PAÍS RELATO

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tomás salvador

no tengas prisa

Debiera contar con detalle la época en que fui vagabundo. Pero no me acuerdo muy bien. O no quiero acordarme. No es que sienta vergüenza de ello. Más bien me avergüenzo del que soy ahora, obeso y acomodaticio, gruñendo si alguien me raspona el coche. Pero, siendo enteramente sincero, diré que el tiempo ha tendido una niebla sobre mis recuerdos. Nunca tuve buena memoria y con el tiempo no he mejorado nada.
Recuerdo de aquellos tiempos la salvaje libertad. Pero la libertad, si bella, es tremenda. Es hambre, soledad y frío. Nadie te manda, pero tú tampoco mandas. Y en el cerebro, una vocecilla te va advirtiendo que el tiempo no se detiene y que para dejar huella hay que detenerse, cuando menos para hacer una casa, un libro o un hijo. De aquellos tiempos, recuerdo algunos tipos, el frío de las madrugadas y la música que tocaba Reverencio. Sí, me acuerdo de Reverencio…
Reverencio terminaba de soplar. Se frotaba los labios amoratados por la presión, sacudía la trompeta para que escurriera la salivilla y terminaba limpiando la boquilla con una gamuza. Estos movimientos o acciones reflejas tomaban instantes después una candencia más suave. Reverencio miraba su instrumento con asombro, miraba a mí y terminaba mirando el paisaje lontananza. El ritual quedaba completo cuando después de una amable cachetina en el cogote, me decía:
—¿Quedó bien, Juanelo?
—Quedó estupendo, Reverencio.
—Pues anda, pasa la gorra, antes de que s nos escapen.
—No temas. Se han enternecido.
—Pues al avío. Pero, escucha, Juanelo. Si la rubita aquella, sí, hombre, la del pañuelo, te quiere dar algo, que sí que querrá, dile que no.
—¿No…?
—No. Le dices… En fin, le dices lo que ya sabes.
—Exactamente. ¿Y qué más?
—Que la amo. Anda, vete que, que se están largando.
Sí, nos solían pasar cosas semejantes. Reverencio se rompía los morros tocando My Blues y la gente estaba contenta; pero cuando iba yo con mi gorra, se hacían los locos. No es que a Reverencio le importara demasiado, pero a mí sí. Me daba coraje que Reverencio se transportaba como se transportaba y que luego no se lo agradecieran a estilo fenicio. «Deberíamos cobrar antes» —decía yo—. «¿Cobrar qué, Juanelo?» —decía él—. Y tenía razón.
La vida. La vida que era así. Los vagabundos de la turuta, nos llamaban en los pueblos: el alto y el delgado, Reverencio; el bajo y gordito, yo mismo. ¡Vamos! La turuta era una magnífica trompeta que no hubiera desdeñado el mismísimo Satchmo Armstrong. En cuanto a la estatura y el peso, andábamos parejos, solo que Reverencio, cuando tocaba, crecía un palmo cuando menos.
Pasaba la gorra. Volvía con el escaso dinero y Reverencio me preguntaba por la rubita, o la morena, o la trigueña, pues siempre me daba el mismo recado de eterno enamoradizo.
—¿Qué te dijo la rubita?
—Que ella también te ama —inventaba yo—, pero que llegas demasiado tarde. El mes pasado se comprometió y no ve la manera de arreglarlo.
—Tiene miedo. Las mujeres son así. Pero debió avisar. ¿No crees que debió avisar?
—Desde luego, Reverencio. ¿Nos vamos?
—No tengas prisa, Juanelo, no tengas prisa.
Cuando caminábamos, yo, cansado, bastante tenía con mirar dónde ponía los pies. Reverencio, por el contrario, miraba siempre diez grados más alto que sus ojos. Yo tenía la visión de la tierra, el camino, los linderos convergiendo en la perspectiva. Reverencio conocía el destino de la jornada y yo la ruta. Habíamos pasado juntos muchos aguaceros y muchas tiriteras cuando el cierzo nos pillaba sin resguardo en los senderos de las montañas. ¡Dios, y que tierra la nuestra para caminar! Pero no todos los días eran malos. Teníamos compensaciones, sobre todo en los interminables crepúsculos otoñales, cuando el despejado horizonte se convertía, con la ayuda de algunos cirros, en una sinfonía de colores. Reverencio lo advertía.
—Mira, Juanelo.
Y yo miraba. Al sol le faltaba un palmo para meterse en la tierra. Parecía una naranja. Los chorros de su ionosfera se distinguían palpablemente; el borde de las nubes era de un blanco amarillento, destacando sobre el resto escarlata. Largas estrías de un gris dorado, brotaban del centro luminoso y se extendían casi hasta nuestras cabezas. Allí donde un cúmulo entorpecía los oblicuos rayos solares, brotaba una nueva fuente de luz. Luego, el color se hacía más intenso y la luminosidad más opaca.
—Mira, Juanelo.
—Miro.
—Esto es un concierto, Juanelo, tenlo por seguro. Quisiera que durara días enteros, para aprender la partitura. El medio sol que queda es un saxo tenor; aquella nube naranja es la tuba; aquellos cirros pequeños, alargados y violetas, con bordos amarillos, son los clarinetes. La rabiosa purpurina del horizonte es una trompeta como la mía; el ocre de la tierra es el vibráfono… Espera, ¿quieres que te toque lo que estoy leyendo?
—Bueno.
Y mi camarada desenfundaba su trompeta, abría el compás de sus piernas, apuntaba su instrumento al facistol de las nubes y recogía el melancólico calor de la naturaleza en despedida. Era algo como para quedarse escuchando toda la vida, incluso para mi nula disciplina musical. Reverencio acompañaba al cansino orto con largas, suaves, monótonas estridencias. Era la queja de un mundo en despedida. La Naturaleza no tiene inteligencia. A pesar de los miles de años que ha girado sobre sí misma, todavía no ha comprendido el fenómeno. Y cree en la despedida irreparable. Eso era lo que me decía Reverencio con su turuta.
—Es así, ¿verdad?
Yo, ni contestaba. Reverencio volvía a lo suyo: música del sol, música de las nubes, música de la clorofila, del polvo, del viento y las nubes; pero también música de los hombres vagabundos, de los hombres cansados, ateridos, fugitivos. La naturaleza humana intuíase en los blues antañones, en las quejas sueltas de los «spirituals», en las notas de una canción irlandesa o un lied alemán. Así intervenían los hombres en el concierto de los mundos. Reverencio se iba apagando cuando se apagaban los colores y el cielo se tornaba gris. Entonces, se disculpaba conmigo.
—No teníamos prisa y me he entretenido.
Y continuábamos nuestro camino, aprovechando las últimas penumbras. Yo creo que Reverencio tenía miedo al silencio y entonces quería que hablara yo, sobre todo si lo que nos rodeaba era hosco y enemigo.
—¿Qué piensas, Juanelo?
—En nada.
—Entonces, dímelo.
Reverencio tenía esas cosas. Le gustaba que la gente hablara cuando no tenía nada concreto y exacto que decir: «Es cuando se dicen las mejores cosas. Es obligarse a buscar en el fondo del arcón, donde a veces escondemos —y luego olvidamos— nuestros mejores tesoros».
—Pienso —decía yo, hablando por hablar— que me gustaría vender la música que haces. Pero, creo que me expreso mal. No vender para ganar dinero, sino para saber lo que vale.
Reverencio, vanidoso al fin y al cabo, inquiría:
—¿Vale algo verdaderamente?
—¡Oh, Dios! ¿Recuerdas la noche que tocaste a las estrellas? Todavía no sé si era por ella, o era por la Oscura, por la Triste.
—¿La muerte?
—No, la noche misma. O quizá, verdaderamente, para que las cosas tuvieran el sentido de la verdad, tocabas por los mismos hombres. Pero únicamente por los que en aquel momento estaban, como nosotros, sufriendo y gozando la presencia de la noche. Era el toque de diana para todos los canallitas, los animales salvajes de la jungla humana, la horrible selva humana de la noche. Era la canción de los tristes, los miserables, los perdidos. ¿Me equivoco, Reverencio?
—¿Cómo quieres que sepa esas cosa, Juanelo? Las cosas son lo que parece que son.
—Era como si llamaras a formación a todos los ladrones, los caídos, los insomnes; los que tienen alegre la tristeza y triste la alegría. Era como dar gracias a la Oscura por ocultar sus deformidades. ¡Ay, tristeza de los escondidos! ¡Ay, dolor de los enfermos! Mientras rozabas los agudos, pensaba en mi infancia y en mi calle de suburbio. ¡Miradlos, van a crecer! Son los cachorros, los que empiezan a fumar y beber, las que empiezan putear en una calle con muchas tabernas y ninguna escuela. Pensaba en mi calle, bajo la noche. Era una calle apagada de día, alegre por la noche, como despertada de un sueño por los agudos de una trompeta. Era la misma y era más miserable, pero parecía diferente. Hubieras debido tocar la trompeta allí, ante los hombres, no ante las nubes. Se hubieran quedado quietos, rotos, estoy seguro. Por que tú estarías diciéndoles cosas conocidas a todos los que sufren hambre, a los que padecieran miedo, a los que sufrieran por el odio acumulado.
—¡Calla!
—Perdona. ¿Te ofendí?
—No. Estaba pensando en el dolor de los que odian. Odié y por eso estoy aquí.
—¿Me lo contarás, Reverencio?
—¡Claro que sí! Otro día. Nunca tengas prisa por saber las cosas. Te enterarás de ellas antes de lo que quisieras, antes de estar preparado. Es necesario estar preparado para saber las cosas que nos conciernen. Pero, recuerda, te toca hablar a ti, Juanelo.
Lo triste, lo inaguantable de la vida vagabunda era llegar de noche a un lugar habitado. Nosotros no pertenecemos a ese lugar, era cosa sabida. El pueblo, pues, estaba completo y lo sabía. Completo en todas sus unidades: los familiares reunidos en torno a la mesa, los animales en el establo; las puertas cerradas y las luces encendidas eran la señal de su intimidad. Todavía era soportable si llegábamos de día. La noche era temible. Bajo la luz lunar, los poblucos son masas disformes y sombrías. Antes de llegar, por los caseríos, comienzan a ladrar los perros, que se van relevando. Llega un momento en que los intrusos son —éramos— el centro de un mundo hostil. Ninguna ventana se abría.
Reverencio teñía miedo a los perros.
—Nos morderán, Juanelo.
—Calla.
—Tengo frío y estoy triste. Cuando tengo frío y estoy triste, pienso que todos los perros están rabiosos. ¡Diles que se callen!
—No grites, hermano…
—¡Que callen esos perros!
—¡Por favor, camarada!
—Sí, por favor, que cesen sus ladridos.
—Para que se callen tendremos que marcharnos.
—¡Qué verdad más triste has dicho, Juanelo!
—La dije sin pensar.
Pero no era cierto. Estaba pensando rabiosamente en la realidad de las cosas. Arrastrábamos los pies por las callejas envueltos en los ladridos. El pueblo entero sabía ya que algo pasaba, que unos intrusos habían llegado. Pero nadie sentía curiosidad, o de sentirla la ahogaban. Reverencio no lo comprendía, pero yo sí, porque yo había nacido en un lugar semejante, y mis padres, y todos mis antepasados, sangre sobre sangre y tumba sobre tumba.
Aquellos pueblos eran antiguos, nacidos de las necesidades de la guerra, para poblar un terreno de nadie. Eran ínsulas medrosas, quizá protegidas por un castillo, pero temiendo a los mismos soldados protectores, al señor de vida y haciendas. Siglos, milenios en algunos casos. La vida se cerraba de noche. Los que llegaran de noche podían no pertenecer a la comunidad. Y era fácil comprender lo que debían sentir los campesinos de entonces: tenían miedo, miedo ancestral, miedo a los que llegaban, pero que en ningún caso venían a traer felicidad. Los tiempos modernos no eran igual que los antiguos. Pero el miedo subsistía; el miedo de los tiempos inseguros, de las chozas carboneras, de la aldea feudal, del castro fronterizo. Eran el miedo de los primeros días del hombre sobre la tierra. Y por eso, sabiendo que alguien llegaba, nadie quería saber quién era el que llegaba.
Y debiéramos de estar acostumbrados, pero era difícil acostumbrarse a una cosa semejante. Nunca puede uno acostumbrarse a ello, a llevar hambre y frío y encontrar miedo. Por eso procurábamos llegar con tiempo de hacernos amigos de los perros, amigos de los niños, amigos de las mozuelas. No siempre podía ser, porque Reverencio perdía mucho tiempo tocando su trompeta a las nubes, y entonces encontrábamos los ladridos de los perros y la soledad de un pueblo cerrado a cal y canto. Y, entonces, como si fuéramos los primeros pobladores de la tierra, buscábamos la cueva, el refugio de los antepasados.
Generalmente la encontrábamos en la iglesia. Los claustros, los ábsides, los pórticos eran el refugio nocturno contra el cierzo. Algunos curas solían dejar un montón de paja en un lugar resguardado. Tiritando intensamente nos metíamos en la yacija. Algunas noches, era yo el vencido, el roto por las circunstancias.
—Quisiera morirme, Reverencio —decía.
Reverencio, en estos casos, se sobreponía.
—No tengas prisa, muchacho. Arrímate a mí. Yo era uno de los cinco «Hot» de Nueva Orleans Uno de los «Cinco calientes», ¿no lo notas?
—No.
—Bueno, es que ha pasado el tiempo y estoy viejo.
—Quisiera morir, Reverencio. No vale la pena vivir como vivimos.
—Arrímate y calla. No tengas prisa. Y cierra la boca, por favor. Me molesta el crepitar de tus dientes.
—No puedo detenerlos… Y me moriré esta noche.
—No te morirás, Juanelo. Mañana nos levantaremos cubiertos de escarcha, pero sanos y fuertes. Comeremos un poco de pan caliente. Incluso beberemos vino. Yo tocaré la trompeta: «Last Night Dreame You»: Anoche soñé contigo… ja, ja… No hagas ruido con los dientes, Juanelo.
—No… pu… edo… aguantar…
—Caliéntate con el sol de mañana. Porque hará sol. Y nosotros tocaremos para los labriegos acomodados que nos llaman vagos y sospechosos. Pero los niños vendrán a nosotros, y las muchachas nos amarán en secreto. ¡No tirites más, te digo!
—No… no… dejaré… que mis… dien… tes…
—Así me gusta, camarada. Muerde este puñado de paja. Mañana, sin prisas, ¿eh?, nos calentaremos al sol. No hables ahora, Juanelo. Es malo hacerlo cuando tiemblan los dientes. Algún día te contaré lo que me pasó por hablar cuando los dientes me temblaban.
—Ya no me tiemblan los dientes.
—¿Tienes más calor ahora?
—Un poco; sí, un poco más.
Era verdad, o podía ser verdad. Los perros habían callado. Y más tranquilos, podíamos hablar. O hablaba Reverencio, de ella, una mujer. Se acordaba.
—¿Dónde estará ella? —decía.
Lo cual era tan pueril como misterioso, porque evidentemente Reverencio no hablaba para que le contestase, sino para acallar su hambre. Entonces, yo me dormía, pues era lo mejor que podía hacer, rodeado de los ruidos de la noche, esos ruidos ominosos, increíbles en un mundo aparentemente vacío. Al amanecer, comenzaban a tomar cuerpo las sombras; lo que parecía inmenso, cabía en la palma de la mano. El sol nos despertaba y siempre teníamos un cerco de perros, sentados sobre sus patas traseras, dubitativos entre ladrar o hacerse amigos. Después de los perros, los chiquillos. Reverencio tiraba la paja que nos cubría, sacudía la escarcha depositada en su pelo y me animaba.
—Vamos.
Verificábamos nuestras abluciones en la fuente pública y ya el cerco de curiosos era considerable. Reverencio extremaba sus gestos, no sé si haciendo el payaso para llamar la atención, o simplemente porque estaba contento con la nueva luz del día. Besaba su trompeta y seguidamente atacaba una diana floreada.
—¡Qué loco estás, hermano! —le decía.
Pero Reverencio no me hacía caso. Comenzaba con el Mississippi blues y deambulaba por las calles en cuesta. Se abrían las ventanas; las mujerucas se asomaban a las puertas y las muchachas a las ventanas, mientras se peinaban. Reverencio sacudía el agüilla y se aliviaba con disimulo el dolor de sus labios tumefactos. Yo sabía muy bien lo que le dolían en la mañana, los labios a mi amigo, pero nada podía hacer por aliviarle. Sí, algo; gritar para que pudiera descansar.
—¡Escuchen, amigos! Nosotros somos los que llegaron anoche, cuando ladraban los perros. Somos los vagabundos de la trompeta, los que no trabajan; los que no van a ninguna parte porque no tienen prisa. Pero ¿qué digo? Es seguro que nuestra fama habrá llegado antes que nosotros. Este es el mago de la trompeta, Reverencio y por el solo de Mississippi Blues que acaban de escuchar hubieran tenido que pagar cincuenta dólares en el «Storch Club». Pero hoy trabaja gratis para este honrado pueblo. Siempre trabajamos gratis en las bodas, los bautizos y los entierros. ¿Celebran alguno de estos acontecimientos? ¿No? Es igual. Tocaremos para ustedes, hoy, porque mañana estaremos lejos de aquí siguiendo la ruta del sol. Tenemos un amplio repertorio. ¿Qué prefieren? ¿«Hot»? ¿«Cool»? ¿Les gusta Home Sweet Home? ¿Prefieren La vie en rose? ¿Les gusta «Carta a Eufemia»? Pidan por esa boca, señoras y señores, señoritas y señoritos. Nosotros no tenemos prisa, porque siempre aguardamos a que los demás queden contentos. ¿Qué dice usted, caballero?
El aludido se sorprendía tanto que se azaraba.
—Nada, que ya han pasado las fiestas.
—Ese es el error de estos pueblos, creer que para estar en fiestas hay que consultar el calendario. Y que para estar contentos hay que estar en fiesta. Nosotros no hacemos fiesta nunca, porque siempre estamos contentos. Es decir, estamos siempre en fiesta. La fiesta comienza cuando llega lo nuevo, lo imprevisto. Cuando la alegría llama a la puerta. Nosotros no vendemos corbatas, ni calcetines, ni siquiera relojes. Somos tan locos que ni vendemos el Espasa. No vendemos absolutamente nada, hermanos y hermanas. Regalamos. Cuando tenemos frío, aceptamos un poco de sopa caliente; cuando tenemos calor un vaso de vino. Ahora, por ejemplo, tenemos frío, ¿verdad, Reverencio?
—Verdad.
—Así se habla. Dejen que nuestros cuerpos se calienten y les regalaremos alegría. Y contaremos cuentos a los chiquillos. O tocaremos corridos mejicanos para que bailen las mozas y mozos. Hermosa, ¿tienes algo caliente para nosotros?
—¿Usted qué cree?
—Nada, hermosa niña, no creo nada. Te preguntaba por unas sopas de ajo hervidas al rescoldo. Porque nosotros queremos estar agradecidos, porque estando agradecidos somos infinitamente mejores. No mejores que ustedes, sino mejores que nosotros mismos.
—¡Anda —gritaba un mocoso— están majaretas!
Y el coro gritaba:
—¡Que toquen! ¡Que toquen! ¡Que toquen!
Reverencio, agradecido al respiro, agarraba un pasodoble y echaba por delante. A ritmo alegre, caminaba hasta encontrar una casa de buena apariencia, cuyas puertas estuvieran abiertas. Y se metía dentro. Era la buena táctica. Entre bromas y veras, ante testigos, nadie negaba un vaso de leche caliente o unos torreznos.
Así empezaban los días, tras las noches de tiritera. Era el milagro de la cigarra. Luego, a tocar, hasta meter el gusto por la música en la sangre de aquella gente retraída. Casi siempre saltaba el aficionado local, la dulzaina, el tamboril… Y había baile para ellos y comida para nosotros.
—Bueno fue mientras duró —decía invariablemente Reverencio cuando nos despedíamos y el pueblo quedaba atrás, entre la niebla de sus chimeneas.
Aquel día caminábamos calmosamente. La brisa era suave y el sol agradable. Los chopos del camino se mecían e iban soltando hojas. Todavía era pronto y teníamos la digestión a medio hacer.
—No tengas prisa, Juanelo —rogó Reverencio—. No tengas prisa.
—No la tengo.
—Descansemos aquí. Cara a este sol tan rico.
—Bueno.
Nos tumbamos en un repecho, sobre la hierba. Reverencio sacó el ungüento de los labios y se untó la boca. Guardaba silencio para no perder el unto. En ocasiones semejantes, yo hablaba si tenía ganas o callaba si me venía bien. Casi siempre, ante el alivio de la pomada a sus labios agrietados, Reverencio se adormecía. Yo pensaba o no pensaba. Después de todo, importaba poco. Estábamos encerrados en nosotros mismos, sin ambiciones, sin delirios. Los días iban resbalando y a fuerza de carecer de ambiciones nos sentíamos chiquillos, capaces de ideas abstractas, sí, pero sin ambiciones. Me gustaba contemplar a Reverencio, absolutamente entregado, con la bondad del que todo lo ha perdido, salvo una trompeta, la trompeta que mantenía al costado. El tiempo no importaba, dentro de la soledad. Nosotros caminábamos por la soledad en vez de por el tiempo. Lo que se relevaba a lo largo del camino tenía vida efímera. En seguida se convertía en sombra.
No valía la pena apresurarse. Si me incorporaba, veía la comba del horizonte y la ruta del sol en el cielo infinito. Si me acercaba a la tierra, veía el musgo, las hormigas tenaces. Y aquel día me quedé dormido al lado del dormido Reverencio. Sonreía entre sueño y me dio envidia. Cerré los ojos por si podía aprovechar algo de su sueño.
Desperté bastante tarde. Reverencio continuaba durmiendo. No sonreía, incluso luchaba contra un invisible enemigo. Sentí el hálito de la tragedia cerca de nosotros. Busqué y hallé. Faltaba la trompeta. Alguien la había robado. ¡Malhaya los que roban a los vagabundos!
De rodillas, asustado, presintiendo vagamente lo que significaría el despertar de Reverencio, lo único que podía hacer era pedir al Dios de los Caminantes, de los sencillos de corazón, que el sueño de mi camarada durase más tiempo, mucho tiempo.
—No tengas prisa, Señor… No tengas prisa en despertarle…
Pero Reverencio despertó. ¿Para qué seguir? Eso sucedió hace años y Reverencio debe seguir buscando su trompeta.
Yo me vine a la ciudad y con el tiempo me hice escritor. En ello estoy.