Jim Hanecy estaba en la calle, frente a la casa mortuoria, e inspeccionaba a en enemigo con una leve sonrisa en los labios.
—Es viruela —dijo brevemente—. ¿Quiere entrar conmigo, Benson?
El aludido, que era uno de les principales anticuarios de la China, movió la cabeza. Solo el brillo de sus ojos miopes delataba su vivo odio hacia Jim Hanecy. Era hambre de baja estatura, voz suave, pero terrible, y que estaba aliado con todas las malas artes y los demonios de la China.
—No vale la pena —respondió.
Hanecy le contempló con la misma sonrisa peligrosa que se dibujara en su semblante bronceado. Ambos hombres estaban parados en una callejuela de Chengtu, En esta ciudad, o sus alrededores, a mil quinientos kilómetros de la costa, se encontraban una cantidad de objetos recientemente sacados de la tumba del emperador Ling Ti, de la dinastía Han, y que, desde el punto de vista histórico o artístico, valían su peso en rubíes para cualquier coleccionista o museo.
Uno de esos objetos había estado en poder del hombre que acababa de morir de viruela.
—Una palabra, Hanecy—: dijo Benson, sonriendo y golpeando suavemente su cigarrillo para hacer caer la ceniza—. ¡Hay una pieza que ni usted ni nadie podrá conseguir! ¡Es la que se encierra en esa casa! ¡El Amuleto de la lengua de Ling Ti! Se ha perdido y el hombre ha muerto.
—Es usted tan embustero, que no me atrevo a creerlo —respondió Hanecy.
—Entonces entre y averígüelo.
Hanecy entró en la casa mortuoria y poco después volvía a salir con el ceño fruncido. Benson había dicho la verdad. El Amuleto del. Emperador desapareció días antes, mientras el hombre estaba muerto. Ahora que había muerto, el amuleto no aparecería.
* * *
En la Hsuo-tau-tai, o calle de los libreros, un chico harapiento jugaba con un objeto extraño que había recogido de entre un montón de desperdicios en la canaleta de desagüe de la calzada.
El juguete parecía ser una chicharra muerta, de cerca de cinco centímetros de longitud y de un color verde semitransparente. El chico había pasado un hilo por un agujero y arrastraba la cigarra tras de sí.
Cierto estudiante pobre se hallaba de pie, abstraído en meditación, cuando acertó a pasar el chico. Ignorantes o inteligentes, los estudiantes son siempre estudiantes en cualquier parte del mundo. Este joven, con los anteojos de carey, vio el objeto con el cual jugaba el niño, y comprendió que ninguna cigarra de verdad podría durar diez minutos en semejante juego; también le pareció que esa chicharra parecía estar petrificada o tallada en piedra. Llamó al muchacho y la chicharra cambió de dueño por una cuestión de algunas monedas de cobre.
Examinando su compra, el estudiante descubrió que el insecto estaba realmente tallado en piedra parecida al jade, pero mucho más hermosa. En la parte de abajo tenía inscritos dos caracteres antiguos que no pudo descifrar. Pensando que sería algún talismán para la suerte, el estudiante lo guardó en su bolsillo y prosiguió su paseo acostumbrado hasta la Puerta Sur, en dirección al domicilio del famoso ministro Chu-ko Liang, donde deseaba estudiar la historia de este gran hombre.
Había algunas cosas relacionadas con aquella chicharra que el pobre escolar ignoraba y probablemente nunca sabría, desde el momento que era un simple profano en la etnología.
En la antigua China, los cadáveres no eran embalsamados, sino que se rellenaban con jade, que era la esencia del «yang», o principio masculino del Universo, para que las «yin», o fuerzas femeninas de la Tierra, no pudieran corromper su cuerpo. Esta, por lo menos, era la teoría. En la época de la dinastía Han, existía la creencia en la resurrección de los muertos, y de aquí que se introdujera en la boca del cadáver un trozo de jade en forma de chicharra. La chicharra, lo mismo que el escarabajo de los egipcios, era un símbolo de la resurrección, y la chicharra de jade colocada sobre la lengua de un muerto era un amuleto para guiarlo a la nueva vida.
Algún tiempo después, el estudiante recordó que no había comido; el dinero que tenía reservado a ese efecto lo gastó en la compra de un objeto en el cual ya no tenía interés, ante la necesidad perentoria de llenar su estómago, y sacó la chicharra del bolsillo para inspeccionarla.
El ruido de monedas que chocaban entre sí lo sacó pronto de su ensimismamiento. Levantó la vista y vio a su lado a un hombre que miraba la chicharra y le hablaba de dinero. No cabía duda de que se trataba de un comerciante. Se llamaba Wang, se ocupaba de la compra y venta de viejos libros y era un erudito.
Wang compró la chicharra por algunas monedas de cobre, sin atreverse a demostrar su ansiedad o a examinarla con cuidado, y se retiró apretándola en la palma de la mano, mientras el estudiante se dirigía en busca de alimentos.
Dos minutos después, Wang se detenía frente a la entrada principal del templo y abría su mano cerrada. El simple toque de esa piedra fría lo emocionaba, e inmensamente orgulloso de haber hecho aquella adquisición, no prestaba atención a los hombres que iban y venían en derredor.
—¡Han-yu! —estas palabras escaparon en un rapto de admiración, no solo ante la belleza del objeto, sino también por su inteligencia al descubrir su, significado—. ¡Han-yu! ¡Jade de los Hans! ¡Un amuleto bucal extraído de una tumba!
* * *
Dio la vuelta a la chicharra para examinar les dos jeroglíficos; pero estos estaban fuera del alcance de su sabiduría. De esta manera, examinando su compra, no había visto que dos hombres oyeron su exclamación, cambiando entre ellos una rápida mirada.
El viejo Wang guardó la chicharra y se encaminó hacia la puerta de la ciudad con una inefable sonrisa en su rostro. Detrás de él marchaban dos hombres que, a juzgar por el uniforme, pertenecían indudablemente al ejército provincial mantenido por el mandarín de la localidad. Por sus rostros parecían bandidos, lo cual era, más o menos, la misma, cosa.
El viejo Wang, eligiendo el camino más corto, se internó por la calle de las Diez Mil Flores, desierta en aquellos momentos, a no ser por alguno que otro chiquillo que jugaba en la acera.
Pero allí se produjo algo sorprendente, pues si bien es cierto que el viejo Wang entró en esa calle por uno de sus extremos, no salió por el opuesto. En cambio aparecieron dos soldados que, dirigiéndose a un lugar donde había sombra, se sentaron en cuclillas en el suelo. Uno de ellos guardó un cuchillo en su correspondiente vaina, y el otro le hizo entrega de algunas monedas.
—Esta es la mitad del dinero.
—¡Ah! ¿Y el Han Yu?
—Lo tengo en el bolsillo. No nos apresuremos. Si se lo ofrecemos al blanco...
—Lo comprará, porque se ocupa de esas cosas.
—Vete a esa tienda del otro lado de la calle y compra un poco de cera; luego vuelve.
Image
El aludido obedeció y se alejó sin perder de vista a su compañero. Cuando hubo regresado con la cera, el primero la tomó, la dividió en dos partes y oprimió firmemente contra cada una de ellas la chicharra, por el lado donde tenía la inscripción. En, seguida le entregó a su compinche una de las partes.
—Vete al «yamen», busca al blanco y dile que yo tengo este Han Yu; si desea comprarlo nos encontraremos con él en la Puerta del Sur. Entretanto yo visitaré al otro blanco, le diré que tú tienes un Plan Yu y haré que me haga una oferta por él. Por los caracteres verán lo que representa, y el que dé más se quedará con el amuleto.
Con el trozo de cera, uno de los soldados se encaminó al «yamen», no lejos de la Puerta Sur. Allí obtuvo una audiencia con Benson y le contó todo lo que sabía de la chicharra, diciéndole que la había encontrado en el estómago de un pez sacado del río y se hallaba en poder de un compañero que esperaba.
Cuando Benson vio la impresión en cera de la chicharra le costó trabajo contener su júbilo, pues reconoció inmediatamente los dos caracteres que representaban el nombre de Ling Ti. ¡Esa chicharra color verde era el Amuleto del Emperador que se había extraviado...!
* * *
Hanecy, al salir del templo de Tu-Kung, fue detenido por un hombre que, a juzgar por su atavío, pertenecía al ejército local.
—Tengo entendido que compras antigüedades, especialmente objetos de Han Yu. Un compañero y yo le compramos un trozo de jade a un pescador que lo encontró en el estómago de un pescado...
Luego siguió haciéndole una minuciosa descripción de la chicharra, y le mostró la impresión en cera.
—¡Ah! —exclamó Hanecy—. ¿Dónde está este insecto verde?
—Mi compañero lo tiene, pero por asuntos de servicio no ha podido venir; sin embargo, yo le prometí llevarte en caso de que tuviera interés.
—¿Dónde está tu compañero? —preguntó Hanecy.
—Ven conmigo a un lugar donde puedas esperar; luego yo volveré a, hablar con mi compañero. Es necesario que evitemos las sospechas...
—¡Muy bien! —respondió Hanecy, recelando de alguna emboscada.
Siguió al soldado hacia una casa situada a menos de cien metros. Con el revólver preparado penetró en ella, siendo conducido a una habitación vacía. Cuando estuvo dentro el soldado le preguntó de pronto cuál era el valor de la chicharra, y Hanecy, por toda respuesta, sacó cien, taels en billetes del gobierno.
—Voy a buscar la piedra —le dijo con ansiedad el soldado, y se retiró.
Hanecy se sentó para esperar, con el revólver en la mano; pero nada ocurrió.
Así estaban las cosas cuando Benson, acompañando al soldado que fuera a visitarlo, vino para comprar el amuleto.
El soldado de Hanecy, con la chicharra de jade, esperaba pacientemente junto a la puerta, y cuando vio a su compañero acercarse con Benson, le hizo una seña de que todo marchaba bien.
En ese instante el estudiante apareció, conducido por dos soldados como desocupado y merodeador.
Benson siguió a su guía hasta el lugar donde le esperaba su compañero. Este abrió la mano y, le mostró la chicharra de jade, preguntándole:
—¿Cuánto vale, Excelencia? ¡Este es un Han Yu legítimo, como puedes ver...!
Benson tomó la chicharra verde, la examinó con detención e hizo un gesto de satisfacción. A diez metros de distancia el estudiante se detuvo de pronto, dejando escapar una exclamación, mientras contemplaba el objeto.
—¡Esos son los hombres que asesinaron al librero Wang en la calle de las Diez Mil Flores! ¡Ese insecto de jade verde...!
Inmediatamente produjese una gran confusión en la calle. El estudiante yacía en el suelo moribundo. Las únicas personas entre aquella multitud que conocían lo ocurrido eran los dos soldados, y cuando Benson trató de buscarlos, furioso ante ese incidente, ya habían desaparecido.
Los oficiales detuvieron a muchos de los curiosos para que sirvieran de testigos, pero nadie supo dar explicaciones. El estudiante estaba muerto; Benson, por su parte, se encogió de hombros ante las preguntas que se le hicieron pretendiendo no entender, y muchos minutos preciosos se perdieron mientras los oficiales estaban ocupados en tomar declaración a gentes que nada sabían.
Finalmente se pudo dejar establecido que el estudiante había sido alevosamente asesinado por un soldado, y por la filiación suministrada, los oficiales reconocieron en él a un subordinado suyo. Uno de ellos reflexionó por un instante, y recordó que sus hombres acostumbraban frecuentar la casa de juego cercana. *
—Dos quedarán conmigo para vigilar la puerta—; dijo—. Los demás registrarán la casa de juego de Mah-Jen. El asesino ha huido a aquel sitio para esconderse.
En esto, por casualidad, el oficial no se equivocaba.
* * *
Sentado en la habitación vacía, sin otra compañía que una jarra que olía a «sam shu», Jim Hanecy esperaba el resultado de los acontecimientos. Ningún ruido llegaba hasta él, y supuso que a esa hora del día todos los parroquianos de la casa de juego estarían durmiendo.
De pronto oyó el eco de pasos precipitados en el corredor. La mano de Hanecy se escurrió con rapidez hacia el bolsillo donde guardaba el revólver y esperó.
Hanecy se puso de pie cuando los dos soldados entraron y cerraron la puerta. Estaban jadeantes, sus ojos demostraban la agitación de que se hallaban poseídos y la mano de uno de ellos estaba tinta en sangre.
—Aquí está mi compañero, Excelencia —dijo apresuradamente el primer soldado—. Él tiene el amuleto verde; entréganos el dinero y huyamos.
Hanecy extendió el rollo de billetes. El soldado lo tomó en sus manos y enseguida se volvió con un gesto de disgusto hacia su compañero.
—¡La piedra verde, pronto! ¡Entrégale el Amuleto!
—¡Primero entrégame mi parte! —gruñó el otro—. Además, ¿cómo puedo estar seguro de que el dinero es bueno? ¡No es oro...!
—¡Ali, hijo de una tortuga! ¿No sé yo acaso lo que es bueno, «yin-piao»? ¡Toma, aquí tienes tu parte! ¡Pero por los «wufu»! ¡Entrégale enseguida el jade!
El bandido presentó la chicharra de mal talante.
Hanecy la tomó y guardó en su bolsillo, y se sonrió. Lo que entraba en él no salía tan fácilmente.
* * *
El primer soldado se retiraba hacia la puerta cuando su compañero, que estaba contando los billetes que se le entregaron, profirió una exclamación:
—¡Oye, tramposo! ¡Aquí no hay más que treinta taels, y el precio eran cien! ¿Dónde están los otros veinte, ladrón?
Mientras hablaba un cuchillo brilló en su mano.
Image
El otro dejó escapar una imprecación y echó mano a su cintura, extrayendo un revólver cuya detonación se dejó oír casi simultáneamente con el movimiento. No bien se hubo apagado el eco del estampido, cuando se oyeron otros dos tiros. Hanecy no dudaba de que esa era una pelea simulada, a fin de tomarle desprevenido y dar cuenta de él, de manera que cuando creyó llegado el momento oportuno hizo dos dispares, no teniendo necesidad de mirar para comprender el resultado.
La casa se llenó de gritos, vociferaciones y el eco de pasos precipitados. Hanecy no abrió la puerta, sino que saltó hacia la ventana y de allí pasó a una callejuela.
Tan pronto como emergió de un laberinto de calles cortadas y estrechas, notó que el barrio bullía de agitación. Los edificios del gobierno se hallaban cerca, de manera que se dirigió al «yamen» haciendo preguntas por el camino.
De esta manera Hanecy supo que un pobre estudiante había sido asesinado alevosamente cerca de la Puerta Sur y que se estaba buscando a los criminales, cuya filiación ya poseían.
Esto no le dio ninguna idea, porque no se le ocurrió relacionar a los soldados con el crimen. Llamó al conductor de una silla de mano, le dio una moneda y le ordenó que lo esperara, dirigiéndose al «yamen».
Poco después la multitud se abría para dar paso a un grupo de soldados que conducían a dos hombres muertos, los que fueron dejados en exhibición, reconociéndose en ellos a los das guardias del «yamen».
Y cuando se colocó una proclama sobre sus cuerpos, prodújose una nueva agitación.