El avión descendió sobre el campo. Trazó un círculo contra el cielo nocturno, luego se deslizó suave y silencioso para aterrizar.
Mientras se ponía en marcha hacia la portezuela de la cabina, la limusina que había estado aguardando pareció escrutar al aparato con los ojos de sus faros amarillos, al tiempo que su motor ronroneaba bienvenida.
Mike Savage no ronroneaba. Estaba fuera de la limusina casi antes de que ésta se detuviera, avanzando rápidamente hacia la cabina. Para un hombre de su corpulencia, se movía con una sorprendente rapidez. Cuando la puerta de la cabina se abrió, Savage estaba ya directamente junto a ella, con la mano extendida para sujetar el maletín de la figura que emergía del avión.
—¿Kane? —dijo.
La figura asintió, avanzando hacia la luz. Savage vio a un hombre alto cuya momentánea sonrisa era simplemente una mueca de saludo; casi inmediatamente el rostro del hombre volvió a su aspereza habitual, clavando su firme mirada, sin un parpadeo, en aquellos oscuros y profundos ojos. Los muchos talentos de Joe Kane no incluían el sonreír.
El hombre alto se giró para mirar al piloto en la cabina.
—De acuerdo —dijo—. Puede irse.
El piloto asintió, cerrando la portezuela. Un momento más tarde los motores del avión se ponían en marcha con un gruñido, que se convirtió casi inmediatamente en un rugido.
Kane no esperó al despegue. Siguió a Mike Savage hasta la limusina, y se deslizó en el asiento entre él y el conductor.
—Vámonos —dijo.
Savage hizo una seña afirmativa al conductor. El coche dio la vuelta y retrocedió hasta la estrecha carretera que bordeaba el campo. Mientras ganaba velocidad, el avión pasó zumbando sobre él, volando contra el nublado cielo.
La limusina giró hacia una carretera arbolada que era escasamente algo más que un sendero pavimentado a través de la campiña inglesa. Mientras avanzaba por ella, descendiendo, la neblina empezó a enroscarse en torno al parabrisas.
—Está lloviendo ahí delante —murmuró Savage—. ¿Qué tiempo ha tenido en el viaje?
Los oscuros ojos le miraron sin siquiera la pretensión de verse acompañados de una sonrisa.
—He viajado cinco mil kilómetros hasta aquí, y desea que le hable del tiempo.
—Lo siento —dijo Savage, y era cierto. Aquel era un mal comienzo; era mucho lo que dependía de las reacciones de Kane. Savage inspiró profundamente—. Supongamos que le cuento algo sobre los planes.
—Supongamos que se calla —dijo Kane—. Estoy cansado. —Apartó su mirada de Savage y cerró los ojos.
Savage se mordió el labio. No tenía sentido seguir. E indudablemente Kane estaba cansado, más bien agotado. Un salto transatlántico en un avión pequeño, un vuelo secreto y no autorizado, se cobraba su precio. Lo importante era que finalmente Kane había llegado, sano y salvo. Dejemos que descanse; mañana habrá tiempo para hablar del plan.
Pero no había ninguna razón por la cual Savage no pensara en él, si lo deseaba. En realidad era casi una segunda naturaleza, puesto que era él quien lo había concebido, y no había pensado en ninguna otra cosa durante meses.
La lluvia empezó a repiquetear contra los cristales. Los limpiaparabrisas entraron en acción, apartando el agua pero sin poder hacer nada para dispersar la niebla.
—Vaya despacio —advirtió Savage al conductor.
A su lado, Kane dormitaba, con la cabeza blandamente inclinada contra el asiento. Savage estudió el duro perfil aquilino. Incluso en reposo, no había señales de relajación en el rostro de Kane; la boca permanecía tensa, los músculos faciales se negaban a rendirse a la flojedad del sueño. Un rostro cruel. Cruel e inteligente. Aquella era una correcta descripción de Joe Kane. Una correcta explicación de lo que había logrado su reputación como la mente más formidable en el oficio dentro de los Estados Unidos. Y, por supuesto, una correcta razón por la que Mike Savage había deseado tenerlo allí. Joe Kane era vital para el éxito del plan.
El plan de Savage era sencillo… simplemente una alianza internacional del crimen organizado. Pero era complejo en su simplicidad. Oh, se había hablado lo suficiente de la Cosa Nostra, y durante años los titulares de los periódicos proclamaban la existencia de los «señores del crimen» y de un «imperio del crimen». Pero tras los titulares tan sólo había una oscura realidad. Los criminales trabajaban y cooperaban a nivel mundial, pero tal colaboración era en el mejor de los casos temporal, y terminaba muy fácilmente.
Lo que Savage tenía en mente era mucho más ambicioso; una auténtica, práctica y permanente colaboración, fundada en un acuerdo entre caballeros. Aquello implicaría caballeros granjeros que cultivaban adormideras en Turquía, caballeros deportistas enviando armas de fuego a Africa, caballeros connoisseurs trabajando en diamantes y raros objetos de arte en Amsterdam. Sin dejar de lado a otros caballeros que operaban en Marsella, Atenas, Montreal, Argel, Hong Kong, y mantenían conexiones con una banca en Zurich; eran por supuesto un grupo cosmopolita, y le había tomado mucho tiempo a Savage contactar con todos ellos.
Había cuidado meticulosamente de todos los detalles con sus propios amigos caballeros allí en Londres, y hecho todos los contactos necesarios para tener una próxima reunión en la cumbre.
Era en aquella reunión donde pensaba presentar con detalle su propuesta… y presentar a Joe Kane. Quizá Kane no fuera tan educado como los demás; tenía una reputación de crueldad. Pero ninguna profesión, por muy respetable que fuera, podía presentarse con esperanzas de éxito sin un líder a mano, y Joe Kane era un líder. Un hombre que iba siempre directamente al grano. Con Kane a la cabeza de la empresa, ésta no podía fallar, y estaba seguro de que todos lo aceptarían sin discusión.
Savage miró a través del parabrisas hacia la cortina de lluvia y niebla. Parecía impenetrable, aunque el coche avanzaba a su través. Esa era la forma en que se movería la maquinaria del crimen, a través de cualquier cosa, hacia adelante a toda velocidad, con Kane al timón. Y en lo que a él se refería, Savage se sentiría completamente satisfecho sentándose a su lado como el segundo de a bordo; podía dejar perfectamente a Kane llevar la dirección, siempre que Savage pudiera acompañarle en el dulce y blando camino de controlar el mundo…
—¡Cuidado!
El grito de Savage le llegó al conductor al mismo tiempo que los faros de un coche brotaban ante ellos en la carretera a través de la niebla, frente por frente.
El conductor dio un golpe de volante, y la limusina se desvió hacia la izquierda.
Por un brevísimo segundo que pareció una eternidad de horror, Savage vio al coche que se acercaba patinar y girar en la misma dirección.
El brusco chirrido de los frenos se perdió en el crujir de metal rasgándose al tiempo que el choque lanzaba a Savage al suelo. Su cabeza golpeó contra el tablero de instrumentos mientras caía, y la gris neblina se convirtió en negrura.
Cuando su turbia visión se aclaró, alzó la vista para descubrir al conductor inclinado sobre él desde el exterior de la limusina.
—¿Se encuentra bien, señor?
Savage sintió la pulsante protuberancia sobre su sien, luego gruñó.
—Se metió debajo del volante. —El conductor tendió su mano izquierda para ayudarle; Savage observó que el brazo derecho del hombre colgaba flácidamente a su costado.
—¿Roto?
El conductor asintió.
—Me temo que tendrá que ayudar al otro caballero.
Savage se giró, captando un momentáneo atisbo de la abollada capota delantera de la limusina, aunque el coche en sí parecía estar intacto, si bien el otro vehículo se hallaba casi completamente destrozado por el impacto de la colisión.
Luego miró de nuevo al asiento delantero de la limusina, observando a Kane.
El alto hombre había atravesado el parabrisas con la cabeza, y colgaba allí, con la cabeza y los brazos sostenidos por los fragmentos de cristal roto que aún se mantenían en su sitio.
Savage se arrastró en el asiento, húmedo y resbaladizo. Agarró a Kane por los fláccidos hombros, y tiró de él hacia atrás para apoyarlo de nuevo en su asiento. Luego lo observó:
—¡Mire! —jadeó—. Mire su rostro…
El rostro de Joe Kane estaba completamente oculto por vendajes parecidos a los de una momia, enrollados en torno a su cabeza y garganta. Tras estrechas rendijas una boca se movía, una nariz aspiraba el aire, unos ojos parpadeaban.
Savage se inclinó hacia la cama en la habitación de blancas paredes.
—Kane… ¿puede oírme? —murmuró.
No hubo respuesta, sólo el sonido de una torturada respiración.
—Aún no puede hablar. Antes deben sanar sus cuerdas vocales.
Savage se giró. El doctor Augustus estaba entrando en la habitación. El pequeño y grueso médico avanzó hasta situarse al lado de la cama.
—¿Pero se curará?
—Por supuesto. Sólo es cuestión de tiempo.
La voz del doctor Augustus era tranquilizadora. Su propia presencia era tranquilizadora, y Savage le dio silenciosamente las gracias por aquello. Nadie podía competir en habilidad médica y versatilidad con Edmund Augustus… primero en el Real Colegio de Médicos, y ahora como colaborador permanente y privado en la organización de Savage. Harley Street había perdido una joya: no era un simple remendón de heridas de bala. El notable campo de sus habilidades parecía extenderse a todas las ramas de la medicina desde la cirugía hasta la psiquiatría, y Savage apreciaba sus servicios. Tanto es así que había instalado al doctor Augustus allí en una casa en el campo que era en realidad una clínica completamente equipada… con una clientela de lo más exclusivo, extraída entre los asociados de Savage.
Savage bajó su mirada a la muda momia en la cama.
—Este es el doctor Augustus —dijo—. Puede darle las gracias por haber salvado su vida.
El hombre en la cama no hizo ningún movimiento.
—Kane… escúcheme…
No hubo respuesta. Savage frunció el ceño a Augustus.
—¿Qué ocurre? No puedo apreciar ninguna reacción… es como un vegetal. Como si no conociera ni su propio nombre.
—No lo conoce —dijo Augustus.
El fruncimiento del ceño de Savage se acentuó, pero Augustus agitó la cabeza.
—Voy a decirle a él la verdad —murmuró.
Se inclinó sobre su paciente.
—Tuvo usted un accidente, señor Kane. Un accidente grave. Pero lo peor ya ha pasado. Va a vivir, y su recuperación física será completa. ¿Puede comprender eso?
Lentamente, la vendada cabeza se movió.
—Hay una cosa que debe usted saber. Un efecto secundario de una de sus heridas, su fractura craneal, ha producido una amnesia total. Me doy cuenta de que esto es perturbador… perder la memoria de uno mismo, de su pasado, no ser capaz siquiera de recordar el accidente. Pero es usted relativamente afortunado. El conductor del otro coche resultó muerto al instante, y usted también hubiera muerto si el señor Savage no lo hubiera conducido directamente hasta mí y yo hubiera podido operarle a tiempo.
»Y su situación no es desesperada. A medida que vaya mejorando, irá recuperándose gradualmente de su amnesia. Su memoria regresará… y nosotros estaremos aquí para ayudarle. Todo lo que necesita ahora es descansar.
El doctor Augustus alcanzó una hipodérmica que había ya preparada envuelta en gasa estéril en la mesilla de noche. Guió la aguja a la vena del brazo izquierdo, y la momificada figura se relajó hacia atrás. Luego el doctor permaneció de pie allí, aguardando hasta que estuvo seguro de que la inyección había causado efecto.
Savage lo miró.
—¿Está usted seguro? —murmuró.
—Completamente seguro. —El doctor Augustus sonrió—. Su reunión en la cumbre deberá ser postpuesta, por supuesto. Pero cuando la celebren, Joe Kane estará allí.
Rita Goley estaba nerviosa. No podía acostumbrarse a conducir el pequeño coche de alquiler por el lado izquierdo de la carretera, y no sabía exactamente a dónde conducía aquella carretera que se hundía cada vez más en aquellas remotas colinas. Pero tenía que encontrar la casa.
Cuando la encontró, Rita no se sintió más tranquila. El lugar era demasiado grande para erguirse allí en medio de nada, y no habiendo el menor tráfico por aquellos lugares no parecía haber ninguna razón para ocultar la casa tras unas paredes tan altas.
Pero Rita había recorrido un largo camino, y no estaba dispuesta a abandonar ahora.
Eso fue lo que le dijo al doctor Augustus cuando él intentó que se fuera por donde había venido, sin dejarla pasar de la puerta principal.
—No pienso irme hasta que haya visto a Joe Kane —dijo.
Augustus agitó la cabeza.
—Tiene que estar usted en un error. Esto es una residencia privada. Esa persona no está aquí.
—Joe está aquí. lo sé. Me lo dijeron.
—¿Quién se lo dijo? —La pregunta fue hecha por un hombre corpulento y de anchos hombros que apareció detrás de Augustus en el umbral. Rita le correspondió con una inclinación de cabeza.
—La misma persona que me dijo que usted es Mike Savage.
El hombre alzó las cejas.
—Entre, querida señora. —Y luego, en el vestíbulo—. Quizá pueda explicarse un poco mejor. —La miró fijamente—. Usted no será la señora Kane, ¿verdad?
—Como si lo fuera —dijo Rita—. Estábamos juntos la noche antes de que se fuera. Me dijo que venía aquí, y para qué.
—¿Lo hizo realmente? —Savage miró con rapidez a Augustus. Luego ambos la miraron a ella, pero Rita no se inmutó.
—Joe y yo siempre nos lo contábamos todo. Por eso seguíamos juntos. Lo sé todo sobre la reunión en la cumbre que debían celebrar ustedes. Él dijo que llamaría apenas llegara. Bien, no llamó. Supe que nada le había ocurrido al avión, porque Arnie, el piloto, volvió y me dijo que el vuelo había ido perfecto. Luego supe que la reunión en la cumbre había sido postpuesta.
—¿Quién le dijo eso? —Savage habló rápidamente.
—Uno de los hombres de Joe. El mismo que me habló de su organización aquí. Y de dónde los encontraría probablemente. —Rita miró al fondo del vestíbulo—. Esta clínica privada es una fachada, ¿verdad?
—Está usted muy bien informada —dijo el doctor Augustus fríamente.
—Eso no importa. Díganme algo de Joe Kane.
Savage se alzó de hombros.
—Me temo que sufrió un accidente.
—¿Accidente? —Rita abrió mucho los ojos—. ¿Acaso está…?
—No, no está muerto.
—¿Está muy mal?
Savage vaciló. El doctor Augustus tomó a Rita por el brazo.
—¿Qué le parece si lo ve por usted misma? —dijo.
La condujeron escaleras arriba. A lo largo del corredor. Dentro de la habitación de paredes blancas, donde aguardaba la momia.
—¡Joe! —jadeó Rita—. Oh, Dios mío…
—Se pondrá bien —le dijo el doctor Augustus. Rita ya no le oía; estaba al lado de la cama, mirando hacia abajo.
—Joe, mírame… soy Rita…
—No la conoce —dijo Savage.
—¿Qué dice? ¡Claro que me conoce!
—No conoce a nadie. Amnesia.
Rita empezó a sollozar. Savage miró a Augustus con el ceño fruncido.
—Fue idea suya dejar que lo viera así.
—Y una buena idea, creo —dijo Augustus calmadamente. Avanzó y puso su mano sobre el brazo de Rita—. Escúcheme. Le he dicho que se pondrá bien. Y ahora que está usted aquí, podrá ayudar.
—Lo que sea —murmuró Rita—. Sólo déjeme quedarme. Lo cuidaré…
—Ya está bien atendido —dijo Augustus—. Tenemos una enfermera a su cargo. Y ya está fuera de peligro, recuperándose muy bien. Lo que necesita, podríamos decir, es una madre.
—¿Una madre?
—No hay prognosis respecto a cuando cederá la amnesia. Hasta que su memoria regrese, las cosas serán así. Físicamente es un hombre adulto, pero mentalmente es un niño pequeño. Así que necesitará una madre. Alguien que lo ayude a reeducarse, exactamente como si fuera un niño pequeño. Pero con su cerebro de adulto, aprenderá rápidamente. La rapidez dependerá de su cooperación.
—Bien pensando. —Savage asintió al doctor Augustus, luego se dirigió directamente a Rita—. Recuerde, todos tenemos interés en que se recupere. Sin Joe Kane en las condiciones de antes del accidente, no habrá reunión en la cumbre. No habrá organización internacional… al menos no una que él pueda controlar. Y usted sabe lo que significa una tal organización. No millones, sino centenares de millones. No necesito decírselo.
—No me importa el dinero —dijo Rita—. Es Joe. —Se giró al doctor Augustus—. ¿Cuándo empiezo?
El doctor Augustus sonrió.
—Mañana —dijo.
Llegó el día siguiente. Y pasó. Transcurrió una semana, luego otra. Rita perdió toda noción del tiempo. Mientras estaba despierta no se separaba de Joe Kane, y por la noche, en su dormitorio al fondo en la planta baja, la imagen de él atormentaba su insomnio.
El proceso educacional era lento, dolorosamente lento al principio. Pasaron varios días antes de que las cuerdas vocales de Kane sanaran hasta tal punto que pudiera susurrar, y cuando esto ocurrió sus palabras eran simplemente preguntas… preguntas que confirmaban el diagnóstico del doctor Augustus. Kane no recordaba lo que había ocurrido. No recordaba el accidente, ni nada anterior al accidente. Ni siquiera recordaba el nombre de Rita o el suyo propio.
De modo que Rita le enseñó. El doctor Augustus le dijo cómo hacerlo, qué decir. Aún seguía atormentado por el dolor, bajo sedantes, y a menudo era difícil comunicarse claramente con él, pero ella siguió con su tarea, sin dejar de hablar ni un solo momento.
Gradualmente Kane fue recuperando la movilidad. Primero se sentó en la cama, luego se trasladó a una silla de ruedas. Rita lo llevó afuera al jardín; excepto Augustus, Savage y una enfermera que se encargaba también de la cocina, la clínica estaba desierta.
—Tenemos que mantener su presencia aquí en secreto —le dijo Savage.
—¿En secreto? —Rita miró la enfajada cabeza y se estremeció—. ¿Cuándo le quitarán esos vendajes?
—Pronto. El doctor Augustus dice que está mejorando. Hasta entonces, usted tendrá que hacerse cargo de todo.
Rita se hizo cargo de todo. En el jardín, le habló suavemente a Kane de su propio pasado, proporcionándole todos los detalles de su ascensión al poder, relatándole las anécdotas e incidentes que él mismo le había contado a lo largo de los años.
—Es inútil. —La ronca voz del hombre era fuerte ahora, pero tenía una nota de ansiedad—. No recuerdo nada.
—El doctor Augustus dice que no tienes que recordar. Sólo escuchar. Tienes que aprenderlo todo sobre ti de nuevo.
Rita condujo a Kane a lo largo del sendero del jardín.
—Oh, tengo una buena noticia para ti. Mañana empezarás a andar.
Kane anduvo. Anduvo durante una semana, por el jardín y dentro de la casa. Él y Rita, juntos, dieron una vuelta de inspección. El doctor Augustus estaba orgulloso de su establecimiento, y tenía razones para estarlo; la clínica era compacta, pero moderna y completamente equipada. Había una imponente sala de operaciones y una enorme autoclave, así como un equipo de osciloscopio con el cual Augustus comprobaba frecuentemente los esquemas cerebrales de Kane, y todas las demás maravillas médicas que el dinero podía comprar. El respeto de Rita hacia el doctor Augustus creció.
Estaba empezando a darse cuenta también de los talentos de Mike Savage. Después de todo, él era quien había concebido todo aquello y lo había llevado a la práctica. Una clínica privada que era a la vez un perfecto escondrijo, y al mismo tiempo una fortaleza.
Rita y Kane llegaron a esa conclusión cuando descubrieron la habitación oculta en el sótano… la enorme habitación a prueba de ruidos con el arsenal de armas alineado a lo largo de las paredes: pistolas, revólveres, gases lacrimógenos, incluso ametralladoras.
—Mejor que tu refugio en Jersey —dijo Rita.
Kane frunció el ceño, luego asintió.
—Oh, sí… me lo contaste.
—¿Sigues sin recordar?
—Ajá. —Pero la ronca voz era resuelta ahora—. Todavía no. Quiero decir, tú me cuentas todas esas cosas, y yo las creo. Pero dentro de mí no acabo de sentir que sean ciertas. Pero no te preocupes, lo superaré.
—Por supuesto, cariño. Todas las cosas toman su tiempo. —Sonrió—. Casi había olvidado algo. Más buenas noticias. Mañana te quitarán los vendajes.
Así fue.
El doctor Augustus realizó el trabajo personalmente, en el quirófano, con tan solo Savage y Rita como ayudantes. Fue cortando expertamente bajo las brillantes luces, retirando venda tras venda. No era doloroso, pero Rita tuvo que obligarse a mirar. No dejaba de pensar en cómo había llegado Kane allí, después de atravesar el parabrisas con la cabeza en el accidente. El doctor Augustus le había dicho que había tenido que realizar una extensa operación de cirugía plástica, pero sabía que incluso en circunstancias normales tales operaciones no obtenían siempre un éxito completo. ¿Y si Kane resultaba con la cara deformada? Rita se estremeció pese a sí misma, y cuando el último trozo de gasa fue retirado, miró hacia otra parte.
Hubo un momento de silencio en la habitación.
Luego, fue el propio Kane quien habló.
—¿Bien, doctor?
—Perfecto —dijo Augustus—. Ni una cicatriz.
Savage apoyó una mano en el brazo de Rita.
—¿No desea verle? —murmuró.
Lentamente, Rita se giró. Vio a Kane.
Gritó.
Lo último que recordó antes de desvanecerse fue a Joe Kane mirándola, y era un completo extraño. Un extraño con un rostro totalmente distinto.
—Todo está bien.
Rita parpadeó hacia el extraño que estaba arrodillado junto a ella, sujetándola en sus brazos.
—Joe… ¿qué te han hecho?
—Lo necesario —dijo el doctor Augustus crispadamente—. El cristal del parabrisas hizo imprescindible que recurriera a una cirugía radical. Literalmente tuve que construir de nuevo… una reconstrucción era imposible.
Mientras Rita se levantaba, Augustus tendió un espejo de mano a Kane, situándolo ante su rostro.
—Han quedado algunas pequeñas cicatrices, por supuesto. La próxima semana eliminaremos las que queden en torno a los ojos, y por aquel entonces las otras más pequeñas empezarán a desaparecer por sí mismas. Pero en conjunto pienso que ha sido un buen trabajo, ¿no cree?
Kane buscó su propio reflejo, con un desconcertado fruncimiento de cejas.
—Si usted lo dice. Es curioso, ¿no? No puedo recordar mi aspecto anterior…
—Es usted un hombre afortunado —le dijo Savage—. Y si no le importa que se lo diga, es mucho más apuesto ahora, gracias al doctor Augustus. Es un trabajo asombroso, teniendo en cuenta lo rápido que tuvo que trabajar.
—Tiene que recordar que yo nunca lo había visto antes del accidente —dijo Augustus—. Y no tenía nada sobre lo que guiarme, ni siquiera una fotografía. Era un asunto de trasplante masivo de cartílagos e injertos de piel.
—Bien, ya nunca lo sabrá. —Kane se pasó una mano a lo largo de la mejilla, y sus dedos rozaron el borde del vendaje que aún cubría su cabeza como un turbante.
—Cuidado. —El doctor Augustus hizo un rápido gesto—. El vendaje de la cabeza no puede ser tocado hasta dentro de otros diez días.
Los diez días pasaron lentamente. Ahora que Kane estaba sanando rápidamente, Rita se dio cuenta de que estaba cada vez más inquieta. Pese a que gradualmente se iba acostumbrando a sus nuevos rasgos, había una especie de tensión entre ellos dos. Madre e hijo, profesora y pupilo… aquella no era la relación que habían mantenido antes, y no la deseaba ahora. Cierto, por un momento habían ido más allá, Kane la había tomado entre sus brazos cuando ella se había desmayado, pero no había intentado hacerlo de nuevo luego. Algo había cambiado, además de su apariencia; algo mucho más profundo. Tenía la sensación de que deberían hacer una pausa en su constante relación, de que ella debería desaparecer por un tiempo y pensar en todo aquello.
Pero cuando sugirió ir sola al pueblo más próximo para hacer algunas compras, Savage negó con la cabeza.
—Todavía no —dijo.
—Será tan sólo una hora o así…
—Lo sé. Pero tenemos que ser precavidos. Usted no comprende cómo son las cosas en estas zonas rurales. Si una mujer desconocida se deja ver sola, habrá habladurías. Una pareja… ya es otro asunto. Cuando le quitemos a Kane el vendaje de la cabeza, podrán ir juntos. Los tomarán por dos vulgares yanquis de viaje.
De algún modo, aquel razonamiento no satisfizo por completo a Rita. Como tampoco, reflexionó, estaba completamente satisfecha con la explicación del doctor Augustus sobre su cirugía. Cierto que había dispuesto de un maravilloso equipo, incluidas algunas máquinas que ella ni siquiera había sabido identificar, pero seguro que no había hablado de todos los detalles acerca de las técnicas que había utilizado. Y ni él ni Savage deseaban comentar nada al respecto; cada vez que ella había intentado sacar el tema, habían cambiado de conversación. Rita no podía señalar qué era lo que no iba bien, pero estaba empezando a tener la impresión de que le estaban manejando con evasivas.
El día anterior al previsto para retirar los vendajes de la cabeza de Kane, las sospechas de Rita cristalizaron de una sola ojeada.
Fue una ojeada al exterior desde la ventana delantera, una mirada distraída al sendero donde estaba aparcado su coche, al pasar por delante de la ventana. Fue suficiente.
El coche no estaba.
Tan pronto como pudo deshacerse sin crear sospechas de Kane y los otros, se deslizó afuera, al garaje. Sólo la limusina negra estaba allí, y un pequeño Riley.
Rita dudó si enfrentarse abiertamente a Savage y Augustus, y finalmente decidió que no. No podía contar con una respuesta correcta, lo máximo que iba a recibir sería una evasiva, si es que había algo que realmente no iba bien. Tenía que hablar con Joe.
Aquella noche aguardó hasta que toda la casa estuvo tranquila, y entonces se deslizó fuera de su habitación y se dirigió de puntillas hacia el dormitorio de Kane.
Estaba despierto, y era casi como si estuviera esperando a que ella fuese. Ni siquiera tuvo que ponerse un dedo sobre los labios para advertirle que hablara en voz baja. Y cuando le hubo comunicado todas sus sospechas, él simplemente asintió.
—Yo también lo he notado —murmuró—. No están diciendo la verdad. Al menos, no toda la verdad.
—¿Qué vamos a hacer?
—Déjamelo a mí. Mañana, cuando me quiten esos vendajes, entraré en acción. —Le dirigió una sonrisa—. Estoy de nuevo en buena forma, física y mentalmente… gracias en buena parte a tu ayuda. —La atrajo hacia sí—. Nunca te he dado las gracias por todo lo que has hecho por mí, ¿verdad?
Era extraño, estar en sus brazos de nuevo. Y de algún modo distinto… pero Rita arrojó a un lado aquel pensamiento. Estaban juntos, y eso era lo que importaba.
—Nunca me has dado las gracias por nada, no en todos esos años —dijo ella—. Y no tienes por qué darlas. Son las cosas que haces las que demuestran tus sentimientos. Como aquella noche en Río.
—¿Río? —los ojos de Kane mostraron su desconcierto—. No recuerdo…
—Era el carnaval. Y no esperaba que lo recordaras, puesto que estabas borracho como una cuba. —Dejó escapar una risita—. Fuimos a aquel absurdo tabernucho con todos aquellos marinos, porque uno de ellos tuvo la idea de que todo el mundo debía tatuarse. Y tú insististe en tatuar mi nombre en tu brazo. Casi estuve a punto de desmayarme, observando a aquel tipo viejo trabajando contigo con su asquerosa aguja.
—Estás bromeando —dijo Kane.
—Es cierto, y puedes comprobarlo —dijo Rita—. Puedo demostrártelo… aquí. En tu brazo derecho.
Enrolló la manga para mostrárselo.
—Mira…
Kane miró.
—Más vale que mires tú —dijo suavemente.
Rita siguió la dirección de su mirada, y se envaró.
No había ningún tatuaje.
Ningún tatuaje. Lo cual sólo podía significar…
—¡Tú no eres Joe! —gritó.
La puerta tras ellos se abrió rápidamente, y el doctor Augustus penetró en la habitación. Su sonrisa era torva.
—Oh, sí que lo es —murmuró Augustus—. Es Joe Kane, por supuesto… lo que quedó de él. Pero su cráneo estaba tan dañado que no pude repararlo.
Rita se lo quedó mirando.
—¿Qué es lo que hizo?
—Lo único factible. Era una posibilidad entre un millón, pero se estaba muriendo de todos modos, así que corrí el riesgo. Tuve que trasplantar su cerebro. El cuerpo que ahora ocupa perteneció a Barry Collins… el conductor del otro coche.
—Sigo sin poder creerlo. —Kane agitó su cabeza mientras dejaba la copa de coñac en el estudio de la planta baja.
—Es cierto —asintió Savage—. Vi todo el proceso. Nos trajimos al otro conductor con nosotros, pero estaba muerto cuando llegamos aquí. Aparentemente un fallo cardíaco en el momento del choque, porque no había ninguna señal en su cuerpo. El doctor Augustus lo examinó, y fue entonces cuando se le ocurrió la idea de intervenir quirúrgicamente.
—Notable, ¿verdad? Algo que hace cinco años se hubiera considerado absolutamente imposible es hoy una realidad.
—Irónico también. —La sonrisa de Augustus seguía siendo torva—. Es un gran adelanto médico, como el primer trasplante de corazón. Pero debido a las circunstancias, es difícil que pueda proclamar este logro al mundo.
—Ni al bajo mundo. —Los ojos de Savage se achicaron—. Ellos tampoco deben saberlo. Por eso ideamos esta historia de la cirugía plástica. No cuenta para ustedes dos, pero teníamos que hacerla sólida y viable cara a todos los demás.
Kane le dirigió una rápida mirada.
—¿Qué hay con el real Barry Collins?
—Ningún problema —respondió Augustus—. No olvide que soy médico titulado. Firmé un certificado de defunción y llené todos los formularios necesarios relativos al accidente. Colocamos la documentación de Collins y todos sus efectos personales en el cuerpo de usted… en su anterior cuerpo, con su rostro totalmente desfigurado. Fue identificado y enterrado bajo su nombre. Afortunadamente, no tenía familia.
—¿Cómo han mantenido en secreto mi estancia aquí?
Savage sonrió.
—Usted no esta aquí. Puesto que voló en un avión privado, y sin visado, las autoridades no saben nada de su presencia. Y no mencionamos que estaba usted en el coche cuando se produjo el accidente. De modo que en estos momentos está usted doblemente seguro aquí, en un nuevo cuerpo.
Kane asintió.
—No me sorprende que haya perdido la memoria. Es un milagro simplemente haberme recuperado. —Tocó los vendajes de su cabeza—. ¿Cuándo me quitará esto, doc?
—Mañana por la mañana —dijo Augustus—. Luego empezará usted a ejercitarse un poco, a fin de recuperar la forma muscular. Y luego…
—Olvídelo —le cortó firmemente la voz de Kane—. A partir de ahora soy yo quien toma las decisiones.
—Esto es lo que estábamos esperando oír —la sonrisa de Savage se hizo más amplia—. Está empezando a sonar de nuevo como era antes. —Miró al doctor Augustus—. Felicidades, doctor. Parece como si las cosas volvieran a sus cauces.
Pese a esperarlo, Rita experimentó un shock cuando los vendajes de la cabeza de Kane fueron retirados. No podía acostumbrarse a ver a Joe Kane casi sin pelo. Era difícil aceptar la razón del cambio; darse cuenta de que el hombre que había conocido durante todos aquellos años había renacido literalmente bajo otra apariencia. Sus ojos, su voz, sus modales… todos los aspectos eran sutilmente distintos. Y pese a ello, gracias en gran parte a sus semanas de paciente esfuerzo, volvía a ser él mismo.
Dentro del cuerpo no familiar estaba Joe Kane, con todos sus conocimientos y recuerdos restaurados. Había aprendido los detalles de su pasado, y sus planes para el futuro. Y la crueldad de Kane estaba regresando.
Una vez fueron retirados los vendajes, insistió en ir con Rita al pueblo. Estaba harto de confinamiento.
—¿Está seguro de que es prudente? —frunció el ceño Savage—. Mientras le tomen por un turista, no habrá problemas. Pero si se ve envuelto en…
Kane sonrió.
—Ya soy un chico crecido ahora. —La sonrisa se borró bruscamente—. Así que no me incordie, ¿de acuerdo?
Tomaron el pequeño Riley del garaje, y Kane condujo. Tanto el coche como la carretera le resultaban extraños, pero llevó expertamente el volante y encontró el pueblo sin ninguna dificultad.
Avanzando por la mayor —y única— calle a la luz del atardecer, Rita se maravilló del recién adquirido aire de completa confianza de su compañero.
—No puedo creerlo —dijo—. De pronto pareces tan seguro de ti mismo…
—¿Por qué no? —Kane se alzó de hombros—. Oíste a Savage y al doc hablar de esa conferencia en la cumbre. Han llamado ya a Demopolis en Londres para prepararla de nuevo para este fin de semana. Hemos trazado grandes planes, y ahora los están poniendo a punto. Piensa en ello… con esta organización vamos a gobernar el mundo. Políticos, militares, legisladores… todos no serán más que simples fachadas. Nosotros seremos el poder detrás del trono, el auténtico poder. ¿Y quién estará a la cabeza de todo ello?
—¡Barry! —llamó la voz—. ¡Barry Collins!
Rita levantó apresuradamente la vista. La chica que salía del coche al otro lado de la calle era joven y atractiva. Iba vestida sobriamente de negro, pero sus ojos, clavados en Kane, expresaban más alegría que pesar.
—Estás vivo… —jadeó.
Rita la interceptó, y de algún modo consiguió hablar sin que se notara el temblor de su voz.
—¿Quién es usted?
—Muriel. Muriel Morland. —La muchacha sonrió a Kane—. Pregúntele a Barry. Estábamos prometidos…
Entonces, antes de que Rita pudiera impedírselo, la chica estaba entre los brazos de Kane.
—¡Oh, querido, soy tan feliz! Si supieras lo que pasé cuando supe la noticia… Regresé a Oxford ayer, tras el crucero, y me dijeron…
—Tranquila —murmuró Kane. Le frunció el ceño a Rita por encima del hombro de Muriel.
—Naturalmente, vine directa aquí —estaba diciendo la chica—. Deseaba hablar con las autoridades, saber lo que había ocurrido.
—Ahora ya no será necesario —dijo Kane.
—Pero dijeron que estabas muerto… incluso salió un reportaje en los periódicos. ¿Por qué no escribiste o llamaste?
—Es una larga historia. —Kane le sonrió a Muriel, luego echó una rápida mirada a Rita—. Será mejor que telefonees al señor Savage. Háblale de la señorita Morland, y dile que vamos a ir con ella. Me gustará que el doctor la conozca.
Rita asintió rápidamente, luego cruzó la calle en dirección a un teléfono público.
—¿Doctor? —Muriel parecía desconcertada.
—El hombre que me salvó la vida. He estado en una clínica privada… hoy es la primera vez que he sido capaz de salir. La señorita es una de las enfermeras.
Kane señaló a Rita, que estaba absorta en su conversación telefónica al otro lado de la calle. Tomando a Muriel del brazo la acompañó a su coche.
—Cuando haya terminado, iremos para allá —dijo—. Tú puedes seguirnos.
—¿Pero no vas a explicar…?
—Lo comprenderás mejor cuando estemos allá —dijo Kane.
Ella asintió.
Kane y Rita fueron delante, con Muriel siguiéndoles. Una vez aparcados los coches en el sendero, Muriel acompañó a sus compañeros hasta la gran casa donde Savage y el doctor Augustus estaban esperando. Las presentaciones fueron breves.
—Por favor —dijo Muriel—. Cuénteme lo ocurrido. No puedo esperar…
—¿Por qué no pasamos aquí, donde podremos hablar más cómodamente? —sugirió el doctor Augustus, guiando a Muriel vestíbulo adelante hasta una habitación que Kane reconoció como el quirófano. Se echó a un lado, dejándola pasar primero, y luego la siguió con rapidez y cerró a sus espaldas la puerta a prueba de ruidos. Sonó una cerradura.
No hubo ningún otro sonido, ni siquiera un grito.
Savage se hizo cargo del coche. Rita no preguntó qué había hecho con él, ni deseó saberlo. Como tampoco miró, más tarde, mientras Savage, con la ayuda de Kane, cavaba el gran hoyo en el jardín, bajo los árboles. Más tarde, evitó cruzar su mirada con la de ellos. El doctor Augustus y Savage aplanaron cuidadosamente el suelo hasta que la señal de la tierra removida que marcaba el agujero dejó de existir. Era bastante para saber que Muriel ya no existía tampoco, bastante para saber que Kane estaba a salvo.
¿Era suficiente?
Rita paseó arriba y abajo por su habitación. Desde que Savage había enviado al conductor de la limusina a realizar otras tareas a Londres, desde que el doctor Augustus había prescindido de la enfermera que atendiera a Kane en las primeras semanas de recuperación, Rita había permanecido allí a solas con sus tres compañeros. Aquello nunca la había preocupado hasta aquel momento, pero ahora, por primera vez, se sentía realmente sola. Savage y Augustus eran unos extraños, y en cuanto a Joe…
Impulsivamente, Rita se dirigió a la habitación de Kane. Necesitaba hablar con él, de una vez por todas. Sólo él podía tranquilizarla, poner en orden sus pensamientos.
Pero su habitación estaba vacía.
Rita la revisó con un súbito disgusto. Algo en la estéril atmósfera de blancas paredes le repelía, y tuvo un momentáneo recuerdo de la momia que había yacido allí semana tras semana, con el rostro cubierto y la mente en blanco. ¿Cómo debía haberse sentido encerrado allí, sin ni siquiera una ventana… con tan solo aquel renovador de aire encima de su cama?
Miró al renovador de aire, y entonces lo vio.
Debía haber estado allí durante todo el tiempo, probablemente lo había visto un centenar de veces sin reparar en él, pero ahora sí lo vio. Alojado tras el renovador, el pequeño micrófono metálico. Y penetrando en el conducto, los hilos.
—¡Joe…! —murmuró Rita.
No hubo respuesta.
Y afuera en la oscuridad, en el jardín, el doctor Augustus y Savage seguían trabajando.
Rita regresó al vestíbulo. Aquellos hilos… ¿dónde debían conducir? Escaleras abajo, empotrados en la pared. Y a lo largo de la pared hasta la puerta. Y a través de la puerta hasta el pasadizo de abajo.
Encendió la luz y descendió a la habitación oculta en el sótano. La habitación a prueba de ruidos que le servía de arsenal a Mike Savage… y de puesto de escucha al doctor Augustus. Su propio estudio radiofónico improvisado.
Rita se dio cuenta de ello cuando vio los hilos recorriendo la pared junto a las hileras de armas; vio los hilos conduciéndola hasta la grabadora situada sobre la mesa.
Giró un botón. La cinta rodó, y la voz surgió del altavoz de la grabadora como un susurro fantasmal. La voz del doctor Augustus, hablando suave y lentamente, lenta y claramente, clara y desanimadamente. Susurrando una y otra y otra vez…
—Eres Joe Kane. Eres Joe Kane.
—Sí.
Otra voz, detrás de ella.
Rita se giró. Kane estaba en el umbral.
—Lo descubriste —dijo él.
Ella se le quedó mirando.
—¿Lo sabías?
—¿Lo de las cintas? —Avanzó por la habitación, asintiendo mientras cerraba la grabadora—. Por supuesto. Augustus me lo dijo la semana pasada. Era parte de su tratamiento para ayudarme a recobrar mi memoria. Hipnoterapia, actuando mientras yo dormía en mi habitación. Tienes que haber oído hablar de ello… le llaman aprender durmiendo.
—Sí, he oído hablar de ello. —Rita se enfrentó con él al otro lado de la mesa. Incluso a las sombras de la débil luz, su rostro estaba pálido—. Pero no era tan sólo una ayuda memorística. Su finalidad era real… auténtica hipnosis, verdadera sugestión.
—¿Qué estás diciendo?
—La verdad. —Rita forzó sus ojos para enfrentar la mirada del hombre—. Hoy, en el pueblo, cuando esa chica llamó «Barry»… tú giraste automáticamente la cabeza.
—Era natural… —empezó Kane.
—La verdad, he dicho —susurró Rita—. Y la verdad es… tú eres Barry Collins.
Hubo un momento de silencio, y luego él asintió.
—Yo lo sospeché también, hace tiempo. No hubo trasplante de cerebro… eso es imposible. Joe Kane murió en el accidente, pero yo sólo fui víctima de una contusión, con amnesia temporal.
El hombre miró a las hileras de armas que llenaban las paredes.
—Savage y Augustus no podían permitirse perder su gran oportunidad… poner en marcha su plan era demasiado importante, y sabían que todo dependía de conseguir que Joe Kane actuara como líder. Así, decidieron convencerme de que yo era Kane. Y cuando tú llegaste, maquinaron la historia y obtuvieron tu ayuda… proporcionándome una nueva memoria, una nueva personalidad. Lo que no tuvieron en cuenta es que gradualmente mi propia memoria iría regresando. Hoy, cuando vi a Muriel en la ciudad, volvió toda.
Rita buscó su rostro en las sombras.
—Pero dejaste que la mataran…
—No habla otra elección. —Se alzó de hombros—. No podía correr el riesgo de tenerla a mi alrededor para identificarme.
Rita parpadeó.
—¿Pretendes seguir pasando por Joe Kane?
—Pretendo ser Joe Kane. —El hombre soltó una risita—. Ya he empezado a acostumbrarme a ello. Todos esos millones, todo este poder. —Rió de nuevo—. Tú y los demás habéis hecho realmente un buen trabajo lavando mi cerebro. ¿Cómo acostumbran a llamarlo… una «mente criminal»?
—Exactamente.
Rita se giró. El doctor Augustus y Mike Savage estaban en el umbral, y ambos sonreían.
—Han oído… —murmuró ella.
—Todo. —Augustus cerró la puerta tras él.
—Exacto —dijo Savage—. Y va a ser incluso mejor así. —Sonrió aprobadoramente hacia ellos—. No tendremos que representar más. La reunión en la cumbre ya está programada, usted sabe cómo manejar su papel… y lo único que falta es practicar la firma de Kane. ¿Correcto?
El hombre asintió.
—Un último detalle. Ustedes me enseñaron que el auténtico Joe Kane siempre cubría sus huellas. —Sonrió—. Y eso es lo que voy a hacer.
Rita se mordió el labio.
—¿Qué quieres decir…?
Aún sonriendo, el hombre se giró a la hilera de armas en la pared y tomó una metralleta…
Cuando salió de la habitación, subió las escaleras y se dirigió directamente al teléfono. Junto a él había un bloc donde había anotado el número de Demopolis… el hombre que estaba organizando la conferencia en la cumbre. Discó, canturreando suavemente mientras aguardaba la conexión. Y cuando ésta se produjo, su voz era dura, vibrante con la promesa de poder.
—Hola —dijo—. Aquí Joe Kane.
«Viaje al ego» surgió como resultado directo de otro viaje… mi propio viaje a Londres en 1968.
Mi esposa y yo habíamos estado allí antes, en el 65, y quedamos enamorados de la ciudad.
Así que cuando fui invitado a ir allí y trabajar en los guiones de la serie de corta vida «Viaje a lo desconocido», acepté rápidamente. La Twentieth Century-Fox me envió a Dorchester, la Hammer Films me proporcionó una oficina, y la productora Joan Harrison —con quien había trabajado en algunos films de Hitchcock para la televisión— me dio la bienvenida. Junto con el hoy difunto Jack Fleischman, me asignó la tarea de adaptar una de mis historias ya publicadas, «El espíritu guía indio».
Una vez terminado el script me pidieron que hiciera otro, y empecé a trabajar en un tema original que me pareció interesante. Por aquel entonces la palabra de moda era «crisis de identidad», y se me ocurrió que quizá pudiera dramatizarla en un escenario inglés. El resultado fue «Viaje al ego».
Tras terminar el planteamiento de una historia envié a buscar a mi esposa para que se reuniera conmigo, y aguardé a que se diera el visto bueno al argumento para iniciar el guión. Pero hay un largo camino de Londres a Hollywood, y las líneas de comunicación suelen ser penosamente elásticas. El tiempo fue pasando, y cuando los poderes-que-tienen-que-decidir demoraron demasiado su decisión, la señorita Harrison me pidió que me encargara del script de otra historia que ya había sido aprobada.
Así, «Viaje al ego» nunca fue dramatizado, y cuando regresé a casa el planteamiento estaba enterrado en mis archivos junto con otros hijos de mi mente que por el momento habían quedado abortados.
Pero de alguna manera la idea se negaba a permanecer muerta, y finalmente la resucité en forma de historia para el número de marzo de 1972 de Penthouse.
La resurrección de los muertos es, por supuesto, asunto de necromancia. Así que, de nuevo, tengo que admitir la colaboración de los Poderes de las Tinieblas.