I
La nave sonda se ancló en órbita e inició su rastreo sensor del planeta Eco.
Sentado en su puesto en el puente, el comandante Richard Tasman, de la Marina de los Estados Unidos, comprobó los datos procesados por los equipos técnicos de su tripulación. Junto a él, el teniente Gilbey, su segundo en el mando, asintió aprobadoramente.
—Parece bueno —dijo—. Parece muy bueno.
Y lo era.
Según los datos computados facilitados por los registros, Eco era sin lugar a dudas un planeta tipo terrestre, tal como se había sospechado. Los fotoscopios confirmaban la presencia de extensiones de agua, suelo emergido, y abundante vegetación. Los análisis de vida bacteriana no indicaban nada peligroso o poco familiar. El perfil planetario de Eco era el de un mundo en miniatura… vivo y sin polucionar, no expoliado por la presencia del hombre.
Luego los registros empezaron a cliquetear locamente.
Tasman miró a Gilbey. Gilbey miró a Tasman. Y ambos hombres se giraron para mirar al fotoscopio.
Los datos que iban saliendo confirmaban la historia, pero una imagen es siempre más valiosa que diez mil palabras, aunque por un momento aquella imagen en particular dejara a los dos hombres sin habla.
Clara e inconfundiblemente, mostraba la pedregosa ladera de una colina y lo que yacía en la inclinada superficie, retorcido entre las grandes piedras. El fotoscopio avanzó para ofrecer una imagen más detallada, deslizándose por el casco hasta detenerse en la inconfundible insignia y las claras letras: USS Orion.
Allí en la superficie de un planeta menor, cerca del borde de la galaxia, inexplorado y nunca visitado por el hombre, yacía una espacionave de la Tierra.
II
Tasman formó parte de la expedición de aterrizaje, dejando a Gilbey a cargo del mando de la nave.
Había cuatro miembros en la fuerza de desembarco, sin contar a Tasman, pero pese a la gran cantidad de energía que se requería para llevarlos abajo, la navecilla auxiliar los depositó sanos y salvos junto a su objetivo. Cuando Tasman y su tripulación emergieron por la compuerta, se encontraron a menos de mil metros del casco de la USS Orion en la ladera de la colina.
Incluso antes de penetrar en ella todas las dudas se habían desvanecido. Fue Weber, el contramaestre del grupo, quien habló por todos ellos.
—Lo es, señor. La nave de Kevin.
Tasman agitó sombríamente la cabeza.
—Nuestra nave —dijo—. Kevin la robó.
No había respuesta a aquello, no por parte de Weber o de cualquiera de los otros, porque todos sabían que Tasman decía la verdad.
El comandante en jefe Kevin Nichols, de la Marina de los Estados Unidos —astronauta veterano, héroe del programa espacial, el siguiente en el escalafón para ocupar el mando supremo de todo el magno proceso espacial— había robado la nave.
Hacía un año, casi día por día según el calendario de la Tierra, él y la Orion habían desaparecido. Ningún aviso, ninguna explicación. nada. Y ningún indicio dejado tras él; incluso su esposa había desaparecido. Se necesitaron casi seis meses de intensiva investigación para desentrañar el amasijo de documentos relacionados con el vuelo, e incluso después de eso quedaron miles de cabos sueltos. Toda la evidencia añadía nuevas pruebas al hecho de que Kevin Nichols se había movido rápida y secretamente, de acuerdo con un plan muy bien preparado. Ordenes emanadas para una misión de alta seguridad habían sido empleadas para conseguir equipar a la Orion sin levantar demasiadas sospechas. La Orion una de las últimas naves miniaturizadas, requiriendo tan sólo los servicios de un piloto, con todas la funciones de vuelo autoalimentadas y autoprogramadas. Un modelo de pruebas secreto, desarrollado bajo la supervisión directa del propio Kevin Nichols. Así que cuando éste ordenó que fuera equipada y preparada para partir, nadie hizo ninguna pregunta ni rompió las reglas de seguridad para divulgar su partida.
Hasta que la Orion estuvo lejos en el espacio no estalló el escándalo… e incluso éste fue secreto, acallado inmediatamente por el propio programa espacial antes de que las noticias trascendieran al público. Luego vino la investigación y el descubrimiento final del probable destino de Kevin… no el propio Eco, sino el Sector XXIII, aquella zona del mapa espacial.
Fue entonces cuando el comandante Tasman fue asignado para ir tras la nave desaparecida y el hombre desaparecido. Tasman conocía a Kevin Nichols —habían sido compañeros de clase en Cape, hacía años—, y quizá por eso fue elegido para la misión. Pero conocer a Kevin no había hecho el trabajo de localización más sencillo. Hablan tocado una docena de puntos antes de que el proceso de eliminación los encaminara hacia Eco. Hasta entonces meses después del inicio de la expedición, no habían podido localizar al fugitivo.
Aunque, ¿lo habían localizado?
Kevin no estaba en la nave.
Ni tampoco las provisiones y los instrumentos portátiles.
—¿Y ahora qué? —murmuró Tasman.
Fue Weber, el contramaestre, quien sugirió examinar el terreno circundante, y fue él quien descubrió la cueva semioculta entre las rocas.
Tasman fue el primero en entrar, y lo que descubrió allí en la profunda oscuridad llevó a los otros corriendo a su lado.
Vivir en una cueva no es en absoluto una existencia ideal, y cuando las provisiones de uno están agotadas y la fuente de luz accionada por baterías falla, no queda nada excepto las tinieblas… las tinieblas extendiéndose por todas partes y reptando desde los retorcidos túneles que se hundían interminablemente más allá de la cámara exterior. Y cuando uno lanza un grito, las sombras no responden… tan sólo queda el sonido de los ecos gritando a través de la oscuridad. Eco… el planeta tenía un nombre apropiado.
¿Había pensado en aquello Kevin Nichols cuando gritó, o estaba demasiado débil para gritar? ¿Había mirado a las informes sombras que parecían bullir y retorcerse en las bocas de los túneles, más allá?
Ahora ya no importaba. Las bocas de los túneles estaban abiertas, pero la boca de Kevin estaba cerrada; cerrada y congelada en la siniestra sonrisa de la muerte. Una mirada al demacrado rostro y al delgado cuerpo hizo brotar una palabra a los labios del contramaestre Weber.
—Inanición.
El comandante Tasman asintió sin ningún comentario, luego se inclinó para examinar el otro cuerpo.
Porque habla otro cuerpo tendido allí, a poca distancia del primero… yaciendo boca abajo, los brazos tendidos como para intentar arrastrarse hacia los túneles hasta que la muerte lo detuvo.
La detuvo.
Tasman giró el cuerpo, reconociendo la consumida forma.
—La esposa de Kevin —murmuró—. Se la llevó con él.
Kevin se la llevó con él, y la muerte se los había llevado a los dos. Allí, en una remota cueva de un distante planeta, rodeados de sombras, los fugitivos habían muerto en la oscuridad, y ahora sólo persistían los ecos, gimiendo en las profundidades. Si uno escuchaba atentamente podía casi oírlos, débiles y lejanos.
Y entonces oyeron el sonido, todos ellos, y reconocieron que era… surgiendo de las sombras más allá, imposible pero inconfundible.
El llanto de un bebé.
III
Hubo problemas, muchos problemas.
El primero era físico… cómo transportar un niño recién nacido de vuelta a la Tierra en una nave sonda carente de los recursos materiales y alimenticios para mantener con vida aquella frágil forma.
Sorprendentemente, sin embargo, el pequeño sobrevivió incluso se desarrolló con la apresuradamente improvisada dieta de leche en polvo y zumos. El chico parecía haber heredado algo de la fortaleza y tenacidad de Kevin Nichols junto con sus rasgos. Por supuesto, el parecido era tanto que no hubo la menor discusión acerca del nombre; de común acuerdo, todos lo llamaron Kevin.
No fue hasta después del amerizaje en la Tierra que surgió el otro problema. Entonces el Control Espacial se hizo cargo de Kevin, y heredó el dilema que había traído consigo.
No hubo publicidad, por supuesto, pero eso no resolvió nada. Más pronto o más tarde, las noticias surgirían. Un admirado y aclamado astronauta había tenido éxito en violar el más alto secreto, invalidar todas las precauciones interplanetarias, y robar la última y más perfeccionada espacionave.
Oleadas de pánico brotaron y se esparcieron detrás de las cerradas puertas del Mando Espacial. Los altos jefes y oficiales del gobierno forcejearon, hundidos en aquellas oleadas, farfullando confusamente, boqueando consternados.
—¿Saben lo que significa eso? Cuando se sepa la historia, todo el programa quedará desacreditado. Robar una nave prototipo ante nuestras propias narices… ¡vamos a ser el hazmerreír del mundo, de toda la maldita galaxia!
Fue uno de los principales portavoces del proyecto espacial quien dijo esto, y uno de los principales portavoces del gobierno quien le respondió.
—Entonces, ¿por qué no decir la verdad? ¿Decirles que teníamos a Kevin Nichols en observación durante mucho tiempo, que sabíamos que estaba preparando algo? De acuerdo, era el siguiente en el escalafón para la promoción más importante, pero no íbamos a promoverlo. No hasta que termináramos nuestra investigación… el asunto de las drogas, la malversación de fondos del proyecto. Debió darse cuenta de que íbamos tras él, y por eso huyó, llevándose a su esposa con él. Dejemos que el público sepa lo que ocurrió, que fuimos víctimas de una conspiración…
—Están ustedes locos. —Los psiquiatras desaprueban normalmente utilizar ese tipo de lenguaje, pero se trataba de uno de los miembros principales del equipo psiquiátrico consultor quien habló—. No podemos permitir que se rían de nosotros, y no podemos permitir que nos tengan lástima tampoco. En este preciso momento no podemos permitir nada, punto. No necesito recordarles, caballeros, que el voto de nuevas asignaciones para la totalidad del proyecto espacial se producirá la próxima semana. No podríamos encontrar un momento peor para decirle al mundo que el mayor y más importante programa de toda la historia ha sido víctima de un solo hombre… y que el mayor héroe de ese programa era un psicótico, un ladrón y un traidor. Ha de haber otra respuesta.
La había.
Exactamente quién la proporcionó no llegó a saberse nunca… probablemente algún miembro menor del equipo. El destino de los oficiales menores es proporcionar las sugerencias oportunas, y su recompensa es ser olvidados, aunque su sugerencia sea recordada.
—Kevin es nuestra respuesta —dijo el oficial menor sin nombre.
Todo el mundo se le quedó mirando, todo el mundo escuchó y todo el mundo comprendió.
—¿No se dan cuenta de lo que Nichols ha hecho por el programa? Nos ha proporcionado el mayor elemento de relaciones públicas que nadie pudiera soñar. Su hijo, Kevin. ¡El primer niño nacido en el espacio exterior! No en Marte o en Venus o en una colonia, sino en una nueva frontera, ¡la más lejana avanzadilla de toda la exploración interplanetaria conocida por el hombre!
»No hay por qué decir que su padre estaba huyendo, que la nave había sido robada. Convirtámoslo todo en parte de una misión ultrasecreta, un programa secreto para comprobar la resistencia humana en un mundo tipo terrestre. Nichols y su esposa llevaron voluntariamente su nave hasta Eco y tuvieron allí a su hijo. Un heroico experimento que se convirtió en un heróico sacrificio cuando lograron salir de la nave accidentada pero se dieron cuenta de que no podían regresar ni comunicarse con el proyecto acá en la Tierra. Hagamos saber que Nichols llevó un diario completo de su estancia en Eco, incluido el nacimiento del niño, pero que estos datos son aún información clasificada. Eso pondrá fin a cualquier futura pregunta embarazosa sobre el asunto. Y no habrá ningún problema sobre la apropiación… no si concentran la publicidad donde corresponde y la mantienen allí. Tienen en sus manos la mayor historia de todos los tiempos, la mayor celebridad jamás conocida… ¡Kevin, el niño del espacio!
IV
No tuvieron que esperar mucho.
En cuestión de horas la bien aceitada maquinaria de la Unidad de Información empezó a funcionar, los engranajes del programa espacial comenzaron a girar, y el producto final del proceso apareció. Un héroe instantáneo.
Kevin Nichols, heróico astronauta que pilotaba una nave experimental hacia un mundo no registrado en los mapas. Su esposa, que arriesgó a su hijo aún no nacido en dirección a lo desconocido. El propio programa espacial, rompiendo valientemente todas las barreras para demostrar, de una vez por todas, que la humanidad podía avanzar sin miedo y perpetuarse en otros planetas.
Nichols y su esposa estaban muertos, pero el programa espacial sobrevivía… Como se predijo, el asunto de la apropiación quedó enterrado.
Y en cuanto a Kevin, el niño, vivió y prosperó.
Kevin, el nuevo símbolo de la Era del Espacio.
Dado a la publicidad, fotografiado, promocionado, alabado; en cuestión de días, su nombre fue conocido en todo el sistema solar y más allá. El Hijo del Espacio, heredero de la fortuna.
Y el pupilo del programa espacial.
Celosamente guardado, posesivamente protegido, el pequeño Kevin fue retirado del escrutinio público poco después de haber servido a su primera finalidad, y llevado a un jardín de infancia privado… muy privado. Mientras las muñecas Kevin y los juguetes Kevin inundaban el mercado, y las canciones Kevin y los retratos Kevin hacían resplandecer su imagen, el objeto de toda aquella adulación era cuidadosamente atendido y vigilado por un equipo de especialistas médicos. Pediatras y psicólogos estuvieron de acuerdo desde un principio en una cosa: Kev era un bebé muy especial. Y no tan sólo debido a su valor como símbolo viviente, sino por lo que era en sí: excepcionalmente fuerte, brillante, despierto, saludable, y precoz.
Pese a las medidas de seguridad, los rumores traspasaron el recinto del jardín de infancia —laboratorio donde permanecía oculto el joven Kevin.
Manteniéndose en pie a los cinco meses. Andando a los siete. Sólo nueve meses, y parecía comprender todo lo que se le decía. Un año, y ya hablaba… ¡frases enteras! ¿Habéis oído lo último de Kevin? Dos años y medio, yendo para los tres, ¡y dicen que ya está aprendiendo a leer! ¿Podéis imaginar eso?
El público podía imaginarlo muy fácilmente. De hecho, estaban empezando a imaginar un poco demasiado. No importa cuánto lo apreciemos, nadie quiere realmente a un genio. Demasiado difícil de comprender. Y la finalidad de todo el plan era sencilla: Kevin debía ser querido.
Así que, tras muchas consideraciones, Kevin fue instalado en una escuela privada muy exclusiva… un buen parvulario, que le daría la posibilidad de crecer junto a otros niños y aprender a ser como el resto de ellos.
Pero Kevin no era como el resto de los niños. Crecía mucho más aprisa, aprendía mucho más fácilmente. Parecía inmune a las dolencias infantiles, y nunca estaba enfermo. Quizás aquello fuera resultado de los antisépticos cuidados del equipo médico, pero aunque fuera así era altamente poco habitual. Los doctores tomaron notas.
Los psicólogos tomaron notas también. Kevin no se relacionaba con el grupo de sus iguales… así lo decían ellos. En pocas palabras, no deseaba tener nada que ver con los demás niños. Y además no le importaba. Leía. Hacía preguntas —inteligentes, penetrantes preguntas—, y se impacientaba ante las respuestas estúpidas.
Kevin no se interesaba en las cancioncillas de los parvularios ni en los cuentos de hadas ni en las historias para irse a dormir. Hechos y números, eso era lo que le fascinaba. Nunca jugaba con juguetes, y se negaba a aprender nuevos juegos.
Los otros niños no le comprendían, y los niños suelen demostrar aversión hacia lo que no comprenden… un rasgo que muchas veces es arrastrado hasta la vida adulta.
Dos de los chicos nunca tuvieron la oportunidad de arrastrar ningún rasgo hasta la madurez. Empezaron a importunar a Kevin, llamándole cosas, pero sólo unos pocos días. Luego murieron.
Uno de ellos se cayó de una de las ventanas de arriba mientras andaba sonámbulo. El otro fue presa de convulsiones… un ataque epiléptico, decidieron los doctores.
Por supuesto, Kevin no tuvo nada que ver con ello; no estaba cerca de ninguno de los chicos en el momento de ocurrir todo. Pero hubo muchos rumores, y el equipo médico lo sacó de la escuela.
A fin de poner fin a cualquier posible rumor, se programó un chequeo exhaustivo para el prodigio. Y realmente era un prodigio… un chico agraciado, saludable, sin ningún defecto funcional. El resultado de las baterías de tests mentales indicaron genio.
Lo que necesitaba. decidió el equipo médico, era una posibilidad de llevar una existencia normal… una oportunidad de relacionarse con gente normal en un ambiente normal. Con una celebridad tal llevar una vida así era, por supuesto, imposible.
Así que cambiaron su nombre, lo llevaron al otro lado del país, y buscaron a alguien que lo adoptara.
Se le dijo al mundo que había sido enviado al extranjero para proseguir su educación bajo la supervisión del gobierno. Ni siquiera la pareja que lo adoptó supo que su brillante y apuesto nuevo hijo era el famoso Niño del Espacio.
Para el señor y la señora Rutherford era un huérfano llamado Robin. Un muchacho tranquilo pero bien educado, rápido en sus estudios, terminando la escuela superior y entrando en la universidad a los quince años. No hubo ningún problema.
Al menos los informes de seguridad no señalaron ninguno. El programa espacial no dejaba de observar su desarrollo, por supuesto, comprobando sus progresos en el colegio.
Quizá hubieran debido perder un poco más de tiempo controlando a sus padres adoptivos. Tal como fueron las cosas, no parecieron darse cuenta del cambio en el señor y la señora Rutherford. Y quizá ni siquiera los propios Rutherford se dieron cuenta de él. Al fin y al cabo, no era nada dramático.
Pero, a medida que Kevin crecía, ellos se consumían.
El crecimiento de Kevin era físicamente notable. A los dieciocho años, ya un veterano en la universidad, parecía completamente maduro. Lo suficientemente adulto, de hecho, como para participar en la dirección del próspero rancho del señor Rutherford durante los meses de verano.
Y Rutherford, el fanfarrón y enérgico ranchero de retumbante voz, no puso la menor objeción. Era como si secretamente agradeciera la idea de tomarse las cosas con un poco más de calma, no tener que estar ladrando constantemente órdenes, sentarse tranquilamente en el gran porche cubierto y dejar que los asuntos siguieran su curso. Tras un cierto tiempo, la gente empezó a darse cuenta de cómo murmuraba y balbuceaba, hablando consigo mismo. La señora Rutherford no hablaba con nadie… gradualmente empezó a dejar de salir e ir a sitios, y ya no visitaba a sus viejos amigos. Mientras el muchacho controlaba el rancho, ella se sentía contenta permaneciendo en casa y dejando pasar el tiempo descansando en el piso de arriba. Empezó a hablar también para sí misma.
Fue aproximadamente un año más tarde —después de que el muchacho se hubiera graduado y fuera a trabajar en un proyecto piloto de astrofísica— cuando las autoridades acudieron a llevarse a los Rutherford.
Hubo una encuesta, y los operarios del rancho atestiguaron. También lo hizo el muchacho. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que no había habido violencia, ninguna crisis auténtica. Sólo que los Rutherford habían pasado de hablar a balbucear, y de balbucear a gritar.
Las sombras eran lo que les causaba miedo. Las sombras, o mejor dicho una sola sombra… porque aparentemente nunca veían más de una en un momento determinado.
Una sombra moviéndose a medianoche en los corrales, haciendo que el ganado mugiera aterrado… ¿pero por qué se asustaría el ganado de algo que no podía ser visto?
Una sombra reptando a través del largo y oscuro vestíbulo del rancho, mientras las maderas del suelo crujían… ¿pero cómo podía haber sonido sin sustancia?
Una sombra deslizándose en la habitación del muchacho, tendiéndose para dormir en la cama donde debería estar el muchacho… pero las sombras no duermen, y el muchacho testificó no haber visto nunca nada.
Era un triste asunto, y el final era inevitable. Los Rutherford eran obviamente incompetentes y debían ser recluidos. Ambos murieron al cabo de unos pocos meses.
La gente del programa espacial se mantuvo fuera del asunto, por supuesto; al menos no interfirieron públicamente. Pero siguieron la encuesta y obtuvieron todos los datos y se hicieron cargo nuevamente de Kevin.
Hacerse cargo era una mera formalidad ahora, puesto que ya no estaban tratando con un niño. Kevin era físicamente un adulto, y mentalmente era…
Merecedor de un estudio más profundo.
Eso fue lo que decidió el equipo médico.
Kevin se mostró dispuesto a cooperar, pese a que aquello significaba abandonar temporalmente su proyecto de investigación sobre los métodos de comunicarse con cuerpos planetarios distantes a través del uso de frecuencias ultrasónicas.
En el día prefijado se presentó ante un panel internacional de autoridades científicas en el cuartel general del Mando Espacial, preparado para someterse a un cuidadoso chequeo y examen.
Pero no estaba preparado para enfrentarse al jefe de aquel panel… un hombre viejo y de hombros caídos que le fue presentado como el comandante Richard Tasman, de la Marina de los Estados Unidos, retirado.
Los científicos extranjeros observaron que Kevin no parecía reaccionar a la presentación. Quizá no reconoció el nombre, pero por supuesto no había razones para suponer que debiera hacerlo.
Al menos no había ninguna razón hasta que Tasman empezó a hacerle preguntas. Las preguntas eran educadas, formalmente planteadas y muy simples. Pero su contenido era perturbador.
Tasman deseaba que Kevin le hablara de las sombras.
Kevin frunció el ceño, luego suspiró.
—Seguramente ha leído usted los informes de la encuesta. Las sombras que mis pobres padres adoptivos decían haber visto no existían… eran ilusiones paranoides…
El comandante Tasman asintió.
—Pero es en las otras sombras en las que estoy interesado. Las sombras que vi con mis propios ojos, hace veinte años… cuando lo hallé a usted en aquella cueva en Eco.
Los científicos que le acompañaban se inclinaron hacia adelante cuando Kevin agitó la cabeza. Apretaron sus auriculares para oír lo que sus traductores simultáneos estaban diciendo mientras proseguía la conversación.
Kevin se alzó de hombros.
—Yo era un bebé… ¿cómo espera que recuerde nada? Y aunque pudiera, ¿por qué debería ver sombras?
—¿Por qué, claro? —Tasman sonrió—. Yo las vi con bastante claridad, pero en aquel momento no había razón alguna para que les prestara atención. Ahora no estoy tan seguro.
—¿Qué quiere decir?
Tasman sonrió de nuevo.
—Tampoco estoy seguro de eso. De hecho, ya no estoy seguro de nada. Se me ocurre que hubiéramos debido seguir nuestras investigaciones en Eco. En cierto modo, con toda la excitación de su descubrimiento y rescate, algunos hechos fuera de lo corriente no fueron tenidos en cuenta. Un planeta de tipo terrestre existe dentro de una cierta gama de condiciones prescritas… lo sabemos muy bien, puesto que hemos localizado y estudiado otros en la galaxia. Como Eco, todos ellos contienen formas de vida. Microorganismos, algas, vida vegetal, una infinita variedad. Y todos ellos, en esta fase de evolución, contienen también vida animal. Todos excepto Eco.
Tasman clavó sus ojos en Kevin.
—Entiendo que siente usted una predilección especial hacia la investigación del espacio.
—Soy apenas un aprendiz…
—¿Pero ha estudiado la información disponible?
—Sí.
—Entonces déjeme preguntarle esto… ¿no le parece extraño que Eco, y sólo Eco, sea el único cuerpo celeste tipo Tierra jamás descubierto que sea capaz de albergar formas de vida altamente especializadas, y sin embargo no contenga ninguna?
—Quizá hubo tales formas en un tiempo, y fracasaron en sobrevivir.
—¿Por qué razón? No hay señales de un desastre natural o un reciente cataclismo geológico.
—Quizá el ciclo de la evolución llegó a un fin natural. Pudieron haber existido, pero simplemente murieron —dijo Kevin.
—¿Supongamos que no murieron? ¿Supongamos que simplemente evolucionaron a lo largo de líneas distintas… avanzadas hasta tal punto que la vida ya no dependía de un cuerpo físico como los que estamos familiarizados a ver?
—¿Quiere decir algo como pensamiento puro? —Esta vez fue el turno de Kevin de sonreír.
Tasman agitó la cabeza, y no estaba sonriendo.
—Algo así como sombras —dijo.
Kevin alzó la vista. Todos le estaban mirando.
—Sombras —repitió Tasman—. Considere una forma de vida que en un determinado momento pudo haber sido humana como nosotros, mucho más humana que nosotros en algunos aspectos, pero alcanzó un punto crítico en el camino de la evolución. En vez de seguir evolucionando en términos de músculo, avanzó en lo espiritual.
—¿Pensamiento puro de nuevo? —Kevin hizo un gesto—. Imposible.
—Por supuesto que es imposible —dijo Tasman—. La vida es energía, y la energía tiene forma. Pero en Eco, que parece haber existido durante incontables años en un estado idílico, no había necesidad de un cuerpo fuerte y resistente para luchar contra los elementos. Y usted sabe que, tras alcanzar un cierto grado de desarrollo mental, ya no existe ninguna dependencia hacia la alimentación ordinaria.
—¿Está diciendo que esas criaturas se convirtieron en sombras?
—¿Criaturas? Es difícil que ese término pueda describir a un organismo tan avanzado. En cuanto a sombras… ¿cómo sabemos lo que son realmente? Posiblemente lo que vemos como sombras sean meramente proyecciones visuales de energía mental contenida en la mínima forma posible. Una forma que ya no necesita órganos sensoriales para percepción o comunicación. Una forma que no necesitaba el complejo de ayudas mecánicas que llamamos civilización, que puede vivir sin nuestros conceptos de confort y refugio…
—¿En cuevas?
Kevin se levantó al hablar, se levantó y se enfrentó a la asamblea en la larga mesa. Habló, y los otros escucharon. Lo que dijo exactamente es tema de debate… posteriormente, las opiniones parecieron diferir. Pero sus palabras tenían sentido, y todo el mundo captó lo que quería decir.
Cuidadosamente, cortésmente, pero concisamente, hizo pedazos las teorías de Tasman, demoliendo una por una cada premisa. No había ningún precedente, ni en biología, ni en física, ni en las más avanzadas observaciones de la ciencia, de sombras sentientes. Uno podía argumentar del mismo modo la realidad de los fantasmas. Una sombra, por definición, es meramente una porción de oscuridad reflejada en una superficie por un cuerpo que intercepta los rayos de luz. Es el cuerpo el que existe. Las sombras son meras ilusiones… como las apariciones sobre las que balbuceaban los padres adoptivos de Kevin, o como las extrañas creencias del comandante Tasman.
Su discurso fue efectivo. Y después, Tasman, frío pero controlado, pidió a Kevin que les disculpara un momento e hizo que lo escoltaran fuera de la habitación, mientras él se iniciaba el zumbido generalizado de la conversación que emprendieron inmediatamente los científicos reunidos allí.
Obviamente se sentían impresionados por lo que habían oído. Se sintieron aún más impresionados cuando un nervioso ingeniero de sonido habló por el intercom de la sala para disculparse e informar que un repentino fallo de la energía había dejado inactivos los auriculares y hecho imposible la traducción simultánea del parlamento de Kevin.
—¡Sorprendente, ese joven! —El científico italiano rebuscó las palabras en su inglés con fuerte acento—. Haberse dado cuenta de eso… y seguir hablando en italiano.
—Nein —brotó rápidamente la gutural réplica—. Habló en alemán.
—Français!
La disensión surgió en japonés, ruso, español y mandarín. Todos habían oído a Kevin, y lo habían comprendido.
Tasman comprendió también.
Salió corriendo hacia la puerta, se abalanzó por el corredor. A la entrada de la pequeña oficina encontró a los guardias de seguridad de Kevin, alertas y aguardando.
—Kevin… ¿dónde está?
El oficial de mayor rango parpadeó e hizo un gesto.
—Dentro.
Tasman cruzó entre ellos y abrió bruscamente la puerta.
La habitación no tenía ventanas, ninguna otra salida.
Pero estaba vacía.
V
No hubo ningún informe oficial de la desaparición de Kevin. Ni siquiera el equipo médico fue informado. Pero Tasman sabía, y se dirigió directamente al departamento de Alta Seguridad. Fue cursada una orden.
Encuentren a Kevin.
—Es probable que cometa algún error —dijo Tasman—. Lo que ocurrió en la reunión prueba que no es infalible. Cuando dejaron de funcionar los auriculares, él siguió comunicándose inconscientemente por transmisión directa del pensamiento. Eso explica que cada delegado extranjero creyera que estaba oyendo a Kevin hablarle en su propio idioma. Cuando se dio cuenta de que había cometido un error, era demasiado tarde. Tuvo que huir.
Los oficiales de seguridad asintieron, intranquilos. ¿Cómo localizar a un hombre que puede transmitir los pensamientos a voluntad… hipnotizar a los guardias y pasar entre ellos sin ser visto ni recordado?
—Si ha cometido un error, cometerá otros —les aseguró Tasman.
Pero ni el propio Tasman esperaba errores. Mientras el personal de seguridad buscaba a Kevin en el presente, Tasman se sumergió en el pasado. Habló con la gente que lo había conocido en el rancho, a sus compañeros de escuela, a los miembros supervivientes de la misión sonda original, a hombres como Gilbey y Weber. Mantuvo en secreto todo lo que consiguió saber, pero la noticia se difundió.
Hasta llegar finalmente a un tiempo anterior a cuando el propio Tasman había conocido a Kevin… y a un hombre que había conocido a los padres de Kevin.
Un tal doctor Hans Diedrich, que vivía retirado en las Islas Vírgenes, contactó al Mando Espacial con un mensaje urgente. Tenía, dijo, cierta información que podía ser de vital importancia en aquel asunto.
Antes de veinticuatro horas era visitado en su casa por un hombre viejo de caídos hombros que se identificó como el comandante Richard Tasman, de la Marina de los Estados Unidos, retirado.
—Me alegra que haya venido —dijo Diedrich—. He seguido todos los informes con gran interés… mi sobrino está en el programa espacial, y fue él quien me dijo lo que había ocurrido.
Su visitante frunció el ceño.
—¿Una filtración en seguridad?
—No se alarme. Me llamó para ayudar, y dentro de un momento comprenderá usted por qué digo eso. Sé cuál es su opinión sobre este asunto.
—¿De veras?
Diedrich frunció el ceño.
—Tiene usted una teoría, ¿verdad? Que ese hijo de Kevin Nichols quedó abandonado solo allá en aquella cueva en Eco cuando sus padres murieron, abandonado solo con aquellas criaturas de sombra. Y que de alguna manera, antes de que su expedición llegara, esos seres tomaron posesión de él… de modo que cuando fue rescatado ya no era un niño normal sino algo más. Porque le habían infundido sus poderes, establecido un contacto mental, un lazo con ellos que no se rompió cuando él regresó a la Tierra. Y que durante toda su infancia y juventud ha estado actuando realmente según los designios de egos. Un ser humano bajo control alienígena. ¿Es eso?
Su visitante asintió.
—Bien, pues está equivocado —dijo el doctor Diedrich—. Yo era el médico de la familia de Nichols. Tengo su historial médico. Dos años antes del viaje a Eco, yo personalmente intervine quirúrgicamente a la señora Nichols. Una histerectomía completa.
—¿Una histerectomía?
—Eso es lo que quería decirle. La señora Nichols no podía tener ningún hijo. El niño que encontró usted en la cueva no era su hijo.
El doctor Diedrich se inclinó hacia adelante.
—Esos seres deben poseer el poder de recibir pensamientos tanto como el de transmitirlos. Absorbieron el contenido de la mente de Nichols mientras yacía agonizante allá en la cueva… y el de la mente de su esposa también. Y usando lo que aprendieron, crearon la ilusión de un niño… un niño de nuestra propia especie simulado en una proyección mental, programado para vivir y crecer como cualquiera de nuestros niños.
—¿Por qué enviarlo a la Tierra?
Diedrich se alzó de hombros.
—No sabría decirlo.
—Y no tiene ninguna prueba.
—Sólo la histerectomía. Aquí, en mis archivos médicos…
Le tendió un abultado sobre a su visitante.
Su visitante sonrió, le dio las gracias, sacó una pistola, y le voló la cabeza al doctor Diedrich de un disparo.
VI
—Le dije que cometería algún error —murmuró Tasman—. Ir allí, recibir la información, luego utilizar deliberadamente una torpe y vieja arma para matar a Diedrich… fue una buena idea. Y hay media docena de personas que pueden atestiguar haberme visto a mí escapar de su casa.
»Afortunadamente, usted sabe que yo estaba aquí en el Cuartel General durante todo el tiempo. Kevin no anticipó el que yo tuviera una coartada tan segura. Y no anticipó tampoco el que Diedrich hubiera tomado la precaución de redactar una declaración de sus convicciones y enviarla aquí al Mando Espacial. Así podemos comprender cómo pasó todo y por qué.
—Y ahora sabemos algo más también. —Era el Jefe de Operaciones en persona quien respondió a Tasman, y su voz era lúgubre—. La forma de vida contra la que estamos luchando tiene unos poderes más grandes de lo que imaginábamos. La habilidad de transmitir pensamientos y recibirlos. La habilidad de aparecer en la forma que identificamos como Kevin… o cambiar esa forma a voluntad.
»¿Se da cuenta de lo que tenemos delante? Una criatura que puede leer nuestras mentes, pasearse sin ser vista entre nosotros como una sombra, alterar su apariencia a voluntad.
—Mimetismo —dijo Tasman—. Los insectos lo utilizan para protegerse, tomando la apariencia de la planta o árbol en cuya rama están posados. El ser al que conocemos como Kevin posee la misma facultad, desarrollada a su último extremo.
El Jefe de Operaciones frunció el ceño.
—Entonces, ¿por qué se tomó la molestia de aparecer como Kevin en primer lugar?
—De nuevo tenemos que buscar el paralelismo en el mundo de los insectos —dijo Tasman—. Algunos insectos inician sus vidas en estado larval. Hasta más tarde no emergen en nuevas formas, con el poder de disimular su apariencia. Quizá Kevin necesitará pasar por ciertos estadios en un solo cuerpo mientras crecía hasta la madurez, aprendiendo nuestras formas de vida. Sólo ahora, como adulto, es capaz de funcionar plenamente.
—¿Y cuál es exactamente esa función? ¿Para qué vendría una criatura-sombra aquí a la Tierra bajo un disfraz humano?
Tasman se alzó de hombros.
—Quizá las sombras empiecen a estar cansadas de ser sombras. Quizás una existencia de pensamiento puro ya no les guste, y deseen experimentar las sensaciones y satisfacciones de sólidos cuerpos físicos. En cuyo caso Kevin fue enviado aquí como explorador… para estudiar nuestras formas de vida, ver si podían ser suplantadas.
El Jefe de Operaciones agitó la cabeza.
—¿Cree que eso es una posibilidad?
—Creo que es lo que ha ocurrido realmente.
—Entonces, ¿qué es lo que propone?
—Otra expedición a Eco. Deme el mando, y una fuerza de combate. Prepare órdenes selladas, llámelo una operación exploradora si quiere. Pero usted y yo sabremos la auténtica finalidad de la misión.
—¿Buscar y destruir?
Tasman asintió.
—Es nuestra única posibilidad. Y tenemos que movernos rápidamente, antes de que Kevin sospeche.
VII
El comandante Tasman partió hacia Eco bajo las más estrictas medidas de seguridad, pero aquello no detuvo los rumores.
El problema no era ya lo que fuera o dejara de ser Kevin. La búsqueda prosiguió, pero ¿dónde encontrar a una sombra? Podía estar en cualquier lugar.
Fue la extensión de los rumores lo que realmente originó el problema… y el pánico.
De algún modo la noticia estaba en la calle, y el mundo tembló. La gente había ido olvidando al Niño del Espacio con el pasar de los años, pero ahora volvía a recordarlo, y los murmullos crecieron.
Hay un monstruo entre nosotros, decían los traficantes de rumores. Un alienígena distinto a cualquier forma humanoide de los planetas conocidos por el hombre… una criatura invisible, matando a voluntad. Cierto, se había montado una operación contra Eco, pero nunca regresaría.
Los murmullos se convirtieron en gritos irritados, y sólo había una forma de silenciarlos.
El Presidente de los Estados Unidos preparó un mensaje de urgencia y se dirigió al mundo.
De pie ante las cámaras y micrófonos en la torre del Centro de Comunicaciones, difundió su mensaje.
Los rumores eran parcialmente ciertos, admitió el Presidente. El Niño del Espacio era un alienígena, sí, pero ya no había ninguna razón para temerle. Porque Kevin estaba muerto. Había sido descubierto y atrapado aquella tarde misma en un escondite secreto… una cueva en la montaña cerca de Pocatello, Idaho. Todos los detalles serían dados en el noticiario internacional que seguiría al mensaje del Presidente.
Mientras tanto, era el momento de poner punto final a todas las falsedades que circulaban, difundidas por los enemigos del país. Todos aquellos estúpidos comentarios acerca de invasiones alienígenas formaban parte de un complot, encaminado a impedir el establecimiento del libre viaje y comunicaciones espaciales… pero el complot había fracasado.
Se sentía orgulloso, dijo el Presidente, de anunciar la expansión final del programa espacial. A partir de aquel momento no habría restricción para vuelos sucesivos. Cualquier zona de la galaxia era declarada oficialmente desde ahora abierta a las naves de cualquier gobierno o empresa privada o ciudadano. No habría más secreto, ni más medidas de seguridad, ni más miedo. Si eran encontradas nuevas formas de vida alienigenas, serían contactadas como amigas. Si decidían visitar nuestro sistema solar o incluso nuestra propia tierra, serían bien recibidas. Porque aquel era el inicio de la auténtica Era del Espacio… firmemente fundamentada en la libertad y en la amistad.
El mundo escuchó a su líder, y lanzó un suspiro colectivo de alivio.
VIII
El Presidente se unió a aquel suspiro colectivo apenas terminó la transmisión. Observó cómo el equipo técnico recogía todos sus instrumentos y se marchaba, dejándole solo en la habitación de la torre con su única ventana abriéndose al cielo nocturno y a las estrellas.
Entonces el Presidente de los Estados Unidos se disolvió en una sombra y se deslizó por el suelo en dirección a la ventana, aguardando la llegada de sus hermanos.
Nunca he podido acabar de comprender el prejuicio que existe hacia el retruécano.
Los juegos de palabras han ocupado un lugar honorable en nuestra literatura, desde las obras de Shakespeare hasta las novelas de James Joyce. Y sin embargo la pronunciación pública de uno de ellos provoca inevitablemente un sordo murmullo en la concurrencia.
Quizá tan solo los escritores puedan apreciar realmente los sutiles matices del jugar con las palabras. Sea cual sea la razón, parecen ser adictos a ese pasatiempo, y sus observaciones pueden convertir más de una aburrida mesa de banquete en un coro de risas.
Admito mi propia culpabilidad en tales asuntos. Siempre que tengo ocasión de dirigirme a un público, hago profesión de fe de incluir al menos un retruécano, que provocará alguna que otra exclamación de protesta. Hace algunos años, en mi calidad de presidente de los Escritores de Misterio de América, hablé en el banquete anual de los premios «Edgar». Durante mi charla hice notar que los premios parecían completamente a propósito… de hecho, eran a propósito de Edgar Allan.
Fue probablemente esta observación la que hizo que Robert L. Fish me informara rápidamente de que, después de él, yo era el mejor (¿o debería decir el peor?) especialista en juegos de palabras que conocía. Viniendo del renombrado autor de las historias de Sherlock Holmes, aquello era por supuesto un cumplido.
Creo…
Sea como fuere, como Michael Avallone, Anthony Boucher, Henry Kuttner, Fredric Brown, Samuel A. Peeples, Forrest Ackerman, y un montón de otros amigos escritores, vivos y muertos, soy un compulsivo del retruécano. Creo que los juegos de palabras enriquecen nuestra existencia, y como el insecto exterminador, mi meta es una laboriosa vida de efímera.
Así pues, cuando Roger Elwood me pidió que le escribiera una historia para una antología de ciencia ficción que tenía por tema a los niños, la reacción fue instantánea. El título, «Nacido en el espacio», hizo plop en mi mente, y no pude resistirlo.
La historia, que apareció en Hijos del infinito, publicada por Franklin Watts en 1973, puede ser clasificada adecuadamente como de ciencia fantasía. Su inicio deriva de las realidades técnicas de hoy en día, pero el final entronca con mi propia asociación adolescente con H. P. Lovecraft. Es interesante anotar que fue publicada antes de que se realizara el filme La profecía —e, incidentalmente, antes del Watergate—, aunque ambos dramas involucraban también al Presidente de los Estados Unidos.
¿Qué opina usted de los retruécanos?
Si le gustan, entonces esta historia debe ser adjudicada a la inspiración celestial.
Si los odia, entonces al infierno con ella.