INTRODUCCIÓN
Saville Grainger será recordado largamente por el público como un brillante periodista, y por sus amigos como un misógino inveterado. Su desagrado hacia el bello sexo llegaba a ser una obsesión, y un lindo rostro era para Grainger lo que una capa roja para un toro. Esto era tanto más extraordinario y, para Grainger, tanto más penoso, cuanto que se trataba de uno de los hombres más agraciados que he conocido —muy moreno, con unos ojos maravillosos y un perfil de patricio romano— o más bien, como se me ha ocurrido después, de aristócrata oriental: aquilino, de dibujo perfecto y atezado. En cualquier reunión o fiesta a la que asistiese, las mujeres gravitaban hacia él como si poseyera una atracción magnética, mientras Grainger amurallábase invariablemente en sí mismo.
Quizá algunos recordarán el extraordinario final de Grainger —final nunca explicado hasta hoy—: pero tantas y tan importantes cosas han ocurrido entretanto, que es posible que esos algunas hayan olvidado los detalles. En aquel entonces, como era natural, el hecho causó gran sensación en El Cairo, pero aun así, como transcurrieran unas ocho días sin que Grainger volviera a dar señales de vida, el pasmo de esa desaparición desvanecióse al cabo al ser absorbido el interés público por otros acontecimientos.
Dicho en pocas palabras: Grainger, que estaba restableciéndose en Mena House de una severa enfermedad que había pasado en Londres, salió una noche a dar una vuelta, llevando un, ligero abrigo claro sobre su traje de etiqueta y fumando un cigarrillo. Emprendió el camino de la Gran Pirámide... y jamás volvió. Esta es la historia en su esquemática desnudez. Nadie le ha vuelto a ver desde entonces, o, por lo menos, nadie ha dicho que le haya visto.
Si la historia que voy a relatar es invención pura —invención del propio Grainger a causa de algún motivo oculto, o de otra persona muy familiarizada con su escritura— es cosa que no puedo garantizar. EL modo en que llegó a mis manos puede contarse en pocas palabras.
Dos años después de la desaparición de Grainger, me hallaba en El Cairo, y aunque no residía en Mena House, iba allí con frecuencia a visitar algunos amigos. Una noche, al salir del hotel y acercarme al coche que había de retornarme al Continental, un indígena de alta estatura, vestido de blanco y tan embozado que de su rostro solo se veían los ojos brillantes, me entregó un paquete—: un rollo de papiros, al parecer—, me saludó con extraordinaria gravedad y se fue.
Por lo visto, nadie había reparado en aquel hombre, aunque el chófer, naturalmente, estaba tan cerca de él como yo, y el criado del hotel me había seguido hasta el pie de la escalera. Me quedé allí, en la oscuridad, mirando el envoltorio que tenía en la mano, y luego seguí con los ojos a la esbelta figura que habían engullido ya las sombras de la carretera. Creí, por supuesto, que aquel hombre se había equivocado, y, acercando el rollo a uno de los faroles del coche, lo examiné de cerca.
Era un rollo de una especie de pergamino, atado un pedazo de finísimo cordel, y, sobre la primera página, por lo demás intacta, aparecía claramente escrito mi nombre.
Subí al coche, bastante extrañado por el incidente; luego desaté el cordel y empecé a leer. No tardé en creer que estaba soñando.
Como acompaño el manuscrito completo, no me referiré a su contenido, que será leído a continuación. Me limitaré a mencionar que estaba escrito con tinta muy oscura y con la letra inconfundible de Saville Grainger, sobre una especie de pergamino o papiro que ha desafiado el examen de tres expertos a quienes lo he mostrado, y es, en resumidas cuentas, de fabricación desconocida. El bramante que lo ataba resultó ser de cáñamo finamente trenzado.
He podido comprobar aquella parte del relato de Grainger—, si esta asombrosa declaración es realmente obra de Grainger —que trata de acontecimientos ocurridos cuando abandonó Mena House y el mundo. El dragomán, Hassan Abd-el-Kebir, seguía ejerciendo su profesión en la época de mi visita, y confirmó la veracidad del relato de Grainger en lo referente al corazón de lapislázuli, que él mismo había visto, y al encuentro en el Muski con la anciana, que le había contado Grainger.
En cuanto al resto, dejemos que lo refiera el manuscrito del desaparecido.
EL MANUSCRITO
Dos años han transcurrido desde que abandoné el mundo, y la presencia en Egipto de un ex colega, de que he sido advertido, me induce a registrar la experiencia más rara, más maravillosa y más bella que jamás sucedió a hombre alguno.
No espero que se dé crédito a mi historia. El escepticismo del mundo materialista consumirá mi declaración en sus fuegos devoradores. Más no importa. El viejo prurito del periodista de «contar una historia» me posee. Como una «historia», pues, puede ser considerado este relato.
Dejo al lector que juzgue por sí mismo dónde comienza realmente la experiencia. Yo, personalmente, confieso no saberlo, ni aun en estos momentos.
El telón se alza sobre aquella parte de la historia que me propongo relatar, una tarde, junto a una esquina de la calle de los Plateros, en El Cairo. Vagaba yo, sin acompañante, por aquellas callejas maravillosas, tortuosas y estrechas, pues soy, por costumbre, un ser solitario; y, a pesar de mi ignorancia del idioma y costumbres de los nativos, llegaba a la conclusión de que un lazo de simpatía —de silenciosa comprensión— parecía unirme a aquellos atareados hombres morenos.
Durante muchos años había alimentado la secreta ambición de hacer una prolongada visita a Egipto, pero las obligaciones de mi ardua profesión no me habían permitido realizarla hasta aquel momento. Pero entonces, aun siendo extranjero en extraña tierra, me sentía «como en casa». No espero hacer evidente a mis lectores lo absoluto de esta expresión. Desde el Shepherd, con sus tropeles de viajeros cosmopolitas y sus bellísimas huéspedes, hui bien pronto, desalentado, hacia la relativa quietud de Mena House. Pero la sola felicidad auténtica que llegué a conocer —en realidad, como luego observé, que he llegado a conocer nunca— la encontré entre los gritos discordantes y la mezcolanza de perfumes y decadencia que ofrecían los barrios indígenas. El desierto me atraía dulcemente, pero eran las gentes, las tiendas, las casas con sus celosías, los ruidos y los olores de las calles orientales lo que se aferraba a mi corazón.
Observaba con deleite el paso de aquellos vehículos comerciales, estrechos y montados sobre ruedas monstruosas, que llevaban cargas de variedad indescriptible a lo largo de calles no más anchas que el vestíbulo de una pequeña mansión suburbana. A los persas, en el Khan Khalil, con sus alfombras y sus resplandecientes mercancías de seda, a los comerciante; árabes, fieros y atezados traficantes del desierto, y a los naturales del Cairo, con su hablar suave, mostrando bordadas telas y sutiles yashmaks, para atraer las miradas de los transeúntes... A todos les observaba con una especie de contento que era casi ternura, algo distinto de cuantos sentimientos había experimentado hasta entonces hacia mis semejantes.
Los mendigos, gritando su eterno, ¡Bakshish! los saklhas con sus odres llenos de agua del Nilo, y las otras cien y una figuras familiares del barrio, me llenaban de una honda y gozosa felicidad.
Con deliberado propósito recorría el Muski durante las horas de más calor, ya que entonces estaba relativamente libre de la presencia de europeos y americanos. Así, pues, en la ocasión que ahora escribo, al hallarme en la calle donde hay las tiendas de los plateros más importantes, resulté ser el único hombre blanco —si exceptúo a los griegos— de aquellos inmediatos contornes.
Un grupo de hombres que salían apresuradamente de esta calle, cuando me acercaba, fue lo primero que atrajo mi atención. Echaban aprensivas ojeadas a su espalda, como si les persiguiera un perro rabioso. Entonces apareció un anciano de barba blanca, montado en un borriquillo y mirando con la misma aprensión hacia atrás. En su ciega premura iba a tirárseme encima; y, al apartarme a un lado para evitar el choqué, derribé a una anciana que desembocaba en la calle.
El hombre que había sido la verdadera causa del incidente siguió a toda marcha su camino, y me encontré solo, con la víctima de mi torpeza, en un lugar que parecía haber quedado milagrosamente desierto. Si los vendedores continuaban en sus tiendas, eran invisibles, y debían haberse retirado a los más oscuros rincones de aquellas cuevas en la pared, que constituyen los emporios nativos. En cuanto a transeúntes, no había ninguno.
Me incliné hacia la anciana que yacía, gimiendo, a mis pies... y al hacerlo retrocedí. ¿Cómo puedo describir el asco, la repulsión, que experimenté? En toda mi vida no había visto un rostro más repugnante. El andrajoso velo negro que llevaba se le había soltado en la caída, y su faz estaba al descubierto en toda su horrible fealdad. Amarillo, arrugado, sin dientes, era apenas un rostro humano; pero, sobre todo, repelía por su aspecto de extrema edad. No quiero decir que fuese la cara de una octogenaria: era de una mujer que hubiese sobrevivido milagrosamente a la muerte durante varios siglos. Era un rostro de bruja, de cadáver.
Al apartarme, ella abrió los ojos, gimiendo débilmente, y buscó a tientas en el aire con unas manos que parecían garras, como si la oscuridad más profunda la rodease. Vi, además, un nuevo dolor, un dolor más hondo, brillar en aquellos ojos viejísimos. Había descubierto el involuntario movimiento de asco que hice.
Los que me conocen pueden atestiguar que no soy sentimental ni capaz de impresionarme ante cualquier clase de humana súplica. Por lo tanto, se extrañarán al saber que aquella patética luz en los ojos de la anciana trocó mi repulsión en hondo pesar. ¡Habíala derribado brutalmente y ahora vacilaba en ayudarla a levantarse! Y, además, todos la despreciaban y la rechazaban. Una ola de ternura, que no puedo describir y no supe resistir, me invadió. Se humedecieron mis ojos y experimenté un profundo arrepentimiento.
—¡Pobre vieja! —murmuré.
Me agaché y, con cuidado, levanté suavemente la arrugada y simiesca cabeza, dejándola que reposara sobre mi rodilla. Luego hice más: me incliné y besé a la anciana en la frente.
Incluso ahora, al recordar el momento en que sucedió y la acostumbrada frialdad de aquel solitario Saville Grainger que era yo y que ha dejado luego el mundo, me asombro ante aquel acto. ¡Yo, dando rienda suelta a semejante impulso! ¡Que un sentimiento tal me conmoviera! ¿Cuál de los dos fenómenos es el mas notable?
El resultado de mi acción —que lamenté una vez realizada— fue singular. La vieja y horrible criatura suspiró de un modo que no olvidaré nunca, y su rostro adquirió una expresión que casi embelleció por unos instantes sus rasgos. Después se puso en pie con dificultad, levantó las manos, como dándome una bendición, y, murmurando unas palabras en árabe, se alejó por la desierta calle, encorvándose al andar.
Aparentemente, el episodio había pasado inadvertido. Si algún testigo hubo, debió de permanecer muy oculto. Sin embargo, poseído por una rara inquietud, a la que se mezclaban otras tumultuosas emociones, salí de la calle de los Plateros y me encontré nuevamente en medio de las actividades normales del barrio. El recuerdo del beso era repugnante, quería frotarme los labios, pero algo pareció prohibírmelo. Una tardía compasión que casi era simpatía.
Por única vez en mi vida deseé encontrarme entre europeos normales, más o menos sanos y estúpidos. Anhelaba el olor del humo de los cigarros, el ruido de la cocktelera y la visión de un rostro de mujer. Apresuré el paso hacia el Shepherd.
II
Aquella noche, después de cenar, salí de Mena House en busca de Hassan Abd-el-Kebir, el dragomán que había contratado para una excursión en camello al Sahara, que pensaba efectuar a la mañana siguiente. Hassan había prometido esperarme a las ocho y media para ultimar la hora de salida y otros detalles.
Sin embargo, no le hallé entre los guías y demás nativos sentados frente al hotel, y, para matar el tiempo, descendí lentamente el camino que llevaba a la estación del tranvía eléctrico. No había caminado más de diez pasos, cuando un indígena de alta estatura, embozado de blanco hasta la nariz y con un turbante blanco también, surgió de la oscuridad, junto a mí, y puso en mi mano un pequeño objeto. Luego se tocó con ambas manos la frente, los labios y el pecho, inclinóse y se fue.
De pie, en el camino, me quedé contemplando estúpidamente el pequeño envoltorio. Consistía en un trozo de fina seda blanca que envolvía un pequeño objeto duro.
—Seguramente —pensé— ha sido un error. Este objeto no es para mí.
Volviendo al hotel, me acerqué a un farol y desaté la seda, que estaba delicadamente perfumada. Contenía un trozo de lapislázuli esculpido en forma de corazón, bellamente montado en oro y con tres letras incrustadas, de oro también.
Ante este adorno singular, quedé más asombrado que nunca. No cabía duda de que el embozado nativo había cometido un extraño error. Aquello era un signo amoroso y en modo alguno me estaba destinado.
Allí estaba perdido en conjeturas, con el corazón de lapislázuli en la palma de la mano, cuando la voz de Hassan disipó mi estupor.
—¡Oh, señor! Siento haber llegado tarde, pero...
La voz calló. Levanté los ojos.
—Es igual —dije.
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Pero me callé sin añadir lo que pensaba seguir hablando. Hassan Abd-el-Kebir estaba contemplando aquella joya como si yo tuviese en la mano, no un exquisito ejemplar de orfebrería indígena, sino una víbora o un escorpión.
—¿Qué ocurre? —pregunté, recobrándome de mi sorpresa—. ¿Sabes tú a quién pertenece este amuleto?
Antes de contestar a mi pregunta, murmuró unas guturales palabras en árabe. Luego dijo, con extraña voz:
—Es el corazón de lapis. ¡Es el corazón de lapis!
—¡No cabe duda! —exclamé, riendo—. ¿Pero esto te alarma?
—Permíteme, señor... —dijo, suavemente, y tendió su mano morena.
Dejé el objeto sobre la palma de su mano.
Hassan lo contempló como un cazador de orquídeas contemplaría una nueva especie de Odontoglossum.
—¿Qué significan los signos? —pregunté.
—Forman la palabra ALF —replicó.
—¿Alf? ¡El nombre de alguien! —dije, riendo todavía.
—En árabe significa diez cientos —murmuró.
—Es decir, mil.
—Sí, mil.
—¿Y bien?
Hassan me devolvió la joya, y su expresión era tan extraña que comencé a sentirme realmente enojado. Me miraba con una mezcla de envidia y compasión, que me resultaba repletamente insoportable.
—Hassan —dije, severamente—: vas a decirme cuanto sepas de este asunto. ¡Se creería que sospechas que lo he robado!
—¡Oh, no, señor! —protestó, con vehemencia—. Pero si te digo lo que quieres saber, no querrás creerme.
—No importa. Habla.
Entonces Hassan Abd-el-Kebir me contó la historia más inverosímil que había oído nunca. Como el reproducirla en su defectuoso inglés, con mis frecuentes interjecciones, resultaría aburrido, la relataré en breves palabras. He corregido algunos detalles históricos que Hassan, como supe después, narró de manera imperfecta.
Durante el reinado del califa El Manun— hijo de Harun-al-Raschid —era gobernador de Egipto un shawar, cuya hija, Sheherazade, habíase hecho famosa en todos los dominios del califa por su belleza incomparable. Visires y príncipes solicitaban su mano en vano. Su corazón pertenecía a un guapo mercader del Cairo, Armad-er-Madi, considerado también el hombre más rico de la ciudad. Shawar, aunque era un padre indulgente, nada quería saber de tal unión, pero vacilaba en destruir la felicidad de su hija obligándola a un matrimonio contra su gusto. Por último, la pasión venció a la razón en el pecho de los enamorados, y huyeron. Sheherazade escapó del palacio de su padre por una escalera de cuerda que introdujo en el harén un esclavo, a quién tentó el oro del mercader; luego se reunió en los jardines con Ahmad, el cual la esperaba montado en un ligero corcel.
La guardia de las puertas de la ciudad también había sido comprada por el acaudalado mercader, de modo que la pareja pudo huir libremente del Cairo.
Las extensas posesiones de Ahmad fueron confiscadas por el enfurecido padre, y se pronunció una sentencia de muerte contra el ausente, que sería ejecutada instantáneamente en el caso de ser arrestado dentro de los dominios del califa.
En el lejano oasis donde se ocultaron los fugitivos se nublaron las perspectivas que tan brillantes habíanle parecido a Sheherazade. Al darse cuenta de este cambio, Ahmad-er-Madi buscó los medios de poder recuperar su, fortuna y rodear a su bella esposa de los lujos a que estaba acostumbrada. Con este fin, recurrió a cierto personaje que vivía en solitario lugar del desierto, lejos de toda vida humana, y que tenía fama de poseer mágicos poderes.
Era menester viajar toda una semana para llegar a la mansión del hechicero, y durante la ausencia de Ahmad, sin saberlo este, un hijo del califa, que visitaba Egipto, perdióse un día que salió de caza, y fue a parar al secreto oasis donde se ocultaba Sheherazade. Este príncipe había sido uno de sus obstinados pretendientes.
El anciano brujo consintió en recibir a Ahmad, y el primer favor que le pidió el enamorado fue que le hiciese ver a Sheherazade. El hechicero asintió. Invitó a Ahmad a que mirara en un espejo, quemó secretos perfumes y pronunció determinados conjuros. Borrosamente al principio, y luego con absoluta claridad, vio Ahmad a Sheherazade, bajo una alta palmera, a la luz de la luna... ofreciendo sus labios a su antiguo pretendiente.
Entonces el mundo se oscureció a los ojos de Ahmad. Después de haber realizado un penoso viaje a causa de su amor, concibió un odio igualmente apasionado. Informo al mago de cuanto había visto y le pidió que ejerciera su arte pronunciando sobre la falaz Sheherazade la maldición más terrible que estuviese en su poder invocar.
El sabio se negó; Ahmad, loco de dolor y de rabia, sacó su alfanje y dejó elegir al mago entre el cumplimiento de su orden y la muerte instantánea. La amenaza fue suficiente. El brujo pronunció un lóbrego conjuro, atrayendo sobre Sheherazade la maldición de una fealdad superior a la humana, la cual quedaría en ella no el espacio de tiempo que dura una vida, sino durante años incalculables, en los que seguiría viviendo aborrecida, despreciada y evitada por todos.
«¡Hasta que mil hombres compasivos, sin ser solicitados y por voluntad propia, no te hayan dado un beso cada uno! —era el texto de la maldición—. Luego volverán a ti la belleza, el amor... y la mortalidad».
Ahmad-er-Madi abandonó la cueva con pasos vacilantes, cegado por cien emociones, lleno ya de arrepentimiento. Y una noche, durante su viaje de regreso, se desplomó sin vida de su montura... alcanzado por la maligna voluntad de aquel ser pavoroso, cuyo poder había invocado.
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Concluiré esta trágica historia con las mismas palabras aproximadamente de Hassan, el guía.
—Y por eso —dijo, bajando la voz con temor— Sheherazade, inmortal y repugnante desde el momento en que se pronunció la maldición, empezó su peregrinación por el mundo, mi señor. Pedía limosna en sus correrías de un lugar a otro, y en el transcurso de los años, acumuló de este modo muchas riquezas. A cada hombre que le daba un beso (y estos hombres eran raros) le enviaba un corazón de lapislázuli con el número del beso grabado en oro. ¡Se asegura que estos regalos concedían a sus poseedores el amor de las personas que adoraban! Una vez, cuando era un niño, vi uno de esos amuletos, y el número que llevaba era el novecientos noventa y nueve.
* * *
Esta historia era simplemente increíble, por supuesto: un pintoresco ejemplo, ni más ni menos, de la imaginación oriental; tan solo por ver el efecto que le producía, conté a Hassan lo que me había ocurrido en el Muski con la anciana. Tenía que hacerlo. La coincidencia era tan extraordinaria que, francamente, me preocupaba.
—Era ella, Sheherazade —dijo Hassan, con temor, cuando hube terminado—. ¡Y era el último beso!
—Y ahora, ¿qué crees que va a ocurrir? —pregunté.
—Nada sé, señor.
III
Durante la excursión al Sahara del día siguiente, no pude dejar de observar que Hassan me vigilaba disimulamente, y su expresión me disgustaba sobre manera. Era una mezcla de lástima y resignación: la expresión era que uno contemplaría a un condenado a muerte.
Asimismo se lo dije; pero Hassan, naturalmente lo negó. Sin embargo, le sabía poseido por este sentimiento y, lo que es peor, empezó a poseerme a mí también hasta un extremo insoportable. No sé explicarme con más claridad. Sentía que el mundo se escurría bajo mis pies y, sin experimentar ningún deseo de aferrarme a él, como me había ocurrido después de mi tropiezo con la anciana, me sentía reconciliado con mi suerte.
¿Mi suerte?... ¿Qué suerte? No lo sabía; pero me daba cuenta, sin la menor sombra de duda, que algo tremendo, inevitable y definitivo estaba a punto de sucederme. Me sorprendí llevando inconscientemente el corazón de lapislázuli a mis labios. No tengo idea de por qué lo hice; era como si hubiese perdido la consciencia de mí mismo. ¡No me reconocía en aquella manera de ser!
Cuando aquella noche, en Mena House, Hassan se separó de mí, no pudo disimular que consideraba aquella separación como definitiva; no obstante, yo tenía proyectadas otras exclusiones. No luché contra la curiosa actitud de aquel hombre. ¡También yo consideraba aquella separación definitiva!
En una palabra, me estaba acostumbrando... a no sé qué. Es difícil, si no imposible, describir de comprensible manera aquel estado de ánimo. No intentaré hacerlo siquiera, y dejaré que hablen los acontecimientos de aquella noche.
Después de cenar, encendí un cigarrillo, y esquivando a una hermosa viuda, particularmente insistente, que acechaba mis pasos, salí del hotel y emprendí el camino de la Gran Pirámide. De pronto, giré sobre mis talones. ¡Y dirigí un silencioso adiós a Mena House! Después saqué el corazón de lapislázuli del bolsillo y lo besé arrebatadamente— ¡lo besé como jamás había besado cosa o persona en mi vida!
Y yo mismo no sabía por qué obraba de aquel modo.
Todos los que me lean estarán preparados a oírme decir que en aquel plácido y en apariencia débil estado de espíritu, «salí» de la vida, del mundo. No fue así. El hombre moderno, el Saville Grainger conocido en la Fleet Street, volvió a la vida durante un instante terrible y agotador... y luego salió de ella para siempre.
Poco antes de llegar a la Pirámide, y en un solitario lugar del sendero —pues esta no era «noche de esfinge y pirámides», es decir, no había plenilunio— un nativo, de alta estatura y embozado, surgió a mi vera. Era el mismo hombre que me había traído el corazón o, por lo menos, otro exacto a aquel. Me estremecí.
El embozado me tocó ligeramente en el brazo.
—Sigue —dijo, y señaló hacia la oscuridad.
Seguí obedientemente. Luego, de repente, me sublevé. El hombre moderno que había en mí intentaba furioso volver a la vida.
Me quedé inmóvil y grité:
—¿Quién eres? ¿A dónde me llevas?
No obtuve respuesta alguna.
Alguien que debió de seguirme silenciosamente deslizó sobre mi cabeza un pañuelo de seda y lo ató de modo que ahogara mis gritos, pero no me impidiese respirar. Luché como un loco. Sabía, y la conciencia de ello me aterraba, que estaba luchando por la vida. Unos brazos como aretes de acero me atenazaron. Fui levantado, me ataron, y fui llevado no sé adonde...
Me colocaron en una especie de silla blandamente almohadillada o, como he sabido después, en un shibriyeh o litera cubierta, sobre el lomo de un camello. Sentí elevarse el animal a su desmañada altura y ponerse rápidamente en marcha. Con la misma rapidez que me había inflamado la protesta, llegó la resignación. Estaba contento. Las ligaduras eran superfinas; mi rebelión había terminado. Ansiaba con locura el final de aquel viaje por el desierto.
Alguien me estaba llamando, y mi alma entera contestaba.
El camello prosiguió su incesante marcha durante varias horas. A mí alrededor reinaba un absoluto silencio. Luego, en la distancia, oí voces y se alteró el andar del camello. Por último el animal se detuvo. Oyóse una palabra gutural de mando, y el camello se arrodilló. Hundido en un montón de perfumados cojines, no experimenté molestia alguna en el transcurso de esta operación, generalmente penosa.
Me alzaron de mi fragante lecho y me dejaron en pie. Después de permitirme descansar un rato, para desvanecer los efectos que producen unas horas de posición incómoda, fui conducido a un vasto edificio. Los pavimentos bajo mis pies eran de mármol, oía murmullos de fuentes y el aire olía intensamente a ámbar gris.
Me colocaron de espaldas a una columna y me ataron a ella sin rudeza. Después me quitaron el pañuelo que cubría mi cabeza. Miré a mí alrededor.
Mis ojos contemplaron un magnífico aposento oriental, un espacioso vestíbulo abierto al desierto por un lado. Fuera, sobre la arena, pude ver un grupo de hombres que habían sido evidentemente mis raptores y mis guardianes. No llegué a descubrir al que había desatado el pañuelo de seda, pero oí como se alejaba detrás de la columna a la que quedaba yo atado.
Ante mí, tendida sobre un lecho, había una mujer.
Si hubiera de describirla, fracasaría en mi intento, pues su belleza sobrepasaba a todo cuanto había visto —o soñado— en mi vida. Mis ojos miraban fijamente los suyos, y en sus profundidades hallé cuanto me había faltado en la vida, y perdí cuanto había encontrado.
Ella sonrió, levantóse, y cogiendo un precioso puñal de una mesita próxima, se acercó a mí. Me latía el corazón con tanta violencia que casi me ahogaba. Y cuando se inclinó y cortó las sedosas ligaduras que me aprisionaban, conocí aquel éxtasis supremo que, hasta aquel instante, consideraba yo una fantasía de los poetas árabes... Me remonté por encima del placer de los humanos y gocé el placer de los dioses. Ella puso el puñal en mis manos.
—Mi vida es tuya —dijo—. ¡Tómala!
Y asiendo con fuerza la tela de seda que cubría su hermoso busto, me invitó a hundir la daga en su corazón.
Cayó el cuchillo resonando sobre el marmóreo pavimento. Vacilé un instante contemplándola, devorándola con los ojos; luego la atraje hacia mí y deposité en sus labios el beso mil y uno...
(Nota—. El manuscrito de Saville Grainger concluye aquí).