PAÍS RELATO

Autores

tomás salvador

el vagabundo y la navidad

El vagabundo se inclinó. Lo que había sido una figura borrosa se dibujó claramente al tacto. Lo recogió, en la forma furtiva que tienen los vagabundos de recoger las cosas, producto de muchos siglos de experiencia y apretó los dedos en torno al hallazgo. Apretó, en realidad, hasta encontrar la forma, el peso y la sustancia. Luego, metió la mano en el bolsillo del raído gabán.
El hallazgo y la posesión parecían predestinados a los vagabundos. Solo ellos andan constantemente con los ojos en tierra, buscando el hallazgo; solo ellos recogen las cosas insignificantes y sucias; solo ellos aprietan furtivamente lo encontrado, temiendo el grito de alarma de una sociedad que les cree ladrones o poco menos. Solo ellos afirman su propiedad por el tacto. Son cosas que pueden suceder, aunque no se las espere. No suelen encontrarse cosas valiosas, joyas o dinero en las calles de la ciudad. En cuanto lo que el vagabundo encontró, era tan insignificante que ni los viejos folletones, ni las vetustas crónicas, ni los chismes antañones lo mencionarían.
El vagabundo aligeró el paso, ambas manos apretadas fuertemente; la una, sobre el objeto hallado, la otra, fuera del abrigo, sobre sí misma, raspando la piel áspera y dura. Lloviznaba en la anochecida prematura. El cielo apenas era un fondo negro sobre los colores chillones de la ciudad. Las luces de neón —y el vagabundo no tenía la culpa— rielaban sobre el agua de los charcos. El vagabundo era parte del agua, el ruido y las luces. Lo absorbía todo, o la parte del todo que en la ciudad representaba. Y de repente encontró tan amplio el círculo que se sintió perdido. Se tuvo lástima de sí mismo y vaciló.
Volvió sobre sus pasos, resbaló, chapoteó, absorbió lluvia, pensó sin querer, tropezó y pidió disculpas, fue tropezado y se le disculparon. El tacto de la mano sobre el objeto le hizo amar. Y comenzó a llorar por dentro. Cerró la noche y se encontró en la ciudad, la misma, pero algo más lejos, sin tantas luces y tanto ruido. El volumen de la cosa encontrada estaba casi grabado en la palma de la mano.
Entonces, se acordó de mí y vino hasta mi casa.
La llamada, la noche de Navidad, no dejó de sorprenderme. Eran las diez y se estaba preparando la cena. La cocina expelía aire caliente y olor a fritanga. Me rodeaban mis hijos, a ratos escuchando villancicos, a ratos cambiando las figuras del pesebre, a ratos pegándose entre ellos. Era un mundo pequeño y limitado, donde me sentía completo. Fuera, lo sabía, lloviznaba.
Fui a la puerta. El vagabundo estaba allí, con aspecto de haber robado algo. Le conocía. Yo le llamaba Alarico, en recuerdo del rey de los Hunos. Era un tozudo razonador que no dejaba títere con cabeza, insolidario y sarcástico, que en su juventud había leído a Vargas Vila, en su madurez a León Bloy y en su decadencia a Jean Paul Sartre. No era viejo, sin embargo. ¿Por qué le atribuía yo una cronología convencional?
Pertenecía al viejo fondo de amistades que no hay manera de quitarse de encima, unas veces porque unos no quieren y otras porque no quieren los otros. En mi fondo amical hay más vagabundos que ministros, seguramente porque hay más de aquellos que de estos. Alarico me distraía a veces, me irritaba otras, me aconsejaba razonablemente las más. De paso, me pedía dinero. Todo en regla, menos que se presentara una noche como aquella.
—Quiero hablar contigo, escritor —me dijo, casi aterido.
—¿Esta noche? —titubeé—. Déjalo para otro día. He cerrado mi despacho. Estoy en el comedor, con los niños. Estoy en paz con todo el mundo. No te he llamado, Alarico.
—He venido, sin embargo, y quiero hablarte.
Me di cuenta que bloqueaba la puerta y me dio vergüenza. Me aparté.
—Vamos, entra. Llueve y hace frío.
Por el pasillo asomó la curiosidad de mis hijos. El vagabundo los miró, absorto. ¡Esa era la impresión que daba! Estaba absorto, seguramente con algo que le roía los pensamientos. Los niños estaban sofocados, posiblemente por sus juegos, y quizá por el calor de la habitación. Llevé a mi amigo al despacho y encendí las luces.'Nos rodeaban muchos libros. Me senté, pero Alarico prefirió quedar en pie. Y sin preámbulos, me habló.
—¿Te dije alguna vez que tuve un hijo, escritor?
Siempre me llamaba escritor, nunca por mi nombre o apellidos.
—No. Pero ¿por qué no habrías de tenerlo? ¿Dónde está?
—Lo perdí.
—Lo siento.
Alarico sacudió la cabeza. Su gabán, empapado, humeaba ligeramente.
—Era hijo de mi amor y era un don que había recibido más lleno de esperanzas que llenas están las minas de carbón o hierro. Era un resumen de un amor fecundo. A veces, escritor, pienso que lo amaba porque era el resumen de quienes le habíamos engendrado. Pero no era cierto, no totalmente.
—Comprendo.
—Dicen que el hombre puede sentir la paternidad, pero que no alcanza a comprender la maternidad. No es cierto. Yo lo comprendí antes que él naciera. En el amor hay una promesa: el hijo. Y para sentirla en toda su potencia hay que saberse fecundo, es preciso conocer el color de la flor y el sabor de la fruta. Los seres humanos pueden gozar sexualmente, pero si el hombre es estéril, o lo es la mujer, o lo son ambos, el amor nunca será completo. La Naturaleza no quiere actos inútiles y por ello, el amor, el ritmo vital va desapareciendo y el gozo se convierte en dolor. Yo sentí la granazón, la potencia fecundadora de mi acto. Y una emoción total, como el presentimiento de un misterio, me acercaba en torno al hijo que se iba gestando. Amaba a mi hijo en el vientre de su madre y sabía que estaba creciendo un mundo nuevo, donde unas células se dividían, unos grangios se formaban, una burbuja almacenaba aire. Mi hijo iba creciendo en el licor cálido de su madre, no mayor que un puño, pero ya vivo, ya entero. Y yo comprendía, hombre sobre hombre, el proceso entero de la Humanidad. Me veía a mí mismo avanzando más allá de la muerte, sobre el tiempo y la ventura, perpetuado en los cromosomas de mi hijo. Y sabía que mi acto de amor, la línea precisa de la vida se prolongaría, que por mí no se había roto la cadena de la continuidad. Yo cumplía la ley: vivir y hacer seguir la vida.
Sonreí, quizá porque me recordaba tiempos pasados, y dije.
—Eso, Alarico, es el instinto potente de la especie.
—No. Te equivocas, escritor. Es amor, amor total, amor en la sangre y el espíritu. Puede el instinto de la especie manifestarse; pero cuando el amor ha hecho continuar la sangre y al mismo tiempo, nace otro amor, como nace otro calor del sol. Era mi hijo, parte mía, parte de mi inmortalidad. Jugaría en mis brazos y seguiría mis pasos, lo mismo que yo seguiría los suyos. Eran, o serían míos sus llantos. Y el torrente de mi amor crecía como crece la aurora. Y cuando nació, escritor, mi júbilo era casi llanto. Yo era el creador de una cosa tan bella y tan perfecta. Y lo perdí.
—Lo siento —murmuré.
Alarico estaba llorando. No mucho, unos hilillos que le rociaban las mejillas.
—Murió ella y contra los que decían que un infante no se lograría al lado de un padre inexperto, lo conservé a mi lado. Pero tenían razón. El amor no bastó. Olvidé que el hijo es otra vida y que su sangre, siendo mía, estaba vertida en otros moldes. Y que todo el amor, toda la ternura, toda la belleza del mundo, no pueden llevar un adarme de vida a la que existe disociada de la nuestra. El amor solo puede amar, pero no quitar la fiebre. ¡Que noches, Dios mió, pasé a su lado, escuchando sus vaguidos! No te contaré como murió. Lo perdí, pese a mi amor, y eso es todo.
Quedamos en silencio. De las habitaciones interiores, ahora que estábamos callados, llegaba la suave fragancia de la vida. Alarico escuchó unos instantes y me pareció observar que sufría físicamente. De repente, sacó su mano derecha del bolsillo y la tendió ante mí. La tenía cerrada, como apretando algo y era evidente que estaba crispada, casi sangrante ante la fuerza del apretón. El vagabundo, sin lugar a dudas, quería mostrarme lo que guardaba pero le costaba abrir el puño.
Poco a poco dolorosamente, lo fue consiguiendo. Aún antes de terminar, percibí que era una figura de Belén. Poco después, crispado, casi incrustado en la palma de la mano reconocí a un niño Jesús, sucio de barro. Y el vagabundo dijo.
—Lo encontré.
Me costó trabajo hablar.
—Comprendo.
—No, no comprendes. Esta figura es de barro y lo seguirá siendo hasta que la fe y el amor la coloquen en el punto exacto de su natividad. Pero el niño que nazca entonces no será comprendido, porque los niños verán otro niño y los mayores el trasunto de una bella tradición. Los niños y los hombres saben ya, desde hace mucho, quien es Emmanuel Jesús, nacido en Belén de Judea, en tiempos de César Augusto. Los hombres saben las fechas; los creyentes, porque se lo dijeron Mateo y Lucas, saben que el hijo de Dios nació de mujer cuando reinaba en Palestina el idumeo Herodes. No es que tuviera mucha importancia saberlo, porque fue la muerte de aquel justo la que habría de acercarles a Dios. Pero el saber que Cristo fue niño y que nació, como nacemos todos, nos lo acercaba. Era el instinto de la paternidad, que también debió sentir Yavé.
—Los cristianos lo sabemos.
—¿Crees?
—Él mismo se llamaba Hijo del Hombre.
—Quizá esté un poco confuso escritor y no haya meditado en esa admirable potencia de Dios. Ser hombre para ser parte del instinto de los hombres. Pero es que yo, escritor, he encontrado esta figura en la calle. La debió perder un niño cualquiera. Vale poco materialmente. Habrá comprado otra y ya estará en el pesebre. Sin embargo, cuando yo la encontré, ¿cómo te lo explicaría?, no sabía que era un niño Jesús. Era un objeto que enterré en la palma, de mi mano. Y allí, sobre la carne, me fue creciendo. Te lo juro. Me fue creciendo como creció mi hijo sobre la carne de su madre. Me dolía la mano me dolía la mano… Y me dolía el amor que estaba sintiendo. La semilla del barro se fue conformando dentro de mí, cuando el dolor me iba transmitiendo los perfiles. Y, entonces…
Alarico se detuvo, como si no encontrara palabras. Sobre su mano, la figura iba abandonando arrugas, desprendiéndose.
—He tenido miedo, escritor —dijo por fin Alarico.
—¿Miedo?
—Sí. Miedo a perderlo nuevamente. Porque esta figura de barro no es el hijo de Yavé, el Infinito señor de todo, lo creado. Es el hijo del Hombre, mi mismo hijo, hijo de mi hombría, de mi sangre, de mi anhelo ancestral que pide que, hombre sobre hombre, no se rompa la cadena de la vida. Este hijo no crecerá jamás, pero se renovará continuamente. Es la esencia misma de mi continuidad. Tendré hijo mientras los hombres crean en él. Y he venido para que me lo cuides.
Un vaho sospechoso nublaba mis ojos. La figura de barro era apenas amor, apenas nada. Pero yo sentía un respeto infinito.
—Podría comprar otro mejor, pero me engañaría. Este es mío, creció en mi mano, nació en mi sangre. Y no quiero perderle nuevamente. Hazle un sitio entre los tuyos escritor, tú que tienes una paternidad feliz.
Me dominé por fin y sonreí. Tomé la figura en mi mano y con ella, seguido de Alarico, penetré en la caldeada estancia vecina. Los niños se acercaron en seguida.
—¡Un Jesusito!
—Ya tenemos uno, papá —razonó lógicamente la mayor.
—Te tengo a ti, ¿verdad? —dije—. Pero también tengo a tus hermanos. Dices acaso, ¿ya tienes un hijo, papá?
La niña circunvaló el problema.
—Bueno. Jesús es uno solo aunque haya muchos. Dámelo.
Fiado en el instinto infantil, se lo entregué. La niña se aupó sobre una, silla y colocó la figura dentro del pesebre. Se acercaron todos para mirar. Los adultos, sobre sus cabezas, vimos las dos figuras, ni siquiera iguales una junto a la otra.
—¿No se pegarán papá? —quiso saber uno de los pequeños.
—Vete a saber… —contesté vagamente.
El niño se sumió en profundas meditaciones, que cesaron cuando alguien le empujó. Hubo más que palabras y Alarico, que lo miraba todo, sonrió por primera vez en aquella noche. Yo supe que la armonía estaba conseguida. La incongruencia de un Nacimiento con dos recién nacidos era, en su propia naturaleza, un desdoblamiento, el de la fe compartida. Mi mujer se acercó y me interrogó con la mirada. La tranquilicé. Alarico, versallesco, besó su mano. Y me dijo.
—Te aseguro, escritor, que si tratara ahora de repetir lo que antes te dije no sabría hacerlo, o hablaría de manera diferente. Sin embargo, sigue intacto mi amor, mi instinto. Perdona mi pueril aventura. Me va desapareciendo el dolor de la mano, quizá te interese saberlo.
—Me interesa.
—Bueno… Ahora, me voy.
—No. Quédate con nosotros.
—Gracias. Te pagaré en villancicos.
Los villancicos de Alarico hicieron reír mucho a los niños. Dijo, también, que Jesús había nacido en septiembre y que no hacia frío por aquel entonces en Belén. Creyeron que el champaña se le había subido a la cabeza.
Al cabo, los infantes, pese a la excitación, quedaron dormidos sobre la mesa o en la alfombra. Cargué con un pequeño, mi mujer hizo igual con otros; espabilamos al resto y los llevamos a la cama. ¡Qué dulce era el peso de los niños dormidos!
No quise volver a bajar a la sala. Me plugo meditar que el vagabundo estaría mejor a solas, junto al pesebre de las dos figuras, frente a su propia Natividad, tremenda y suave, alucinada y honda. Este escritor nunca emplea cuatro adjetivos seguidos, pero esta es la excepción. La noche también era excepcional.