PAÍS RELATO

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tomás salvador

la necesidad de morir

La ley que estaba a punto de firmar el presidente Ramsoe era, sin duda alguna, la más rufianesca, extravagante y regresiva de las leyes que se habían firmado en la Tierra. Ni las pirámides de cabezas que iba dejando detrás de sí la «Horda Dorada», ni el proceso de los Templarios, ni la represión contra el levantamiento de los campesinos húngaros en 1514, ni la esclavitud, ni la vieja prostitución reglamentada, ni los hornos de gas, ni las mareas sangrientas de la revolución podían superarla. Suponía, o poco menos, volver a las promiscuidades de las viejas ciudades hacinadas tras sus murallas en la Edad Media, cuando el horror, la suciedad y la angustia eran una forma de vivir.
¿Qué podía hacer? Allí, en la antesala, tenía la última de las muchas comisiones que había llamado a consulta: sabios, políticos, militares, religioso, hombres de la calle. No cabía siquiera la propaganda. La situación era tan grotesca que debiera hacer reír a todo el mundo, el mismo mundo condenado a desaparecer. Ramsoe renegó y maldijo con toda la fuerza que su acondicionamiento psíquico le permitía. Un poco calmado, llamó a su secretario. El pálido hombrecillo se detuvo a dos pasos del presidente.
—No es posible, Durban. Diga a esos… idiotas que sigan trabajando.
Durban, joven de sesenta años estaba más enterado que el propio presidente de la Confederación Mundial y no por ello se sentía más feliz. Al presidente llegaban únicamente los informes extractados; el presidente rara vez escuchaba en su propia salsa a los «idiotas» que se habían cogido en su propia trampa; el presidente, en fin, se libraba de las salpicaduras, lo cual no era poco. Durban, obligado a resumir, a escuchar de todo un poco, encima debía callarse.
—No puedo firmar esto —gritó el presidente—. ¡No puedo!
—No lo haga —comentó Durban.
Un poco avergonzado, Ramsoe se disculpó con un gesto, abandonó la trinchera de su mesa y se acercó a los amplios ventanales. La ciudad capital, nueva de unas decenas de años, se extendía en derredor. Durban veía, como el presidente, una fórmula mágica sobre las azoteas. Asombroso y pueril. Alguien había dicho, hacía siglos, que el libro mataría la fe; el presidente diría ahora: «La ciencia mata la vida». Nunca hubo una mayor incongruencia entre la causa y los efectos.
—La ciencia matando la vida —dijo el presidente, como era de rigor—. Cuatro letras y un número: DMTC-3.
DMTC-3… DMTC-3… La sencilla rotulación la tenían todos grabada en el cerebro como estampada al fuego. Estampada al fuego, como en los tiempos antiguos, cuando se marcaban así a las reses. Ramsoe, descendiente de un ranchero presumía a veces de arcaico.
—¿Tiene a alguien esperando? —preguntó el presidente, vuelto a su puesto.
—Siempre —contestó Durban, lacónicamente.
—Que pasen, que me expliquen, que me aturdan… Haga el favor.
Los hombres de ciencia se inclinaron ante el poderoso político. Aguardaban sus palabras.
—¡No es posible! ¿No pueden ustedes aconsejarme otra cosa?
—Nosotros no hemos propuesto nada, señor presidente.
—Durban —requirió, cansado, míster Ramsoe.
—Señor, los científicos solo han estructurado una parte del informe DMTC-3. Contiene otros factores, otras consultas.
—Perdonen, señores. La impresión general —y la mía— es que ustedes tienen la culpa de todo y que están en el fondo de todo, incluso de las soluciones. ¿No es así?
—Posiblemente, señor.
—Usted tiene la Enseña de Servicios Distinguidos, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Se la concedí yo mismo, ¿no es así?
—Ciertamente.
—¿A causa del DMTC-3?
—Así lo creo.
—Bien; los dos somos estúpidos. Mi estulticia es inofensiva. La suya…
—¡Señor presidente!
—Bien, perdón otra vez. Explíqueme, por favor otra vez, lo que usted descubrió.
El científico, sudando, hubiera renunciado a la condecoración, hubiera renunciado incluso al haber nacido.
—No lo descubrí yo, señor presidente.
—Al grano; el tiempo vuela.
El bacteriólogo, con aire cansado, recitó por enésima vez su letanía:
—El DMTC-3 es un bactericida de largo alcance, o bien de gran espectro. Los investigadores del siglo XX lo aislaron perfectamente y los bacteriólogos del siglo siguiente continuaron un paso más.
—Entonces, ustedes sabían…
—Sí, señor. Nos avisaron que era un arma de dos filos.
—¿Entonces…?
—La ciencia, señor presidente, no se puede detener. La ciencia del siglo XX era inferior a la nuestra.
—La ciencia de aquel tiempo, señor Parmi era mejor. Y lo era porque estaba más cerca del dolor humano, más cerca del enfermo que sufría y tenía miedo. Admitía el dolor, quizá porque lo consideraba necesario. Parte de su diagnóstico era el «me duele aquí». Ustedes suprimieron eso, suprimieron hasta la causa del dolor. Un sabio de aquellos tiempos sabía perfectamente que una gota de agua contenía millones de gérmenes; pero sabía también que el agua… sucia, había calmado la sed de incontables generaciones…
—Perdón, señor; el agua sucia contiene muchas enfermedades. La poliomielitis, ese gran azote…
—Bien, perdone una vez más. Continúe.
—El DMTC-3, derivado de los antibióticos del grupo tetraciclínico fue aislado hace dos siglos. Mejor dicho, fue aislado un bactericida que por aproximación suponemos igual. El actual DMTC-3 es infinitamente más potente. Los llamamos igual por respeto. Las iniciales corresponden a un proceso químico que si hubiéramos de escribir entero ocuparía varias páginas de un libro.
—Por favor, todo eso lo sé. Dígame cómo hemos podido llegar al «impase» actual.
—Genésicamente, el organismo humano es el producto de dos microorganismos: las bacterias y los virus. Las bacterias dieron vida al moho, al fungoide, a la espora. Los virus dieron movimiento a la vida. Fue un proceso de millones de años. Crearon la vida y se quedaron en ella. Eran salud y muerte, cuando se destruía su propio equilibrio. Los investigadores, al cabo del tiempo, descubrieron que el predominio de ciertas bacterias, causaba ciertas enfermedades. Aprendieron a conocer los bacilos de la tisis, la sífilis, la lepra, etcétera. Y descubrieron que algunos compuestos o vacunas podían destruirlos; es decir, destruir el exceso que causaba el desequilibrio. Llamaron a estos compuestos antibióticos, o sea: antivida. Pero si bien dominaron todas o casi todas las bacterias, no consiguieron dominar los virus porque en ellos estaba el movimiento y afectaban a los centros nerviosos. La lucha de la ciencia fue enorme, tratando de vencer al virus maligno sin destruir la vida humana.
—No entiendo bien.
—Es sencillo, señor. Los antibióticos antiguos, del grupo penicilina, terramicina y tetramicina destruían, efectivamente, las bacterias acumuladas en el organismo. Pero dado que las bacterias seguían existiendo, era cosa de tiempo que volvieran de nuevo, cada vez más resistentes. Llegó un punto en que los germinicidas eran inofensivos para las bacterias. Los investigadores tenían la obligación de encontrar cada vez bactericidas más potentes. Encontraron el DMTC-3, un tetramicina que diluido en la corriente sanguínea permanecía más tiempo que los anteriores, siendo más eficaz. Pero se descubrió que afectaba a otros anticuerpos y como no era posible prever sus reacciones fue suspendida su aplicación.
—Pero no su investigación, ¿verdad?
El doctor Permi se inclinó, asintiendo.
—Cierto, seguimos trabajando. La posibilidad de dominar a un bactericida tan potente era un señuelo demasiado brillante. Podía ser la conquista más importante de la Medicina. Era llevar a la vida, al origen; era como llegar a Dios.
El presidente, con las manos a la espalda, se acercó otra vez a los ventanales. Volvió un minuto después, sosegado:
—Ya comprendo —dijo—. Fue la soberbia de Luzbel: creadores de vida, modificadores de la materia, anuladores del dolor.
—Señor presidente, los médicos nunca han olvidado a Dios en su trabajo, se lo puedo asegurar. Saben que junto al «soma» hay una «psique». Y que si el cuerpo sufre, el alma también padece. La religión admitió la anulación del dolor. Pecamos de soberbia, pero…
El presidente cortó la disculpa con un gesto nervioso.
—Ya acabo, señor presidente. Se hizo necesario seguir buscando el antibiótico necesario. Desaparecieron enfermedades antiguas, pero brotaron otras nuevas afectando a los centros nerviosos: formas inquietantes del cáncer medular, la llamada afasia bucal, la parálisis y otras varias. El horror y la gravedad de estas enfermedades en una humanidad limpia y longeva promovió a reconsiderar el problema del DMTC. Desechado el primero, el n.º 2 acabó con el cáncer, la leucemia y las formas rebeldes de la germinación arterial. Y el número 3.
—DMTC-3 —repitió el presidente.
—Cierto. El DMTC-3 acabó con todo.
—¿No lo pudieron prever?
—Creímos haber salvado los anticuerpos necesarios. Nos equivocamos. La vacuna obligatoria DMTC-3 ha anulado todos los gérmenes patógenos.
—Empero, seguimos viviendo…
—El problema no es vivir, sino morir. Tenemos la sangre esterilizada, químicamente pura. El corazón la bombea y la mantiene. Pero muy escasos alimentos pueden ser asimilados. El DMTC-3 mata a todo germen de putrefacción. Ese es el problema, señor. Se están atrofiando las glándulas gonosómicas. Nos debilitamos, estando llenos de salud. El DMTC-3 es tan potente que ni siquiera los cadáveres se pudren.
—Pero no todos los humanos se han vacunado.
—No. Hubo rebeldes. Y hay pueblos subdesarrollados, enfermos, como decíamos antes nosotros. En ellos está la esperanza.
El presidente sabía que habían llegado al punto crítico. Ahora le pedían a él que colocara los pueblos más civilizados en una situación paralela a la Edad Media…
—¿Por qué…? ¿Por qué…? —gritó, rebelde una vez más.
Le dejaron con su dolor. El silencio duró unos minutos. Al cabo del temeroso, suave tiempo, el profesor Permi habló de una forma completamente diferente, entre la humildad y la esperanza.
—Confiemos en Dios. Volvamos al dolor, la suciedad, y la tristeza del hombre abandonado a sus fuerzas, a sus instintos. Empecemos de nuevo, volviendo al punto que un germen contaminaba el agua. Nos hemos pasado de listos, señor; hemos calzado los zapatos de Xenócrates. Bien, pues, retrocedamos. Yo creo en el dolor, señor. Y creo en esta increíble raza humana. Podríamos inocular directamente la muerte y la putrefacción; pero sería matar y nos lo prohíbe nuestro código. Podemos, en cambio, pedirle que nos suprima a nosotros. Dejemos que la Medicina empiece de nuevo. Volvamos a los hacinamientos, a la suciedad, a los curanderos. Las bacterias y los virus siguen existiendo. Mueren cuando entran en nosotros; pero si nos abandonamos, si volvemos a la Naturaleza el moho hervirá de nuevo, el fuego crecerá, la espora portará la vida o la muerte. Este es, señor, el mensaje de los sabios vencidos, de la Ciencia humillada. Nada podemos hacer, salvo seguir adelante. Y es preciso retroceder. Desaparezca lo que representamos. Desaparezca todo, menos el hombre, inerme, angustiado, abandonado. No; abandonado no, porque allá en lo alto está un Ser superior y una estrella llamada Sol, que pudrirá de nuevo las aguas, quemará los cuerpos y cambiará el color de las cosas. Y cuando el hombre haya encontrado en la Naturaleza la solución divina, hagamos que encuentre un mensaje contra la Soberbia. Hay que destruir la segunda torre de Babel.
Apagado ya el Sol, la estancia en tinieblas, el señor presidente, Douglas G. Ramsoe dormía el sueño del agotamiento. Bajo su frente yacían algunos papeles arrugados. No los había firmado todavía. Suponían la muerte de la ciencia médica, el salto atrás que los mismos sabios pedían. Durban observó a su jefe y luego cerró nuevamente la puerta. No lo despertaría. Tenía tiempo. La noche apenas había empezado.