hamsun
Cerca de Oslo conocimos a un hombre de unos sesenta años, que nos contó más cosas aún sobre aquel asilo de las que sabíamos ya por las notas de Hamsun sobre su último año, porque estuvo empleado en el asilo precisamente en la época en que el más grande escritor noruego vegetaba en él. El hombre nos había llamado ya la atención desde hacía rato, por su silencio, en aquel mesón de las proximidades de Oslo, ruidoso, como es natural, un viernes por la tarde, en el que dormimos varias noches. Tras habernos sentado a su mesa, presentándonos, supimos que aquel hombre había sido en otro tiempo estudiante de Filosofía y, para estudiar, entre otras razones, había pasado cuatro años en Gotinga. Nosotros lo habíamos tomado por un capitán de barco noruego y habíamos ido a su mesa para oír más cosas aún sobre navegación y no sobre filosofía, de la que, al fin y al cabo, habíamos huido al norte desde la Europa Central. El hombre, sin embargo, nos dejó en paz con la filosofía y nos dijo que, realmente, había renunciado a la filosofía de la noche a la mañana y, a los veintisiete años, se había dedicado a cuidar ancianos. No lamentaba su decisión. Su primer trabajo había sido ayudar a un viejo a levantarse de la cama y hacerle la cama y volver a acostarlo en la cama. Aquel viejo era Hamsun. Durante muchos meses, había llevado a Hamsun a diario al jardín que había detrás del asilo y le había comprado en el pueblo los lápices con que Hamsun escribió su último libro. Fue el primero que vio a Hamsun muerto. En aquella época, como era natural, no estaba enterado aún de quién era Hamsun, cuyo rostro muerto tapó con el sudario.