PAÍS RELATO

Autores

robert bloch

los canarios del mandarín

Había «fiesta» en el jardín del mandarín Quong, como atestiguaban los gritos y súplicas salpicados de risas de placer.
El mandarín se estaba distrayendo aquel día de una manera nueva. A través de los bambúes podía verse que los postes de tortura estaban desnudos y que sus oxidados grilletes de hierro colgaban vacíos a la luz del sol. Las flores de loto y las orquídeas se mecían en el viento, descubriendo que los postes de hierro instalados a lo largo de los senderos del jardín estaban desiertos también. No yacía látigo alguno entre la hierba y las flores, ni pinzas, ni cuchillos, ni disciplinas con púas de acero.
Por lo tanto, como proclamaban los gritos y las risas, el mandarín Quong había hallado un deporte nuevo allí, en el Jardín del Dolor.
En una glorieta remota, custodiada por grandes árboles cuyas ramas estaban retorcidas, como atormentadas y velado por trepadoras serpentinas que tendían al aire lenguas de rojas flores, hallábase el mandarín. Algunos había habido lo bastante bondadosos para comparar a Quong a Buda y a veces se decían que el obeso hombrecillo exhibía una majestuosa serenidad que abonaba, hasta cierto punto, el parecido.
Pero, en momentos como aquel, Quong se transfiguraba... Su carnoso semblante se contraía una máscara de demoníaca risa; sus rojos y pulposos labios se contorsionaban por encima de la negra barba y eran sus cejas espesas, colocadas sobre rasgados puntos flamígeros. El placer era una emoción muy intensa en el mandarín. Y su placer era el dolor.
Su mirada cruzó la glorieta en dirección a las dos figuras que había ante él: el hombre atado al enorme árbol y la encapuchada figura situada a diez pasos del mismo. El hombre atado era el que gritaba y suplicaba, el encapuchado guardaba silencio. Se movía; pero ningún sonido escapaba de aquellos movimientos, salvo una especie de rezongo o respingo ocasional. Porque el encapuchado tenía en la mano un gran arco, y cargaba a su espalda un carcaj repleto de flechas. Éstas las iba sacando rápidamente, una a una, colocándolas en el arco y apuntando cuidadosamente antes de disparar contra la figura del cautivo, que se retorcía de dolor.
Su puntería resultaba asombrosa. A pesar de los movimientos de angustia y las sacudidas convulsivas de la víctima, jamás dejaba de dar donde se proponía. Las flechas volaban hacia el viviente blanco: la muñeca, el tobillo, rodilla, la ingle. Con singular precisión, evitaba clavar los crueles dardos en puntos vitales, y su brazo calculaba, cuidadosamente, la profundidad que había de alcanzar cada saeta al penetrar en la sobrecogida carne amarilla de su atormentado blanco.
Pero Quong no se fijaba en tal destreza o, si se fijaba, no se preocupó por ello. Sus ojos sonrientes tenían clavada la mirada en la víctima, observando el impacto de cada flecha, el estremecimiento de la carne al clavarse estas y el hilillo de sangre producido por los dardos. Un observador hubiera podido decir casi que Quong parecía estar estudiando el dolor de su víctima, estudiándolo con el regocijado placer del bibliófilo que lee por centésima vez algún volumen de inapreciable valor, paladeando por anticipado cada deleite y, sin embargo, buscando matices que no hubiera saboreado aún.
Su regocijada risa cesó al clavarse una flecha en el ojo izquierdo del cautivo y atravesarle el cerebro. Los movimientos atormentados cesaron; el cuerpo quedó exangüe, colgando de las ligaduras que no le permitían caer al suelo.
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El mandarín Quong exhaló un suspiro —el suspiro del bibliófilo cuando cierra el libro— y, con un movimiento de sus azafranadas manos despidió al arquero. Este hizo una profunda reverencia y salió de la glorieta andando hacia atrás, con muchos ademanes de pleitesía, dejando solo a su amo.
* * *
Quong permaneció completamente inmóvil durante un instante después de la marcha de su servidor, y sus facciones sufrieron un cambio singular. La sádica sonrisa desapareció; desvanecióse, igualmente, la apasionada intensidad que había convertido su semblante en cara de gárgola. La serenidad volvió a brillar en sus rasgados ojos y en sus labios se dibujó una sonrisa más dulce de placer. Se acercó al árbol del que colgaba la atada figura, pasando junto al ensangrentado cadáver sin dirigirle una mirada siquiera. Detrás del tronco, suspendida de las mismas cuerdas que sostenían a la víctima, habla una serie de delgados canutillos de metal. De la manga de su kimono, el mandarín sacó un palo largo y delgado. Con un movimiento dulce y acariciador, pasó la bola de marfil que adornaba la extremidad de la varilla de metal. Se oyó una especie de tañido, una serie dulce, líquida, de notas que tenía cierta tonalidad de canto de ave. La melodía surgió clara y melosa al escoger el mandarín las notas cuidando que fuesen armoniosas. Brotó música del árbol donde se hallaba suspendido aquel horror.
De nuevo retrocedió el mandarín y se quedó inmóvil, como aguardando. Y, de pronto, mientras los últimos acordes de la melodía metálica flotaban por el jardín, poblóse el aire de un curioso sonido, más bien de centenares de minúsculos ruidos fundidos en una sola nota surgieron, de todo su alrededor, gorgeos, trinos y agudos silbidos que hicieron brillar de bondadoso placer el amarillo rostro de Quong.
Sin previo aviso, tornóse el aire dorado. La millar de cuerpecillos amarillos acudieron como para hacer palidecer el brillo del sol con el suyo —puntos amarillos en movimiento, con enjoyados ojos flamígeros—. Evolucionaron, elevándose, descendiendo, recortados contra el sereno firmamento... Luego se dejaron caer sobre el árbol en dorada nube que giró en torno al tronco y su macabro adorno.
Y seguían acudiendo, evolucionando y descendiendo, hasta que todas las ramas parecían cubiertas de doradas flores, y festones de oro vivo se deslizaron, por la corteza y sobre lo que en ella colgaba. El jardín estaba lleno de minúsculos pajarillos, lleno del exquisito vuelo de bandadas de encantamiento que gorgeaban líquidos gritos de placer.
El mandarín contempló la áurea bandada que fluía sobre el tronco del árbol; miró el brillante enjambre cuando este se movía de uno a otro lado del árbol, lleno de vida. La sinfonía de aquel movimiento le fascinaba de forma que transcurrieron los minutos sin que se diera cuenta de ello.
Sería cosa de media hora después cuando se dispersó la bandada. Se elevó, bruscamente, en áurea espiral, despegándose del tronco para posarse en las ramas. Y entonces, en el espacio dejado vacante por la partida de los canarios, una figura plateada brilló a la luz del sol. Donde estaba colgado el cadáver, ya no quedaba más que un esqueleto brillante, completamente limpio de carne.
El mandarín lo contempló en silencio; luego alzó la mirada hacia las ramas en que la horda amarilla descansaba después de su banquete. Aguardó y no tardó en surgir la melodía.
El canto de placer era de una dulzura indescriptible —suave, límpido, pero ricamente matizado y palpitante, de melodía dolorosamente exótica—. Se alzaba y descendía, dulcemente al principio, luego culminaba en una explosión de belleza al revolverse los trinos en notas sobrenaturales que eran agudas y vibrantes.
La canción duró unos diez minutos quizá. Luego se apagaron los últimos trinos, la cadena dorada se deshizo eslabón por eslabón y las aves emprendieron el vuelo, desapareciendo.
Quong se volvió hacia el crepúsculo que se avecinaba y, al caminar en dirección a palacio, las sombras ocultaron las lágrimas que resbalaban por sus amarillentas mejillas.
II
El mandarín Quong amaba a sus pájaros. Esto se sabía por todo el Sur y, al hacer esta afirmación, la gente acostumbraba agregar que Quong no amaba a ninguna otra cosa más.
En aquellos tiempos, China estate habituada a los amos crueles y terribles; pero aun es un país famoso por la perversidad de sus señores. Quong era temido más que ningún otro.
Poco después de haber usurpado el mandarín el trono de su padre en el gran Palacio, había dado pruebas de aquellas cualidades que obligaron a sus súbditos a huir a la costa de Cantón, donde los diablos extranjeros acababan de desembarcar de muchas naves.
Los que se quedaron después de la subida de Quong al trono, lo hicieron porque no podían abandonar las tierras; pero interiormente experimentaron el mismo temor que había inducido a sus más afortunados compañeros a buscar la seguridad en tierras lindantes con el mar.
Temían a Quong desde que era un niño, porque había dado pruebas de su cruel precocidad en casa de su padre. Con la impaciencia de la juventud, no se molestó en distraerse, como lo hacían sus hermanos, azotando y atormentando a los esclavos. Sentía nostalgia de los estertores de la muerte, los espasmos de la agonía. Y los criados con quienes jugaba morían rápidamente en oscuras mazmorras. Solo fue al llegar a la adolescencia que aprendió a dominar la intensidad de sus apetitos. Entonces se dedicó a las torturas más sutiles. Y no se sintió satisfecho mucho tiempo con el Cuenco de Cobre, la Muerte Acuática, ni los Castigos de los Siete Bambúes. Mejoró los procedimientos de los verdugos especializados que tenía a sueldo su padre y se pasó los días estudiando el dolor.
Todo esto estaba muy bien, porque el futuro Amo había de gobernar a su pueblo con rigor y entregarse fácilmente a la ira; pero hasta los ancianos conservadores susurraban que el joven Quong estaba poseído por un demonio que no hallaba placer más que en orgías de crueldad.
Verdad es que sus primeras favoritas rara vez estaban destinadas a sobrevivir, en más de un mes, sus ansias de experimento. Solo las familias completamente arruinadas vendían sus hijas a la Casa de Quong. A medida que transcurrían los meses, la persecución del placer en el dolor por parte del joven aumentaba en horror. Se tornó pálido de pasar tantas horas en celdas oscuras y tenebrosas mazmorras. Esto hubiera sido fácil de comprender en un joven cuyos placeres fueron pocos; mas para un joven no era conveniente encerrarse de aquella manera. Sin embargo, Quong era precoz.
Esta precocidad se manifestó aún más en la juiciosa forma empleada por Quong para deshacerse de sus tres hermanos que hallaron sus últimas tazas de vino de arroz muy amargas. Murieron tranquilamente, sin ostentación y no llamó a nadie la atención el que una mañana el viejo mandarín, padre de Quong, se reuniera con sus antepasados con un cordón de seda arrollado al cuello a modo de collar.
Entonces Quong se convirtió en Señor de la Casa y alto Mandarin de la selva, de la pradera y de las tierras de los pobladores de todos sus compatriotas. Inauguró su reino con cinco funerales suntuosos en honor de su padre y luego invitó a los habitantes de su ciudad a una cacería de tigres que se llevó a cabo en las calles de un pequeño pueblo cercano. Pero estas alteraciones no satisficieron del todo a sus súbditos, que tuvieron la poca amabilidad de refunfuñar por la enorme cantidad de culís que habían sido inmolados ante la tumba de su padre durante as ceremonias funerales. Otros culís poco agradecidos aseguraban que la cacería había quedado deslucida por la muerte de casi todos los habitantes del pueblo en que se había celebrado.
Pero cuando el mandarín Quong hizo el pronunciamiento acerca de su ley, se inició la huida hacia la costa. Quong, como mandarín, desempeñaba el papel de juez en todas las causas criminales vistas en sus dominios; y anunció, de pronto, que usurparía las funciones del verdugo también. Durante los primeros tres años de su reino, todas las causas en que ofició él como juez, acabaron en fallo condenatorio; y los procesos eran numerosos debido a que había aumentado el número de su escolta y a que pagaba a los miembros de la misma un premio por cada criminal detenido. Se podía permitir semejante lujo, porque parecía descubrirse mayor número de crímenes cada día entre los mercaderes más ricos y los grandes terratenientes, y el fallo condenatorio implicaba la confiscación de todos los bienes, inmuebles y metálico, en beneficio del propio Quong.
Como verdugo, Quong despreciaba la decapitación y todos los demás métodos de tortura aceptados generalmente. Había dejado de ejecutarse la sentencia en público; Quong prefería la oscuridad de las mazmorras de su palacio o su marfileño Salón del Trono. Allí, según se aseguraba, las paredes estaban adornadas de cabezas humanas, montadas como si fueran cabezas de ciervo o de búfalo.
En su afán de corregir semejante predilección por la tortura, uno de los consejeros de Quong insinuó sutilmente que la constante permanencia dentro del palacio era perjudicial para la salud del mandarín.
Fue entonces cuando Quong construyó su jardín —un hermoso jardín chino—, detrás del palacio, donde árboles y flores crecían al aire libre y lagos y estanques reflejaban en sus aguas el azul del firmamento. Y construyó potros, ruedas y cadalsos, de forma que las cosas siguieron igual que cuando pasaba el tiempo en las mazmorras de palacio.
Pero la Naturaleza despertó en el pecho del mandarín un nuevo amor a la belleza. Sembró plantas trepadoras que se enroscaban a los potros de hierro y ocultaban las oxidadas manchas; para que ocultaran las siluetas sombrías de las horcas. A veces paseaba solo por los jardines, escuchando las serenatas que le entonaban músicos escondidos por sotos y bosquecillos.
Porque los pájaros no descasaban allí. Las fantásticas flores se alimentaban de sangre y el perfume de rarísimas orquídeas embalsamaba el aire; pero algo había que lo dominaba todo: el tufo a carne corrompida que atraía a cuervos y buitres y mantenía alejadas a las aves cantoras. Ruiseñores y jilgueros huían de sus verdes confines como de la peste, y los comprados a pajareros se enojaban dando silbidos de terror en lugar de romper a cantar. Hasta los encarnados macacos y los loros verdes se negaban a prestar colorido al paisaje con su presencia y el jardín seguía incompleto sin su fondo musical.
* * *
Más, por entonces, dos misioneros llegaron al Palacio de Quong y pidieron permiso al mandarín para quedarse. Eran diablos extranjeros, portugueses enfundados en negros hábitos, que hablaban un idioma curioso y blasfemaban contra Buda, los Cuatro Libros y Kwong-fu-Tze4, con igual imparcialidad.
Algunas de sus cosas llamaban la atención del mandarín, que se pasó varios días con los extraños tubos tronadores que funcionaban basándose en un principio tan distinto al de las armas de fuego chinas, con los sextantes, los relojes de plata y otras maravillas procedentes de la corte del rey Juan.
Tenían unos pájaros enjaulados —minúsculos pajarillos amarillos— que cantaban con infinita dulzura. Los sacerdotes los llamaban canarios y su dorada belleza causó viva impresión en el mandarín. Tanto fue así, que después de escuchar de labios de los misioneros un discurso especialmente severo contra sus crueldades y torturas, les condujo al jardín y les condenó a muerte.
Y soltó a los canarios en el jardín y vio, con placer, que no huían, sino que permanecían cerca de él. Con gran regocijo suyo, uno de ellos se posó sobre el hombro del primer sacerdote y le cantó al rostro muerto con afectuoso fervor. Obsequió a los pájaros con la carne más delicada.
Pero los pájaros se quedaron. Y, al cabo de pocos años, se habían multiplicado, llegando, con el tiempo, a convertirse en muchos miles. Llenaban el jardín durante el día y luego volaban lejos, a voluntad, regresando solo a la hora del crepúsculo a esperar el banquete que siempre se les ofrecía.
Se les había desarrollado un apetito terrible por la espantosa fruta que maduraba, diariamente, bajo el sol en el jardín. El gusto aquel había nacido en la pareja y, al nacer, criar y morir cada nueva generación en el laberinto de tormentos, heredaba aquel hombre sin nombre.
Anteriormente, Quong había apartado un trozo de terreno para cementerio; pero ya solo había necesidad de amontonar huesos en sus enormes sótanos. Los pájaros, miles en número, se encargaban de lo demás. Y después de algún tiempo, aprendieron a aguardar su señal.
Por todo el jardín, Quong había instalado unos cubitos de metal que emitían una música singular. Cuando acababa su diaria tarea de dispensar la justicia, convocaba a los canarios con aquella melodía y estos acudían al banquete. A continuación, alzaba la voz, recompensándole con su canto, y era un canto infinitamente más bello que ninguno de los hubiera oído el mandarín hasta entonces. Se aplacaba como el vino meloso hacía hormiguear la sangre, como la caricia de una persona bienamada, le emocionaba y despertaba su sensitiva imaginación como la luz de la luna reflejada en lagos custodiados por dragones. Amaba a sus pájaros: amaba su tributo diario.
Pero otros los temían. La gente se enteró de la existencia de sus canarios, vio los pájaros extenderse por los campos y descender a voluntad para robar el grano y la simiente. No sé les molestaba para no incurrir en las iras del mandarín. La creciente horda volaba por pueblos y ciudades y nadie podía echarla de las calles. Un pájaro muerto significaba un hombre muerto si los soldados del mandarín encontraban el cadáver del animal.
Se hizo pública la leyenda de los banquetes que se daban en el jardín y, después de eso, empezaron a contarse cuentos extraños de los extranjeros que habían llevado los pájaros allí como espías. Se susurraba que las minúsculas aves aquellas poseían alma humana; que extraían maléficos alimentos de los cadáveres y absorbían la sabiduría de los hombres, que usaban luego cuando rondaban por las calles. Otra leyenda aseguraba que daban parte al mandarín de cuanto observaban durante sus vuelos diarios y llegaron a ser odiados y temidos como símbolos vivos del terrible poder que reinaba sobre el país.
III
Últimamente, Quong había ideado un tormento que le gustaba muchísimo. Estaba escribiendo, en muchos pergaminos, una historia del Dolor, para legársela al Gran Colegio de Pekín, y le animaba el poder introducir interesantes variaciones inventadas por él.
Aquella Muerte de las Mil Flechas era una de tantas invenciones suyas. Flechas de diversos tamaños, disparadas con distintos grados de fuerza contra partes cuidadosamente seleccionadas del cuerpo de la víctima, producían un tormento prolongado encantador para los miembros de la aristocracia del Dolor.
Quong había ideado el procedimiento él solo: pero necesitaba un arquero hábil que le ayudara. Fue entonces cuando buscó a Hin-Tze, arquero del emperador, y le ofreció empleo.
Hin-Tze se presentó en palacio acompañado de su esposa Yu-Li, y el mandarín observó, con satisfacción, que el arquero era muy hábil y su esposa muy hermosa.
No transcurrieron muchos días antes de que el mandarín hiciera trasladar a la mujer a sus habitaciones particulares, entregándose a los dulces juegos del amor.
El arquero se enteró y su corazón se llenó de resentimiento. No le gustaba su terrible tarea: pero había acudido por orden del emperador y no se atrevió a desobedecer. Odiaba la crueldad, odiaba al mandarín y le causaban repulsión los nauseabundos pájaros cuyos banquetes antinaturales le producían un horror que jamás había experimentado en los campos de batalla. Es más, cierto día había atravesado, accidentalmente, uno de los cuerpos dorados con una flecha, y solo el hecho de que el canario hubiera cruzado la trayectoria de la flecha le libró de la ira del mandarín. Era soldado y, para él, los gorgeos de los canarios no resultaban dulces después de haberlos visto comer.
Ahora que le había sido quitada la mujer, Hin-Tze estaba profundamente resentido con el señor Quong, aunque no se atrevía a hablar. En lugar de eso, experimentaba temor, porque había oído relatos del amor del mandarín.
Y un atardecer, no muchas semanas después de haberle quitado la mujer, Quong se enfadó y, con su puñal le cortó el cuello a su nueva favorita, de forma que la linda Yu-Li murió sollozando el nombre de su esposo.
Hin-Tze lo vio y nada dijo, ni aun cuando el exánime cuerpo fue sacado al jardín por la servidumbre.
Regresó a su habitación y se sentó solo, a la luz de la luna, aguardando lo que sabía que oiría. Y oyó aquella dulce y detestable canción, el canto de satisfacción de los canarios, entonado desde las copas de los árboles. En aquel momento, Hin-Tze profirió una maldición contra el mandarín, contra el sacrilegio cometido con el cuerpo de su esposa, a la que no se había concedido siquiera la gracia de ser enterrada, sino que se la había sacrificado por unos minutos de melodía entonada por la minúscula y odiosa garganta de los amigos de Quong.
De esto nada dijo al mandarín y, con señorial cortesía, Quong se abstuvo de mencionar lo ocurrido cuando se vieron al día siguiente.
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Hin-Tze sacó a un culí atado al soleado jardín, un pobre desgraciado que había robado unas telas en un mercado de las afueras de la ciudad.
Dirigió numerosas súplicas a Hin-Tze por el camino y el arquero supo, con curiosidad, que el hombre no temía la muerte tanto como la pérdida de su alma inmortal. Él y todo el pueblo temían a los canarios de Quong, cuyos banquetes les privaban de ser debidamente enterrados.
Pero Hin-Tze nada dijo al cortar con un cuchillo las ligaduras del hombre. Y aguardó la llegada del mandarín.
Quong bajó por el sendero, sonriendo. Un prisionero bien alimentado, una canción mayor. Avanzó, dirigiéndole una sonrisa serena al arquero, cuya diplomacia (al no darse por enterado del desgraciado accidente acaecido la noche anterior) admiraba enormemente. Quong dio unas palmadas como señal para que empezara a atarse a la víctima de la forma acostumbrada y señaló el árbol a cuyo tronco debía ser atada.
Pero el Señor del Placer y del Dolor sufrió una decepción cuando el prisionero giró bruscamente sobre sus talones y salió huyendo del jardín, arrastrando tras sí las cortadas ligaduras. Abrió la boca para emitir un grito de ira; pero la abrió aún más, con asombro al acercársele.
Hin-Tze y asirle por la garganta. El arquero llevaba una flecha grande en la mano, una flecha con dos puntas contrapuestas. Movióse esta lentamente en dirección al cuello del mandarín mientras este forcejeaba pegado al tronco del árbol. Su semblante palideció al ver la expresión de los ojos del otro.
Fue entonces cuando pidió piedad, gritó y dio manotazos a diestro y siniestro. Pero Hin-Tze acercó la punta de la flecha al pecho de Quong y le clavó al árbol.
Luego el arquero retrocedió unos pasos y colocó un dardo grande en su arco. Disparó, ciego de cólera y sordo a los gritos de su blanco viviente. Tiró de la cuerda y disparó automáticamente. Medio centenar de veces quizá, apuntó con los ojos deslumbrados por una especie de locura. Solo entonces aplacó sus deseos de venganza, solo entonces se contuvo y se acercó al vivo horror que aun se hallaba pegado al tronco.
Una de las manos se movía, como ensangrentada zarpa. Dio la vuelta al árbol, buscando... buscando... Descansó; luego volvió a moverse. Y, de pronto, sonaron agudas notas, notas que llamaban y ordenaban. La mano cayó; pero en los ojos que rápidamente se iban volviendo vidriosos, apareció una mirada de triunfo y de astucia. Los labios se movieron lastimeramente.
—Descuélgame —susurró el mandarín.
Hin-Tze confuso, extrajo la flecha que le sujetaba y el cuerpo del moribundo Quong se desplomó en sus brazos, como si se desmayara.
* * *
Demasiado tarde vio Hin-Tze la flecha arrancada de la carne; la flecha en la mano que dio entonces un golpe con toda la fuerza que quedaba en los destrozados brazos. Haciendo un esfuerzo supremo... el mandarín le había clavado al árbol.
La figura envuelta en lujosas vestiduras cayó al suelo; pero los ojos triunfantes de Quong seguían con la mirada clavada en el rostro contorsionado por el dolor de Hin-Tze.
—He llamado a los pájaros —dijo el mandarín, débilmente—. Son mis amigos y acuden cuando suenan mis notas. Ya has oído las leyendas que dicen que mis canarios poseen alma humana, las almas de los muertos que colgaron del árbol de que tú cuelgas en este instante.
El mandarín se estremeció; luego guardó silencio. Por fin volvió a susurrar:
—Eso no es verdad. Los pájaros no son más que pájaros. Me conocen y me aman, porque les he proporcionado muchos banquetes. Por lo tanto ellos se encargarán de vengar mi muerte. Y... oiré una canción más antes de morir.
Hin-Tze comprendió entonces. Luchó por libertarse; pero la flecha le sujetaba fuertemente al árbol del horror.
Dio manotazos y aulló al oír batir de alas. Gimió en alta voz cuando la dorada nube descendió hacia él. Los canarios le rodearon por completo batiendo las alas cerca de él, asaeteándole con sus minúsculos picos cruelmente, impulsados por un hambre terrible. La sangre le cegó, dos cuchillos con alas volaron hacia sus ojos y el dorado brillo se disolvió en negro dolor. Durante unos cuantos momentos más se retorció bajo los picos de sus minúsculos atormentadores. Luego la nube se posó en silencio.
En el suelo yacía el mandarín Quong. Había olvidado sus heridas, porque tenía naturaleza de poeta. Aquella venganza final, aquel último triunfo en la derrota, era una compensación. Atisbó todos los movimientos de los pajarillos, admiró como nunca, su delicada belleza. Y pronto oiría su canto, el canto final antes de la muerte.
Porque le había dicho la verdad a Hin-Tze. Los pájaros le amaban y no eran más que pájaros. Aquella absurda superstición de que los canarios poseían el alma de los muertos en su jardín era increíble.
Quong contempló cómo pasaba la dorada tropa sobre el cuerpo del arquero. Alzaron el vuelo, trinando. La canción empezaría dentro de breves minutos. El mandarín aguardó la perfección de la muerte del poeta.
Alzaron el vuelo y, de pronto, uno de los minúsculos pájaros se separó de la bandada. Era una hembra minúscula, y se dejó caer en línea recta hacia el esqueleto clavado al árbol. Se posó, absurdamente en las mondadas costillas, como si atisbara por los barrotes de hueso de una jaula.
Quong miró con creciente interés. Se incorporó dolorosamente, apoyándose en un codo. El pájaro estaba sentado allí, y de pronto ¡vio dos pájaros!
¿Sería una alucinación? ¿El delirio de un moribundo? O ¿había aparecido bruscamente otro canario, surgiendo del interior del esqueleto? ¿Un pájaro amarillo que batía las alas por entre las costillas, allá donde había estado el corazón?
Los dos canarios salieron volando, juntos. Sus ojuelos posaron la mirada sobre la yacente figura del mandarín.
Este se dejó caer nuevamente, sintiendo un extraño horror. Una canaria, Yu-Li. Y... ¡un canario del esqueleto del difunto arquero! ¿Almas humanas?
Las dos aves remontaron el vuelo hacia donde la dorada nube se cernía en el aire. Volaron delante de todos, emitiendo trinos que parecían órdenes. Y, entonces, todos los pájaros evolucionaron y volvieron a descender. Quong exhaló un grito de terror. Las almas de los muertos iban a vengarse a su vez. Picos amarillos le atacaron sin piedad. Diez mil pajarillos arremetieron contra el ensangrentado cuerpo que yacía en el suelo.
No hubo nadie que pudiera oír la canción final cuando se entonó. Fue en un jardín desierto donde cantaron su última y dulce serenata los canarios del mandarín Quong.