—’Nas noches —dijo Cari Jones, el capataz del turno de noche, cuando Otto entró por la puerta trasera, pisando con fuerza—. ¿Qué tiempo hace ahí fuera?
—Está empezando a nevar —dijo Otto, mientras marcaba la hora en el reloj de la entrada. A Cari le gustaba charlar un poco cada noche antes de despedirse. Normalmente hablaban de deportes o comentaban el último escándalo político. Esa noche, sin embargo, el capataz tenía otras cosas en la cabeza.
—El señor Galliano quiere pasar por aquí mañana temprano, antes de la hora de abrir —dijo, y las palabras salieron de su boca a borbotones—. Pidió específicamente que no te fueras antes de que él llegara.
—¿Quiere verme? —preguntó Otto, inseguro de si estaba oyendo bien. Colgó con mucho cuidado en la taquilla su abrigo raído. Puso la bolsa de papel que contenía su cena en el suelo, junto a los chanclos. El termo lleno del café caliente fue a ocupar su lugar junto a todo lo demás. Se pasó la lengua por los labios, nervioso, y añadió—: ¿Dijo para qué quería verme?
Sacó la chaqueta de su uniforme y la gorra, y se vistió rápidamente. Era un hombre bajo, fornido, de hombros anchos y pecho como un barril, sobre el que a duras penas podía abotonar la chaqueta. Había engordado en los últimos meses.
Una potente linterna y un bastón completaron su uniforme. Algunos vigilantes nocturnos llevaban armas de fuego, pero Otto no. Le disgustaban las armas de todo tipo. El bastón era una mera concesión a la imagen; jamás lo usaba.
—No dio ninguna pista —dijo Cari, en tono ligeramente aprensivo—. El jefe nunca había aparecido antes por nuestra sección. Siempre había delegado en mí para todo. —Sacudió la cabeza—. No es natural; no es natural en absoluto. No me gusta.
—¿A ti no te gusta? —respondió Otto, con un suspiro—. Viene a verme a mí, y yo soy solo un trabajador a tiempo parcial. Los sindicatos no amparan ese tipo de trabajo. Ni siquiera puedo afiliarme hasta la semana que viene, pasada la Navidad.
—Sí —dijo Cari—. El jefe siempre revisa el historial de un empleado nuevo a los tres meses de trabajo. —Se puso el abrigo y se anudó una gruesa bufanda alrededor del cuello—. Me parece que ese es el tiempo que llevas tú.
—Más o menos —dijo Otto. Sin que fuera consciente de ello, estaba apretando con fuerza los puños—. ¿Crees que el viejo tiene intención de despedirme? Me han dicho que le gusta distribuir las papeletas rosas de despido personalmente.
—Es cierto —contestó Cari—. El señor Galliano se enorgullece de ser él mismo quien da todas las noticias, buenas o malas. Quiere estar siempre encima de las cosas. —El capataz nocturno se puso unas orejeras y luego se cubrió la calva cabeza con un gorro de piel—. Estuvo hablando con todas las mujeres de la limpieza, apenas hace media hora. Te veré mañana a las siete y cruzaré los dedos para que haya suerte.
—Buenas noches, Cari —dijo Otto, levantando el bastón en señal de despedida. Al abrir el capataz la puerta entraron en el vestidor, revoloteando, algunos copos de nieve. En el exterior, el tiempo había empeorado—. Y gracias.
Otto cerró con cuidado la entrada trasera del almacén y echó el cerrojo. Consultó con una rápida ojeada el reloj de la entrada: faltaba poco para las once de la noche. Durante las ocho horas siguientes, hasta la llegada del turno de la mañana, él era la única persona legalmente autorizada a estar en los almacenes Big-G. Su trabajo consistía en mantener fuera del recinto a todos los demás.
La mayor parte del tiempo la pasaba recorriendo pasillos interminables, con sus pensamientos como única compañía. Era un trabajo solitario y aburrido, pero a Otto no le importaba. Volver al trabajo le hacía feliz.
Era un hombre tranquilo y reservado, que disfrutaba realmente de la soledad del edificio desierto. Nunca se había sentido a gusto rodeado de gente. Los ruidos y los olores de las multitudes le suponían una distracción continua, que le impedía concentrarse en el trabajo. Aunque este no fuera especialmente brillante, Otto conocía sus limitaciones e intentaba superarlas.
Antes de este empleo había trabajado treinta años en el turno de noche de las acerías de la zona sur. El salario apenas bastaba para cubrir sus gastos corrientes. La paga de beneficios consistía en una fiesta que la compañía organizaba una vez al año, por Navidades.
El año anterior, la compañía anuló la fiesta, sin aviso previo. El día de Año Nuevo, una escueta noticia en la prensa anunció el cierre de la factoría. Decenios de mala gestión habían abocado a la sociedad a la bancarrota. Cientos de hombres de edad mediana se encontraron de repente sin trabajo.
El fondo de emergencia del sindicato, al que la empresa debía millones de dólares, no pudo afrontar la situación. La mayor parte de sus miembros no recibieron un solo centavo. Otto se consideraba a sí mismo uno de los afortunados, por ser el propietario de la casita en la que vivía. Muchos de sus antiguos compañeros perdieron sus viviendas y todas sus posesiones en los duros meses que siguieron a la quiebra de la empresa.
Le costó ocho meses encontrar este trabajo. A los cincuenta años, y sin más experiencia que la de fabricar acero, carecía de los requisitos exigidos en la mayor parte de ofertas de empleo anunciadas en los periódicos. Si le despedían ahora, las perspectivas de futuro se presentarían muy oscuras.
Otto se encogió de hombros, como si sobre ellos gravitara una pesada carga. Nada podía hacer, salvo esperar. Mientras tanto tenía un trabajo que cumplir.
Se esforzó por apartar los pensamientos lúgubres de su cabeza y empezó su ronda. Primero, comprobó que estuvieran bien cerradas todas las puertas y ventanas del primer piso. Satisfecho de la comprobación subió en ascensor al sexto piso, el más alto de los almacenes.
Recorrió pacientemente toda la planta, buscando a conciencia detrás de cada mostrador, dentro de cada probador, debajo de cada mesa, en busca de posibles intrusos. Manejaba la linterna como una espada, penetrando con su punta en todos los rincones oscuros. Como era de esperar, no encontró nada anormal ni fuera de lugar.
Bajó de planta en planta por las escaleras mecánicas e inspeccionó cada una de ellas de un extremo del edificio al otro. El recorrido le llevó algo más de dos horas.
Satisfecho de su ronda, Otto regresó al vestidor para tomar una taza de café y un sandwich de pollo. Hacía tres rondas por noche. Era la una de la madrugada y disponía de una hora libre. Sacó de un bolsillo una revista de crucigramas cuidadosamente doblada y dedicó su atención a los misterios que encerraba.
A Otto le gustaban los crucigramas. Estaba suscrito a media docena de revistas de pasatiempos y se pasaba la mayor parte de sus horas libres buscando palabras recónditas en función de las pistas indicadas. Disfrutaba cuando daba con la solución de un buen juego de palabras o una definición ingeniosa. Solía copiar las mejores en papelitos autoadhesivos que pegaba en la puerta de la nevera de su casa. Saboreaba sus expresiones favoritas como si fueran un vino delicado, cada vez que entraba en la cocina.
Era un hombre sencillo con placeres sencillos. Los concursos de la televisión no le atraían. En sus días libre escuchaba música clásica por la radio mientras peleaba con el crucigrama del New York Times. Buena música, una cerveza helada y un crucigrama que significara un reto era todo lo que le pedía a la vida.
Pasaron veinte minutos sin novedad. De pronto, súbitamente inquieto, levantó la vista, sintiendo que algo andaba mal. En el silencio absoluto que reinaba en el edificio vacío, el menor ruido despertaba tantos ecos como la campana de una iglesia. En ocasiones, su subconsciente captaba rumores que habían escapado a su oído.
Se levantó de su asiento, se acercó a las taquillas metálicas y pegó la oreja contra el acero frío. A los pocos segundos, las vibraciones de la puerta de la taquilla confirmaron sus sospechas. Había un intruso en los almacenes.
Otto suspiró, regresó a la mesa y limpió los restos de comida. La revista de pasatiempos y el termo fueron a parar a la parte trasera de la taquilla. Tomó la linterna y abrió la puerta que daba a la planta principal. Dejó el bastón sobre la mesa. Prefería no llevarlo cuando se anunciaban problemas. Aquel pesado garrote no haría más que estorbarle.
Sin hacer ruido comprobó los cerrojos y las alarmas de cada entrada. Todo parecía en orden. Desconcertado, volvió sobre sus pasos. Tal vez se hubiera confundido.
Irritado consigo mismo sacudió la cabeza. Es posible que no fuera el mejor vigilante nocturno de los contornos, pero no oía ruidos imaginarios. Extremó la concentración y volvió a comprobar las puertas. En esta ocasión encontró signos reveladores de la intrusión. El tercer cerrojo mostraba señales claras de haber sido forzado. La puerta estaba bien cerrada, pero ligeras estrías en el metal indicaban que había sido abierta por la fuerza, y luego vuelta a cerrar.
Prosiguió su investigación y pronto descubrió que las células fotoeléctricas que protegían la entrada no funcionaban. El sistema parecía en buen estado, pero ninguna de las alarmas estaba conectada. Otto hizo una mueca: el equipo de seguridad era muy antiguo y no era seguro que hubiera funcionado nunca como es debido. Ladrones profesionales podían haberse introducido fácilmente en el interior de los almacenes; pero igual de probable era la hipótesis de que los intrusos fueran de un género diferente.
La mayor parte de sus problemas provenían de vagabundos de edad avanzada que rompían un cerrojo en busca de abrigo contra los fríos vientos nocturnos. En ocasiones, Otto les permitía quedarse en el vestidor a pasar la noche. Le resultaba demasiado fácil imaginarse a sí mismo en aquella situación. Por la mañana, antes de que llegaran los componentes del primer turno, despedía a los intrusos con una seria advertencia de que no aparecieran de nuevo por allí, algunos dólares de su propio dinero y la dirección del refugio más próximo para personas sin hogar. A Otto no le gustaba admitirlo, pero era fácil de ablandar.
Los adolescentes presentaban un tipo de problema distinto. Otto sorprendía por lo menos a dos o tres cada semana, intentando ocultarse en los almacenes después del cierre. Los drogadictos en busca de un buen botín eran los que le causaban más disgustos. Para ellos, el mundo se dividía en dos campos: ellos en un lado, y en el otro todos los demás.
Cuando les sorprendía, peleaban, suplicaban, amenazaban y lloraban intentando escapar. No era raro que las chicas, y en ocasiones también los varones, ofrecieran sus cuerpos como pago por la cooperación de Otto. Siempre les entregaba a la policía; no quería líos con las autoridades.
Sin estar seguro de quién había entrado en el edificio ni por qué razón, Otto se dirigió al vestidor. Allí estaban los interruptores eléctricos principales, para todo el complejo. Sabía exactamente qué botones debía pulsar. Tardó escasos segundos en cortar la corriente de los ascensores, las escaleras mecánicas y el sistema de alarma de la policía. Al obrar así, aisló totalmente los almacenes del mundo exterior. Solo las escaleras de emergencia, sumidas en una oscuridad total, ofrecían una vía de escape a quien se encontrara en los pisos superiores. Ahora podía investigar sin miedo a ser interrumpido.
Se sentó y se quitó las botas. Otto era un hombre cauteloso por naturaleza, que jamás corría riesgos innecesarios. No había razón para alertar a posibles criminales de su presencia por culpa de un tacón que golpeara el suelo o de una suela que rechinara. Además le gustaba sentir el suelo bajo los pies descalzos.
Sin hacer el menor ruido subió cautelosamente los peldaños metálicos de las inmóviles escaleras mecánicas. La linterna colgaba ociosa de su cinturón. Conocía de memoria la disposición de todas las plantas.
Otto descubrió a los ladrones en el departamento de joyería de la cuarta planta. Estaban apiñados junto a la vitrina donde se guardaban los relojes más caros y los brazaletes de diamantes: eran cuatro hombres, vestidos de negro, cada uno de ellos con una linterna potente, de alta intensidad. Conversaban cuchicheando entre ellos. Otto aguzó el oído para enterarse de lo que decían.
—El sistema de alarma no vale un pimiento —declaró uno de los hombres—. Un niño de diez años podría haberlo inutilizado con un palillo de dientes.
—Os lo dije —respondió otro—. El Viejo nunca hizo reparar el equipo en todo el tiempo que yo estuve trabajando en los almacenes.
Otto reconoció la voz de inmediato. Era la de Jim Patrick, el antiguo encargado de este mismo departamento, despedido hacía apenas unas semanas por beber en horas de trabajo. Otto aspiró profundamente y sacudió la cabeza. La fidelidad a la empresa era un concepto que ya no significaba nada en estos tiempos; solo gentes anticuadas como él mismo se consideraban obligadas hacia quienes les dieron empleo, por mucho tiempo que hubiera pasado desde que dejaran de trabajar para ellos.
—¿Vais a acabar ya? —preguntó un tercer hombre—. No vamos a estar aquí toda la noche.
—Tranquilo —dijo Patrick—. El viejo hurón que tienen como vigilante nocturno no nos creará problemas. Es lento y estúpido, y no lleva pistola.
—¿No lleva pistola? —dijo el primer hombre revolviendo el contenido de una bolsa negra que había dejado sobre el mostrador. Al cabo de unos segundos, extrajo de ella un pequeño cortador de cristal—. ¿Cómo se puede ser vigilante nocturno sin una pistola?
Otto no se quedó allí para contestar a la pregunta. En silencio se alejó en dirección al departamento de ropa de caballero, al otro extremo de la planta. Ninguno de los intrusos adivinó la respuesta correcta hasta que fue ya demasiado tarde. No usaba pistola porque no la necesitaba.
Se desvistió con mucho cuidado, plegó con pulcritud su ropa y la colgó de una percha de los vestidores. De pie, completamente desnudo en medio de un océano de camisas, pantalones, corbatas y calcetines, Otto recitó el conjuro que hacía revivir el monstruo que habitaba en su interior.
Una tras otra, recitó las místicas palabras que su padre le había enseñado muchos años atrás. La suya era una antigua tradición familiar, iniciada hacía varios cientos de años en las montañas de Transilvania. La luna llena y la maldición del lobo nada tenían que ver con el cambio que transformaba a un hombre en bestia. Todo lo que se necesitaba era la magia apropiada y la voluntad precisa. Otto poseía las dos cosas.
En el instante en que terminó de recitar la salmodia, una poderosa descarga de energía le recorrió el cuerpo. Otto suspiró aliviado. Por muchas veces que utilizara la fórmula, siempre experimentaba un breve instante de duda antes de que surtiera efecto. En el fondo era demasiado pragmático para tomarse a sí mismo en serio.
A Otto no le gustaba la televisión, pero se esforzaba en ver las películas sobre hombres lobo, siempre que le era posible. Le divertían las escenas de transformación del hombre en bestia. Los gruñidos y aullidos agónicos, los temblores y movimientos de huesos, los miembros que crecían de repente… todo eran efectos especiales de Hollywood, no realidad.
La verdad es que el cambio duraba escasos segundos. No era una recomposición o reordenamiento físico sino la sustitución de una forma física por otra. En el lugar en el que había estado el hombre Otto se encontraba ahora Otto, el gran lobo gris. Otto, el lobo muy muy hambriento.
La alteración siempre le dejaba famélico. Años atrás, vagando por el parque de la ciudad a altas horas de la noche, encontró a otro hombre lobo que se había graduado en biología molecular. El profesor intentó explicarle de forma sencilla el mecanismo que comportaba la transformación mágica. Otto olvidó de inmediato la mayor parte de las explicaciones de física, pero retuvo el hecho de que el cambio consumía grandes cantidades de energía corporal, que habían de reponerse tan pronto como fuera posible. Ahora, Otto se disponía a solucionar de forma drástica el problema.
Alzó la cabeza y olfateó el aire. De inmediato le llegó el rastro de sus víctimas. Seguían trabajando ininterrumpidamente, a una treintena de metros de donde él se encontraba. De sus monstruosas mandíbulas cayó una gota de saliva y sus ojos enrojecidos brillaron de excitación. Sus presas despedían un olor delicioso.
Con un aullido de expectación trotó por el pasillo hacia las víctimas. Sus poderosas patas le impulsaban adelante con la velocidad de una locomotora. El suelo retemblaba a cada salto.
—¿Qué diablos es eso? —gritó uno de los ladrones. Cogidos totalmente por sorpresa, apenas tuvieron tiempo de alzar la vista cuando Otto cayó en medio de ellos.
Sus poderosos dientes apresaron la cabeza de Jim Patrick, por debajo de las orejas. El grito de agonía del hombre finalizó abruptamente cuando las mandíbulas de Otto se cerraron, aplastando el cráneo de Patrick como si fuera un huevo. Una mezcla de sangre, fragmentos de huesos y sesos llenó la boca de Otto. Su garganta emitió un gruñido profundo. Los traidores no merecían una muerte mejor.
Con una sacudida de la cabeza, Otto envió el cuerpo sin vida al otro lado del piso. Se volvió y fue recibido por una granizada de balas. Los proyectiles se aplastaron contra su cuerpo como clavos fundidos. Rugió de dolor y saltó hacia adelante. Solo la plata, el antídoto contra la magia negra, podía herir a un hombre lobo.
El hombre del cortador de cristal estaba en pie frente a él, con un enorme revólver en la mano, que escupía fuego y plomo. Disparó un tiro tras otro contra la maciza estructura de Otto. Solo cuando el hombre lobo cayó sobre él se dio cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos. Pero era ya demasiado tarde.
Otto, impulsándose con las patas traseras, proyectó al frente su zarpa derecha y sus garras se hundieron en el cuello y el pecho del hombre como si fueran de papel. La sangre salpicó el cristal de las vitrinas.
Mentalmente, Otto hizo una mueca de desagrado. Las heridas causadas por las garras siempre ocasionaban destrozos. Le costaría horas limpiar la sangre que salpicaba los muebles. En el futuro tendría que ser más cuidadoso.
Su víctima retrocedió tambaleante, aullando de dolor, en un desesperado intento por escapar. Furioso por su descuido, Otto le siguió. Utilizó su enorme cabeza como un ariete, golpeó al hombre y lo derribó. Luego cayó sobre él como el gato sobre el ratón, y lo envió al olvido con un mordisco que le destrozó casi totalmente el pecho.
Por unos segundos, el sabor de la carne caliente le invadió hasta el punto de olvidar que había dos víctimas que matar aún. Hambriento, quebró las costillas del hombre en busca del corazón y el hígado. Solo después recordó a los otros. Pero ya no había rastro de ninguno de los dos hombres.
Otto aulló, contrariado. Se estaba haciendo viejo y se distraía con demasiada facilidad.
Mientras procuraba dejar a un lado la tentación de la sangre fresca buscó afanoso un olor que le sirviera de guía. No tardó más que unos instantes en seguir la pista de uno de los hombres que faltaban. Cruzó la planta a la carrera, detrás de aquel olor.
Encontró al ladrón renegando mientras bajaba trabajosamente las escaleras mecánicas inmóviles.
—Maldito perro de presa —gruñía el hombre para sí mismo—. Nunca había visto un perro tan grande. Debe de ser de una raza monstruosa que crían para que guarden los almacenes. Maldito perrazo, al infierno con él.
Otto esperó pacientemente a que el hombre acabara de bajar el tramo de escaleras. Sabía que no debía intentar poner las garras en las estrías metálicas de los peldaños. Los lobos no están hechos para las escaleras mecánicas.
Otto flexionó las piernas traseras debajo de su cuerpo como un poderoso resorte y saltó en la oscuridad. En la planta de abajo, el ladrón no llegó a ser consciente del peligro que le acechaba. Otto cayó sobre su espalda con una fuerza devastadora. Las costillas y la columna vertebral se quebraron y el hombre cayó al suelo sin un quejido. Un golpe dado con la gigantesca zarpa se llevó la mayor parte de su cráneo.
No había señales del cuarto hombre y Otto no podía rastrear su olor por ninguna parte. Como no podía maldecir, Otto se limitó a lanzar gruñidos. Si el criminal escapaba, el fracaso significaría el final de sus cacerías nocturnas. Ni siquiera los ladrones más estúpidos se aventurarían a entrar en unos almacenes vigilados por un hombre lobo.
Abatido, Otto recorrió los pasillos en busca de algún rastro del paradero del ladrón. De alguna forma había conseguido ocultar su olor, pero el departamento de perfumería estaba en la planta baja y era imposible que el hombre hubiera llegado hasta allí en tan poco tiempo. Tenía que estar escondido en algún otro lugar del edificio.
Otto se concentró, visualizando mentalmente los numerosos departamentos de los almacenes. Ninguno de ellos ofrecía un refugio adecuado contra sus poderes y, no obstante, no conseguía localizar al ladrón. Entonces, de repente, Otto descubrió dónde se había escondido el hombre.
Por una corazonada corrió a la sección navideña, situada en la parte trasera de la planta. Las candelas de cera olorosa y las fragantes ramas de pino que decoraban la zona enmascaraban de forma eficaz otros olores que pudiera percibir. Y las vitrinas iluminadas ofrecían un refugio aparentemente seguro contra las fuerzas de la oscuridad.
Encontró al último hombre acurrucado en el centro de un rimero de adornos festivos y estatuas religiosas. Pálido y tembloroso, el hombre empuñaba con las dos manos un pequeño crucifijo con joyas engastadas. Cuando Otto se aproximó, el ladrón empezó a balbucear una confusa mezcla de plegarias y tradiciones hollywoodenses sobre los hombres lobo.
—Apártate de mí, Satanás —recitó el hombre cuando Otto se encontraba ya a pocos pasos. Sostenía la cruz frente a su pecho, apuntándole con ella como una lanza—. Apártate de mí.
Otto se detuvo. De inmediato, al advertir la vacilación del hombre lobo, el ladrón repitió la frase, ahora en voz mucho más alta.
—Apártate de mí, Satanás, apártate de mí.
Las palabras resonaron en los oídos de Otto. Gimió de forma audible, retrocedió un paso, luego otro, y otro más.
—¡Apártate de mí, Satanás! —gritó el ladrón, agitando su crucifijo a izquierda y derecha como si estuviera expulsando a los demonios. Su voz temblaba de emoción. Poco a poco avanzó, abandonando su posición entre los juguetes y los adornos.
Con los ojos semicerrados, Otto veía avanzar a su enemigo. Resopló lleno de furia impotente y se retiró un poco más, hasta alejarse lo suficiente del escaparate navideño. Su némesis le seguía, blandiendo como una espada el enjoyado crucifijo.
Al mirar a su alrededor, Otto decidió que ya se habían alejado bastante de los delicados adornos para lograr su propósito. Cansado de la comedia se irguió sobre sus patas traseras y esperó a su desprevenida presa.
—¡Apártate de mí, Satanás! —Rugió el ladrón, dirigiendo la cruz hacia las mandíbulas de Otto. Sin dudarlo, este abrió la boca y se llevó de un mordisco la mano entera del hombre, con crucifijo incluido. Las cruces pueden detener a los vampiros, pero no tienen el menor efecto sobre los hombres lobo.
El hombre aún aulló la frase una última vez antes de que Otto le hiciera callar para toda la eternidad. Luego, sobre los almacenes cayó un telón de silencio quebrado solo por el rechinar de los dientes del hombre lobo, agudos como navajas de afeitar.
Después de aplastar el cráneo del criminal, Otto se sintió un poco mejor. Al atraer al hombre lejos de las vitrinas había evitado que se estropearan los frágiles adornos de la sección. Su presencia de ánimo había ahorrado un buen puñado de dinero a los almacenes. Satisfecho de su actuación se sentó a darse un merecido festín. Había pasado casi un mes desde la entrada del último grupo de intrusos; en ese tiempo se le había despertado un apetito considerable.
Varias horas más tarde, de nuevo en su forma humana, inspeccionó cuidadosamente la escena de su última pelea. Todo aparecía en perfecto orden. Había limpiado diligentemente los muebles y fregado los suelos hasta que no quedó el menor rastro de sangre. Los almacenes contaban con una buena provisión de los últimos productos milagrosos de limpieza, que convertían ese trabajo en algo tan sencillo como respirar y eliminaban las manchas más persistentes casi sin esfuerzo.
Los tristes restos de sus cuatro víctimas fueron a parar a unas bolsas de plástico que escondió detrás de las taquillas. Un rápido aviso a varios necrófagos que trabajaban en el último turno en el departamento municipal de recogida de basuras concluyó en un improvisado tentempié matinal. Otto siempre estaba dispuesto a compartir con los demás su buena suerte. Los necrófagos aceptaron también encantados el regalo que Otto les hizo de las linternas y las herramientas de los ladrones. Cuando se presentó el turno de la mañana, a las siete en punto, todas las huellas del intento de robo habían desaparecido.
Carl llegó radiante pocos minutos después de la hora. Le acompañaba un hombre bajo y robusto, vestido con un traje gris marengo de buen corte, a quien Otto reconoció de inmediato como el señor Galliano. El propietario, con la cara coloreada por el viento y el frío, sonrió en cuanto divisó a Otto.
—Usted debe de ser Otto Stark —dijo con voz grave, y le tendió la mano—. Yo soy Julius Galliano.
—Encantado de conocerle, señor —dijo Otto, mientras una gota de sudor descendía por su columna vertebral. Nervioso, estrechó la mano que le tendía su jefe.
—El gusto es mío —contestó Galliano en tono jovial. A pesar de su edad, el apretón fue firme. Miró fijamente a Otto, con ojos que parpadeaban—. Mi venida aquí esta mañana ha tenido la culpa de que ande un poco preocupado por su empleo, ¿verdad?
—Sí, señor —dijo Otto con sinceridad.
—Los mejores trabajadores son siempre los que más se preocupan por su eficiencia —comentó Galliano con una risita—. Eso es lo que les hace ser los mejores. A los perezosos, todo les importa un bledo. —Hizo una pausa para acentuar el énfasis de la siguiente frase—. He venido a aumentarle el sueldo, Otto.
Otto parpadeó, sorprendido.
—¿Un aumento? —preguntó, cauteloso.
—Me ha oído bien —dijo Galliano—. Un aumento sustancioso. Se lo merece; desde que se hizo cargo del último turno de vigilancia, los robos han descendido prácticamente a cero. Estoy impresionado. Y quiero expresarle mi aprecio en dinero contante y sonante.
—Me limito a cumplir con mi deber, señor —dijo Otto.
—Yo no sería capaz de hacerlo —dijo Galliano, ahogando un bostezo—. Es un trabajo duro estar alerta desde el anochecer hasta el alba. Lo llaman el turno de los enterradores, ¿verdad?
—Sí, señor —dijo Otto. La vigilancia nocturna tenía un montón de nombres del mismo estilo: el turno de los enterradores, la patrulla del cementerio, los lobos guardianes—. Es duro, pero me gusta.
—¿De verdad? —preguntó Galliano, en tono de sorpresa—. ¿No preferiría trabajar de día?
—De ninguna manera —contestó Otto—. Soy feliz con mi trabajo. La paga es buena y el horario me conviene. Además —añadió con una sonrisa lobuna—, las remuneraciones extra son espléndidas.