PAÍS RELATO

Autores

robert bloch

nadie se burla de los dioses

Harry Hinch era un hombre divertido que vendía cosas divertidas. Tenía una agradable tienda pequeñita cerca del Strip, con una cortina de arpillera en el escaparate y un letrero que decía: ¿Qué es lo que quieres?, y en el interior chucherías para todo el mundo.
Había periódicos sensacionalistas y discos underground, por supuesto, y extravagantes posters fotográficos de Theda Bara, pero la tienda de Harry no era simplemente uno de esos lugares donde se amontonan artículos de desecho procedentes del mundo universitario. De acuerdo, vendía posters psicodélicos y cascos nazis y cruces de hierro y caramelos blandos y pipas de girasol, pero también tenía algunas raras especialidades. Como tarjetas de felicitación para el Día de la Madre subidas de tono, por ejemplo. Y cosas de cuero… todo un arsenal de guantes, botas altas, fustas, y correas para perros. Para las chicas tenía lencería provocativa; sujetadores que representaban dos peludas y estrujantes manos; y bragas diseñadas de modo que parecieran bocas abiertas con dos hileras de afilados dientes.
Pero Harry se sentía orgulloso de los artículos creados por él mismo. Además de los habituales botones y etiquetas para pegar: La virginidad causa cáncer, Drácula chupa, y Mary Poppins es una drogata, alineaba toda una serie de frases originales como: Se necesitan dos para arriar en profundidad, Se necesita ser fino para ser afeminado y Ponga un incesto en su familia.
Contemplándole, sentado en la parte delantera de la tienda, junto a la caja registradora, nadie pensaría que era un hombre de iniciativa y un atrevido. Había una docena de duplicados de Harry en la misma acera cerca del Strip… todos iban atildados, vestían a la última moda, y cuando su cabello empezaba a retroceder dejaban que la habitual compensación creciera en sus mejillas. Plantaban céspedes, vendían billetes para viajes que uno no podía conseguir en las agencias de viajes normales, le ponían en contacto con la pareja ideal sin necesidad de utilizar una computadora. Pero la mayoría de ellos no eran realmente creativos, como Harry.
Había aquel botón que decía Soy un ardiente heterosexual, y aquella pegatina que decía Precaución… este coche es conducido por Hellen Keller. Las pegatinas eran una de las aficiones del viejo Harry. Cada noche se inventaba nuevos lemas como Sé caritativo… contribuye a la delincuencia de menores, y El doctor Fu Manchú está vivo y realizando abortos en Pasadena.
Por supuesto, no todo el mundo comprendía a Harry. Había gente que decía que estaba siempre colocado. Pero uno puede esperar algo así de las personas ancianas; su idea de la comedia negra termina en Amos y Andy. Los polis hacían todo lo posible por agarrarle por detentar un buzón ilegal, cultivar drogas y otros asuntos semejantes, pero Harry simplemente se echaba a reír y seguía amontonando dinero.
Siempre había una alucinante multitud en la tienda de Harry, con los destartalados coches y extravagantes motos aparcados fuera y los hippies y demás asimilados rebuscando dentro. Pero sabía hacer que las cosas se mantuvieran tranquilas, y el único ruido que se oía era el campanilleo de la caja registradora.
Cuando se produjo el accidente, Harry estaba limpio. No era problema suyo si una jovencita llamada Kim Carmichael había meneado su minifalda ante las narices del viejo Grabber. De acuerdo, se conocieron en su tienda, pero Harry no intervino para nada en ello. Harry ni siquiera había proclamado ser farmacéutico titulado, y aunque le vendió a Grabber unos cuantos terrones de azúcar, eso no probaba que estuvieran cargados.
El viejo Grabber se ligó a Kim Carmichael, pero Harry no le dijo en ningún momento que compartiera sus terrones con ella mientras conducía; Harry nunca le dijo que chupara los terrones que le había vendido, y definitivamente Harry no le dijo que se saliera de la carretera en aquella pronunciada curva en lo alto del Mulholland y se hiciera picadillo allá abajo, él y Kim Carmichael.
Cuando Harry supo la noticia comprendió que debía desaparecer por un tiempo o tenía todos los números en el sorteo de los arrestos inmediatos. Así que colgó su cartel de Dios está muerto y he ido a Su funeral en la puerta de entrada, y se esfumó a toda velocidad.
Pasado Baldy, en el Bosque Nacional, Harry poseía una pequeña propiedad… apenas una cabaña, nada presuntuoso, simplemente un lugar donde estar tranquilo una temporada cuando las cosas se ponían calientes.
Hacia allí se dirigió Harry, directo a las viejas montañas, alejado de las carreteras, con enormes árboles y picos y solitarios parajes a su alrededor. Se encerró en su cabaña y aguardó; en una o dos semanas el alboroto se habría enfriado, y mientras tanto estaba a salvo de pelmazos porque nadie sabía dónde estaba su retiro espiritual.
El único problema era que estaba completamente solo, y se hacía oscuro en seguida, y los bosques estaban demasiado tranquilos. Harry nunca se había dado cuenta de lo acostumbrado que estaba a oír el petardeo de los escapes libres y el aullido de los transistores y el rugir de las autopistas… todos los sonidos de la civilización formando como un fondo musical. Y echaba en falta las luces y las peludas multitudes que le hacían compañía en la tienda, incluso los morbosos que no hacían más que hablarse a sí mismos. Harry simplemente no era del tipo montañés, y aquella primera noche, cuando el sol se hubo puesto, estaba subiéndose ya por las paredes.
Cuando se dio cuenta que estaba poniéndose nervioso, Harry decidió alejar los malos pensamientos de su cabeza con un poco de terapia ocupacional a medias con una botella de matarratas que tenía guardada para esas ocasiones. Un par de latigazos y se sintió algo mejor, pero aún le preocupaban las profundas sombras y la forma en que el viento empezaba a aullar por entre los árboles en torno a la cabaña.
Así que se concedió otra sesión de la terapia, y se puso a trabajar. No era cuestión de quedarse sentado allí y empezar a pensar en las noticias que había leído… en cómo el viejo tipo se había tirado en la curva por un barranco de veinte metros, y en cómo el eje del manillar se le había clavado del esternón a la espina dorsal, y en cómo en las volteretas Kim Carmichael se había ido destrozando las piernas y luego los brazos y luego el rostro…
No, era mejor dedicarse a un trabajo algo más constructivo, y en nada de tiempo estaba garabateando nuevas ideas para pegatinas. Patee a su hobbit para los amantes de Tolkien, y algo para los zen, El Gran Buda te vigila, y luego La realidad es un engaño.
Pero había sombras moviéndose fuera, y el viento no dejaba de aullar, y no le gustaban en absoluto los árboles, así que al infierno con los ecologistas, y aquello le proporcionó a Harry otra inspiración; escribió: El Oso Panda es un piromaníaco.
Aquello le hizo sentirse un poco mejor; siempre había odiado aquel maldito aviso en el que un oso panda recordaba que había que prevenir los incendios forestales, y por dos centavos y otra chupada a la botella hubiera prendido un fuego él mismo y quemado toda aquella maldita región y a los boy scouts que hubiera en ella y a sus madres y a los veteranos y a los polis y a todo el mundo que le estaba buscando las cosquillas, que siempre estaban incordiando a Harry para que creyera en sus asquerosas supersticiones acerca de Dios y Freud y la Ley y el Orden y el Amor y la Felicidad. Todo aquello no era más que charlatanería, y Harry sintió deseos de echarse a reír; aún estaba riendo cuando el doctor Carmichael entró.
El doctor Carmichael o el profesor Carmichael… Harry no sabía cuál de las dos cosas era, ni le importaba. Todo lo que retuvo en su memoria cuando el tipo se presentó fue que aquel Carmichael era el padre de Kim Carmichael.
Debía haber seguido a Harry hasta la cabaña desde la ciudad cuando salió a escape, y acechado por los alrededores, aguardando, hasta que se hizo oscuro.
Y ahora estaba allí, de pie en el umbral, sin decir nada excepto: «Soy Carmichael… el padre de Kim», y sin hacer nada excepto mirar fijamente a Harry. Era un individuo alto, delgado, de pelo gris, enseñaba sociología o ética o alguna mierda semejante en la universidad, y Harry simplemente lo hubiera ignorado en cualquier otro lugar… pero aquí esgrimía una Astra 25 con el seguro quitado. Una pistola muy pequeña en tamaño, pero que a poca distancia te hace un agujero enorme.
—Siéntese —dijo Carmichael, y Harry se sentó. No era que le gustara en absoluto la situación, pero una cosa sí podía dar por segura: Carmichael no iba a matarle, no después de haberle dicho que se sentara. No era de las personas que le disparan a uno a bocajarro. Era de los que hablan y hablan.
Lo hizo durante casi diez minutos, con toda la fuerza que se adivinaba en el temblor de su mano.
—Es usted un asesino. Usted mató a mi hija, tan seguro como si hubiera conducido personalmente aquella moto y la hubiera echado por el precipicio. —Y así durante un buen rato. Harry no se hubiera preocupado excesivamente por ello, pero de pronto Carmichael empezó a hablar de él. De él, personalmente.
—He visto su tienda —dijo Carmichael—. He visto las asquerosidades que vende… las asquerosidades de nuestro tiempo. Oh, me sé todas las racionalizaciones. Así es como son las cosas, los dados están cargados, uno no puede ganar para perder, todo el mundo es un gigantesco Teatro del Absurdo, la vida es simplemente otro happening, y ¿por qué preocuparse?
»Así que usted y los de su calaña ridiculizan a los héroes en nombre del humor, echan abajo a la sociedad en nombre de la sátira, derriban la cultura calificándola de comedia.
»Pero usted no es un hombre divertido, Harry. Tras su risa hay odio, y tras el odio hay miedo. Esa es la auténtica razón de querer desmitificarlo todo, ¿no? Porque usted le tiene miedo a todo y a todos. Hay un nombre para su enfermedad… fijación paranoide. Es usted un agente transmisor, infecta todo lo que toca.
»Infecta usted a los pobres inadaptados que acuden a su tienda… los inútiles, deseosos de destruir los ídolos que alimentan sus temores y de dar rienda suelta a sus agresiones contra el mundo real. E infecta a los sanos también… a chicas como Kim que confunden su hostilidad con la profundidad…
—Deje de incordiarme —dijo Harry.
—No le estoy incordiando —respondió Carmichael—. Es usted mismo… El síndrome del simio: agazapado tras los barrotes de su jaula, haciéndole muecas al mundo porque el mundo lo asusta. Y puesto que hay miles de otros como él, el simio cree que está en posesión de la verdad.
»Pero por cada millar de derriba-pedestales y rompe-ídolos hay millones que creen de otro modo. Y quizá sus creencias sean mucho más fuertes que las de ustedes.
»¿Ha pensado realmente alguna vez acerca de esa fe a cuya destrucción dedica usted su vida… esa fe básica que mantiene las ilusiones de la mayor parte del mundo? Ya sabe que el creer santifica. Las creencias crean héroes, crean belleza y honor y decencia y todos los demás fenómenos de los cuales usted se ríe. Ustedes, los tipos paranoicos, no pueden soportar a los héroes. ¿Puede usted, Harry? No, ni siquiera en los que nos son presentados por el arte y la literatura y los mass media y la televisión y el cine. Pero en términos de credibilidad, todos ellos existen, y usted lo sabe. Hamlet es mucho más real para nosotros que Shakespeare, y aunque Conan Doyle esté muerto, Sherlock Holmes sigue viviendo a nuestro alrededor.
»Sospecho que usted se da cuenta de eso, y por ello ataca también a los villanos… se burla de Drácula y de King Kong, y vende ese pequeño juguete de cuerda del Monstruo de Frankenstein que pierde sus pantalones cuando avanza amenazador hacia uno. Todas esas cosas lo asustaban cuando usted era un niño, y siguen asustándole aún; así que decide reírse de ellas y pretender que no son reales.
Carmichael miró hacia la mesa y vio lo que Harry había estado escribiendo, y agitó la cabeza.
—El Oso Panda es un piromaníaco —dijo—. ¿Por qué, Harry? ¿Por qué? ¿Se debe acaso a que usted tenía miedo de los Tres Ositos cuando su mamá le contaba el cuento? ¿Se debe a que cree usted secretamente en la existencia de una tal criatura? Si existe algún poder en la fe, entonces la creencia de millones de jóvenes constituye una fuerza de la cual no debería reírse nunca, porque puede destruirle. Quizá tenga buenas razones para sentir miedo, Harry. La fe crea nuestros dioses, y nadie se burla de los dioses.
Eso es lo que le dijo Carmichael a Harry antes de marcharse.
Al menos eso es lo que dice que le dijo a Harry antes de marcharse, pero lo único que tenemos es su palabra.
Lo que sabemos, gracias a un hombre llamado Rogers que estaba acampado con su remolque a un kilómetro aproximadamente en dirección al lago, es que las luces de la cabaña de Harry se apagaron hacia la medianoche; probablemente después de que Harry hubiera terminado la última gota de su whisky.
Un poco más tarde empezaron los gruñidos. Los gruñidos, y los gritos.
Sus ecos pudieron oírse por todo el lago, pero cuando Rogers salió medio adormilado y llegó hasta la cabaña tras recorrer tambaleándose el oscuro bosque ya no había ningún sonido excepto el susurrar del viento.
Harry ya estaba muerto entonces; nadie hubiera podido sobrevivir a aquellos zarpazos y mordiscos. Quizá Carmichael estuviera mintiendo, quizás estuviera loco y regresara para caer sobre Harry en la oscuridad, desgarrando y mordiendo y despedazando su cuerpo. Quizá incluso fuera él quien dejara aquel extraño objeto en el suelo de tierra apisonada de la cabina, junto al cuerpo de Harry… aquel roto y aplastado sombrero de boy scout, con su inconfundible olor animal.
Quizá sí.
Pero nadie pudo explicar jamás las huellas de pisadas de las patas de un oso panda.
Quizá yo no sea la persona más lógica del mundo, pero al menos sí puedo ser cronológico.
«Nadie se burla de los dioses» es la historia más antigua de las reunidas en este volumen: apareció en el número de agosto de 1968 del Ellery Queen’s Mystery Magazine.
Francamente, me sorprendió ver aparecer allí un relato de fantasía. Aparentemente los editores también tenían sus dudas, puesto que precedieron el relato con una advertencia en gruesos titulares: ASEGÚRESE DE LEER ESTO PRIMERO. Y luego contaban a los lectores que esta historia era de mal gusto, y que estaban violando todas sus reglas publicándola.
Para mí, si existe realmente mal gusto, no está en la historia en sí, sino en la realidad que me inspiró a escribirla.
Entiendan, resulta que no me gusta el tipo de conciencia destructiva descrito aquí. Esto puede sorprender a la gente que me ha oído hablar en distintas reuniones y convenciones de ciencia ficción, pues generalmente suelo ser un tanto burlón. Pero he de hacer una precisión importante. En primer lugar, me esfuerzo en hacer que mis oyentes sepan que no soy una persona seria. Y, lo que es más importante, los blancos de mis ataques pueden conseguir siempre que las cosas se vuelvan contra mí: he convertido en una regla de conducta el no escoger nunca a nadie que sepa que es incapaz de responderme adecuadamente.
Pero en muchos casos el combate dialéctico se convierte en una auténtica andanada de metralla, y el pretendido humor resulta simplemente una excusa para una declarada hostilidad. Esta hostilidad suele ir dirigida hacia los completos desconocidos, no como desahogo o diversión, sino con la finalidad de herir a una víctima que no se halla presente y que no tiene posibilidad de devolver el golpe.
Y para añadirle el insulto al daño, el conductor del coche que lleva al agresor no siempre comparte sus sentimientos puesto que ni siquiera los ha originado. Todo lo que hizo fue comprarlo y llevar al otro en él. Supongo que eso es lo que irrita al escritor que hay en mí: odio ver a alguien recibir reverencias por el trabajo de algún otro autor.
Por insignificante que pueda ser eso, lo encuentro inmoral.
Incidentalmente, el título original que le había puesto a esta historia era «El hombre divertido». Los editores lo cambiaron por el de «Nadie se burla de los dioses», y quizá con ello adivinaron mi inspiración al escribirlo.
Si es así, un tanto para los dioses.