Ciriaco tenía siete años; Juanito, seis; Gorito, seis y medio; Moco, cinco; Pedrolo… ¡ah!, ¿cuántos años tenía Pedrolo? Ni su madre podía recordarlos. La madre de Pedrolo contaba por meses y decía: «Entre cuarenta y cincuenta», pero luego no sabía dividir. Tampoco los curiosos andaban muy allá y evitaban el esfuerzo mental: «¡Ah! —decían— es pequeño todavía». La gente era así en el barrio de Pedrolo.
Ciriaco tenía pantalones; Juanito, camiseta; Gorito, las dos cosas porque su padre era del Ayuntamiento y se permitían ciertos lujos; Moco, alpargatas y un delantal que se abrochaba por detrás, dejándole el trasero al descubierto. —Pero ¡oh, dulces damas que me leéis!, no ofendía al pudor porque estaba tan sucio que ni se distinguía de la tela—. Pedrolo… ¿qué llevaba encima Pedrolo? Ni su madre lo recordaba. La madre musitaba, sin mucha seguridad: «¿La camisa de su hermano Paco…? ¡No, la chaqueta de Pepe! ¡Ay, Dios, no recuerdo bien! No es posible recordarlo». Y no lo recordaba porque la madre de Pedrolo lo era también de otros nueve piojosos más entre los doscientos meses y los cincuenta días.
La sangre no es un vestido. No son vestido las alpargatas, las camisas colgando hasta las rodillas. Cuando los encontraron, estaban descalzos hasta la barbilla, piadoso eufemismo de la pobreza. ¿Cómo pudo, oh Dios, quitarle el viento las alpargatas a Moco? ¿Qué viento? ¡Oh, sí, el viento! Viento de la Muerte, jinete de la Muerte, desnudador de la Muerte. ¿Dónde naciste, viento? Debió ser triste el origen de tu fuerza, desnudador de chiquillos. Y triste tu calma. ¿Quién te llamó? ¿Viniste porque te llamaron los infelices? Porque, una cosa es cierta, viniste. Llegaste. Eras el viento de diez casas, de diez calles, de diez barrios, de diez campos donde juegan los chiquillos… ¿Dónde juegan los chiquillos? En los descampados, en la basura, en la tierra, en las zanjas abandonadas. Y mientras ellos juegan, vienes, tú, encendedor, con un calor de horno en tus entrañas, y contigo todos los vientos para desnudar a los chiquillos, ¡ay, esos chiquillos que se habían reunido a jugar con una pelota de hiero, encontrada en una de las zigzagueantes hendiduras!
Ciriaco tenía piernas de alambre y panza de gitano; Moco, no había caso, era gitano; Gorito tenía los ojos azules y el cabello rubio —el pelo estaba sucio más tarde, pero sus ojos se conservaban asombrosamente limpios—; Juanito tenía la piel quemada y los pies delicados; Pedrolo estaba acatarrado. Señor, ¿por qué estaba acatarrado Pedrolo? ¿No dicen que los pobres nunca se acatarran? Pedrolo vivía en una barraca y cuando llovía las goteras empapaban las mantas. ¿Por qué vivía Pedrolo en una barraca…? Su madre era… Dejémoslo.
Y Ciriaco tensaba sus piernas de alambre y corría y corría y corría; y corría Juanito; y corría Moco, y corría Pedrolo. Juanito tenía los pies delicados y siempre llegaba el último. Y le daba una rabia tremenda, porque antes de empezar a correr, Gorito decía a gritos: «Maricón el último». Y Juanito, evidentemente, era un chico muy sensible.
Y sin embargo, Juanito fue el primero que vio la piña, el primero que la cogió. ¡PAAFF! Y no es que el ser el primero en saltar por los aires tenga mucha importancia. No la tiene, en verdad. Lo importante es que un viento caliente, un metal ardiendo, una ignorancia de los que nacieron demasiado tarde para saber las cosas lo consiga. Y esto es demasiado fuerte. ¡Es demasiado fuerte! Lo están gritando ellos mismos, sin voz, sin sangre, sin vestidos… ¡PAAFFF!
Gorito, que algunas veces hacía el payaso, cayó en la zanja. Y cayó Moco. Gorito era el caballo de Moco por la misma razón de que Pedrolo era la jaca de Ciriaco. Juanito iba de non. Juanito, pues, era un centauro. Juanito no sabía lo que era un centauro, ni Ciriaco, ni Gorito, ni Moco, ni Pedrolo —no lo sabrán nunca— pero era un centauro y basta. Lo era por ser caballo y chico. El que corriese más o menos importaba poco. Nadie sabe lo que corren los centauros.
Con que va Gorito y se cae por hacer el tonto. Moco no tuvo tiempo de apearse, se enredó con las cuerdas y cayó también. Y se enfadó con su caballo. Y se pegó con su caballo. Le dijo unas cosas fuertes y el caballo se enfadó. Muy claro el asunto. Y se cascaron mientras los demás aguardaban pacientemente a que terminara la cosa. Juanito, que llegó retrasado, ni siquiera preguntó las razones de la pelea. Cinco chicos se pegan diez o quince veces al día utilizando hermosas combinaciones: uno contra uno, dos contra dos, dos contra tres, cuatro contra uno, todos contra todos…
Por si el conflicto se extendía, Juanito cogió una piedra. Cuando la tuvo en la mano, consideró —de milagro, porque Juanito era así, no consideraba nada— que la piedra pesaba mucho. No era muy grande y pesaba mucho.
Seguía teniéndola en la mano cuando Pedrolo decidió extender el conflicto y le metió el puño en la barriga a Ciriaco, que le pasó la cuenta a Juanito con una patada a la espinilla. Juanito aprovechó la piedra para cascarle en la cabeza su agresor.
Cuando terminó el jaleo, por agotamiento, como siempre, Juanito tenía la piedra en las manos. La tenía, hasta que Ciriaco se acordó del golpe y se la quitó. Ciriaco dijo: «¡Huy, hierro…!», y se alegraron todos. Ochaíta, el trapero, pagaba una peseta por kilo de hierro. «Déjame ver», intervino Moco. Y comenzó a rascar el hierro para ver si de verdad era hierro.
Y el humo, ¿también es viento? Pero no, no es viento. ¿De dónde salió, si antes no había señal alguna? El viento se sabe de donde viene, el hierro, y los niños que encuentran hierro en zanjas abandonadas también. Pero ¿y el humo? ¿Estaba encerrado en el hierro? Entonces, ¿es que el hierro estaba hueco? Extraño, extraño de verdad. ¿Qué interés puede ofrecer encerrar humo y llamas en un hierro? Son las cosas raras de la vida, las que precisamente no podían entender cinco chiquillos que jugaban a lo bestia una tarde cualquiera de primavera.
Los recogieron como pudieron, en mantas, en arpilleras, en los hules de las mesas; sudando, sollozando, bajo el sol que restallaba en las piedras yermas, en las tierras estériles del suburbio. Estaban quemados, rotos; hasta desnudos estaban. Los miembros… ¡Oh, Dios, por qué decir las cosas demasiado obvias…!
El estampido llegó a las barracas con unos segundos de retraso. Los hombres que habían hecho la guerra supieron en seguida lo que era aquello. Las madres, lo adivinaron. Hombres y mujeres salieron corriendo, corriendo. Las barracas temblaban bajo los alaridos. No lejos, una mancha de humo servía de guía.
Los trajeron como pudieron, destrozados, desnudos. «Ha sido una bomba» —dijo uno de los hombres—. «¿Una bomba? ¿Quién la ha tirado?». «Nadie, mujer. Los chicos la encontraron». Las mujeres no se convencían. «Pero ¿es que las bombas se encuentran en la calle, en el campo, en los basureros?». No, explicaban: «Por aquí pasó la guerra. Estas zanjas fueron trincheras».
Y era cierto. La geometría de las zanjas obedecía a una razón. Una razón vieja como el odio, como la distancia, como la ignorancia. Había sido tantos años atrás que ya no se acordaban. Y mientras las madres buscaban en los cuerpos quedos un rastro de vida, una chica comentó: «Ay Dios mío, ¿cómo es posible, si hace quince años?».
Quince años no han bastado. En quince años se estropean muchas cosas. En quince años crecen los niños y se mueren los viejos. En quince años se olvidan favores y agravios. Pero quince años no bastan para oxidar un metal, ni para pudrir su contenido. ¿Quién dejó la bomba en es zanja, quince años atrás? ¿Tú, Raimundo González Mateos, sargento de la 42 Brigada Mixta? ¿Tú, Mohamed ben Jakub durante un golpe de mano? ¿Acaso tú, Prudencio Pahiño Muñoz, artillero de las Falanges gallegas? ¿Fuiste tú, Peter Hellmuth, de la Tercera Brigada? Han pasado muchos años. ¿Dónde estaréis vosotros, los llamados Raimundo, Mohamed, Prudencio o Peter? ¿Habéis recordado alguna vez las bombas de mano que arrojasteis o perdisteis? O quizá no fuerais vosotros. ¿Quién, entonces? ¿Nadie lo sabe? Bien no importa; no importa demasiado. Lo que importa son los años transcurridos. Quince o veinte, es igual. No han bastado: el metal de la guerra sigue intacto, el odio continúa.
Ciriaco tenía padre y madre; Moco, mejor es no meterse en averiguaciones entre todos los gitanos que maldecían y las gitanas que lloraban; Juanito no tenía padre ni madre, que se le habían muerto, dejándole con dos hermanas y una tía; Gorito tenía a su padre en el Ayuntamiento y no vino porque nadie se acordó de avisarle. La madre de Pedrolo estaba haciendo faenas, pero vino en seguida.
«Como en la guerra», decían. Lo decían todos. Y todos comenzaron a recordar los años pasados, como si el tiempo no significara nada. Los que eran mayores, encontraron de nuevo el olor de la pólvora y la sangre. Y los que eran pequeños, con el miedo. Y preguntaban, ellos, los pequeños: «¿Qué es la guerra?». Y eran contestados: «Calla, hijo, calla». Pero querían saber e insistían: «¿Qué es eso de la guerra?». Y entonces: «¡Que te calles te digo o…!».
Los llevaron al hospital, al Depósito, donde fuera. Marcharon con ellos sus deudos. Y los amigos, los curiosos, los piadosos, los añorantes, siguieron hablando de aquellas cosas, aquellas sencillas, horribles, naturales cosas.
¡Oh, Ciriaco, Gorito, Moco, Juan, Pedrolo! ¡Qué pequeños erais en la vida y que grandes siendo recordados! ¡Y qué graciosa era tu panza de gitano, Moco, y tus piernas de alambre, Ciriaco! Y tú, Juanito, ¡qué bien corrías pese a tus pies delicados! Y tú, Pedrolo, que ya no tenías entre cuarenta o cincuenta meses, pues tenías veinte, treinta, cincuenta años, la edad del recuerdo. La edad del recuerdo. La edad del recuerdo, la edad del sentimiento que hace decir, ¡basta! En realidad, vosotros no merecíais eso, mis pequeños. Hicisteis estallar dos bombas y habéis muerto dos veces. Al rascar el metal, rascasteis los recuerdos. Fue la ignorancia. Quince años son pocos para oxidar los metales, y siendo pocos para oxidar los metales, son mucho menos para oxidar los recuerdos.
Los padres, las madres, las hermanas y hasta las tías prohibieron a los chiquillos que corrieran por las zanjas, que recogieran hierros, que murieran sin avisar antes. Obedecieron, claro está, mirando desde lejos las sombras del centauro Juanito, los caballos Gorito y Pedrolo, y los jinetes Moco y Ciriaco.
Quince días más tarde, todas las órdenes estaban olvidadas, hasta por quienes las dieron. Bien mirado, felices ellos por olvidar. Muchos mayores, los hombres importantes —seguramente importantes por ello mismo, porque no olvidan— siguen celebrando aniversarios de batallas, conmemoraciones. Es una costumbre universal. Y no es de extrañar que las abandonadas bombas de mano hagan explosión a poco que se las rasque. Al fin y al cabo, las hicieron los hombres y quince años no han bastado.