1
—Buenos días…
Aunque la frase no tiene significado para mí, he podido darme cuenta de que la utilizan mucho los hombres, incluso entre desconocidos. No sé exactamente si es un deseo o una afirmación. Para mí, el tiempo no existe en su forma subjetiva; ni la luz, ni los factores climatológicos. Pero deseo vivamente presentarme, no por lo que represento, sino por lo que realmente soy. Ocurre algunas veces que mi dueño me saca de la funda y me presenta a la curiosidad pública. Me sopesan o valoran, algunos con cierta imprudencia que me angustia. Pero en general nadie espera que yo dé mi opinión o manifieste algún deseo. Mi dueño se preocupa de mi limpieza y custodia. Generalmente me lleva consigo y algunas veces me utiliza. Mejor dicho, si he de considerar el verbo «usar» en toda su acepción, mi utilidad es manifiesta aunque el uso no llegue a su máximo extremo. A veces, basta con mostrarme públicamente.
Pero yo, metal noble, entiendo y observo, mejor dicho, observo lo que entiendo. Y lo mío es actitud contemplativa ante el extraño animal llamado hombre. ¡Si contara todas las miserias de que he sido testigo! También puedo contar historias hermosas, tocadas de cierta emoción, es cierto; pero son las menos, posiblemente porque la profesión de mi dueño consiste en imponer la ley. Y es natural que la ley se imponga al que no quiere acatarla, o lo que es igual, al que la desafía. «Rex lex, dura lex», dice un latinajo que mi dueño repite a menudo, seguramente para sobornar su propia conciencia.
A mi amo, unas veces le comprendo y otras no. El ser humano no tiene, como las matemáticas, unas leyes inmutables. O si las tiene, las interpreta a su modo. Ante plurales personas y en múltiples ocasiones he debido aprender esa lección. Y yo, que comprendo y siento, deseo confiarme en ustedes. Tengo una personalidad, tranquilizadora en reposo, amenazadora en acción. Puedo ser mortal y con tal fin me construyeron. No me agrada, sin embargo, el violento latido que sacude mis entrañas. Es algo desgarrador que sacude y conmueve mi metal y llena de trágicas resonancias mi conciencia.
Digo —y estoy consciente de mi morosidad— que deseo presentarme. Pero el seguir las normas humanas tropiezo con la primera dificultad. No tengo nombre propio. Ustedes, quizá, hayan adivinado ya. Soy una pistola marca Star, calibre nueve corto, número de serie 96 477. Mi hombre, el dueño que me guarda en una funda, me aplica ciertos calificativos cariñosos, entre los que predomina uno: «La Pipa». Al parecer, esta denominación pertenece al lenguaje delincuente. Pero sabido es que las palabras tienen el significado del que las pronuncia. Mi dueño dice, pues, «la Pipa» y el posesivo «mi Pipa», sin que por ello nadie pueda equivocarse y confundirme con ese apestoso artilugio usado para fumar. Reflexiono ahora que hay cierta similitud entre nosotras: un recipiente pata el fuego, un tubo largo para aspirarlo o expelerlo. Pero nada más. Hasta nuestro perfume es diferente. El mío es la pólvora, uno de los más antiguos de la Humanidad.
Aparte de la antedicha, existen otras muchas formas de llamarme, todas ampliamente desagradables: la «fusca», nombre tabernario que aborrezco; la «chasca», la «automática», el «nueve corto» y varios más que quiero olvidar. Hasta cierto modo, las armas adquieren la personalidad de su dueño y digo yo que no es igual pertenecer a un policía que a un gángster, aunque al respecto cedo el criterio a los sociólogos humanos. Lo que casi podría jurar, es que si a mí me usara ahora algún delincuente… no dispararía.
No debería haber dicho lo que he dicho, sobre todo considerando lo que les voy a contar a ustedes ahora. Valga en mi disculpa que entonces carecía de experiencia, no había meditado lo que después hube de meditar a causa de mi propia y desdichada aventura. Ya sé que según la ley soy instrumento y que por lo tanto no me alcanza responsabilidad criminal; pero no por ello puedo arrancarme de la memoria el terrible acontecimiento que marcó mi vida con un sello especial.
No quiero adelantar acontecimientos. Y permitan que siga con mi presentación. Ya saben ustedes que soy una pistola, al servicio de un policía. Casi puedo predecir su reacción. Asociarán mi imagen a una acción truculenta, la explosión de la pólvora y la sangre de una herida. Con eso creen haber descifrado mi personalidad, mi utilidad y hasta mi psicología. Pero parte de la verdad no es toda la verdad. Soy algo más que todo eso. ¿Saben ustedes que tenemos una historia vieja ya de tres siglos? ¿Que actualmente hay doscientas cincuenta clases de armas de fuego? ¿Que existen armas de guerra y armas de defensa? ¿Que a su vez, las armas cortas o de defensa nos dividimos en grupos, según la carga, el calibre, la percusión y el proyectil? ¿Que tenemos distintas nacionalidades? ¿Que padecemos enfermedades y tenemos defectos de nacimiento?
Seguramente conocen parte de estos detalles. Las pistolas no son ningún secreto y ustedes han nacido cuando ya está perfeccionado su uso. Fundamentalmente, somos, las armas, algo semejantes a la estilográfica, la televisión, la radio o el cine: algo que se acepta sin meterse en tecnicismos. Es una razón, aunque yo, en estos instantes, para interesarles en mi historia, desearía que comprendieran el esfuerzo que estoy haciendo. Soy una pistola, cierto; pero tengo una razón que me obliga a hablar o es bajo tal aspecto como deseo que me vean. Yo soy real y reales son los hechos que voy a narrar. He creído que el punto de vista peculiar de una pistola, objeto o instrumento de muerte, podría tener un interés mayor que una simple exposición de hechos. El hacha de un verdugo, el bisturí de un cirujano, la espada de un milite, podrían contar desde su peculiar idiosincrasia una historia quizá distinta a la oficial. Un policía, tiene algo de cirujano, algo de verdugo, algo de militar, cuando menos si está ejerciendo. No hago, aquí, la apología de una profesión, sino que me apoyo en ella, porque en ello y por ella cometí un asesinato.
Paciencia para mis soliloquios… ¡Tanto tiempo he callado! Deseo dejar bien sentada mi esencia. La paradoja más corriente de la vida es que en un momento determinado descubrimos que nos es desconocido lo que tenemos más cerca. Una mujer, un arma —y pido perdón por el paralelismo— son seres conocidos, o que creemos conocidos, pero que suelen guardar sorpresas contundentes, a veces de vida o muerte.
2
Soy una pistola, repito. Tengo una razón técnica o una razón moral de existencia. Mi personalidad es evidente, tanto que se puede demostrar, como verán si sigue mi historia. Al que muere —me refiero a los seres humanos —tanto le da que le hayan matado con una escopeta que con un diminuto seis, coma treinta y cinco. Pero al vivo, sobre todo si ejerce la vindicta pública, puede y debe importarle, sobre todo si la vida o libertad de un inocente depende de ello.
Las armas de fuego no son de uso corriente. Un ciudadano no lleva pistola como si llevara corbata. Es un valor sobrentendido que la ley cuida de su defensa y por eso mismo puede ser más severa con los que la llevan sin razón. O las usan sin pasión. Entre estos últimos, están los que prefieren aplicar la justicia por su mano, o aumentar su fuerza personal. Lo malo de una pistola es que en manos de un niño puede ser igualmente mortal.
¿Qué puedo decirles de mí misma? Me compongo de treinta y seis piezas diferentes. Pero, no pasen cuidado, no voy a enumerarlas. También el hombre tiene un crecido número de huesos y no se detallan. Conozco detalles sobre mi fabricación —aparte de la experiencia personal— porque permanecí varios meses encerrada en una cajita, junto a un folleto explicativo. Me fabricaron en Eibar (Guipúzcoa), un día de agosto de 1955. Pertenezco a la clase de armas automáticas de cierre absoluto mientras el proyectil no abandona el cañón. Funciono con regularidad y puedo llegar a disparar cinco mil cartuchos sin que mis estrías se resientan.
Mi inconveniente, dicen algunos, es que soy un arma pequeña. Los hay que prefieren un calibre extremado y balas para tumbar a un elefante. De todas formas, la acusación es injusta; mi bala, a una velocidad inicial de trescientos veinte metros por segundo, tiene energías para atravesar dos hombres. Nací a la vida, precisamente, para comprobarlo. Es decir, para comprobar el poder que en mí latía. Un maestro armero terminó de montarme, asió con su mano izquierda el cerrojo o carro desplazable, rechiné sobre mi grasa puerperal y cuando me soltó, al tropezar con un tope, sentí que una pieza extraña, no nacida en mí, se introducía en la recámara. Entonces el maestro armero rodeó mi culata con su mano derecha, extendió el brazo, tensó el índice sobre el gatillo y…
Bien, voy a ahorrar descripciones. En unos segundos y acabada de nacer, me hice adulta. Y comprendí el mortífero poder que encerraba la extraña disposición de mis piezas. Yo había nacido para expulsar a distancia un trozo de plomo blindado. Un objeto duro encontrado en el camino me detendría; pero un cuerpo blando, como el ser humano, quedaría atravesado. Y aquello, lo supe más tarde, significaría la muerte si afectaba a las partes vitales. Lo que son las partes vitales humanas lo aprendería también en los campos de tiro, sobre siluetas. Y más tarde, pero siempre demasiado pronto, sobre la vida misma. Durante unos días, a partir de la primera impresión, permanecí aturdida. De entonces conservo cierta tendencia a sobresaltarme, a retroceder bruscamente. Los hombres, que nos creen seres inanimados, lo achacan al proceso natural de la pólvora. No es cierto. Retrocedo y salto cada vez que soy disparada porque no puedo acostumbrarme a sentir fuego en mis entrañas.
Recuerdo que me engrasaron bien y me colocaron en una caja. Pasó cierto tiempo, que me es imposible calcular. Estaba adormecida, invernando, como dicen los hombres de ciertos animales. En cierta ocasión me sacaron de la caja y practicaron cierta operación, consistente en grabar unos signos, iniciales de ciertas palabras como sabría más tarde: C. G. P. Cuerpo General de Policía, o Policía Secreta que dice el vulgo. ¿Qué sería aquello? Naturalmente, hogaño, quince años después, lo sé perfectamente. Es conocer mucha miseria humana mucha tristeza. Es tener un poder que los demás aborrecen. Es sentirse menospreciado hasta que se es necesitado.
3
Cierto día, mi caja, inmóvil por lo general, adquirió movimientos bruscos. Ya había sucedido otras veces y apenas acertaba a sacudir mi modorra. Pero un ramalazo de luz, insufrible de primera intención, me sacudió. Divisaba, entre mi mareo, algunas sombras. Sentí que me elevaban y pasaban de una mano a otra.
—Esta es la que te conviene —gruñó alguien.
—Me gustaría una que disparara sola, que advirtiera el peligro y el momento exacto, que me dejara a mí en paz. Que fuera casi invisible, y, sin el casi, infalible. Y si fuera necesario que asustara sin llegar a disparar.
—Para ser un novato te explicas muy bien —contestó la otra voz—. Quieres un perro-pistola. Te entiendo perfectamente.
—Es que siempre me explico con claridad.
Aquella gente estaba loca. ¿Qué significaba aquella charla? Me molestaba profundamente la suma de convencionales movimientos a que me obligaban: izarme hasta quedar horizontal, sacar el cargador, dispara sobre el vacío, calcular el peso, el encaje en la mano la visibilidad del punto de mira. Veía el ridículo rostro del hombre, guiñando un ojo, dirigiendo a un punto imaginario la parte delantera de mi cañón.
—No está mal —murmuró el que me sostenía.
—Está estupenda. Vamos, date prisa…
—Me gustaría disparar un par de cargadores.
—Dispara los que quieras, pero para llevártela de aquí me tienes que firmar el recibo. Y si lo firmas, es tuya. Y si es tuya, no me la puedes devolver. O sea, deducción elemental, querido Watson es que tanto si va mal como si va bien, te la quedas.
—Da gusto lo bien que te explicas.
—Y añadiré otro punto más, porque me caes fino. Nada de tirar cargadores. Aquí damos un paquete de balas al año. El resto, se tienen que comprar de estraperlo. Se parte del supuesto de que bala disparada, bala aprovechada. ¿Y has visto a algún policía que se cargue cincuenta tipos al año?
—No, desde luego —musitó, asustado, el muchacho (era un muchacho) objeto de aquellos avisos—. Uno o dos y ya está bien…
—Un consejo más, que hoy estoy bondadoso. Las armas, como las mujeres, no se ponen a prueba. ¿Qué demostrarías poniendo a prueba tu novia?
—¡Oye, tú…!
—Calla, y escucha la voz de la sabiduría. No ganarías nada, porque el que te habrías puesto a prueba eres tú. Las mujeres y las pistolas son objetos pasivos. El que tienes que valer, ser hombre en el momento oportuno, eres tú. ¿Y sabes cómo? ¡Estando muy cerca! Cuanto más cerca estés de la mujer y del blanco, más seguro será el disparo. Y ahora, lárgate, que aquí la compañera auxiliar, Maruja alias la «Chata», está aprendiendo demasiado.
Efectivamente una mujer sentada ante una máquina de escribir, escuchaba sin disimulo, mirando al que me sostenía que, luego habría de saberlo, era un tipo varonilmente simpático. Este, aturdido, llevándome en la mano, se dirigió a la salida.
—Espera, hombre —rio el de los consejos—, ¿quieres salir así a la calle? Firma los recibos y toma la caja. Maruja, deja en paz al chico, no le aturdas con esa caída de ojos.
—Eres un tipo decididamente asqueroso —dijo la muchacha, sin enfadarse verdaderamente.
—Es lo que suelen parecer los consejeros. Miguel Martínez, subinspector de segunda porque no hay de tercera —leyó en el recibo—, Brigada Criminal… Llévatela. Os declaro consortes hasta que la jubilación, la excedencia o la expulsión os separen.
El llamado Miguel Martínez, sonriendo tímidamente, me colocó en la caja. Todavía antes de cerrar la caja pude oír como preguntaba:
—¿Dónde encontraré balas?
—Amigo. Yo te doy una caja, gratis. Para sucesivos suministros dirígete a los ordenanzas. ¿No conoces la escala jerárquica del estraperlo?
4
Mi caja fue abierta nuevamente en lo que yo conocía como galería de tiro. Indudablemente, iba a ser probada, pese a los consejos anteriores. Odiaba aquellos momentos, pero vi a mi joven dueño tan preocupado, tan ansioso de quedar bien, que me prometí olvidar mis resabios.
Seguidamente sacó el cargador, que llenó de balas alojadas en su cartucho y lo volvió a introducir en mi culata. Siguieron las conocidas maniobras de montar y quitar el seguro. Extendió la mano, que noté temblaba ligeramente. Pero se sobrepuso y sentí el cálido abrazo de sus dedos. Sin duda alguna, me sujetaba firmemente. Uno… otro… otro… seis, siete disparos. Nuevamente el calor, el perfume embriagador de la pólvora, la violencia indescriptible que desplazaba mis metales, mi tendencia a escapar.
Cuando terminamos el hombre me colocó extendida en la palma de su mano izquierda y me golpeó ligeramente con la otra mano.
—Me gusta, amiguita —dijo—; vamos a ser buenos amigos.
Lo hemos sido, pudo confesarlo sin excesivo quebranto. Largos años hemos permanecido juntos. Mis servicios han sido una prolongación de sus deseos, no tan novelescos como un lector de literatura policíaca podría suponerse, pero sí lo bastante comprometidos para justificar mi existencia. Mi dueño, en tales ocasiones, ha repetido su cariñosa palmada en mi flanco. Y aunque imposibilitada por naturaleza para devolverle el amistoso gesto, en mi intimidad siento el orgullo que se escapa de la lealtad bien cumplida. Mi corazón de acero también sabe de sentimientos, aunque ustedes, orgullosos de sus prerrogativas humanas, se muestren incrédulos al respecto.
—Salimos de esta —suele decirme al cabo de un sucedido en el curso del cual hubo de sacarme de la funda—, a casita, que llueve.
Y me acomodo en la pistolera, que no sé ya si huele a cuero, a mi grasa o al cálido sudor de mi dueño.
5
Y ya que hablamos de ello, déjenme decir algo de mi amo. Se llama Miguel Martínez y le suelen llamar Michelín, ignoro por qué razón. Quizá alguien pensó que es el diminutivo de Michel francés, o bien otro compañero, o delincuente (me inclino a creer lo último), descubrió que era duro, correoso y resistente como un neumático. ¿Quién desentraña un misterio, por lo demás sin importancia, puesto que mi dueño no parece molestarse demasiado siendo Michelín? Cuando le interesa se hace el loco y cuando le conviene atiende.
Miguel Martínez, ahora, a los cinco años de nuestro primer encuentro, es grande, fuerte, poderoso. Antes, más delgado y nervioso tenía ademanes tímidos y aspecto de encontrase a disgusto en el mundo. No es precisamente un atleta, pero tiene huesos fuertes y buen entrenamiento. Puede defenderse bastante bien en una pelea a cuerpo limpio. Gusta a las mujeres, posiblemente porque está lejos del tipo donjuanesco con sus ademanes tímidos. Ha tenido muchas aventuras, que han comenzado colgando mi funda de una percha o metiéndome en un oscuro cajón. Paciencia. Lo curioso es que cuando me recoge, dice: «Salimos de esta. A casita, que llueve».
Conozco sus virtudes y defectos. De estos, no quiero hablar; de aquellos, por haberme vedado la crítica, no hablo. Lo dice él: «Si no puedo hablar mal de algo, no quiero hacerlo bien. O al contrario». Lo cual me parece una excelente norma de conducta. Solo descubriré lo que es evidente: el descontento. Miguel Martínez está insatisfecho. Le falta algo que no alcanzo a discernir.
Conmigo se porta admirablemente. Me cuida como si fuera una parte de su persona. Rara es la noche que se olvida de sacarme de la sobaquera y me envuelve en un trapo ligeramente aceitado, tras sacarme el cargador, que, digan lo que quieran otras congéneres, es algo sumamente desagradable. Me limpia una vez a la semana y siempre que dispara. Quizá haya influido en ello la aventura que a no tardar relataré, suceso que constituye para él un constante remordimiento. En todo caso, el estar siempre pendiente de mi estado y situación es una obsesión para él.
En la vida del policía no abundan los días gloriosos, por lo menos esa gloria de fanfarrias militares. La tarea de fiscalizar vidas ajenas es sumamente ingrata. El éxito no es agradecido y el fracaso tiene poco perdón. El luchar contra el «humus» de la sociedad tiene poco de agradable y lo raro es que estos hombres permanezcan incontaminados. Es como caminar por una ciénaga, chapoteando en el lodo. Y no es tanto lo que descubren como lo que evitan. Michelín, ya sea hablando con una prostituta, un perista, un pervertido sexual o un asesino, no tiene ínfulas de ser superior. Se adapta, por decirlo así, pero nunca se mancha.
Junto a mi dueño he pasado largos años. Mi residencia habitual es una funda que me cubre casi todo el cuerpo, salvo la culata. Descanso con el cañón hacia abajo, aprisionada por unas ballestas de acero que se abren cuando un tirón lateral, partiendo de mi culata, las obliga. Colgada de unos tirantes, la funda va sujeta al costado izquierdo, dispuesta para el uso de la mano contraria. Es incómoda, sobre todo en verano, cuando la transpiración es inevitable. Lo ideal sería no llevarme, no ser nunca utilizada. Michelín tiene, a este respecto, ideas bien concretas: Dice: «¿Si tenemos la ley, para qué la fuerza? ¿Y si tenemos la fuerza, para qué la ley?». Varias veces le he oído decir que llevar armas es tener predisposición a utilizarlas y que para cazar ratones no hace falta llevar un tanque. Sus superiores no parecen opinar lo mismo y tal es la razón de la funda sobaquera, conmigo dentro.
6
Una mañana temprano, de otoño friolero y pluvioso, Michelín salió de la Brigada a determinada diligencia. No me enteré de cuál, porque estaba amodorrada. Recuerdo que hacía frío y que la funda iba mal sujeta, o las ballestas habían cedido, porque bailaba en mi aposento al compás del paso rápido de mi portador. Al llegar aquí, debo aclarar que yo puedo recibir cualquiera sensación desde no importa qué parte de mi anatomía. Ustedes tienen cabeza, ojos, oídos y extremidades y cada una cumple una misión sensorial. Yo, excepto para mi misión específica (hacer fuego) soy receptora en cada mínima parte de mi finalidad técnica. Soy un instrumento en manos ajenas. No puedo moverme, ni hablar, ni decir lo que siento; pero puedo sentir, captar lo que sucede a mi derredor.
Aquella mañana, colgada en la funda, iba despertando lentamente. Sentía algunas sensaciones: el frío, el olor de las calles, el piso desigual, el ruido. Como los ciegos, soy perfectamente capaz de distinguir una calle de otra, una del Barrio Gótico de otra del Pueblo Español, y la de Escudillers de la de Conde de Asalto, con ser tan parecidas. En aquella ocasión, fuimos en tranvía hacia las Ramblas —entonces bajaban y subían los tranvías por esta célebre calle— bajando al final. Torcimos hacia el mercadillo de las Atarazanas, llegamos hasta las Rondas y desde allí volvimos a desandar. Mi dueño iba acompañado de Andrés Balsera y por todo ello deduje que se trataba de un servicio de rutina, vigilando los mercadillos clandestinos del Barrio Chino, seguramente en busca de un ladronzuelo o una mechera.
Deambulamos así cierto tiempo y de pronto mi dueño, que iba comentando cosas de fútbol, cambió de tono:
—A la derecha, Andrés, junto al camión de plátanos —dijo.
Andrés debió atender a la sugestión, porque comentó por lo bajo a los pocos instantes.
—Uno es el «Carmelo»; al otro no le conozco. ¿Vamos?
—¡Cualquiera vuelve de vacío a la Brigada, con el vinagre que se ha traído el baranda!
Comúnmente, las detenciones que practica la policía tienen poco aparato. Solo los novatos pegan el placazo y se anuncian con todas las de la ley. Michelín y su consorte ocasional, solían acercarse al desgaire, iban empujando al sospechoso hacia un portal y allí le hacían unas preguntas rápidas, que si contestadas satisfactoriamente significaban la libertad, y lo contrario la conveniencia de seguir la conversación en un lugar más adecuado. Si era necesario, se seguía al sospechoso hasta un lugar tranquilo. La gente de la calle es bastante rara. No es nada infrecuente que se ponga al lado de los delincuentes, incluso a sabiendas de su peligrosidad, y que insulte o trate de entorpecer a los policías.
Carmelo me era conocido, lo cual venía a significar que había sido huésped frecuente de la Brigada. Conocía a Michelín y hubiera escapado de haber estado alerta. Como fuere, no se dio cuenta de lo que pasaba hasta que Andrés le puso la mano encima y le dijo:
—Hombre, ¿no te acuerdas que tenemos una cita?
Carmelo, con toda filosofía, se cruzó de brazos:
—La nube… —comentó.
Pero su acompañante reaccionó de distinta manera y lo sé porque me vi rodando por los suelos, en compañía de Michelín. La culpa fue de uno de los puñetazos mejor pegados y mejor recibidos que he visto en mi vida. El que la víctima fuera mi dueño no empece la cosa. Miguel Martínez recibió el golpe en plena barbilla y rebotó hacia atrás como si fuera de goma. Al tropezar con una canasta de tomates cayó al suelo y yo con él. Aunque mareado, se levantó en seguida y tuvo tiempo de gritar a su compañero, que entonces empezaba a reaccionar:
—Déjalo para mí.
Y salió corriendo, detrás del agresor, que iba unas decenas de metros por delante. Lo que no sabía mi jefe, era que a resultas del trompazo yo llevaba medio cuerpo fuera de la funda. Cuando comenzó a galopar, fui deslizándome y acabé de caer cuando tropezó con una vieja, a la vuelta de una esquina.
Golpeó rudamente contra el suelo, y si me lo permiten, añadiré que me desmayé como una colegiala.
7
Un horizonte de piernas me cercaba. Dicho así, resulta una frase poco corriente, lo reconozco. Pero es verdad. Caída sobre el desigual empedrado, los zapatos tenían alturas inconmensurables para mí. Las piernas semejaban enormes columnas elevándose al cielo. Naturalmente, conocía a la especie humana, hombres, chiquillos, mujeres… Allí tenía una nutrida representación. Me rodeaban y pronto comprendí la causa. No sucedía a menudo el que apareciera una pistola en la calle. Mi dueño debía estar todavía corriendo tras su agresor. Y Andrés seguramente estaba trasladando a su maleante hasta la Brigada.
—No se ha roto —comentaba una mujeruca.
—¡Señora! —gritó un golfillo—. Los revólveres no se rompen. Son de hierro, ¿verdad tú? Y si son de hierro, ¿cómo se van a romper?
Uno o dos chiquillos se pusieron en cuclillas para verme mejor. Tenían deseos de tocarme, pero se retenían, cuando menos hasta entonces. Comenzaba a preocuparme la tardanza de mi amo en recogerme.
—Se le cayó a un tipo que iba corriendo —informó otra mujer.
—No era un tipo, era un bofia —aclaró el chico que estaba agachado.
—Era un tipo. Llevaba pantalones. ¿Me vas a decir a mí lo que son los que llevan pantalones?
—Además de buscona eres tonta —fue la piadosa contestación.
—¿A que te doy un mamporro?
—Me extrañaría —replicó el amenazado, poniéndose de puntillas.
Iba clareando el dolor del trompazo y de no haber sido por la posición desairada, hubiera gozado con los comentarios de aquella gente. Era evidente que nadie tenía muchas ganas de levantarme del suelo, señal de que o eran decentes o siendo pringosos no tenían categoría. El círculo se iba espesando y notaba como los recién llegados asomaban sus cabezas encima de los que no querían dejar hueco. Un sujeto, talludo él, con pinta de no haber trabajado en su vida, descubrió el Mediterráneo:
—¡Anda, si es una pistola!
Se ganó una ovación, y procuró hacerse olvidar.
—Me parece que se la caído al Michelín.
—Ya es raro…
—Ha sido de cine. Le han sacudido en los morros, se cayó… y entonces…
Menudearon las explicaciones, pero mi violentísima situación de estrella de una película policíaca no mejoraba. Entre los muchos comentarios, distinguí el de dos vulgares descuideros.
—Si la llevamos a la Jefatura nos valdrá un cuartel.
—No me fío. Además, tengo una reclamación del doce. Llévala tú.
—Ni hablar. Nunca he ido a Jefatura.
—¡Venga, que nos conocemos!
—No he ido. Me han llevado, que no es lo mismo. Mira, lo mejor es desaparecer. Perder la pistola no es cosa de rutina. Volverá…
La ligera esperanza de que me devolvieran para ganarse un perdón, desapareció con los dos tipos. El tiempo pasaba y Michelín no volvió. Una ninfa paseante increpó a los varones.
—¡A ver los tíos! Quitar eso de ahí, que va a hacer daño a un niño.
—Cógelo tú, anda.
—Ni hablar. Si lo toco puedo dejar mis huellas dactilares. Y no he tocado el registro todavía, soy virgen.
La confesión dejó sin palabras a la concurrencia, salvo un silbido prolongado de un golfo. La ninfa, colorada como un pimiento, cosa que no le debía ocurrir desde hacía años, murmuró algo por lo bajo y se fue. Dejé de interesarme por lo que se hablaba. Nunca me había visto en una situación semejante y en cierto modo comprendía a los que me hacían corro. No querían mezclarse en cosas de la policía. No, a menos que alguien con más cultura se acercara, lo cual tarde o temprano tendría que suceder. Paciencia, pues.
Hice oídos sordos a los comentarios hasta que sucedió lo que esperaba. Un nuevo personaje se asomó al círculo. Lo vi en seguida, a una altura considerable. Tenía aspecto de rentista, de profesor distraído. Vestía bien, pero no ofrecía ningún rasgo sobresaliente. Una persona vulgar, en suma.
—¿Qué sucede? ¿Qué miran ustedes?
—Es una fusca.
—Una… ¡Ah, es una pistola! ¿De quién es?
—De un pasma.
—Vamos, chico, habla como todo el mundo. ¿Qué quieres decir?
—Que la perdió un policía.
—¿Por qué?
—Tenía mucha prisa.
—No es una razón. Una pistola no se pierde así como así…
—¿Y qué quiere que le diga? A lo mejor están haciendo cine.
El caballero se inclinó para verme mejor. Yo también me beneficié de la cercanía. El sujeto parecía cansado. Usaba gafas y tenía cabellos blancos en las sienes. Vi como se encogía de hombros y se preparaba para reanudar su camino. Una mujer le agarró la manga de su gabán.
—Oiga, ¿por qué no se la lleva?
—¿Quién… yo…? ¿Para qué me la voy a llevar?
—No la deje aquí. Pueden hacerse daño los chicos.
Francamente, harta de griterío y malos olores, estaba deseando que el caballero atendiera a la petición. Observé como dudaba, como consultaba su reloj, como iniciaba la marcha. Pero unos segundos después, vi que volvía, se agachaba y me tomaba con su mano diestra. El corro se amplió cuando estuve en alto y entonces el hombre de los cabellos grises me depositó en uno de sus bolsillos. Suspiré, aliviada. Ya estaba dado el primer paso. Eso creía yo.
8
No puede darme cuenta exacta del camino que llevaba el hombre, porque estaba acuciada por el mal olor que el bolsillo despedía. No es que el olor fuera malo, exactamente; olía a hospital, a drogas, a desinfectantes. A buen seguro el tipo era médico o practicante. No era de presumir que me diera mal destino. Los médicos no necesitan pistolas. Tienen otras armas.
Mi nuevo poseedor caminaba rápidamente, con un paso extraño, envarado, como si no doblara las rodillas. Imaginé un compás gigantesco atravesando las calles. Al cabo, pude darme cuenta que estábamos atravesando la Vía Layetana. Buena señal.
Pero no tenía intenciones de subir a Jefatura. Tomó la calle de la Princesa. Muy extraño, pero no alarmante. En el Parque hay unos colegios y dos o tres museos. Posiblemente se le hacía tarde y hasta cumplir su tarea no me devolvía. Debía ser un profesor.
Sin embargo, mi buen hombre no entró en ningún edificio. Se limitó a pasear, incansable al parecer, dando vueltas en torno a las avenidas arboladas que dado el frío reinante no podían estar muy concurridas. Al cabo de mucho tiempo, dos horas o tres, torció en dirección a las calles. El ruido del tráfico me envolvió. Renuncio a enumerar las calles que recorrimos. Fueron muchas, como si anduviera haciendo círculos. Al cabo, llamó a un taxi y oí como le ordenaba una dirección en la parte baja de la ciudad, en la Lonja. La intriga continuaba. El hombre, en todo el tiempo que me llevaba consigo, no me había tocado. Es decir, no había introducido la mano en el bolsillo de su gabán. Parecía tener miedo. Sin embargo, era evidente que mi peso, mi existencia, había quebrantado sus costumbres, su manera de ser.
A su tiempo, el taxi se detuvo en un paraje tranquilo, apenas alterado por los gritos de unos niños jugando. Pagó y sentí como sus pasos cruzaban una acera, como introducía una llave en una cerradura. Por el sonido del metal, deduje era la puerta de un jardín. Efectivamente, después de volver a cerrar por el lado opuesto, los pasos sonaban como si fueran apartando una suave gravilla. Cruzábamos un jardín.
Otra puerta y nuevas maniobras para franquearla. Entramos en una habitación, el vestíbulo. Todos mis sentidos estaban alerta. El hombre que me llevaba no había dicho una sola palabra en las horas precedentes. Debía estar cansado, porque se apoyó en una pared. Jadeaba y su corazón latía anormalmente. En el interior de la casa sonaron unos rumores y una voz preguntó, con timbre de alarma.
—¿Quién es…?
Mi portador calló y la voz, de mujer, se fue acercando, repitiendo la pregunta. Al cabo, noté el alivio de la que preguntaba.
—¡Ah, eres tú! ¿Por qué no contestabas?
—Sí. Soy yo —dijo por fin el hombre.
La habitación debía ser grande, porque la voz de la mujer sonaba distante. Ninguno de los dos hacía movimientos para acercarse.
—No te esperaba —dijo ella—. Dijiste que tenías trabajo para todo el día.
—Sí. Pero no me encuentro bien.
—Tienes mala cara. Anda, no te quedes ahí. Habrás cogido frío.
La mujer, en pantuflas, se acercó.
—Dame el abrigo, anda.
—¡No! Digo, no te molestes, mujer…
—Te prepararé algo caliente…
El hombre gruñó algo parecido a un asentimiento y comenzó a andar. Noté un perfume barato. Subimos por una escalera y entramos en una habitación. Una vez allí, el extraño sujeto se detuvo unos instantes. Suspiró y llevó la mano al bolsillo, es decir, hacia mí. Sus dedos me tantearon, y soltaron, volvieron a sobarme y por fin me asieron. Me noté levantada y pronto estuve fuera de mi refugio de unas horas. Me deslumbró momentáneamente la luz. Al recobrarme, el hombre me tenía en la mano, contemplándome absorto. Pude examinarle bien. No parecía nada brillante. Un tipo vulgar, como había calculado. Sus ojos me preocuparon. Latía en ellos algo de una lucha interior, algo que no comprendía. En la frente, despejada, las arrugas de la piel casi parecían de mármol. Cerró los ojos y así estuvo un tiempo que se me antojó muy largo.
No sé cuanto hubiera durado la extraña situación. La decidió el carraspeo de una persona, la mujer, que subía también las escaleras. El hombre, moviéndose rápidamente, abrió el cajón de un secreter y me depositó allí. Después, cerró.
—¿Qué haces?
—Nada.
9
Lo que voy a contar tuvo distintas gradaciones. Pero me es imposible detenerme a examinarlas todas. De igual forma, apenas acierto a calcular el tiempo. Pudieron ser unos días, o unas semanas. Estuve siempre encerrada y aunque agucé mis sentidos para comprender lo que sucedía, no capté ningún indicio. Lo innegable, cierto, era que no pensaba devolverme a mi dueño. ¿Por qué? ¿Qué objeto tenía aquel rapto? ¿Quería cometer un crimen? ¿Por qué, entonces, no lo hacía? ¿Me guardaba para custodiar su casa y sus bienes? Se exponía a un disgusto.
Es mi destino permanecer inmóvil, guardada de una forma u otra. Pero aún así, no podía soportar aquella tensión. Algunas veces, el hombre me buscaba. Estaba siempre a solas. Me levantaba, me sostenía en sus manos y me miraba con aquella tensión mental que ponía arrugas en su frente. Acababa suspirando y me depositaba otra vez en el cajón.
Un día, mejor dicho, una noche, sucedió algo diferente. El hombre abrió mi depósito. Creía que me sucedería la rutina acostumbrada, pero esta vez, tras mirarme, me echó al bolsillo de su batín. Había mejorado el tiempo. No obstante, en la casa se respiraba un ambiente húmedo, extraño. En cierto modo, después del largo encierro, estaba contenta. Algo iba a cambiar; quizá pensara devolverme.
El hombre bajó lentamente las escaleras, cruzó diversas estancias y se detuvo en lo que imaginé sería la planta baja. Pareció vacilar.
—¿Qué haces? —Gruñó una voz femenina—. No te quedes mirándome como si fuera una bruja. Por si no lo recuerdas, te diré que soy tu mujer.
—Lo recuerdo perfectamente, Lola.
Noté que el hombre hundía la mano en el bolsillo de su batín y me acariciaba.
—Siéntate, imbécil —continuaba la voz—. Me marea verte desde tan alto.
—No tengo ganas de sentarme. Me gustaría…, en fin, hablar contigo.
—¡Vaya! Adivino que estás en una de tus periódicas rebeliones, aunque nunca he sabido contra quién o qué te rebelas.
En aquel instante, el hombre me tomó en su mano y me sacó a la luz. Vislumbré una habitación de muebles antiguos, caros, muy limpios. Me dejó encima de una mesa. El golpe llamó la atención a una mujer que leía en un sillón cercano. Se volvió y la pude ver, casi a mi altura. Era una mujer de edad madura, reseca. Vestía de negro y de momento no conseguí fijar ningún detalle más en mi memoria.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Lo encontré —informó el hombre.
—Juan, por favor, sé conciso; te he preguntado qué es.
—Una pistola. ¿Sabes lo que es una pistola?
—No soy idiota. Quítala de ahí, puede hacer daño.
—¿Tienes miedo?
—Si llevas un arma, debes ser tú el que tenga miedo. Dime, ¿es una amenaza?
—Te digo que la encontré en la calle.
—Esas cosas no se encuentran en la calle.
—Sin embargo, yo la encontré.
—Devuélvela a su dueño, a la policía.
Comencé a notar algo raro, misterioso, como un sudor, como un silbido de miedo o advertencia. ¿Qué significaba todo aquello?
El hombre me dejó en la mesa y se acercó a la mujer, sentándose en otro sillón, a su lado. Mi cañón apuntaba hacia ellos.
—Lola —comenzó a decir el hombre— creo que…
—No quiero hablar contigo hasta que guardes esa pistola.
Y la mujer se levantó, o hizo intento de levantarse, que frustró el hombre asiéndola de un brazo y obligándola a permanecer quieta. Ella, incrédula y sorprendida, se frotó el hombro y miró al hombre. Creí notar una chispa de miedo en sus ojos.
—¿Estás borracho, Juan?
—Lola —dijo el hombre—, ¿cuánto tiempo llevamos casados?
—Quince años.
—¿Nada más? Hubiera jurado por el doble. Tengo sesenta años…
—Tienes cuarenta y cinco.
—Que son sesenta por mi cuenta. Me siento viejo y vencido. Lola, ¿por qué quisiste casarte conmigo? Porque tú fuiste quien lo decidió. ¿Qué te hizo fijarte en el mediquillo sin clientela, el investigador sin laboratorio, el hombre apagado y ausente que era yo entonces?
—Si no tienes algo más interesante que decir, me marcho. Tengo trabajo en la cocina.
—Espera, Lola. Necesitamos hablar.
—Lo necesitarás tú. Yo no necesito hablar. Te expresas como si yo te hubiera raptado o esclavizado. Yo te di la seguridad que no tenías, recuerda.
—Lo recuerdo. No has hecho otra cosa en este tiempo que procurar que no lo olvidara. Pero aun así, no lo comprendo.
—No pienso explicarte nada. Me voy…
—¡Quédate!
El tono brusco, autoritario, desacostumbrado sin duda, dejó a la mujer indecisa.
—Hija de una antigua eminencia médica, tenías dinero y posición social. Quince años… Un año, otro, infinitos más. Me casé con la seguridad. Con este caserón, verdadero palacete en el centro de la ciudad, con la cátedra, con un laboratorio.
—Te casaste conmigo y procuré que tuvieras lo necesario para tu carrera.
—Quizá apostaste con tus amigas a que harías de mí un hombre de provecho, un sabio.
—Guarda esa pistola.
—Has hablado de mis rebeliones. ¿Merecen siquiera es nombre? Fueron rabietas de hombre tímido.
—Y borracheras finales que te dejaban una semana postrado. Yo, inventando excusas en la Universidad.
—¿Ni siquiera me has respetado?
—Te equivocas. Te he respetado y a mi modo te quiero.
—Eso es lo que me confunde a veces. Me abrochas el abrigo cuando salgo de casa, me colocas bolsas de agua caliente, vigilas para que tenga dinero para los taxis.
—Guarda esa pistola, Juan.
—Pero ¿me has amado?
—Guarda esa pistola.
—Cuando lees esas novelas de amor, ¿has meditado en nosotros, en nuestra unión? Ya ves, yo no he tenido tiempo para leer novelas. Pero los médicos a veces conocemos historias tremendas. Por ellas sé que existe una fuerza, un viento llamado amor, algo que trastorna. Ayer diseccioné el cuerpo de una jovencita de dieciocho años, que se mató porque el novio la había abandonado.
—Déjame ir y guarda esa pistola.
—Si vieras, Lola, cuánto me duele hacer examen de conciencia y ver que nunca he sentido en mí esa fuerza. Nunca, nunca… Me moriré de viejo y no habré sentido la pasión que todo lo cambia. Y me pregunto, ¿por qué le es dado saberlo a una jovencita, a muchos seres incultos, y me fue negado a mí, persona sensible que hubiera podido medirla en su causa y razón?
—Estás diciendo indecencias.
—A veces, obsesionado, me acerco a ti por las noches, solicitando una gota de esa fuerza. Te sometes como si fuera un deber desagradable y al acabar tengo que enterrar la cabeza en la almohada, para que no me sientas llorar.
—Te sentía.
—¿Y nunca tuviste una palabra para mí?
—Te odiaba, porque yo también había estado cerca de aquello y me dejabas en el umbral.
—Lola, Lola, ¿qué hicimos de nuestras vidas?
—Tú eras el hombre y debieras haberlo sabido.
—Quizá tengas razón…
El hombre meditó, pero en seguida levantó la cabeza.
—Pero no la tienes. No me dejabas ser hombre, porque el hombre no lo es solo en la cama. Me rodeabas, me protegías, me alimentabas. Todo es tuyo, todo lo que nos rodea; tú eliges a nuestros invitados, nuestros viajes, mi guardarropa.
—Nunca pensé que te quejaras de ello. Cumplo con mi deber.
—¿El que aprendiste en «El manual de la esposa perfecta»? ¿Cómo podía decirte yo: «muévete y levanta bien las piernas», si me hubieras contestado que era indecente?
—O no te lo hubiera dicho. Vamos, Juan, dejemos esta ridícula escena. Guarda esa pistola.
El hombre llamado Juan se levantó y se acercó a mí. Me tomó en sus manos. Pude ver que la mujer tenía miedo. El hombre también lo notó. Rio ásperamente.
—¡Vaya! Tienes miedo. Te encuentras en una situación no detallada en tu «Manual». ¿Sabes una cosa? Que parezco otro. No me hago ilusiones; debe ser porque tengo la pistola en la mano. No soy yo, es ella. Y si reflexiono bien, es una pena, un fracaso más.
—Soy tu mujer, Juan.
—Mi mujer, pero no la mujer. Me gustaría saber ahora qué clase de mujer hubiera tenido si mi timidez no me hubiese entregado a tus brazos. ¿Quién podría ser ella?
—Me estás ofendiendo.
—Posiblemente pudiera empezar de nuevo. ¿No lo crees?
—Suelta esa pistola, Juan.
—¿Esta pistola? Apenas unos gramos de metal. Pero es curioso lo que me ha sucedido desde que la tengo. A veces me siento un delincuente, un ladrón; otras, un hombre nuevo y diferente, en trance de tomar una decisión.
—Suelta esa pistola, Juan.
—Vas elevando el tono. Tienes miedo. A morir, claro. Y eso me hace meditar en ello. ¿Qué sucedería si tú murieses? Por lo que a ti respecta, pertenece al arcano de lo impenetrable. En cuanto a mí… Déjame pensar.
—Suelta esa pistola.
—¿No puedes callar? Veamos la cuestión. Si tú murieras, sería libre; tendría tu dinero… ¿Por qué no te mueres? —El hombre río—. ¡Qué pregunta más tonta! Modifiquémosla: ¿por qué no te ayudo a morir? Sería una solución.
—¿Me matarías?
—Has puesto el dedo en la llaga. No podré saberlo hasta hacerlo y entonces sería demasiado tarde para ti. A fin de cuentas, ¿qué es el morir? He visto muchos cadáveres, que yo mismo he despedazado para que jóvenes estúpidos aprendan anatomía. La muerte reduce a los seres humanos a un pedazo de materia…
—¡Suelta esa pistola, Juan…!
—Se necesita toda la ilusión de que uno es capaz para admitir que el sucio cuerpo humano es algo más que un montón de materia. Mucha ilusión, mucha. Eso, supongo, es el amor. La fe del carbonero contrapuesta al conocimiento. Olvidar que bajo una piel sedosa puede haber un carcinoma; olvidar lo que es el epigastrio y el hipogastrio y ver el vientre fecundo para el placer.
—Juan, me marcho y no me podrás detener…
—¿Por qué quieres irte, Lola?
—Tengo miedo.
—Ya has confesado. ¿De qué tienes miedo? Una pistola, por sí misma, no es nada. Necesita que alguien la empuñe, la levante, apunte… que oprima el…
—¡Suelta esa…!
¡¡PAGGRRR…!!!
10
El volcán de fuego que brotó de mis entrañas me dejó ciega por unos instantes. Sentí, más que ver, que el hombre, no acostumbrado a disparar, me dejó caer en cuanto mi retroceso sacudió su mano. O quizá fue el remordimiento. No lo sé exactamente. Me encontré en el suelo y no puedo decir los segundos exactos que transcurrieron. Sentía el calor de la deflagración de la pólvora y el asombro de aquella absurda situación, combinados ambos para quitarme la facultad de pensar. ¡Había sido yo! El hombre apretó el gatillo en apenas una fracción de segundo. Hasta entonces, nunca creía que aquella extraña escena acabara en la muerte.
Porque era la muerte lo que estaba viendo al recobrarme. La mujer, en el suelo, era lo que su marido dijera unos momentos antes: un montón de materia. La bala había penetrado junto al ojo derecho.
Arrojada en el suelo, de cualquier manera, conservaba aún en su rostro una mezcla de sorpresa y terror. Yo, instrumento de la Ley, había sido la causa de su muerte.
Busqué al asesino. Le estaba odiando con todas mis fuerzas. La muerte siempre me repelía. Mi amo nunca me utilizaba a no ser en casos extremos y de ello me daba cuenta cuando me sacaba de la funda. He matado a hombres. Recuerdo una alucinante pelea en un viejo caserón de las Ramblas; allí maté a un hombre apenas a cinco pasos de distancia. Pero aquel hombre tenía otra pistola en la mano y había disparado antes. Recuerdo muchas cosas y sé del miedo que inspiro. Mi amo era valiente y siempre tenía una justificación en sus actos. Yo lo sabía.
Aquello había sido un cobarde asesinato. El hombre tuvo tiempo para premeditar toda la escena, hasta para preparar su extraño discurso. Lo fue incubando en aquellas horas pasadas. De no haberme encontrado quizá se hubiera conformado con su rutina. Fui yo, mi posesión lo que le dio la ocasión, la fuerza. Tomó de mí el valor que le faltaba. Y vinieron a mi memoria los ojos asustados de la mujer, su frase inacabada.
El asesino estaba de espaldas, apoyada la frente en las vidrieras que daban al jardín o patio interior. Permaneció así mucho tiempo, tanto que pensé si se habría olvidado de lo sucedido. Al cabo, se volvió y pude ver su rostro. Estaba pálido como una hoja de papel y evitaba mirar hacia la mujer caída. Sé acercó a mí, me levantó del suelo y me depositó encima del mueble. Poco a poco, viendo que el disparo no había suscitado reacción exterior, o quizá admitiendo lo irremediable, el hombre fue tomando color. Paseó por la habitación, con las manos a la espalda. Lejano, sonaba un aparato de radio transmitiendo música ligera.
Al cabo, el hombre pareció recobrar algo parecido a la serenidad. Le observé. Miró el cadáver de la mujer y se pasó las manos por la cara. Me pareció escuchar algo semejante a un sollozo. En cierto modo, el odio que me había inspirado primero se estaba convirtiendo en lástima. Un suceso trascendental estaba cambiando su vida. Había dejado de ser —cuando menos íntimamente— don Juan, médico o investigador, para convertirse en un ser atormentado. Vi como se dirigía a un mueble y sacaba una botella de coñac. Bebió a gollete, apresuradamente, atragantándose. Estaba buscando algo de valor.
Muchas veces había oído decir a mi dueño y sus compañeros que matar a una persona es fácil. Tan fácil, que en realidad el hombre debe abstenerse de toda defensa. No hay defensa para el asesinato, salvo los principios morales o el temor a la ley. Y la ley, imperfecta, si no impedir el homicidio, podía castigar al homicida. La ley tomaba, a su manera, la defensa del hombre indefendible. No se podía permitir un mundo de hombres armados, recelosos, temiendo siempre la muerte. Para que los hombres no llevaran armas, o se tomaran la justicia por su mano, la ley lo hacía en su nombre. Prevenía, o en su caso castigaba.
Prevenir era inculcar en la mente de todos que rara vez el crimen queda impune. Matar es fácil, pero no sustraerse a las consecuencias. Hasta un niño puede manejar una pistola; pero hacer desaparecer el cadáver, o desviar las sospechas, es sumamente difícil. Un cuerpo humano son sesenta o setenta kilos de materia prácticamente indestructible, cuando menos en corto espacio de tiempo. Cortar un cuerpo a pedazos, quemarlo con ácido sulfúrico, enterrarlo, no estaba al alcance de cualquiera. El noventa por ciento de los crímenes se descubren por la imposibilidad de hacer desaparecer el cuerpo del delito.
En cierto modo, sabía que el hombrecillo llamado Juan había obedecido a una locura, a una rebeldía extraña; empero, ¿sabría dar el segundo paso del crimen? ¿Tomaría el teléfono para avisar a la policía? ¿Se entregaría a la justicia?
No habría de saberlo, cuando menos entonces. El hombre, tambaleándose, se acercó al cadáver. Entonces, tropezó conmigo. Durante unos instantes me miró, lleno de estupor, como si me viera por primera vez. Se inclinó instintivamente para recogerme. Entonces fue cuando comenzó a comprender. Me miró, casi con odio. En alguna parte, un reloj de pared dio nueve campanadas. Se agachó para recogerlo. Yo estaba montada, con una nueva bala en la recámara. No me inutilizó. O no sabía o no podía hacerlo. Se acercó a la mesa y me depositó encima.
Vi cómo rebuscaba entre los papeles de un buró. Cuando regresó, tenía en la mano una hoja de papel blanco. Me volvió a recoger y con gestos torpes me envolvió en la para mí sábana blanca.
Quedé envuelta en una oscuridad blanquecina. Veía algo de luz. Y a poco, ni eso. Por el sonido, deduje que abría la puerta del jardín y que salía fuera. Olía a mojado y los ruidos llegaban muy amortiguados. Su mano temblaba.
Me dejó en el suelo y entonces comprendí. ¡Un agujero! ¡Me iba a enterrar! ¡Dios mío! Yo no soy como ustedes; no respiro, no siento, pero ser enterrada significaría quizá estar muchos años sin volver a la vida. Quizá pasarían quince, veinte, una generación, hasta que unos chiquillos jugando o unos obreros abriendo zanjas me encontraran.
Cuando un manotazo me arrojó al hoyo, comprendí que el asesino iba a llevar su acto a las últimas consecuencias: ocultarlo. Entonces, solo tenía una esperanza: que el brazo de la ley descubriera la verdad. ¡Tenía que hacerlo! No sabía cómo, pero sucedería.
Y la tierra comenzó a caer sobre mí. Las tinieblas me envolvieron…
(SE ABRE UN PARENTESIS)
El inspector jefe observó a su subordinado, el inspector de tercera Miguel Martínez, más conocido por Michelín.
—¡Has perdido la pistola…! ¡Vaya! Expediente al canto.
—Lo siento por ella.
—¿Que lo sientes por…? Michelín, mejor será que te expliques; pero procura hacerlo como si hablaras a una persona normal.
—Se aflojó a consecuencia del trompazo.
—¿Qué trompazo?
—El que me dieron.
—Ya voy comprendiendo. Te pegaron. ¿Dónde?
—Donde se pegan los puñetazos.
—Te pregunto el lugar, la calle.
—Calle de Las Tapias. Debió caer entonces, supongo, porque yo salí corriendo detrás del fulano y no me di cuenta. Tenía prisa.
—¿Para qué?
—Para devolver el golpe. Pero ¿me dejas que explique el asunto?
Por toda respuesta el inspector jefe elevó los ojos al cielo en piadoso ademán, al que era muy aficionado.
—Sí, tenía prisa y allí quedó, la pobre, en el arroyo, indefensa, expuesta a la brutalidad y a la…
—¡Dios mío —musitó el jefe— y todo por cuatro mil pesetas al mes!
Martínez, más preocupado de lo que aparentaba, terminó el informe.
—Total, para nada, porque el amigo tenía las piernas como los puños y se me perdió de vista. Cuando volví a la calle, ya no estaba. Pregunté, pero si conoces esos barrios…
—Los conozco.
—Pues ya sabes que la gente no coopera con la bofia. Al parecer, estuvo bastante tiempo sobre los adoquines.
—¿Quién?
—La pistola. Todos la vieron. Y todos vieron que un tipo se la llevó. Lo malo es que me han dado muchas versiones. Una mujer aseguró que el tipo le olía a fraile disfrazado; otra, que nada de frailes, sino un anarquista. Me dijeron que tenía mucho pelo, me dijeron que era calvo; unos que alto, otros que bajito. Lo más cuerdo, lo dijo un golfillo, en caló puro: que la recogió un gachó con jeró de primavera, bastante purí y bien fardao, ¡ah!, y que llevaba claraboyas.
El jefe se encogió de hombros. No era corriente que un policía perdiera la pistola, pero tampoco imposible. La burocracia se encargaría de ello. Podía ocurrir que el tipo la devolviera. Por lo general, las pistolas tienen escaso valor práctico en la sociedad. Además, se podían comprar en las armerías. El disgusto, en todo caso, era para el funcionario. Podía, si acaso, retrasar el parte un par de días, por si la cosa se solucionaba por las buenas.
El tiempo plomizo, gris, de los días anteriores, había dejado paso a una mañana agradable y soleada, primaveral. En la Brigada de Investigación Criminal, la inspección de Guardia recibía los partes de sucesos. Rutina casi todo. Las comisarías eran las principales abastecedoras: coches robados, accidentes, alguna riña. Los crímenes, aunque la gente piense lo contrario, suelen ser raros. Son la excepción, aunque a veces vengan rachas.
Martínez, jugando al ajedrez con un compañero, vio vagamente que el jefe de grupo era llamado por el comisario, jefe de la Brigada. Una hora al medio día, y otra por la noche era el tiempo usual de estancia en los locales de la Brigada. Durante ese tiempo se recibían órdenes y papeles. Muchos informes. Era estúpida, a juicio de Martínez, la cantidad de informes que debía hacer la policía. Informes para ser carteros, para ingresar en la marinería, para abrir una taberna. Daba grima pensar en el tiempo que perdían hombres de reconocida capacidad haciendo informes. Naturalmente, también caían las requisitorias judiciales y los asuntos de variada índole, que a veces se resolvían de pura rutina, pero que otras exigían muchos días de continuado esfuerzo.
La Brigada se convertía en un cosmos a pequeña escala. Allí entraban papeles sobre todas las actividades humanas; allí acudían con sus cuitas personas de todas las categorías. Denunciantes, testigos, detenidos, pululaban por salas y pasillos, el que no exigiendo rogando, el que no rogando exigiendo. Todo, según Martínez dentro de una espantosa rutina.
El jefe del Grupo volvió, naturalmente, con papeles en la mano. Martínez y su contrincante aplazaron su partida y siguieron al superior hasta su mesa.
—Trabajo —anunció el jefe.
—Yo —musitó Michelín—, digo lo que Mussolini: al trabajo por la alegría.
—No es cierto —contrarió el compañero—. Fue Churchill y dijo: a la alegría por el trabajo.
—Discrepo —dijo el jefe— fue Stalin el que dijo: el trabajo me da alergia. Y ahora, aclarada tan importante cuestión, ¿queréis atender? Una mujer muerta.
—¿Cómo?
—De un balazo en la frente.
—¿Cuándo?
—Su marido, un tal Juan Moroni, la encontró hace apenas media hora en su propia casa.
—¿Dónde?
—Calle de la Cera. Un caserón del siglo dieciocho. No tengo muchos datos. Los que comunica la Comisaría del Distrito. La mujer lleva varias horas muerta.
—¿Cómo tardó tanto el marido en encontrar el cadáver?
—Se trata, al parecer, de una eminencia médica. Trabajó toda la noche y parte de la mañana en su laboratorio. Cuando emergió a la normalidad, encontró el cadáver. Se supone que ha sido un merodeador nocturno. Faltan joyas por valor de treinta mil duros.
—¿Cómo era la mujer?
—¿Eh…?
—Guapa… fea… joven… madura…
—No lo sé, ni tiene importancia.
—Quizá sí —comentó Miguel— quizá sí.
—Eres un pervertido sexual. Marchaos ya y no compliquéis las cosas.
Las visitas de la Policía suelen ir acompañadas de cierta conmoción. Pero los policías, siendo causa de dicha conmoción, llevándola consigo, no se dan cuenta. Para ellos fue normal encontrar un grupo de curiosos en la puerta, un cadáver en una sala de recibir, un hombre atribulado ordenándose maquinalmente el escaso cabello, al Juez de Instrucción y su acólito, a los compañeros del Gabinete de Identificación soplando polvillos blancos por todos los rincones.
Durante la media hora siguiente, Martínez y su acompañante se limitaron a seguir los pasos y las actitudes del Juez. Todo giró en torno al cadáver: era una mujer de unos cuarenta y cinco años, regordeta. Ofrecía un triste espectáculo en la semidesnudez de un salto de cama color rosa. La bala le había penetrado justo por el entrecejo y no llegó a practicar orificio de salida. La palidez de la muerte convertía en chanfarriones los colores y pomadas del maquillaje habitual. Mantenía una expresión de asombro. Michelín la catalogó en seguida como mujer rica, mujer bibelot, de las que comían bombones, tenían un perro lulú y vivían apaciblemente, sin vicios y sin virtudes, ni amadas ni odiadas. La casona, por otra parte, antigua rodeada de un jardín ofrecía un buen refugio; era casi un islote en el mar de cemento.
—¿Por qué la mataron? —dijo Miguel, casi para sí.
El juez, sorprendido, repuso:
—Para robar, ¿qué ha creído usted?
—Tiene aspecto de dejarse amedrentar. Los ladrones no suelen ser asesinos.
—Con una excepción que exista es suficiente —dijo el Juez.
—Y no crea usted que se dejaba asustar —terció el hombrecillo nervioso—. Bajo ese aspecto escondía un carácter de hierro.
—¿Ah, sí…? Usted es el doctor Moroni, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cuándo encontró el cadáver…?
—Un momento —dijo el Juez—. Cuando yo estoy presente la policía no hace preguntas.
—Muy bien, señor.
El resto fue rutina. Fueron fotografiadas las huellas dactilares puestas en relieve por los polvos, el cadáver, los muebles volcados o forzados. Fueron levantados planos de la planta y el jardín. El forense certificó la muerte y se levantó el cadáver, a espera de la autopsia legal. Todo muy concienzudo, muy pesado. Era como un rastrillo pasando por un campo. Mucho material que los expertos examinarían despacio. Trabajo de días, quizá semanas.
Todavía, antes de salir, Martínez pudo citar al atribulado esposo para que acudiera a la Brigada horas más tarde. Tendrían, entonces, algunos informes y análisis.
Cerraba casi el día cuando a la estrecha habitación que albergaba el Grupo IV, a grupo de Barrios, llegaran los visitantes. Visitantes, porque eran tres: el hombrecillo nervioso y otro, bien trajeado de aspecto seguro y fuerte. Y uno más joven y de aire intelectual.
—Me traje al señor Batlle, mi abogado —dijo el doctor Moroni tras los saludos de rigor—. No se extrañen. Siempre oí decir que para hablar con la policía todas las precauciones son pocas.
—Justamente lo mismo oí decir sobre los abogados —dijo Barrios.
—Y me traje a mi ayudante, señor Garcés, por si puede ser de alguna ayuda. Mi memoria nunca ha sido buena y temo que ahora sea pésima Prácticamente no tengo ningún secreto legal con el señor Batlle, ni ninguno profesional con Garcés.
—Bien; siéntense donde puedan.
Moroni y el abogado ocuparon sendas sillas. Garcés prefirió quedarse en pie, observando con aires de curiosidad las fotografías colgadas de las paredes: estadísticas, ampliaciones de huellas dactilares, requisitorias y varias efigies de maleantes y prostitutas.
—¿Qué clase de diligencias desea iniciar? —preguntó el abogado.
—Las corrientes, a menos que el Juez ordene otra cosa. Por lo pronto, deseo la denuncia del señor Moroni y que conteste a algunas preguntas que puedan ayudarnos en gestiones posteriores.
—No estoy muy seguro de poder contestar coherentemente.
—No se preocupe de eso. Sabemos también preguntar incoherentemente. Usted es pieza fundamental. Esposo de la víctima, encontró el cadáver, conocía las costumbres de la muerta, etcétera. En algún rincón de su memoria tiene que haber algún indicio que nosotros sabremos aprovechar.
—Les ayudaré en lo que pueda.
—Primeramente, un relato de los hechos.
—El juez ya los conoce —interrumpió Batlle.
—Pero yo no. Quiero, además, algo personal, como si reviviera las horas pasadas.
Moroni asintió y con los ojos cerrados comenzó a recitar.
—Yo, y seguramente lo saben a estas horas, soy el director del Centro Técnico Auxiliar de Investigaciones Médicas, C.E.T.A.I.M. Es un laboratorio semioficial en el que, aparte de mi propia labor investigadora, realizamos análisis, comprobaciones y garantías de productos médicos, como labor previa a la garantía oficial. Por ejemplo, comprobar si al cabo de los años un compuesto se ha vuelto inocuo o peligroso. También soy catedrático de Biología en esta Universidad. Tengo un Laboratorio en la calle Llull, detrás del Parque y algunas instalaciones en mi misma casa. Por lo general, trabajo en el Laboratorio y a casa me llevo algunos precipitados o tejidos de poca monta.
Hizo una pausa, como si necesitara tragar saliva.
—Ayer, como casi todos los días, salí por la mañana y me enfrasqué en el trabajo. Llegó la noche y de puro excitado no tenía ganas de dormir, con que continuamos el trabajo. Mi ayudante estuvo conmigo. Trabajamos toda la noche. Esta mañana, sobre las ocho y cuarto, desfallecí un poco y Garcés me obligó casi a volver a casa.
Sabía que mi mujer nunca se levantaba antes de las diez, de modo que hice tiempo y al fin regresé.
—Yo mismo lo puse literalmente en la puerta. Lo que siento es no haberle acompañado. Pero estaba también cansado y me fui a mi casa —puntualizó el ayudante.
—¿En qué trabajaban? —quiso saber Michelín.
—Un compuesto de neomicina. Bañábamos a unas cuantas espiroquetas para comprobar su resistencia.
—Continúe usted, doctor.
El doctor Moroni ofrecía un aspecto impenetrable, pensó Miguel Martínez. Parecía feble, cansado, pero nunca levantaba los ojos, o sostenía una mirada y se hacía casi imposible penetrar en su estado de ánimo. Observó que le vibraba la piel junto a los lóbulos. Era un hombre inerte, bajo un foco de luz. A veces era necesario saber captar dichos detalles. Un hombre puede callar, negarse a hablar; pero no puede evitar escuchar, ser receptáculo de acusaciones, lisonjas o amenazas. Por mucho que sea su dominio, una crispación, un tic nervioso, detalla o acusa su permanencia bajo el foco de la atención general. Martínez sabía que no había nacido todavía la persona absolutamente impasible. Nadie, salvo los muertos, está completamente inmóvil.
—Debo aclarar que nada más llegar a casa, el doctor me llamó para decirme lo que había sucedido. Yo mismo llamé a la Comisaría.
—Un momento —dijo Barrios—. Usted, señor Moroni, ¿llamó en primer lugar a su ayudante?
—Sí. Es más, solo le llamé a él.
—¿Por qué?
—No lo sé. Fue una reacción instintiva. Seguramente porque fue la última persona que estuvo conmigo. Además, estoy acostumbrado a que me solucione las pequeñas pegas.
—Un asesinato no es una pequeña pega.
—Esa insinuación es impropia ante la personalidad de mi cliente —dijo el abogado.
—Déjeme que saque mis propias conclusiones —atajó el Jefe del Grupo—. Y otra cosa. ¿Acostumbra usted a pasar las noches fuera de casa?
—No muy frecuentemente, pero sí algunas.
—¿Se intranquiliza su esposa?
—Suelo avisar previamente. No le gusta, si a eso se refiere.
—¿Y no avisó usted ayer?
—Lo hice yo —contestó Garcés—, a media noche.
—¿Y qué dijo ella?
—Nada. Nadie se puso al aparato.
—¿Le parece normal?
—Supuse que estaría ya acostada. Después, nos olvidamos…
El inspector jefe se encogió de hombros.
—Bien, continúe.
—Cuando llegué a la puerta de mi casa, la principal, pues tenemos otra por el patio, llamé sin obtener contestación. No llevaba las llaves, nunca las llevo por que las olvido en todas partes. Tras insistir unos minutos, di la vuelta por un pasadizo, donde está la puerta trasera, que utilizamos algunas veces, y que nunca es seguro si está abierta o cerrada. Como evita un rodeo a la manzana, yo mismo la utilizo a veces; mi mujer, nunca. Estaba abierta y entré en el jardín. Esta parte de la casa tiene una rotonda encristalada, con grandes ventanas. Desde las mismas ventanas vi el cadáver de mi esposa, o si lo quiere así, su cuerpo, parcialmente oculto tras un mueble. Asustado, busqué la entrada, que estaba viable.
—¿Viable?
—Quiero decir que la puerta estaba abierta. Entré y en la sala, en la misma situación que ustedes vieron, estaba mi mujer, con un agujero en la frente, sobre un charco de sangre. Quedé mortalmente asustado. Toqué el cuerpo y lo encontré frío, como si llevara varias horas muerta. No acerté a entrar en situación. Me senté en una silla y traté de despejarme. Me sentía estúpido. Nosotros, los hombres de ciencia, no estamos preparados para estas contingencias. No sé cuánto tiempo estuve allí, sentado, sin saber qué hacer.
—Yo tardé tres cuartos de hora en llegar a casa y usted me llamó nada más entrar —dijo Garcés.
—Sí, eso. Le llamé a usted y quedé más tranquilo. Me senté nuevamente a esperar y así permanecí hasta que él llegó.
—Tardé diez minutos, porque afortunadamente encontré un taxi. El doctor ni siquiera respondió a mi llamada a la puerta, con lo que entré seguidamente. Estaba sentado, frente a la muerta, pálido y visiblemente agotado. Me hice cargo de la situación, posiblemente por llegar avisado, y examiné en primer lugar el cadáver. Una herida en la frente, sin orificio de salida, era la posible causa del óbito. Poca sangre. Rigor mortis bastante avanzado. Calculé siete u ocho horas desde la muerte. Di un poco de coñac al doctor, tomé otro trago y llamé a la Comisaría. Eso fue todo.
—¿Todo? ¿Quién se dio cuenta de que faltaban las joyas?
—Yo —dijo Moroni—. Subí al dormitorio para buscar una manta o algo con que tapar el cuerpo y vi descerrajada la puerta del secreter. Allí tenía mi mujer sus alhajas. Se lo dije a él.
El inspector jefe abrió el cajón de su mesa y sin decir nada sacó un abultado sobre. Contenía varios papeles, unos cristales con sangre y una bala de pistola, además de varias fotografías y planos toscamente trazados. Levantó un papel y leyó.
—Herida traumática contuso penetrante en la región frontal, producida por agente metálico, cónico, sin deformar (arma de fuego), con intensos destrozos de la masa encefálica, mortal de necesidad. La bala alojada junto a la caja craneana posterior —región occipital— sin orificio de salida, aunque produciendo fisura. Horas de la muerte, menos de diez y más de tres.
—Este es el proyectil. No tengo todavía los resultados de nuestro laboratorio, pero debió ser disparada de uno a dos metros, puesto que el cadáver no presenta el clásico tatuaje de la pólvora.
Los presentes miraron, como fascinados, el pequeño objeto. Había sido la causa de una muerte. Solamente Miguel Martínez, interesado, sopesó el proyectil en la palma de su mano.
—Un nueve corto —dijo.
—Sigamos con la declaración, para que puedan ir a descansar. ¿No recuerda usted, doctor, algún detalle más? ¿Algo discordante?
—No, no recuerdo nada. Estoy abrumado y no veo ninguna salida. ¿Por qué la mataron? Podían haberla golpeado, ¿no?
—Quizá conocía al asaltante. ¿No tiene servicio?
—No. Mi mujer es bastante rara a ese respecto. Se hace ayudar por una mujer en las faenas pesadas, pero no quiere servidumbre estable.
—¿Quién es esa mujer?
—Se llama Josefa, pero no sé nada más.
—Ya la encontraremos. Otra cosa. Detálleme las alhajas.
—Yo tengo la lista —dijo el abogado— preparé la póliza del Seguro. Aquí está. Su valoración es baja, porque son joyas compradas hace años, incluso heredadas.
—Bien. Déjeme usted esa relación. Puede ser de mucha ayuda. Controlaremos los peristas. Por cierto, hablando herencias, ¿quién hereda en este caso?
—Bueno —carraspeó el abogado—, aquí llegamos a la parte delicada, por eso he venido. Prácticamente, el dinero de la casa, la casa misma y cierta cantidad, toda en acciones, pertenecía a la muerta. El doctor Moroni, como es notorio, vivía en las nubes en cuestiones monetarias. Dado que su pasión era la investigación, sus haberes como catedrático y director del Centro no son muy elevados. Podían vivir de ello, y de hecho vivían, porque la muerta era… ¡ejem!, bastante ahorrativa. Pero el grueso de la fortuna pertenecía a ella. Salvo algunas pequeñas mandas, el doctor Moroni es el heredero. Eso le convertiría en sospechoso a no tener una coartada tan abrumadora.
—Sí, claro —murmuró el Inspector Jefe—. ¿Cuándo se casaron?
—Hace más de quince años —contestó el doctor Moroni—. En realidad, ella se casó conmigo. Era hija de un médico muy famoso, del cual yo era auxiliar. Se fijó en mí y yo… me dejé llevar.
—¿Se arrepintió alguna vez?
El doctor se encogió de hombros.
—Nunca me lo he preguntado. Vivía bien y tranquilo. Ella me quería hacer famoso, pero acabó admitiendo que me dedicara a la labor oscura del laboratorio. En realidad, ahora me doy cuenta de que no sé casi andar por la vida y que…
Se detuvo, como si temiera que el dolor le hiciera desvariar. Algo sorprendidos, los presentes respetaron su silencio. Miguel Martínez escribió algo en un papel, que pasó a su jefe. Barrios lo leyó sin cambiar de aspecto: «Está mintiendo. Dale largas».
—Creo que esto es todo, por ahora —dijo Barrios—. Prepararemos la comparecencia en Secretaría. Pueden esperar o se la llevamos a casa para que la firme. Molestaremos lo menos posible. Y ni que decir tiene: haremos todo lo posible para encontrar el criminal.
—Desearía retirarme a descansar un poco.
—Puede hacerlo.
Cuando los visitantes abandonaron la Brigada, Barrios interpeló a su subordinado.
—¿Qué mosca te ha picado?
—No me gusta esa coartada tan férrea. Olfateo algo más. Quiero registrar la casa. La presencia del Juez me privó prácticamente de fisgar por allí.
—Donde hay patrón no manda marinero. Si el Juez quiere una ampliación de diligencias, ya lo ordenará.
—Me temo que encuentre el caso demasiado claro y no lo haga. No sería mala cosa que consiguieras su respaldo.
—El doctor Moroni es un personaje respetable.
—Pero un crimen es una cosa muy seria. Necesito volver a la casa y actuar sin cortapisas. Dame las diligencias y tengo la excusa de la firma. Hay mucho trabajo por delante. Necesito saber cuáles eran las relaciones del doctor con su mujer, quién es la asistenta, que el Gabinete nos diga si encontró huellas…
—Pero, bueno, ¿quién manda aquí? ¿Tú o yo?
—Tú, desde luego.
Martínez, en solitario, llevando en un sobre las diligencias, encontró cierta hostilidad en el clima de la casa, cuando, apartando a los curiosos, penetró en ella. El abogado estaba sentado ante una caja de habanos y una botella de coñac; el doctor Moroni descansaba en un diván y el joven Garcés deambulaba sin objeto fijo. Martínez depositó las diligencias ante el abogado, que las leyó atentamente. Mientras, el policía fisgó por la sala. Unas señales de tiza señalaban la situación del cuerpo horas antes; los muebles conservaban todavía los reveladores pulvurolentos de los técnicos lofoscóspicos.
—Conformes —dijo el abogado.
Como si despertara entonces, el doctor Moroni se incorporó. El abogado le tendió los papeles.
—Podían ahorrarme visitas desagradables —dijo Moroni.
—Las visitas de la policía son siempre desagradables. Cuesta trabajo admitir que una persona pueda tener derechos sobre nosotros.
—Déjese de filosofías, hombre. ¿Es que pasa algo?
—Nada. Me gustaría echar un vistazo a la casa.
—¿Con qué objeto?
—Ni yo mismo lo sé. Olfatear por si los técnicos olvidaron algo. Si la muerta bajó a altas horas de la noche a abrir la puerta, resulta extraño que no desconfiara.
—Mi cliente ha demostrado donde estuvo toda la noche.
—Su cliente tiene que ser el primer interesado en que se encuentre el asesino de su esposa, ¿no?
—Naturalmente. Pero eso no quita que sea vejatorio…
—Deja, Carlos, tiene razón. Me sería fácil ayudarle si me dice lo que quiere exactamente…
—No lo sé. Mirar, solamente. Es como ir a cazar. ¿Sabe el cazador lo que va a encontrar? Pues las investigaciones policíacas son igual. Buscamos una liebre, que puede estar escondida aquí o no estar. Es un presentimiento, un…
—Oh, Dios, líbranos de los policías pedantes —gruñó el abogado—. Pase usted y haga lo que quiera.
La casona era grande, de habitaciones amplias. Únicamente una parte de ella era utilizada, aunque todo estaba limpio, salvo lo ensuciado por los polvos reveladores. El dormitorio estaba revuelto, con las ropas de la cama en desorden. Un pequeño mueble, en un rincón, tenía los cajones abiertos.
—Ahí se guardaban las joyas.
Martínez asintió y poniéndose en cuclillas examinó el secreter. Al cabo de unos minutos se levantó sin hacer comentarios. Le acompañaban el abogado y Garcés. Cuando necesitaba una aclaración, la pedía brevemente y secamente le era concedida.
Al lado izquierdo del edificio, torciendo en ángulo recto sobre el jardín, existía un cuerpo en cierto modo separado del edificio principal, si bien con una comunicación interior.
—Es el laboratorio particular del doctor —informó Garcés.
—Entremos.
—El doctor debe tener la llave.
Martínez, impaciente, hizo fuerza con la mano y la puerta se abrió. Penetraron en la estancia, grande y bien iluminada. El doctor Moroni estaba allí, junto a una ventana observando el jardín.
—Supuse que acabarían aquí y les estaba esperando —informó—. Es un modesto lugar de trabajo.
—¿Modesto? —exultó el ayudante—. ¡Daría una oreja por tener uno igual!
—¿Y qué haría yo con su oreja? —murmuró el doctor, sorprendiendo a Martínez con tal rasgo de humor.
Martínez no entendía mucho de laboratorios. Vitrinas, piletas de cemento conteniendo líquidos o restos, muchas cristalerías, probetas y alambiques. Dos mesas alargadas y una niquelada, de consultorio médico. A un lado, una puerta cerrada. La señaló.
—Un pequeño refugio. No sé dónde está la llave.
—La buscaremos.
—¡Oh, qué cabeza la mía! La tengo en el bolsillo.
El refugio era, efectivamente, un refugio. Una pequeña salita con un cómodo diván, una biblioteca, estanterías y una mesa de trabajo. Estaba bien tapizada y parecía confortable.
—Me instalo aquí cuando quiero tener dos horas tranquilas. Vea usted, leo novelas policíacas.
Sin decir nada, Martínez volvió al laboratorio. Moroni, detrás, explicaba: «Lo instalé antes que el Cetaim y luego no quise deshacerlo, aunque casi no lo utilizo. Quince años de mi vida representan estas jaulas, estas vitrinas, estos instrumentos. No sé si los odio o los quiero. Me pregunto si han compensado los jirones de mi existencia que me dejé en ellos».
—Doctor —murmuró, escandalizado, Garcés.
—Olvidaba que usted todavía tiene el entusiasmo de la juventud.
Miguel, interesado, preguntó:
—¿Cree desproporcionada su lucha?
—No es eso, exactamente. Pienso que he utilizado mucho el cerebro y poco el corazón. No he sido ni feliz ni desgraciado. Simplemente, me parece no haber vivido.
—Consagrarse a la ciencia es una bella forma de vivir.
—Un lugar común, y usted perdone, Garcés. Creamos esas abstracciones para vivir en ellas.
—Pero tienen un sentido. Muchos hombres lo admiten.
—La vanidad, una gran dosis de responsabilidad. Y la fuerza centrípeta de los pesos muertos que la inercia manda al centro cuando nuestra primera vocación nos hace soñar. Luego, descubrimos que cuanto más aumenta el radio de nuestros conocimientos, mayor es la circunferencia de nuestras ignorancias.
—¿Y no hay solución?
—Claro. Entregarse de cuerpo y alma, o romper con todo.
—Cuando un dique se rompe, el caudal contenido lo arrasa todo.
El doctor Moroni se encogió de hombros.
—Es posible. No entiendo de diques.
El policía le imitó.
—Yo, tampoco; pero sí sé una cosa…
Quedó cortado, como si no estuviera seguro de cómo seguir.
—¿Qué cosa?
—Se lo diré otro día.
Martínez, a grandes zancadas, recorrió el laboratorio. Ante una puerta se detuvo.
—¿Qué hay aquí?
—Yo lo llamo una cámara neutra —dijo Garcés—; puede ser un horno o una cámara frigorífica.
—Ya…
—Mediante instalaciones adecuadas se puede conseguir cualquier atmósfera, cualquier grado de humedad o sequedad. Ciertos cultivos necesitan temperaturas altas, otros por bajo de cero grados.
—Abra, por favor.
—Está abierta.
Martínez empujó la puerta. La cámara estaba completamente a oscuras. Carecía de ventanas y en aquellos momentos estaba caliente, como si hubiera sido activada o recalentada. No obstante, debía tener buena ventilación. Ni siquiera los clásicos olores de los laboratorios.
—¿Cómo se ilumina esto? —preguntó el policía.
Garcés pensando haber llegado demasiado lejos en sus solicitudes, estando presente el dueño de la casa, se contuvo, irresoluto. El doctor Moroni, como si no entendiera, estaba mirando a otra parte. Miguel Martínez, impaciente, tanteó en la pared al lado de la puerta. Un chorro de luz se entronizó repentinamente. Nada, a primera vista, había de anormal. Aunque con menos lujo de detalles, más funcional y frío, se parecía al laboratorio anterior. Martínez, después de observar, se agachó, tocando el suelo en diversos puntos.
—¿Nota usted algo extraño?
El policía se encogió de hombros por toda respuesta. Al cabo de unos instantes ordenó.
—No entre nadie, por favor.
Y durante casi quince minutos se dedicó a observar todos los rincones e instalaciones. Desde la entrada, los tres hombres le miraban a su vez, fascinados al parecer. Al cabo, Michelín abandonó su trabajo y cerró cuidadosamente la puerta, guardándose la llave.
—Obra usted como si mi cliente fuese un sospechoso —dijo el abogado.
—Lo es. El principal sospechoso —dijo el policía.
—¿Lo dice usted oficialmente?
—¿Qué idioma utiliza usted? Nosotros consideramos sospechosos a todos los que pudieran tener un motivo y una ocasión.
—No veo el motivo ni la ocasión.
—¿Por qué se preocupa entonces? En este país el inocente no tiene que probar su inocencia. Hay que probar su culpabilidad, que es cosa diferente.
—No me enseñe leyes, por favor —gruñó el otro.
—Bueno… Vayamos al jardín, por favor.
El llamado jardín era, casi, una selva en miniatura; Arbustos, plantas silvestres, rosales y hasta vides trepadoras se confundían unos con otras. Algunos senderos apenas se distinguían. Martínez deambuló lentamente, fijándose en las ramas rotas y las hierbas secas, sin saber realmente lo que buscaba. Las flores parecían suspirar de sed. En una especie de glorieta, un cenáculo enmohecido servía para guardar aperos: una carretilla, regaderas y algunas herramientas. Ante una azada se detuvo brevemente y la levantó del suelo. Meditó unos instantes y con ella en la mano abandonó el cobertizo.
Su búsqueda se hizo más lenta, más minuciosa. Los tres testigos, fascinados, seguían sus evoluciones. Buscó entre la maleza, por el desigual césped. Apoyaba una mano en el suelo y apretaba fuertemente. En un rincón, aparentemente igual a los demás, se detuvo.
—Aquí —dijo.
—¿Cómo…?
—Hay algo enterrado. Fíjense, porque serán testigos. Está húmedo. ¿Quién se ha tomado la molestia de aplanar y humedecer el terreno? Alguien que quiso evitar huellas. Y también quiero que se fijen en esta azada. Todas las herramientas están mohosas. Solo esta, véanlo, está raspada, como si la hubieran utilizado recientemente. Cave usted ahí, Garcés.
El aludido, tras un momento de indecisión, obedeció. Trabajando con absoluta ignorancia sobre la materia, lograba, cuando menos, levantar tierra. Al cabo de unos minutos uno de los golpes dejó al descubierto un trapo. Michelín apartó a su forzudo ayudante, se inclinó en el suelo y trabajó con las manos. El trapo envolvía algo. Era una pistola. Una exclamación de sorpresa quebró el silencio del jardín.
—Doctor Moroni. Queda usted detenido por el asesinato de su esposa.
(SE CIERRA EL PARÉNTESIS).
11
¿Qué sucede…? Platt… platt… Es un sonido, muy cerca, tan cerca que me hace temblar… Chass… otro… Sobre mi cárcel, sobre el olor de la tierra mojada, sobre mis tinieblas, una esperanza… Estás cavando encima de mi sepultura.
Cuando el asesino me depositó aquí, cuando me echó la tierra encima, perdí la noción del tiempo. Conocí la sensación de los metales en desuso, sentí hasta la carcoma del orín roer mis carnes. Sé que se necesita largo tiempo para ello, pero ¿qué es el tiempo ante el olvido? Pudo ser un día, pudieron ser muchos. No lo sabía. Cuando escuché el sonido, fue como si los minutos retenidos se precipitaran sobre mí. De ser humano, hubiera dicho que la sangre se agolpaba en mi cabeza.
Me pareció eterno, pero fue breve en realidad. Los golpes fueron sucediéndose y a poco aflojaron. Comprendí que me habían descubierto. Al cabo, unas manos fueron apartando tierra a mi alrededor. Pronto, solo quedó el trabajo que me envolvía. Las mismas cuidadosas manos aliviaron el peso de mi mortaja.
No hubo sorpresa, porque en realidad lo esperaba. Era «Michelín», mi dueño. Estaba arrodillado y tras contemplarme unos instantes se levantó sin tocarme. Al ampliarse mi campo visual, vi otras tres personas formando casi un círculo. Una de ellas era el asesino. Mi amo, sin énfasis, pero con firmeza, dijo:
—Doctor Moroni, queda detenido por el asesinato de su esposa.
Tras unos momentos de estupor, uno de los personajes intervino.
—Se precipita usted. La pistola la pudo enterrar el mismo asesino.
—Lo hizo.
—Me refiero al desconocido asaltante.
Mi dueño, sin contestar, me observó; sin duda no me había reconocido. Se sucedieron unos instantes de hondo dramatismo, como tantas veces he observado cuando la policía interviene, quebrando un ritmo de vida y pensamientos.
—¡Imposible… Imposible! —repetía un joven de aspecto agradable.
—¡Está usted loco! —dijo el personaje de antes.
Mi dueño, siempre en silencio, se agachó nuevamente y asiendo los trapos con cuidado me levantó. Sosteniéndome en la palma de una mano, me dejó al aire libre. De repente, sentí o vi como empalidecía. Me había reconocido. Sin embargo, no dijo nada, salvo cerrar los ojos unos instantes y contener una mueca de amargura. Al cabo, volviendo a ser el eficiente policía que conocía, buscó una rama y la pasó a través de la guarda de mi gatillo. No quería borrar huellas; caso de haberlas.
—Vayamos a la Brigada.
—Reflexione, por favor, antes de dar este paso. Mi cliente no puede ser el asesino. Una vida intachable y una coartada indestructible no pueden tirarse al cesto de los papeles.
—Estuvo conmigo —dijo el joven—. Estuvo conmigo.
—Bien. Usted, doctor, haga el favor de acompañarme.
—¿Podemos ir nosotros?
—No puedo impedir que me sigan. ¡Ah, y algo más! Usted, como abogado, puede aconsejar a su cliente. Aconséjele que se declare culpable.
—No puedo hacer tal cosa.
—Existe un atenuante de arrepentimiento y presentación espontánea. Aprovéchese antes de que sea tarde.
—Está usted fanfarroneando.
—Como guste. Andando.
12
Aunque envuelta en trapos y suspendida, me di cuenta de que entrábamos en un ambiente familiar. Ruidos, máquinas de escribir, humo de muchos cigarros. Mi dueño dejó a sus acompañantes en el pasillo y penetró en el cuarto del grupo Barrios. Sentí cuando me depositó encima de una mesa. Todavía envuelta, no veía, pero escuchaba perfectamente.
—Me preguntaba dónde estarías, Michelín —dijo Barrios—. Tengo una gran sorpresa para ti.
—Ya no es sorpresa.
—¡Ni siquiera sabes de qué estoy hablando! —protestó el otro.
—Sí. Que la mujer del doctor Moroni fue muerta con mi pistola.
Presentí una interjección de grueso calibre, reprimida. A continuación, el jefe del Grupo puso por testigos a los restantes inspectores de la capacidad mostrenca latente en Michelín, capaz de reventar las mejores sorpresas…
—Sin embargo —continuó— tengo una esperanza: que sea él el asesino.
—No puedo serlo. Lo tengo ahí afuera, en el pasillo.
Mientras Barrios se precipitaba a la puerta, mi dueño me sacó a la luz, pero sin levantarme de la mesa. No tengo ojos, pero soy todo sensibilidad. El familiar cuadro de la habitación enterneció mis entrañas. Allí estaban los compañeros de mi dueño: Oliva, Carrizo, Cosme, Abiluque… Las rústicas mesas, la máquina de escribir, el perchero y las fotografías de las paredes. Y el calendario… Eché cuentas. Habían pasado siete días.
Barrios volvió, con un gesto de incertidumbre.
—¿Cuál de los tres?
—El propio esposo.
Barrios, tras treinta años de policía no estaba para sorprenderse de nada.
—¿Estás seguro? Desde luego, el tipo no me gusta, pero es «alguien» y vamos a tener jaleo.
Miguel se encogió de hombros.
—Encontré la pistola. Estaba en el jardín, enterrada.
—Pudo enterrarla el asesino.
—¿Por qué tenía que perder tiempo?
—Siempre he confiado en ti, Michelín. Pero no veo claro el asunto. Oriéntame, por lo menos, para que sepa cómo va la cosa.
—Ese individuo tiene en casa un laboratorio. Entre otras instalaciones tiene una cámara frigorífica. No es exactamente eso, porque también puede calentarse. No sé hasta qué punto, un conocedor del cuerpo humano puede retrasar el rigor mortis, las livideces y demás síntomas de la muerte. En circunstancias no sospechosas, un trucaje hábil puede pasar; pero si trabajamos en esa dirección, no cabe duda que los forenses y el Gabinete encontrarán indicios. Manda los técnicos a la cámara en cuestión. Que examinen el cuerpo con más atención de la rutinaria. Que se concentren en este problema: ¿puede matarse a una persona, conservarla adecuadamente y, por ejemplo, un día después, cuando ya se tiene coartada, hacerlo aparecer como reciente?
Barrios meditó unos instantes.
—Parece factible. Bien; lo haremos.
Despachó unas órdenes que dos inspectores se apresuraron a obedecer. Uno de ellos iba a llevarse mi envoltorio —y a mí con él—, cuando mi dueño le contuvo.
—No. Déjala por ahora. Probemos por las buenas.
—¿Qué quieres decir?
—Presiento que mi pistola tiene, sin duda, una influencia sobre ese hombre. La debió recoger y guardar. Podemos, si no te parece mal, abrumarle con nuestras conclusiones, y si confiesa, ahorramos al Estado algunos gastos.
—Yo no confesaría.
—Tú eres un hombre… sencillo. Los intelectuales, los complicados, elaboran cuidadosas teorías. Lo malo es que no se pueden cambiar ellos mismos. Y ellos son, ante todo, duda. No se aferran al sí o al no. Se agarran al conjunto. Como los instrumentos muy complicados, no funcionan si se estropea un relais.
—Elemental, querido Watson. Pero tiene el abogado al lado.
—Aun así, insisto. Déjamelo llevar a mi modo, en consideración a que han utilizado mi arma.
—Está bien. Haz lo que quieras. ¡Que pasen esos caballeros que están en el pasillo!
13
La reducida habitación casi no podía contener los asistentes: Barrios, Michelin, los tres invitados y algunos inspectores con deseos de curiosear. Sin embargo, sentados los tres elementos extraños, Barrios tras su mesa y pegados a las paredes los inspectores curiosos, quedó sitio suficiente para que mi dueño deambulara discretamente. Muy cerca de mí, tenía al asesino. Yo lo sabía. De poder hablar, mi testimonio habría acabado con todas las dudas. Ni siquiera tenía huellas dactilares. Recordaba cómo el doctor las había borrado.
—Acabemos esta farsa —rogó el abogado, nervioso a su pesar.
—Señor Batlle —dijo Barrios—; el asunto es lo bastante serio como para que se lo tome con calma. Nosotros no nos divertimos cuando acusamos a un hombre de asesinato. Es un deber, a menudo desagradable, que cumplimos sin alegría, pero con determinación.
—En modo alguno quisiera ofenderle. Simplemente, estoy asombrado todavía. Conozco al doctor desde hace tantos años que no solo como abogado, sino como amigo, y encuentro increíble ja acusación. Es una monstruosidad.
—Señor Batlle, señor Moroni. Ustedes me van a escuchar unos minutos. Vamos a jugar a cartas descubiertas. Yo le voy a decir a usted las pruebas que podemos presentar. Le voy a decir cómo vamos a actuar, lo que vamos a preparar. En realidad, ya está en marcha. Pueden resultar pruebas positivas o negativas. El doctor Moroni, que es técnico, puede calibrar bien la situación. Solo pido que me escuchen. Repito lo que dije en el jardín. El doctor puede elegir entre confesar plenamente y acogerse a las atenuantes que puedan existir, o continuar negando y enfrentarse a las evidencias. Puede elegir cuando termine de hablar.
—Usted obra influido por el hallazgo de la pistola. Nada demuestra que sea la misma. Me refiero a la utilizada para el crimen.
—Estos trapos están manchados de sangre.
—Los trapos no disparan proyectiles.
—Estas fotos —dijo Barrios, presentando las aludidas— son las obtenidas en nuestro Gabinete de Identificación. Pertenecen al proyectil alojado en el cerebro de la víctima. Resulta sumamente fácil, y lo haremos luego, establecer una comparación entre las balas que disparemos con este arma y la encontrada en el cuerpo. Si sabe usted algo de balística, sabe entonces que las estrías del cañón dejan una marca perfectamente identificable en cada proyectil disparado.
Calló el abogado. En cuanto al doctor Moroni, dudo que oyera nada. Me miraba constantemente.
—Para su conocimiento les diré que esta pistola es mía —dijo mi dueño—. La perdí hace siete días, en una calleja del barrio chino, persiguiendo a un maleante. Encontraremos, a buen seguro, testigos.
El doctor levantó sus ojos de mí para fijarlos en Michelín. Creí percibir una mueca de tristeza o quizá hastío.
—Les ahorraré detalles técnicos. Cabe, en efecto que no haya sido la misma arma. Duda que dejamos en pie hasta que el Gabinete resuelva.
Barrios, sin decir palabra, depositó encima de la mesa el proyectil disparado. Destacaba nítidamente sobre el blanco papel secante que cubría la tapa de una carpeta. Michelín, tras una duda, sacó un dije que yo sabía adornaba su juego de llaves. Era otro proyectil. Lo dejó al lado del otro.
—Ustedes perdonarán el adorno. Este nuevo proyectil mató un atracador. Lo rescataron de su cuerpo, lo fotografiaron y me lo devolvieron como recuerdo. No acostumbro a jactarme de matar a nadie; pero en aquella ocasión resulté herido, seguramente por no tomar precauciones, y para recuerdo en ocasiones parecidas me hice colocar la bala en el llavero. Son iguales. ¿Las quieren examinar?
Buen golpe de efecto, sin duda. Mi dueño tenía a sus interlocutores pendientes de sus palabras y movimientos.
Las balas, o proyectiles de pistola se parecen como un huevo a otro huevo. Se parecen solamente. Nunca dos huevos iguales, nunca dos huellas dactilares, nunca dos pistolas con estrías semejantes. Hipnotizados por aquellos dos objetos, los tres hombres ajenos a la tarea policial miraban fijamente. Dos trozos de metal, dos vidas humanas. Y yo, que había disparado, expulsando aquellas dos píldoras, podía darles detalles estremecedores, salvo que prefería olvidar. De todas formas, mi dueño, en vena oratoria, me dejaba poco tiempo para el recuerdo.
—La investigación policíaca es como un anillo que se va cerrando. Lo difícil es encontrar al sospechoso. No todos los sospechosos son culpables, pero aun en el caso que no lo sean, nada mejor para ellos que la investigación disipe todas las dudas. Porque cuando existe ese culpable, las pesquisas, hasta entonces inciertas, se van perfilando. No es lo mismo buscar a ciegas que buscar una cosa determinada. Usted es sospechoso por dos razones fundamentales. Porque ha tenido medios y ocasión de cometer el hecho; porque la muerte de su esposa le favorece. Yo le voy a decir cómo cometió usted el crimen.
—¡Alto! —refutó el abogado—. Mi cliente no se ha declarado culpable, ni lo admite siquiera. No tiene usted derecho a decir lo que está diciendo.
—Bien. Digamos que yo sé cómo el crimen se cometió. Digamos que me falta el porqué. En realidad, si estoy perorando, es con la esperanza de que el doctor… digo, el supuesto culpable, me lo diga. La ley puede castigar al convicto. Pero ¡no sé! algo extraño, digamos ético, me impele siempre a conseguir el confeso. Yo diría que es casi como un recurso de salvación. El hombre que confiesa, admite, en cierta forma, la inutilidad de su acto. No es todavía el arrepentimiento, que llegará más tarde, sino el horror de su acto. Yo busco dicha catarsis o si lo prefieren, esa purificación. Llevar un convicto a la justicia, es un triunfo técnico; llevarle confeso es un triunfo moral. Es como meter los dedos en su boca y provocar la náusea aliviadora que limpie su estómago de veneno.
—Por favor, alivie usted, que tengo mucho trabajo —rogó el abogado.
Mi dueño, sin hacer caso, deambuló unos instantes por el reducido espacio que quedaba libre. Barrios, conociéndole, estaba reclinado en su silla, con los ojos entornados, seguramente calculando el riesgo de dejarle continuar o de frenarle. El doctor Moroni, pálido, pero impasible, estaba ahora mirando la pared de enfrente.
—De acuerdo. Abreviaremos. El crimen se cometió de la siguiente manera. El sospechoso encontró mi pistola. Vean este mapa. La perdí en este punto, sobre las doce de la mañana. Este punto se encuentra en el camino que seguiría un sospechoso saliendo de aquí —y señalaba— para ir a este lugar. O sea, desde la casa al lugar de trabajo, siempre que fuera caminando.
—Pero —arguyó Garcés—. A las doce el doctor está siempre en el laboratorio.
—Es posible, pero ¿puede usted jurarlo? ¿Le sería a usted imposible recordar si un día reciente, hace seis días, por ejemplo, no salió el doctor antes de hora, alegando estar enfermo?
—Yo… —comenzó a decir el ayudante.
Poniéndose pálido de repente, miró a su jefe y calló.
—Me parece —siguió Michelín, implacable— que acaba de recordar algo. De todas formas, no le hostigaré. Solo quiero que se dé cuenta de cómo trabaja el recuerdo según obedezca a una lógica o a un sentimiento. Sigamos con mi teoría. El sospechoso se encuentra la pistola. Entonces no es ningún sospechoso, sino un hombre honorable, un ciudadano consciente. Ve el arma abandonada en la calle, seguramente entre niños y viendo el peligro la recoge. Tiene intención de llevarla a la Comisaría más cercana. Pero se olvida, o bien la posesión del arma le seduce, le hace concebir extrañas ideas. La posesión de armas puede hacer eso, lo mismo que personas completamente tímidas, cuando se sientan al volante de su auto se transforman en seres irascibles. Llega a su casa y guarda la pistola, dos, tres, cuatro días. Acude normalmente a su trabajo. Lleva o no la pistola, pero no cabe duda que el arma le obsesiona. Es un juguete, nuevo y terrible, el que tiene en las manos. Se siente otro hombre, más joven, más ligero, más audaz. Pero hay un inconveniente. Está atado al presente. Es una persona respetable. Mira en torno suyo. ¿Qué es lo que más le retiene? ¿Su trabajo? ¿Su fortuna? ¿Su vida familiar? Las tres cosas. Llega a pensar si no estuvo equivocado. Por cierto, usted, doctor Moroni, hace apenas un par de horas, me confesó algo por el estilo, ¿no lo recuerda? Tiene cierta fama, pero no universal ni mucho menos; tiene dinero, pero no es enteramente suyo; tiene mujer, pero no hijos. Lleva, en suma, una vida gris, apagada. Pronto, dentro de unos años, ni siquiera podrá amar a una mujer, ni viajar, ni dar una campanada. Piensa en romper con todo. ¿Cuál es su lazo más fuerte, más odioso? La mujer, sin duda. Cuarentona, pueril, come bombones todo el tiempo, se rodea de bibelot, recibe amigas tan estúpidas como ella y no sabe hablar más que de labores de ganchillo. Nada de eso le importaba anteriormente al sospechoso que era rico mentalmente pensando en su trabajo; pero le importa posteriormente cuando comienza a meditar en la posible existencia de otra forma de vivir. Ve, entonces, el estorbo que la mujer supone para sus planes. Debió luchar intensa, ferozmente. Y seguramente, sin las extremadas facilidades que una pistola ofrece, incluso a un niño, para matar, no lo hubiera hecho. Pero una noche, quizá jugando, quizá para probar el poder que la posesión del arma confiere a un hombre tímido, la saca de su escondite y se la enseña a su mujer. Ella se asusta. De haber permanecido indiferente quizá no hubiera pasado nada, aunque me inclino a creer que hubo una premeditación. Pero ella se asusta y al compás de su pánico, crece la soberbia de él. Ya no es el marido tímido que a todo dice que sí. Prueba el sabor de la contradicción, el hablar fuerte. Como una borrachera de los sentidos. Y aprieta el gatillo…
Se escuchaban perfectamente los menores sonidos. En Secretaría, tosía Antonio Mayor, empeñado en fumar caliqueños. En otra estancia, tecleaba una máquina de escribir. Mi dueño, tras sus últimas palabras, abrió una pausa de intencionado dramatismo. El doctor Moroni parecía estar en estado catatónico. El abogado, nervioso, contemplaba furtivamente a su cliente. El joven Garcés tenía la cara sepultada entre sus manos.
—Bien —continuó mi dueño—. Ya estaba hecho. Se había roto la cabeza mediante un acto irreversible. Suponiendo al sospechoso persona ajena a los manejos criminales, debe creer que siguieron unos instantes, quizá horas de indecisión. ¿Debía confesar el crimen? ¿Era factible ocultarlo? No tenía experiencia, pero era lector de novelas de evasión y sabía que el principal problema en los crímenes es el cuerpo del delito. Si se hace desaparecer totalmente, nunca existirán pruebas consubstanciales. Si no es posible, hay que tener una coartada, o lo que es igual, demostrar la imposibilidad física de haberlo cometido. La reflexión del sospechoso debió ser la siguiente: «¿Qué debo hacer para tener una coartada?». Para aquella noche era ya imposible. Empero, ¿y para el día siguiente? Supongamos que el sospechoso, médico y biólogo, sabe perfectamente que es posible determinar la fecha de una muerte. En circunstancias corrientes eso no tiene remedio para el criminal. Pero el sospechoso, aparte de ser un sabio, es dueño de elementos técnicos que pueden inducir a engaño, siempre que no sean fuertes las sope —chas. Tiene, entre otras cosas, líquidos esterilizadores y una cámara frigorífica. Puede meter en hibernación un cuerpo durante equis horas, prepararse la coartada, volver, descongelar parcialmente el cadáver, limpiar el depósito y avisar… a la policía o a un testigo de buena fe.
»Y eso es lo que hace. Mete el cadáver en la cámara, quizá inyectando balsámicos en las vísceras o en el líquido cefalorraquídeo. Vuelve a su trabajo y se queda toda la noche. Vuelve al día siguiente, prepara la “mise en scene” y todo parece haber salido bien. Es una persona honorable, tiene una coartada, no hay motivo razonable para un crimen. La mujer ha permanecido sola toda la noche y bien pudo haber sido víctima de un asaltante nocturno. Eso es todo por lo que al sospechoso respecta.
14
Nunca había visto a mi dueño hablar tanto, sudar tanto, pese a que algo parecido a un frío de muerte reinaba en la estancia. El abogado, por fin, haciendo un esfuerzo, dijo:
—La teoría es muy ingeniosa. Pero necesita ser demostrada.
—La demostraremos… o no la demostraremos —continuó Michelín— que eso no es lo que estamos tratando de fijar ahora. Vuelvo a repetirle que yo deseo dejar abierta una puerta al sospechoso: su propia catarsis. En este sucedido hay dos hechos fundamentales. Uno de ellos, la pistola perdida. Por haberla perdido, yo mismo me siento culpable por una parte, estimulado por otra para que no quede impune algo semejante. El otro es que con toda su inteligencia, con todos sus medios, el asesino no pasa de ser un principiante y como tal ha cometido sin duda muchos errores. Nosotros buscaremos dichos errores. Les diré cómo los vamos a buscar. De no haber una evidencia, una sospecha fuerte, quizá no hubiésemos investigado en esta dirección; pero existe y ahora, toda la máquina legal de la justicia trabajará en una sola forma. Y no menosprecien esa máquina, esa rutina. Es muy poderosa, se lo aseguro. ¿Tiene usted algo que decir, doctor?
El aludido movió ligeramente la cabeza, sin que pudiera determinarse en qué sentido. Parecía estar muy lejos, muy lejos.
—Bueno —suspiró mi dueño— seguiremos hasta el fin. Les voy a decir ahora en qué dirección trabajará la policía. Primero, mandaremos a la calle todos los hombres que sean precisos para que busquen y encuentren a los que presenciaron en la calle de las Tapias como un señor de buena presencia se llevaba la pistola. Segundo, investigaremos la hora exacta en que ese día abandonó el doctor su trabajo. Tercero, buscaremos las huellas dactilares en la pistola y los objetos, puertas, etcétera, que el doctor pudo usar para enterrar el arma o manejar el cadáver en la cámara. Examinaremos el cadáver. El examen será rigurosísimo. No soy un forense, ni siquiera estudiante de medicina. Pero he visto muchos casos prácticos. Tenemos, por ejemplo, las livideces cadavéricas. Contra lo que cree mucha gente, no significan que el cadáver esté pálido. Son las manchas que se acumulan en la parte baja del cuerpo. Es decir, la muerte detiene la circulación de la sangre en las venas. El cuerpo, tras unas horas, entra en el llamado rigor mortis, que consiste en la frialdad y rigidez de lo inerte. Unas horas más, y el cuerpo se ablanda nuevamente. Pero, mientras, sucede algo. La sangre que no circula, se filtra siguiendo la ley de la gravedad, especialmente la contenida en los vasos sanguíneos, los tejidos epidérmicos llenos de miles de vasos auxiliares de la circulación. Esta va cayendo, filtrándose internamente. Cuando los cuerpos están depositados en decúbito prono, o en decúbito súbito, se siente atraída por las partes en que están en contacto con el suelo o el objeto que los sustente. Es posible aplazar o adelantar el rigor mortis, pero no al fenómeno de la sangre que se filtra y deposita en las partes bajas, a menos que se esté cambiando el cadáver de postura continuamente. Encontraremos esas livideces cadavéricas, que nos dirán el tiempo exacto de la muerte y si son coincidentes con la postura en que fue encontrado el cadáver. Encontraremos…
—Basta, por favor.
Había sido el doctor Moroni. Su voz, trémula y casi inaudible resonó sin embargo como un claxon en plena noche. Todos se quedaron mirando. El abogado, compasivo, se acercó a su cliente.
—Juan… —dijo—. Si tú quieres continuaremos luchando…
—No. Basta ya de luchar. Confesaré.
En un rincón, el ayudante Garcés, cara a la pared, comenzó a llorar silenciosamente. El mismo doctor Moroni, con una ternura increíble para mí, que le había visto matar a sangre fría, se acercó a él, lo tomó de los hombros y, poco a poco, lo hizo retroceder hasta la puerta. Mi dueño, comprendiendo, la abrió. El doctor, suavemente, sacó al joven ayudante fuera de la habitación. Luego, se acercó a la mesa.
Mi dueño, entonces, me tomó en la mano, me sepultó en su pistolera y sin decir palabra, pero mirando fijamente al asesino irnos instantes, abandonó igualmente la sede del Cuarto grupo. Caminaba por el pasillo cuando le dio alcance su jefe, Barrios.
—¿Por qué te vas?
—Me siento enfermo. Por favor, déjame… Voy a emborracharme, o a tumbarme en la cama… No me busques en cuatro o cinco días.
—No lo tomes así. Ha sido un trabajo brillantísimo.
—¡Oh, sí, brillantísimo! Déjame, por favor.
—Bueno, vete; pero, por favor, no te lo tomes así…
Estamos caminando. Llevamos ya varias horas. No sé cuántas ni me importa. Comprendo, a medias, porque no soy humana, lo que le sucede a mi dueño. Nada puedo hacer por ayudarle. Ni lo intento. Ni siquiera me importa. También necesita purificarse tras hozar en el crimen y la muerte. Dejémosle. Estoy contenta. La funda me envuelve, me calienta. Tras los horrores pasados, es bueno estar otra vez en casa, sentir él olor penetrante del cuero, el latido del corazón de mi dueño. Mis sentidos, agotados, se están entregando. Siento que me voy deslizando en las suaves profundidades del sueño. Me duermo… me duer…