PAÍS RELATO

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tomás salvador

una pared al sol

I. Ellos
Pierre, que además de francés era poeta, solía rogar en los momentos de cansancio, sobre todo al atardecer de las tardes de otoño, cuando era sencillo —y penoso— calcular las horas que faltaban para la vuelta del sol lo siguiente: «Concédenos, Señor, la casa abandonada que siempre han encontrado todos los miserables». Pierre conseguía así hacer reír a Pedro, español y con resabios kantianos poco aficionado a los efectos sensoriales. Pedro, de todas formas, si no creía en las casas abandonadas para ventura de miserables, se quedaba en ellas cuando las encontraba al final de la jornada.
Perico no decía nada. Perico ni reía ni hablaba siquiera. Era mudo y podía tanto ser hijo de una marquesa casquivana como de una zíngara trashumante. Pierre y Pedro, o Pedro y Pierre por no hacer distingos, lo llevaban entre ellos. Y puesto que no tenía nombre, justo era que respondiera por Perico. Y los tres, como tres sombras, como tres espantajos, como tres filamentos humanos, iban por los caminos. Los tres, camino a la derecha, camino a la izquierda, vado en los ríos, sendero en los trigales, atajo en el monte. Iban y venían, a veces corriendo, aunque otras, por variar, se escondían.
Pierre y Pedro casi nunca estaban de acuerdo. Y cuando Pierre le mentaba la madre a Pedro, o Pedro los padres a Pierre, Perico se colocaba entre los dos, les muraba con sus ojos glaucos, asombrosamente expresivos, tomaba sus manos y… ¡oh, Dios!, ¿quién podía resistir aquel mirar de ternera degollada? Y Pierre le daba un abrazo a Pedro y ambos enredaban sus dedos en la rubia cabellera del muchacho. Se establecía un contacto, una emoción, un rudo destello de armonía y los tres vagabundos podían continuar andando, sorbiendo mocos, sorbiendo la sospechosa humedad del llanto.
Y tanto más rara era tal fuerza por cuanto se repetía, en los pasos difíciles, varias veces al día en los días de los días. Perico era la corriente eléctrica que del áspero y cansado Pierre, pasaba al áspero y cansado Pedro. Perico tenía un tercio de la edad de Pedro y Pierre, qué andaban entre los cuarenta y los cincuenta. Perico era como un criado de Pedro y Pierre, aunque a veces eran ellos los criados del muchacho. Sí, pero con menos intensidad. Quizá…, ¡si Perico hubiera exigido! Pero el mudito nunca pedía nada. Perico era una sombra triste; Perico, además de mudo, era cojitranco, una completa nulidad para el oficio de vagabundo. Pierre y Pedro le habían maldecido muchas veces y abandonado otras tantas. Pero siempre en vano. Horas o días después, quebrantados, se miraban, volvían atrás y encontraban al cojito, arrastrándose por el camino, tras sus huellas. Perico, en dichas ocasiones no decía nada. Sonreía, con aquella sonrisa suya que anonadaba a sus camaradas y les tendía sus manos, a menudo quemadas por la fiebre. No se decían nada y juntos continuaban la ruta, en busca de la casa abandonada para los miserables.
Y era que Pierre y Pedro, insociables, bestias ariscas a contrapelo de la Naturaleza, comprendían que Perico era el único lazo que les mantenía en la indefinible esperanza de los senderos. Eran inteligentes y lo comprendían. Lo comprendían incluso pese a ser inteligentes. Porque a veces, cuando ladeaban los perros, o eran lapidados, o señalados por la sospecha, Perico era su punto débil. Para evitar la huida difícil, Pedro y Pierre habían aprendido a ser vagabundos, no ladrones ni violadores. Aunque a veces les pesara la tutela, como decía el francés:
—Este gusano nos estorba.
—Cierto —contestaba Pedro—, nos hace la santísima.
—Nos está doblando el espinazo.
—Nos hace hablar demasiado.
Pierre meditó y dijo:
—Nos hace callar demasiado.
Pedro, meditando a su vez, refutaba:
—Nos hace luchar demasiado.
—Sí. Y nosotros estamos hartos de luchar.
Sin embargo, no eran enteramente justos y ambos lo sabían. Cierto era que les obligaba a hablar, pero ¡ah!, entonces era de ver la soberbia dialéctica de Pedro, defendiendo las posturas antagónicas, o el cálido acento de Pierre aludiendo a la libertad de los vagabundos, a su derecho a tener por dominios la tierra entera. Sabían convencer a los cazurros aldeanos, a los desconfiados civiles, a los ariscos recaderos. Era como asistir a la victoria de los libres sobre los atados, de los perdidos en la noche oscura sobre los poseedores de lecho y techo caliente.
—Buena soba les dimos —decía Pedro.
—No estuvo mal, no —afirmaba Pierre.
Y cuando venían mal dadas, o las palabras no surtían efecto, y era preciso arrojar un pedrusco o alargar el alcance del brazo con un garrote, la cosa también se hacía y no mal del todo.
Y Perico, a todo esto, perpetuamente asombrado, constantemente enternecido.
—Es, seguro —decía Pierre—, hijo de una sifilítica y un borracho.
—Me inclino a creer que no llegó a nacer, si es que me entiendes —comentaba Pedro.
Pierre reflexionaba profundamente. Y decía.
—Creo que sí. No podía tener un molde. Es un cruce imposible de seres biológicamente humanos pero imposibles. Sin embargo, ha nacido, puesto que está aquí.
—No estés tan seguro, Pierre.
—Me gustaría preguntárselo.
—No habla, recuérdalo.
—Un día de estos le enseñaremos a leer.
—Nunca en la vida —refutó Pedro, rabiosamente serio—. Nunca.
—Tiene que leer mis versos —se quejó Pierre.
—¡Bah!
—¿Qué significa eso?
—¡Déjame en paz! Y tú, Perico, no hagas caso de este franchute. No, no te enseñaré a leer, pero sí a distinguir los mapas…
Pierre, Pedro y Perico eran vagabundos. Por eso el primero suspiraba por la casa abandonada y en cierto modo tenía razón. En todo lugar, villa o aldehuela, había cuando menos una casa abandonada, sin cristales, sin puertas ni ventanas, incluso sin techo; pero era una casa, unas paredes. Como un círculo. Pedro y Pierre discutían interminablemente sobre la entidad metafísica del «locus»; Pedro sostenía la invisible presencia del «ente» protector; Pierre decía que era un lugar humano, hecho por humanos para humanos y que el atavismo nacía y moría en ellos mismos. No cabía duda que era un refugio, empero, ¿por qué ellos quedaban dentro? ¿Por qué el resto quedaba fuera? ¡Qué cosas! Era como discutir cuantos ángeles cabían en la punta de una aguja.
Perico, entre tanto, callaba o dormía. De hecho, era el que tenía el instinto más fino y era como un lebrel aventando la caza. Choza de leñadores o refugio de guarda en época de cosechas, el caso era encontrarla. No estaba demasiado claro el por qué Pierre y Pedro, endurecidos, la deseaban tanto. Pues lo cierto es que la buscaban al final de los días. Los días que llegaban a un lugar habitado, claro. Y no era raro encontrar la choza de un pastor o el chamizo de un piconero. Al cerrar la noche, apretujados, daba gloria escuchar el silbido del viento o el repiquetear de la lluvia en el cañizo. La soledad era la misma, y la oscuridad, y la indiferencia hostil del mundo circundante. Pero la casa era algo vivo, perenne. Como una isla en el mar. Pierre decía que de haber sido marinero en vez de vagabundo, se habría parado en todas las islas, aunque fueran rocosas y sin agua, aunque estuvieran distantes y sin vida.
—En todas, en todas —repetía…
—Según y como, según y como —templaba Pedro.
—¿Qué dices tú, Perrico?
Porque Pierre, al pronunciar mal las erres, llamaba Perro y Perrico a Perico. Y siendo así la cosa, a nadie le extrañaba.
—No preguntes al chico. Déjale en paz.
—Ya es hora que se haga cargo de sus derechos y deberes en nuestra sociedad. Además, Perrico nos comprende, ¿verdad?
Perico movía afirmativamente la cabeza.
—Lo ves… Y le gustan las islas. ¿Te gustan las islas?
Perico encogía los hombros.
—Lo que pasa es que Perrico no ha visto nunca el mar. ¿Sabes lo que es el mar?
Perico movía negativamente la cabeza. Pedro, asombrado, inquiría.
—¿De verdad que no has visto el mar?
—No, no lo ha visto —interpretaba Pierre.
—Pues podíamos ir.
—¡Oh, no! —decía el incongruente Pierre—. El mar es triste.
Y Pierre, quisiérase o no, explicaba por qué era triste el mar. Lo explicaba muy bien, cuando permanecían tumbados, alumbrados por un cacho de vela o por el rescoldo de la fogata, cuando hasta el aire se calmaba y el aguacero amainaba. Entonces, sin más ruido que la música de las mismas palabras, o el chasquido de las brasas, o el crujido de la paja, Pierre se explicaba muy bien. Y Perico lloraba siempre.
—Los vagabundos apenas frecuentan las orillas del mar. ¿Para qué? Ante el mar, ya se ha llegado. Se acaban todos los caminos. Pero, si no vas a ninguna parte, ¿dónde has llegado? Si no has empezado, ¿cómo puedes terminar? Y siendo así, ¿qué objeto tiene llegar a un lugar que te recuerda cosas tristes, como esa de no saber si estás empezando o terminando? El mar tiene esas bromas. Llegas a la orilla y lo piensas; te santiguas, dices que el mar es muy grande y que te gustaría andar por encima, sobre todo cuando está llano como el mercurio. Pero luego ves que no puede ser, que no es posible andar por el agua. Te hundes, chapoteas, te ahogas. Y aunque pudieras andar, el mar es mucho más grande y mucho más desierto que la tierra. No hay casas abandonadas. Hay barcas de pescadores y barcos grandes, e islas en la distancia, pero nunca se sabe si estarán en el mismo lugar un día después.
—Tampoco hay perros —murmuraba Pedro.
—Tampoco hay perros —admitía Pierre—, ni luces a lo lejos, ni sonido de campanas, ni humo de rastrojos, ni árboles frutales, ni cuevas. Solo hay agua, mucha agua, infinitas cantidades de agua. No es que me queje, porque el mar es así y así continuará. El mar es bello, pero es triste para los vagabundos. Es como llegar ante un río demasiado ancho y profundo para cruzarlo. Y, ¿qué puedes hacer? Nada, salvo volver por donde has llegado. Además, hay turistas y te retratan si te descuidas.
—Es verdad —corrobora Pedro, estremecido por el recuerdo—. Una inglesa me quiso retratar a mí. Decía que los mendigos españoles eran como reyes. La tonta no debía saber ni lo que era un rey ni lo que es un mendigo. ¡Yo no soy un mendigo!
—Claro que no, perro… ¿Me quieres dejar que siga explicando a Perico lo que es el mar?
—Bueno.
Y Pierre, el francés, seguía explicando lo que era el mar, mientras el mudito lloraba. Y es que el mudito lloraba por todo, por los peces que tenían que estar siempre en el agua, por los torreros obligados a la soledad del faro, por los pescadores que se ahogaban, por los campesinos que emigraban, por los turistas que se cocían al sol como cangrejos, por los meros que eran cazados por los hombres ranas. Perico lloraba cuando estaba contento y cuando estaba triste. Y lo que decía Pedro, pensativo.
—Este se nos va en agua un día de estos.
—No —disentía Pierre—, es que no orina y le sobra humedad.
—No es cierto, que yo le he visto mear.
—Bueno, es la excepción que confirma la regla.
Generalmente, Perico quedaba dormido en estas discusiones y entonces los dos adultos quedaban mirando, a Perico, a ellos mismos. Las palabras no sabían igual y callaban. Lo externo tomaba preponderancia; volvía la salmodia del viento, el chasquido del aguacero, los ominosos sonidos de la noche. Pierre y Pedro, en silencio, escuchaban, mientras el rescoldo endurecía el dibujo de sus facciones. Uno u otro, a veces los dos juntos, rezongaban una cruda letanía de agravios. Luego, se acurrucaban como mejor podían.
Cuando amanecía, si hacía frío, Pierre juraba en francés, Pedro gruñía en español y Perico tiritaba en todos los idiomas. El mudito se levantaba y activaba el rescoldo. El malhumor duraba hasta la salida del sol. Siempre aguardaban la plena luz, porque Pedro tenía la manía de apuntar en una libreta las grafías de las paredes, si es que las paredes permitían las inscripciones. Pedro tenía cinco cuadernos llenos de frases escritas en paredes, desde la cárcel al hospital, pasando por los cuarteles, los campanarios y las casas abandonadas. Algún día, cuando se cansara de andar y pasar frío, les trasladaría a un libro grande y hermoso. Hermoso, quizá no, porque la mayoría eran desgarradas y tristes, como los hombres que las escribían, miserables como ellos, o mucho más miserables. Un libro que contuviera las apetencias humanas, escrito en la taquigrafía del abandono y la soledad. «Dios mió, que frío he pasado». «En este pueblo no hay caridad». «Necesito una mujer gorda y sana». A esta última, alguien había añadido: «Yo te sirvo. Búscame el lunes a media noche, en la fuente». ¿Llegaría a tiempo el mensaje?
Palabras, muchas palabras, quejas, insultos, escritas con carbón o arañando la superficie; palabras que envejecían rápidamente, pero que continuarían allí hasta que las paredes se cayeran. Pedro escribiría un grave y sesudo ensayo, analizando a los que habían dejado su huella.
Y luego, Pierre, Pedro y Perico se marchaban.
Caminaban mucho mucho. Y no pedían. Si tenían hambre, se acercaban a cualquier puerta. «¿Tienen ustedes un trabajo para nosotros?». Y cortaban leña, o cavaban zanjas, o limpiaban establos, o descargaban abono, o levantaban una cochiquera, o arreglaban cazuelas, o escribían una carta a la novia con el amante ausente. Comían caliente y alejaban el hambre por unas horas.
Y otra vez a la carretera, al atajo de ninguna parte. Cuando Perico no podía más, Pierre se lo cargaba a las costillas y luego le relevaba Pedro. Y lo que decía este:
—A Perico le compraremos una bicicleta.
Pierre, consciente de la cojera del chico movía dubitativamente la cabeza y preguntaba.
—¿Tú quieres una bicicleta, Perrico?
Perico decía que no.
—No, no quiere una bicicleta. A lo mejor quiere un caballo.
—¡Anda este, un caballo! Es mucha categoría. Rebaja, Pierre, rebaja.
—Un borrico, pequeño, con las orejas muy grandes… ¿Quieres un borrico?
Perico decía que no, moviendo la cabeza, entornando sus extraños ojos.
—¡Pues anda con el niñato! ¿Qué quieres tú, dulce mierdecilla? —gritaban a coro los dos mayores.
II. Ellas
La casa quedaba a trasmano, no lejos de la carretera, pasado un solar lleno de escombros, saltada una zanja y esquivado un zarzal, residuos todos de la ciudad provinciana que iba creciendo mezclando los elementos antiguos y los modernos. La casa era grande, demasiado grande para tres mujeres. Las tres bailaban en ella como perdigones en una nuez.
Pero ellas no se daban cuenta. No estaban en la ciudad ni fuera, ni en el pasado ni en el futuro; no sabían si había guerra o paz, si la luna fue fotografiada, si había revoluciones en Sudamérica, si llegaban turistas a la ciudad. Las tres vivían allí sencillamente. Marialoca era la mayor, Marialista la mediana, Mariatonta la pequeña. La verdad es que las tres parecían iguales, incluso parecían al revés, la pequeña arriba y la mayor abajo, girando sobre el pivote de la mediana.
El que se llamaran Marías las tres era debido, al parecer, a un capricho de la madre que le cayó bien al padre, hombre jocundo llamado Golmundo, pareado inventado por él mismo —Dios se lo haya perdonado en su infinita misericordia— un día que el cura le informó que Golmundo significaba «Boca de oro». Lo importante era que los nombres no constituían un impedimento. Siempre que alguien llamara a alguna de buena fe, invariablemente respondía la interesada. El caso había dado mucho que hablar años atrás, cuando la ciudad tenía tiempo para esas cosas. Muchos habían hecho la prueba. Mejor dicho, cuando hacían la prueba salía mal, o aparecían las tres o ninguna. Cuando se llamaba por verdadera necesidad, deseando que apareciera una María determinada, ella era la que respondía. María, la necesaria, la adecuada a cada trance.
Se llevaban diez años y cuando murieron los padres, aburridos, sin duda de una broma tanto tiempo mantenida —y ya hacia años, ya— las Marías se encerraron en su casa y donde hubo paz había olvido. Siempre vestidas de negro, anticuadas, menuditas, afanosas de no sé sabía que tareas, las Marías tenían su caserón convertido en algo mestizo de hospital y manicomio. Alimentaban palomas, regañaban entre ellas violentamente, chillando como ratitas. Los sufijos les señalaban para toda la vida, con toda razón. Marialoca decía, a veces, que era la duquesa de Pastrana. Marialista no se lo creía Mariatonta sí.
—No, si yo sé que es mentira —decía la pequeña— pero es que, vamos… Verdaderamente, está muy a tono.
—Quita allá, pánfila —gruñía Marialista.
En realidad, Marialoca era la única que había tenido posibilidades de asomarse a la vida. Cuando menos, había conocido el amor. Dos hombres había en su vida: un militar cuando tenía veinticinco años y un veterinario a los treinta. Las malas lenguas decían de ciertas entrevistas en una hondonada de la huerta. En todo caso, los dos murieron durante la guerra. Marialoca lo sabía; sabía el paso del tiempo y el paso de la muerte. Marialoca no se resistía a esas cosas. Lo suyo era euforia, lejanía, grandeza.
Marialista, a los catorce años, ya tenía que cuidar de sus hermanas, de la loca de veinticinco y de la tonta de cinco. Había continuado así y a veces, al borde de la cuarentena, se sentaba en lo alto de la escalera —la casa tenía dos pisos— y, recapacitaba si valía la pena vivir como estaba viviendo, entre una María que bordaba coronas ducales en las sábanas y otra María que se comía las flores, Marialista se contemplaba las manos, secas y nerviosas, se echaba a llorar y a continuación se enfadaba, con ella misma, con la vida entera.
Y se encerraba en su cuarto durante uno, dos, a veces tres días, mientras las dos Marías restantes, incapaces de comprender lo que sucedía vagaban por la casa como ánimas en pena, o se abrazaban llorando. «Está con la vena» se decían. Y tenían lástima por la pobre, loca hermana mediana.
Nadie se alimentaba o cuidaba en la casa durante esos días. Y cuando a Marialista le cedía el arrechucho y se agotaban las fuentes de su llanto, volvía a sus hermanas, que la acogían con improperios una, con quejas la otra.
—¡Dios mío, que cruz! —decía Marialista.
Mariatonta vivía en un mundo extraño. Tenía ideas; pocas, pero las tenía. Lo que pasaba era que no podía prescindir de sus hermanas puesto que, en determinados instantes, su metabolismo se detenía, quedaba en blanco. Se le borraba la memoria y una suave sonrisa se estereotipaba en sus labios. Necesitaba entonces un asidero, un punto de referencia. Era una cosa rara, rara de verdad. Estaba tan tranquila y de pronto, ¡paff!, como una punzada, como un vahído, el vértigo blanco la invadía. Si Marialista o Marialoca estaban cerca, bastaba con llamarla o tocarla suavemente para que todo volviera a estar como antes. Si era otro ruido extraño, u otra presencia ajena la que obraba, se desquiciaba; necesitaba salir corriendo, corriendo, hasta encontrar lo que necesitaba. Cuando Marialista la veía llegar así, blanca y aterrorizada, la abrazaba estrechamente y la consolaba: «Vamos niña, ¿te volvió a dar eso?». Y ella decía que sí, pero que ya se encontraba bien.
Marialista, antiguamente, preguntaba.
—¿Dónde te marchas cuando te marchas, María?
—Muy adentro —respondía la pequeña.
Extraña respuesta que dejaba pensativa a su hermana.
Mariatonta era augustamente perezosa, soberbiamente lánguida, cual una criolla del viejo imperio colonial. No se manchaba las manos por nada del mundo, dormía con cofia y se sentaba erguida en el borde de los sillones. Charlaba mucho y generalmente estaba de buen humor. Cuando coincidían en ello Marialista y Mariatonta —que tenía una voz preciosa— solían cantar; las tres podían ser alegres e inconsecuentes como pájaros. Sentábanse en el patio si era primavera o verano, en la cocina si otoño o invierno y dejaban que el tiempo hiciera lo que quisiera con ellas. No se resistían. No, por lo menos, en colectividad. Las dos mayores recordaban a cada momento las prerrogativas de su edad a la pequeña, incluso la enviaban a la cama cuando estorbaba a su charla de personas mayores, cosa que aceptaba hasta con agradecimiento. Cuando se marchaba, Marialoca comentaba, verdaderamente preocupada:
—¿Qué será de esta niña cuando nosotras faltemos?
Incluso para su feroz egoísmo, la presunta Contingencia adquiría un pavoroso contorno. Imaginación no le faltaba. Pero Marialista no necesitaba imaginación. Con cerrar los ojos tenía suficiente para ver a la dulce Ofelia recorrer las habitaciones una y otra vez, en su busca. Lo terrible era la búsqueda inútil que se adivinaba.
Pero nada se podía hacer, salvo esperar que la muerte misericordiosa se las llevara juntas. Afortunadamente, la maquinaria humana funcionaba perfectamente, desarreglada, pero a la perfección. Marialista lo decía: «Somos como relojes, adelantados o atrasados, pero en perfecto funcionamiento». Después de todo, no había razón para lo contrario. Las tres eran limpias, frugales y vivían suavemente. Gastaban en llantinas las energías de la Naturaleza y Marialoca bordaba pañuelos y sábanas, Mariatonta cuidaba el jardín y María, la diferente, estaba en el centro, oscilando de una a la otra, creyéndose a veces la más desequilibrada de las tres.
Por lo demás, en la vieja ciudad provinciana que iba conociendo el industrialismo, la casa de las tres Marías, con las hermanas dentro, era casi un orgullo local. Un comentario para el buen tiempo, para las visitas amables. Solo cuando hacia mal tiempo o se pasaban apuros, las tres Marías eran olvidadas cierta y verdaderamente. Cuando pasaba el arrechucho, recordaban a las mujerucas y se cercioraban de que todo seguía igual. Y todos se sobornaban la conciencia: «No ha pasado nada. Todo continúa lo mismo. Alabado sea Dios».
Y puesto que así era la vida, ¿qué objeto tenía rebelarse?
Mariatonta abrió la ventana de su cuarto y miró al exterior. Mariatonta necesitaba orientarse de aquella forma todas las mañanas. Guiñaba los ojos ante el sol y sabía que el día era soleado; sentía el frescor de la brisa y sabía que el otoño matizaba con su frío la mañana; veía el humo de las chimeneas y comprendía que la ciudad estaba cerca. Y por el verdor de las hojas o por la desnuda sequedad de las ramas, sabía del verano o el invierno. Sentía el frío o el calor como un factor de equilibrio.
Lo necesitaba, como un rito cotidiano, inofensivo por lo demás. Marialoca despreciaba esas cosas y Marialista las sabía puesto que era la única que utilizaba el calendario y que, a veces, salía a la calle. Mariatonta, pues, vio lo que sucedía en el solar inmediato y no comprendió lo que pasaba.
Cuando Marialista, que trabajaba en la cocina, vio bajar a la pequeña arrebolada, materialmente entorpecida por su camisón de dormir, creyó estar ante uno de sus instantes de vértigo. Pero comprendió en seguida que no. Iba demasiado encarnada, jadeante de excitación. Por eso se tragó su llamada de atención y esperó pacientemente a que Mariatonta se calmara.
—María…
—Dime, pequeña.
—María, ¿sabes lo que he visto por la ventana?
Marialista estaba acostumbrada a que su hermana le diera extrañas novedades:
—Un nido con cinco verderones.
—No.
—Una nube, grande como una montaña y amarilla como un melocotón.
—No, María.
—¡Ya está! Has visto un cura en bicicleta…
—No, María.
—¿A los soldados preparando un desfile?
—No…
—Pues, hija, a ver si te explicas. Y no te acerques al fogón, ¿quieres?
—He visto una hoguera encendida, que hacía humo.
Marialista recapacitó. Una hoguera lo bastante cerca para ser vista en detalle indicaba intrusos, hombres, o mujeres, u hombres y mujeres, gitanos quizá.
—¿Dónde?
—En el cobertizo de Eladio.
—Serán pobres y habrán pasado allí la noche. No es la primera vez. Vete a vestir.
Mariatonta, algo asustada, obedeció.
Solo al cabo de bastante tiempo Marialista se dio cuenta de que el desayuno estaba frío y que la pequeña no bajaba de la forma acostumbrada. Irritada, subió al dormitorio.
Allí estaba Mariatonta, pegada a los cristales, ensimismada. La apartó suavemente y Mariatonta, como si se cayera de la luna, informó:
—Son tres y uno es cojito.
—Está bien. Vístete o te sacudo con la escoba. Anda, que te aguardo.
Mariatonta, que temía a su hermana, se vistió bajo la vigilancia fraterna, dirigiendo subrepticias miradas a la ventana. La verdad es que Marialista también sentía curiosidad, pero se aguantaba.
—Despierta a la duquesa —ordenó, dispuesta a fisgar una vez la menor hubiera salido de la habitación.
Mariatonta refunfuñó, pero obedeció abandonando la estancia. Marialista aprovechó para acercarse al fin de su curiosidad. Vio lo mismo que veía su hermana.
Eran tres, dos de ellos mayores, de cabellos y barbas descuidadas; el tercero parecía un muchacho. Todos muy ocupados en la importante tarea de aspirar el humo de una pequeña hoguera. De cuando en cuando, alguno bostezaba aparatosamente. Hablaban poco y se movían lentamente. Por lo destrozado de la ropa parecían gente escasamente respetable. En un momento determinado, se movieron más aceleradamente, cual si algo llamara su atención, la casa misma, a juzgar por sus ademanes.
Instintivamente, se apartó de los cristales, aunque sin dejar de ver lo que sucedía en el cobertizo de Eladio. Uno de los vagabundos había iniciado la marcha en dirección a la casa, marcha que detuvo el comentario de otro. Volvió a su puesto y todos pusieron atención a algo que se tostaba sobre el fuego, pan en rebanadas o carne en piltrafas.
La llegada de Marialoca, gruñendo por haber sido demandada, cortó su curiosidad. La hermana mayor no parecía muy convencida por las explicaciones de la pequeña, pero Marialista le hizo señas de que observara por su cuenta. Lo hizo, sin demasiado interés:
—¡Bah! Unos pobres. Huelen mal. No me explico por qué miráis de esa forma.
—Si son pobres —arguyó Mariatonta— ¿por qué no vienen a pedir?
—Esperarán a que tengamos nuestra comida preparada.
—¿Y si fueran príncipes disfrazados? —comentó Mariatonta.
La observación de la hermana llevó a Marialoca otra vez a la ventana, algo más interesada.
—No creo, hija… Parecen gitanos.
—Pues yo creo que son príncipes.
—¡Si conoceré yo a los príncipes! No olvides que bailé con el rey.
Era verdad y hacía de ello treinta años, cuando la gente de fuste organizó un sarao en el Casino para festejar al monarca. El argumento no tenía vuelta de hoja y Marialoca sabía aprovechar tales circunstancias.
—¿Qué hacemos? —preguntó Marialista, más por resquemor interior que por esperar respuesta.
—Nada. Esperar que se vayan. Hija, ni que fuera la primera vez que los pobres duermen en el cobertizo.
Marialista sintió el alfileterazo de ver a Marialoca razonando más cuerdamente que ella. A veces olvidaba que su hermana, fuera de su manía, era perfectamente asequible a un intercambio de opiniones.
—Bueno, pues vamos a desayunar. Comieron en silencio. Indudablemente, todas con la mente en el exterior.
—Tendremos cuidado no se lleven algo.
—Verdaderamente…
—Pero, si saben que somos mujeres solas…
—Otra verdad.
—Podrían —soñaba Marialoca.
Demasiadas verdades, que cortó Marialista con un respingo:
—Déjate de fantasías y ayúdame a secar los platos.
III. La farsa
Pierre tenía buen humor aquella mañana. No es que hubiera motivos especiales, puesto que la comida había sido más bien escasa, pero estaba de buena ley. Pedro tampoco estaba a malas; rebuscando en sus bolsillos había encontrado polvo de tabaco suficiente para dos pitillos. Perico estaba contento porque lo estaban sus camaradas.
—No es mala esta ciudad, no —comentó Pierre—. He venido otras veces y no molestan demasiado. Un poco durillos si que lo son.
—¿Quién molesta a quién, Pierre? —quiso saber Pedro.
—Déjalo estar. Me molestan las discusiones.
—¿Quién está discutiendo? Yo, no. Precisamente hoy, que hace un hermoso día. ¿No oyes como cantan los pájaros?
—¿Qué pájaros? —preguntó precipitadamente Pierre, tratando de encontrar un alivio para sus sorpresas.
—Los que sean; ruiseñores, por ejemplo.
—Los ruiseñores solo cantan de noche.
—Será por que tú lo digas…
—Lo digo yo y los tratados de Ornitología.
Pedro observó, curiosamente complacido, a su amigo.
—Así es como ganas tú las discusiones —dijo—, con palabrotas.
—Seguro que estamos en otoño, pero necesito que me lo diga Perico.
Perico asintió bajando y subiendo la cabeza.
—Muy bien, Perico, te mereces un premio —animó Pedro—. Anda, átame los cordones de este zapato.
Perico se arrodilló para cumplir el encargo, asunto más difícil de lo que parecía a primera vista, dado que los cordones eran simples cuerdas llenas de nudos.
—Ya que estás en faena, Perico —dijo Pierre—, podrías buscar un poco de agua. ¡Anda, se me acabó la sal!
Pierre, que era un sibarita, se lavaba los dientes todos los días, untándose el dedo índice con sal y frotándose con él hasta que la sal se licuaba. Pedro, en cambio, tenía otra voluptuosidad: espolvorearse los pies de talco. Lujos, ciertamente, pero lujos muy queridos.
—No sé por qué cuidas tanto los dientes, querido gabacho. Para lo que comes, al fin y al cabo.
—Es cuestión de principios.
—Tú no tienes principios, tienes finales.
Pierre, que era muy aficionado a los insultos retorcidos, dijo:
—Pero yo no estuve empleado como garañón en un cuartel de la remonta…
—Perico… —llamó Pedro— búscale la sal al señorito Pierre. Decididamente tiene sucia la boca.
—Parece que te molesta.
—Puedes ponerte arsénico si quieres. A mí me gustaría frotarme con el muslo de un pollo.
—¿No habrá ninguno por ahí? —quiso saber Pierre.
—Millones. Pero están en los gallineros. Perico, fíjate en Pierre. Está volviéndose majareta.
Perico dijo suavemente que no, mientras rociaba de agua la hoguera. Perico estaba acostumbrado a templar gaitas sin haber visto una gaita en su vida.
—Así es la vida —seguía perorando Pedro—, este vil hijo de Marianne, educado en la Sorbona, se conformaría con un pollo. Y los hay a millones. Millones de pollos y gallinas por el mundo. Y millones de vacas y centenares de millones de chorizos en aceite…
Pierre puso fin a la exaltación lírica de su camarada señalando la casa inmediata.
—¿Hasta visto esa casona?
—No somos ciegos. Una casa es igual a otra y ambas a una tercera.
—Deduce, Pedro.
—No quiero.
—Tiene las ventanas cerradas, muy raro a esta hora. O está deshabitada o nos tienen miedo. Y si nos tienen miedo, es porque son niños o mujeres. También es posible que nos estén espiando por las rendijas.
—Me molesta que dejes las cosas a medio decir —amonestó Pedro—. ¿Qué significa tu deducción?
Pierre, sin contestar, tomó la dirección de la casona. Pedro y Perico, tras un momento de indecisión, siguieron detrás hasta que Pierre, volviéndose, los paró en seco con un majestuoso ademán.
—¡Alto, camaradas! ¿Olvidáis que nunca se debe pedir en cuadrilla?
—¡Ah, si vas a pedir…!
Pedro y Perico volvieron al cobertizo. Pedro, un poco inquieto, murmuró:
—Este Pierre… te digo, Perico, que no me gusta una casa con mujeres solas, suponiendo que Pierre tenga razón, aunque ya sabes que Pierre tiene la maldita costumbre de tener razón la mayoría de las veces. Y es que Pierre huele muy bien. Entiende, Perico, no es que huela bien a las mujeres, sino las ocasiones. Pierre es así, tiene buen olfato y buena labia.
Perico asiente, posiblemente sin entender demasiado. Pierre ha desaparecido de la vista. Pedro, después de comprobarlo, se sienta junto a] Perico.
—A Pierre —dice— lo encontré una noche, hace mucho tiempo, sentado en la escalera del Metro, en una estación cualquiera. En Barcelona, creo, sí, en Barcelona porque en Madrid no pudo ser, puesto que yo… En fin, es otra historia. En Barcelona, sí, sentado en la escalinata pasada la media noche. ¿Y qué dirás que hacía? Estaba comiendo ciruelas machacadas que sacaba de un bolsón. Con que voy y me siento a su lado: «Le van a doler a usted las tripas —le digo— si se come usted todas esas ciruelas». «¡Ah, sí! —me responde— ¿y por qué?». «Porque están pasadas —le digo». Y él responde: «Bueno, pero eso es cuando se bebe agua después». Y yo contesto: «Es que usted no bebe agua nunca». Y me dice: «¡Oh, sí, algunas veces!». Y le digo: «Me extraña, vamos, porque solo los camellos pueden pasarse sin beber agua». Y me dice: «Bebo agua cuando quiero y quiero algunas veces, eso es todo. En cuanto a los camellos, me tiene sin cuidado lo que hagan». Y le digo: «Perfectamente. A mí tampoco me interesan los camellos. Pero le digo que no debe usted beber agua». Y me dice: «Me crea usted o no, me importa poco». Y le digo: «Me gustaría creerle». Y me dice: «Venga usted conmigo y lo verá». Y contesté: «Iré. No tengo prisa estos meses». Y él dice: «Yo sí, pero no sé dónde ir». Y nos tumbamos a dormir, hasta que el guarda nos echó. Y al día siguiente me fui tras de él para ver si era verdad que no bebía agua. Y resultó que sí que bebía, muchas veces. Y cuando le lo dije, me contestó: «No es que tenga verdadera necesidad, es que quiero hacerlo». Y eso te demostrará como es Pierre y cómo embarca a la gente que se detiene a escucharle. De todas formas, a veces da gusto escucharle. Ya conoces ese verso que nunca termina. Claro que lo conoces, puesto que lloras siempre que lo oyes, Y es que tú, Perico, lloras en seguida, como si estuvieras pelando cebollas. Deberías corregirte, Perico, porque si no un día… no es que vaya a ser hoy precisamente, ni mañana, pero un día y tú me entiendes, vamos, te vas a liquidar como cien gramos de mantequilla ante un horno encendido. Bueno, por lo menos no lo hagas ahora, cencerro…
Los pasos de Pierre, percutiendo en la tierra más que oídos, venían casi acompañados de su voz:
—¿Otra vez tumbados? Vamos…
—No puedo hacer nada con los pies duros.
—Toma tus polvos.
Pedro, desconfiado, fue abriendo lentamente el paquete:
—Toma —añadía Pierre mientras tanto— regaliz para ti, Perico. No lo mires tanto, Pedro. No tenían talco, pero me han dado polvos de arroz, que dicen es mucho mejor. Y no tengo la sal.
Pierre comenzó en seguida su lavado de dientes introduciéndose el dedo. Pedro, sabiendo que le era imposible hablar con él mientras se frotaba, optó por descalzarse y espolvorearse los pies. Perico, mientras, saboreaba el regaliz.
—Bueno, ¿cómo lo conseguiste?
—Están asustadas.
—¿Quiénes?
—Ellas, las mujeres —explicó Pierre—. Parece de museo. Como tres… ¡dímelo tú!
—¿Higos?
—No. Como tres nueces. Les solté un discurso.
—No podías hacer otra cosa.
—¿Quieres callar? Les dije que Perico estaba enfermo y que no se ofendieran si permanecíamos aquí unas horas o unos días. La verdad es que me escuchaban detrás de la puerta cerrada. Pero al final me dieron lo que les pedí por una ventana.
—Bueno —gruñó Pedro, completamente desinteresado.
Pierre, extrañamente, aclaró.
—No muerden. Son muy pequeñas para morder.
—¿Qué dices, hombre?
—¿Acaso no lo oyes?
—Las mujeres no muerden.
Pierre estuvo soltando sarcasmos durante cinco minutos, hasta que agotado el tema los tres quedaron indecisos. Pedro rogó a Perico volviera a atarle las cuerdas de los zapatos y Pierre, tras una ligera indecisión, dio la vuelta al cobertizo para hacer una pequeña necesidad. A su vuelta, Pedro planteó la cosa:
—¿Qué hacemos?
—Podríamos quedarnos unos días. Perico no aguanta un trote más. Hagamos una exploración a ver lo que cae.
—No tengo ganas de trabajar —se quejó Pedro.
—¿Quién habla de trabajar? —apostrofó Pierre.
—Tú lo insinuaste. Anda, vamos, me está poniendo nervioso la casa de ahí enfrente.
—¿Y Perrico?
—Que se quede cuidando el ajuar, no sea que vengan vagabundos.
Los dos mayores iniciaron el clásico ritual de los que van a emprender la marcha: subirse los pantalones, atusarse el pelo y frotarse las manos.
—Bueno, ya lo sabes, Perico. Quédate que en seguida venimos. ¿Tienes hambre?
Perico dijo que no, mientras sonreía un poco tristemente.
Mariatonta, a media mañana, escapó a la vigilancia de su hermana y subió al cuarto superior que tenía mejores vistas sobre el cobertizo. Marialoca subió porque tardaba su hermana y Marialista subió porque tardaban las dos.
—Sigue estando solo —musitó Mariatonta.
—¿Quién está solo?
—El cojito. Está muy triste.
—¿Quién?
—El cojito, hermana. ¿No lo ves?
Marialista bufó, despectiva.
—Déjame en paz.
—Yo creo que lo han abandonado —informó misteriosamente Marialoca.
—¿Por qué lo habrían de hacer?
—Mujer, porque no puede correr. Es un inútil, un estorbo.
A Marialista casi se le va el alma en una congoja. No por el cojito, sino por la compañía que ella había tenido a lo largo de su camino. La absoluta ingenuidad de su hermana la desarmó y entonces, interesada a su pesar, se acercó a la ventana.
Perico estaba sentado en una piedra, junto a la hoguera ya casi apagada. Aunque no se distinguían bien sus facciones, eran evidentes los tímidos movimientos del muchacho. Diríase que trascendía la belleza de sus enormes ojos.
—Qué ojos más grandes —murmuró Marialista.
—¡Pobre, pobre! —apostilló Marialoca.
—Tendrá hambre —apuntó Mariatonta.
La cuerda de la casa reaccionó bruscamente contra la ternura que le estaba invadiendo.
—Que lo tenga.
—María, no seas mala —rogó Mariatonta.
—No soy mala. Pero estoy en mi casa. Que él se vaya a la suya.
—¿Y si no la tiene?
Ante una objeción de tal calibre, Marialista quedó sin palabras. En aquellos momentos, Perico estaba levantando la cabeza y miraba intensamente al lugar donde ellas fisgaban. Algo parecido a una llamada vibraba en su gesto.
—¡Está mirando! —gritó, excitada, Marialoca.
—¿Estás loca? ¿Quieres que te haga algo?
—¿Y qué quieres que me haga?
Marialista, ante la figura de Perico, murmuró:
—Verdaderamente…
—¿Me dejas ir?
Marialista las arreó para abajo:
—Vamos a buscar pan y leche.
Una vez abajo, Marialoca se mostró llena de repugnos y melindres.
—Yo no voy. Me parece que tiene… animalitos.
Marialista se puso en jarras.
—Esto es una tontería y yo lo sé, pero ya que vamos, vamos todas o todas nos quedamos, sanseacabó.
Mariatonta decidió la cuestión tomando los alimentos en la mano y dirigiéndose a la puerta. Marialista llevaba un poco de fruta y no se sorprendió al ver que Marialoca apretaba con disimulo una de sus toallas bordadas.
Y tímidas, recelosas, un paso quiero otro no, se acercaron a Perico, tan asustado como ellas mismas. Las Marías se detuvieron cinco pasos antes.
—¡Hola! —saludó Mariatonta.
—Buenos días —murmuró Marialista.
Perico dejó caer los brazos junto al cuerpo, sin poder evitar que le temblara. Su gesto tenía la elocuencia de su desamparo.
—No tengas miedo, niño —dijo Marialista.
—Buenos días, joven —dijo Marialoca, un poco más fuerte.
Perico temblaba, mientras las Marías aguardaban una señal de cordialidad.
—Le traemos un poco de pan y un vaso de leche, ¿lo quiere?
Perico, terne en su emoción, ni acertaba a hacer un gesto.
—Huy, qué grosero. Ni contesta —dijo Marialoca.
—No se asuste —dijo Marialista— somos las señoras de la casa, que hemos visto tan solo que nos dijimos: vamos a llevarle un poco de pan y un poco de leche.
Perico dejó asomar algo de un poco de angustia en el azul de sus ojos.
—No tenga miedo. No llamaremos a los guardias.
Mariatonta, más anormal o más valiente, acortó en cuatro los paso que les separaban. Y dijo:
—¿Cómo te llamas?
Perico no podía decir como se llamaba.
—Es un ingrato —graznó Marialoca.
—Algo raro le pasa —musitó Marialista.
Mariatonta salvó el último paso y su mano se posó en el hombro del mudito.
—Yo me llamo María. Por favor, dime cómo te llamas tú.
Y Perico, por fin, abrió la boca y dejó escapar unos sonidos inarticulados. Después, cubriéndose la cara con las manos comenzó a llorar desesperadamente.
—¡Dios mío! ¿Qué le hicimos?
Mariatonta, absurdamente atrevida y absurdamente llorona, se atrevió a quitarle las manos que protegían la cara.
—Pequeño mío —iba diciendo—. No llores, no llores, por favor. ¿No puedes hablar?
Perico movió negativamente la cabeza.
Ganadas ya por la ternura, el resto de las Marías se acercó.
—Pobre.
—Pobre.
—Pobrecito mío —añadió Mariatonta, que llevaba ventaja.
Y le acariciaron tímidamente. Perico, entonces, aunque continuaba llorando, conjugó su extraña sonrisa con su no menos extraña mirada. Y las Marías, las pobres, las secas, las solitarias mujeres, sintieron que la emoción calaba definitiva, rotundamente, sus secas entrañas. Aquello trastornaba su universo. Marialoca corrió a la acequia cercana y empapó su toalla. Marialista le arrebató el paño y ella misma enjugó el rostro del muchacho borrando las lágrimas, borrando la huella del polvo y el sol.
—Dios santo, ¡qué bello es! —musitó cuando hubo terminado—. Parece un príncipe o un…
Perico tenía facciones irregulares, ojos demasiado grandes, boca demasiado rasgada, pelambrera excesivamente crecida. Pero tenía la armonía de lo que «es», de lo que significa algo en sí mismo. Perico tenía el don de los bienaventurados, aunque ello solo pudieran captarlo los limpios de corazón.
La voz, con dejos de cierta burla, llegó desde los restos de la cerca. Las Marías, sobresaltadas, levantaron los ojos. Apoyados allí, Pierre y Pedro contemplaban la escena. Tras un momento de suspensión, llegó el miedo, la huida, incluso la vergüenza.
—¡Bonita escena!
Pedro, comprendiendo que Pierre había ido demasiado lejos, gritó antes de que las mujeres se alejaran demasiado.
—Por Dios, señoras. No se asusten ustedes.
Cuando menos, consiguió que las Marías se detuvieran a mitad de camino. Ellos, por su parte, acortaron distancias colocándose al lado de Perico.
—No se asusten, por favor, somos amigos de Perico.
Pierre, por su parte, cuando vio que las mujeres, obedeciendo a la ley no escrita de la curiosidad se detenían, inició una reverencia que hubiera sido aplaudida en el salón de la duquesa de Noailles.
—Permitid, señoras, que nos disculpemos. Perico, sonríe y diles que somos tus hermanos.
Perico hizo algo mejor: tomar la mano a cada uno de los Pedros.
—Ya lo ven ustedes. Y si él nos quiere y ustedes le quieren a él, ¿qué impide un entendimiento?
—Me parece usted bastante impertinente —contestó Marialista—. ¿Quiénes son ustedes?
—Somos… somos —Pierre tragó saliva—. Somos hombres de caminar y contar. De mucho caminar y contar. Pero, no hablemos a gritos, por favor.
—Así estamos bien.
—Queremos pedirles disculpas por el susto, señora —dijo Pedro.
—Ya están pedidas.
—Como gustéis, que decía el bardo del Avón. Pero Perico se va a entristecer. Y les aseguro que cuando Perico llora no hay ser humano que pueda permanecer insensible.
—Ustedes se burlan.
—Para qué… —Había tristeza en la voz de Pedro—. Quizá sea agridulce burlarse de un poderoso. No, nunca nos hemos burlado de las mujeres. Acérquense, por favor.
Mariatonta, que no había dejado de mirar a Perico, fue la primera en volver sobre sus pasos. Marialista, como una clueca, siguió detrás.
—¿Quiénes son ustedes?
—Yo, señora, aunque me esté mal el decirlo, soy hijo natural del marqués de la Camargue. Mi amigo, que se llama Pedro, es profesor. Y el chico se llama Perrico.
—¿Qué más?
—¿No es suficiente?
—No. Ustedes parecen lo que son. Pero ¿quién es el chico?
Pedro, más convincente en sus embustes tomó el relevo.
—No lo sabemos. Es huérfano. Lo encontramos entre la nieve, metido en un cesto, una Nochebuena.
Perico puso cara de infinito asombro. Pierre, envidioso del tanto que se acababa de apuntar su amigo, terció en la cosa.
—Le queremos como a un hijo, como a un hermano. En cierto modo, es como un ángel para nosotros. El ángel del camino. El que Dios coloca al lado de los caminantes.
Perico había cambiado el asombro por un suave destello. O quizá no fuera solo un destello. De todas formas, el sol le estaba dando en la cara, en los rubios cabellos y no parecía pertenecer a este mundo. Pedro y Pierre, asustados, callaron, temiendo haber dicho una tremenda verdad. Por fin, con un esfuerzo, en voz que apenas era audible, Pedro continuó.
—Nosotros… En fin, lo encontramos…
Y Marialista, creyéndose obligada a una explicación, dijo:
—Y nosotras, en fin… Lo vimos solo y dijimos, vamos a llevarle un poco de pan y leche. ¿Hicimos mal?
—No, gracias en su nombre. Ya se habrán dado cuenta de que no habla, no sabemos si es por no tener voz o por que es demasiado suave para nuestros oídos. Gracias, otra vez, queridas damas.
Marialoca, que desde que escuchara a Pierre declararse hijo del marqués de la Camargue estaba más complaciente, incluso más coqueta, dijo:
—Bueno… ¿y por qué ustedes, tan…? Quiero decir que hablan muy bien y son muy correctos, y que parecen de buena familia…
—Mi hermana —dobló Marialista— se está preguntando por qué van ustedes tan sucios. Tan sucios como gitanos.
—La política, señora, la política —respondió Pierre, ambiguamente.
Marialista, no entendiendo a qué política se podía referir el hombre, optó por callar. Pierre dominando la situación, dejó caer al suelo un paquete de verduras. Luego, hizo otra reverencia.
—Nos honran con su presencia. Y en nombre de Perico aceptamos su regalo. Ahora bien, nos encantaría saber a quién debemos nuestra gratitud.
—Pues…
—María, no digas nada —interrumpió Marialista.
—Ya me lo dijo usted, señora. La encantadora dama se llama María. Y la niña ahí escondida, ¿cómo se llama?
—María.
—¡Caramba! Ya tenemos dos Marías. Solo nos falta el suyo, señora.
—Somos señoritas. Y yo también me llamo María. Búrlense ahora si quieren.
Pedro no tenía intención de burlarse y lo hizo patente.
—¿Tres Marías? ¿Y por qué no? También nosotros somos tres y nos llamamos: Pedro, yo, Pierre, el caballero, Perico el muchacho. Nos diferenciamos en algo. ¿Por qué ustedes no hacen lo mismo?
—No es necesario. Nos entendemos perfectamente. Hemos pasado ya la época de las apuestas.
—Debe usted referirse a algo que no se me alcanza. Mi intención es muy otra. Por ejemplo, usted podía ser Marisa; usted, Mary y la pequeña, Marica. Es un pequeño juego, solo un pequeño juego. Pero ¡ah!, a veces estos juegos tienen más importancia que…
Estaba hablando en el vacío. Las tres hermanas se miraban. Algo nuevo y diferente había nacido para ellas. ¡Y era tan sencillo! Porque aun sin ellas quererlo —a buen seguro sí querían— hasta que la vida latiera en ellas, Marialoca sería Mary, Marialista sería Marisa y Mariatonta respondería por Marica. Así de sencillo ocurrían las cosas trascendentales. Un hombre las había distinguido, diferenciado. A las mujerucas, el milagro les parecía una maternidad. Un nombre nuevo les había nacido y ponía en sus pechos la alegría del llanto. Un nombre era suficiente, porque a su amparo crecerían otros sueños, otras realidades. Y sin saberlo expresar, sentíanse protagonistas de una nueva y sutil maternidad. Hasta Pedro comprendió lo que estaba sucediendo y calló.
—La vida es así —dijo Pierre, tras una pausa—. Una vez más, mi amigo Pedro ha acertado. Y es que mi amigo Pedro es somnólogo.
De todas formas, vino la esperada y previsible reacción. Marialista, ahora y siempre Marisa, supo que tenían sobrepasado su cupo de audacias y recogió el rebaño con frases breves y cortantes. Lo hermoso, lo triste incluso, era que ella misma empleó los nuevos nombres:
—Mary… Marica… ¡Vamos a casa!
Horas más tarde, durante la comida, Marica se quejaba:
—El mudito no llegó a tomarse la leche.
—Calla, por favor. De todas formas, allí se la dejamos.
—Deberíamos traerle. Está muy sucio y podríamos bañarle —dijo Mary.
—¡Bañarle! Mary, tú estás loca. ¿Te crees que es un niño?
—Es un niño.
—¡Que te crees tú eso!
Pero algo estaba sucediendo en aquel pequeño reino. Quizá fueran aires de rebeldía. Mary y Marica no eran las mismas Marialoca y Mariatonta. Ya no obedecían ciegamente. Hasta pensaban.
—¿Qué estarán comiendo los pobres?
—Comerán justo lo que han ganado.
—¿Qué quieres decir con eso, hermana? —preguntó Marica.
—Que el que no trabaja no come. Son tres vagabundos.
Marica, arrebolada por su atrevimiento, hablando suavemente, dijo:
—Dime, hermana, ¿y qué somos nosotras?
—No te entiendo.
—¿No…? ¿Hemos trabajado nosotras alguna vez? ¿Qué hemos hecho en toda nuestra vida? Dímelo, Marisa; dímelo tú, Mary. Estamos siendo como mariposas negras. ¡Oh, mariposas negras! ¿Hay mariposas negras? Bueno, no importa. Pero tú me entiendes, ¿verdad, hermana…? Marisa… ¡Marisa! Por favor, ¿dije alguna tontería?
—Sí.
—No.
—Papá dejó algún dinero y mamá unas tierras.
—Comprendo, ahora comprendo. Nosotras comemos porque nuestros padres tenían dinero.
El latigazo era tan brusco que las tres quedaron como estatuas. Mary, con un esfuerzo, dijo:
—Pierre dijo que era descendiente del marqués de la Camargue.
—Por la mano izquierda —respondió distraída, Marisa.
—¡Oh! La sangre es la misma. ¿Por qué dejaría sus castillos, sus criados, sus guardabosques?
—Seguramente porque no los tenía.
Mary meditó sobre ello, sin estar de acuerdo.
—Se lo preguntaré.
—¿Preguntar? ¿Es que piensas volver?
Marialoca, evidentemente, no lo tenía pensado. Pero se mantuvo tiesa tras un corto período de desconcierto.
—¿Por qué no? En todo caso, puedo invitarle a que venga él.
—No entiendo.
—Si no es decente que una mujer vaya a buscar a un hombre, puede él venir a esta casa. Mi casa.
—¿Tu casa?
—Mi casa —afirmó Mary—. No olvides que soy la mayor.
Marisa, consciente de la rebelión que se incubaba, permaneció en silencio. Mary, por su parte, conocía perfectamente lo efímero de su situación. Sabía que la hermana lista estaba sorprendida pero no vencida. Eran unos minutos gloriosos y no quería desperdiciarlos. Se levantó, camino de su habitación, a meditar que decía ella, a dormir como una marmota, que decía Marisa.
Marica, ajena a tales escaramuzas, escogió la sencilla operación de fisgar tras la ventana. Le nació un pronto y se dedicó a retirar las sobras y lo que no eran sobras de la mesa.
—¿Qué haces? —preguntó Marisa, despertando de su abstracción.
—Ya lo ves. Voy a llevar estas sobras al ángel de los caminos.
Marisa sonrió suavemente.
—¡Boba mía! ¿Crees de verdad que es un ángel?
—Sí. ¿No viste sus ojos, Marisa?
Calló, arrepentida. Pero Marica no se daba cuenta de tales sutilezas. Tenía su propio rosal creciéndole en el pecho.
—Cuando sonríe, los ojos y la boca se le juntan. Y es como si se juntaran los cielos y la tierra. Y es que tiene el corazón muy grande. María, hermana, yo sé que soy muy tonta, que te he dado muchos disgustos por ser tan tonta… ¡Marisa, muy tonta! Pero me doy cuenta de cosas que tú no adviertes. Perico es… ¡Dios, qué tonta soy, hermana buena! —Y comenzó a llorar quedamente, como un vaso que se derrama simplemente por estar demasiado lleno.
La ex Marialista acogió en sus brazos a la criatura.
—Pequeña mía, tú no eres tonta. Eres lo más grande, lo más puro del mundo. Y si has conocido a un ángel, ¿por qué voy yo a negarlo? Vamos, si quieres, a llevarles las sobras.
Cuando salían, Mary desde lo alto de la escalera, avisó.
—¡Traidoras! Esperad, esperad os digo.
Y bajó. Había aprovechado el tiempo quitándose el luto y llevaba un traje malva de abultado tontillo y más que discreto escote, treinta años anticuado en la escala modisteril. Marica y Marisa, asombradas, no acertaron a poner objeción alguna. Mary, de todas formas hubiera despreciado todos los obstáculos.
Pierre Pedro y Perico estaban sentados en sendas piedras. Por los restos, habían comido pan, queso y una ensalada de olivas, sardinas en aceite y lechuga. Pierre fue sorprendido en la poco elegante tarea de doblar el periódico que le servía de mantel, elevar su ángulo a la altura de la boca y dejar que las migajas se deslizaran entre las fauces. No obstante, Pierre era demasiado veterano ante una situación semejante. Puestos en pie los tres hombres, el francés fue el primero en reaccionar con elegante volubilidad.
—Por aquí, señoras. Honrados con su visita. Nuestra casa es modesta, pero está a su disposición. Usted, Mary siéntese aquí. Pedro busca sillas por ahí.
Ante la mirada horrorizada de Marisa la hermana mayor se dirigió a la piedra que Pierre indicaba. Pero este, con un ademán brusco, detuvo el acercamiento de la mujer a lo que servía de asiento.
—Un momento —dijo, mientras con el periódico que tenía en la mano aventaba furiosamente la piedra.
Terminada la operación, repitió su reverencia.
—Ahora, señora…
—Señorita —indicó gentilmente Mary, mientras tomaba asiento.
Pedro, celoso de tanto triunfo, explicó a la asombrada Marisa el intríngulis de la operación:
—Pierre tiene la creencia de que si alguien toma asiento en una piedra calentada por otro, el posterior coge almorranas.
La mirada asesina de Pierre cayó en el vacío. De todas formas, tenía pocos oyentes: Marica y Perico estaban buscando piedras o ladrillos. Marisa, perpleja, sostenía en las manos los restos de la comida.
—No quisiéramos ofenderles pero habíamos pensado… —dijo al fin.
Pedro se encogió de hombros y se abstrajo mirando a los pequeños de la reunión, evidentemente felices en su tarea de acarreo.
—Ya hemos comido, opíparamente, por cierto —informó Pierre—. De todas formas, aceptamos su obsequio.
Tras un momento de embarazoso silencio, Mary salvó la situación con una pregunta:
—Diga usted, Pedro, ¿le pican los pies?
—¿Cómo lo sabe? —inquirió el aludido, ruborizándose a pesar de su atezado rostro.
—Es fácil deducirlo. Es la comezón de los andariegos. El hijo de la Montijo. Perdón, de la emperatriz Eugenia, al que por cierto se comieron los zulúes, tenía la misma enfermedad. Su madre lo reveló a una amiga y esa amiga a otra amiga, que…
—Mary —amonestó suavemente su hermana.
—¿Decías, Marisa…? ¿No han estado ustedes en África?
—Sí —respondieron al unísono Pierre y Pedro con evidente sorpresa para ambos, pues era tópico que no habíase planteado en sus confidencias.
—¿Cómo es aquella tierra? ¿Es negra, como dicen los libros?
—Mary, por favor, no atosigues a los señores. Tenemos que retirarnos. ¿Dónde están los niños?
—Aquí, Marisa ya llegamos.
Llevaba con más torpeza que bulto, unos ladrillos. Perico los fue apilando hasta dejar por hecho un inestable asiento. Marisa rehusó sentarse y lo hizo Marica, risueña y sofocada por el esfuerzo. Perico, humilde, se sentó a sus pies. Roto el hechizo que les impelía Pedro se encontró sucio, desagradable. Y deseó, cuando menos, apartarse de todo aquello, inesperado en la rutina de los días.
—Perdonen —dijo—, pero yo… En fin, no esperaba visita y estoy impresentable.
Y sin aguardar contestación penetró en el cobertizo, registrando su macuto. Provisto de navaja y jabón, huyó sin mirar a su derredor, buscando la acequia. Marisa sorprendida, lo vio pasar. Y preguntó a Pierre.
—¿Qué le pasa a su amigo?
—No lo sé. Nuestra regla de conducta es no saber nada.
—¿Y qué dijo que era?
—¿Él? Vagabundo, como yo.
—¿Vagabundo? —preguntó Mary—. ¿Es una profesión?
—No, perdone. Estaba distraído. Pedro es somnólogo. Profesor de sueños.
—¿Profesor de sueños? —dijo Marisa.
—Sí. Usted explica sus sueños y él dice lo que hay detrás de ellos.
—¡Bah! Un charlatán.
—No lo crea. ¿Usted no ha soñado nunca y por muchas veces un mismo sueño, sin poder quitárselo de encima?
—Sí, quizá.
—Yo también —agregó Mary.
—Y yo —explicó Marica.
—Pues mi amigo entiende de eso. Sueño explicado, sueño que huye.
Marisa pensó en su único sueño, tan real como su vida. Abstraída, atendía vagamente a las pueriles preguntas de Marica al muchacho y al conato de discreteo entre Mary y Pierre.
—¿Y usted? ¿Qué es usted?
—Yo soy poeta, señora mía.
—Señorita. Recíteme alguna cosa.
—No me es posible. No estoy en trance. Necesito una ocasión, un estímulo. Y ahora, sucio y un poco triste, no me encuentro en condiciones.
—¿Y por qué está triste?
Marisa despertó lo suficiente para ver que había quedado sin su par, dedicada Marica a la sonrisa de Perico y Mary al verbo de Pierre. Y sin darse cuenta se orientó por el eco de un chapoteo, buscando al hombre que había ido a afeitarse.
Pedro estaba ya rasurado y desnudo de medio cuerpo, abiertas las piernas sobre la acequia, recogía agua con las manos, agua que se volcaba sobre el torso. Marisa, asustada por una experiencia jamás practicada, observó en silencio las maniobras del somnólogo. Pedro, los ojos cerrados por miedo al jabón, terminó sus chapoteos y buscó a ciegas algo conque enjuagarse. Marisa, instintivamente, le tendió su delantal. Hasta que no hubo terminado no se dio cuenta Pedro de quien había ayudado. Envarado, consciente, dijo:
—Gracias.
Pedro, delgado, musculoso, de huesos fuertes, tenía buena planta. La piel estaba quemada por muchos soles, o quizás por muchos hielos. Una vez afeitado, parecía más joven, pese a sus canas. Marisa apartó los ojos.
—Le lavaré esa camisa —dijo.
—No —dijo, áspero, Pedro.
—¡Oh!
—No tengo otra —suavizó el hombre.
—Si es por eso, en casa debe…
Pedro, sin replicar, se endosó el harapo llamado camisa. Iba a alejarse, cuando se volvió para preguntar.
—¿Por qué lo hace?
—Hacer, ¿qué?
—Visitarnos, traernos comida…
—Para que se vayan pronto.
—Siempre nos vamos pronto —dijo él, apagadamente—. De todas formas, no la creo a usted.
—¿Por qué no habría de creerme?
—Evidentemente, son ustedes tres solteronas, tres estantiguas detenidas en el tiempo.
—Lo somos.
—Podríamos significar en su vida la aventura maravillosa, el rayo de sol.
—Déjese de lirismos. O mucho me equivoco, o usted o yo somos los únicos que tenemos la cabeza sobre los hombros.
—Desgraciadamente. Bien, ¿quiere usted algo más?
Marisa dobló el húmedo delantal antes de contestar.
—¿Es verdad que explica usted los sueños?
—Es verdad. Lo hago en las Ferias. ¿Tiene usted alguno?
—¿Qué le importan a usted mis sueños?
—Nada.
Y Pedro recogió sus pertenencias, retirándose al cobertizo. Marisa, unos pasos detrás, encontró a Pierre explicando a Marisa el mito de Anteo, diciendo que también él, Pierre, se sentía fuerte cuando pisaba la tierra, pero débil si levantaba los pies del suelo.
—Es cosa de la savia, de las raíces…
—Y de la sal que usas para lavarte los dientes —gruñó Pedro al pasar.
Marisa apremió secamente a las hermanas, aunque Mary intentó desoírla, Pierre, desconcertado, no ayudó su rebeldía. En cuanto a Marica, contenta, obedeció sin replicar, despidiendo con mano a Perico cada dos pasos. Pierre cuando las mujeres estuvieron fuera del alcance de su voz, interrogó a Pedro.
—Debí asustarla mientras me afeitaba.
—Yo también me asustaría.
Aquella noche Perico sufrió mucho. La fiebre intermitente le hacía sudar o tiritar. Aguantaba valerosamente, pero sus dientes chocaban y hacían ruido de castañuelas. Pierre y Pedro no se dieron cuenta o no quisieron dársela. Únicamente, al clarear el nuevo día, advirtiendo la cara demacrada del muchacho, el cabello pegado al cráneo, la conciencia les llamó cosas bastante feas.
—Nuestro ángel está enfermo —dijo Pierre.
—Sentí cómo respiraba toda la noche —murmuró Pedro—. ¡Qué bestias somos!
Perico dijo que no con la cabeza, que no eran bestias.
—¿Qué hacemos? —quiso saber Pierre.
Pedro, sin contestar directamente, tomó a Perico en brazos y gateó como pudo para cruzar el hueco de la puerta. Una vez al aire libre tomó el camino de la casona, seguido por Pierre.
Al llegar, señal de que eran vigilados, las tres Marías estaban formadas ante la puerta, diferentes en sus expresiones.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó Marisa, con la acritud de quien ha pasado mala noche.
—Mire.
Marica había ya anticipado toda reacción, saltando al lado del enfermito, entorpeciendo lo gestos de Pedro, atenta únicamente a las pupilas encendidas por el dolor.
—Fiebre, es la fiebre —informó Pierre.
—Hemos pensado que ustedes, por caridad…
—Ya —interrumpió María, lista, más lista que nunca— han pensado ustedes en quitárselo de encima.
—Nosotros somos descuidados, ariscos.
—Y nosotras, tontas. Y buscan un pretexto para meterse en casa.
—Señora.
—Vayan al hospital.
Pedro miró a la mujer, miró a Perico, dio media vuelta y comenzó a desandar el camino. Perico lloraba; el peso de su cuerpo hacía tambalearse al portador, abrumado por el desencanto. Apenas llevaba diez pasos cuando diversas exclamaciones se cruzaron, como pelotas en un juego cualquiera: una palabrota de Pierre, una exclamación dolorida de Marica, un insulto de Mary. Y unos pasos rápidos alcanzando al que retrocedía. Era Mariatonta, colocándose delante, frente a la fría obstinación de Pedro.
Poco después era Marialista, la que suplicaba.
—Le ruego me perdone, vuelva.
—Quítese de en medio.
—Pedro —ordenó Pierre— déjate el orgullo para otro día.
Indeciso, Pedro sintió que le arrebataban al enfermo. En las andas de un extraño revuelo, a medias entre Pierre y Mary, Perico iba desvanecido. Llegados a la casa, cruzaron salas y pasillos, Subieron escaleras y llegaron a una habitación. Perico fue depositado en una cama, cuyas sábanas eran tan blancas que deslumbraron a Pedro. Mary, decidida, ordenaba como una enfermera veterana. Marisa abandonó la estancia, en busca del doctor. Marica lloraba junto a la cama.
Pedro, desde la puerta, acertó a ver cómo Perico reaccionaba ante la frescura de las sábanas, cómo abría los ojos y cómo sonría a su modo, maravillosamente. Y cómo sacaba una mano para tomar con ella la diestra de Marica. Dolorido, abandonó el dormitorio, bajó las escaleras, cruzó estancias y salió a la puerta.
Al cabo de un tiempo que se le antojó eterno, Pedro notó que Marisa estaba a su lado y que le estaba llamando.
—Quiero hablar con usted.
Se encogió de hombros y se dejó conducir a un salón tan anticuado como bien ordenado. Daguerrotipos, un piano, labores de punto, sillones isabelinos.
—No —dijo Pedro— no quiero hablar aquí. Hace años que no me siento en un sillón como estos. No sabría.
Marisa, sin decir palabra, volvió a hacer de guía. Por la puerta de la cocina salieron a un trazo del jardín, acotado para huerto. Junto a una morera, vieja como la casa, aguardaron los dos, sin saber qué decir, sin saber siquiera empezar.
—Le voy a explicar un sueño —dijo por fin Marisa—. Un sueño que me persigue noche y día. Perdóneme si he sido desconsiderada. Forma parte, también, de mi sueño.
Tras semejante exordio, Marisa restregó sus secas manos. Pedro, dispuesto a no dejarse asombrar por nada, callaba. La mujeruca, menuda, apretada, estaba casi bella en la lejanía ausente de sus ojos.
—Mi sueño es sueño de soledad. No sé si está claro o si lo digo bien, porque es un sueño sin contrastar, sin compartir. Sueño, ¡ya ve lo que son las cosas!, que en una ciudad de provincias, muy apartada del turismo y casi muerta para la industria, viven tres hermanas solteronas, anticuadas, dejadas al borde de la vida seguramente porque el ángel de la oscura bebida se olvidó de escanciarla. Pero no estoy diciendo toda la verdad. Y la verdad es que las tres hermanas son anormales. O para ser más exactos, son dos las que vacilan: la mayor y la pequeña. ¿Cuántos años tienen esas mujeres? No muchos en exacta cronología, infinitos en una medida subjetiva. Y por favor, no le extrañe que cite a Kheyyam, ni que emplee palabras rebuscadas. He tenido tiempo para todo. ¿Dónde iba yo, Dios mío?
Marisa, ausente por unos instantes, sonrió de una forma que disipó los últimos restos del enfado que Pedro sufriera.
—Sí, podría decirle los años que cuentan esas mujeres, pero eso equivaldría a obligarme en mi sueño a remontarme demasiado lejos, hasta el primer recuerdo moldeable. Y no quiero. No por lo menos por una cuestión matemática. Las hermanas tienen los años suficientes para haber encontrado una forma de vivir. El hecho de su existencia demuestra que la fórmula era adecuada. Eso es lo que importa, el castillo, el silencio, la asepsia de sus vidas. Están salvaguardadas de los ruidos exteriores. Se han encerrado en una casona y han detenido sus relojes.
—Comprendo.
—La hermana que pudiéramos llamar lista —continuó diciendo Marisa— se da cuenta de todo. Pero también se aísla, se encierra. No crea que le es fácil hacerlo. A veces siente cómo la vida llama en su corazón; a veces siente unos deseos enormes de salir a la calle gritando su soledad; a veces aborrece a sus hermanas por las cuales y para las cuales ha sacrificado, irremisiblemente, su vida. ¡Irremisiblemente! ¿Me entiende? La vida no se puede recrear.
—No necesita darme explicaciones si le son dolorosas.
—¡Cállese! ¿Quién le pide consejo? Pero la rebeldía de la mujer dura muy poco; la hermana menor se come las rosas y la mayor sueña con reyes y príncipes. Y las dos necesitan alguien que las defienda contra la burla y la incomprensión. Necesitan estar en alguna parte, pegadas a la ficción de cada día, viviendo orgánicamente. La hermana lista necesita estar cerca de las cuitadas para que sus relojes sigan funcionando. Y este es el sueño, o parte del sueño, porque el sueño entero, en su dolor y su alegría, ni siquiera a usted, profesor de sueños, se lo podría contar entero. Y cuando estoy despierta, ¿sabe?, tengo miedo, un miedo aniquilador, a que una injerencia, incluso una compasión pueda destruir el equilibrio de estas vidas absurdas.
Marisa, sin darse cuenta, estaba llorando. Las lágrimas corrían desde los ojos al mentón, absolutamente libres. Pedro, asombrado, se acercó a la mujer y cogió sus manos, que besó suavemente.
—Puesto que no me pide consejo, no puedo dárselo. Hermoso y triste sueño el suyo, Marisa. Hace algún tiempo creí que habían desaparecido para siempre estas cosas sencillas, primitivas como amor, deber, renunciación. Nunca desaparecerán del todo. Bien… No se preocupe. No se romperá el equilibrio. Los vagabundos se marcharán un amanecer y ni siquiera se llevarán los cubiertos de plata. ¿Tienen cubiertos de plata en la casona?
—Sí.
—Pues no se los llevarán. Volvamos a la casa por si ha venido el doctor.
Marica, sentada a la cabecera de la cama, estaba explicando a Perico sus razones de lotófaga, El muchacho, maravillado, miraba tan pronto el movimiento de los labios como el movimiento de las manos, blancas e inestables como palomas.
—Ellas me lo piden. Me llaman cuando paso: «¡María, María…!». Y yo les digo: «¿Qué pasa ahora?». Y ellas me contestan: «Han estado las abejas, y las avispas, y las hormigas con sus larvas haciéndonos mucho daño». Y yo dije: «Ajustaré cuentas a esas miserables». Y entonces ellas, las flores…
Marisa, apenadamente, desde la puerta en cuyo umbral estaba con Pedro, indicó a su acompañante la escena. Pedro respondió con otro gesto, señalando la radiante sonrisa del enfermo. Luego, ambos, sin hacer ruido, se retiraron.
—Extraña criatura —dijo María—. Está dentro de nuestro mundo. Presumo que habré de cuidar de un anormal más.
—No. Es nuestro, lo necesitamos.
—Hay un momento en nuestras vidas en que debemos preguntarnos lo que necesitan los demás.
—Ha sido feliz con nosotros.
—Como lo son los perros, por despiadado que sea el amo. No dejaré que le saque de aquí.
IV. Desenlace
El doctor, tan anticuado como las hermanas, llegó, vio y recetó. Entre una y otra cosa, dijo que Perico era patológicamente lo más parecido que había visto a San Francisco, a tenor de los antiguos textos. Padecía anemia perniciosa, tuberculosis, sarna, sordera incipiente, tracoma y malaria. Sin contar la cojera y la falta de voz. Por lo demás, un ser extraordinario, un ángel.
—¡Vaya ojos! En fin, un desecho humano. Necesita muchos cuidados. Y a fe que los merece, porque hace hermosa la vida a su lado. Si ustedes, por lo que deduzco sus mentores, lo llevan por los caminos como parece ser su profesión habitual, una noche cualquiera se les quedará en una zanja o una choza. Debe ser llevado a un sanatorio. Seguir como hasta ahora es matarle en dos o tres meses. Y perdonen la curiosidad, ¿dónde lo encontraron? ¿Están seguros de que no se descolgó de una estrella?
Pierre y Pedro comieron aquel mediodía en la cocina de la casa, dando lugar a que Mary se desencantara bastante bajo las rudas maneras del francés, especialmente al trinchar el pollo, dado que Mary tenía como artículo de fe que saber trocear un pollo era patrimonio exclusivo de la aristocracia, aunque fuera ilegítima. Pedro, que en otra ocasión hubiera azuzado al gabacho, permanecía mudo. Marisa, inquieta, atendía en silencio a sus obligaciones.
Terminada la comida, con grave disgusto de Pierre que aspiraba a tomar un buen café servido en el saloncillo malva, Pedro indicó la conveniencia de retirarse al cobertizo, nuestros cuarteles de invierno, como indicó a Mary. En el chamizo, tumbados a la larga, digiriendo la buena comida, Pierre escuchó las razones de Pedro:
—No podemos llevarle con nosotros. Me doy cuenta que sin él nuestra compañía va a durar muy poco, pero ese chico necesita quedarse quieto una temporada.
—Yo también —murmuró Pierre, pensando en Mary.
—¿Qué dices?
—Que yo también necesito estar quieto una temporada.
—No. Tú y yo nos vamos a marchar en seguida.
—No veo la razón, mon ami. Podemos esperar a que Perico se reponga.
Pierre razonaba con lógica. Pedro le atacó en su terreno contándole los sueños de Marisa. Pierre, asombrado por aquel despliegue de sentimientos, silbó quedamente.
—¡Buen discurso! Aunque también la mía, Mary, quiero decir, los echa buenos, no creas.
Pedro, sin hacer caso, continuó su labor destructora.
—Debemos irnos, sin despedirnos además, compréndelo. Si permanecemos aquí más de la cuenta, a lo más que podemos aspirar es a comer bien todos los días, salvo que sueñes en la novela rosa de unos vagabundos enamorando a tres mujeres desgraciadas. Es decir, desgraciadas hasta que ellos aparecieron en sus vidas.
Pierre, que había soñado efectivamente con la novela rosa, enfrentado tan crudamente con el asunto, se rajó. Algo lejanamente parecido a la vergüenza de su apacible infancia puso rubor en las mejillas. Dijo que no, ciertamente, no vendía su libertad por una casa sin goteras.
—Pero —agregó— tenemos a Perico. Como tú dices, es tu mano derecha y la mía izquierda. Si nos falta, nos vamos al garete.
—Perico, y ya es hora, necesita algo más de lo que tú y yo podemos darle.
—Le dábamos el cielo sin límites y el campo sin fronteras.
—Calla, poeta chirle. Tenemos que devolver a Perico la bondad que nos ha dado él a manos llenas. Tenemos que abandonarle.
—¡Otra! ¿Abandonarle?
—Sí. Al abandonarle parecerá que estamos hartos de cargar con él. Eso hará que le tengan más lástima.
Pierre, sonriendo, hizo un esfuerzo para sentarse.
—Pedro, gran embustero, estás diciendo muchas tonterías. Las tres Marías, por cierto, gran acierto el tuyo al bautizarlas de nuevo, no necesitan estímulos para quedarse con Perico. Hasta nos darían dinero. Perico, para ellas, es como el hijo que nunca han tenido, ni probablemente, puesto que no me dejas, tendrán. Será como una vela eternamente encendida.
Pedro imitó a Pierre en lo de sentarse.
—Pedazo de bastardo…
—¿Bastardo yo?
—Sí, del marqués de la Camargue… Si sabías todo eso, ¿por qué me dejas hablar tanto?
—Para convencerme de lo mal abogado que eres. Sin embargo, un bello gesto es solo un bello gesto. Y nosotros perdemos a Perico. Te juro que quiero al chico.
—Pierre, tú eres un gran poeta, ¿no?
—Si tú lo dices…
—Lo digo.
—Bueno.
—¿Quieres ser un provinciano, un burgués?
—Ya te dije antes que no. Pero no renuncio a la felicidad.
—Los grandes poetas nunca han sido felices. Por lo menos los mejores, que han necesitado mojar su pluma en el dolor. La felicidad es el opio de los inteligentes.
Pierre, vanidoso al fin, estaba tragándose el anzuelo.
—Nunca me habías dicho antes que fuera un gran poeta.
—Te lo digo ahora, para que el sello de la renunciación te imprima la grandeza de la humanidad viajera. Te debes al mundo. Algún día, de este deambular, de mis grafismos, de tus versos, saldrá un inmenso canto…
—Sigue.
—Que asombrará al mundo entero por su verismo, por su rabiosa sinceridad. Incluso por su armonía. Tienes que hacer un poema como los ojos y la sonrisa de Perico.
—No lo comprenderán.
—Sí, porque desde hace centenares de años, nuestros mayores han rezado por los vagabundos. Recuerda el rosario: «Y ahora, un Padrenuestro por los que van por los caminos».
Pedro estaba francamente agotado y volvió a la horizontal. Afortunadamente Pierre ya estaba intoxicado por el humo del incienso.
—Tienes razón. Como los ojos y la sonrisa de Perico, mi mano derecha, tu mano izquierda. Pero, ante ellas, las mujeres, no me gustaría quedar mal. Quisiera dejarles algo mío.
Pedro meditó o hizo como si meditara.
—Hazles un poema. Háblales del frío, de la escarcha, de los perros aulladores en la medianoche. O de la casa abandonada, o de la pared al sol. Pero no indiques que sea la despedida. Es mejor que lo ignoren. Así guardarán el agridulce recuerdo de lo que no es definitivo. En el fondo de su alma, ellas creerán que un amanecer cualquiera volverán a encontrarnos en este cobertizo.
—¿Y será verdad?
—No.
Aquella misma tarde, mientras se acostaba el sol por poniente, Mary y Marisa se acercaron al chamizo de Eladio. Pierre y Pedro, acurrucados ante la eterna hoguera, improvisaron otros asientos para ellas. Sin dengues, las mujeres departieron con ellos, informando sobre el estado de Perico, plácido y sereno en un sueño reparador.
—¡Como si fuera un ángel! —comentó Mary.
El inoportuno tópico los dejó silenciosos a todos. Levantando la vista podían ver la casa y fácil era imaginar la estancia donde el muchacho de los ojos claros dormía. Pero los vagabundos iban más lejos en su mirada. Veían las cunetas de muchos atardeceres, cuando esperaban a Perico y el cojito asomaba a lo lejos, sonriendo y fijando en ellos la mirada. Perico nunca desviaba la mirada cuando era mirado. Y ello, la sencilla cosa, motivaba la suspensión del tiempo, como un hechizo imposible de explicar a dos empedernidos vagabundos. Pedro reprimió un escalofrío y Marisa, que le estaba observando necesitó apartar los ojos y morderse los labios.
—Anda, Pierre, recita a Mary uno de tus versos.
Pierre, como si esperara la señal, metió sus sucias manos en el sucio pantalón y sacó un sucio papel.
—Una pared al sol —anunció gravemente.
—¿Qué es una pared al sol? —quiso saber Mary.
Pierre, trascendido, explicó:
—Los vagabundos, los mendigos, los que andan y andan a veces sin saber por qué, llegan en ocasiones a alguna parte, a un remanso, a un lugar que todavía conserva el calor del sol. Es como si en un lugar despoblado, castigado por los vientos, se levantara una pared. Una parece poco para los que tienen cuatro y un techo. Pero es mucho para los vagabundos. Detrás de la pared, cara al sol, dejarán sus harapos, se tumbarán a dormir, a olvidar su condición. Una pared al sol es la interrupción de la intemperie, un refugio contra las miradas desaprobadoras. Todos los vagabundos soñamos con una pared al sol. Yo, Pedro… pared amable, caliente, donde luego, llegada hora de partir, escribimos: «Aquí estuvieron Pierre y Pedro, el día tantos de mil novecientos tantos», para que los que vengan detrás sepan que Pierre y Pedro fueron felices aunque solo fuera por unas horas, aunque solo fuera porque la pared les aislaba del viento, de la humanidad hostil y de la soledad. Y, ahora, diré el verso.
—¿Es necesario ya, Pierre?
—Sí —dijo Marisa— yo quiero escucharlo.
Pedro sonrió y Pierre comenzó a declamar:
Quisiera descansar en la casa abandonada
que siempre han encontrado todos los miserables.
Quisiera que los viejos segadores del recuerdo
desgavillaran mi espiga y la dejaran al viento.
Quisiera que mi senda, desempedrada y oscura,
terminara en la muralla caliente
del deseo.
No puede ser.
Ayer, hoy y mañana labrarás la tristeza;
en la sencilla sangre del camino
el deseo no cuenta. Es innecesaria angustia
detenerse a pensar.
Escribe en la pared. Luego, continúa…
La pausa del poeta fue rota por Mary, en una exclamación que quiso ser apagada y sonó como un cañonazo.
—No me gusta.
Pierre reaccionó bien. Guardó el papel y dijo:
—¡Qué le vamos a hacer!
Marisa intervino:
—Quiso decir que es triste y ella no quiere las cosas tristes. No, por lo menos hoy.
—La obra del hombre es el producto de su circunstancia.
—Por favor, diga otro verso.
—No recuerdo bien ahora.
Pedro pudo haber explicado que Pierre solo había escrito un poema: aquel. Y que nunca escribiría más. Y que incluso lo había copiado de una pared. Pero se calló. No podía traicionar a un amigo. Mejor era dejar las cosas como estaban.
Cuando las mujeres se marchaban no mucho más tarde, dijeron:
—Hasta mañana.
Y ellos respondieron:
—Hasta mañana.
Pierre, recostada la cabeza en su almohada favorita, con un rollo de periódicos, dijo:
—¡Vaya idiota!
Pedro comprendió que por la mañana Pierre no pondría inconvenientes para abandonar el campo.
—Tienes razón. Estamos separados por un abismo.
Pierre se durmió enseguida. Pedro permaneció insomne casi toda la noche. En la casa la luz de una ventana indicaba que alguien velaba. A Perico, seguramente; Marisa, con toda probabilidad. Cuando las hermanas se cansaran del juego, la mujercita seguiría cuidando de todos.
Como jugando, casi a ciegas y con un tizón, escribió unas frases sobre una piedra. Un mensaje, quizá para Marisa, o posiblemente para Perico. Confiaba en que sabrían encontrarlo y comprendieran su última debilidad.
Al amanecer, Pierre y Pedro liaron sus bártulos y se alejaron. La luz de la ventana ya estaba apagada. Caminaron durante varias horas. Lejos, al detenerse a descansar y comer algunas de las provisiones dejadas por las hermanas, Pierre encontró en su macuto un envoltorio. Pedro miró en el suyo y halló lo mismo. Era un juego de mesa, de plata antigua. Pierre, contento, guiñó el ojo a su camarada:
—¡Granuja!
Pedro dijo que sí, que había sido él. Pierre era poco observador. Mejor para los dos.
—A medias, ¿eh?
—Sí, a medias.
—Piensas en Perico, ¿verdad?
—Claro.
—Hijo, tú lo has querido. Ahora es tarde para volver.