PAÍS RELATO

Autores

stuart m. kaminsky

luna llena sobre moscú

Katrina Ivanova caminaba apresuradamente por el nevado muelle Taras Schevchenko, junto al río Moscova. Había terminado su turno de ascensorista en el Hotel Ukraina y, cuando consultó la hora en el reloj colocado junto a la entrada de servicio, vio que faltaban apenas un par de minutos para la media noche, de modo que le quedaba solo media hora para recorrer el muelle, cruzar el río por debajo del puente Borodino y atajar por el parque situado frente a la estación Kiev de los ferrocarriles, para llegar a tiempo a la estación de metro Kievskaya.
Si perdía el último metro se vería obligada, bien a tomar un taxi, lujo que no podía permitirse, o bien a regresar al hotel y pedir a Molka Lev que la ayudara a meterse en alguna habitación vacía a pasar la noche. Katrina no quería verse obligada a pedir ayuda a Molka Lev. No quería tener que pedir ayuda a nadie. A los treinta y dos años se sentía bastante defraudada de la ayuda que le habían prestado hasta entonces tanto los hombres como las mujeres. Siempre había un precio que pagar. Además, Katrina llevaba una pequeña bolsa cuyo contenido no deseaba compartir con Molka ni con ninguno de los miembros del personal del turno de noche. Era un regalo, un regalo que colocaría sobre la almohada de Agda, de modo que Agda pudiera encontrarlo al despertarse por la mañana. A Katrina le gustaba hacer regalos a Agda, por la sincera alegría que mostraba, incluso ante una bolsita minúscula de caramelos de limón.
Era diciembre y nevaba ligeramente sobre una capa de nieve endurecida caída dos días atrás. Soplaba del río un viento áspero. A Katrina no le importaban el frío ni la nieve; cuanto más frío hiciera, menos probable sería que la asaltara un borracho o algún ejemplar de la nueva especie de los atracadores nocturnos. Pensó satisfecha que a esa hora y con ese tiempo, lo más probable era que nadie la molestara.
Ladró un perro y el tacón de la bota izquierda de Katrina pisó una placa de hielo bajo una tenue capa de nieve fresca. Estuvo a punto de caer, pero consiguió mantener el equilibrio sin dejar escapar su precioso paquete.
Katrina estaba embutida en el chaquetón forrado de Agda, que llevaba sobre su propio suéter de lana de cuello alto. Llevaba un gorro de lana encasquetado y atado bajo la barbilla para proteger del frío las orejas y las mejillas rosadas. Katrina Ivanova no era una belleza, y lo sabía, pero ciertamente tampoco era fea. Su cuerpo era proporcionado, sólido aunque un poco pesado, y tenía una piel limpia y rosada. El cabello era tan rubio ahora como aparecía en la fotografía colocada sobre su aparador, tomada el día de su tercer cumpleaños.
Oyó un ruido a sus espaldas. El silbido del viento entre los árboles o tal vez algún ser vivo; un perro, sí, un perro. La frecuencia de los ataques a mujeres había aumentado abruptamente en la Unión Soviética de Gorbachov un sesenta y cuatro por ciento en un año, con un total de trescientos seis ataques en Moscú, incluidos ciento seis intentos de violación, consumada en cincuenta y tres casos.
El perro volvió a ladrar, más cerca del lugar por donde caminaba Katrina.
Katrina conocía muy bien las estadísticas. Le encantaban porque ofrecían seguridad. Una vez que quedaban establecidas, ya no cambiaban, no se transformaban en otra cosa distinta. Delante de ella, a través de la blanca cortina de nieve, podía ver las luces de la calle Bolshaya Dorogmilovskaya, de la cual partía el puente que cruzaba en dirección al centro de la ciudad.
Se dio cuenta de que se trataba de un perro muy grande y de que se acercaba a ella por detrás haciendo un ruido muy extraño, húmedo y grave, como si hiciera entrechocar las mandíbulas…
Los moscovitas poseen 65 000 perros, 250 000 gatos y decenas de miles de pájaros enjaulados, pensó para distraer su imaginación. Los demás animales eran raros aunque ella había visto varios monos. Caviló Katrina, con escasa satisfacción, en que los Ivanovs y las Ivanovas de Moscú superaban a los perros en 35 000 unidades. También había 25 000 Kuznetsovs más que perros en Moscú. Lo extraño era que fuera preferible ser seguida por un terrier que por un Kuznetsov.
No era un perro. La certeza se le presentó a Katrina de golpe. Se había resistido a aceptar la idea, y así, finalmente, se había dejado sorprender por ella.
Faltaban aún unos cincuenta metros. Nadie a la vista. Las farolas del muelle estaban encendidas, pero la tormenta de nieve amortiguaba la luz. Podía tratar de ir más deprisa, corriendo el riesgo de resbalar y caer; o bien ir un poco más despacio, asegurando el lugar en que ponía los pies, con el peligro de que el animal la alcanzara antes de llegar a la avenida.
Katrina decidió correr más. Detrás de ella, entre las ráfagas del viento que silbaba, oyó crujir la nieve bajo las patas del animal que se acercaba.
Katrina estaba asustada. Ahora no había la menor duda, la menor posibilidad de engañarse a sí misma. Nunca debió salir a la calle a aquellas horas, ahora lo veía con claridad. Probablemente se había escapado algún animal del circo o de un laboratorio de los alrededores. Lo contaría a los periódicos y a la televisión. Pravda recogía ahora toda clase de quejas de los ciudadanos.
Katrina se cambió de mano el paquete, revolvió el interior de su gran bolso de plástico rojo y sacó la pistola automática Tokarev, de 7,62 milímetros, que Agda le había regalado hacía menos de un año, cuando Katrina leyó las últimas estadísticas sobre ataques a mujeres. Agda era increíblemente supersticiosa, pero también práctica en muchos aspectos.
Katrina Ivanova depositó cuidadosamente la bolsa en la nieve, aferró el revólver con sus manos enguantadas de lana, se volvió y encañonó al animal que sabía que la estaba siguiendo Agda se habría sentido orgullosa de ella.
La criatura que vio acercarse como un súbito toque de pincel oscuro en el blanco paisaje nevado no era ningún animal que Katrina hubiera visto con anterioridad. Corría hacia ella y su tamaño era el de un hombre robusto. Estaba cubierto de un pelaje gris hirsuto, que temblaba a la luz de la luna llena. Había abierto sus enormes fauces, y los dientes… Katrina disparó cuando la criatura se encogió y saltó hacia ella, utilizando las fuertes patas traseras para impulsarse en el aire. Disparó de nuevo. La criatura gimió, se retorció en el aire y fue a aterrizar directamente frente a Katrina, irguiéndose en toda su estatura, con las garras alzadas, unas garras curvadas y oscuras contra el pelaje gris. Mostraba unos dientes agudos y…, ¿era eso sangre? Katrina disparó por tercera vez, a quemarropa, contra el pecho de la criatura, que se había abalanzado sobre ella. Un dolor agudo, como una inyección de hielo, corrió a través del hombro de Katrina, haciéndola caer de espaldas, la pistola perdida en la nieve y la confusión.
Quedó tendida de espaldas, boca arriba, intentando incorporarse con ayuda del brazo sano mientras la criatura daba un paso más y la luna dibujaba un halo sobre su cabeza, que se volvió hacia el cielo para lanzar un aullido tan agudo que Katrina se tapó los oídos, llorando, y cerró los ojos.
Esperó los dientes, las garras, el horror del aliento de la criatura, pero no llegaron. Y entonces experimentó el terror definitivo, el de pensar que cuando abriera los ojos la encontraría allí, a unos centímetros de su rostro, jugando con ella, esperando que mirara para desgarrarle entonces la cara con los dientes.
Katrina gimió, abrió los ojos y tragó saliva. No había frente a ella nada, salvo la luna y la parte superior de un edificio. Se volvió, pivotando sobre su brazo sano, a izquierda y derecha. ¿Se habría colocado a su espalda?
Volvió la cabeza, temiendo ahora que un súbito zarpazo de aquellas temibles garras le destrozara la garganta. Pero no ocurrió nada. Katrina se incorporó hasta quedar sentada y palpo su brazo herido, que había perdido la sensibilidad. Entonces la vio. Delante de ella, en la nieve, había, no un monstruo, sino una mujer desnuda. Estaba tendida boca abajo y de un agujero abierto en la espalda le brotaba sangre. El cuadro que ofrecía era, inesperadamente, muy hermoso, porque se trataba de una mujer esbelta y pálida, con una larga cabellera negra que ondeaba delicadamente al viento.
Katrina se arrastró dolorida hacia ella, de rodillas, apretando el brazo desgarrado contra su pecho y tocó a la mujer, obviamente muerta pero aún caliente. No podía ser, no había sido esa mujer quien la atacó. Katrina Ivanova creía en los hechos, en las evidencias, en las estadísticas. Era Agda la supersticiosa, Agda la ucraniana que había hecho fundir los candelabros de plata que su abuelo se había llevado del Palacio de Verano de los zares durante la Revolución, candelabros que habían sido la posesión más preciada de su madre. Era Agda quien había insistido en fabricar con esa plata unas balas para la pistola que le regaló a Katrina.
Se puso en pie y, temerosa de desmayarse de un momento a otro, Katrina miró a su alrededor y decidió que el lugar más próximo en el que podía encontrar ayuda era la calle situada frente a ella, el mismo camino que seguía antes de ser atacada. Avanzó tambaleándose hacia las luces, sopesando la posibilidad de no informar a nadie de aquella pesadilla y limitarse sencillamente a tomar un taxi y marcharse a su casa. Entonces recordó el paquete, el regalo para Agda, y aquello adquirió una importancia tremenda, mayor que la de conseguir el auxilio que necesitaba su brazo herido. El pie de Katrina tropezó con el arma caída, pero no se detuvo a recogerla. Sus ojos buscaban frenéticos en la nieve, tratando de evitar la visión de la mujer muerta.
Se sentía al borde del llanto. No veía el paquete por ninguna parte y no podía dejarlo allí. Al fin lo encontró, al lado de la mano derecha extendida del cadáver de la mujer. Lo recogió y alzó la cabeza para dar gracias al Dios que tan solo un año antes no se atrevía a reconocer en público.
—Se llamaba Olga Stashov —dijo el búho humano que se había identificado a sí mismo como policía.
Se presentó con el nombre de inspector Nikulin, sin nombre de pila. Había estado observando cómo la doctora limpiaba y cosía el brazo de Katrina Ivanova, le prescribía una medicación determinada y anunciaba:
—Mordedura de perro. Le he puesto una inyección antitetánica. Si mañana no ha encontrado al animal para que podamos comprobar si tiene o no rabia, será preciso ponerle también la vacuna antirrábica.
—Solo ha habido dos casos de rabia por mordedura de perro en Moscú en los últimos cuatro años —dijo Katrina con voz débil, mientras la doctora la ayudaba a levantarse—. Los catorce casos restantes se atribuyen a las ratas.
—Muy interesante —dijo el inspector Nikulin—. Ahora voy a decirle una cosa, camarada. ¿Sabe cuántos años tengo?
—No —contestó Katrina, dirigiendo la mirada a su chaquetón y al paquete, depositados sobre una mesilla en un rincón del consultorio.
—Tengo casi sesenta años —declaró—. No tendría que estar trabajando por las noches. Merecería ser tratado con cierta dignidad, pero en política soy lo que se llama un reaccionario.
—Yo no… —empezó a decir Katrina, pero la doctora la interrumpió:
—Tengo otros pacientes —declaró y se marchó a toda prisa de la pequeña y caldeada sala de urgencias.
—Me retiraré el año que viene —siguió diciendo Nikulin—, y he perdido todo interés en la condición humana. He visto demasiadas cosas.
La miró con una fijeza que Katrina fue incapaz de soportar.
—No me encuentro bien —dijo—. Estoy cansada.
—Por supuesto que está cansada. Ha tenido una noche atareada. Primero la muerde un perro, y luego dispara a una mujer que se pasea desnuda en medio de la nieve. —Se sentó pesadamente en la única silla de la habitación, con las manos hundidas en los bolsillos, a pesar del calor—. Le dispara con balas de oro.
—Plata —le corrigió Katrina, poniendo los pies en el suelo.
—Sí, por supuesto, lo siento. Mató a una mujer que vagabundeaba desnuda a media noche con una tormenta de nieve. Le disparó con balas de plata. Eso sucedió después de que el perro…
—No era un perro —insistió Katrina, dirigiéndose hacia su chaquetón—. Y no le disparé a ella. Disparé a… la cosa.
—La cual —suspiró el policía— huyó sin dejar rastro de sangre, pero en cambio depositó el cuerpo recién muerto de una mujer, a la que por coincidencia también habían disparado con balas de plata.
—No estoy mintiendo —dijo Katrina—. Pongo a Dios por testigo.
—Katrina Ivanova —dijo el inspector, sacudiendo la cabeza y tomando un informe en el que había un folio de papel y una fotografía sujetos con un clip—. A pesar de las estupideces ocurridas durante el pasado año sigo opinando que no hay un Dios que sea testigo de nuestros actos; y en cambio yo he sido testigo de muchas muertes extrañas durante los últimos cuarenta años. Cadáveres descabezados, rituales secretos, manipulaciones sexuales que acaban por producir la muerte… Su declaración carece de sentido. No hemos podido encontrar las ropas de la mujer. ¿Las arrojó al río? Las encontraremos.
—No —dijo Katrina.
—¿Era ella su amante? —insistió Nikulin.
—¿Cómo? —Katrina se volvió, indignada. El movimiento produjo una aguda punzada que le recorrió el brazo, ahora vendado y en cabestrillo, y la obligó a sentarse de nuevo en una esquina de la cama.
—¿Le gustaría saber quién era la mujer muerta? —preguntó Nikulin.
—No —dijo Katrina, y luego rectificó—. Sí.
—Olga Stashov era una bailarina del Ballet Bolshoi —explicó él con un suspiro exagerado, mostrando a Katrina el folio incorporado al informe que tenía en la mano. Ella miró el papel y la fotografía adjunta, que mostraba a una mujer muy pálida y hermosa, con profundos ojos negros y un cabello todavía más negro—. Lo que significa que, si la prensa y la televisión se enteran de esto, mi vida se convertirá en un infierno y mis superiores me abrumarán a preguntas que no podré contestar. Le aseguro que todo era más fácil en la época de Stalin. Ningún periódico habría podido hablar de un tema así y nosotros nos habríamos limitado sencillamente a internarla a usted en un sanatorio psiquiátrico.
—Lo siento —dijo Katrina.
Nikulin encogió los hombros, irritado.
—¿Sabe por qué no la encierro de inmediato en el manicomio, a pesar de su loca historia? —preguntó, y antes de que ella pudiera esbozar una respuesta o un gesto, continuó—: Por su brazo. Algo le ha hecho esa herida, y eso tuvo que ocurrir cerca del cuerpo de la mujer. La nieve dejó de caer. Seguimos el rastro de sangre que dejó usted. ¿Acaso bajó del cielo un helicóptero a llevarse al perro? Respóndame, Ivanova. No soy curioso, ¿sabe? Soy solo un hombre cansado. Invente una mentira. La aceptaré agradecido si me permite marcharme a mi casa.
—No tengo por qué mentir —dijo ella, notándose febril—. No estoy mintiendo.
El inspector se puso en pie y se peinó con la mano el rizo de pelo gris que le había caído sobre la frente.
—Muy bien —dijo—. Tenemos su pistola. Tenemos su dirección. Se encuentra usted demasiado débil para hacer daño a nadie. Váyase a casa. Pida a la doctora que le consiga un taxi. Iremos a buscarla cuando la necesitemos, o bien el hospital la llamará si no encontramos al perro y tienen que ponerle las inyecciones.
—Pero esa mujer muerta —dijo Katrina, desconcertada—. Yo… Usted cree que yo la maté…
—Creo que se suicidó —dijo el inspector, mirando a Katrina a los ojos—. Había regresado hace pocos meses de unas vacaciones en Rumania, con una especie de depresión nerviosa. Salió por la televisión. Vino a la orilla del río, se quitó la ropa y se disparó.
—Pero la criatura… —balbució Katrina.
—Camarada Ivanova —dijo el inspector, cargándose de paciencia—. La ley no le permite poseer ni llevar un arma de fuego. Las penas son severas. Facilítenos la vida, váyase a su casa. Si la necesitamos, sabremos dónde encontrarla. Casi ha amanecido ya. Dentro de unas horas iré al apartamento de Olga Stashov y buscaré pruebas que demuestren su estado mental y que indiquen que el arma era suya. ¿Quién sabe? Tal vez encontraré balas. Creo que será así, pero que esas balas no serán de plata. ¿A usted qué le parece?
—No me encuentro bien —contestó Katrina—. Debo ir a casa a descansar.
Por primera vez desde que la vio, el inspector Nikulin sonrió. Fue una sonrisa algo dispéptica, pero sonrisa al fin y al cabo. Katrina Ivanova deseaba ardientemente volver a su casa, despertar a Agda, contarle lo sucedido, recibir consuelo y simpatía, y dar a Agda el regalo que todavía apretaba en su mano, después de recogerlo junto con el bolso.
Pero Katrina no fue a su casa. Cuando el inspector Nikulin le enseñó el informe con la fotografía del rostro fantasmal de Olga Stashov, Katrina pudo leer la dirección. Y aunque el nerviosismo era un sentimiento impropio de ella, algo inquietaba a Katrina y le hacía estar segura de que le sería imposible dormir hasta conocer la respuesta a las preguntas que el policía quería pasar por alto. Katrina estaba convencida de que su salud mental dependía de que pudiera encontrar esa respuesta.
El policía no se había prestado a llevarla a su casa, pero esa omisión no la molestó en absoluto, desde el momento en que no pensaba ir a su casa. Eran casi las dos de la madrugada cuando salió a la calle. Por fortuna había un taxi esperando frente al hospital; el conductor era un hombre pequeño, con mechones de pelo tieso que surgían de una cabeza casi enteramente calva. Se cubría el cuerpo con un abrigo exageradamente grande y bebía a escondidas de una botella que Katrina supo que contenía vodka desde el momento en que abrió la portezuela posterior. El taxista, que no se había dado cuenta de la presencia de un cliente en potencia, se sobresaltó tanto que dejó caer la botella al suelo.
Mientras lanzaba maldiciones entre dientes y ella cerraba la puerta, el taxista recuperó la botella y dijo:
—Me voy a casa, he acabado de trabajar por esta noche. Salga.
Katrina le dio tranquilamente la dirección, en la calle Malaya Molchanovka, no lejos del muelle donde Olga Stashov había encontrado la muerte dos horas antes.
—Me voy a casa —repitió él, volviéndose a mirarla por encima del respaldo de su asiento—. A casa. Coja otro taxi. Hay tres mil taxis en Moscú.
—En Moscú hay dieciséis mil ciento cincuenta y cuatro taxis. El que he ocupado va a llevarme a la Perspectiva Kalinin —dijo ella—. No salgo.
El hombre le dirigió una mirada amenazadora, pero Katrina no se inmutó. Considerando todo lo que le había ocurrido esa noche, los esfuerzos del taxista por intimidarla eran una broma tan descolorida como la faz de la bailarina muerta, bajo los copos de la nieve que revoloteaban al viento. Colocó en su regazo el bolso y el paquete que contenía el regalo.
—¿Qué le ha pasado en el brazo? —preguntó el conductor del taxi, enfurruñado aún, pero ya no agresivo.
—Me atacó un animal —explicó ella.
—¿Quiere una botella de vodka? Puedo venderle…
—Conduzca, por favor —dijo Katrina.
El taxista se encogió de hombros, se pasó la mano por los mechones de pelo tieso, que hicieron caso omiso del esfuerzo, y arrancó. Condujo por las calles vacías hasta la Perspectiva Kalinin, dobló a la derecha delante de la iglesia del siglo XVII dedicada a san Simeón Estilita para entrar en la calle Vorovsky. Luego torció rápidamente a la izquierda por Malaya Molchanovka. Un centenar de metros más allá de la casa donde había vivido el poeta Mijail Lermontov, el taxista detuvo el vehículo y señaló un edificio de apartamentos de cuatro plantas.
—Es ahí —dijo—. Cuatro rublos.
Katrina pagó sin discutir y se apeó. La calefacción del taxi era muy deficiente, pero la bofetada de frío que la recibió al salir a la intemperie la hizo pensar en volver a subirse al taxi. El conductor no le dio la oportunidad de hacerlo. Arrancó a toda prisa, haciendo patinar los neumáticos. La trasera del coche se fue hacia un lado momentáneamente, pero pronto un golpe de volante enderezó la marcha, y el taxi desapareció en una curva de la calle.
Existía la posibilidad muy real de que a Katrina no le permitieran entrar en el edificio. Y aun en el caso de que consiguiera entrar, era improbable que llegara hasta el apartamento, si es que había alguien en su interior. Pero tenía que intentarlo. Cuando saliera el sol llegaría Nikulin el policía, encontraría lo que deseaba encontrar y cerraría el caso para él y para todo el mundo, pero no para Katrina. Ella había visto lo que había visto. Era una mujer práctica, con un brazo herido. Era una mujer que necesitaba comprender, que necesitaba saber cómo había aparecido la bailarina en el muelle con las balas de Katrina en el cuerpo.
Katrina se acercó a la puerta del edificio de apartamentos, la empujó y estaba abierta. En el interior del pequeño vestíbulo encontró un poco de calor y los nombres de los inquilinos —no eran demasiados— mecanografiados claramente en pequeñas casillas colocadas en una de las paredes. Había un telefonillo colgado junto a un fila de timbres correspondientes a cada apartamento. Katrina apretó el timbre marcado «Stashov» y descolgó el telefonillo. Nadie contestó. Volvió a apretar el timbre. Nada de nuevo. Estaba a punto de renunciar, cuando crepitó una voz al otro lado de la línea.
—Gracias a Dios —dijo una voz de hombre.
—Me llamo… —empezó a decir Katrina, pero el hombre, que al parecer estaba llorando, la interrumpió.
—¿Tiene una llave?
—No —contestó ella.
—¿No tiene una llave de su puerta, alguna llave? —insistió el hombre, entre sollozos.
—Sí.
—Introdúzcala todo lo que pueda en la cerradura y gírela a la derecha muy despacio, hasta que oiga un chasquido. Entonces tire fuerte de la puerta. Por el amor de Dios, dese prisa.
Katrina volvió a colgar el telefonillo y fue hasta la puerta interior, sacando del bolso la llave de su apartamento y dejando en el suelo el bolso y su precioso paquete. Hizo lo que le había dicho aquel hombre llorón, pero no resultó fácil. Solo contaba con una mano sana y le hacían falta las dos, una para hacer girar la llave y la otra para empujar la puerta. A pesar del dolor, sacó el brazo izquierdo del cabestrillo y tiró de la puerta hacia ella cuando oyó el chasquido del cerrojo. No resultó ni mucho menos tan doloroso como pensó que iba a ser, pero deseó no tener que volver a hacer otro esfuerzo parecido. Recogió sus cosas y entró.
Encontrar el apartamento no le planteó el menor problema. Estaba en el primer piso. Antes siquiera de llamar a la puerta, Katrina vio que estaba ligeramente abierta. Llamó, a pesar de todo. Algo se oyó en el interior, una especie de gemido. Volvió a llamar y el sonido se repitió, pero el hombre no acudió a abrirle la puerta. La empujó ella misma hasta dejarla medio entornada y llamó:
—¿Está usted ahí?
En esta ocasión la voz del hombre, desde detrás de una puerta interior, contestó:
—Sí, sí, oh, Dios mío, entre.
Y Katrina entró.
El apartamento estaba a oscuras, a excepción de una luz muy pequeña encendida en una habitación interior. Katrina se detuvo en el umbral y, cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, pudo ver que el apartamento era realmente muy grande y que se encontraba en un amplio vestíbulo. Desde allí se entraba directamente a la sala de estar, que tenía las cortinas cuidadosamente corridas. Avanzó con cautela, con lentitud, mientras el hombre gritaba:
—¿Dónde está usted? Venga aquí, venga aquí, deprisa.
Katrina encontró la puerta medio abierta de donde salía la voz y la abrió de par en par. El olor la golpeó como un puñetazo en el pecho; era algo sucio, de naturaleza animal, asociado en sus recuerdos con gatos muertos y con una rata que encontró en una ocasión detrás de una lata de melocotones en conserva, en la despensa de su madre.
La luz distante venía de detrás de esa puerta e iluminaba la habitación con un tono amarillento enfermizo, dibujando sombras que Katrina pensó que nunca podría olvidar. Vio ante ella una jaula, una sencilla jaula como las del zoológico, lo bastante grande para tener un mono encerrado, con barras tan gruesas como su brazo; y en el interior de la jaula estaba un hombre vestido de etiqueta, que sujetaba dos de las barras con manos tan tensas que los nudillos habían perdido el color, y la miraba fijamente.
—Sáqueme de aquí —dijo—. Dese prisa.
Katrina vacilaba.
—Sáqueme —rogó—. Tengo que encontrarla.
—¿Encontrarla?
—A Olga, mi mujer —explicó el hombre.
Era alto, de unos cuarenta años, con barba de un día y los ojos extraviados de un hombre realmente aterrorizado. Katrina vio el interfono en la pared, junto a la jaula, en un lugar desde donde el hombre encerrado podía utilizarlo.
—¿Qué está haciendo ahí dentro? —preguntó Katrina, dando un paso adelante.
—¿Qué estoy…? ¡Sáqueme, maldita sea! ¡Sácame de aquí, gorda! —aulló, sacudiendo las barras—. Lo siento. Soy… Es terrible. Por favor, sáqueme. Se lo ruego humildemente. Me pondré de rodillas, si lo desea. Vea, así.
—No —dijo Katrina—. ¿Por qué está ahí metido?
El hombre de rodillas se puso de repente suspicaz.
—¿Quién es usted? —dijo sin levantarse—. ¿Qué ha venido a hacer aquí en mitad de la noche?
—Me llamo Katrina Ivanova.
—¿Qué le pasa en el brazo? No… —Rompió a llorar, todavía arrodillado, golpeándose las mejillas con las palmas de las manos—. Olga, ¿dónde está mi Olga?
—Está muerta —dijo Katrina.
—Muerta —repitió el hombre, sacudiendo la cabeza—. ¿Muerta? No puede estar muerta.
—Lo siento —dijo Katrina, adelantándose hasta quedar frente a la puerta de la jaula.
—No —dijo él—. No lo entiende. Ella no puede morir, es inmortal.
—Creo que yo la maté —dijo Katrina, deseosa de escapar de ese lugar, pero incapaz de apartar la mirada del loco enjaulado. El hombre se echó a reír y sacudió la cabeza. Su risa era pesada, insana.
—Le disparé dos balas de plata —dijo Katrina. La risa del hombre se detuvo abruptamente.
—¿Quién es usted? —preguntó, con aspecto atemorizado otra vez.
—Katrina Ivanova —contestó ella—. Soy ascensorista en el Hotel Ukraina.
—¿Y tiene una pistola con balas de plata? —preguntó él, incrédulo.
—Fue Agda quien fabricó las balas —dijo Katrina. Y entonces comprendió, y expresó en voz alta esa comprensión—. Ella… Olga Stashov era una mujer lobo.
El hombre no contestó, pero Katrina supo que era cierto. Él volvió a sentarse, apoyado en la parte posterior de la jaula, con las rodillas levantadas y la cara oculta entre las manos.
—Ella intentó matarme —explicó Katrina, pero el hombre no respondió—. Le sacaré de esa jaula.
—No importa —dijo él—. Ya nada importa.
La cabeza le emergió de entre las manos. Miró a su alrededor y más allá de la jaula.
—Soy escritor, Katrina Ivanova —dijo—. Me sería imposible escribir sobre una ironía más sutil que esta. Yo mismo construí esta jaula. Aprendí cómo hacerlo y la construí para encerrar a mi Olga en las noches de luna llena. Y luego, en esta ocasión, la única ocasión en la que no llegué a tiempo, yo mismo me encerré dentro para librarme de sus garras y sus colmillos. Si ella me hubiera matado y descubierto mi cadáver por la mañana, habría… No lo sé.
—¿Cómo le ocurrió a ella…?
—Estábamos en Rumania, de gira, dábamos una representación en Bucarest… ¿Qué importa ya? El animal salió corriendo de un callejón situado detrás del teatro y atacó a Olga. Yo intenté luchar con aquel monstruo de hedor insoportable… Otra gente acudió a ayudar y aquello corrió, saltó, no, trepó por la pared de un edificio vecino, aullando sin parar. Olga había sido mordida en el cuello y tenía heridas de zarpazos por todo el cuerpo. Estaba cubierta de sangre. Yo temía que muriese camino del hospital, pero no fue así, se restableció de un modo milagroso. Una enfermera estúpida dijo que estaba bendita. Descubrimos la noche de la luna llena siguiente, ya de vuelta en Moscú, que se refería a una maldición. Olga mató. Yo estaba fuera… Cuando regresé a casa… ¿Qué importa?
—¿Dónde está la llave? —preguntó Katrina.
—En la mesa, junto a la puerta —dijo él, mirando un punto de la pared y no hacia la mesa.
Katrina fue hasta la mesa.
—No hay ninguna llave —dijo. El hombre sacudió la cabeza.
—Se la llevó ella. No me importa. Con su maldición, Olga podía haber vivido eternamente. ¿Cuántas personas en Moscú viven siquiera cien años? Con mi protección y la de quienes vinieran después de mí podía haber vivido siglos. ¿Puede imaginar la destreza que llegaría a adquirir una bailarina al cabo de cien años de práctica? ¿Puede imaginar el pathos exquisito que habrían añadido a su arte los sufrimientos eternos que padece? La maldición podría haberla convertido en la bailarina más grande de todos los tiempos.
—Ciento trece —dijo Katrina.
—¿Cómo? —preguntó el hombre, con un respingo, volviéndose a mirarla.
—Ahora hay ciento trece personas en Moscú de edad superior a los cien años —dijo ella—. La policía vendrá dentro de unas horas. Encontrarán el modo de sacarle de ahí. ¿Quiere que le ayude de alguna manera?
—Si hubiera encontrado la llave —dijo él—, creo que la habría matado en cuanto me liberara. La habría matado por privarnos de Olga a mí y al futuro. ¡Nada se habría perdido si mi hermosa Olga le hubiera arrebatado su insignificante vida!
Katrina se dirigió a la puerta y empezó a abrirla. El brazo ya no le dolía tanto como cuando entró en el apartamento. Estaba a punto de salir de la habitación cuando vio la llave en el suelo y decidió que tenía un regalo para Agda mejor que las bolas de requesón que llevaba en el paquete.
Eran las tres y media de la madrugada cuando Katrina abrió en silencio la puerta del apartamento que compartía con Agda. Dejó en el suelo el bolso y, sin encender la luz, cruzó de puntillas la minúscula sala de estar-cocina hasta él aún más pequeño dormitorio. La puerta estaba abierta y ella entró guiándose solo por la luz de la luna que entraba por la ventana.
Agda bostezó y se dio la vuelta. Katrina se metió en la cama, deseando que su amiga se despertara. En la mano llevaba su regalo.
—Katrina —dijo Agda adormilada—. ¿Qué es esa horrible…?
—Tengo algo para ti —dijo Katrina, excitada—. Algo que contarte.
—Has descubierto que el río Moscova tiene doscientos afluentes —murmuró Agda.
—Tiene más de seiscientos afluentes —dijo Katrina—. Te he traído una cosa.
—Por la mañana —dijo Agda, enfadada—. Deja de dar saltos en la cama. Es muy tarde y tendré que madrugar para ir al trabajo.
—Solo será un momento —rogó Katrina—. Te lo prometo.
Agda se incorporó con un suspiro de resignación y miró el regalo que le tendía su amiga, pero nada estaba claro, ni siquiera la voz de Katrina. Agda tendió el brazo hacia la mesilla colocada junto a la cama, se puso las gafas y encendió la lamparilla.
Al volverse, vio lo que hasta esa noche había sido su amiga Katrina, y en parte aún lo era. La criatura situada frente a Agda estaba agachada sobre la cama, dando saltitos sobre sus patas traseras. Las manos no eran manos sino garras oscuras y retorcidas que vibraban nerviosas mientras sostenían el regalo. Pero eso no era lo peor. Lo peor era la mirada del rostro, un rostro que era al tiempo el de Katrina y el de un animal peludo con los belfos recogidos de forma que mostraban unos dientes grandes y agudos, manchados de sangre. No había duda posible, el monstruo era feliz. El monstruo sonreía mientras ofrecía a Agda el corazón del marido de Olga Stashov.