Medianoche.
Llovía a mares. No era esa clase de lluvia bajo la cual le gusta a veces a la gente pasear, sino un continuo diluviar, como la lluvia que caía en Francia durante la guerra. La carretera sobre la cual se deslizaba el auto de Marvin brillaba como el lomo de una enorme serpiente. Marvin hasta esperaba que de un momento a otro comenzase a retroceder bajo las ruedas del auto. El pequeño cupé era la única cosa fabricada por el hombre que se movía a través de la noche.
Sin embargo, dentro del auto parecía hallarse en el interior de una agradable cueva. Marvin se asombraba de estar tan cerca de la lluvia y encontrarse, sin embargo, tan seco y caliente. Rogaba al Cielo con toda su alma que no se reventara ningún neumático en una noche como aquella.
Delante de él, a cierta distancia, brilló el ojo de grana de una linterna movida por un hombre envuelto en un negro y reluciente impermeable. Marvin frenó su auto e hizo bajar el cristal de la ventanilla, viendo acercarse, chapoteando, al hombre del impermeable.
—El agua se ha llevado el puente —anunció el hombretón—. ¿A dónde va usted, señor?
—¡A Felders; maldita sea!
—Tendrá que ir por Little Rock Falls. Tuerza a la izquierda, por esa carretera. Es de segundo orden, pero puede pasar. Cuando haya cruzado el puente de Little Rock Falls, vuelva a la derecha. Llegará enseguida a Felders.
Marvin lanzó una imprecación. El hombre del impermeable se echó a reír.
—Es una mala noche.
—¡Endiablada!
En fin, si tenía que dar un rodeo, tendría que darlo, no le quedaría más remedio. ¡Qué noche para arrastrarse por una carretera llena de barro y seguramente convertida en un pantano!
Pero, por mala que la imaginara, Marvin se quedó corto. Su coche se precipitaba en enormes baches llenos de agua, avanzando en medio de terribles vaivenes, que hacían temer que de un momento a otro el coche se deshiciera en mil pedazos.
A los seis kilómetros, el motor del coche empezó a fallar y al cabo de otro kilómetro se rindió definitivamente. La ignición estaba llena de agua. El auto no podía moverse.
Marvin miró a través de los empañados cristales y, vagamente, como una sombra más negra, al otro lado del camino, vio una masa de árboles. Se había detenido en medio de un bosque.
«¡Bonito sitio para pararse!», pensó Marvin. Y para ahorrar la carga de la batería, apagó la luz de los faros.
Fue entonces cuando vio, por primera vez, un resplandor entre los árboles.
Donde hay una luz, es casi según encontrar una casa y posiblemente hasta un teléfono. Marvin se encasquetó hasta los ojos el sombrero, se subió el cuello del abrigo, bajó del coche, lo empujó hasta el borde de la carretea y corrió hacia la luz.
La casa se encontraba a unos siete u ocho metros de la carretera, y la luz brillaba tras los cristales de una ventana de la parte delantera. Mientras avanzaba a través del fangoso patio, Marvin se fijó en otro coche —un enorme sedán —detenido un poco más allá, en la misma carretera.
La lluvia le calaba hasta los huesos y Marvin golpeó la puerta de la casa como un impaciente sheriff. Casi al instante se abrió la puerta y Marvin vio un hombre y una mujer de pie en un pequeño vestíbulo que daba a un bien alumbrado salón.
El vestíbulo estaba casi a oscuras, y el hombre y la mujer se hallaban muy juntos, como si intentaran ocultar algo con sus cuerpos. Pero Marvin, demasiado preocupado con lo suyo, no prestó atención a lo inusitado de que los dos habitantes del campo estuvieran levantados y vestidos mucho después de la medianoche.
Defendido parcialmente de la lluvia por el alero de un pequeño tejado, Marvin se quitó el chorreante sombrero y se apresuró a explicar lo que le había ocurrido.
—Mi auto no quiere marchar. Debe de tener el motor lleno de agua. ¿Podría utilizar su teléfono? Veré si consigo que alguien venga a recogerme desde Little Rock Falls. Lamento tener...
—No se preocupe —dijo el hombre—. Pase, haga el favor. Su llamada nos ha asustado un poco. Nosotros... Bueno... Ya comprenderá... Son más de las doce... Pero, entre, no se quede ahí.
—Tendremos que cambiar de plan, John —dijo de pronto la mujer.
«¿Qué es lo que tendrán que cambiar?», pensó distraídamente Marvin, añadiendo en voz alta que uno debe ir con mocho cuidado, pues hay infinidad de atracos. Y, cosa rara, a pesar de la oscuridad, le pareció que el hombre y la mujer sonreían levemente, como si compartiesen algún secreto, que hacia resultase cómica la suposición de que a ellos podía ocurrirles algún daño.
—No le creíamos ningún atracador —afirmó el hombre—. Pase al salón, por favor.
El salón de aquella casa era como el de tantas otras. Viejos sillones, un escritorio, una estantería llena de libros. Nada moderno en él.
A la luz de la estancia, Marvin contempló a sus huéspedes. El hombre representaba unos cuarenta años. La mujer era mucho más joven: veintiocho, o tal vez treinta. Había en ambos algo sumamente atractivo. No lo era tanto su aspecto, ya que este parecía de personas corrientes; la mujer era muy sencilla. Pero se movían y hablaban con una extraña uniformidad, como si hasta en los pensamientos más recónditos estuvieran de acuerdo.
Marvin dirigió una mirada a su alrededor hasta descubrir en un rincón un teléfono. Con profundo asombro vio que era de un sistema muy anticuado. El hombre le contemplaba con peculiar intensidad.
—No hemos probado de comunicar —dijo, observando la mirada de Marvin—. Pero me parece que no funcionará.
—No me imagino cómo podría funcionar —sonrió la mujer.
Marvin descolgó el auricular y dio vuelta a la manivela. No se oyó la menor respuesta de la central. Repitió el intento varias veces, pero siempre obtuvo el mismo resultado.
El hombre movió lentamente la cabeza.
—Ya sospechaba que no podría utilizarlo —dijo.
—Habrá caído algún poste —murmuró Marvin—. Es curioso. Hacía muchos años que no echaba la vista encima de uno de estos viejos teléfonos. No creí que aún hubiera alguno en servicio.
—Puede quedarse un rato —invitó el hombre—. Mientras esté con nosotros puede hacerse la ilusión de que está en una casa confortable.
«¿De qué diablos está hablando ese hombre?», se preguntó el viajero. «¿Será que está un poco loco? Lo que me acaba de decir es una verdadera tontería».
De súbito habló la mujer.
—Será mejor que se marche, John. Ya sabes que no puede quedarse aquí mucho tiempo. Sería horrible que alguien tomara la matricula de su coche y que luego se llegara a conclusiones. Nadie debe saber que se detuvo aquí.
El hombre miró pensativo a Marvin.
—Sí, querida, tienes razón. No había pensado en eso. Lo siento mucho, señor, pero tendrá que marcharse —dijo a Marvin—. Se trata de algo sumamente extraño en realidad...
Marvin dirigió una furiosa mirada a la pareja y se abrochó el abrigo con aire de ofendida dignidad.
—Me marcho —dijo secamente—. Comprendo que molesto. No debieron haberme dejado entrar. Una vez dentro de la casa esperaba de ustedes una cortesía humana. Veo que me he equivocado. Buenas noches.
El hombre le cerró el paso. Parecía muy apurado.
—Un momento. No se marche hasta que se lo hayamos explicado todo. Nunca se nos ha considerado descorteses. Pero esta noche... esta noche... Permita que me presente. Soy John Reed, y esta es Grace, mi esposa.
Hizo una pausa significativa, como si sus palabras lo explicasen todo, pero Marvin se limitó a mover la cabeza.
—Me llamo Marvin Phelps; pero esto no significa nada para ustedes. Toda esta conversación parece completamente innecesaria.
El hombre carraspeó nerviosamente.
—Por favor, compréndalo. Si le pedimos que se marche es por su bien.
—Sí, claro, claro. Lo comprendo perfectamente. Buenas noches.
El hombre vaciló.
—Las cosas no son lo que parecen —dijo al fin—. Nosotros somos, en realidad, dos fantasmas.
—¿De veras?
—Mi esposo tiene razón —intervino la mujer—. Hace veintiún años que morimos, señor.
—Veintidós hará en octubre —añadió el hombre, después de un breve cálculo—. Es mucho tiempo.
—¡Nunca había oído disparates semejantes! —exclamó Marvin—. Por favor, retírese de la puerta, señor, y déjeme salir.
—Ya sé que parece extraño —reconoció el hombre, sin moverse—. Pero si me veo en esta situación no es por gusto mío. Fui electrocutado hace veintiún años, por el asesinato del director de la escuela de Little Rock Falls. Fíjese en cómo tengo afeitada la cabeza, y los bajos de los pantalones descosidos. Es el caso que siempre que nos materializamos aparecemos tal como íbamos vestidos en el último momento de nuestra vida. Es una de nuestras limitaciones.
Era una locura, todo aquello era una locura. Y, sin embargo, Marvin recordaba vagamente aquel asunto del director de la escuela de Little Rock. Sí, el asesino fue un tal Reed. Su mujer se suicidó días después de haber enterrado a su marido.
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Todo aquello era demencia pura. Sin embargo, aquellos dos seres creían que era verdad. Hasta se habían vestido de acuerdo con ello. El traje de la mujer correspondía a la moda de veintitantos años antes. Y los rasgados pantalones del hombre. El sujeto hasta se había afeitado una parte de la cabeza, y llevaba el cuello de la camisa abierto, como los reos que marchan a la silla eléctrica.
No parecían peligrosos; pero uno nunca puede estar seguro. Lo mejor era seguirles la corriente y salir de allí lo antes posible.
Marvin carraspeó:
—En su lugar, yo me materializaría más a menudo, procuraría crearme una fama de fantasma por toda la región.
El hombre pareció disgustado.
—Debería echarle a empujones —dijo amargamente—. Estoy intentando darle una explicación y usted se está burlando de mí.
—No te preocupes más por él, John —aconsejó la mujer—. Se está haciendo tarde.
—Señor Phelps —insistió el supuesto fantasma, sin hacer caso de las palabras de su esposa—. Tal vez se haya fijado en un auto detenido en la carretera. Pues bien, ese auto pertenece al teniente gobernador Lyons, de Felders, que dirigió la acusación contra mí por aquel crimen y consiguió que se me condenara, a pesar de tener pruebas de que yo era inocente. Claro que entonces no era teniente gobernador, sino fiscal del condado...
»Se trataba de un crimen político y Lyons lo sabía. Pero en aquellos tiempos aún tenía que crearse una posición en el mundo... y las pruebas me comprometían algo. Por ejemplo, el cuerpo del asesinado fue descubierto en un pozo próximo a mi casa. Todo cuanto poseía le había sido robado. El asesino tiró la cartera y el reloj de la víctima debajo de nuestra galería, Lyons dijo que yo lo había escondida allí, aunque era obvio que jamás se me hubiera ocurrido tomar una decisión tan suicida, de haber sido yo el asesino. Lyons también sabía esto; pero tenía que hacer condenar a alguien.
»Lo que realmente me condenó fue que mi contrato de profesor no fue renovado aquella primavera. Ello le dio a Lyons un motivo para explicar el crimen...
»Y yo cargué con todo. Me juzgaron, me sentenciaron y me electrocutaron; todo ello con la mayor limpieza y legalidad. Tres días después que me hubieron enterrado, mi esposa se suicidó.
Aunque Marvin estaba algo asustado, empezaba a divertirse. ¡Qué historia para contar a los amigos! ¡Si al menos la creyeran!
—No comprendo cómo pueden vivir con tanta libertad en esta casa, si hace veinte años que han muerto. ¿No protestan los actuales ocupantes? Si yo viviera aquí, no cedería mi casa a un par de fantasmas... Sobre todo en una noche como esta.
—Ya le he dicho que las cosas no son lo que parecen —replicó prestamente el hombre—. Esta casa no ha sido habitada desde que murió Grace. Tampoco es una casa moderna y la gente tiene prejuicios naturales. En este mismo instante se encuentra usted en una habitación vacía. Esas ventanas están rotas. El papel de las paredes está arrancado, el yeso del techo caído. Y lo mismo ocurre con el de las paredes. En realidad no hay luz en la casa. Si usted contemplara las cosas tal como son, no podría verse la mano, aunque la pusiera a un palmo de su cara.
Marvin buscó la pitillera.
—Bien —dijo—. Parece que tienen estudiadas todas las respuestas. ¿Un cigarrillo? ¿O es que los fantasmas no fuman?
El hombre alargó la mano.
—Gracias —replicó—. No esperaba tanto placer. Habrá usted notado que, a pesar de haber ceniceros en la habitación, no se ven cigarrillos ni tabaco. Grace no fumaba, y cuando me detuvieron me llevó a la cárcel todo mi tabaco. Como ya dije antes, ve usted esta habitación tal como estaba cuando ella se suicidó. También lleva el mismo traje. Hay ciertas reglas en todo esto, ¿sabe?
Marvin encendió los cigarrillos.
—Bien —comentó—. Amigo, parece pensar usted en todo. Sin embargo, aún no comprendo por qué quieren ustedes que me vaya. Lo lógico sería que después de haber arreglado también su escenario, desearan tener a alguien a quién asustar.
La mujer soltó una seca carcajada.
—No es usted el hombre a quién queremos asustar, señor Phelps. Usted ha llegado por casualidad; no habíamos contado con usted para nada. No, el hombre por quien nos interesamos es el señor Lyons.
—Ahora está en el vestíbulo —prosiguió el hombre, indicando con un movimiento de cabeza la puerta por dónde había entrado Marvin. Y de pronto, todo aquello ya no le pareció al viajero tan divertido como un momento antes.
—Esta casa está en la carretera vieja, que ya nadie utiliza —explicó la mujer—. Hace muchos años que estamos intentando presentamos ante Lyons; pero siempre hemos fracasado. Vive en Felders y cuando nosotros llegamos allí nos encontramos sumamente débiles. En cambio, dentro de esta casa, somos muy fuertes. Tal vez sea porque hemos vivido aquí mucho tiempo.
»Pero esta noche, al derrumbarse el puente, hemos comprendido que había llegado nuestra oportunidad. Sabíamos que Lyons no estaba en Felders, y sabíamos también que tendría que dar un rodeo por esa carretera para poder llegar a su casa.
»Teníamos también la seguridad de que Lyons no podría pasar más allá de este lugar.
»Todo ocurrió como habíamos supuesto. El auto de Lyons sufrió una avería igual que le ha ocurrido a usted, y vino recto a esta casa a pedir si podía utilizar el teléfono. Quizá se había olvidado de nosotros. Veinte años son muchos años. Quizá le confundió la lluvia y no se dio cuenta exactamente de dónde se encontraba.
»Así que nos reconoció cayó desmayado. Hace mucho tiempo que sabíamos que su corazón no marchaba muy bien, y esperábamos que al vernos caería muerto. Pero aún está vivo. Como es natural, mientras está desmayado no podemos hacer nada. En realidad somos incorpóreos. Si usted no estuviera tan convencido de que somos de carne y hueso, podría pasar la mano a través de nosotros.
»Decidimos esperar a que Lyons recobrase el sentido para entonces asustarle aún más. Hasta hemos pensado en golpearle hasta matarlo con una de esas inexistentes sillas que usted ve. ¿Comprende lo que sucedería? Su cuerpo no presentaría ninguna señal de golpe; en realidad, moriría de terror. Estábamos aún discutiendo cuando usted llamó.
»Al momento nos dimos cuenta de lo embarazoso que sería para usted si mañana se encontraba el cadáver de Lyons en esta casa y la Policía se enterara de que también usted estuvo aquí. Por eso queremos que se marche.
—Está bien —replicó Marvin—, pero no veo la manera de marcharme. El auto no quiere seguir adelante, y si voy a pie a Little Rock Falls y hago que alguien me acompañe hasta aquí para reparar el coche, el daño será el mismo.
—Sí, claro —reconoció el hombre—. Es un problema.
Durante unos minutos permanecieron inmóviles, callados. Marvin reflexionaba inquieto: ¿Sería verdad que aquella gente tenía al viejo Lyons amarrado en el vestíbulo? ¿Pensarían asesinarle, en realidad? El auto detenido al borde de la carretera pertenecía, forzosamente, a alguien...
Marvin carraspeó:
—Bien, mis queridas sombras, me parece que, a menos que decidan aplazar para otro día su venganza, me van a meter en un lío —dijo.
—No se presentará otra oportunidad como esta —replicó el hombre—. El puente no volverá a ser arrastrado hasta dentro de diez generaciones.
—Sin embargo, no queremos ocasionar un disgusto a ese joven, John.
—A mí me parece —prosiguió Marvin— que esa idea de venganza no les reportará a ustedes ningún beneficio.
—Pero es lo que lógicamente debe hacerse cuando se ha cometido una injusticia —replicó el hombre.
—Tal vez —reconoció Marvin, que durante todo aquel rato se estaba preguntando si realmente se hallaba frente a un loco o si se encontraba en su casa, dormido y soñando—. De todas formas no estoy muy seguro. A pesar de lo que usted diga, he observado que la mayoría de los fantasmas no se preocupan demasiado de las venganzas. Creo que si ustedes reflexionaran un poco, verían que casi todos los fantasmas ha llegado a la conclusión de que la venganza no es gran cosa. Lo importante y lo que emociona es el pensamiento de la venganza, el planearla; pero nada más. Ahora díganme ustedes, ¿qué ventaja sacarán liquidando al viejo Lyons? Si lo matan, desaparecerá todo su incentivo para seguir siendo fantasmas. En cambio, si le dejan marchar, podrán, siempre que quieran, volver a empezar a hacer proyectos de desquite, planear un susto, y entre unos cálculos y otros se les pasará el tiempo sin darse cuenta. Y, además, si por su culpa me ocurriese algo a mí, les quedaría un remordimiento eterno. Entonces sería mi fantasma el que les perseguiría a ustedes.
La mujer miró a su marido.
—Tiene razón, John —dijo temblorosa—. Será mejor que dejemos marchar a Lyons.
El hombre asintió con un movimiento de cabeza. Parecía sumamente preocupado.
—No estoy en todo de acuerdo con lo que usted dice —dijo a Marvin—; pero reconozco que en bien de usted debemos dejar marchar a Lyons. Si quiere ayudarme, lo llevaremos a su auto.
Pasaron al vestíbulo, y allí, ante el asombro de Marvin, se hallaba, tumbado en el suelo, el viejo Lyons. Marvin no tuvo ninguna dificultad en reconocerle, pues había visto infinidad de veces su fotografía en los periódicos.
—Es un hombre duro —comentó Marvin.
El fantasma asintió.
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Entre los dos condujeron al teniente gobernador hasta el enorme sedan. Cuando hubieron terminado, el hombre levantó la cabeza hacia las negras nubes.
—Está aclarado —dijo—. Dentro de una hora habrá dejado de llover.
—Mi mujer me matará cuando llegue a casa —comentó Marvin.
El otro lanzó una breve risita.
—Tal vez si limpiara la ignición podría poner en marcha su auto. Seguramente se habrá secado un poco.
—Lo probaré —replicó Marvin; levantando la capota, secó diversas piezas del motor y las bujías. Luego entró en el auto y trató de ponerlo en marcha cuanto pisó el arranque, el motor obedeció.
El hombre avanzó hacia la portezuela, y Marvin crispó el puño derecho, dispuesto a repeler cualquier ataque. Pero el otro se detuvo, diciendo:
—Bueno, será mejor que se marche. Buenas noches.
—Buenas noches y gracias por todo. Un día de estos le haré una visita.
—No nos encontrará —replicó sencillamente el hombre.
—Está loco perdido —pensó Marvin.
—Oiga, amigo —añadió en voz alta—. Supongo que no le harán nada al viejo Lyons cuando yo me haya marchado.
El fantasma negó con la cabeza.
—No, señor. No se preocupe.
Marvin dio todo el gas. Deseaba alejarse lo antes posible de aquel sitio.
En Little Rock Falls entró en un restaurante y avisó por teléfono a la Policía de que a cinco o seis kilómetros del pueblo, en la carretera vieja, había un hombre sin sentido dentro de un auto.
* * *
A primera hora de la mañana siguiente, al ir al trabajo, Marvin dirigióse hacia la carretera. Avanzó buscando con la vista la casa aquella, y no tardó en descubrirla, reconociéndola por la disposición de las ventanas y el alero del tejado.
Pero al acercarse más, vio que estaba desierta. Las ventanas carecían de cristales y los escalones estaban rotos. Por doquier se veían señales de ruina y vetustez.
Marvin detuvo su auto y permaneció allí un rato, contemplando la casa. Estaba intensamente pálido. Al fin bajó del coche y dirigiéndose a la casa, entró en ella.
No se veía ni un solo mueble. Los techos estaban llenos de profundas grietas. Toda la instalación eléctrica había sido arrancada. La casa fue saqueada hacía mucho tiempo por los vagabundos y arruinada por el descuido, la lluvia y el sol.
Solo en la forma podían reconocerse el vestíbulo y el salón.
«Ahí estaba la estantería de los libros —pensó—. La mesa estaba aquí. Allá los sillones».
De súbito se detuvo y miró al suelo, cubierto de polvo.
Allí se veía la colilla de, un cigarrillo. ¡Y a peca distancia descubrió otro cigarrillo que no había sido fumado, que ni siquiera fue encendido!
Marvin dio media vuelta y, como atontado, salió de la casa.
Tres días más tarde leyó en los periódicos que el teniente gobernador Lyons había muerto. El suelto explicaba que el ilustre político había sufrido un colapso mientras se dirigía a su casa, de regreso de la capital del Estado, la noche en que el puente de Felders fue arrastrado por la corriente del río. La muerte se atribuía a un ataque cardíaco.
Al fin y al cabo Lyons no era ya un joven.
Así Marvin Phelps supo que, a pesar de que sus considerados y fantasmales huéspedes renunciaron voluntariamente a su venganza, la Justicia Divina se había cumplido. Y, cosa extraña, se sintió feliz de que hubiera sido así, de que Grace y John Reed dejaran al Destino el castigo que ellos habían pensado ejecutar con sus etéreas manos...