerca para que la luz que entraba bañara mis pies descalzos y el ruedo de mi bata y salpicara de blanco el pie de mi cama, pero no captó ninguno de mis rasgos para identificarme como una persona separada de la noche. Estaba disfrutando brevemente de la magia de esa belleza antes de que la luna se perdiera detrás del espeso bosquecillo de álamos que bordeaba el arroyo, más abajo de la curva del jardín posterior. El primer montón de hojas había hecho un dibujo contra el borde de la luna en el momento en que lo vi… era el niño Francher. Sentí un arrebato momentáneo de decepción y fastidio por el hecho de que esta belleza perfecta quedara estropeada por la presencia de una persona, al margen de que fuera Francher, pero mi fastidio disminuyó a medida que crecía mi interés.
¿Qué estaba haciendo él… medio negro y medio blanco en el borde de la luna? En el desorden de la ciudad, la tienda de Groman se alzaba furtivamente en un ángulo hasta llegar al patio trasero de la casa de los Somanson, donde yo me alojaba, a menos de seis metros de distancia. Las ventanas altas y diminutas que había debajo de los aleros de la tienda parpadeaban bajo la luz. Francher estaba de pie, de espaldas a la luna, contemplando las ventanas. Me incliné un poco más para mirar. Había una actitud alerta en sus hombros, un preludio de movimiento, el comienzo de algo. Y allí estaba él… en las ventanas, empujando suavemente los cristales, abriendo un rectángulo oscuro contra el costado blanco de la tienda. Después desapareció. Parpadeé y volví a mirar. Tienda. Ventanas. Una se abrió de par en par. Francher no estaba. Ventanas pequeñas. Muy altas, debajo de los aleros. Una se abrió de par en par. Francher no estaba.
Entonces la abertura se movió desde dentro, y Francher apareció con las dos manos llenas de algo y se deslizó por la luz de la luna hasta el suelo.
«¡Mira eso! —me dije—. ¡Vaya! ¡Mira eso!»
Francher se sentó en un extremo de una tabla de madera que estaba a medias en nuestro jardín y a medias detrás de la tienda. Acomodó cuidadosa y pulcramente su botín encima de la tabla. Tres Coca-Colas, una caja de caramelos y una enorme armónica que hacía años que estaba en la tienda. Se quedó sentado, estudiando los artículos, tocándolos uno a uno con la punta del dedo. Entonces cogió una Coca-Cola y miró atentamente la tapa. Abrió la caja de caramelos y volvió a cerrarla. Dejó correr un dedo por la armónica y luego la levantó entre los dedos índices de las dos manos. La sujetó bajo la luz de la luna y la miró, haciendo girar lentamente la cabeza de un extremo a otro de la armónica. Y mientras la hacía girar lentamente oí una escala musical que ascendía y luego descendía. Una nota tras otra que sonaban suave pero claramente en el silencio de la noche.
La luna abría orificios en las copas de los álamos y el patio empezaba a poblarse de sombras. Oí las notas que ascendían rápidamente y volvían a caer en cascada, y vi el destello y el brillo cromado de la armónica que danzaba de la sombra a la luz y otra vez a la sombra, sonando en el aire, intacta. Entonces la luna encontró una abertura en los árboles y apuntó a Francher casi con violencia. Éste estaba sentado sobre la tabla, con la vista fija en la armónica y con una débil sonrisa dibujada en su rostro habitualmente taciturno. Y la armónica le cantaba su callada canción mientras él la miraba. Su rostro se ensombreció repentinamente al observar los objetos que había colocado sobre la tabla. De pronto los juntó y subió por la luz de la luna hasta la pequeña ventana y se deslizó al otro lado, metiendo primero la cabeza. Detrás de él, sola y descuidada, la armónica danzó y jugueteó, suspendida y precipitándose como una libélula. Entonces el chico volvió a aparecer, sacando primero la cabeza. Se sentó en el aire con las piernas cruzadas, junto a la armónica, y observó y escuchó. La alegre danza se hizo más lenta y cambió. La armónica gritó débilmente bajo la luz de la luna, con un grito dolorido y suplicante mientras ascendía trazando una espiral y giraba hasta deslizarse por la ventana abierta, perdiendo su voz en la oscuridad. La ventana se cerró y Francher se apoyó en el suelo haciendo un ruido sordo. Se perdió en las sombras, con los codos echados hacia atrás y los puños metidos en los bolsillos.
Solté el fragmento de cortina en el que mis dedos apretados habían abierto cuatro agujeros del tamaño de la uña y lancé un suspiro. Observé la tabla vacía y me humedecí los labios. Aspiré el aire de la montaña que, supuestamente, me hacía tanto bien, y me aparté de la ventana. Por milésima vez murmuré: «No lo haré», y avancé a tientas hacia la cama. Por milésima vez logré llegar hasta las muletas y subí al borde de la cama. Arrastré la mitad insensible de mi cuerpo por encima, preparándome para dormir. Me apoyé en la almohada y puse las manos en la nuca, con los codos levantados a ambos lados. Observé fijamente el cuadrado de luz que formaba la ventana hasta que se estremeció y se arrugó ante mis cansados ojos. Mi mente sólo mordisqueaba lo ocurrido y no mostró inclinación por clavar el diente en ningún tipo de explicación. Me desperté sobresaltada y descubrí que la luz de la luna había desaparecido, que tenía los brazos dormidos y no había pronunciado mis oraciones.
Arropada y envuelta en el conocido consuelo de mis oraciones, me deslicé en el sueño, siguiendo la danza y el brillo de una armónica que gritaba bajo la luz de la luna.
La luz del sol de la mañana se deslizó por la mesa del desayuno de la pensión, proyectando enormes sombras detrás de los copos de maíz desparramados al otro lado del azucarero. Parpadeé con el brillo y me sentí agraviada por el hecho de que hubiera algo vivo y activo y tan… tan… alentador a esa hora de la mañana. Me apoyé en los codos, por encima de la taza de café, y vi una expresión tan negra como éste.
«… ese chico, Francher».
Giré la cabeza hacia arriba sobre el eje de mis dos manos y el interés me atrapó. «Anoche —recordé a medias—, anoche…»
—Renuncio. —Anna Semper puso una tercera cucharada de azúcar en el café y lo removió con expresión taciturna—. Todos los chicos tienen algo… quiero decir que existe alguna manera de llegar a todos los chicos. A todos salvo a Francher. No tengo forma de llegar a él. Si fuera agresivo, o activamente cruel, o activamente cualquier cosa, tal vez podría hacer algo. Pero simplemente se queda ahí sentado como un vegetal. Entonces, cuando por fin hace algo, sólo lo suficiente para que no lo cateen, me vuelvo tan loca que podría destrozar cualquier cosa. No soporto a los chicos que pueden y no quieren. —Frunció el ceño y añadió otras dos cucharadas de azúcar al café—. Preferiría tener un retrasado mental antes que un genio que se niega a trabajar. —Probó el café e hizo una mueca—. Ni siquiera puedo tomar una taza decente de café para armarme para la lucha con este pequeño monstruo.
Me eché a reír.
—Cinco cucharadas de azúcar pueden arruinar casi cualquier cosa. Y no pierdas las esperanzas. ¿Has intentado con la música? Recuerda: «La música posee un encanto…»
Anna se ruborizó. No supe si era de ira o de vergüenza.
—¡Música! —Su cuchara golpeó contra el plato. Buscó las palabras—. Esto es ridículo, pero tuve que enviar a Francher fuera del aula durante la clase de música.
—¿Fuera del aula? ¿Por qué? Pensé que era un vegetal. Anna se ruborizó aún más.
—Y lo es —dijo con terquedad—, pero… —Jugueteó con la cuchara y añadió bruscamente—: Pero a veces, cuando él está en el aula, la grabadora no funciona.
Dejé la taza lentamente.
—¡Oh, vamos! Este café es terriblemente fuerte, lo reconozco, pero no tan fuerte.
—¡No, de verdad! —Anna pasó la cuchara de una mano a la otra—. Cuando él está en el aula, ese maldito aparato funciona demasiado deprisa, o demasiado despacio, o incluso hacia atrás. Te lo aseguro. Y una vez… —Anna miró furtivamente a su alrededor y bajó la voz—, una vez hizo sonar toda una canción, y ni siquiera estaba enchufado.
—¡Tendrías que patentarlo! Podría ser una verdadera mina de dinero.
—¡Muy bien, ríete! —Anna tragó su café e hizo una mueca—. Estoy empezando a creer en duendes… ya sabes, esa clase de duendes que supuestamente operan a través o gracias a los adolescentes. Si tuvieras que enfrentarte a un chico como él en la clase…
—Sí. —Toqueteé mi tostada fría—. Si pudiera…
Y durante un instante odié ferozmente a Anna por la simpatía de su rostro y por su estudiada manera de no mirar mis muletas. Abrió la boca, la cerró y se apoyó en la mesa.
—¿Polio? —preguntó bruscamente, ruborizada.
—No —respondí—. Accidente automovilístico.
—Oh. —Vaciló—. Bueno, tal vez algún día…
—No —dije—. No —repetí, negando la más leve posibilidad que era suficiente para evitar que me quejara con resignación.
—Oh —añadió—. ¿Cuánto hace?
—¿Cuánto hace? —Durante un instante quedé desconcertada ante la distorsión del tiempo. ¿Cuánto hacía? Era lo suficientemente reciente para producirme una conmoción cada vez que quería moverme y descubría mi inmovilidad. Y lo suficientemente lejano para creer que había pasado una eternidad desde la última vez que me había movido sin pensar en lo que hacía—. Casi un año —dije, mientras pensaba dolorosamente: Hace un año podía…
—¿Eras maestra? —Anna miró rápidamente el reloj.
—Sí. —No miré la hora. La cercanía de los relojes se había acabado para mí. Sonreí—. Por eso puedo comprender lo que te pasa con ese chico Francher. He tenido algunos como él.
—Siempre hay alguno —dijo Anna suspirando, al tiempo que se ponía de pie—. Bueno, ya es hora de empezar mi peregrinaje colina arriba. Te veré más tarde. —Y la puerta de vaivén que daba al vestíbulo repitió la partida de Anna una y otra vez, cada vez con menos entusiasmo. Hice un esfuerzo por ponerme de pie y me acerqué a la ventana.
—¡Eh! —le grité. Al llegar a la entrada se volvió y apoyó sus libros en el pilar de la entrada.
—¿Sí?
—Si te causa demasiados problemas envíamelo a mí con una nota. Al menos así te aliviaré durante un rato.
—Vaya, es una buena idea. Gracias. Es fenomenal. ¡Endereza tu aureola! —Y me saludó con la mano mientras desaparecía al otro lado de la puerta.
No creía que fuera a hacerlo, pero lo hizo.
Sólo un par de días más tarde levanté la vista del libro al oír el crujido de la puerta de entrada. El pesado y antiguo mecanismo que servía como peso para cerrarla hizo un ruido sordo cuando se cerró a espaldas de Francher, Subió los escalones del porche mientras lo observaba atentamente y no pareció incómodo, como se habría sentido la mayoría de la gente. Subió los tres escalones y me entregó un sobre sin pronunciar una sola palabra. Lo abrí. La nota decía: «¡Desempolva tu halo! He llegado al límite. ¿No querrías quedártelo de forma permanente?»
—¿No quieres sentarte? —Señalé el balancín del porche, mientras me preguntaba cómo iba a resolver esta situación.
El niño miró el balancín y se sentó en el último escalón del porche.
—¿Cómo te llamas?
Me miró con indiferencia.
—Francher. —Su voz era ronca y tenía un tono poco habitual.
—¿Ese es tu nombre de pila?
—Es mi nombre.
—¿Cuál es tu otro nombre? —pregunté pacientemente, cayendo en una pauta de diálogo propia del primer grado, a pesar de su edad.
—Me pusieron Clement.
—Clement Francher. Suena bien, ¿pero cómo suelen llamarte?
Levantó las cejas bruscamente y una breve y amarga sonrisa curvó las comisuras de sus labios.
—Con la mirada, delincuente juvenil, gandul, hez de la humanidad, criminal en potencia, carga…
Me encogí al percibir la gélida malicia de su voz.
—Pero en general me llaman con una frase completa, como: «Bueno, ¿qué se puede esperar con semejantes antecedentes?»
La blancura de sus nudillos se destacaba contra su desteñida camisa Levi’s. Mientras los miraba volvieron a adquirir un poco de color y, sin que hubiera una relajación visible, la tensión desapareció. Pero sus ojos eran los ojos de un chico demasiado grande para llorar y demasiado joven para recibir cualquier otro tipo de consuelo.
—¿Cuáles son tus antecedentes? —le pregunté en tono sereno, como si tuviera derecho a hacerlo. Él me respondió como si me debiera una respuesta.
—Trabajábamos en las ferias. Íbamos a todas las que hay en todo el país. Mi madre… —su voz casi se apagó—, mi madre hacía un número en el que leía la mente. Era buena. Mejor de lo que cualquiera sabía… mejor de lo que ella quería. A veces le hacía daño y la asustaba entrar en la mente de otras personas. A veces regresaba a la caravana y lloraba y lloraba sin parar, y se daba una larga ducha y se lavaba hasta que las manos le quedaban arrugadas y el pelo le colgaba en hebras chorreantes. Finalmente se le rizaba. No podía soportar todo el miedo y el odio y… y el cansancio, ni siquiera de esa forma. Sólo si podía encontrar algo bueno, o una iglesia a oscuras, con velas altas.
—¿Y ahora dónde está? —le pregunté, reteniendo en mi mente una pequeña imagen de hombros estrechos y frágiles, delgada e indefensa bajo unas ropas húmedas y ligeras, con un mechón de pelo mojado empapándole el hombro.
—Ya no está. —Miró por encima de mi cabeza, sin ver el costado de la casa deteriorado por el tiempo—. Murió. Hace tres años. Éste es un hogar adoptivo. Para intentar convertirme en un ciudadano decente.
No había inflexión en sus palabras. Eran tan llanas como el papel que había entre nosotros y el silencio.
—Te gusta la música —dije mientras enroscaba la nota de Anna en mi dedo índice, recordando lo que había visto algunas noches atrás.
—Sí. —Clavó la vista en la nota—. Pero la señorita Semper no piensa lo mismo. Detesto esa música estúpida e improvisada.
—¿Cantas?
—No. Hago música.
—¿Quieres decir que tocas un instrumento?
Frunció el ceño con expresión de impaciencia.
—No. Hago música con los instrumentos.
—Oh —dije—. ¿Hay alguna diferencia?
—Sí. —Giró la cabeza. Yo lo había decepcionado o de alguna manera le había fallado.
—Espera —le dije—. Quiero mostrarte algo. —Me puse laboriosamente de pie. Supongo que con bastante rapidez y habilidad, dadas las circunstancias, aunque a los ojos de Francher pareció un esfuerzo doloroso e interminable. Pero finalmente me puse de pie y me balanceé hasta el otro lado de la puerta. Cuando regresé con mi llavero, el chico seguía mirando mi silla vacía y tuve que volver a sentarme soportando su implacable mirada.
—¿No puede quedarse de pie sin ayuda? —me preguntó, como si tuviera derecho a hacerlo.
—Muy poco, y durante muy poco tiempo —le respondí, como si le debiera una respuesta.
—No camina sin muletas.
—No puedo caminar sin muletas. Mira. —Le extendí mi llavero. De él colgaba un dije: una armónica de cuatro notas, tan pequeña que jamás había logrado tocar una sola. Las cuatro juntas creaban un velado acorde, como el de un viento débil y vacilante.
Tomó el llavero entre sus dedos e hizo balancear el dije a un lado y a otro, con la cabeza inclinada de manera tal que la luz del sol parpadeó en su pelo enmarañado. La cadena dejó de moverse. Durante un prolongado instante no se oyó el menor sonido. Entonces, clara y nítidamente, surgieron las notas musicales, una tras otra. Se produjo una ligera pausa y luego las cuatro notas se unieron formando un claro y dulce acorde.
—Haces música —dije con voz apenas audible.
—Sí. —Me devolvió el llavero y se puso de pie—. Supongo que ella ya se habrá serenado. Regresaré.
—¿A trabajar?
—A trabajar. —Sonrió con una mueca—. Durante un rato. —Empezó a bajar por el sendero.
—¿Y si contara…? —le pregunté.
—Una vez lo hice —me respondió mirándome por encima del hombro—. Inténtelo, si quiere.
Cuando se fue, me quedé largo rato sentada en el porche. Tenía los dedos cerrados sobre la armónica y vi que el sol subía lentamente por mi falda y se detenía en mi regazo. Finalmente le di la vuelta al sobre de Anna. El precinto seguía allí. El sobre estaba mellado en el extremo que yo había roto. El papel era opaco. Arranqué un diminuto y velado acorde a la armónica. Me estremecí al sentir el frío que recorría mis hombros. El escalofrío quedó anulado por una diminuta y cálida ola de entusiasmo. De modo que su madre podía entrar en la mente de otros. De modo que él sabía lo que decía la nota precintada… o se había enterado a través de Anna antes de que ésta escribiera la nota. De modo que podía hacer música con las armónicas. De modo que Francher era… Mis precipitados pensamientos se interrumpieron bruscamente. ¿Quíen era Francher?
Aquel día, después de la clase, Anna subió penosamente los cuatro escalones de la entrada y se recostó contra la barandilla, apoyando todo el peso de su cuerpo pero sin sentarse.
—Estoy demasiado cansada para sentarme —comentó—. Estoy nerviosísima y me pondré a hacer algo ahora mismo. —Esbozó una sonrisa e hizo una mueca—. Tal vez me ocupe de la colada. He vuelto a quedarme sin ropa. —Lanzó un suspiro fuerte y entrecortado—. Debiste de encender algo en ese chico. Regresó y se concentró en su libro de matemáticas e hizo los deberes de toda la semana que no había hecho hasta ahora. Y los hizo en menos de una hora. Pero me vuelve loca… —Hizo otra vez una mueca y se llevó la mano al pecho—. Maldito sea el polvo de la tiza. Te agradezco muchísimo tu colaboración. Me gustaría ser lo suficientemente optimista para creer que durará. —Se inclinó y suspiró, cerrando los ojos a causa del esfuerzo—. Aquí falta el aire. —Jugueteó con el cuello de su blusa—. De todas formas, Francher dijo que tú me reemplazarías hasta que me cure de la neumonía. —Lanzó una débil y muda carcajada—. No sabe que sólo se trata del polvo de la tiza, y que nunca estoy enferma. —Hundió la cara entre las manos y rompió a llorar—. No estoy enferma, ¿verdad? ¡Sólo se trata de ese maldito Francher!
Seguía culpando al chico cuando la señora Somanson salió y la llevó hasta el dormitorio y volvió a hacerlo cuando llegó el médico y apoyó la cabeza sobre su pecho.
Así fue como el primer curso de la planta baja fue rápidamente trasladado al piso de arriba y la clase del penúltimo año fue rápidamente trasladada a la planta baja, y una vez más me encontré enfrentándome al desafío de una clase, diciéndome que ese chico Francher no necesitaba ningún conocimiento especial para decir que yo sería la sustituta. Después de todo Anna me gusta y yo era la única sustituta disponible y, además, cualquier pequeño agregado al subsidio, ¡teniendo en cuenta lo que es la paga de una sustituta!, es bienvenido. Se puede vivir con esos cheques mensuales, pero resulta agradable llevar un par de monedas de más en el bolsillo.
A media mañana conocí algo del sufrimiento de Anna. La presencia absolutamente pesada de Francher en el aula era un estorbo a todo lo que hacíamos. La declamación hacía una pausa, cojeaba y se detenía cuando él estaba presente. Las actividades giraban en torno a su inactividad, creando remolinos de distracción. No sólo era un tipo de no-participación negativa por su parte, sino una inactividad agresivamente positiva. No sólo se trataba de un obstáculo sino de una oposición activa, sin una acción abierta que demostrara su actitud. Esto, junto con mi decepción por no tener con él la misma comunicación que había tenido anteriormente, y el agotamiento que suponía estar todo el día de pie en lugar de dejarme caer en posición horizontal de vez en cuando, y la tensión de reanudar el trabajo con un aula llena de adolescentes y preadolescentes, hizo que a media tarde me sintiera agotada.
De modo que busqué refugio en el perenne recurso de los maestros acosados y planteé una discusión acerca de «Qué quiero ser cuando llegue a adulto». Habíamos pasado por los habituales oficios de enfermera y azafata de avión, pilotos y constructores de puentes y por el inesperado bailarín de ballet y contable público (¡y pensar que no sabían cuánto son dos más dos!), hasta que la conversación chocó contra Francher como una ola que rompe y allí quedó.
El chico estaba reclinado en su asiento, con el peso de su cuerpo apoyado en la nuca y en el distante extremo de su columna. Todos suspiraron a un tiempo, aunque en silencio, y esperaron su comentario.
—¿Y tú, Clement? —dije, moviéndome ligeramente con la intención de aliviar el dolor de mis músculos.
—Un proscrito —dijo con voz ronca, sin enderezarse siquiera—. Voy a hacer una lista y a violar todas las leyes que existen… y además saldré bien librado.
—¿Y para qué? —le pregunté, intentando aliviar la punzada de dolor que sentí—. Un proscrito no le sirve para nada a la sociedad.
—¿Y a quién le interesa ser útil? —preguntó—. Yo utilizaré a la sociedad… y puedo hacerlo.
—Tal vez —respondí, sabiendo perfectamente que tenía razón—. Pero ése no es el camino para alcanzar la felicidad.
—¿Y quién es feliz? Los malos son desdichados porque son malos. Los buenos también son desdichados porque tienen miedo de ser malos…
—Clement… —dije en tono amable—, creo que estás…
—Yo creo que está loco —dijo Rigo con sus negros ojos encendidos—. No le haga caso, señorita Carolle. Es un chiflado. Está diciendo locuras todo el tiempo.
Vi que el pesado globo terráqueo que estaba en el último estante de la biblioteca, detrás de Rigo, se movía hacia el borde. Lo vi elevarse claramente en el estante y grité:
—¡Clement!
Toda la clase se sobresaltó al oír la urgencia de mi voz, incluso Francher, y Rigo se movió apenas lo suficiente para que el globo pasara de largo junto a él y se hiciera pedazos a sus pies.
Alguien gritó, varios alumnos jadearon y todos empezaron a murmurar. Miré a Francher a los ojos y él se ruborizó y hundió la cabeza entre los hombros. Enseguida se enderezó y me devolvió la mirada con expresión orgullosa y desafiante. Se mojó el índice con la lengua y dibujó un tilde en el aire, delante de él. Lo miré y sacudí la cabeza lentamente, con pesar. ¿Qué podía hacer con un chico como éste?
La cuestión es que tenía que hacer algo, de modo que le dije que se quedara después de clase y los otros chicos se preguntaron por qué. Él se apoyó en la puerta, mostrando una actitud desafiante en cada ángulo de su cuerpo y en la forma de meter los pulgares en los bolsillos delanteros. Dejé que se desvaneciera el bullicio de la partida, el último sonido metálico de los recipientes que contenían el almuerzo, el último arrastrar de pies y el último golpe vibrante de la puerta de salida. Francher se movió varias veces, aliviando la tensión de sus hombros mientras esperaba. Finalmente le dije:
—Siéntate.
—No. —Su voz sonó con un tono de indiferencia. Lo miré y vi los demacrados rasgos de su rostro, la boca desdichada que se tensaba de obstinación, los ojos que quedaban despojados de toda expresión por su actitud airada. Me incliné por encima del escritorio, con las manos entrelazadas, y me pregunté qué podía decir. Sería inútil plantear una discusión. Un chico de esa edad tiene respuesta para todo.
—Todos sentimos violencia en algún momento —dije, tensando las manos—, pero no siempre podemos expresarla. Piensa en el follón que se armaría si lo hiciéramos. —Sonreí irónicamente al ver su rostro inexpresivo—. Si cediéramos a todos los impulsos violentos, probablemente ya te habría golpeado con una enciclopedia. —Parpadeó, sorprendido, y me miró a los ojos por primera vez.
»A veces podemos contener la respiración hasta que la violencia nos abandona. En otras ocasiones es demasiado intensa y crece en nuestro interior como un globo hasta que nos ahoga y la mandíbula nos duele a causa de la tensión. —Siguió mirándome con expresión atenta—. Pero podemos lograr que esa violencia resulte útil. Es en esos casos cuando removemos una tarta a mano, o cortamos leña, o pateamos una lata en el suelo, o… —vacilé—, o corremos hasta que las rodillas se nos doblan de cansancio.
Se produjo un breve silencio durante el cual contuve la respiración hasta que cedió mi violenta rebelión contra unas rodillas insensibles.
—Supongo que hay violencias más grandes —proseguí—. Gracias a ellas surgen los asaltos y los asesinatos, el vandalismo y la guerra, pero incluso ese tipo de violencia puede resultar útil. Si quieres romper cosas, hay cosas sin valor que es necesario romper y cosas que deberían ser destruidas y destrozadas. Pero tú aún no tienes forma de saber cuáles son esas cosas. Debes mantener, contenida la violencia hasta que aprendas a reconocer la diferencia.
—Yo puedo romper cosas —dijo con voz tensa.
—Sí —admití—. Pero romper para construir. No tienes derecho a herir a otras personas con tu propio dolor.
—¡Personas! —La palabra sonó como una blasfemia.
Lancé un prolongado suspiro. Si el chico fuera más joven… es posible aliviar unos brazos y unas piernas rebeldes con un abrazo cálido o con una mano cariñosa en la cabeza, o con una mirada sonriente, ¿pero qué se puede hacer con una criatura que no es adulta y tampoco es un niño, sino ambas cosas? Me incliné hacia delante.
—Francher —dije suavemente—, si tu madre pudiera entrar ahora en tu mente…
Se ruborizó y luego se puso pálido. Abrió la boca. Tragó saliva. Se quedó inmóvil junto a la puerta.
—Deje a mi madre en paz —dijo en voz baja—. Déjela en paz. Está muerta.
Oí sus pasos y el golpe de la puerta principal. Por alguna razón sentí que mi corazón lo seguía colina abajo, hasta la ciudad. Suspiré casi con exasperación. De modo que éste era un niño consentido. Los maestros a veces tenemos ese tipo de alumnos. No son nuestros preferidos, y a menudo ni siquiera están en nuestra clase. Pero son los niños que entran en tu corazón sin que nadie los llame y reclaman cosas que van más allá de la obligación. Y yo tenía que llegar a este niño consentido. De alguna forma tenía que evitar que se deslizara por la frontera de la ilegalidad, como seguramente estaba haciendo; este niño consentido que, como todos los de su tipo, era diferente.
Apoyé la cabeza en el escritorio y dejé que el cansancio se aliviara. Un minuto después empecé a ordenar mis papeles. Despejé el escritorio y saqué el monedero del último cajón. Me puse laboriosamente de pie y miré con furia las muletas. Luego sonreí débilmente.
—Vamos, amigas —dije—. Ayudémonos a salir.
Anna estuvo fuera durante una semana. Cuando regresó, me sorprendí por mis pocas ganas de abandonar las clases. Tenía la nariz impregnada de polvo de tiza y me moría por estar otra vez ocupada. De modo que empecé a ayudar con los programas de la escuela y los bailes de adolescentes, lo cual condujo naturalmente al día en que mi comité y yo entramos en la sala recreativa de la población y miramos a nuestro alrededor con desesperación.
—¿Cuánto tiempo hace que están puestos estos adornos? —Torcí el cuello para ver mejor el revoltijo de papel crepé lleno de hollín y telarañas que llenaba todo el cielorraso y la parte superior de las paredes de la arruinada sala. Twyla se detuvo, mordisqueando el extremo de una de sus trenzas.
—Alrededor de cuatro años, calculo. Al menos los más nuevos. Todos los puso Pea-Green.
—¿Pea-Green?
—Sí. Era un chiflado. Utilizó hasta el último trozo de papel crepé que había en la ciudad y para ponerlo usó clavos… clavos enormes. Ahora no está. Enfermó de silicosis y se fue a Hot Springs.
—Bien, con o sin clavos, no podemos celebrar un baile de Halloween con todo esto.
—Vamos a echar de menos estas porquerías. ¿Cómo vamos a quitarlas? —preguntó Janniset.
—Pea-Green utilizó una escalera plegable que le pidió prestada a un equipo de electricistas que tendían cables en la Mina Bluebell —comentó Rigo—. Pero tendremos que encontrar alguna otra forma de hacerlo.
Noté que algo me rozaba el codo. Podría haber sido Francher, que pasaba el peso del cuerpo de un pie al otro, o tal vez podía tratarse simplemente de un pensamiento pasajero. Miré de costado pero sólo pude ver el perfil de su mejilla y el pelo desgreñado de su nuca.
—Creo que yo puedo conseguir una escalera. —Rigo hizo sonar una uña con sus dientes delanteros—. No llegará exactamente hasta arriba, pero ayudará.
—Podríamos buscar algunos rastrillos y arrancarlos —sugirió Twyla.
Todos reímos hasta que serené los ánimos y dije:
—Tal vez necesitaremos hacerlo, teniendo en cuenta la altura del cielorraso. Bien, mañana es sábado. Que todo el mundo esté aquí a las nueve y lo resolveremos.
—No puedo. —Como siempre, Francher dio la nota, agotando toda nuestra buena voluntad.
—¿Eh? —Moví las muletas y, como de costumbre, él clavó la vista en ellas, casi hipnotizado—. Es una pena.
—¿Cómo que no puedes? —preguntó Rigo en actitud beligerante—. Si todos los demás podemos, tú también tendrías que poder. Se supone que esto debemos hacerlo todos juntos. Todo el mundo hace el trabajo pesado y todo el mundo se divierte. Tú no eres especial. Estás en este comité, ¿no?
Reprimí el súbito impulso de taparle la boca a Rigo con una mano. No me gustó la serenidad de las manos de Francher, pero se limitó a mirar a Rigo de soslayo y a decir:
—Me reclutaron para este comité. Yo no pedí que me dejaran formar parte. Y tampoco pretendía arreglar esto hoy. Mañana tengo que trabajar.
—¿Trabajar? ¿Dónde? —preguntó Rigo, incrédulo.
—Seleccionando mineral en Absalon.
Rigo hizo sonar otra vez su uña en actitud burlona.
—¿Ese trabajo de esclavos? Pagan una miseria.
—Sí —respondió Francher y desapareció por la esquina del edificio sin volver la vista ni despedirse.
—¡Vaya, está trabajando! —Twyla escupió reflexivamente un mechón de pelo y retorció el extremo húmedo de su trenza entre los dedos—. Francher está haciendo algo. ¿Cómo es posible…?
—¿Intentas comprender a ese estúpido extravagante? —preguntó Janniset—. No pierdas el tiempo. Apuesto a que sólo se trata de una jugarreta.
—Marchaos, chicos —sugerí—. Esta noche no podemos hacer nada. Voy a cerrar con llave. Os veré por la mañana.
Esperé en el polvoriento y retumbante vestíbulo hasta que el ruido se desvaneció en el callejón cubierto de rocas que bordeaba la zanja de las vías y se perdió en la calle que conducía a la ciudad. No me resignaba a que ellos aminoraran la marcha para adaptarse a mi ritmo. Tal vez algún día podría aceptar mis muletas como otros aceptan unas gafas; pero todavía no… ¡Oh, todavía no!
Abandoné el vestíbulo y cerré el candado de todo a cien. Me deslicé como buenamente pude por el esquisto resbaladizo y sobre las piedras sueltas hasta que de repente un trozo de esquisto se partió bajo la presión de una de mis muletas y perdí el equilibrio. En la acelerada velocidad del momento vi con sorprendente claridad que el único lugar al que podía llegar con mi insegura muleta era la suave curva de una piedra pequeña y, en ese mismo instante, me vi tendida e impotente en el desorden del callejón, como una pieza inútil de humanidad, otra vez convertida en una carga y un estorbo para todos. Entonces, en el último instante, la piedra lisa se movió a un costado y mi muleta se apoyó en el sólido barro que había debajo. Contuve la respiración, aliviada, y aflojé mis manos tensas. ¡Eso sí que era tener buena suerte!
Entonces, de repente, Francher apareció a mi lado, y me miró con expresión paciente.
—¡Oh! —Abrigué la esperanza de que no me hubiera visto tambalearme—. Hola. Pensé que te habías ido.
—Es verdad que voy a trabajar. —Su voz había perdido el habitual tono indiferente—. No voy a ganar demasiado, pero estoy ahorrando para comprarme un instrumento musical.
—¡Vaya, qué bien! —dije, sonriendo al ver su desacostumbrada mirada directa—. ¿Qué clase de instrumento?
—No lo sé. Algo que suene así…
Entonces, en el rocoso sendero en el que la luz del atardecer se filtraba entre los árboles oí unas suaves notas que al principio sonaron vacilantes y que enseguida empezaron a cantar: «Oh, amigo, las gaitas están llamando…» Cada nota de esta canción, mi preferida, era como una flor blanca que se abría en mi interior y que ascendía como unos escalones… unos escalones que podía subir libre y fácilmente…
—¿Para qué clase de instrumento estoy ahorrando? —La voz de Francher me hizo despertar a la realidad.
—Tendrás que aspirar a algo más modesto —dije con voz algo temblorosa—. No existe nada igual.
—Pero yo lo he oído. —Parecía desconcertado.
—Es posible. ¿Pero alguien lo tocaba?
—Sí, claro… No. Solía oírlo en labios de mi madre. Ella lo pensó para mí.
—¿De dónde provenía tu madre? —le pregunté, movida por un impulso.
—Del terror y del pánico. Del hambre y de la necesidad de esconderse… para vivir a mitad de camino entre la locura y el sueño… —Me miró con la boca un poco abierta—. Ella me prometió que algún día comprendería, pero ese día ha llegado y ella ya no está.
—Sí —dije con un suspiro, recordando que alguna vez había soñado con volver a correr—. Pero te quedan otros días por delante… al menos a ti.
—Sí —admitió—. Y para usted el tiempo tampoco se ha detenido —añadió y se marchó.
Lo observé. «¡Santo cielo! —pensé—. Aquí estoy otra vez, hablando con él como si tuviera sentido». Clavé el extremo de la muleta tres veces en la tierra mojada, trazando círculos. Entonces, con repentino interés, moví la piedra que había rodado hacia arriba dejando el pequeño agujero para que la muleta se apoyara en él.
—¡Eres increíble! —grité en voz alta—. ¡Vaya, eres increíble!
A las nueve y cinco de la mañana siguiente los chicos me esperaban en la puerta del vestíbulo, acurrucados para protegerse del frío de octubre que el débil sol aún no había tenido tiempo de aliviar. Rigo había llevado una escalera vieja e inestable que tenía dos peldaños rotos y manchas de pintura esparcidas generosamente.
—Parece demasiado insegura —comenté—. No queremos derramar sangre sobre la pista de baile. Es malo para la cera.
Rigo sonrió irónicamente.
—Me aguantará —dijo—. Anoche la usé para coger manzanas. Simplemente hay que tener un poco de cuidado.
—Bien, entonces adelante. —Sonreí y abrí la puerta—. Mejor algo seguro que… —Vacilé y mis palabras se apagaron mientras me quedaba boquiabierta en la puerta. Los otros se quedaron a mi lado, con los ojos desorbitados, momentáneamente mudos. La primera impresión que tuve fue que el cielorraso se había desplomado.
—¡Por todos los santos! —jadeó Janniset—. ¿Qué pasó aquí?
—¡Mirad eso! —Twyla se estremeció—. ¡Eh! ¡Mirad eso!
Avanzamos arrastrando los pies y mirando a nuestro alrededor. Del cielorraso y las paredes había desaparecido hasta el último trozo de papel. Los fragmentos estaban en el suelo, convertidos en trozos del tamaño del confeti y cubrían el suelo como si hubiera caído una nevada. Debía de haber una cantidad de papel increíble en los adornos, porque mientras nos paseábamos de un lado a otro quedamos casi hundidos hasta los tobillos.
—¡Mirad esto! —Rigo tenía la vista fija en el frente de la tarima. Allí estaban perfectamente alineados todos los clavos que habían sido quitados de los decorados, cada uno perfectamente equilibrado sobre su cabeza.
Twyla frunció el ceño y se mordió el labio.
—Me da miedo —dijo—. Es como si hubiera algo mal. Es como si alguien estuviera loco… como si hubiera destrozado el papel pensando que en realidad asesinaba a alguien. Y además poner los clavos así… tan parejos y con tanto cuidado, como si hubieran sido colocados con suavidad… eso parece más delirante que lo del papel. —Se estiró y pasó el dedo de un lado a otro, encogiéndose como si esperara recibir un golpe. Algunos clavos cayeron con un débil sonido metálico sobre las tablillas descubiertas de la tarima. En un súbito frenesí, Twyla quitó todos los otros—. ¡Ya está! —dijo, pasándose el dedo por el vestido—. Ahora todo es una locura.
—Bien —dije—, locura o no, alguien nos ha ahorrado un montón de problemas. Rigo, no necesitaremos tu escalera. Conseguid las escobas y barramos todo este desorden.
Mientras iban a buscar las escobas recogí dos clavos y los hice tintinear en una rítmica cadencia:
—Oh, amigo, las gaitas están llamando…
Al mediodía habíamos despejado todo el lugar y lo habíamos dejado bastante limpio. Al atardecer habíamos colocado los nuevos decorados de color naranja y negro y los habíamos sujetado con chinchetas, y todos suspiramos de satisfacción al ver el aspecto que había tomado el lugar. Mientras echábamos llave, Twyla dijo con voz débil:
—¿Y si vuelve a ocurrir antes del baile del viernes? Todo nuestro trabajo…
—No ocurrirá —prometí—. No ocurrirá.
A pesar de que me entretuve y probé la cerradura un par de veces, cuando salí Twyla seguía esperando. Estaba examinando atentamente la punta de su trenza y me preguntó:
—Fue él, ¿verdad?
—Sí, supongo que sí.
—¿Cómo lo hizo?
—Tú lo conoces hace más tiempo que yo. ¿Cómo lo hizo?
—Nadie conoce a Francher —me aseguró. Luego añadió en tono suave—: Una vez me miró, me miró de verdad. Es divertido… pero no para reírse. Cuando me mira… —se apretó la trenza y ladeó la cabeza, mirándome con los ojos entrecerrados— crea música en mi interior.
»¿Sabe una cosa? —dijo rápidamente mientras aún resonaban sus extrañas palabras—. Usted es un poco como él. Él me hace pensar cosas y creer cosas que jamás se me ocurrirían… No, no es exactamente así. Usted me permite decir cosas que jamás me atrevería a decirle a otra persona.
—Gracias —le dije—. Gracias, Twyla.
Había olvidado el estremecedor encanto de un baile de adolescentes y el cauteloso y envarado andar que provocan los tacones altos en alguien acostumbrado a los mocasines. Había olvidado cómo puede lograrse la impresión de madurez con una corbata y una chaqueta deportiva y… el aspecto corriente que pueden tener los adolescentes cuando se separan durante un rato de sus Levi’s y de sus camisas de franela. Janniset apenas podía contenerse con su propio esplendor y ni un solo pelo de su brillante cabellera se movió cuando le dije con una sonrisa: «Buenas noches, señor Janniset». Pero en su halagada satisfacción ante mi formalidad se olvidó de todo y se levantó los pantalones de raya perfecta como si llevara puestos sus Levi’s de costumbre.
Rigo tenía un aspecto sorprendente con su belleza latina, y él y Angie estaban tan absortos el uno en el otro que comprendí por qué los jóvenes mejicanos suelen casarse tan jóvenes. ¡Y Angie! Bueno, con su vestido sin tirantes, sus pendientes largos y sus ojos risueños y seductores no parecía una alumna de octavo curso; pero fuera del contexto y de la tradición estaba sorprendentemente encantadora. Por supuesto, la larga fila de madres, tías y abuelas fijaron sus ojos desaprobadores en su vestido, sus joyas y su maquillaje «impropios de su edad», pero apostaría cualquier cosa a que había unas cuantas que deseaban que sus propios hijos tuvieran un aspecto tan encantador.
En esta pequeña comunidad, las chicas se vestían de punta en blanco ante la menor provocación, y el baile de Halloween solía ser el primer acontecimiento del otoño que servía de excusa. Las faldas de linón se acampanaban como flores abiertas sobre el brillo de los tacones altos, pero no pasó mucho tiempo hasta que los zapatos fueron desechados y olvidados bajo una silla, o colgados del dedo de alguna madre mientras los desprotegidos dedos de los pies desafiaban los botines de los chicos.
Twyla tenía las mejillas encendidas y rió, bailando sin parar hasta el primer intervalo. Ella y Janniset me llevaron ponche hasta el sitio en el que me encontraba con otros espectadores; luego Janniset resbaló por la pista, equilibrando precariamente su vaso de papel y fue a echar otro vistazo a Marty, que en la escuela no era más que una niña pero aquí, vestida de gala, se había convertido para él en un prodigio de mujer. Twyla tragó su ponche a toda prisa y se pasó la lengua por los labios.
—No ha venido —comentó con voz ronca.
—Lo lamento —respondí—. Quería que él se divirtiera con todos vosotros. Todavía es posible que venga.
—Tal vez. —Aplastó lentamente su vaso de papel y se apresuró a tirarlo debajo de la silla al ver que estaba a punto de chorrearse el vestido.
—Llevas un vestido muy bonito —dije—. Me encanta cómo se ven el color rojo y el azul de tu falda cuando giras.
—Gracias. —Alisó los volantes de su falda—. Me siento rara con estas mangas. Nadie más las lleva. Estoy segura de que por eso no vino. Me refiero a que no tiene ropa de fiesta, como los demás. No tiene nada más que unos Levi’s.
—Oh, es una pena. Si yo hubiera sabido…
—No. Se supone que es la señora McVey la que tiene que comprarle la ropa. Tiene dinero para eso. Y lo único que hace es ir diciendo por ahí lo mucho que se sacrifica para cuidar a Francher; pero no le importa nada de él. Es culpa de ella…
—No seamos tan críticos con los demás. Tal vez hay circunstancias que no conocemos… y además… —moví la cabeza—, él está aquí.
Casi percibí el salto de su corazón bajo el ceñido corpiño de su vestido.
Francher estaba apoyado en la puerta y en su rostro se reflejaba la indiferencia. Con un arranque de furia contra la señora McVey noté que llevaba puestos sus Levi’s, desteñidos por los frecuentes lavados, y una camisa de franela cuyos cuadros estaban casi totalmente borrados. No era justo impedirle ser como los otros chicos incluso en los pequeños detalles… o tal vez sobre todo en éste, porque la ropa no puede ocultarse como puede ocultarse el alma o la mente.
Intenté llamar su atención y hacerle señas para que entrara, pero él sólo miraba la tarima en la que los miembros de la banda se preparaban para seguir tocando. Era trágico que Francher sólo contara con este puñado de instrumentos mal tocados para alimentar su avidez. Retrocedió en la oscuridad al oír las primeras notas chillonas y sentí la tensión de Twyla, que se volvió hacia mí.
—No va a entrar —dijo casi gritando, por encima de la música que parecía decir coge-una-melodía-y-hazla-pedazos-y-vuelve-a-pegarla.
Sacudí la cabeza con pesar.
—Supongo que no —dije y fui arrastrada a una conversación apenas audible y completamente incomprensible con la señora Frisney. No pude volverme para mirar a Twyla hasta que empezó la pieza siguiente y el abuelo Griggs la invitó a bailar. Pero Twyla había desaparecido. Recorrí la sala con la mirada y no vi el remolino azul que se reflejaba en el pesado balanceo dorado de su cola de caballo.
No tenía motivos para sentir aprensión. Había una serie de lugares a los que podría haber ido, y muy razonablemente, pero de pronto sentí la abrumadora necesidad de respirar aire fresco y me abrí paso entre los ágiles bailarines hasta el frío de la noche. Me arropé en mi chaqueta, deseando tenerla bien puesta en lugar de llevarla sobre los hombros. El aire resultaba agradable. No sé qué habíamos estado respirando en la sala de baile, pero aquello no era aire. Cuando logré limpiar mis pulmones y los llené con el aire despejado de la noche, descubrí que había empezado a recorrer el borde de la zanja. No había habido un tren de vía única desde mil novecientos y pico, y exactamente al otro lado había un grupo de sauces y álamos y algunos pinos ralos. Mientras me internaba en las sombras levanté la vista y vi que el cielo estaba tachonado de estrellas que se disolvían con la luz de la luna y perforaban con su brillo el horizonte más lejano. Fui arrancada de mi ensueño por el sonido del movimiento y la música. Di un paso inseguro en la oscuridad. Unos metros más adelante vi el movimiento de una falda y empecé a llamar a Twyla. Pero guardé silencio y rodeé el arbusto que tenía adelante y la vi, concentrada. Francher estaba bailando… bailando completamente solo en la noche serena. No, no estaba solo, porque una columna de hojas amarillas se había elevado en un remolino desde el suelo, rodeándolo, y bailaba con él al compás de una melodía, tan exactamente igual a sus movimientos que no supe con certeza si se trataba de música. Fascinada, observé el remolino y el giro, la elevación hasta la copa de los árboles y la vacilante caída a la deriva de Francher y de las hojas otoñales. Pero por alguna razón no pude ver al chico como una entidad separada y vestida con Levi’s y camisa de franela. Él y las hojas se habían fundido de tal manera que la súbita y brusca definición de una mano o de una cabeza que giraba resultaba sorprendente. El chico era simplemente una hoja más grande arrastrada por la más leve de las brisas del otoño.
Cuando la música dejó deslizar las últimas notas, Francher descendió hasta el suelo.
Se quedó quieto durante un instante, con la cabeza inclinada, apretando una hoja seca entre sus dedos. Luego, al oír que algo crujía, se volvió rápidamente, en actitud defensiva. Twyla entró en el claro. Durante un instante se quedaron mirándose y sin pronunciar una sola palabra. Entonces la voz de Twyla sonó tan suavemente que apenas pude oírla.
—Yo habría bailado contigo.
—¿Aunque esté vestido así? —Señaló sus ropas.
—Claro. Eso no tiene importancia.
—¿Y delante de todos?
—Si tú quisieras, sí. A mí no me importa.
—Pero allí no —puntualizó él—. Está demasiado atestado.
—Entonces aquí —dijo ella, tendiéndole las manos.
—La música… —Pero le cogió las manos.
—Tu música —dijo ella.
—La música de mi madre —corrigió él.
Y la música empezó a sonar, una obsesionante y alegre melodía con ritmo de vals. Con la misma levedad con que las hojas se habían agitado a sus pies, los dos trazaron círculos en el claro.
Aún conservo la imagen, pero cuando vuelvo a evocarla mi corazón queda vacío de adjetivos porque no existe ninguno para describir semejante encanto. La música se hizo más rápida y creció, suave y pictórica… la música perdida que una madre había legado a su hijo.
Twyla estaba tan absolutamente absorta en la magia del momento que estoy segura de que no supo que sus pies ya no se movían entre las hojas caídas. Tampoco notó que las copas de los árboles les rozaban los pies cuando el prolongado giro de la melodía volvió a llevarlos hasta el suelo trazando una espiral. Su vestido color escarlata se enganchó en una rama y un fragmento brillante quedó a merced del viento, pero ni siquiera eso la distrajo.
Antes de que mi corazón se quebrara completamente ante ese prodigio, la música se desvaneció suavemente y los dejó a ambos de pie sobre la hierba.
Cuando recuperó el aliento, Twyla levantó lentamente la mano y tocó la mejilla de Francher. El chico giró la cara lentamente y apretó los labios contra la palma de ella. Luego se volvieron y se separaron sin decir una sola palabra.
Twyla pasó tan cerca de mí que su falda rozó la mía. La dejé recorrer el sendero de regreso a la sala de baile y luego la seguí. Llegué allí a tiempo para captar los murmullos en lo que parecía ser una segunda vuelta:
«¡… allí sola con ese Francher!», y el tono malicioso de «… y tiene el vestido roto…»
Era como si el barro de una pocilga se hubiera pegado a un vestido de Pascua.
—¡Hola! —gritó Anna y se desplomó en mi único sillón. Cuando la pata delantera se aflojó, ella se movió con la habilidad de la práctica, inclinó el asiento, volvió a colocar la pata y se acomodó nuevamente en la polvorienta profundidad del sillón.
»¡Que Dios me libre de las extravagancias de un pueblo pequeño! —gimió.
—¿Qué ocurre ahora? —le pregunté, moviendo rápidamente el ganchillo al terminar otra vuelta de la alfombra.
—¿Quieres decir que no te has enterado del último escándalo? —Bajó la voz en actitud conspiradora—. Estaban en la oscuridad… solos… haciendo quién sabe qué. ¡Imagínate! —Su voz tembló con avidez—. ¡Y con Francher!
»Realmente… —Su voz recuperó el tono normal—. Cualquiera diría que Francher es un leproso, o algo así, Cuánto alboroto por un simple besuqueo nocturno. Apostaría cualquier cosa a que la mayoría de los otros chicos se mueren por contar ese tipo de aventura. Pero sólo porque se trata de Francher…
—No estaban solos —dije en tono informal, conteniendo la indignación—. Yo estaba allí.
—¿Tú estabas allí? —Anna arqueó las cejas—. Bueno, bueno. Esto da un nuevo cariz a las cosas. ¿Qué ocurrió? —preguntó, y enseguida añadió—: No se trata de que yo crea ese tipo de historias con respecto a Twyla, ¿pero qué ocurrió?
—Bailaron —respondí—. Francher se avergonzaba de su ropa y no quiso entrar en la sala. Por eso bailaron en el claro.
—¿Sin música?
—Francher… tarareó —dije, con la vista fija en mi labor.
Se produjo un breve silencio.
—Bien —dijo Anna—, eso es interesante. ¿Pero tú estabas allí?
—Sí.
—¿Y se limitaron a bailar?
—Sí. —Me disculpé mentalmente por convertir en algo tan vulgar la magia de lo que había visto—. Y Twyla se enganchó el vestido en una rama y no se dio cuenta de que se le rompía.
—Hmm. —Anna se puso repentinamente seria—. Tendrías que llevar esa alfombra al Club de costura.
—Pero yo… —Estaba desconcertada.
—Están sirviendo como refrigerio enormes porciones de la fama de Twyla, y la señora McVey contribuye con el postre… la descarada depravación de los niños adoptados.
Volví a guardar la alfombra en la bolsa.
—¿Tengo buen aspecto? —pregunté.
Aquella noche regresé a casa de los Somanson considerablemente más sorprendida que cuando me había ido, Anna recogió mis cosas en la puerta.
—¿Cómo te fue?
—¡Qué increíble! —exclamé, acomodándome en una silla—. ¿Qué quedaría de mí si alguna vez empezaran a criticarme?
—Sólo los huesos —dijo Anna sin vacilar—. Y llenos de marcas de dientes. Bueno, ¿les contaste todo?
—Sí, pero no querían creerme. Era demasiado aburrido. Y por supuesto, a la señora McVey no le guste quedar en evidencia con respecto a la ropa de Francher Su delicada insinuación con respecto al elevado coste de la ropa no impresionó demasiado a la señora Holmes menos aún teniendo en cuenta que tiene seis hijos varones. Me parece que me he creado una enemiga para toda la vida. Recibió una buena descripción de sí misma a través de mi mirada y no le gustó en lo más mínimo, pero estoy segura de que Francher no volverá a aparecer en un baile vestido con Levi’s.
—Que Dios no quiera que haga algo peor —entonó Anna en tono piadoso.
Eso fue lo que esperé fervientemente durante un tiempo, pero el rayo cayó igualmente sobre Willow Creek, un rayo lento y sutil… un rayo calculado y fríamente feroz. Contuve el aliento al oír los distintos informes. El viejo cobertizo de los Turbow explotó sin producir ningún sonido a las nueve en punto de la noche del martes y se esparció como leña encendida por todo el corral. Por supuesto, los Turbow llevaban años hablando de echar abajo el ruinoso cobertizo, pero… empecé a preguntarme cómo se logra sacar en libertad bajo fianza a un delincuente juvenil.
Entonces el último trozo de madera del viejo puente del ferrocarril que se extendía debajo de la casa de los Thurman se estremeció y se disolvió estruendosamente convirtiéndose en astillas a las once en punto de la noche del martes. Despojadas de su soporte, las vías temblaron brevemente y se elevaron formando dos rosetones. El hecho de que el puente hubiera desaparecido significaba que los Thurman tenían que hacer una enérgica caminata de una hora en lugar de un paseo de quince minutos para llegar a la ciudad. También significaba mayor seguridad para los niños que empezaban a caminar y que no comprendían por qué las maderas podridas no podían usarse como un puente de un parque de juegos.
El miércoles por la tarde, a las cinco en punto, toda el agua del lago de los Holmes se elevó como un géiser y volvió a caer destrozando los pocos bagres que quedaban en él y vaciando un aliviadero en el arroyo, secando el estancado lugar lleno de mosquitos con una succión definitiva. Que es lo que los vecinos habían pedido a los Holmes durante años, pero…
Quedé alelada ante esta traducción literal de mis palabras y busqué en mi memoria con cautelosa aprensión. Casi podría haberme relajado, por un instante, si hubiera podido relacionar todo ello con los últimos nombres de la lista que tenía en mente.
Pero el jueves por la noche se produjo un estallido y un rugido y me encogí en la cama, entonando una muda oración contra no supe qué, y el viernes por la mañana escuché los estremecidos comentarios en la mesa del desayuno.
—… desde que el diablo era un duendecillo, y ahora está…
—… exactamente en el medio, enorme y tan natural…
—¿De qué se trata? —pregunté, desafiando el montón de ojos que me petrificaron como a una mariposa nocturna bajo un montón de reflectores.
Un murmullo recorrió la mesa, todos estaban ansiosos por hablar, pero había que respetar cierto protocolo, incluso en una pensión.
El viejo Hank carraspeó, sorbió una buena cantidad de café y se lo pasó reflexiva y ruidosamente por la boca antes de tragarlo.
—Anoche —dijo, atragantándose y salpicando todo lo que tenía alrededor— la piedra movediza quedó patas arriba. Empezó a caer, rebotó como una pelota de ping pong y después saltó por encima de media docena de vallas, y luego, ¡pum!, cayó sobre un par de cerdos de los Scudder y después rompió una parte de la valla de piedra de los Leland, y ahora está en medio de su campo de alfalfa, tan alta como una casa. Ahora las pasaremos moradas limpiando otra vez ese campo. —Volvió a dar un buen trago de café.
—Están pasando cosas raras. —Las pobladas cejas de Blue Nor se elevaron y volvieron a caer con expresión siniestra—. Nunca oí que una piedra movediza se hubiera caído. Y todas las otras cosas raras. ¡Estoy seguro de que el diablo se pasea por nuestras tierras!
Me fui cuando comenzaba una violenta discusión entre los que apoyaban la teoría del diablo y los que defendían la teoría de la bomba atómica como causa principal. Ahora podría agregar otra línea a la lista. ¿Pero qué pasaba con el último nombre? ¿Qué podía decir de él?
Aquella tarde Francher apareció en los escalones de la pensión y fijó la vista en mis muletas. Estuvimos sentados durante un largo rato en silencio, supongo que porque no se me ocurrió nada racional para decir. Finalmente decidí ser irracional.
—¿Qué me dices de la señora McVey?
Él se encogió de hombros…
—Me alimenta.
—¿Y de los cerdos de los Scudder?
Se ruborizó.
—Me equivoqué. Estaba apuntando a la valla y me anticipé demasiado.
—El lunes les conté la verdad a todas esas señoras. Sabían que se habían equivocado con respecto a ti y a Twyla. No había necesidad…
—¡No había necesidad! —Sus ojos se encendieron y parpadeé al notar el impacto de su mirada abierta e indignada—. Tienen suerte de que no las haya destrozado a ellas.
—Lo sé —me apresuré a decir—. Sé cómo te sientes, pero no puedo felicitarte porque te hayas reprimido ya que, por pequeño que parezca comparado con lo que podrías haber hecho, sigue siendo más de lo que tenías derecho a hacer. Sobre todo lo de los cerdos y lo de la pared.
—No quise hacerles daño a los cerdos —musitó, metiendo un dedo en el remiendo de la rodilla—. El viejo Scudder es un individuo bastante bueno.
—Sí —coincidí—. ¿Entonces qué vas a hacer al respecto?
—No lo sé. Podría birlar algunos cerdos de algún otro lugar y dárselos, pero supongo que eso no mejoraría las cosas.
—No, no las mejoraría. Tendrías que comprar… ¿tienes dinero?
—¡Para los cerdos, no! —estalló—. Todo lo que tengo es lo que estoy ahorrando para mi instrumento musical y no gastaré ni un solo centavo en los cerdos.
—De acuerdo, de acuerdo —lo tranquilicé—. Piensa en algo.
Volvió a hundir la cabeza y siguió tocando el remiendo; observé los últimos rayos de sol que iluminaban el perfil de su mejilla y pensé que aquella era una conversación muy extraña.
—Francher —le dije, inclinándome impulsivamente hacia delante—, ¿alguna vez te has preguntado cómo es que puedes hacer las cosas que haces?
Me miró a los ojos.
—¿Usted alguna vez se ha preguntado por qué no puede hacer lo que no puede hacer?
Me ruboricé y toqué las muletas.
—Yo sé por qué.
—No, no lo sabe. Sólo sabe cuándo comenzó a «no poder». No conoce el motivo real. Ni siquiera los médicos lo conocen. Bueno, yo no conozco por qué puedo hacer lo que hago. Ni siquiera sé cuándo comenzó todo, y sólo sé que a veces siento una ola en mi interior que clama por librarse de todos los «no puedes» que oigo a mi alrededor, como no-puedes-hacer-esto y no-puedes-hacer-aquello, entonces recuerdo que sí puedo.
Hizo chascar los dedos y mis muletas se movieron. Se levantaron y bajaron pisando suavemente los escalones volvieron a subir hasta quedar apoyadas en el sitio de costumbre.
—Las muletas no pueden caminar —dijo Francher—. Pero usted… en aquel accidente quedó dañado algo más que su cuerpo.
—Todo quedó dañado —dije en tono amargo, mientras el frío horror de aquella noche y todo lo que sucedió a continuación me atenazaban el pecho—. Aquello fue el final de todo… de todo.
—No hay finales —dijo Francher—. Sólo nuevos comienzos. ¿Y usted cuándo piensa empezar? —Se alejó con las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada y dio una patada a una piedra del camino. Lo observé, intentando mantener viva mi llama de ira contra él.
Bien, la pared de los Leland tuvo que ser reconstruida y fue Francher quien se ocupó de la tarea. Trabajó arduamente, levantando las piedras pesadas y agrietándose las manos con el efecto deshidratante del mortero. Tal vez la valla no estaba tan recta como estuvo, pero fue reparada y abrigué la esperanza de que algo sólido se hubiera instalado firmemente en el alma de Francher gracias a este acto de expiación. El hecho de que recibiera una retribución por ello no desmereció el acto en sí mismo, sobre todo considerando el volumen de la paga y el hecho de que todo quedó destinado a la otra reparación.
La aparición de dos cerdos desconocidos en el campo de los Scudder creó cierto alboroto, pero todo quedó silenciado por los extraños acontecimientos anteriores. El señor Scudder hizo averiguaciones pero no logró nada, de modo que conservó los cerdos, y yo no investigué nada sino que me relajé durante un tiempo con respecto a Francher.
Fue aproximadamente en esa época cuando un tal doctor Curtis pasó una breve temporada en la población. Bueno, decir que «pasó una breve temporada» es un eufemismo. Su coche se averió mientras subía la colina y tuvo que aceptar nuestra hospitalidad hasta que Bill Thurman logró encontrar el recambio que necesitaba. Se alojó en casa de los Somanson, en una habitación frente a la mía, después de que la señora Somanson la despejara rápidamente mediante el sencillo expediente de arrojar todas las cajas, cajones y trastos a un extremo del pasillo y cubrirlos con una lona. Luego salpicó de agua el polvo apenas asentado y fregó el barro resultante; colocó un ladrillo debajo de un ángulo de la cama, la preparó con dos colchones del ejército, con una sábana bordeada con encaje de ganchillo y una pesada colcha de muselina sin blanquear. Desenterró una almohada maravillosamente mullida pero que al tocarla soltaba un leve olor a pluma, húmedas, y remató el espléndido conjunto con dos edredones hechos a mano y un trozo de felpilla con un pavo en Technicolor que dominaba llamativamente.
—Ya está —suspiró, utilizando el delantal para limpiar el borde del tocador que no quedaba cubierto por el tapete—. Supongo que esto le bastará.
—Supongo que sí. —Sonreí—. Probablemente es la primera vez que le preparan una habitación tan rápido.
—Tiene suerte de contar con ésta habiendo avisado con tan poco tiempo —dijo, volviendo la alfombrilla para que no se viera una quemadura—. Si no fuera porque he echado el ojo a ese abrigo de invierno…
El doctor Curtis era un hombre agradable y muy relajante, y parecía interesante poder hablar con alguien quien no le molestara utilizar palabras de más de dos sílabas. No se trataba de que la gente de Willow Creek fuera ignorante; pero simplemente no solían molestarse en discutir cuestiones de tres sílabas. Supongo que además de la conversación, el doctor Curtis me atraía porque no miraba mis muletas y tampoco dejaba de mirarlas. Y eso era agradable, salvo por el dolor que suponía pensar aquí-hay-alguien-que-no-me-ha-conocido-sin-ellas.
Esa noche, después de la cena, nos sentamos alrededor de la enorme estufa de petróleo de la habitación delantera y hablamos con el monótono ruido de la radio como fondo. Por supuesto, salieron a colación los últimos, e impresionantes acontecimientos ocurridos en la zona. El doctor Curtis se mostró muy interesado, sobre todo en las vías que habían quedado curvadas en forma de rosetones. Como él era médico y además forastero, el grupo esperaba de él una explicación a estos acontecimientos, o al menos una hipótesis inteligente.
—¿Qué pienso? —Se inclinó hacia delante en la vieja mecedora y apoyó los brazos en las rodillas—. Pienso que ocurren muchas cosas que no pueden ser explicadas mediante nuestras pautas habituales de pensamiento, y que una vez que nos acostumbramos a ciertas pautas nos resulta muy incómodo pasar por encima de las otras. Tal vez por eso es preferible no buscar una explicación.
—Hmm. —El viejo Hank golpeó su pipa en la mano para quitarle la ceniza y miró a su alrededor buscando el cesto de los papeles—. Esa es una buena manera de decir que usted tampoco lo sabe. Creo que la recordaré. A veces puede resultar útil. Bien, buenas noches a todos.
—Volvió a mirar a su alrededor, tiró las cenizas en el tiesto del geranio y se marchó chupando la pipa vacía.
Su partida fue una señal para que los demás se retiraron a dormir, ya que las diez era una hora prudente para hacerlo; pero yo no tenía ganas de ser prudente y, además, tampoco me gustaba irme a dormir temprano.
—Entonces en este mundo hay sitio para las cosas inexplicables. —Doblé la falda entre mis dedos y volví a estirarla.
—Si no fuera así, éste sería un mundo lamentablemente aburrido —respondió el médico—. Yo solía descartar cualquier cosa que no pudiera explicar, pero en una ocasión me curé de eso. —Sonrió como si recordara algo—. A veces deseo no haberlo hecho. Como dije, puede ser absolutamente incómodo.
—Sí —dije impulsivamente—. Como escuchar una música imposible y deslizarse por los rayos de la luna.
Sentí que me daba un vuelco el corazón al ver el repentino asombro dibujado en su rostro. ¡Vaya! Me había equivocado otra vez. Él podía hablar fácilmente de cosas inexplicables pero en realidad no creía en ellas. —Y muletas que caminan solas —añadí torpemente—, y hojas de otoño que bailan en los claros sin ser movidas por el viento… —Cogí las muletas y empecé a caminar hacia la puerta—. Y tal vez algún día, si soy buena chica y lo suficientemente incrédula, volveré a caminar…
—¿Y es lo suficientemente incrédula? —preguntó, siguiéndome—. ¿No querrá decir «si creo lo suficiente»?
—No imponga sus pautas —sugerí—. Se trata de ser «incrédulo».
Por supuesto, a la mañana siguiente, en la mesa del desayuno, me sentí estúpida; pero el doctor Curtis no mencionó la conversación, y yo tampoco. Habló de alquilar un jeep para salir de caza y dejar su coche para que lo arreglaran.
—Dígale a Bill que regresará una semana antes de lo que tiene previsto —sugirió el viejo Hank—. Así, cuando llegue, su coche ya estará listo.
Francher se encontraba en el grupo de personas que se reunió para ver cómo Bill pasaba el equipo del doctor Curtis del coche al jeep. Como de costumbre, se quedó un poco apartado de los demás, apoyado contra un árbol. Finalmente el doctor Curtis salió, con su .30-06 debajo de un brazo y su pesada chaqueta de caza debajo del otro. Anna y yo nos quedamos junto a la valla y observamos todo el procedimiento.
Vi que Francher se erguía lentamente y sacaba las manos de los bolsillos mientras miraba fijamente al doctor Curtis. Estiró una mano y vaciló. El doctor Curtis se metió en el asiento de su jeep y toqueteó los botones del tablero.
—¿Cuál es el de la radio? —le preguntó a Bill.
—¿Radio? ¿En este jeep? —Bill se echó a reír.
—Pero la música… —El doctor Curtis se detuvo durante una milésima de segundo y se concentró en el encendido—. Supongo que tendré que hacer mi propia música —dijo, riendo.
El jeep arrancó con un rugido y el pequeño grupo se dispersó mientras él lo hacía girar en dirección opuesta. En la pausa que siguió mientras cambiaba de marcha, el doctor me miró de reojo. Nos miramos brevemente, pero él hizo preguntas y yo respondí con mi ignorancia y él mostró una especie de asombro… y todo eso entre la marcha atrás y la primera.
Vimos la nube de polvo que se levantaba detrás del jeep mientras éste se alejaba rugiendo en dirección a la carretera.
—Bueno —dijo Anna—, nosotras sí que iremos de cacería.
—¿Quién es? —Francher tenía las manos apoyadas sobre la valla y una extraña expresión en el rostro.
—No lo sé —respondí—. Se llama doctor Curtis.
—Ha oído música antes.
—Espero que sí —comentó Anna.
—¿Esa música? —le pregunté a Francher.
—Sí —dijo, casi sollozando—. ¡Sí!
—Regresará —le dije—. Tiene que recoger su coche.
—Bueno —dijo Anna—. Las palabras se comprenden, pero el sentido resulta confuso. ¿Todo el mundo quiere café?
Esa tarde Francher se unió a mí en silencio mientras yo subía laboriosamente la cuesta que se extendía al otro lado de la pensión, con la intención de tener un horizonte más amplio con el que contrarrestar el encierro del día. Habría preferido pasear sola, en parte porque necesitaba un poco de silencio y en parte porque él no podía apartar su mirada —¿una mirada acusadora?— de mis muletas. Pero no acaparó mi atención, como habría hecho mucha gente, de modo que no me molestó demasiado. Jadeante, me apoyé contra una roca de granito gris y dejé que la brisa, refrescada por la reciente nevada, agitara mi pelo. Entonces me encogí en mi abrigo para calentarme las orejas. Francher llevaba un puñado de guijarros y los arrojaba contra las latas oxidadas y esparcidas por la ladera de la colina. Cuando un guijarro golpeó una de las latas, dijo:
—Entonces, si él conoce el nombre del instrumento… —Sus palabras se desvanecieron.
—¿Cuál es el nombre? —pregunté, frotándome la nariz donde el cuello del abrigo me había hecho cosquillas.
—En realidad no es una palabra. Son simplemente dos sonidos que hace.
—Bueno, entonces forma una palabra. Decir «instrumento musical» no tiene nada de musical y resulta incómodo.
Francher escuchó con la cabeza inclinada, moviendo los labios.
—Supongo que podría llamarse «rapur» —dijo, acentuando la «u»—. Pero no es eso.
—Rapur —repetí—. Por supuesto, ya sabes que no existe semejante instrumento. —Me sorprendí de haber entrado en otra de las conversaciones típicas de Francher. Estaban empezando a gustarme—. Probablemente sólo es algo que tu madre soñó para ti.
—¿Y para ese médico?
—Hmm. —Mis ruedas mentales giraron sin moverse—. ¿Qué piensas?
—Casi sé que hay más como mi madre. Algunos más que también conocen «la locura y el sueño».
—¿El doctor Curtis? —pregunté.
—No —dijo lentamente, pasando la mano por la roca—. Con él percibí una sensación lejana y desconocida para mí. Es como usted. Él… conoce a alguien que sabe, pero él no sabe.
—Vaya, gracias. Es agradable parecerse a él. Entonces es muy sencillo. Cuando regrese, le preguntas a quién conoce.
—Sí… —Francher lanzó un débil suspiro—. ¡Sí!
Bajamos por la colina hablando de dinero y de música. Francher tenía ahorrado lo suficiente para comprarse un buen instrumento de algún tipo… ¿pero de qué tipo? Estaba inmerso en tonos y timbres, notas y claves, y en la posibilidad de encontrar algún día algo que sonara como un rapur.
Nos detuvimos al pie de la colina. Movida por un impulso, le pregunté:
—Francher, ¿por qué hablas conmigo? —Quise borrar las palabras antes de terminar de pronunciarlas.
Las palabras tienen una curiosa manera de destrozar situaciones delicadas y de cortar lazos tenues.
Lanzó un par de guijarros más contra la orilla y se volvió, con las manos en los bolsillos. Sus palabras sonaron antes de que hubiera renunciado a ellas.
—Usted no me odia… todavía.
Estaba impresionada. Supongo que había imaginado que todos los que rodeaban a Francher estaban trabando amistad con él, igual que yo, pero sus palabras me hicieron comprender que todo era diferente. Después de eso presté atención a todas las conversaciones que incluían a Francher y me mantuve alerta cada vez que se mencionaba su nombre. Me sorprendió descubrir que él seguía siendo un delincuente juvenil, una hez de la humanidad, un inútil, un criminal en potencia y una carga para casi todos. Por alguna tortuosa razón se había decidido que él era el responsable de todas las cosas extrañas que ocurrían en la población. Le pregunté a varias personas cómo era posible que el chico las hubiera hecho. La única respuesta que obtuve fue: «Francher es capaz de hacer cualquier cosa… mala».
Incluso Anna seguía considerándolo una desagradable carga en su clase, a pesar de que finalmente funcionaba a un nivel bastante aceptable académicamente.
Yo había estado pensando —¡sabe Dios por qué!— que él estaba encontrando su lugar en la comunidad. En cambio, lo que hacía era mantenerse apartado. Repasé mentalmente todo lo ocurrido desde la primera vez que lo había visto y no encontré casi nada que resultara positivo a los ojos de los demás.
«Caray —pensé—, ¡tendré suerte si no cae en manos de la justicia!», y se me hizo un nudo en el estómago al pensar en lo que podía ocurrir si alguna vez Francher elegía el camino de la anarquía total. Hay algo insidiosamente atractivo para los adolescentes en el hecho de burlarse de la autoridad, y yo no quería semejante cosa para ninguno de mis niños consentidos.
Bien, los días posteriores a la partida del doctor Curtis fueron ideales para una cacería: ratos de sol y brillantes colores otoñales, horas de nubes y lluvia y crudos vientos que casi provocaban nevadas. Se pronosticó una fuerte nevada en Mingus Mountain, y Dogietown quedó nevada como en pleno invierno, pero un poco más temprano de lo habitual. Miramos los primeros copos que caían lentamente y se disolvían contra las casas acurrucadas. Daba la impresión de que todo el entusiasmo y la actividad estaban a punto de quedar agotados en Willow Spring por el monótono color gris del invierno.
Entonces ocurrió lo inesperado, algo que a veces salpica de escarlata nuestro mundo gris. La granja-escuela Half Circle Star, que ocupaba los mejores terrenos de la zona, invitó a todos los estudiantes a una maratón musical. Habían contratado a una orquesta que tocaba conciertos y que también era muy buena como banda para los bailes, y programaron un fin de semana de gala que comenzaría con un concierto el viernes por la noche y seguiría con un baile para los adolescentes la noche del sábado. Los alumnos de la granja-escuela solían vivir apartados de los chicos de la ciudad, pobrecillos. En general eran chicos no deseados o inadaptados, cuyos padres podían permitirse el lujo de librarse de ellos con el pretexto de proporcionarles la ventaja de crecer en un entorno saludable.
Por supuesto, hubo un verdadero revuelo en toda la población. Allí había hijos de millonarios y también hijos de famosos, pero la única ocasión en que los vimos fue cuando atravesaron la ciudad en las furgonetas del rancho. En esas ocasiones todos parpadeábamos al ver el brillo del cromo y suspirábamos… aunque quizá por diferentes motivos. Yo suspiraba por los rostros delgados y desdichados apretados contra las ventanillas y los ojos que miraban con nostalgia las casas en las que vivían familias que querían a sus niños.
De todas formas, la opinión general era que seguramente valía la pena soportar un «concierto de música» con tal de ir a un baile con una orquesta de verdad, porque sólo los que fueran a escuchar el concierto tendrían derecho a asistir al baile.
Hubo largas discusiones y conflictos acerca de cómo vestirse para dos acontecimientos de tan diverso carácter. Los chicos se alegraron al descubrir que su único traje era adecuado para ambos. Las chicas deliberaron interminablemente y se enzarzaron en una agitada discusión acerca del intercambio de prendas cuando descubrieron que sus padres se negaban rotundamente a gastar demasiado dinero, incluso para esta ocasión especial.
Me alegré por Francher. Ahora tendría la posibilidad de escuchar música en vivo, lo cual suponía una buena variable a los gruñidos de las estáticas longitudes de onda que surgían de las emisoras de radio que lográbamos capotar. Tal vez ahora oiría un débil eco de su rapur, y también cambiaría de estilo, porque la señora McVey finalmente había cedido y le había comprado un traje nuevo, un traje realmente elegante para los criterios del lugar. Yo estaba tan ansiosa como Twyla por ver el aspecto que tendría Francher así vestido.
De modo que fue una verdadera conmoción ver el chico en el concierto, con los pulgares en los bolsillos y apoyado contra la puerta de la sala atestada de gente. Tenía una expresión fría y sombría, y sus Levi’s remendados y desteñidos eran una verdadera mancha en contraste con la elegancia de la sala.
—¡Mire! —susurró Twyla—. Va vestido con Levi’s.
—¿Cómo es eso? —pregunté, jadeante—. ¿Y su traje nuevo?
—No lo sé. ¡Y esos Levi’s ni siquiera están limpios! —Se hundió en su asiento, sintiendo los ojos acusadores de todos que la penetraban a través de Francher.
El concierto fue maravilloso. Incluso los más aficionados al rock quedaron atrapados por la maravillosa telaraña de la música. Incluso yo me perdí durante varios minutos en las brillantes y melódicas estelas que me arrancaron de los grises jardines de la familiaridad. Pero también sentí el escozor de las lágrimas. La música se ha hecho para bailar y mis pies insensibles ni siquiera podían marcar el ritmo. Dejé que los cobres y los tambores aplastaran mi rebelión convirtiéndola otra vez en pedazos soportables y me uní con deleite al aplauso entusiasta.
—¡Eh! —dijo Rigo a mis espaldas mientras la multitud empezaba a retirarse—. No sabía que algo pudiera sonar así. ¡Caray! ¿Oísteis esa trompa? ¡Me gustaría conseguir una de esas cosas y tocarla!
—Parecerías una vaca enferma —le advirtió Janniset—. Es difícil tocar una trompa.
Siguieron hablando mientras se marchaban.
—Se ha ido —me dijo Twyla al oído, en voz baja.
—Sí —afirmé—. Pero probablemente lo veremos en el autobús.
Pero no lo vimos. No estaba en el autobús. No había ido hasta allí en autobús. Nadie sabía cómo había llegado al rancho, ni adónde se había ido.
Anna, Twyla y yo nos metimos en el coche de Anna y regresamos a Willow Creek; mi corazón latía de aprensión y los pensamientos bullían en mi mente. Cuando frenamos en casa de los Somanson, vimos que allí había un coche aparcado.
—¡La señora McVey! —me susurró Anna al oído—. ¡Ay! Mi olfato me dice que hay algún problema.
Aún no había tenido tiempo de quitarme el abrigo bajo el sofocante calor de la habitación delantera, cuando fui enfrentada por la monumental violencia de la señora McVey.
—¡Vístalo! —siseó, adelantando la barbilla mientras se echaba hacia atrás en su asiento—. ¡Vístalo y así se sentirá igual a los demás! —Agitó las manos y me agaché instintivamente, parpadeando, mientras un puñado de harapos blancos caía a mis pies—. ¡Su camisa nueva! —dijo, casi gritando. Volvió a arrojar otra lluvia de harapos, esta vez de color oscuro—. ¡Su traje nuevo! ¡No hay ni un solo trozo tan grande como su mano! —exclamó, en un ahogado gemido—. ¡Sus zapatos! —Su voz alcanzó el punto máximo de la violencia mientras repetía en tono estridente—. ¡Sus zapatos! —Ahora el temor luchaba con la ira—. Mire esos pedazos… tienen el tamaño de sellos… ¡Zapatos! —Su voz se quebró—. ¡Nadie es capaz de hacer pedazos un par de zapatos!
Se hundió en su silla, agotada y jadeante, y sacó un Kleenex arrugado para secarse la saliva de la barbilla. Me acomodé en una silla después de que Anna me ayudó a quitarme el abrigo. Twyla se quedó cerca de la puerta, acurrucada y asustada, con los ojos desorbitados por el terror.
—Deje que sea como los demás —susurró la señora McVey—. ¿Acaso ese hijo de Satán fue alguna vez como alguien decente?
—¿Pero por qué? —pregunté con voz débil y aguda en la calma que siguió a la tormenta.
—Por ningún motivo —jadeó, apoyando una mano en su pecho agitado—. Le di todas esas ropas nuevas para que se las probara, pensando que estaría encantado. Pensando… —su voz se perdió en un lloroso trémolo y añadió— pensando que se daría cuenta de que sólo pienso en su bienestar. —Hizo una pausa y sollozó. Como en el intervalo no hubo ninguna expresión de simpatía para sus lágrimas, añadió en tono agraviado—: Y las cogió y se fue a su habitación y las trajo así. —Su dedo se hundió en el montón de trapos—. ¡Él… me las arrojó a mí! ¡Usted y sus grandiosas ideas acerca de que quiere ser como los demás chicos! —Sus labios se separaron con el veneno de las palabras—. No quiere ser como nadie más que como él mismo. ¡Y es un demonio! —Su voz se hundió en un susurro y lanzó un suspiro después de pronunciar la última palabra.
—¿Pero por qué lo hizo? —pregunté—. Seguramente le dijo algo.
La señora McVey cruzó las manos sobre su abultado estómago y frunció los labios.
—Hay ciertas cosas que una dama no repite —dijo en tono remilgado, inclinando la cabeza.
—¡Oh, ya es suficiente! —De pronto me sentí harta de intentar ser amable con todas las McVey de este mundo—. Acabe con esta actuación. Usted podría darle lecciones a un estibador… —Me mordí los labios y tragué saliva—. Lo lamento, señora McVey, pero éste no es momento de callarse. ¿Qué dijo Francher? ¿Qué excusa le dio?
—No me dio ninguna excusa —respondió con brusquedad—. Simplemente… —Sus mejillas regordetas se encendieron—. Me insultó.
—Oh. —Anna y yo nos miramos.
—¿Pero qué demonios le ocurrió? —pregunté—. Debe de existir algún motivo…
—Bueno —dijo Anna, un poco incómoda—. Después de todo, ¿qué puedes esperar…?
—¿Con unos antecedentes como los suyos? —estallé—. ¡Bueno, Anna, sinceramente esperaba otra cosa de alguien con tus antecedentes!
El rostro de Anna se endureció y recogió sus cosas.
—Lo conozco hace más tiempo que tú —dijo serenamente.
—Más tiempo —reconocí—, pero no mejor. Anna —le supliqué, acercándome a ella—, no lo condenes sin escucharlo.
—¿Condenarlo? —Levantó la vista—. No sabía que estuviera sometido a juicio.
—Oh, Anna. —Volví a hundirme en la silla—. El pobre chico ha estado sometido a juicio y ha sido declarado presuntamente culpable de todo desde que llegó a esta ciudad, y tú lo sabes.
—No quiero discutir contigo —me aseguró Anna—. Será mejor que me retire.
La puerta se cerró tras ella. La señora McVey y yo nos miramos fijamente a los ojos. Yo había abierto la boca para decir algo cuando sentí un leve movimiento junto a mi codo. Twyla se quedó de pie, iluminada por la luz de la lámpara, con las manos cruzadas delante de su cuerpo y los ojos ensombrecidos por las pestañas; entrecerró los ojos, encandilada por la luz.
—¿Con qué le compró la ropa? —dijo con voz muy serena.
—Ese no es asunto tuyo, jovencita —espetó la señora McVey, al tiempo que se ruborizaba.
—Estamos casi a final de mes —señaló Twyla—. Su cheque no llega hasta el primero. ¿De dónde sacó el dinero?
—¡Qué barbaridad! —La señora McVey empezó a levantar su osamenta de la silla—. No tengo por qué quedarme aquí y soportar a una descarada impertinente como ésta…
Twyla se acercó a ella… tanto que la señora McVey se echó hacia atrás, aferrándose a los polvorientos y rellenos brazos de la silla.
—Después de la primera semana, nunca le queda nada del cheque —dijo Twyla—. Y este mes se compró un camisón púrpura de nilón. Eso supone la paga de toda una semana…
La señora McVey volvió a echarse hacia delante, con la boca abierta ante el horroroso ultraje.
—Usted cogió el dinero de él —sentenció Twyla, mirándola con ojos glaciales—. ¡Le robó el dinero que él estaba ahorrando! —Se apartó repentinamente de la silla y la brusquedad del movimiento hizo que le brillaran la falda y el pelo—. Algún día… —añadió, apretando los dientes—, algún día seguramente seré vieja, gorda y fea, pero que Dios no permita que sea vieja, gorda, fea y ladrona.
—¡Twyla! —exclamé, realmente preocupada de que la señora McVey pudiera tener un ataque en ese mismo momento.
—¡Bueno, es una ladrona! —gritó Twyla—. Francher ha estado trabajando y ahorrando durante casi un año para comprar… —se interrumpió, sintiendo que pisaba un terreno inseguro al correr el riesgo de traicionar una confidencia—, para comprar algo. ¡Y casi tenía lo suficiente! Y ella debió de estar espiándolo…
—¡Twyla! —Me vi obligada a interrumpirla.
—¡Es la verdad! ¡Es la verdad! —Apretó las manos en actitud rebelde.
—Twyla —le dije en tono sereno, logrando que se callara.
»Adiós, señora McVey —la despedí—. Lamento que esto haya ocurrido.
—¡Lo lamenta! —bufó ella mientras se levantaba de la silla—. Solteronas amargadas que jamás han tenido una criatura propia y que meten las narices en los asuntos de la gente decente… —Caminó a toda prisa hacia la puerta. Cogió el picaporte y me miró con los ojos entrecerrados y llenos de veneno por encima del hombro—. Tengo contactos. Me vengaré de usted. —La puerta se estremeció, acentuando su partida.
Dejé de pensar en la señora McVey.
—Twyla —tomé sus manos frías entre las mías—, será mejor que te vayas a casa. Tengo que pensar en la manera de encontrar a Francher.
Movió las manos rápidamente, en actitud de protesta.
—Pero yo quiero…
—Lo siento, Twyla. Creo que esto sería lo mejor.
—De acuerdo. —Sus hombros se relajaron y se resignó.
En el mismo momento en que Twyla se marchaba entró la señora Somanson, agitada.
—Será mejor que se acerque a la mesa y tome una taza de café —sugirió. Me erguí en la silla.
»¡Esa McVey! Sería capaz de empujar a la bebida al mismísimo demonio —dijo en tono alegre—. Bueno, supongo que la gente es así. Con el correr de los años he oído a muchas maestras decir que no eran los niños quienes les preocupaban sino los padres. —Fue a la cocina a buscar la cafetera—. Ahora bien, yo siempre he sido de las que creen que la maestra tiene razón… la tenga o no. —Su voz se perdió en una larga historia familiar que demostraba exactamente lo contrario de lo que acababa de decir. Clavé la vista en la taza de café, preguntándome con desesperación dónde podría encontrar a Francher. Después del episodio que había dado lugar a tantos rumores, temía lo peor. Sin embargo, a menudo la gente que reacciona violentamente ante problemas relativamente insignificantes permanece aparentemente impertérrita ante problemas realmente serios. Como si no pudieran tener una reacción emocional adecuada.
¿Pero qué habría hecho él? Música… música… había planeado la forma de conseguir música y se quedó sin sus recursos. Ahora no tenía con qué hacer música. ¿Qué sería lo primero que haría? ¿Vengarse, o buscar su música en otra parte? ¿Huir? ¿A dónde? ¿Robar el dinero? ¿Robar la música? ¡Robar!
Entonces caí en la cuenta y mi brusco movimiento hizo que derramara el café frío en el plato. La señora Somanson se había ido. La casa estaba envuelta en el silencio y la penumbra, en esa fase indefinible entre el día y la noche.
¡Esta vez no sólo sería una armónica! Busqué a tientas mis muletas mientras pensaba a toda prisa en algún medio de transporte. Estiré la mano para coger el picaporte; en ese momento la puerta se abrió repentinamente y estuvo a punto de hacerme caer.
—¡Café! ¡Café! —Gruñó el doctor Curtis, produciéndome un absoluto desconcierto. Aprisionado en su traje de caza, se tambaleó; le había crecido la barba y tenía la ropa impregnada de olor a fogata. Se acercó a la mesa y cogió la cafetera. El café estaba evidentemente frío.
»Bueno —dijo en tono normal—. Supongo que podré sobrevivir sin café.
—¿Sobrevivir a qué? —le pregunté.
Me miró durante un instante, sonriendo, y luego dijo:
—Verá, si voy a decirle algo a alguien acerca de esto mejor que sea usted, aunque espero tener la sensatez suficiente para no balbucear cosas incomprensibles. Por supuesto, podría tratarse de una alucinación provocada por la cacería… A propósito, alguna vez tendría que salir a cazar con estos amigos míos… pero en cierto modo me impresionó.
—¿Le impresionó? —repetí estúpidamente, mientras seguía pensando en la posibilidad de pedirle que me ayudara a encontrar a Francher.
—Un poco —reconoció—. Al fin y al cabo, yo estaba allí paseando, pensando en mis cosas, cantando desentonadamente Una vida entre las olas del mar, cuando aparecieron, marchando tranquilamente por el camino.
—¿Aparecieron? —El relato se alargaba demasiado.
—El trombón y el tambor —concluyó.
—¿Cómo? —Tuve la sensación de que me metía inesperadamente entre las zarzas.
—El trombón y el tambor —repitió el doctor Curtis—. A un ritmo perfecto y marcando el paso, aunque usted no podría caminar a quince centímetros del suelo. Por supuesto, suponiendo que usted fuera un trombón con pies, que no es el caso.
—Doctor Curtis. —Le cogí una punta de la chaqueta—. ¡Por favor, por favor! ¿Qué ocurrió? ¡Dígamelo! Tengo que saberlo.
Me miró y se puso serio.
—Usted se está tomando esto en serio, ¿verdad? —dijo, desconcertado.
Tragué saliva y asentí.
—Bien, fue a unos ocho kilómetros más arriba del rancho Half Circle Star, donde el bosque de pinos empieza a hacerse más espeso. Y le aseguro que un trombón y un tambor aparecieron en el camino, marchando en el aire, mientras el tambor marcaba el ritmo… aunque, pensándolo bien, los palos estaba apoyados encima. Detuve el jeep y corrí hasta que desaparecieron. El bosque era espeso y no pude ver nada, pero juraría que oí que el trombón emitía un sonido semejante al chasquido de la lengua. No me cabe duda de que los dos estaban detrás de un árbol, riéndose de mí. —Se frotó la cara barbuda—. Tal vez sea mejor que me tome ese café, aunque esté frío.
—Doctor Curtis —dije en tono apremiante—, ¿puede ayudarme?, ¿sin hacer preguntas? ¿Puede llevarme hasta allí? ¿Ahora mismo? —Cogí mi abrigo. Sin pronunciar una sola palabra él me ayudó a ponérmelo y me abrió la puerta. La noche había caído y el cielo aún estaba claro en el horizonte, teñido de rosa por la puesta del sol. Sólo unos minutos después avanzábamos a toda prisa por la colina, hasta el cruce. Grité por encima del traqueteo del coche.
»Se trata de Francher. Tengo que encontrarlo y lograr que los devuelva antes de que lo descubran.
—¿Que devuelva qué? —gritó el doctor Curtis mientras el ruido disminuía súbitamente y llegábamos a la parte más alta de la cuesta; su grito sorprendió a la señora Frisney, que se paseaba por el cruce provista de su sombrilla negra para protegerse de la luz de la puesta de sol.
—Es demasiado largo de explicar —grité cuando volvíamos a acelerar por la carretera—. Pero debió de robar toda la orquesta porque la señora McVey le compró un traje nuevo, y tengo que lograr que los devuelva o lo arrestarán, y entonces que Dios nos ayude.
—¿Está diciendo que Francher es el que tenía el tambor y el trombón?
—¡Sí! —Me dolía el pecho por la tensión de la voz—. Y probablemente todo lo demás.
Me cogí con fuerza cuando el doctor Curtis frenó inesperadamente.
—Escuche —dijo—, aclaremos esto. Usted está diciendo más disparates que yo. ¿Realmente dice que ese chico está robando toda una orquesta?
—Sí, y no me pregunte cómo. No sé cómo, pero puede hacerlo… —Lo cogí de un brazo—. ¡Pero él dijo que usted sabía! Quiero decir que el día que usted salió de cacería, él dijo que usted conocía a alguien que sabía. ¡Lo estábamos esperando!
—¡Vaya! ¡Que me cuelguen! —exclamó, asombrado—. ¡O sea que ahora me toca a mí! —Cogió la llave de contacto—. ¡Atención, Jemmy! —gritó—. ¡Aquí vengo con otro! ¿Tuyo o mío, Jemmy? ¿Tuyo o mío?
Fue como si sus extrañas palabras hubieran disparado un gatillo. De pronto, toda aquella extravagancia se convirtió en una absurda tontería. Desesperada, deseé no haber conocido nunca Willow Creek ni a Francher, ni la armónica que bailaba sola, ni la mirada curiosa de Twyla, ni al doctor Curtis, ni el camino blanco que se oscurecía con la súbita caída de la noche. Me acurruqué en mi abrigo y sentí un escozor en los ojos a causa de las lágrimas, y el único consuelo que logré encontrar fue el de verme a mí misma destrozando mis muletas hasta convertirlas en confeti duro esparcido por todo el camino.
Me levanté mientras el doctor Curtis clavaba los frenos.
—Fue por aquí —dijo, mirando en la penumbra—. Aquí está absolutamente desierto… es un lugar muy aislado. Seguramente el chico estará asustado y deseoso de regresar a casa.
—No lo creo, tratándose de Francher —dije—. No es el tipo de chico corriente y moliente.
—¡Oh, es eso! —exclamó el doctor Curtis—. Lo había olvidado.
Entonces lo vi. Al principio pensé que era la brisa nocturna que corría entre los pinos, pero se hizo más profundo, se hinchó y creció hasta convertirse en un estruendoso y magnífico acorde… en el sonido de toda una orquesta. Entonces, uno a uno, los instrumentos cantaron su solo, entonando sus escalas, marcando sus intervalos, exhibiendo sus posibilidades. En algún punto entre las cuerdas y los vientos, bajé del jeep.
—Quédese aquí —susurré—. Iré a buscarlo. Usted espere.
Fue como caminar bajo una lluvia torrencial, mientras las notas caían salpicándome y se oía el estridente relámpago de los flautines y el atronador retumbar de los tambores. No había melodía, solo un chico que corría alegremente por una tienda de golosinas, cogiéndolo todo, deleitándose con un puñado y arrojándolo por el simple placer de hacerlo.
Subí con dificultad la cuesta, olvidándome de ser cautelosa en un territorio desconocido y en la penumbra. Allí estaban, en el hueco de arena más allá de la cuesta… todos los instrumentos ordenados en filas perfectas como si estuvieran a punto de ofrecer un recital, cada uno envuelto en un repentino y sombrío silencio que sólo quedaba roto por la temblorosa risita de los platillos que se apartaban de la arena.
—¿Quién anda ahí? —Apareció una figura rígida, subida a lo alto de una roca, con los brazos un poco levantados.
—Francher —dije.
—Oh. —Se deslizó por el aire hasta llegar a mi lado—. Ya no me oculto —dijo—. Ahora seré yo todo el tiempo.
—Francher —dije bruscamente—, eres un ladrón.
Se sobresaltó.
—Yo no soy…
—Si éste eres tú, eres un ladrón. Robaste estos instrumentos.
Se esforzó buscando las palabras adecuadas y finalmente farfulló:
—¡Ellos me robaron el dinero! ¡Me robaron toda mi música!
—¿Ellos? —pregunté—. Francher, no puedes meterlos a todos en el mismo saco. ¿Yo te robé el dinero? ¿O Twyla… o la señora Frisney… o Rigo?
—Tal vez usted ni siquiera lo tocó —dijo Francher—. Pero usted estaba por ahí y dejó que la señora McVey lo cogiera.
—Ésa es una responsabilidad que la humanidad ha compartido desde siempre. Estar presente y dejar que ocurran cosas malas. Pero incluso la señora McVey pensó que te estaba ayudando. No se sentó a pensar y decidió robarte. Algunas personas tienen la idea de que los chicos no tienen posesiones exclusivas, sino que lo que tienen pertenece a los adultos que cuidan de ellos. La señora McVey piensa eso. Que es muy distinto de robar deliberadamente a unos desconocidos. ¿Qué me dices de los dueños de estos instrumentos? ¿Qué han hecho ellos para merecer tu maltrato?
—Son personas —dijo, obstinadamente—. Y yo no volveré a ser una persona nunca más. —Se elevó lentamente en el aire y dio una vuelta hasta quedar boca abajo—. Mire —dijo, suspendido sobre la ladera—. La gente no puede hacer cosas como ésta.
—No —dije—. Pero al parecer, al margen de la criatura que hayas decidido ser, tampoco sabes llevar bien puestos los faldones de la camisa.
Volvió a taparse el ombligo con la camisa y se enderezó. Se produjo un incómodo silencio y enseguida pregunté:
—¿Qué vas a hacer con estos instrumentos?
—Oh, podrán recuperarlos cuando yo acabe con ellos… si es que los encuentran —dijo con desdén—. Esta noche voy a hacerlos sonar hasta destrozarlos. —La trompeta se abrió paso en la penumbra y los violines entonaron un plateado obligado.
—Y cada compás dirá «ladrón» —le advertí—. Y cada redoble del tambor te gritará «robados».
—¡No me importa, no me importa! —dijo, casi gritando—. «Ladrón» y «robado» son palabras que usan las personas, y yo no volveré a ser una persona nunca más, ya se lo dije.
—¿Y qué vas a ser? —le pregunté apoyándome contra el tronco de un árbol—. ¿Un animal?
—No señor —empezaba a tener problemas para decidir dónde meter las manos—. Voy a ser algo más que un simple humano.
—Bueno, para ser algo más que un simple humano, este tipo de conducta no muestra demasiada aflicción. Si piensas ser algo más que un humano, antes tendrás que ser un humano hecho y derecho. Si piensas ser mejor que un humano antes tienes que ser lo mejor que puede ser un humano… y seguir a partir de allí. Ser completamente diferente no es una manera de causar una gran impresión en la gente. Tienes que ser capaz de superarlos primero en su propio juego, y luego ir más allá. A ellos no les importará que puedas volar como un pájaro a menos que antes puedas caminar erguido como un hombre. Para la mayoría de la gente, diferente es sinónimo de malo. Probablemente dirían «¡Cielos! ¡Qué maravilla!» cuando tú hicieras alguna travesura extravagante, pero… —vacilé, preguntándome si estaba actuando con prudencia—, pero te olvidarían muy rápidamente, como harían con cualquier actuación barata de una feria de atracciones.
Al oír mis palabras se tensó y apretó los puños.
—Usted es tan mala como los demás —dijo en tono amargo—. Sólo piensa que soy un monstruo…
—Yo pienso que eres una persona desdichada porque no estás seguro de quién eres ni de qué eres, pero lo pasarás mucho peor intentando buscar tu identidad si infringes la ley.
—La ley no se puede aplicar conmigo —dijo fríamente—. Porque sé quién soy…
—¿Lo sabes, Francher? —le pregunté suavemente—. ¿De dónde provenía tu madre? ¿Por qué podía entrar en la mente de los demás? ¿Quién eres tú, Francher? ¿Vas a apartarte de los demás antes de intentar siquiera descubrir de qué eres capaz? No es que esto importe, pero tal vez los milagros cuentan realmente.
Tragué saliva mientras contemplaba su expresión sombría. Mi rostro se había congelado a causa del viento frío que se había levantado, pero él ni siquiera se estremeció a pesar de que no llevaba puesto ningún abrigo. Añadí, con los labios rígidos:
—Los dos sabemos que podrías salir bien librado de toda esta anarquía, pero tú sabes tan bien como yo que si das este primer paso nunca más podrás retroceder. Y como muy bien sabes, eso podría hacer que a los de tu propia clase les resultara imposible aceptarte… si es que tienes razón al decir que hay otros como tú. Sin duda ellos están por encima del robo. Y el doctor Curtis acaba de regresar de su cacería. Estás a punto de saber… tal vez…
»No conocí a tu madre, Francher, pero sé positivamente que esto no es lo que ella soñaba para ti. No es por esto por lo que soportó el hambre y el ocultamiento… el terror y el pánico…
Me volví y me alejé de él en dirección a la carretera. Estaba oscuro, terriblemente oscuro y lloré en silencio por ese niño. El doctor Curtis se acercó a ayudarme. Me hizo subir otra vez al jeep, apartó mis dedos congelados de las muletas y me calentó las manos con sus enormes palmas.
—Él no es de este mundo, ¿sabe? —me dijo—. Al menos no lo fueron sus padres ni sus abuelos. Hay otros como él. He estado cazando con algunos de ellos. Él no lo sabe, evidentemente, y tampoco lo sabía su madre, pero puede encontrar a su Pueblo. Quería decirle que la ayudaré a convencerlo…
Empecé a aferrarme a las muletas y luego me relajé.
—No —dije sintiendo un hormigueo en los labios—. No serviría de nada que él sólo respondiera a los sobornos. Tiene que decidir ahora, cuando la balanza se inclina en su contra. Tiene que entrar en su nuevo mundo. No puede seguir cojeando. Si ayuda a un pollo a salir del cascarón, lo mata.
Durante todo el camino de regreso lloré por este niño consentido que vivía perdido en un desierto que yo no conocía, sometido a una cautividad de la que yo no podía liberarlo.
El doctor Curtis me acompañó hasta la puerta de mi dormitorio. Me levantó la cara y me la secó.
—No se preocupe —me dijo—. Le aseguro que Francher tendrá quien se ocupe de él.
—Sí —dije, cerrando los ojos al ver que los suyos estaban tan cerca—. El jefe de policía, cuando lo cojan. En cualquier momento descubrirán que la orquesta ha desaparecido, si es que todavía no lo han descubierto.
—Usted lo obligó a pensar —dijo—. De lo contrario, no habría soportado todo eso.
—Demasiado tarde —me lamenté—. Demasiado tarde.
A solas en mi habitación, me acurruqué en la cama intentando no pensar en nada. Me quedé allí tendida, aterida de frío, y me subí la abrigada bata de lana hasta la barbilla. Me senté junto a la ventana, en medio de la oscuridad, y observé los fantasmas de encaje que creaban los álamos bajo la tenue luz de la luna. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que un alma bondadosa llegara repentinamente para darme alguna noticia acerca de Francher?
Apoyé los codos en el alféizar de la ventana y me apreté los ojos con las manos.
—Oh, Francher, mi pequeño, mi niño perdido…
—No estoy perdido.
Levanté la mirada, sorprendida. La voz era muy suave. Tal vez yo había imaginado…
—No, no estoy aquí. —Francher apareció bajo la lechosa luz de la luna, moviéndose con una fuerza y una seguridad nuevas y extrañas, bastante alejado de su aspecto de adolescente larguirucho.
—Oh, Francher. —No podía permitirme sollozar, pero mi voz se quebró al pronunciar su nombre.
—Está bien —dijo—. Los devolví.
La tensión abandonó mis hombros y sentí que me dolían.
—No tuve tiempo de volver a ponerlos en el vestíbulo, pero los acomodé cuidadosamente en el porche. —El brillo de una sonrisa iluminó su rostro—. Me imagino que preguntarán cómo llegaron hasta allí.
—Lamento mucho lo de tu dinero —dije torpemente.
Me miró con expresión seria.
—Puedo volver a ahorrar. Lo conseguiré. Algún día tendré mi música. No es imprescindible que sea ahora.
De repente, una cálida burbuja pareció apretarse contra mis pulmones. Sentí que la excitación se desvanecía de las puntas de mis dedos. Me incliné sobre el alféizar.
—Francher —dije suavemente—, tú tienes tu música. Ahora. ¿Recuerdas la armónica? ¿Recuerdas cuando bailaste con Twyla? Oh, Francher. Todo sonido es vibración. Tú puedes hacer vibrar el aire sin ningún instrumento. ¿Recuerdas el acorde que tocaste con la orquesta? ¡Tócalo otra vez, Francher!
Me miró sin expresión, y fue como si una vela iluminara su rostro.
—¡Sí! —gritó—. Sí.
Suave, muy suavemente, porque los milagros ocurren de esa forma, oí que comenzaba a sonar el acorde. Se hinchó rica, generosa y suavemente, hasta que el patio trasero vibró con él… una orquesta completa lanzando un susurro a la pálida luz de la luna.
—¡Pero las melodías…! —gritó, cogiendo este milagro de un tirón y saltando más allá de él—. ¡No conozco ninguna de las melodías para una orquesta!
—Hay libros —comenté—. Libros enteros con partituras para sinfonías y óperas, y…
—¡Y tengo que conocer mejor los instrumentos! —Ésta era la voz ansiosa y vivaz que yo quería oír—. Cualquier cosa que oiga… —El patio trasero se alborotó ante un par de acordes del último rock’n’roll, luego estalló en un Adoramus Te y saltó a El granjero en el valle—. Algún día haré mi propia… —Un rapur se entretejió trémulamente con una frase melódica y enmudeció.
En el silencio posterior, Francher me observó: no me miró la cara sino algún profundo rincón de mi ser.
—¡Señorita Carolle! —Al oír su voz sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas—. ¡Usted me ha dado mi música! —Lo oí tragar saliva—. Y yo quiero darle algo a usted. —Moví las manos a modo de protesta, pero él añadió rápidamente—: Por favor, salga.
—¿Así? Estoy en bata y zapatillas.
—Así estará abrigada. Venga, yo la ayudaré a pasar por la ventana.
Antes de que tuviera tiempo de darme cuenta, estaba al otro lado del alféizar y me aferraba a él.
—Mis muletas —dije, odiando la palabra con un odio insoportable—. Mis muletas.
—No —dijo Francher—. No las necesita. Camine por el patio, señorita Carolle, usted sola.
—¡No puedo! —grité, impresionada—. ¡Oh, Francher, no te burles de mí!
—Sí, puede. Eso es lo que yo le estoy dando. No puedo curarla, pero puedo darle eso. Camine.
Me aferré frenéticamente al alféizar. Entonces volví a ver a Francher y a Twyla descendiendo en espiral desde las copas de los árboles, Francher cabeza abajo en el aire, con el ombligo descubierto, Francher haciendo rebotar la piedra movediza de un campo a otro.
Solté el alféizar. Di un paso. Y otro, y otro. Separé las manos de los costados de mi cuerpo. ¡Me había liberado de las manos apretadas y los codos doloridos! Atravesé el patio, y cada paso bajo la lechosa luz de la luna se convirtió en un himno triunfal. Al llegar a la valla me volví y miré hacia atrás. Francher estaba agachado junto a la ventana, convertido en un tenso bulto de concentración. Me puse de puntillas y regresé hasta la ventana, un poco saltando y un poco corriendo, sintiendo que el aire de mi avance me apartaba el pelo de las mejillas. ¡Oh, fue como dar un trago después de pasar sed! ¡Como comer después de haber pasado hambre! ¡Como si unas puertas se abrieran de par en par!
Caí hacia delante y me cogí del alféizar. Y lloré en silencio mientras sentía que las antiguas ataduras volvían a apretarse y que la antigua agonía se apoderaba de mí. Me desplomé en el suelo junto a Francher. Sus ojos atormentados me observaron y se puso pálido. Levantó el brazo para secarse el sudor de la cara.
—Lo lamento —dijo, jadeando—. Eso es todo lo que puedo hacer por ahora.
Extendí las manos hacia él. Se produjo un movimiento repentino, tan rápido que aparté el pie. Levanté la vista, sorprendida. El doctor Curtis y una figura envuelta en sombras aparecieron delante de nosotros. Pero la sorpresa de su aparición quedó anulada en el súbito arrebato de asombro.
—¡Se movió! —grité—. Mi pie se movió. ¡Mirad, mirad! ¡Se movió! —Volví a concentrarme en él con todas mis fuerzas. Después de unos pocos segundos, mi dedo gordo izquierdo se agitó.
Mi risa histérica fue casi un grito.
—¡Un dedo gordo es mejor que nada! —sollocé—. ¿No es así, doctor Curtis? ¿No significa que algún día…, tal vez…?
Él se había puesto de rodillas y cogió mis manos nerviosas entre las suyas, serenas.
—Podría ser —dijo—. Jemmy nos ayudará a averiguarlo.
La otra figura se arrodilló junto al doctor Curtis. Hubo un extraño silencio de alerta, pero no era a mí a quien él miraba. Ni fueron mis manos las que cogió. Ni mi voz la que lloró suavemente.
Fue Francher quien de repente se lanzó a los brazos del desconocido y empezó a gemir, con el ruido del llanto desesperado de un niño, un niño que podía ser valiente mientras estuviera totalmente perdido pero que quedaba deshecho en lágrimas en el momento en que lo rescataban.
El desconocido miró al doctor Curtis por encima de la cabeza de Francher.
—Él es mío —dijo—. Pero ella es casi una de los suyos.
Todo podría haber sido un sueño, o una delirante explosión de imaginación. Pero no resultó menos imaginativo que la señora McVey, y sé que ella jamás olvidará a Francher. Ahora tiene otra criatura adoptada, una niñita plácida y regordeta a la que le encanta sentarse y escuchar la charla de las señoras… pero Francher permanece de forma indeleble en el recuerdo de la señora McVey. Las generaciones venideras probablemente oirán hablar de él y de sus zapatos.
Y Twyla… se llevará a la tumba la magia de él, a menos que Francher (y sé que ella ruega para que así sea) vuelva algún día a buscarla.
Jemmy lo trajo a Cougar Canyon y aquí lo ayudan a descubrir sus múltiples dones y habilidades, algunos de los cuales le pertenecen exclusivamente, de modo que finalmente será capaz de insertarse de la forma más adecuada en el esquema de ellos. Me dicen que hay algunos de este mundo que incluso están siguiendo los pasos del Pueblo. A eso se refería Jemmy cuando le dijo al doctor Curtis que yo era casi de los suyos.
Y estoy caminando. El doctor Curtis llamó a Bethie. Ella simplemente me tocó con las manos y le describió mi dolencia al doctor Curtis. Y yo tuve que aceptar que era yo misma la que se interponía en mi camino. Que mi médico había tenido razón: que el tiempo, la paciencia y la convicción me devolverían la integridad. Cuanto más pienso en ello, más convencida estoy de que esas tres palabras son la clave para casi todo.
Tiempo, paciencia y convicción… y la más importante de todas es la convicción.
Seis
Lea se quedó sentada en la oscuridad de su dormitorio, balanceando los pies por encima del borde de la cama. Buscó a tientas su bata y se la puso. Se acercó lentamente a la ventana y se sentó junto al amplio alféizar.
La luna se deslizaba entré las nubes que se cernían sobre las colinas, y bajo su luz todo el cañón parecía de ébano y marfil. Lea logró ver las casas caprichosamente distribuidas que conformaban la comunidad. Todas estaban a oscuras salvo una ventana distante cercana al arroyo.
De pronto, todo el escenario pareció dar un brusco giro y quedar completamente desenfocado. Las colinas y los cañones se volvieron tan extraños como si ella estuviera frente a un paisaje lunar o ante las ocultas colinas de Venus. Nada parecía familiar; incluso la luna se convirtió repentinamente en una cosa espantosa e impúdica que podía acercarse y acercarse, cada vez más. Lea ocultó el rostro en el pliegue del codo y levantó las rodillas para apoyar sus brazos temblorosos.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —susurró—. ¿Qué demonios estoy haciendo aquí? Este no es mi sitio. Tengo que irme. ¿Qué tengo que hacer con todas estas… criaturas? ¡No les creo! No creo en nada. Es una locura. En algún momento me volví loca. Esto debe de ser un manicomio. ¡Todas estas noches… tantas locuras que se acumulan para ver si de todo esto sale la cordura!
Se estremeció y levantó la cabeza lentamente, abriendo los ojos de mala gana. Observó resueltamente la luna, las colinas y las nubes hinchadas hasta que todo volvió a resultarle familiar. «Una locura —susurró—. Pero una locura muy reconfortante. Si al menos pudiera quedarme aquí para siempre…» Las lágrimas hicieron que la luna adoptara un aspecto borroso. «¡Si al menos…!»
«¡Estúpida!» Lea volvió a ocultar el rostro entre las rodillas. «Decídete. ¿Esto es o no es la cordura? No puede ser ambas cosas… al menos no al mismo tiempo». Entonces el lado prudente de su personalidad susurró: «Si esto es la locura, igualmente la aceptaré. Sea lo que sea, tiene un sentido maravilloso que jamás había logrado encontrar. Estoy muy cansada de sospechar de todo. La señorita Carolle dijo que lo mejor era creer. Tengo que creer, esté equivocada o no». Apoyó la frente contra el cristal frío de la ventana y fijó la mirada en la luz distante. «Me pregunto por qué ellos siguen despiertos», suspiró.
Con un estremecimiento se apartó del cristal frío y volvió a apoyar la mejilla en las rodillas.
«Pero ya es hora —pensó—. Es hora de hacer algo para no seguir avanzando a la deriva. En eso consiste mi estancia aquí. En avanzar a la deriva en las aguas previas al nacimiento. Oh, es agradable estar aquí. Sin preocuparse por la subsistencia ni por lo que hay que hacer. Sin preguntarse qué rumbo tomar. Pero no puede durar». Volvió el rostro y contempló la luna. «Nada es para siempre. —Sonrió tímidamente—. Aunque con frecuencia la desdicha logra que lo sea».
«¿Durante cuánto tiempo puedo esperar que Karen me cuide? No soy una ayuda para nadie. No tengo nada para dar. Soy una carga para Karen, al margen de lo que ella haga. Y no puedo… ¿Cómo puedo curarme de algo en un entorno tan protegido? Tengo que salir y aprender a mirar el mundo a la cara». Hizo una mueca. «E incluso escupirlo, si es necesario».
«Oh, no puedo, no puedo —le gritó una parte de su ser—. Enterradme y dejad que me aparte de todo».
«¡Basta! —respondió Lea en tono grave—. Ahora decido yo. Vístete. Nos vamos».
Se vistió a toda prisa en la oscuridad, donde no llegaba la luz de la luna, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Mientras se inclinaba para ponerse los zapatos se desplomó sobre la cama y sollozó amargamente durante un instante. Luego se terminó de vestir. Se puso su ropa recién lavada, se echó encima el abrigo casi nuevo y cogió su bolso.
«Dinero… —pensó—. No tengo dinero…»
Vació el bolso en la cama. Algunos artículos tintinearon al caer. «Lo tiré todo antes de salir…» Al menos pudo recordar el momento de su partida sin que la congoja se apoderara de ella. «Y gasté mi último dólar…» Cogió el billetero y lo abrió totalmente. «Ni un centavo».
Sacó las distintas tarjetas… esos pequeños rectángulos del pasado. «¿Por qué no habré tirado también esto? Son inútiles…» Empezó a guardarlas desordenadamente, pero sus dedos se detuvieron sobre una punta que asomaba. Sacó un sobre delgado de color azul marino.
—¡Vaya! ¡Lo había olvidado! Mis cheques de viaje… si es que queda alguno. —Sacó el sobre y pasó las hojas delgadas y duras—. Lo suficiente —susurró—. Lo suficiente para volver a huir… —Volvió a guardar todo en el bolso y abrió el cajón superior de la cómoda. Una débil luz azul tocó el perfil de su rostro. Cogió la koomatka y la hizo girar en su mano. Cerró los dedos a su alrededor mientras arrancaba un costado de una revista que había sobre la cómoda. En ella garabateó «Gracias», y sujetó la hoja de papel con la koomatka.
Las sombras eran muy negras, pero tuvo miedo de caminar bajo la luz. Se alejó de la casa tambaleándose, en dirección a la carretera, sin permitirse pensar en los kilómetros que tendría que recorrer para llegar a Kerry Canyon o a cualquier otro sitio. Acababa de llegar a la carretera cuando se sobresaltó y ahogó un grito contra sus puños apretados. Algo se movía a la luz de la luna. Lea se quedó en las sombras, paralizada.
—¡Eh, hola! —dijo una voz alegre, y la figura se volvió hacia ella—. Me estoy preparando para salir. No sabía que se iba alguien en este viaje. Tú también estás a punto de marcharte. Sube…
Sin decir una sola palabra, Lea subió a la furgoneta vieja y destartalada.
—Vaya cacharro, ¿no? —añadió el individuo alegremente, cerrando la puerta de golpe y sujetándola con un trozo de alambre de embalar—. Supongo que si uno conserva algo el tiempo suficiente, se convierte en una antigüedad. ¡Esto hace tiempo que lo es! Es lo único que se me ocurre para explicar por qué lo conservan.
Lea dejó escapar un débil sonido y se cogió con fuerza al costado del coche mientras éste arrancaba y bajaba por la carretera a toda prisa, a un metro por encima de la superficie de grava.
—No te había visto por aquí —comentó el conductor—, pero con todo el alboroto hay más gente que nunca en toda la historia del cañón. Ésta es mi primera visita. En cierto modo es un consuelo saber que somos tantos, ¿verdad?
—Sí, lo es —dijo Lea con voz ronca—. Es una sensación maravillosa.
—Sin embargo, me parece una tontería tener que hacer todos los viajes de llegada y de partida por la noche. Dicen que antes podían elevarse al menos por Jackass Flat incluso de día, y luego conducir durante el resto del camino. Pero nos acercamos demasiado a la época del turismo y tenemos que tener más cuidado que durante el invierno. Viajar por la noche. Conducir desde Widow’s Peak. Y qué camino espantoso. Hace falta el doble de tiempo. ¿Tú ya has decidido?
—¿Decidido? —Lea lo miró.
—Oh, sé que no tengo por qué preguntar —sonrió—, pero todo el mundo se pregunta lo mismo. —Se puso serio y apoyó los brazos sobre el volante—. Yo he decidido. Seis veces. Pensé que me decidiría por lo más seguro. Entonces llega una noche de luna como ésta… —Observó el vasto panorama de las colinas, la llanura y la enorme extensión y suspiró.
Hicieron el resto del viaje en silencio. Lea se rió de su propio terror cuando las ruedas se apoyaron con un ruido sordo sobre la carretera, cerca de Widow’s Peak. Después de eso, la conversación se volvió imposible por el movimiento traqueteante y tambaleante de la camioneta.
Llegaron a Kerry Canon en el mismo momento en que la luz del sol se abría paso sobre la de la luna. El conductor le abrió la puerta y la dejó salir al destemplado amanecer.
—Llegamos y salimos casi todas las mañanas y todas las noches —dijo—. ¿Tú regresas esta noche?
—No. —Lea se estremeció y se acurrucó en su abrigo—. No esta noche.
—No tardes demasiado —dijo el conductor con una sonrisa—. Ya sabes que no puedes llegar mucho más tarde. Si vuelves y no hay ninguna furgoneta, llama. Hmm. Esta semana la Receptora es Karen. Y Bethie la siguiente. Alguien vendrá a buscarte.
—Gracias —le dijo Lea—. Muchas gracias. —Y se volvió sin esperar su saludo.
La cena que tomó cerca de la parada del autobús fue breve y pesada, ensombrecida por el peso de la noche. El café estaba caliente pero lo bebió de prisa, y era un poco flojo. Mientras lo tomaba, observó la profunda oscuridad.
«Aunque esto sea todo —pensó—, si no vuelvo a tener más orden ni paz ni rumbo… bueno, al menos he vislumbrado algo, y hay gente que ni siquiera logra eso. Creo que ahora tengo la clave… la llave casi imposible para mi puerta cerrada. Tiempo, paciencia y convicción… y la más importante de las tres es la convicción».
Volvió a dar otro sorbo sin levantar la mirada y descubrió que el café se había enfriado.
—¿Se lo caliento? —Detrás de la barra había una camarera nueva que se ataba de prisa las tiras del delantal—. El autobús llegará en pocos minutos.
—Gracias. —Lea le dio la taza, desechando firmemente la visión de una taza de café que había humeado suavemente aquella mañana, esperando pacientemente.
El tiempo es una palabra… la sombra de una idea; pera siempre, siempre, en el remolino de los acontecimientos y la multiplicidad de actividades humanas o el interminable aburrimiento del desinterés, está el cielo… el cielo con su inmutable variabilidad mostrando las variaciones del Ahora y la estabilidad del Siempre. Están las estrellas, las esquinas angulosas de nuestras eternidades que dan vueltas y giran y siempre encuentran el camino de regreso. Están las desordenadas nubes pasajeras, los mechones al viento de las colas de las yeguas, los cielos extraordinarios y aborregados y el retozante y delicioso tumulto de las tormentas. Y la luna… la luna que sueña… que sueña que arregla el mundo con su compasiva luz y hace que parezca que lo nuevo es para siempre.
En una noche como ésta…
Lea se apoyó en la barandilla y suspiró bajo la luz de la luna. ¿Habían pasado dos lunas como ésa, o solo una desde que había estado en el puente, o mareada en el cielo, o recibiendo de manos de un niño el amoroso regalo de la luz bajo la fresca penumbra? Había roto la rigidez de su antigua pauta con respecto al tiempo y aún no se había encerrado en ninguna otra. Para ella, el tiempo aún no había adquirido ningún tipo de uniformidad.
Grace regresaría al día siguiente después de someterse a una operación de apéndice y recuperaría su trabajo en el Lodge, el puesto que Lea había tenido la suerte de conseguir. Entonces este refugio poco convincente y pasajero desaparecería. Y eso significaba otro paso en la inseguridad. Lea volvería a ser libre, libre de los ruidos de la cocina y el comedor, libre para someterse a la esclavitud de una vida sin rumbo.
—Salvo que he salido un poco de la oscuridad para entrar en una zona de penumbra. Y si doy el siguiente paso con paciencia y convicción…
—Te conducirá directamente de regreso al cañón —dijo suavemente la voz risueña.
Lea se giró y lanzó un grito mudo.
—¡Oh, Karen, Karen!
—¡Cuidado! ¡Cuidado! —dijo Karen riendo y abrazó tiernamente a Lea—. ¡No tiembles! ¡Oh, Lea! ¡Me alegro tanto de volver a verte! Éste es un lugar mejor que el puente para suicidarse. —Siguió hablando mientras Lea luchaba por dominarse—. ¿Quieres que yo te empuje? Aquí debe de haber más de medio kilómetro hasta llegar abajo. Y llegarías al río… pero a un río con agua.
—Agua húmeda —dijo Lea con voz trémula, soltando a Karen y frotándose las mejillas húmedas con el brazo—. Y demasiado fría para una muerte agradable. ¡Oh, Karen! ¡Fui una tonta! Sólo porque tenía los ojos cerrados pensé que el sol se había apagado. ¡Qué estúpida! —Tragó saliva.
—Sólo en el último año —dijo Karen—. Lo cual no es demasiado malo si este año lo recordamos y no cometemos el mismo tipo de estupidez. ¿Cuándo puedes regresar conmigo?
—¿Regresar contigo? —Lea la miró fijamente—. ¿Quieres decir regresar al cañón?
—¿A dónde, si no? —preguntó Karen—. Además, no terminaste de escuchar las exposiciones…
—Pero seguramente a estas alturas…
—Todavía no —dijo Karen—. No te perdiste ninguna, La última debería estar lista en el momento en que regresemos. Verás, justamente cuando te fuiste… bueno, lo sabrás más tarde. Pero lamento mucho que te marcharas en ese momento. No llegué a alcanzarte en la colina…
—Pero las colinas siguen allí, ¿verdad? —Lea sonrió—. Las eternas colinas…
—Sí —respondió Karen con un suspiro—. Las colinas siguen allí pero ahora podría llevar a cualquiera, Bueno, no se puede evitar. ¿Cuándo puedes partir?
—Grace regresará mañana —respondió Lea—. Tuve suerte de conseguir este trabajo. Me sacó de un apuro…
—Dadas las circunstancias, es bastante bueno —coincidió Karen—. Pero no es lo más adecuado para ti.
Lea se estremeció al sentir un frío repentino en su corazón por el temor a cambiar de pautas.
—Servirá.
—Nada servirá —dijo Karen bruscamente—, si sólo es una improvisación, algo para llenar el tiempo y un movimiento a la deriva. Si no quieres ocupar el lugar al que estás destinada, podrías simplemente quedarte sentada, de brazos cruzados. De lo contrario, lo estropeas todo.
—Oh, estoy deseosa por ocupar el lugar que me ha sido asignado. Simplemente se trata de que aún me encuentro en el incómodo proceso de descubrir qué puesto ocupo y en qué categoría y, aunque no me gusta demasiado, estoy empezando a creer que pertenezco a algo y que me dirijo a otro lugar.
—Bien, tu lugar más inmediato es el cañón —dijo Karen—. Vendré a buscarte mañana por la noche. ¡Teniendo en cuenta que los miembros del Pueblo vuelan, no estás tan lejos de nosotros! ¿Y tu equipaje?
Lea lanzó una carcajada.
—Ahora tengo un cepillo de dientes y un camisón.
—¡Materialista! —Karen estiró el pulgar y tocó suavemente la mejilla de Lea—. La luz vuelve a brillar. La vela está otra vez encendida.
—Alabado sea el poder. —Las palabras brotaron de los labios de Lea aunque nadie se las había enseñado.
—La Presencia sea contigo. —Karen se elevó hasta la barandilla del porche de espaldas a la luna, y con el rostro entre las sombras. Tenía las manos plateadas por la luz de la luna y se estiró para tocar los hombros de Lea a modo de saludo.
La noche siguiente, antes de que saliera la luna, Lea se detuvo en el porche a oscuras, abrazándose a sí misma y temblando a causa de la excitación y del viento glacial que soplaba entre los pinos, en el borde del cañón. El informe banco de nubes grises se había dispersado por todo el cielo desde la puesta del sol. La salida de la luna sería algo reservado para la parte más alta del cielo, que cada vez se volvía más gris. Se puso en marcha mientras las sombras se movían, se unían y se convertían en una figura.
—Oh, Karen —dijo con un suave gemido—, tengo miedo. ¿No puedo esperar e ir en autobús? Va a llover. ¡Mira… mira! —Estiró la mano y sintió el escozor de las primeras gotas que caían.
—Karen me envió a mí. —La voz profunda y divertida hizo que Lea retrocediera contra la barandilla—. Me dijo que tenía miedo de que tu cepillo de dientes y tu camisón se hubieran confabulado. Por alguna razón tiene un calambre en los músculos que le permiten elevarse. ¿Te conformas conmigo?
—Pero… pero… —Lea se abrazó con más fuerza—. ¡Yo no puedo elevarme! ¡Tengo miedo! La última vez que Karen me trasladó, estuve a punto de morir. Por favor, déjame esperar e ir en autobús. No me llevará mucho tiempo más. Sólo una noche. Anoche, cuando Karen me lo dijo, ni siquiera lo pensé. —Apartó los ojos—. Voy a llorar —dijo con voz asfixiada—, o a decir palabrotas, y no hago con gracia ninguna de las dos cosas, así que por favor vete. Estoy demasiado asustada para irme contigo.
Sintió que él le estiraba suavemente los dedos contraídos.
—No es tan terrible —dijo en tono prosaico.
—¡Vosotros, los del Pueblo! —Lea sintió deseos de gritar—. ¿Es que no comprendéis? ¿Nunca os mostráis solidarios?
—Claro que comprendemos —respondió la voz conteniendo la risa—. Y nos mostramos solidarios cuando es necesario, pero no derramamos la solidaridad en cualquiera que tenga una inquietud. ¿Alguna vez viste a un niño que acaba de caerse? Siempre mira a su alrededor para ver si debe llorar o no. Bien, tú miraste a tu alrededor. Lo viste y no estás llorando, ¿verdad?
—¡No, caray! —Lea estuvo a punto de lanzar una carcajada—. Pero la verdad es que estoy demasiado asustada…
—Bien, por si quieres personalizar tus blasfemias, te digo que mi nombre es Deon. De cualquier manera, podemos arreglarnos. Puedo dormirte o hacer que mi escudo personal se vuelva opaco para que no veas hacia fuera… lo que ocurre es que te perderías demasiadas cosas. Después de todo, tendría que haber traído ese cacharro.
—¿Ese cacharro? —Lea se aferró a la barandilla.
—Claro, ya conoces el cacharro. No pensaban utilizarlo esta noche.
—Si crees que me sentiría mucho más segura en ese montón de chatarra… —Lea se abrazó los codos—. Seguiría teniendo miedo.
—Mira. —Deon levantó a Lea con energía—. Aproximadamente dentro de medio minuto empezará a llover. Tenemos un largo camino hasta llegar a casa. Karen te espera esta noche y le prometí que llegaríamos. Así que salgamos como sea y, si te resulta insoportable, lo intentaremos de otra forma. Está oscuro y no podrás ver…
Un relámpago cayó desde el cielo hasta la profundidad del cañón que se abría más abajo y el trueno sacudió el porche como si fuera una explosión. Lea jadeó y se aferró a Deon. Él la abrazó mientras ella ocultaba el rostro contra su hombro, y Lea sintió el rostro de él contra su pelo.
—Lo lamento —dijo, estremeciéndose—. Estoy asustada de tantas cosas…
El viento le movió la falda y se calmó. Las agitadas sacudidas de los árboles se interrumpieron y Lea sintió que la tensión disminuía. Lanzó una risita y empezó a levantar la cabeza. Deon volvió a apretarla contra su hombro.
—Tranquila —le dijo—. Ya estamos en camino.
—¡Oh! —jadeó Lea, aferrándose otra vez a él—. ¡Oh, no!
—¡Oh, sí! —dijo Deon—. No mires. De todas formas, en este momento no verías nada. Estamos entre las nubes. Pero empieza a acostumbrarte a la idea. Pronto estaremos por encima de ellas, y hoy hay luna llena. Es eso lo que debes ver.
Lea se esforzó por dominar el terror y lenta, muy lentamente, éste se desvaneció mientras ella comprendía, maravillada. «Oh pensó. —¡Oh!» Y las palabras olvidadas de Karen surgieron poco a poco en su memoria: «Cuando los ojos olvidan, los brazos recuerdan». «¡Oh, cielos!» Abrió los ojos repentinamente y volvió a cerrarlos al encontrar la brillante luna llena.
—¿No fue… tú no…? —tartamudeó mirando con los ojos entrecerrados el rostro de Deon, iluminado por la luz de la luna.
—Eso es exactamente lo que yo iba a preguntarte a ti. —Deon sonrió—. Me parece que tendría que haberte reconocido antes, pero recuerdo que la primera vez que te vi estabas cubierta de agua hasta el cuello y tenías el pelo empapado… y un mechón encima de la nariz… ¡y Karen ni siquiera me dio una pista! Pero ahora, ¡mira! ¡Mira!
Habían salido de las sombras y Lea observó el sereno montón de nubes… la maravilla inenarrable de un campo de nubes debajo de la luna. Era una belleza que no sólo alimentaba la vista sino que hacía que todos los sentidos ansiaran abarcarla y aprehenderla. Le entristeció el no ser capaz de abarcarla con los brazos y sujetarla tan fuerte que pudiera fundirse en su propio ser.
Ambos se movieron en silencio a lo largo de varios kilómetros entre la pureza de las curvas, el inefable deleite de la profundidad, la altura y las sombras cambiantes… un mundo total y completo en sí mismo, totalmente separado de la tierra que se extendía más abajo, en la oscuridad.
Finalmente, Lea susurró:
—¿Puedo tocar una? ¿Realmente podría poner las manos en una de esas nubes?
—Claro —respondió Deon—. Pero te advierto, amiga mía, que ahí fuera hace frío. Hemos alcanzado una altitud considerable para pasar por encima de la tormenta. Pero si quieres…
—¡Oh, sí! —respondió Lea, jadeando—. ¡Sería como tocar el borde del cielo!
Sin sentir siquiera el choque del frío cuando Deon abrió el escudo, Lea se estiró suavemente para tocar el costado hinchado de la nube. Esta le rodeó las manos, incorpórea, hermosa, tan intangible como la luz, tan insustancial como un sueño, y se disolvió entre sus dedos. Cuando Deon volvió a cerrar el escudo, Lea notó que jadeaba y temblaba. Se miró las manos y vio que brillaban iluminadas por la luz de la luna. Miró a Deon, girando entre sus brazos.
—Comparte mi nube —le dijo y le tocó suavemente la mejilla.
Era difícil calcular el tiempo si uno se movía por un mundo maravilloso de nubes como el que se abría debajo de ellos, pero no pasó mucho tiempo hasta que la voz de Deon vibró contra la mejilla de Lea, que seguía apoyada contra su hombro.
—Ahora vamos a descender. Prepárate para la turbulencia. Es posible que demos algunas vueltas.
Lea se movió y sonrió.
—Debo de estar durmiendo. Esto sólo es un sueño.
—¿Un sueño agradable?
—Un sueño agradable.
—¡Allá vamos! ¡Sujétate!
Lea jadeó mientras descendían en dirección a un espacio blanco. Toda la serenidad y la belleza desaparecieron cuando la luna se apagó. Ahora estaban rodeados por la oscuridad y la agitación. El viento los cogió bruscamente y los empujó entre las nubes, hacia arriba, increíblemente rápido, hacia abajo, increíblemente lejos, girando y dando vueltas, rodeados por los relámpagos, sacudidos por el destello del trueno, ensordecidos, aunque protegidos, por la miríada de voces estridentes del viento.
«¡Es la muerte! —pensó Lea, desesperada—. ¡Nada puede vivir! ¡Es la locura! ¡Es el caos!»
Entonces, en medio del aterrador tumulto, tomó conciencia del calor y el abrigo y, de una manera más personal, de la presencia de alguien, de la cercanía de la respiración y de la fuerza de los brazos de otro.
«Esto —pensó con melancolía—, debe de ser como ese amor que Karen mencionó. Allí fuera, todas las tormentas del mundo. Aquí, fortaleza, calidez y alguien más».
Una repentina corriente descendente los expulsó de la nube, haciéndolos girar y aterrizar tambaleándose en la profundidad de Cougar Canyon, hasta que por fin lograron frenar bruscamente contra un pino.
—¡Vaya! —Deon se apoyó contra el tronco y hundió los hombros—. Ahora me alegro de no haber llevado ese cacharro. Le habría desatornillado todas las piezas. ¡Qué tormenta tan violenta!
—Ya lo creo. —Lea se movió entre sus brazos—. Pero no me lo habría perdido por nada del mundo. ¡Es mejor que decir palabrotas o gritar! ¡Qué maravilloso revolcón! —Se apartó de él y miró a su alrededor.
—¿Dónde estamos? —Tocó con el pie el borde de una larga hendidura que se abrió bajo el brillante resplandor del relámpago que atravesó la superficie.
—En la colina de la escuela.
—¿En la colina? —Lea miró a su alrededor, sorprendida—. Pero aquí no hay nada.
—Así es. —Deon pateó un pequeño trozo de tierra en la oscuridad—. Nada salvo yo. Y la semana pasada a esta hora habría jurado… Oh, bueno…
—Me teníais preocupada. —Ambos saltaron, alarmados, al oír la voz que surgía inesperadamente en la oscuridad—. Pensé que tal vez os habíais caído a varios kilómetros de distancia, o que el cepillo de dientes de Lea os había obligado a avanzar más despacio. Todo el mundo está esperando. —Karen aterrizó en la superficie plana, junto a ellos.
—¿Entonces llegó? —Deon se echó hacia adelante, ansioso—. ¿Funcionó? ¿Qué fue…?
Karen se echó a reír.
—Tranquilízate, Deon. Llegó. Funciona. Los Ancianos han convocado la Reunión y todo está preparado para empezar, salvo que hay tres lugares vacíos que nos esperan. ¡Adelante!
Lea sintió que antes de que pudiera decir algo o dejar que el miedo se apoderara de ella, la levantaban en el aire y se elevaba por encima de la colina. Y las mejillas se le enrojecieron y se echó a reír, con el pelo empapado con las primeras gotas de un súbito chaparrón; aterrizaron en el porche de la escuela y dejaron que el súbito rugido de la tormenta y el aullido del viento les hiciera atravesar la puerta. Se abrieron paso entre los grupos de gente que conversaba y ocuparon sus asientos. Lea miró el rincón en el que solía sentarse… casi temerosa de verse a sí misma allí sentada, encorvada y contando con avaricia las monedas de su desdicha.
Sintió que el asombro y el deleite fluían en sus brazos y sus piernas y apenas pudo contener un mudo grito de alegría. Extendió los dedos de ambas manos, tanteando en busca de lo que pudiera haber más adelante.
«La oscuridad volverá —reconoció para sus adentros—. Esto sólo es una grieta en mi prisión… una promesa de lo que hay al otro lado de mi ser. ¡Pero… oh! ¡Qué maravilloso, qué maravilloso!» Curvó los dedos suavemente para retener un puñado de esa felicidad, y no le resultó extraño que otra mano se cerrara tibiamente sobre la suya. «Estas personas me escucharán cuando llore. Me ayudarán a encontrar mis respuestas. Me apoyarán en el larguísimo camino que debo recorrer a tientas para volver a encontrarme a mí misma. ¡Y no estoy sola! ¡Nunca más lo estaré!»
Dejó que, salvo el momento presente, todo la abandonara en un feliz y conmovido suspiro mientras susurraba con el Grupo:
—Nos hemos reunido en Su nombre.
No había nadie delante del escritorio. En medio da éste estaba el mismo aparato que había habido siempre, o uno muy parecido. Valancy, que llevaba en un brazo el tierno y algodonoso bulto de Nuestro Bebé, se inclinó y tocó la grabadora.
—Os dije que llegaría bien. —La voz parecía tan natural que Lea miró involuntariamente el frente de la sala buscando al orador ausente.
»Y, después de todo, debo decir la última palabra.
»Bien, supongo que os gustará escuchar un tema, sólo para redondear la idea, de modo que aquí está.
»Porque atravesaréis el Jordán para ocupar la tierra que el Señor nuestro Dios os dio, y la poseeréis, y habitaréis en ella…
JORDÁN
Supongo que fui el primero en verlo… la brillante forma que se alzaba entre las nubes, por encima de Baldy. Pareció no existir intervalo de sorpresa o cuestionamiento en mi mente. Lo supe en el momento en que captaba el resplandor metálico… el instante en que el encrespamiento de las nubes proporcionó la breve visión de una curva larga y lisa. Lo supe y lancé un grito de deleite. ¡Allí estaba! ¿Qué respuesta más directa a una súplica podría esperar alguien? ¡Y de esa forma! ¡Mi abandono de la rebelión, la respuesta largamente esperada a mis protestas contra las restricciones! ¡Por encima de mí se encontraba la liberación! Vacié las dos manos de la grava en la que había convertido dos rocas pequeñas durante el tiempo en que había estado dando vueltas al problema, me froté las palmas contra los Levi’s y me elevé por encima de los arbustos. Giré en dirección a casa mientras las puntas de éstos marcaban la distancia contra las puntas de mis pies trepadores. Pero, por extraño que parezca, sentí una breve punzada de algo que casi pareció arrepentimiento.
Mientras me acercaba al cañón oí el grito y vi a los miembros del Grupo que subían en dirección a Baldy. Olvidé esa punzada momentánea y subí con todos los demás. Y mis manos fueron las primeras en sentir el hormigueante brillo caliente-y-frio de la nave que se enfriaba gracias al calor producido por la entrada en la atmósfera. Sólo pasaron unos minutos hasta que las manos de todo el Grupo que llegaba desde el cañón hicieron descender la nave desde las nubes hasta el refugio de la llanura poblada de árboles que se extendía más allá de Cougar… deleitándose, cantando una canción de bienvenida del Pueblo que casi había quedado olvidada.
Con la canción resonando aún en mis oídos, corrí en dirección a casa de Obla llevándole, como siempre, cualquier acontecimiento nuevo, ya que ella no podía presenciar ninguno.
—¡Obla! ¡Obla! —grité mientras entraba precipitadamente—. ¡Han venido! ¡Han venido! ¡Están aquí! Alguien del Nuevo Hogar. —Entonces recordé y entré en su mente. El entusiasmo impregnó tanto mi propia mente que ni siquiera tuve que decirle las palabras para que ella captara la idea. Con mi chisporroteante y mudo deleite capté su débil risita.
—Bram, la nave no puede tener un arco iris a su alrededor, ni estar tachonada de diamantes de un extremo al otro.
También yo reí, un poco avergonzado.
—No, supongo que no —le respondí con el pensamiento—. ¡Pero tendría que tener un halo!
Durante un rato me quedé sentado en la silenciosa habitación y reviví para Obla cada segundo de aquel acontecimiento: las visiones, los sonidos, los olores, el tacto de todo, e incluso una detallada descripción de la nave que no poseía halo. Y Obla, que era sorda, ciega, muda, sin brazos y sin piernas, esa Obla que horrorizaría casi a cualquier Extraño, vivió todo el episodio conmigo, me preguntó detalladamente, y por fin unió su voz sin sonido a la de todos los demás en la canción de bienvenida.
—Obla. —Me acerqué más a ella y observé el sereno rostro marcado con cicatrices y enmarcado por una abundante, vigorosa y oscura cabellera—. Obla, esto significa el Hogar, el verdadero Hogar. Y para ti…
—Y para mí… —Sus labios se tensaron y sus párpados cayeron. Entonces la cortina que formaba su pelo se arremolinó delante de su rostro mientras ella quedaba fuera del alcance de mi vista—. Tal vez un mundo más amable para ocultar esta espantosa…
—¡Nada de espantosa! —grité, indignado.
Su suave risita resonó en mi mente.
—Bueno —dijo—. Tendrás que reconocer que la explosión no me dejó muy bien. —Su pelo se apartó de su rostro y se esparció sobre la almohada.
—¡Dejó intacta la parte que cuenta! —exclamé.
—En la Tierra necesitas un contenedor físico. Uno que funcione. Y una vez deseé que… —Su mente quedó en blanco antes de que pudiera captar cuál era su deseo. El vaso de agua se elevó de la mesilla de noche y flotó hasta su boca. Dio un trago. El vaso se deslizó otra vez hasta su sitio.
—¿De modo que estás deseando despegar? —me dijo con el pensamiento, en tono de broma—. ¡De regreso a la civilización! ¡Adiós a la escarpada frontera!
—Sí, así es —respondí en tono desafiante—. Ya sabes cómo me siento. Es un crimen desperdiciar vidas como las nuestras. Si aquí no podemos vivir plenamente, entonces regresemos al Hogar.
—¿A qué Hogar? —preguntó ella—. El que conocíamos ha desaparecido. ¿Cómo es el nuevo?
—Bueno… —vacilé—, no lo sé. Aún no nos hemos comunicado. Pero debe de ser casi igual al antiguo Hogar. Al menos es probable que esté habitado por el Pueblo, nuestro Pueblo.
—¿Estás tan seguro de que aún somos el mismo Pueblo? —insistió Obla—. ¿O de que ellos lo son? El tiempo y la distancia pueden cambiar…
—Claro que somos los mismos —grité—. Eso es como preguntar si en el cañón un perro es un perro sólo porque ha nacido en Socorro.
—Una vez tuve un perro —comentó Obla—. Hace mucho tiempo. Creía ser una persona porque nunca había estado con otros perros. Le llevó seis meses aprender a ladrar. Fue un verdadero golpe para él descubrir que era un perro.
—Si quieres decir que nos hemos deteriorado desde que llegamos…
—Tú mencionaste al perro, no yo. No discutamos, Además, yo no dije que nosotros fuéramos el perro.
—Sí, pero…
—Sí, pero… —repitió ella, divertida, y me eché a reír.
—Maldición, Obla, así es como acaban la mayor parte de mis discusiones contigo, diciendo sí, pero, sí, pero.
—¿Por qué no salen? —dije en tono impaciente contra la masa sin costuras que se alzaba por encima de mí, envuelta en las sombras de la noche—. ¿A qué se debe la demora?
—Te estás comportando como un niño, Bram —me reprendió Jemmy—. Tienen sus motivos para esperar. Recuerda que éste es un mundo desconocido para ellos. Tienen que estar seguros…
—¡Seguros! —Hice un gesto de impaciencia—. Les hemos dicho que el aire es adecuado, y que no hay ningún virus esperando para atacarlos. Además, tienen sus escudos personales. Ni siquiera tienen que tocar esta tierra si no quieren hacerlo. ¿Por qué no salen?
—Bram. —Reconocí el tono de la voz de Jemmy.
—Oh, lo sé, lo sé —dije—. Impaciencia, impaciencia. Todo llega a su debido tiempo. Pero ahora, Jemmy, ahora que ellos están aquí, tú y Valancy tendréis que daros por vencidos. Ellos os harán ver que lo que debemos hacer nosotros, los miembros del Pueblo, es salir completamente, o de lo contrario mezclarnos con los Extraños y despejar este confuso mundo. Con esta nueva ayuda podríamos hacerlo fácilmente. Podríamos ocupar posiciones clave…
—No importa cuántos han venido, y aún no sabemos cuántos hay —dijo Jemmy—, y esta idea de «ocupar» no es el estilo del Pueblo. Las cosas deben evolucionar. Pero ahora no volvamos a enredarnos en eso. Valancy…
Valancy se inclinó desde lo alto de la nave, con las estrellas a sus espaldas.
—Jemmy. —Agitó las manos mientras sus pies se apoyaban en el suelo. Allí estaba, otra vez. Esa muda llama de alegría, ese aire de realización después de diez minutos largos de separación. Eso también me ponía impaciente. Nunca sentí esa especie de unidad con nadie.
Oí la risita de Valancy.
—Oh, Bram —dijo—. ¿Tienes que tomarte toda la cena de un trago? ¿No puedes conformarte con esperar un poco?
—Sería una buena idea que practicaras un poco pensando concentradamente —comentó Jemmy—. Ellos no saldrán hasta la mañana. Esta noche tú te quedarás vigilando…
—¿Vigilando qué? —pregunté.
—Vigilando la impaciencia —respondió Jemmy, y su voz adoptó el tono del Anciano que esperaba obediencia sin tener que pedirla.
La alegría había vuelto a dominar su voz antes de la frase siguiente.
—Por el bien de tu alma, Bram, y la contemplación de tus pecados, pasarás toda la noche vigilando. Tengo un par de mantas en la furgoneta. —Hizo un ademán y las mantas se deslizaron entre los achaparrados robles—. Toma, esto te servirá hasta que se haga de día.
Los observé mientras se acercaban a la furgoneta, por encima del pequeño hilillo del arroyo. Valancy me dijo:
—Pensar podría ayudarte, Bram. Deberías intentarlo. Un asustado pájaro nocturno aleteó tristemente delante de ellos durante un instante, y luego la oscuridad se los llevó a todos.
Extendí las mantas sobre la arena, junto a la nave, y me apoyé contra la suave frescura de su piel exterior, maravillándome una vez más ante esta masa sin costuras y su incesante fluir. En algún lugar tenía que haber una salida, pero en ese momento la luz del anochecer se deslizaba ininterrumpidamente de un extremo brillante al otro.
¿Quién estaba allí? ¿Cuántos había? Una nave de ese tamaño podía trasladar a cientos de personas. Sus comunicadores y los nuestros habían hablado brevemente, y los nuestros lo habían hecho con cierta torpeza al utilizar las palabras que recordábamos de la lengua del Hogar y que parecían haber cambiado o caído en desuso; pero no se mencionaron cifras antes del pensamiento final: «Estamos cansados. Ha sido un largo viaje. Demos gracias al Poder, a la Presencia y al Nombre porque os hemos encontrado. Descansaremos hasta la mañana».
El ambicioso turborreactor que pasó por encima del cañón me llamó la atención. Levanté la vista rápidamente. Nuestra apagada quietud se arqueó por encima del revelador brillo de la nave. Me relajé sobre las mantas, preguntándome…
Todo había ocurrido hacía muchos años, en los tiempos de mis abuelos. El Hogar quedó convertido en un puñado de confeti centelleante, y el Pueblo se dispersó por todos los puntos cardinales, buscando refugio. Todo estaba en mi memoria, el torrente de recuerdos que mantiene al Pueblo tan fuertemente unido. Si me lo permitía, podría sufrir la pérdida, el vagabundeo, el tedio y el terror que suponía la búsqueda de un nuevo mundo. Podía volver a vivir la chillona e incandescente entrada en la atmósfera de la Tierra, el calor, la vibración, la violencia y la destrucción. Y podría compartir el luto, las lágrimas, la enceguecedora y mutilante agonía de algunos de los supervivientes que lograron llegar a la Tierra. Y ocultarme y esquivar y correr y morir con todos los que sufrían el período de asentamiento… intentando encontrar la mejor manera de adaptarse sin ser vistos por la gente de la Tierra sin por eso perder nuestra identidad como Pueblo.
Pero todo eso era el pasado, aunque a veces me pregunto si hay algo que sea pasado. Es el futuro lo que me impacienta. Mirad simplemente la cuestión de las relaciones internacionales. Valancy podría sentarse ante la mesa durante la siguiente conferencia cumbre y leer la verdad que se ocultaba detrás de esos rostros cerrados, de expresión cautelosa, una verdad desnuda y tan enceguecedora como el brillo de la luna sobre el borde de una puerta de metal que se abría, se abría…
Me obligué a despertar. Alguien abandonaba la nave. Me aparté unos cuantos centímetros del suelo y me deslicé silenciosamente en las sombras. La figura salió cuidadosa, temerosamente. La puerta se cerró de golpe y la figura se irguió. Un cauteloso paso tras otro; luego, con un movimiento súbito, la figura bajaba corriendo hasta el lecho del arroyo, rápido, a toda prisa, a lo largo de casi un metro, y finalmente caía de bruces sobre la arena.
Me acerqué a toda prisa.
—¡Hola! —dije.
La figura se volvió convulsivamente y observé su rostro. Capté su nombre: Salla.
—¿Te has lastimado? —pregunté, en voz alta.
—No —respondió con el pensamiento—. No. —Pronunció la palabra con un esfuerzo—. No estoy acostumbrada a… —vaciló— a «correr» —dijo en tono de disculpa no por no estar acostumbrada a correr, sino por correr. Se incorporó y yo me senté. Nos miramos a la cara y me gustó mucho lo que vi. Era una especie de repetición de la piel luminosamente pálida de Valancy, de sus ojos oscuros y su boca cálida y encantadora. Ella se apartó y percibí el débil centelleo de su escudo personal.
—No lo necesitas —aclaré—. Es una noche cálida y agradable.
—Pero… —Volví a captar el tono de disculpa.
—¡Oh, claro que no siempre! —añadí—. Qué terrible. ¡Los escudos sólo son para casos de emergencia!
Ella vaciló un instante y el centelleo se desvaneció. Percibí la débil fragancia de la joven y pensé de mala gana que si yo tenía alguna, ¿podría llamarse fragancia?, probablemente sería a corral, a aserradero y a hamburguesas.
Ella dejó escapar un suspiro profundo y cauteloso.
—¡Oh! ¡Cosas que crecen! ¡Vida por todas partes! Hemos estado viajando durante demasiado tiempo. ¡Huele esto!
Lo hice, pero sólo tuve conciencia de un olor a manzanillo aplastado que surgía de debajo de la nave.
Esta es una especie de digresión, porque no puedo interrumpir el relato cada vez y tratar de dar una explicación. Supongo que los Extraños no tienen nada similar a la forma en que Salla y yo nos conocimos. Debajo de toda la conversación, debajo de toda la actividad y el movimiento en los momentos que siguieron, hubo un profundo fluir subterráneo de comunicación entre nosotros. Yo había sentido este mismo tipo de conciencia con anterioridad, cuando nuestra recolección llevó a nuevos miembros del Grupo hasta el cañón, pero nunca había sido tan poderoso como con Salla. Debió de ser más notable porque carecíamos de muchas de las experiencias comunes que comparten los que han ocupado la misma tierra desde el momento de su nacimiento. Debió de ser eso.
—Recuerdo —dijo Salla mientras dejaba que la arena se deslizara por sus manos delgadas de aspecto peculiar— cuando era muy pequeña y salí a la lluvia. —Hizo una pausa, como si esperara alguna reacción—. Sin mi escudo —añadió. Otra vez la pausa—. ¡Quedé empapada! —gritó, evidentemente decidida a impresionarme.
—La semana pasada —comenté— caminé bajo la lluvia y quedé tan empapado que mis zapatos chapoteaban a cada paso, y tenía en la boca el sabor definido de la lluvia. Es uno de mis pasatiempos preferidos. Hay algo muy sereno en la lluvia. Incluso cuando hay viento y truenos, tiene algo sereno. Me gusta.
Entonces, sacudido al oírme decir semejantes cosas en voz alta, yo también hice que la arena se deslizara entre mis dedos, al principio un poco violentamente.
Ella estiró un dedo delgado y lechoso y me tocó la mano.
—Moreno —dijo, y añadió—. Bronceado.
—Es el sol —dije—. Estamos tanto tiempo al sol, sin escudo, que nuestra piel se pone morena y nos salen pecas y, si no tenemos cuidado, nos consumimos.
—Entonces aún vivís en contacto con la Tierra. En el Hogar casi nunca… —Sus palabras se desvanecieron y percibí una encapsulada sensación que podría haber sido realmente agradable si uno estuviera acostumbrado a ella, pero…
—¿Cómo es eso? —pregunté—. ¿Qué ocurre con vuestro mundo que tenéis que llevar siempre abierto el escudo? —Sentí una punzada por mi imaginado Edén.
—No tenemos que hacerlo. Al menos ya no es necesario. Cuando llegamos al nuevo Hogar tuvimos que hacer un verdadero trabajo de renovación. Nosotros, mis abuelos, por supuesto, queríamos que se pareciera todo lo posible al antiguo Hogar. Logramos cosas maravillosas copiando la vegetación, las colinas, los valles y los arroyos, pero… —un sentimiento de culpabilidad tiñó sus palabras—, sigue siendo una copia, no algo casual e irreflexivo. Cuando nuestro Hogar fue habitable, adquirimos el hábito de utilizar el escudo. Simplemente era algo que uno hacía automáticamente. No creo que mamá haya salido sin escudo de su propia habitación de dormir en toda su vida. Simplemente no…
Extendí el brazo sobre la arena, sintiendo el tacto áspero de ésta contra mi piel. Realmente agradable, pero…
Ella lanzó un suspiro.
—Una vez, y era lo suficientemente grande para saber lo que hacía, según me dijeron, una vez caminé bajo el sol sin protegerme. Me quedé embarrada, me ensucié las manos y me rompí el vestido. —Pronunció las desordenadas palabras con un esfuerzo, como si estuviera usando una jerga cerrada en una reunión muy elegante—. Y me enredé el pelo en un árbol de tal manera que tuve que arrancarme algunos mechones para poder soltarme. —No había jactancia en su voz. Ahora compartía conmigo uno de los momentos más preciados de sus recuerdos, algo que no era socialmente aceptable entre los suyos.
Toqué su mano ligeramente, ya que no me comunico demasiado libremente sin contacto, y la vi.
Salía de su casa furtivamente antes del amanecer, una casa desconocida, un paisaje desconocido, un mundo desconocido, cerrando la puerta con suavidad, elevándose rápidamente por el bosquecillo que se extendía más abajo de la casa. Sin embargo, su chispa de rebelión no me resultó extraña. Yo mismo la conocía muy bien. Entonces, dejó caer el escudo. Jadeé con ella porque sentí, tan claramente como si fuera el Primero en un flamante Hogar, el movimiento del viento contra mi rostro y en mis brazos. Incluso tuve conciencia de que se deslizaba entre mis dedos como un río diminuto. Sentí el suelo debajo de mis vacilantes pies, la tierra blanda, el perfil de una hoja, la penetrante puñalada de la grava, la granulosa consistencia de la arena al borde del agua. La salpicadura del agua contra mis piernas resultó tan áspera como morder un limón. ¡Y la humedad! No tenía idea de que la humedad fuera una sensación tan individual. No recuerdo cuándo chapoteé en el agua por primera vez, y tampoco si sentí la humedad para poder decir de manera consciente: «Esto es humedad». ¡La novedad! No se parecía a nada de lo que había experimentado con anterioridad.
Entonces, repentinamente, volví a sentir el olor del manzanillo aplastado y la mano de Salla salió de debajo de la mía.
—Mi madre me está buscando —susurró—. No tiene ni idea de que estoy aquí. Si lo supiera, sufriría un quanic. Tengo que irme antes de que llame a mi puerta y nadie le conteste.
—¿Cuándo vais a salir?
—Mañana, supongo; Laam tendrá que descansar un poco más. Él es nuestro Motivador, ya sabes. Resulta agotador hacer que la nave entre en la atmósfera. Más agotador que el resto de la travesía. Pero los demás…
—¿Cuántos sois? —susurré mientras ella se apartaba de mí y subía por la curva de la nave.
—Oh —respondió en un susurro—, está… —La puerta se abrió, ella se deslizó en el interior y la cerró.
—Que tengas dulces sueños —oí que decía en silencio, y luego me sorprendió el roce de una mejilla suave contra una de las mías, y el cálido movimiento de unos labios contra la otra. Quedé sorprendido y confundido, aunque también complacido, hasta que comprendí con una carcajada que había quedado atrapado entre la búsqueda de la madre y la respuesta de Salla.
«Que tengas dulces sueños», pensé y me acurruqué en las mantas.
Algo me despertó en las vacías horas anteriores al amanecer. Me quedé tendido, sintiéndome bruscamente apartado del sueño como un pez arrancado del agua, temblando en el intervalo que se produce entre la salida del sueño y la entrada en la vigilia.
«Se supone que debo pensar —pensé, monótonamente—. Un pensamiento concentrado».
Así que pensé. Pensé en mi Pueblo, que esperaba el momento oportuno, aguardando, aguardando, caminando mientras podía volar. Pensar, pensar, qué podíamos hacer si dejábamos de esperar y realmente seguíamos adelante. Pensar en Bethie, nuestra Sensitiva, que estaba en un Centro Médico interpretando las enfermedades y las dolencias para los médicos. Los pacientes ya no tendrían posibilidades de ocultarse detrás de enfermedades imaginarias. No habría diagnósticos erróneos, ni retrasos en la identificación de los estados de salud.
Por supuesto, sólo hay una Bethie y las pocas Reparadoras que tenemos y que podrían servir un poco menos eficazmente, pero sería un buen comienzo.
Pensar en nuestras Reparadoras, que ayudan a poner bien a la gente y que son capaces de buscar en su ser más profundo y arrancar la costra de antiguas úlceras y heridas y dejar que cicatricen en los sufrientes laberintos de la mente.
Pensar en nuestra capacidad para elevarnos, para trasladarnos, para comunicarnos, para utilizar la Tierra en lugar de someternos a ella.
¿Acaso no le había sido dado al hombre el dominio sobre la Tierra? ¿Acaso no lo había perdido en algún lugar del camino? ¿No podíamos ayudar a recuperar otra vez el rumbo?
Me agité con esta concentrada repetición de todas mis preguntas. ¿Por qué no podía ser todo así ahora, ahora?
Pero los Ancianos dicen «no». Jemmy dice «espera». Valancy dice «ahora no».
«¡Pero mira! —quise gritar—. ¡Se dirigen al espacio! Intentan llegar allí utilizando un saltador. ¡Mira a Laam! Él nos trajo esa nave desde algún lejano Hogar sin levantar la mano, sin utilizar artilugios en su confortable sala de movilización. Tomemos a cualquiera de nosotros. Yo mismo podría levantar nuestra furgoneta lo suficiente para necesitar que mi escudo me ayudara a respirar. Apuesto a que incluso yo, en uno de esos aviones sofisticados, podría llevarlo al borde del espacio, a este lado del borde. Y cualquier Movilizador podría llevarla por encima del borde, y la peor parte habría pasado. Por supuesto, como todos nosotros podemos elevarnos, sólo tenemos dos Movilizadores, pero sería todo un comienzo».
Pero los Ancianos dicen «no». Jemmy dice «espera». Valancy dice «ahora no».
De acuerdo, entonces sería ejercer violencia contra el esquema de las cosas, injertar un tercer brazo en un organismo diseñado para dos. Así, los de la Tierra algún día se desarrollarán como nosotros… Mirad a Peter y a Dita, y a ese Francher y a Bethie. Así, algún día, lo tendrán cuando se lo hayan ganado. Entonces, ¡vámonos! Encontremos otro Hogar. Salgamos al espacio y devolvámosles su Tierra. Que tengan su tiempo… si antes no mueren por eso. Vámonos. Salgamos de esta terrible situación. ¡Vayamos a algún sitio donde podamos ser nosotros mismos todo el tiempo, donde no tengamos que sentir vergüenza!
Golpeé la manta con el puño y me limpié de mala gana la arena de los labios y la lengua y me reí de mí mismo. Contuve la respiración y me relajé.
—Bien, Davy —dije—, ¿qué haces aquí fuera tan temprano?
—No me fui a dormir —respondió Davy, saliendo de entre las sombras—. Papá me dijo que esta noche podía probar mi cinta de trazar. He terminado ahora.
—¿Esa cosa? —Me reí—. ¿Qué podrías trazar por la noche?
—Bueno… —Davy se sentó en el aire, por encima de mi manta, y frotó los pulgares contra la minúscula caja que sostenía—. Pensé que serviría para trazar sueños, pero no es así. En los sueños no hay suficiente verbalización. Lo comprobé con toda mi familia y utilicé la mitad de mi cinta de trazar. ¡Hoy tendré que hacer algo más!
—Es una pena —dije—. Chico, tendrás que volver a los tableros de dibujo.
—Oh, no sé —comentó Davy—. Probé con tus sueños… —Esquivó el manotazo que le lancé—. Pero no logré nada. Así que deslicé un escalofrío por tu espina…
—Canalla —dije, demasiado perezoso para ofenderme de verdad—. Por eso me desperté tan rígido.
—Sí —dijo, deslizándose hasta quedar a mi lado—. Por eso lo intenté cuando estabas despierto. Más pautas de pensamiento concentrado.
—¡Oye! —Me incorporé lentamente—. ¿Pensamiento concentrado?
—Toma esta última parte. —Davy volvió a elevarse. Se oyó un parloteo atropellado—. ¡Eh! —exclamó—. Olvidé poner la velocidad normal. Los pensamientos son rápidos. Ahora…
Clara y precisamente, como suena a veces una voz en el tubo de un teléfono, me oí gritar: «Vámonos, salgamos de esta terrible situación…»
—¡Davy! —exclamé, elevándome a toda prisa, aún cubierto por las mantas.
—¡Mira! ¡Mira! —gritó, apartando de mí la punta de trazar mientras tropezábamos en el aire—. ¡Interés grupal! ¡Reclamo el interés del Grupo! Ahora que está la nave aquí…
—¡Nada de interés del Grupo! —dije, mientras por fin lograba coger la punta de trazar—. Te olvidas de la intimidad del pensamiento… y del castigo que significa violarla. —Capté su idea pasajera y cogí la zona correcta de la caja para borrar la grabación.
—¡Demonios! —dijo Davy, contrariado—. Mi primer invento, y tú borras la primera grabación que consigo.
—Es una pena —dije. Luego le lancé la caja—. ¡Pero mira! —Me estiré y lo hice bajar hasta que quedó a mi lado—. ¡Obla! ¡Piensa en Obla y en este absurdo artilugio!
—¡Sí! —Su rostro se iluminó y se volvió inexpresivo mientras quedaba absorbido por la corriente de pensamientos—. Sí, Obla… sin voz… —Al descender sobre los árboles había olvidado mi presencia.
No se trataba de que yo me avergonzara de mis propios pensamientos. Sólo era que sonaban tan… tan desnudos cuando se hacían audibles. Me quedé allí con las manos apoyadas contra la hermosa nave y sentí que mis convicciones se volvían sólidas. «Vámonos. Marchémonos. Si no hay lugar en la nave para nosotros, podemos construir otras. Encontremos un Hogar real en algún sitio. Encontremos uno o construyámoslo».
Creo que fue en ese momento cuando empecé a decir adiós a la Tierra, cuando empecé casi de manera subconsciente a cortar los lazos que me unían a ella. Como el lento movimiento de un ala que se eleva, mis pensamientos se dirigieron hacia el cielo. Levanté la vista. «El año próximo, en esta época —pensé—, no veré cómo la luz de la mañana ilumina Old Baldy».
A media mañana todo el Grupo, incluido el Grupo de Bendo, al que se le había notificado, esperaba en la colina, cerca de la nave. Hubo poca conversación en voz alta, y no demasiada alegría. La nave traía demasiadas cosas del pasado, y las oscuras corrientes de recuerdos invadían a todo el Grupo. Me aferré a una corriente y sólo encontré las sombras del Cruce. «Pero el Hogar —protesté—, ¡el Hogar anterior!»
En ese preciso instante un brillo de la nave nos llamó la atención. La puerta se abría. Hubo una pausa y aparecieron ellos cuatro: Salla, sus padres y otro individuo mayor. Los débiles destellos de sus escudos personales nos rodeaban firmemente, y cuando parpadearon, encandilados por el sol, sus escudos se hicieron más densos por encima de sus cabezas y adoptaron un oscuro matiz azul.
El Más Anciano, con su rostro ciego vuelto hacia la nave, habló en nombre del Grupo.
—Bienvenidos al Grupo. —Su pensamiento vibró con los tonos de un órgano y resultó cordial—. Tres veces bienvenidos. Sois los primeros del Hogar que nos siguen a la Tierra. Estamos ansiosos por tener noticias de nuestros amigos.
Se oyó un súbito murmullo de pensamientos.
—¿Anna está con vosotros? ¿Y Mark? ¿Y Santhy? ¿Y Bediah?
—Un momento, un momento… —El padre levantó los brazos en actitud suplicante—. No puedo responderos a todos al mismo tiempo, salvo diciendo… que en esta nave sólo somos cuatro.
—¡Cuatro! —El sorprendido pensamiento produjo un eco en Baldy.
—Bueno, sí —respondió Shua, luego de darnos su nombre—. Mi familia y yo y nuestro Movilizador aquí presente, Laam.
—¿Entonces los demás…? —Varios de nosotros caímos de rodillas mientras la Señal temblaba en nuestros dedos.
—¡Oh no! ¡No! —Shua estaba impresionado—. No, nos desempeñábamos muy bien en nuestro nuevo Hogar. Casi todos vuestros amigos os esperan ansiosamente. Como recordaréis, el nuestro era el Grupo que vivía junto al vuestro en el Hogar. Nuestro Grupo y otros dos llegamos a nuestro nuevo Hogar. ¡Bueno, trajimos esta nave vacía para poder llevaros de vuelta al Hogar!
—¿Al Hogar? —Durante un momento de perplejidad la palabra pareció colgar en el aire, por encima de nuestras cabezas.
—¡El Hogar! —El grito se elevó y creció y se volvió audible mientras todo el Grupo se elevaba hacia el cielo como un solo ser. Fue un grito de éxtasis tan jubiloso que produjo un eco capaz de ahuyentar a un par de arrendajos de un grupo de pinos.
«¡Vaya, todos ellos deben de pensar como yo!», pensé sorprendido, mientras me unía al jubiloso coro de la silenciosa canción del Hogar. Luego me calmé un poco mientras me preguntaba si alguno de ellos compartía conmigo la repentina punzada que había sentido con anterioridad. La oculté enseguida, lo suficiente para que sólo un Reparador lograra encontrarla, y enseguida cogí a Francher mientras me elevaba: él aún no había aprendido a recorrer más que las copas de algunos árboles, y el Grupo lo estaba dejando atrás…
—Hay cuatro —le dije a Obla con el pensamiento—. Sólo cuatro. Trajeron la nave para llevarnos al Hogar.
Obla volvió su rostro ciego hacia mí.
—¿Para llevarnos a todos? ¿Tal como suena?
—Bueno, sí —respondí, frunciendo el ceño—. Supongo que tal como suena… al margen de lo que eso signifique.
—Después de todo, supongo que los náufragos siempre ansían ser rescatados —comentó Obla. Luego, en un suave tono de burla, añadió—: Supongo que ya habéis hecho las maletas.
—Yo tengo las maletas hechas casi desde que nací. ¿Acaso no he estado siempre hablando de salir de esta atadura que nos retiene?
—Así es —respondió Obla mentalmente—. Has hablado de ello con todo detalle. Saca la mano por la ventana, Bram. Coge un puñado de sol. —Lo hice, llenándome la palma con el cosquilleante brillo—. Suéltalo. —Incliné la mano y sentí el tibio fluido de la luz que se derramaba—. Nunca más tendré el sol de la Tierra —se lamentó—. ¡Nunca más!
—¡Demonios, Obla, ya es suficiente! —grité.
—Tú mismo no estabas completamente seguro, ¿verdad? Incluso después de tantas protestas. Y a pesar de ese enorme y cálido asombro que crece en tu interior.
—¿Cálido asombro? —Entonces sentí que la cara me ardía—. Oh —dije torpemente—. Eso sólo es un interés natural en una persona desconocida… ¡Un desconocido que viene del Hogar! —Sentí que mi entusiasmo aumentaba—. ¡Imagínate, Obla! ¡Del Hogar!
—Una persona desconocida que viene del Hogar. —El pensamiento de Obla mostraba cierta tristeza—. Escucha tus propias palabras, Bram. Una persona desconocida que viene del Hogar. ¿Acaso alguna vez los miembros del Pueblo han sido desconocidos entre ellos?
—Ahora estás jugando con las palabras. Deja que te cuente todo…
He utilizado a Obla como tornavoz desde que recuerdo. No guardo memoria de los tiempos en que era físicamente completa. Tomé conciencia de su existencia sólo después de su tragedia y la mía. La misma explosión que la dejó mutilada me arrebató a mis padres. Ellos intentaban sacar a unos Extraños de un avión que se había estrellado y no lo consiguieron. Algunos de mis esquemas más grandiosos han encontrado un eco hueco y vacío en la receptividad de Obla. Y algunos de mis pensamientos más tímidos han adquirido una fortaleza monumental gracias a que ella los aceptó sin críticas. En cierto modo, cuando oyes tus propias ideas mudamente recortadas para ser transmitidas, quedan desprovistas de todo lo que les es ajeno, desprovistas de pretensiones, y entonces puedes tener de ellas una buena perspectiva.
—Pobre criatura —dijo, cuando le hablé del momento en que Salla se había enredado el pelo—. Pobre criatura, sentir ese dolor es un privilegio…
—¡Es mejor que lograr que el dolor sea un estilo de vida! —estallé—. ¿Quién puede saberlo mejor que tú?
—Tal vez, tal vez. ¿Quién puede decir qué es lo mejor…? ¿Tener hambre y ser alimentado, o ser alimentado constantemente y no conocer jamás el hambre? A veces, un poco de ayuno es bueno para el alma. Piensa en un trago de agua fresca después de pasar toda una tarde en un campo de heno.
Me estremecí ante la deliciosa evocación.
—Bueno, de todas formas… —Y concluí el relato para ella. Estaba casi al otro lado de la puerta cuando de pronto me di cuenta de que no había mencionado en absoluto a Davy. Regresé y se lo conté. Antes de darme tiempo a terminar, su rostro se contorsionó y su pelo lo cubrió, protegiéndolo. Cuando concluí me quedé allí de pie, sintiéndome torpe, sin saber exactamente qué hacer. Entonces capté un débil eco de sus pensamientos.
«Tener voz otra vez…» Creo que mi desprecio por los artilugios acabó en aquel momento. Cualquier cosa que pudiera complacer a Obla…
Pensé que estaba preocupado acerca de si debíamos irnos o quedarnos, hasta la tarde en que encontré a todos los Mixtos y a los Reunidos sentados en las rocas de Cougar Creek. Dita se secaba el agua de los pies descalzos y todos los demás estaban concentrados en la caída de las gotas como si para ellos significara algún tipo de respuesta. Francher estaba creando una escala de cristal con la caída. Todos me vieron llegar, de modo que nadie pensó que estuviera escuchando indiscretamente, pero no creo que fueran conscientes de que estaba allí.
—Pero para mí —Dita dobló las rodillas hasta su pecho y se cogió los pies húmedos entre las manos—, para mí es diferente. Vosotros sois Mixtos, pertenecéis al Pueblo. Pero yo soy de la Tierra. Mis raíces están en esta vieja roca. Pensad en lo que significaría para mí decirle adiós a mi mundo. Pensad en el Cruce. —Todos se movieron, incómodos—. ¿Lo veis? Y sin embargo, quedarse… ver cómo el Pueblo se marcha, saber que ya no está. —Apoyó la mejilla contra las rodillas.
El bienestar de los demás la envolvió y Low se acercó a la roca y se quedó junto a ella.
—Para nosotros sería igualmente malo irnos —dijo—. Claro que pertenecemos al Pueblo, pero éste es el único Hogar que conocemos. Yo no crecí en un Grupo. Ninguno de nosotros lo hizo. Todas nuestras raíces están firmemente asentadas aquí. Marcharnos…
—¿Qué tiene el Nuevo Hogar que no tengamos aquí? —Peter empezó a formar un pequeño remolino en el agua poco profunda.
—Bueno —Low detuvo el movimiento del remolino y habló mientras todos lo escuchaban en silencio—, preguntadle a Bram. Él está ansioso por marcharse. —Me miró por encima del hombro y me dedicó una sonrisa.
—El Nuevo Hogar es nuestro mundo —dije, acercándome a ellos y reuniendo mis pensamientos dispersos—. Estaríamos entre los nuestros. No habría más necesidad de ocultarnos. Ni de intentar adaptarnos a lo que no podemos adaptarnos. No tendríamos por qué contenernos y podríamos hacer muchas cosas.
Percibí la agitación y los pensamientos de quienes me rodeaban; cada uno se alineaba con la visión del Hogar. Sin pronunciar ni una sola palabra más todos se marcharon del arroyo, concentrados en el problema. Mientras se dispersaban lentamente no percibí ni siquiera el eco de un pensamiento, todos callaron su opinión.
Toda la paz y la tranquilidad de Cougar Canyon habían desaparecido. Por supuesto, la luz seguía filtrándose entre los árboles al amanecer, el viento seguía agitando las ramas en las tardes tranquilas y calurosas y, de vez en cuando, levantaba pequeños remolinos que hacían bailar las hojas secas en un breve frenesí, y la luna nueva brillaba nítidamente en el cielo nocturno; pero todo estaba cubierto por un enorme signo de interrogación.
Yo no podía concentrarme en nada. Mientras estaba a punto de partir un tablón en el aserradero, pensé: «¿Por qué molestarse? Dentro de poco tiempo nos habremos ido». Y el espasmo de la anticipación y el agudo placer se convertiría en el dolor de la pérdida, y yo sentiría que estaba apretando un puñado de serrín y ahogando en él mis sollozos.
Y por la noche, mientras cambiaba las compuertas para regar otro campo de alfalfa, pateaba las tablas húmedas y cubiertas de moho resbaladizo y pensaba con entusiasmo: «Cuando lleguemos allí, no tendremos que someternos a todo esto. Haremos que llueva y lo haremos cuando lo deseemos».
Entonces me tendí bajo el sol caliente, con la cabeza protegida por la sombra de los álamos, y sentí que el calor me penetraba los huesos; percibí el olor polvoriento de la tarde; sentí que el sueño envolvía mis pensamientos y oí los repentinos gritos chillones de los mirlos de alas rojas de los campos lejanos; y súbitamente supe que no podía abandonar todo aquello. No podía renunciar a la Tierra por ninguna otra cosa ni por ningún otro lugar.
Pero estaba Salla. Mostrarle a ella la Tierra era algo inimaginable. Por ejemplo, a ella nunca se le ocurrió pensar que las cosas podían dañarla. Como el día que la encontré a mitad de camino de Furnace Flat, acurrucada debajo de un pino, acariciándose los pies con las manos y gimiendo de dolor.
—¿Dónde están tus zapatos? —Fue lo primero que me ocurrió preguntarle mientras me agachaba a su lado.
—¿Mis zapatos? —Captó la imagen que se formó en mi cerebro—. Oh, mis zapatos. Mis sandalias. Están en la nave. Tenía ganas de sentirme en contacto con este mundo. En casa nos protegíamos tanto que no podría decirte nada acerca de la textura de las cosas de allí. Pero la arena me resultó muy agradable la primera noche, y el agua es maravillosa, y pensé que esta superficie suave ya agrietada, tan negra y brillante, tendría un tipo de textura diferente. —Sonrió de mala gana—. Y así es. Es caliente y…
La ayudé:
—Y hace daño. Ya lo creo. A esta hora del día, este llano de esquisto está tan caliente como un horno. Por eso se llama Furnace Flat.
—Aterricé en medio del llano, corriendo. Me sorprendió no tener la sensatez suficiente para elevarme o accionar el escudo.
—Veamos. —Le aparté los dedos y cogí uno de sus delgados pies blancos en mi mano—. Adonday Veeah! —exclamé. Retiré cuidadosamente algunos trozos sueltos de esquisto manchados de sangre—. Casi te salen ampollas. ¿No sabes que a esta hora del día el sol puede ser nefasto?
—Ahora lo sé. —Volvió a cogerse los pies y observó la planta—. ¡Mira! ¡Hay sangre!
—Sí. Es lo que suele ocurrir cuando te lastimas la piel. Será mejor que regresemos a casa y te hagas curar los pies.
—¿Curarlos?
—Por supuesto. Antiséptico para los gérmenes y ungüento para las quemaduras. No podrás salir a explorar durante uno o dos días. Al menos no apoyando los pies.
—¿No podemos hacer un transgráfico? Es mucho más fácil.
—Indudablemente —dije, elevándome en la posición de sentado, igual que ella, e irguiéndome por encima del sendero—. Si supiera lo que estás diciendo. —Regresamos a la casa.
—Bueno, en nuestro Hogar, los Sanadores…
—Esto es la Tierra —dije—. Por ahora no tenemos Sanadores. Sólo los tenemos en la medida en que nuestra Sensitiva puede ayudar a aquellos que saben sanar. En nuestro caso es, en general, un asunto de hágalo-usted-mismo. Y quién sabe, podrías ser alérgica a nosotros y podrían salirte azucenas con cada punción. Y eso seguramente preocuparía a tu madre.
—Mi madre… —Hizo una extraña pausa—. Mi madre ya está enfadada conmigo. Piensa que estoy definitivamente desmadrada. Desearía haberme dejado en el Hogar. Tiene miedo de que no vuelva a ser la misma nunca más.
—¿Desmadrada? —le pregunté, intentando que me aclarara la idea.
—Sí —dijo y capté su visualización hasta que empezó a caer la tarde.
—¡Bueno! ¡No es que nosotros comamos guisantes con cuchillo, ni que nos limpiemos la nariz con las mangas! Podemos ser bastante mundanos cuando nos lo proponemos.
—Lo sé, lo sé —se apresuró a decir—, pero mi madre… bueno, ya sabes cómo son algunas madres.
—Sí, lo sé. Pero si nunca sales a caminar, ni trepas, ni vas a nadar, ¿qué haces para divertirte?
—No es que nunca hagamos esas cosas. Pero sólo las hacemos casualmente y sin pensar. Se supone que hemos superado la necesidad de realizar actividades infantiles como ésas. Se supone que somos capaces de sentir placeres más intelectuales.
—¿Cómo cuáles? —Aparté las ramas para que ella bajara hasta la puerta de la cocina, y estuve a punto de golpearme el hombro al intentar hacerlo al mismo tiempo que le abría la puerta. Después de varias salidas en falso y de una sensación de absoluta estupidez, como la que se siente cuando uno intenta esquivar a una persona que intenta esquivarlo a uno, terminamos ante la mesa de la cocina, donde Salla empezó a quejarse por el escozor que le producía el Merthiolate—. ¿Cómo cuáles? —repetí.
—¡Uf! Ésta es toda una sensación. —Se soltó los tobillos y se relajó al sentir el suave ungüento que extendí por sus pies enrojecidos.
»Bueno, el preferido de mi madre, y algo que hace muy bien, es la Anticipación. Le encantan las rosas.
—A mí también —dije, desconcertado—, pero casi nunca me dedico a la Anticipación en relación a ellas.
Salla se echó a reír. Me gustaba oír su risa. Parecía más una frase musical que una carcajada. La primera vez que Francher la oyó compuso con ella un tema. Por supuesto, ni a él ni a mí nos gustó demasiado cuando los otros chicos del cañón le aceleraron el ritmo y la utilizaron para bailar, aunque debo admitir que tenía un ritmo fantástico… Bueno, sea como fuere, Salla se echó a reír.
—Verás, teniendo en cuenta que somos dos personas que utilizan las mismas palabras, llegamos a comprensiones diferentes. No… lo que a mi madre le gusta es Anticipar una rosa. Escoge un brote que parece interesante, y ella conoce las diferencias más sutiles, y luego hace una rosa, una rosa sintética, tan parecida como puede al pimpollo real. Entonces, durante dos o tres días, intenta anticipar cada movimiento de la rosa real al abrirse, abriendo simultáneamente su rosa sintética; o, si puede, antes que la otra. —Volvió a reír—. Una de las anécdotas de nuestra familia es la de una ocasión en que eligió un pimpollo que no hizo nada durante dos días y luego quedó hecho polvo. Por alguna razón, había sido rociado con destro. Mamá nunca superó de verdad semejante humillación.
—Tal vez yo también estoy desmadrado —dije—, pero no me imagino perdiendo dos días en contemplar un pimpollo.
—Y sin embargo anoche pasaste toda una hora mirando el cielo. Y cuatro de vosotros pasasteis anoche varias horas recibiendo y mostrando cartas. Y en varias ocasiones actuasteis de una forma bastante temperamental.
—Bueno, sí. Pero eso es diferente. Con un atardecer como ése, y con la forma en que juega Jemmy. —Capté la expresión burlona de su mirada y ambos nos echamos a reír. La risa no necesita intérpretes, al menos no la nuestra.
Salla obtenía tanto placer probando nuestro mundo que, como suele suceder, descubrí cosas de nuestro entorno que nunca había visto. Fue ella quien descubrió la cueva, porque sintió curiosidad por el diminuto chorro de agua que descendía por la ladera de Baldy.
—Sólo es un manantial —le dije mientras mirábamos la veta oscura que marcaba un pliegue en el acantilado.
—Sólo un manantial —se burló—. ¿En esta tierra con tan poca agua existe algo así como «sólo» un manantial?
—No sirve para nada —protesté, siguiéndola en el aire—. Ni siquiera se puede beber de él.
—Sin embargo, podría aliviar a un sediento. La visión del agua en una tierra árida…
—Ni siquiera se puede chapotear en él —comenté, mientras nos acercábamos a la veta.
—No —dijo Salla, apoyando el índice sobre la zona húmeda—. Pero puede hacer que crezcan cosas. —Tocó suavemente las diminutas plantas verdes que trepaban por la pared de la roca.
—Qué bonito —dije, a la ligera—. Pero mira la vista que hay desde aquí.
Nos volvimos, apretando la espalda contra el acantilado, y contemplamos la enorme extensión de la cadena de montañas rojizas y azules que sobresalían absolutamente peladas, o densamente pobladas de árboles, o salpicadas de vegetación hasta donde alcanzaba la vista. Y débilmente, a lo lejos, una columna de humo de la fundición se elevaba y se curvaba casi en ángulo recto mientras una corriente de aire más elevada chocaba con ella y la convertía en neblina. Más abajo, los pliegues de las colinas abrazaban protectoramente las idas y venidas y las viviendas de aquellos que se habían perdido en su inmensidad.
—Y sin embargo —susurró Salla—, si te pierdes en una inmensidad lo suficientemente inmensa, te encuentras a ti mismo… encuentras un ser diferente, un ser que sólo puede contemplar la Existencia y la Presencia.
—Es verdad —dije, aspirando profundamente el sol, los pinos y el duro granito—. Pero no son muchos los que alcanzan esa inmensidad. La mayoría de nosotros clasificamos nuestro pequeño mundo para que tenga distracciones suficientes que nos eviten la tarea de contemplar la Existencia y a Dios.
Se produjo un momento de absoluto silencio y dejamos que nuestros pensamientos pusieran punto final al tema. Entonces Salla se elevó y yo empecé a bajar.
—¡Eh! —le grité—. ¡Estás subiendo!
—Ya lo sé —respondió—. ¡Y tú estás bajando! ¡Aún no he encontrado el manantial!
De modo que yo también me elevé, protestando por la terquedad de las mujeres, y llegué junto a Salla en el momento en que ella se encaramaba a una estribación rocosa en el borde de una abertura cubierta de vegetación que era el comienzo de la rezumante humedad. Bajó la vista y vio los mareantes kilómetros que se extendían a nuestros pies.
—¡Qué maravilloso precipicio! —dijo, complacida.
—Si tuvieras miedo de la altura…
Me miró con curiosidad.
—¿Hay gente que lo tiene? ¿De verdad?
—Algunos sí. Una vez conocí uno. ¿Te molestaría probar la textura de eso? —Y creé para ella el horrendo y frenético terror de un Extraño amigo mío que apenas se atreve a asomarse a la ventana de un segundo piso.
—¡Oh, no! —Palideció y se aferró a las pocas enredaderas y ramas de la grieta—. ¡Basta! ¡Basta!
—Lo siento. Pero es una emoción diferente. Pienso en ella cada vez que leo: «Ni la altura ni la profundidad ni ninguna otra criatura». Para mi amigo, la altura es una criatura… un horrible destructor que se cierne sobre él, esperando para atacarlo.
—Es terrible —dijo Salla— que no recuerde cómo pasar a la fase siguiente para aprender a perder su temor… Nos pusimos a intercambiar opiniones en el aire.
—Esta es la fuente —dije—. ¿Satisfecha?
—No. —Avanzó a tientas entre las enredaderas—. Quiero ver cómo chorrea un chorro y cómo gotea una gota desde el principio. —Se internó aún más.
Puse los ojos en blanco, armándome de paciencia, y la ayudé a apartar las enredaderas. Se estiró para coger una rama… y de repente desapareció.
—¡Salla! —Escarbé entre las enredaderas—. ¡Salla!
—A-a-aquí —fue su muda respuesta.
—¡Habla! —le dije mientras sentía que su pensamiento abandonaba mi conciencia.
—¡Estoy hablando! —Su respuesta se hizo audible al pronunciar la última palabra—. Estoy sentada encima de un agua terriblemente fría. Entra. —Pasé con cuidado por la estrecha grieta hasta la oscuridad y caí de rodillas en un agua helada que me cubrió casi hasta la cintura.
—Está oscuro —susurró Salla, y su voz retumbó en todo el lugar.
—Espera que tu vista se adapte —le respondí en un susurro y, avanzando a tientas en el agua, la cogí con fuerza de la mano. Pero antes de que pudiéramos darnos cuenta, la luz disminuyó y no pudimos ver nada más, sólo un débil brillo verde donde estaba la grieta.
—¿Tienes suficiente? —le pregunté—. ¿Este chorro y este goteo te parecen suficientes? —Levanté las manos de ambos y el agua chorreó por nuestros codos.
—Quiero ver —protestó.
—Las cerillas no sirven cuando están húmedas. Y no tengo linterna. ¿Alguna sugerencia?
—Bueno, no. ¿Aquí no tenéis ningún Brillador, no?
—Que yo sepa, no. ¡Pero… espera! —Le solté la mano y busqué en mi bolsillo—. Dita me enseñó… o intentó hacerlo cuando Valancy le dijo cómo lograrlo. —Me interrumpí, concentrado en el problema de meter y sacar la mano del bolsillo de mis ceñidos Levi’s, ahora empapados.
—Sé que soy una Extranjera —comentó Salla en tono lastimero—, pero pensé que tenía un conocimiento bastante amplio de vuestro lenguaje.
—Dita es la Extraña que estaba con Low. Tiene algunas Creencias y Convicciones que no tenemos nosotros. ¡Mira! —exclamé y volví a acomodarme en el agua—. Ahora, si logro recordar…
Sostuve la pequeña moneda entre mis dedos e hice los múltiples movimientos mentales que resultan tan complicados hasta que superas su complejidad y llegas a su simplicidad subyacente.
Concentré todo mi ser en ese pequeño disco de metal. Se produjo una súbita chispa de luz. Salla gritó y disminuí la luz rápidamente para que resultara más eficaz.
—¡Lo hice! —grité—. ¡Esta vez la hice brillar a la primera! ¡La última vez me llevó media hora conseguir una débil chispa!
Salla observaba maravillada el minúsculo globo brillante que había quedado encendido en mi mano.
—¿Y una Extraña puede hacer eso?
—¡Claro que sí! —respondí, repentinamente orgulloso de nuestros Extraños—. ¡Y ahora yo también! Aquí tenéis, señora —anuncié—. Vuestra luz, vuestra cueva…, vuestra pequeña satisfacción.
Creo que no era gran cosa teniendo en cuenta lo que es una cueva. El suelo era de arena pálida, granulosa, casi dé la consistencia del azúcar. El charco de agua, del que salimos en cuanto divisamos la tierra seca, no tenía un origen evidente, sino que estaba siempre al mismo nivel a pesar del delgado chorro que descendía por el acantilado. El techo tenía aproximadamente el doble de mi estatura y la extensión del charco no superaba el ancho de la cueva. Las paredes se curvaban protectoramente sobre el agua. A primera vista no había nada especial en la cueva. Ni siquiera había estalactitas, ni estalagmitas, sólo la arena y las quietas aguas del charco que brillaban débilmente a la luz de la moneda encendida.
—¡Vaya! —Salla suspiró de felicidad mientras se echaba el pelo hacia atrás con las manos mojadas—. Es aquí donde empieza.
—Sí. —Cerré la mano alrededor de la moneda y vi cómo la luz se esparcía entre mis dedos—. Y debo señalar que es un charco bastante profundo.
Salla se arrastraba por la arena a cuatro patas.
—Es lo suficientemente alto para quedarse de pie —añadí mientras la seguía.
—Ahora soy una criatura de una cueva. —Me sonrió por encima del hombro—. No un ser humano que explora un reino. Desde aquí abajo parece diferente.
—De acuerdo, troglodita. ¿Cómo se ve desde ahí abajo?
—¡Es maravilloso! —La voz de Salla era muy débil—. ¡Trae la luz y mira!
Nos tendimos boca abajo y miramos el interior de diminuto túnel que Salla había encontrado y que se extendía a menos de treinta centímetros de distancia. Enfoqué la luz por el estrecho pasadizo. Aquello era una red de encaje de delicados cristales, blancos, límpidos, sonrosados y de color verde claro, tan frágiles que contuve la respiración por temor a que se rompieran. Cuanto más miraba, más maravillas veía: bosques en miniatura y texturas de encaje semejantes a copos de nieve, tramos de escaleras, agujas y castillos de hadas, flores que cubrían suaves laderas de colinas y ramas en flor lo suficientemente vivas para agitarse. Más abajo, a un brazo de distancia, una charca quieta y brillante reflejaba la perfección que la rodeaba, duplicando el encanto.
Salla y yo nos miramos, y nuestros rostros quedaron tan cerca que cada uno se vio reflejado en los ojos del otro; unos ojos que declaraban y reafirmaban: Nuestro… nadie en todo el Universo comparte este lugar con nosotros.
Nos sentamos en la arena y no dijimos una sola palabra. No sé lo que le ocurría a Salla, pero yo tenía cierta dificultad para respirar porque, por alguna razón, me parecía necesario contener el aliento para evitar que mi mente fuera tan legible como la de un niño.
—Dejemos la luz —susurró Salla—. Quedará encendida aunque tú no estés, ¿verdad?
—Sí. Indefinidamente.
—Dejémosla en la cueva. Así sabremos que siempre estará iluminada y hermosa.
Bordeamos el camino para salir de la grieta del acantilado y nos quedamos un instante suspendidos, riéndonos de nuestro aspecto desaliñado. Luego regresamos a casa, en busca de ropa seca.
—Me gustaría que Obla pudiera ver la cueva —dije, impulsivamente. Enseguida deseé no haberlo dicho porque capté la inmediata protesta de Salla.
—Quiero decir —dije torpemente— que ella nunca logra ver… —Me interrumpí. Al fin y al cabo, no habría podido ver algo mejor si hubiera estado allí. Ella tenía que ver a través de mis ojos.
—Obla. —Ahora Salla hablaba sin articular las palabras—. Ella está muy unida a ti.
—Es casi mi otro yo.
—¿Es pariente tuya?
—No. Sólo estamos relacionados espiritualmente.
—Puedo sentir que está presente en tus pensamientos con frecuencia. Y sin embargo… ¿la he visto alguna vez?
—No. Ella no ve a la gente. —Albergaba en mi mente la limpia y nítida fortaleza de Obla; entonces volví a captar la protesta de Salla y su sentimiento de quedar excluida, aunque enseguida abrió su escudo de protección. Vacilé. Era algo que no quería compartir. Más que una persona separada, Obla era una expresión de mí mismo. Una expresión oculta y preciada. Y tenía miedo de compartir… miedo de que fuera como tocar un frágil helecho químico del diminuto túnel, de que ni siquiera hubiera un sonido metálico antes de que la perfección se hiciera añicos y quedara convertida en polvo.
Dos semanas después de la llegada de la nave se convocó una reunión general del Grupo, todos nos reunimos en el llano, alrededor de la nave. Al principio pareció una fiesta al aire libre porque el llano quedó lleno de niños que se elevaban riendo, jugando al pilla-pilla por encima de las cabezas de los serenos adultos. Los jóvenes de mi edad se reunieron a un costado, sintiendo la tentación de jugar también ellos al pilla-pilla pero reprimiéndose porque, después de todo, uno pierde algunas cosas con la edad… al menos mientras la gente mira. Me senté con ellos y sentí un vacío a mi lado. Salla estaba con sus padres.
El Más Anciano no estaba presente. Se encontraba en su casa, luchando por retener su ser en el cuerpo tullido que se convertía cada vez más en una prisión. Así que Jemmy dio inicio a la reunión.
—Los períodos prolongados de indecisión no son buenos —dijo sin rodeos—. La nave lleva aquí dos semanas. Todos nos enfrentamos al mismo problema: irnos o quedarnos. Hay muchos que aún no han tomado una decisión. Y eso es algo que debemos hacer rápidamente. La nave se quedará una semana más a partir de hoy. Para ayudarnos a decidir, escuchemos unas breves exposiciones a favor y en contra.
Hubo una extraña tensión mientras todo el Grupo se fundía en una sola corriente de pensamiento y se convertía en una sola unidad en lugar de ser una masa de individuos.
—Yo me iré —fue lo que pensó el Más Anciano desde su lecho, en el cañón—. El Nuevo Hogar tiene los medios necesarios para ayudarme, de modo que durante los años que aún me quedan, viviré casi sin dolores. Desde el Cruce… —Se interrumpió y añadió en tono divertido—: ¡Teníamos que ser breves!
—Yo me quedaré. —Era la voz de una de las jovencitas de Bendo—. Sólo ahora empezamos a convertir Bendo en un lugar adecuado para vivir. Y me gustan los comienzos. Para mí, el Nuevo Hogar parece algo acabado.
—Yo no quiero marcharme —entonó una voz muy joven—. Mis rábanos están empezando a brotar y tengo que regarlos constantemente. Si me fuera, se morirían. —La risa se apoderó de todo el Grupo y nos relajamos.
—Yo me iré. —Era Matt, que había regresado de la escuela de tecnología con motivo de la llegada de la nave—. En el Hogar, mi campo de especialización se ha desarrollado mucho más de lo que hemos logrado en la escuela o en cualquier otro lugar. Pero pienso volver.
—Tal vez no haya una forma de viajar tan fácil y libremente entre el Hogar y la Tierra —le advirtió Jemmy—, y existe un buen número de razones válidas.
—Me arriesgaré —dijo Matt—. Lograré regresar.
—Yo me quedo —anunció Francher—. Aquí, en la Tierra, somos diferentes y tenemos algo más. Allí seremos diferentes, con algo de menos. Lo que podemos hacer no será nada especial allí. No quiero ir a un sitio en el que tendría que hacer canciones elementales. Quiero que mi música siga siendo grandiosa.
—Yo me voy —afirmó Jake, con su tono burlón de siempre—. Ha llegado el momento de que deje de hacer tonterías. Voy a convertirme en un ciudadano estable. Pero quiero ir para… —Su verbalización se interrumpió y lo único que logré comprender fue una especie de concepto entretejido con el tiempo y el espacio como una serpentina. Vi mi propia perplejidad en los rostros que me rodeaban y me sentí menos estúpido—. Veréis —dijo Jake—. Eso es lo que todo el tiempo ha estado rondando mi cabeza. Shua me dice que han logrado un buen comienzo allí. Estoy dispuesto a ir allí durante un tiempo y tener la posibilidad de conseguir algo así.
Me aclaré la garganta. Esta era mi oportunidad de comunicar a todo el Grupo lo que intentaba hacer. Evidentemente, yo era el único que veía la situación con claridad.
—Yo…
Fue como si me hubiera metido en un denso banco de niebla. Sentí que me quedaba ciego y mudo de golpe. Tuve la sensación de que me rompían como a un trozo de papel. Perdí el aliento y fui vívidamente consciente de mis pensamientos reales. ¡No quería irme! Al darme cuenta de esto, quedé atrapado en un frenético remolino de pensamientos. ¿Cómo iba a quedarme después de todo lo que había dicho? ¿Cómo iba a irme y no ver la Tierra nunca más? ¿Cómo iba a quedarme y dejar que Salla se fuera? ¿Cómo podía irme y dejar a Obla sola? Oí la débil voz de alguien que concluía:
—… porque, sea o no el Hogar, para mí éste es mi hogar.
Cerré la boca y me humedecí los labios resecos. Otra vez volvía a ver… Vi al Grupo que se disolvía lentamente, el Grupo de Bendo que se reunía debajo de los árboles y a los demás, que se marchaban del llano. Low se inclinó por encima de la roca.
—¿Qué te ocurre, amigo? —preguntó, riendo—. ¿Te ha comido la lengua el gato? Esperaba de ti un estallido de elocuencia que empujara a todo el Grupo por la pasarela.
—¡Bram es tímido! —se burló Dita—. No le gusta que se conozcan sus convicciones.
Intenté sonreír.
—Compadeceos de mí —dije—. Tenéis ante vosotros a una criatura sin convicciones, desamparada como un arrendajo azotado por los fríos vientos de la indecisión.
—Y que además está desplumado —añadió Peter, en tono sobrio—. Pero cuentas con la comprensión de todos.
—Gracias —dije—. Es algo que aprecio.
No soportaba mi nueva duda y mi indecisión, el nuevo dolor que le provocaría a Obla, teniendo en cuenta que ella era parte de mi agitación… así que me refugié en la colina con mis emociones. Me encaramé como un buitre al acecho en el saliente de piedra de la pequeña cueva, sobre el cañón. Grité contra este mundo y sus limitaciones hasta que sentí que la garganta me dolía y mi voz se volvía ronca. Murmuré amargamente por los obstáculos y las trabas que nos acosaban… que me acosaban. Y el mundo y todos sus ecos me devolvieron exasperada y plácidamente todos mis argumentos con una sólida refutación. Ahora escuchaba con ambos oídos, uno para mi propia voz y el otro para la respuesta del mundo. Y mi voz se volvió cada vez más débil, y la voz de la Tierra dejó de ser un murmullo.
—¡Nada es como debería ser! —grité roncamente mi último ataque agotado al cielo del anochecer.
—Y nunca lo será, salvo en la eternidad —respondió la línea carmesí de la puesta del sol.
—Pero podríamos hacer mucho más…
—¿Alguien oyó hablar del pan hecho sólo con levadura? —respondió la primera estrella vespertina.
—Nos estamos debilitando —musité.
—Lo mismo le ocurre al trigo cuando está sembrado —respondió la franja de pinos que se alzaban en la cresta de una colina distante.
—Pero Salla se irá. Ella se irá…
Y nada me respondió… sólo el llanto del viento y un trozo de grava suelta que se deslizó en la oscuridad.
—¡Salla! —grité—. Salla se irá. ¡Responded a eso, si podéis!
—Pero al mundo ya no le quedaban respuestas. El viento estaba demasiado ocupado silbando en el crepúsculo.
—¡Respondedme! —Mi voz apenas era un murmullo.
—Yo lo haré. —La voz era muy suave pero me sacudió como un relámpago—. Yo puedo responder. —Salla se apoyó cuidadosamente en el saliente, a mi lado—. Salla se queda.
—¡Salla! —Sólo atiné a aferrarme a la roca y mirarla fijamente.
—Mi madre tuvo un quanic cuando se lo dije. —Salla sonrió, aliviando así la tensa e incómoda emoción—. Le dije que necesitaba hacer un trabajo de investigación para terminar el curso, y que esto sería perfecto para lograrlo.
»Me dijo que era demasiado joven para saber lo que me conviene. Le respondí que terminar el curso con notas altas sería un honor para ella. Y repuso que ni siquiera conoce a tus padres. —Salla se ruborizó y parpadeó—. Le dije que no ha habido nada entre nosotros. Que no estábamos saliendo. Todavía. No demasiado.
—¡No tiene por qué ser ahora! —grité, tomándola de las manos—. ¡Oh, Salla! Ahora podemos permitirnos el lujo de esperar.
La arranqué del saliente y la arrastré en el vuelo más delirante de toda mi vida. Rasgamos y volvimos a rasgar el aire como un par de locas criaturas, zambulléndonos como un rayo borracho. Pero mientras una parte de nosotros se movía tan rápidamente, alejándose, otra parte conversaba serenamente, haciendo planes, maravillándose, deleitándose, tan serenamente como si volviéramos a estar otra vez en la cueva, cada uno viéndose reflejado en los ojos del otro. Finalmente la oscuridad nos envolvió completamente y, exhaustos, nos apoyamos el uno contra el otro, avanzando lentamente, a la deriva, hacia el fondo del cañón.
—Obla —dije—, vayamos a decírselo a Obla. —Ya no necesitaba ocultarle a Salla una parte de mi vida. En realidad, sentía la necesidad de convertirla en un todo armónico que se completaría con Obla y con Salla.
Las ventanas de Obla estaban a oscuras. Eso significaba que no había nadie de visita. Seguramente estaba sola. Llamé suavemente a la puerta con el mismo golpe de siempre.
—¿Bram? ¡Entra! —Fue la bienvenida de Obla.
—He traído a Salla —dije—. Voy a encender la luz —anuncié mientras entraba.
—Espera…
Pero apreté el interruptor de la luz en el preciso instante en que ella gritaba.
—Salla —empecé a decir—, ésta es…
Salla gritó y se cubrió los ojos con los brazos; un súbito torrente de horrorizada revulsión azotó la habitación, y Obla revoloteó hasta el ángulo superior, donde se ocultó; se ocultó detrás del agónico remolino de su pelo mientras su cuerpo tullido quedaba oculto por la bata blanca, y se apretó contra la pared, luchando por escapar, mientras su angustiado gemido físico y mental se hacía casi audible para nosotros.
Cogí a Salla y la arrastré fuera de la habitación, apagando la luz mientras salíamos. La llevé a rastras hasta el patio, donde las paredes del cañón se elevaban vertiginosamente, y la empujé contra la pared de arenisca. Ella se volvió y ocultó su rostro contra la roca, sollozando. La cogí de los hombros y la sacudí.
—¡Cómo pudiste hacerlo! —exclamé con los dientes apretados, mientras la furia espesaba mis palabras—. ¿Es ése el tipo de gente que habita ahora el Hogar? ¿Gente que da más importancia a los brazos, las piernas y los ojos que a la persona? —Su pelo rozó mi barbilla—. ¿Qué permite el rechazo y la repugnancia por una criatura viviente? ¿No te han enseñado siquiera lo que es la amabilidad y la compasión? —Quise golpearla, golpear cualquier cosa sólida para protestar por esa reacción inconcebible a la que Obla se había visto sometida, por esa herida imposible de cicatrizar.
Salla se soltó de mi mano y se elevó fuera de mi alcance; me miró con los ojos brillantes de ira.
—¡Tú también tienes la culpa! —exclamó mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas—. Habría preferido morir que hacerle algo así a Obla o a cualquiera… si lo hubiera sabido. No me dijiste nada. Ni siquiera formaste su imagen de esa forma… ¡Sólo creaste una imagen de fortaleza, belleza e integridad!
—¿Y por qué no? —le respondí con furia, elevándome hasta quedar a su lado—. Ésa es la única forma en que la veo. E intentar echar la culpa…
—¡Es culpa tuya! ¡Oh, Bram! —Se echó en mis brazos, llorando. Cuando logró hablar otra vez, entre sollozos e hipos, dijo—: En el Hogar no tenemos personas como ella. Quiero decir que nunca vi a una persona incompleta. Nunca vi heridas ni mutilación. ¿No te das cuenta, Bram? Yo me había preparado para recibirla, completamente… porque ella es parte de ti. Y descubrir que estaba abrazando… —Sus palabras quedaron ahogadas por el llanto—. Mira, mira, Bram, tenemos un transgráfico y… regeneración… y nadie queda jamás incompleto.
La solté lentamente, sorprendido.
—¿Regeneración? ¿Transgráfico?
—¡Sí, sí! —gritó Salla—. Ella puede recuperar sus piernas. Puede volver a tener brazos. Puede tener otra vez su hermoso rostro. Incluso puede recuperar los ojos y la voz, aunque de eso no estoy totalmente segura. Puede volver a ser Obla en lugar de ser la siniestra prisión de Obla.
—Nadie nos lo dijo.
—Nadie lo preguntó.
—La culpa es de ambos.
—Entonces yo preguntaré. ¿Tenéis niños dóbicos? ¿Y casos de cazerinea? ¿Alguna semia trimorfa? No se trata de que no queremos preguntar. ¿Cómo podemos saber lo que debemos preguntar? Ni siquiera hemos oído hablar de un caso como el de ella. —Luego añadió—: Simplemente no se nos ocurrió preguntar.
—Lo siento —dije, secándole los ojos con las palmas de mis manos, a falta de algo mejor—. Tendría que habértelo dicho. —Mis palabras no fueron más que escasas indicaciones superficiales de mi profunda y miserable excusa.
—Vamos —dijo, apartándose de mí—. Debemos ir a ver a Obla, ahora mismo.
Fue Salla quien finalmente convenció a Obla para que volviera a meterse en la cama. Y fue Salla quien apretó el rostro destrozado y lloroso contra su joven hombro y quien derramó el bálsamo de su aflicción y su comprensión en las heridas de Obla. Y Salla le dijo a Obla lo que el Hogar tenía para ella. Se lo dijo una y otra vez, hasta que Obla por fin la creyó.
En ese momento los tres estábamos agotados y nos alegramos de poder quedarnos un rato sentados, de modo que la entrada precipitada de Davy en la habitación nos sobresaltó más de lo normal.
—¡Hola, Bram! ¡Hola, Salla! ¡Hola, Obla! Ya lo he arreglado. Ya no siseará con las «eses» y tú misma puedes volver a escucharla. Toma. —Dejó caer en la almohada de ella el pequeño cubo que reconocí como su punta trazadora—. Inténtalo. Adelante. Prueba con Bram.
Obla volvió el rostro hasta que su mejilla tocó el cubo. Salla me miró sorprendida y luego miró a Obla. Hubo una breve pausa y luego se oyó un leve chasquido y, débil pero nítida, la primera palabra que oí jamás pronunciada por Obla.
—¡Bram! ¡Oh, Bram! Ahora puedo ir contigo. No tendré que quedarme. ¡Y cuando lleguemos al Hogar, volveré a ser una persona completa! ¡Completa!
Aún dominado por la impresión oí que Davy le decía:
—¡No pronunciaste suficientes palabras con «ese», Obla! Di algo que tenga unas cuantas, y así podré comprobarlo.
¡Obla creía que yo iba a ir al Hogar! ¡Y esperaba que fuera con ella! No sabía que había decidido quedarme. Miré a Salla a los ojos. Nuestra comunicación fue rápida y concluyó antes de que la débil voz dijera:
—¡Salla, mi asombrosa salvadora! ¡Espero que sean suficientes «eses»! —Y oí la risa de Obla por primera vez.
Así, allí, en algún lugar, hay una diminuta cueva y en ella brilla una moneda que conserva un tesoro preciado que existe entre Salla y yo… una vela en la ventana de la memoria. Allí, en algún lugar, están las visiones y los sonidos, los olores y los sabores, la intimidad de la Tierra. Durante un tiempo he vuelto la espalda a la Tierra Prometida. Porque nuestro Jordán fue atravesado hace muchos años. Mi problema era que pensaba que, mirara donde mirase, y sólo porque yo miraba, la meta estaba allí. Pero durante todo el tiempo el Cruce, temblando a la luz del recuerdo, había sido algo completo, no algo que todavía había que alcanzar. Mi nostalgia del Hogar debió de ser parte de la antigua avidez por los antros de perdición que marcan cualquier esfuerzo precursor.
Y Salla… Bueno, a veces, cuando yo no miro, ella me mira y luego mira a Obla. Y a veces, cuando ella no mira, yo la miro a ella y luego a Obla. Obla no tiene ojos, pero a veces, cuando no miramos, me mira a mí y luego a Salla.
A los tres nos ocurrirán cosas antes de que la Tierra aparezca junto a las portillas. Pero, ocurra lo que ocurra, la Tierra sin duda volverá a aparecer junto a las portillas… al menos para mí. Entonces realmente habré regresado al Hogar.