Me piden imposible, caballeros.
No puedo nombrar quién ha sido el mejor Hamlet.
En cincuenta años como crítico teatral, los he visto a todos: Barrymore, Gielgud, Howard, Redgrave, Olivier, Burton, y una docena más. He visto la obra en versiones completas y abreviadas, con vestuario moderno, con uniformes militares. Ha habido un Hamlet negro, un Hamlet femenino, y no me sorprendería ver hoy en día a un Hamlet hippie. Pero nunca me atrevería a seleccionar la mejor representación del personaje, o la mejor versión de la obra.
Por otra parte, si lo que desean ustedes es conocer la más memorable actuación en Hamlet, entonces eso ya es otra historia…
Los estrepitosos años veinte son hoy tan sólo el murmullo de un eco en nuestros oídos, pero hubo un tiempo en que yo podía oírlos fuertes y claros. Como un joven que era, me hallaba en el mismo centro de su pandemonium… Chicago, el Chicago de Hecht y MacArthur, de Bodenheim, Vincent Starrett y todos los demás. No era que trabajase en esa exaltada compañía; era tan sólo un crítico de segundo orden en el Morning Globe, un periódico de segundo orden. Pero veía todas las obras y sus actores, y en aquella época de predepresión había mucho que ver. Shakespeare era un compañero fiel de las estrellas que viajaban con sus propias compañías de repertorio… Walter Hampden, Fritz Leiber, Richard Barrett. Era Barrett, por supuesto, quien interpretaba a Hamlet.
Si el nombre no les dice nada hoy en día, no es extraño. Durante varios años sólo evocó débiles ecos en el interior del país, donde los trágicos de segunda clase interpretaban una obra distinta cada noche «en la carretera».
Pero finalmente, por primera vez, Richard Barrett consiguió llevar su producción a los grandes escenarios, y realmente causó sensación en Chicago.
No tenía la voz de Hampden, ni la presencia teatral de Leiber, y tampoco necesitaba tales cualidades; Barrett tenía otros atributos. Era alto, delgado, con un perfil agraciado, y aunque había pasado los treinta parecía mucho más joven. En aquellos días, los actores como Barrett eran llamados ídolos del público, y las mujeres los adoraban. En Chicago, adoraban a Richard Barrett.
Descubrí eso por mí mismo durante mi primer encuentro con él.
Francamente, no estaba muy de acuerdo con su actuación cuando lo vi. Para mí Barrett era, como decían de John Wilkes Booth, más acróbata que actor. Físicamente, su Hamlet era soberbio, y su apariencia prestaba convicción visual a un papel normalmente representado por hombres gordos, barrigudos y de mediana edad. Pero su lectura del papel era toda emoción y no intelecto; despotricaba cuando debería haber reflexionado, gemía cuando debería haber susurrado. En mis crónicas no llegaba a decir que era un comicastro, pero admito que sugería que quizás estuviera mejor entre las gallinas que en el teatro.
Naturalmente, a las damas no les gustaban mis observaciones. Escribieron cartas indignadas al director, exigiendo mi cabellera u otras porciones de mi anatomía a vuelta de correo. Pero en vez de echarme, mi jefe sugirió que fuera a entrevistar a Richard Barrett en persona. Esperaba, por supuesto, una buena historia que ayudara a aumentar la circulación del periódico.
Yo no esperaba demasiado, excepto que Barrett me diera un puñetazo en la mandíbula.
Concertamos una cita para comer en Henrici’s; si tenía que recibir un puñetazo en la mandíbula, pensé que al menos gozaría de una buena comida a expensas de mi cuenta de gastos antes de perder la habilidad de masticar.
Pero tal como fueron las cosas, no hubiera tenido por qué preocuparme. Richard Barrett estuvo de lo más amable cuando nos encontramos. Y dispuesto a colaborar.
A medida que avanzaba la comida, cada plato venía sazonado con una interesante conversación. Durante el aperitivo discutimos acerca del fantasma del padre de Hamlet. Con la ensalada habló de la pobre Ofelia. A lo largo del plato fuerte me sirvió una generosa porción de opinión referente a Claudio y Gertrudis, con una guarnición de Polonio. El postre fue rematado con una ración de Horacio, y el café y los cigarros vinieron acompañados con una disertación sobre Rosencrantz y Guildenstern.
Luego, echándose hacia atrás en su silla, el alto actor shakespeariano empezó a examinar la psicología del propio Hamlet. ¿Qué pensaba yo de la vieja disputa?, preguntó. ¿Era cierto que el Príncipe de Dinamarca, el melancólico Dane, estaba loco?
No estaba preparado para responder a esa pregunta. Todo lo que sabía, llegado aquel punto, era que Richard Barrett sí estaba loco… completamente loco.
Todo lo que decía tenía sentido, pero decía demasiado. La intensidad de su interés, su total preocupación, indicaban una fanática fijación.
La locura, supongo, es un peligro ocupacional en todos los actores. «Comprender» el personaje, «perder el yo» en un papel, puede ser peligroso. Y de todos los personajes teatrales de la historia, Hamlet es el más complejo y exigente. Algunos actores han abandonado en mitad de exitosas temporadas para no correr el riesgo de desmoronarse si continuaban. Algunos ejecutantes han dejado el escenario en mitad de una escena debido a su estado, y otros se han suicidado. Ser o no ser es más que una cuestión retórica.
Pero Richard Barrett estaba obsesionado por cuestiones que iban mucho más allá del propio papel.
—Conozco su opinión sobre mi trabajo —dijo—. Pero está usted equivocado. Completamente equivocado. Si sólo pudiera conseguir que comprendiera…
Me miró. Y más allá de mí, su vista se fijó en algo mucho más lejano. En el espacio y en el tiempo.
—Quince años —murmuró—. Llevo quince años interpretando el papel. ¿Interpretándolo? Viviéndolo. Desde que era un mocoso de tan sólo quince años. ¿Y por qué no? Hamlet también era tan sólo un jovenzuelo… lo vemos crecer hasta la madurez ante nuestros ojos a medida que avanza la obra. Ese es el secreto del personaje.
Barrett se inclinó hacia adelante.
—Quince años. —Sus ojos se achicaron—. Quince años de medias semanas en ciudades miserables. Bichos en los camerinos, y bichos entre el público también. ¿Qué entienden ellos de los terrores y los triunfos que sacuden el alma humana? Hamlet es una habitación cerrada conteniendo todos los misterios del espíritu humano. Durante quince años he estado buscando la llave. Si Hamlet está loco, entonces todos los hombres están locos, porque todos nosotros buscamos una llave que revele la verdad tras todos los misterios. Shakespeare sabía esto cuando escribió la obra. Lo sé ahora cuando la represento. Sólo hay una forma de interpretar a Hamlet… no como un papel, sino como una realidad.
Asentí. Había una distorsionada lógica tras lo que decía: incluso un loco sabe lo suficiente como para distinguir un halcón de una sierra de mano, aunque tanto el pico del halcón como los dientes de la sierra estén muy afilados.
—Por eso ahora estoy listo —dijo Barrett—. Tras quince años de preparación, estoy listo para darle al mundo el Hamlet definitivo. El próximo mes estreno en Broadway.
¿Broadway? ¿Aquella cabrioleante, gesticulante nulidad interpretando a Shakespeare en Broadway, con el recuerdo de Irving, Mansfield, Mantell y Forbes-Robertson?
—No se sonría —murmuró Barrett—. Sé que se está preguntando cómo es posible que yo pueda montar una producción, pero todo está arreglado. Hay otros que creen en el Bardo del mismo modo en que creo yo… quizás haya oído hablar usted de la señora Myron McCullough.
Era una pregunta estúpida; todo el mundo en Chicago conocía el nombre de la más rica viuda de la ciudad, cuyo difunto esposo le había dejado una fortuna que la había convertido en la principal mecenas de las artes.
—Ha sido tan gentil que se ha mostrado interesada en el proyecto —me dijo Barrett—. Con su respaldo…
Se interrumpió, mirando a la figura que se aproximaba a nuestra mesa. Una figura esbelta, curvilínea, voluptuosa, que no tenía el menor parecido con la rechoncha y vieja señora Myron McCullough.
—Qué agradable sorpresa… —empezó Barrett.
—Apuesto a que sí —dijo la mujer—, tras el plantón que me has dado. Te he estado esperando para ir a comer.
Era joven, y obviamente atractiva. Quizás un poco demasiado obviamente, a juzgar por su mucho maquillaje y la extrema brevedad de su corto traje naranja.
Barrett se enfrentó a su ceño fruncido con una sonrisa mientras hacía las presentaciones.
—La señorita Goldie Connors —dijo—. Mi protegida.
El nombre me sonaba familiar. Y entonces, mientras ella me sonreía como respuesta a la presentación, vi el destello en su incisivo superior izquierdo. Un diente de oro…
Había oído hablar de aquel diente de oro a algunos compañeros de profesión. Era muy conocido por los caballeros de la prensa, y por los caballeros de las fuerzas de policía y por los caballeros del bajo mundo de Capone, todos lo cuales habían gozado del placer de la compañía de Goldie Connors. Diente-de-oro Goldie tenía una cierta reputación en el bajo mundo de Chicago, y eso no sonaba a protegida.
—Encantada de conocerle —me dijo—. Espero no entrometerme.
—Siéntate. —Barrett atrajo una silla hacia ella—. Lamento la confusión. Pensaba llamarte.
—Hubiera sido mejor. —Goldie le dirigió lo que en nuestros días describiríamos como una mirada rencorosa—. Dijiste que iríamos a ensayar…
La sonrisa de Barrett se heló cuando se giró hacia mí.
—La señorita Connors piensa en iniciar una carrera teatral. Creo que tiene ciertas posibilidades.
—¿Posibilidades? —Goldie se giró rápidamente hacia él—. ¡Lo prometiste! Dijiste que me darías un papel, un buen papel. Como… ¿cuál es su nombre… Ofelia?
—Por supuesto. —Barret tomó su mano—. Pero este no es ni el momento ni el lugar…
—¡Entonces será mejor que te busques un momento y un lugar! Estoy cansada, harta, de recibir evasivas y falsas promesas, ¿entiendes?
No sabía demasiado de Barrett, pero comprendí una cosa. Me puse en pie e hice una inclinación de cabeza.
—Por favor, discúlpeme. Tengo trabajo en la oficina. Gracias por la entrevista.
—Lamento que tenga que irse. —Pero Barrett no lo lamentaba en absoluto; se sentía muy aliviado. ¿Cree que tendrá una historia con todo esto?
—Tengo una, sí —dije—. El resto depende de mi director. Lea el periódico.
Escribí la historia, acentuando en particular el énfasis que Barrett ponía en el realismo. BARRETT PROMETE UN AUTÉNTICO HAMLET PARA BROADWAY, era mi titular.
Pero no el de mi director.
—La vieja Lady McCullough —dijo—. ¡Esa es la historia!
Y volvió a escribirla, con un nuevo titular: LA SEÑORA MYRON MCCULLOUGH FINANCIA EL ESTRENO DE BARRETT EN BROADWAY.
Así fue como se imprimió, y así fue como Richard Barrett la leyó. Y no fue el único; la historia creó un auténtico revuelo. La señora McCullough era noticia en Chicago.
—Así es como hay que hacer las cosas —dijo mi director—. Este es el enfoque. Ahora he oído que Barrett termina mañana por la noche. Hará una semana en Milwaukee y luego se dirigirá directamente hacia Nueva York.
»Así que ve y péscalo en su pensión… aquí está la dirección. Deseo una ampliación de sus planes para el estreno de Broadway. Ve si puedes descubrir cómo se las ha arreglado para conseguir atrapar a la vieja para que apoye el espectáculo. Tengo entendido que tiene buen éxito entre las mujeres. Así que sácale todos los detalles sangrientos.
La suciedad del lugar donde se alojaba Barrett me sorprendió un tanto. Era una pensión para gente del teatro en el cercano North Side, el tipo de lugar frecuentado por actores de vodevil de segunda fila y actores de feria itinerantes. Pero entonces probablemente Barrett debía estar en las últimas de dinero si continuaba allí; y eso no encajaba con la señora McCullough y sus proyectos de promoción. El encuentro con su rica patrocinadora era precisamente lo que había venido a sacarle aquí… con todos sus detalles sangrientos.
Pero no lo conseguí. De hecho, no conseguí el menor detalle, porque no pasé más allá del descansillo fuera de su puerta. Allí fue donde oí las voces; en aquel sucio descansillo, mohoso y con olor a fracaso, el rancio olor de ilusiones malogradas.
La voz de Goldie Connors.
—¿Qué es lo que pretendes? He leído el periódico. Todo acerca de esos grandes planes que tienes en Nueva York. Y durante todo ese tiempo has estado dándome largas, diciéndome que no había trabajo porque tú no conseguías nuevos contratos…
—¡Por favor! —era la voz de Richard Barrett, con una pizca de nerviosismo—. Pensaba sorprenderte.
—¡Seguro que lo pensabas! Dejándome plantada. Esa era la sorpresa que habías imaginado. Dejarme colgada aquí mientras te largabas con esa vieja rica y le hacías arrumacos a cambio de su dinero.
—¡Déjala a ella fuera de esto!
La risa con que Goldie le contestó fue estridente, y pude imaginar el destello del diente de oro acompañándola.
—Eso es lo que pretendías… mantenerla a ella fuera de esto, así yo nunca me hubiera enterado. O ella no hubiera sabido nada de mi. Eso hubiera estropeado tus preciosos planes, ¿verdad? Pues bien, ¡déjame decirte algo, señor Richard Hamlet Barrett! Me prometiste un papel en la función, y ahora es el momento de tomarlo o dejarlo.
La voz de Barrett se convirtió en una angustiada súplica.
—Goldie… ¡no lo comprendes! Eso es Broadway, la gran ocasión que he estado esperando durante todos esos años. No puedo arriesgarme a utilizar a una actriz sin experiencia…
—Entonces arriesga alguna otra cosa. ¡Arriésgate a que vaya directamente a la señora Rica-Puta y simplemente le diga todo lo que hay entre tú y yo!
—Goldie…
—Cuando abandones la ciudad mañana por la noche yo iré contigo. Con un contrato firmado de mi papel en Broadway. Y eso es definitivo, ¿comprendes?
—De acuerdo. Tú ganas. Tendrás tu papel en la obra.
—Y no uno de esos segundones. Quiero un papel decente, un auténtico papel.
—Un auténtico papel. Te doy mi palabra.
Eso fue todo lo que oí. Y eso fue todo lo que supe, hasta el día siguiente a aquel en que Richard Barrett abandonara Chicago.
En algún momento de la tarde de aquel día, la patrona de la destartalada pensión notó otro olor nuevo en la suma de olores que se entremezclaban en el mohoso descansillo. Siguió a su nariz hasta la cerrada puerta de la que había sido habitación de Barrett. Abriendo la puerta, tuvo un atisbo del maltratado viejo baúl de teatro de Barrett, aparentemente abandonado tras la partida de éste el día anterior. Estaba casi fuera de la vista, debajo de la cama, pero lo sacó de allí y lo abrió.
Lo que vio dentro le hizo correr a llamar a gritos a la policía.
Lo que vio la policía se supo inmediatamente en las redacciones de los periódicos de la ciudad, y aquello me hizo acudir corriendo a la pensión.
Lo que vi yo en el interior del baúl… el cuerpo decapitado de una mujer. La cabeza no estaba.
Todo lo que pude hacer, mientras lo contemplaba, fue pensar en la anterior petición de mi director.
—Los detalles sangrientos —murmuré.
El sargento de homicidios se me quedó mirando. Su nombre era Emmett, Gordon Emmett. Nos conocíamos de otras ocasiones.
—¿A qué se refiere? —preguntó.
Se lo dije.
Cuando terminé mi historia estábamos a medio camino de la Estación del Noroeste. Y cuando él terminó de hacerme preguntas estábamos a bordo del tren de las ocho hacia Milwaukee.
—Loco —murmuró Emmett—. Un tipo tiene que estar loco para hacer eso.
—Está loco —le dije—. No hay dudas sobre ello. Pero hay algo más que locura aquí. También hay método. No lo olvide, esa era su gran oportunidad… algo que había estado esperando y para lo que había estado trabajando durante todos esos años. No podía permitirse fracasar. Así que ese conocimiento, combinado con un momento de loco impulso…
—Quizá sí —murmuró Emmett—. ¿Pero cómo puede probarlo?
Esa era la pregunta que flotaba ante nosotros cuando llegamos a Milwaukee. Las diez de una tormentosa noche, y ningún taxi a la vista. Silbé a uno allá en la esquina.
—Al teatro Davidson —dije—. ¡Y aprisa!
Deberían ser las diez y cuarto cuando llegamos al helado callejón que conducía a la entrada de artistas, y las diez y veinte cuando pasamos junto al portero y nos abrimos camino entre bastidores.
La función había empezado puntualmente a las ocho y cuarto, y ahora todo el mundo centraba su atención en la primera escena del Quinto Acto.
Allí estaba el cementerio… las tumbas abiertas, los dos Clowns, Horacio, y el propio Hamlet. Un ardiente Hamlet de ojos brillantes, con color de fiebre en sus mejillas y un apasionado poder en su voz. Por un momento ni siquiera reconocí a Richard Barrett en su representación del papel. De algún modo había conseguido hacer que su personaje cobrara finalmente vida; era el Príncipe de Dinamarca, y estaba realmente loco.
El primer Clown le tendió un cráneo de la abierta tumba, y Hamlet lo levantó a la luz.
—¡Ay, pobre Yorik! —dijo—. Yo le conocí, Horacio…
El cráneo giró lentamente en su mano. Y las luces se reflejaron en su sonriente mandíbula donde brillaba el diente de oro…
Entonces nos acercamos.
Emmett tenía a su asesino y su prueba.
¿Y yo?
Yo había visto mi más memorable actuación de Hamlet.
La de Goldie…
Como he dicho antes, el cine fue mi primer amor. No es extraño que nos casáramos cuando yo me hice mayor: durante los últimos diecisiete años he dedicado una buena parte de mi tiempo a escribir para las películas.
Pero tengo que hacer una confesión. Aunque he cortejado a las películas durante la mayor parte de mi vida, y me he casado con ellas por largo tiempo, tengo también una amante.
Su nombre es el teatro… ¡y es una criatura realmente seductora!
Sucumbí a sus tentaciones cuando aún era un niño, cautivado por el encanto de su mudabilidad… la insolente vulgaridad de sus vodeviles, la recargada alegría de sus musicales, la sofisticación de su alta comedia y las imperiosas demandas de sus dramas.
Y me he convertido en un ferviente admirador suyo, a mi manera.
Cuando era un muchachito, me dedicaba a interminables actuaciones con mi hermana y mis compañeros en el suburbio de Chicago de Maywood, Illinois. Montones de tierra en el patio trasero se convertían en trincheras en una tierra de nadie; sábanas colgadas en los tendederos servían de tiendas de circo; el porche delantero era una nave pirata, completa con su taburete de piano como timón y una madera de la mesa del comedor colocada sobre la barandilla como la plancha donde arrojábamos a los condenados al mar de los parterres de abajo. Yo diseñaba un vestuario que nos convertía en árabes, orientales o indios, y con la ayuda de los disfraces, los pequeños repollos que éramos se convertían en reyes.
Después de haber visto El fantasma de la ópera en el cine, empecé a experimentar maquillajes teatrales tan pronto como dejé de hacerme pis en los pantalones. Secretamente, ideé maneras de vendar mis piernas dobladas y atar mis brazos para simular cojos y mancos, y distorsionar mis rasgos de mil maneras distintas. Era un Chaney de estar por casa.
En Miwaukee me metí en el departamento de teatro de la universidad. Aparecía en obras cómicas y comedietas de un acto populares por aquel entonces, tales como La palmatoria del obispo, demostrando mi versatilidad en hacer todos los papeles. En ocasiones actuaba como el obispo, otras cambiaba a Jean Valjean. Me falla la memoria, pero juraría que es posible que incluso alguna vez hiciera el papel de una de las palmatorias.
Abriéndome camino hacia papeles más de adulto cuando aún era un humilde estudiante de segundo año, hice de villano en Los tres tontos sabios, y el bondadoso viejo doctor en Sonriendo hasta el final… es decir adelantándome en varias décadas tanto a la Mafia como a la Asociación de Médicos con mis actuaciones. Y para las reuniones semanales de la universidad escribí mis propias sátiras, en las cuales aprendí muy pronto la Primera Regla del Teatro… guárdate los mejores papeles para ti mismo.
De no haber sido porque el teatro se hundió por completo con la Depresión, hubiera podido terminar como un cómico de burlesque. Tal como fueron las cosas, vendí unos cuantos gags a comediantes de radio e hice frugales apariciones como monologista cáustico en un par de locales… una especie de Henny Youngman, pero sin violín.
Aplaudan… por favor.
Los beneficios que obtuve por mi carrera dramática en la universidad fueron pases y entradas para acudir a ver obras teatrales que se representaban en la ciudad. Esas entradas eran distribuidas a discreción del maestro a cargo de la sección de teatro, como una recompensa por los servicios prestados; yo obtuve bastantes.
Fue una de esas entradas la que me permitió penetrar en el teatro Davidson, una noche de 1934. La obra era El mercader de Venecia, y su estrella principal —que pronto dejaría los escenarios para seguir una carrera de actor de carácter en el cine— era el distinguido actor shakesperiano Fritz Leiber. Él, por supuesto, era Shylock, y su esposa actuaba en el papel de Portia. En el reparto, como el Príncipe de Marruecos, había también un joven sorprendentemente agraciado llamado Francis Lathrop.
Tres años más tarde, mientras visitaba a mi amigo Henry Kuttner en Hollywood, me encontró con Francis Lathrop y descubrí que se trataba en realidad de Fritz Leiber Jr., el mismo hombre que más tarde se convertiría en escritor, dejando a un lado el «Jr.» tras la muerte de su padre.
Fritz y yo compartimos carreras durante casi cuarenta años. Durante esas largas décadas pensé a menudo en aquella noche en el Davidson, cuando un desgarbado adolescente captó inadvertidamente un destello de un amigo que figuraría en su futuro. Y en el fondo de mi mente siempre deseé conmemorar de algún modo aquella ocasión, aunque no sabía cómo.
Luego, un día, todos los elementos se unieron. Una visita al dentista fue mi inspiración: un diente postizo de oro el catalizador. Y la historia resultante apareció en el número de mayo de 1971 del Alfred Hitchcock’s Mystery Magazine.
¿A quién culpar de ella? El homenaje a la nostalgia está del lado de los ángeles, pero el argumento en sí tiene ribetes diabólicos.
El eminente director Rouben Mamoulian ha sido durante mucho tiempo un estudioso de Shakespeare, y hace algunos años escribió un volumen muy erudito sobre Hamlet. Ahora me dice que he arruinado su vida; desde que leyó mi historia nunca más será capaz de ver Hamlet de nuevo.
Seguramente esto es obra de Satán. ¿O la culpa es del Diente Postizo?