PAÍS RELATO

Autores

robert bloch

la gente en la pantalla

Dos mil estrellas.
Dos mil estrellas, quizá más, inmortalizadas en las aceras a lo largo del Hollywood Boulevard, cada placa de metal inscrita con el nombre de alguien importante en la industria del cine. Allí están, todos los nombres; desde Broncho Billy Anderson hasta Adolph Zukor, todos.
Todos excepto Jimmy Rogers.
Ustedes no encontrarán el nombre de Jimmy debido a que no era una estrella, ni siquiera un actor secundario… no era más que un extra.
—Pero lo merecería —me dijo—. Si alguien tiene derecho a figurar, ese soy yo. Empecé aquí en 1920, cuando era tan sólo un chiquillo. Si se fija usted bien, podrá verme entre la multitud que grita en El signo del Zorro. He aparecido en más de 450 películas desde entonces, y aún sigo en el candelero. No sé de nadie que pueda batir ese récord. Creo que eso debería darme derecho a algo.
Quizá lo debiera, pero la verdad es que no había ninguna estrella con el nombre de Jimmy Rogers, y eso de que aún sigue en el candelero no era más que una fanfarronada. Hoy en día Jimmy podía sentirse afortunado si le llamaban una o dos veces al año; simplemente no hay lugar para un torpe viejo veterano de barba blanca y piernas vacilantes, excepto en alguna que otra escena de saloon en algún que otro western.
La mayor parte del tiempo Jimmy se limitaba a pasear arriba y abajo por el boulevard; una incongruente figura alta y enhiesta entre la multitud de turistas, maricas y drogadictos. Vivía en Las Palmas, en algún lugar al sur de Sunset. Nunca estuve en su casa, pero puedo imaginar como era… uno de esos bungalows de estilo antiguo erigido en los tiempos en que intervenía en numerosas películas, y que aún se mantenía milagrosamente en pie, por la gracia de Dios y para la desgracia de las autoridades de la vivienda. Allí era donde Jimmy tenía su dirección, pero realmente no vivía allí.
Jimmy Rogers vivía en el Silent Movie.
El Silent Movie se encuentra cerca de Fairfax, y es el único lugar en la ciudad donde uno puede acudir y ver aún El signo del Zorro. Siempre pasan alguna que otra comedia de Chaplin, y normalmente también a Laurel y Hardy, junto con algún serial protagonizado por Pearl White, Elmo Lincoln u Houdini. Y los filmes estelares de la programación son realmente grandes: los primeros Griffith y DeMille, Barrymore en El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Lon Chaney en El jorobado de Notre Dame, Valentino en Sangre y arena, y un centenar más.
La programación cambia cada miércoles, y cada miércoles por la noche Jimmy Rogers estaba allá, pagando sus noventa centavos en la taquilla para ver El pirata negro o El hijo del jeque o Los huérfanos de la tormenta.
Vivir de nuevo.
Porque Jimmy no iba allí para ver a Doug y Mary o a Rudy o a Clara o a Gloria o a las hermanas Gish. Iba allí a verse a sí mismo, en las escenas de masas.
Al menos eso es lo que imaginé la primera vez que lo encontré. Estaban pasando El fantasma de la ópera aquella noche, y durante el intermedio salí a fumarme un cigarrillo, mientras contemplaba los carteles del vestíbulo.
Si me lo preguntaran bajo juramento, no sabría decir cómo se inició nuestra conversación, pero fue entonces cuando oí por primera vez la sempiterna historia de las 450 películas de Jimmy y de que aún seguía en el candelero.
—¿Me ha visto ahí dentro esta noche? —preguntó.
Le miré y agité la cabeza; incluso con su gastado traje de confección barata y su barba blanca, Jimmy Rogers no era el tipo en que uno repara en medio del público.
—Me temo que estaba demasiado oscuro —dije.
—Pero había antorchas —respondió Jimmy—. Yo llevaba una.
Entonces capté el mensaje. Salía en la película.
Jimmy sonrió y se alzó de hombros.
—Infiernos, siempre lo olvido. No puede haberme reconocido. Hicimos El fantasma allá por el veinticinco. Me veía tan joven que me pintaron un bigote con maquillaje y me plantaron una peluca negra. Es difícil distinguirme en las escenas de las catacumbas… los planos son demasiado generales. Pero hacia el final, cuando Chaney hace retroceder a la multitud, se me ve muy bien allá al fondo, justo a la izquierda de Charley Zimmer, el que agita el puño. Yo muevo mi antorcha de un lado para otro. Tuvimos un montón de problemas con esa película, pero esa toma salió a la primera.
En las siguientes semanas vi otras veces a Jimmy Rogers. A veces estaba allá arriba en la pantalla, aunque a decir verdad, nunca llegué a reconocerle; era un joven en aquellos films de los años veinte, y sus apariciones se limitaban a unos breves momentos, un rostro impreciso entrevisto entre una multitud.
Pero Jimmy estaba siempre entre el público, incluso cuando no actuaba en la película. Y una noche descubrí el porqué.
Era de nuevo el intermedio, y estábamos fuera en el vestíbulo. Por aquel entonces Jimmy había tomado la costumbre de hablar conmigo, y aquella noche habíamos permanecido sentados juntos durante el pase de La carreta.
Estábamos de pie fuera, y Jimmy me guiñó un ojo.
—¿No cree que era hermosa? —preguntó—. Las de ahora ya no lucen como ella.
Asentí.
—¿Lois Wilson? Muy atractiva.
—Estoy hablando de June.
Miré a Jimmy, y entonces me di cuenta de que no estaba parpadeando ni guiñándome ningún ojo. Estaba llorando.
—June Logan. Mi chica. Este fue su primer papel, la escena del ataque de los indios. Debía tener diecisiete años… yo aún no la conocía, no nos encontramos hasta dos años más tarde, en el First National. Pero tiene que haberse fijado en ella. Era la que llevaba las largas trenzas rubias.
—Oh, esa. —Asentí de nuevo—. Tiene razón. Era encantadora.
Era una mentira, pues ni siquiera recordaba haberla visto, pero deseaba que el pobre viejo se sintiera bien.
—Junie aparece en un montón de las películas que pasan aquí. Y a partir del veinticinco actuamos en gran número de ellas juntos. Durante un tiempo hablamos de casarnos, pero ella empezó a subir, haciendo pequeños papeles, doncellas y cosas así, mientras que yo nunca pasé de extra. Ambos habíamos estado en el negocio el tiempo suficiente como para saber que las cosas no marcharían, si uno de nosotros se quedaba abajo y el otro empezaba una carrera.
Jimmy consiguió esbozar una sonrisa mientras se secaba los ojos con algo que en su tiempo pudo haber sido un pañuelo.
—Cree que estoy bromeando, ¿verdad? Sobre la carrera, quiero decir. Pero iba camino de ser grande, muy pronto hubiera empezado con segundos papeles.
—¿Qué ocurrió? —pregunté.
La sonrisa se disolvió y regresó el parpadeo.
—El sonido la mató.
—¿No tenía buena voz para el sonoro?
Jimmy agitó la cabeza.
—Tenía una gran voz. Le digo que estaba hecha para los segundos papeles… Intervino al menos en una docena de películas sonoras. Pero el sonido la mató.
Había oído aquella expresión miles de veces, pero ninguna de ese modo. Porque, por la forma como Jimmy contó luego la historia, eso era exactamente lo que había ocurrido. June Logan, su chica Junie, estaba en el set durante el rodaje de una de aquellas primitivas cintas épicas. Todo Hablado-Todo Cantado-Todo Bailado. El director y el equipo de cámaras deseando romper con la tiranía del micrófono estacionario, habían montado uno de los primeros micros móviles sobre una grúa. Tales cosas no eran aún un equipo standard, y aquello era un simple experimento. De alguna manera, durante una toma, el pescante de la grúa se rompió y cayó, aplastando en su caída el cráneo de June Logan.
La noticia nunca apareció en los periódicos, ni siquiera en los sindicales; el estudio acalló lo ocurrido y June Logan tuvo un discreto funeral.
—Eso fue hace cuarenta malditos años —dijo Jimmy—. Y aquí estoy yo ahora, llorando como si hubiera sido ayer. Pero era mi chica…
Y esa era la otra razón por la cual Jimmy Rogers acudía al Silent Movie. Para visitar a su chica.
—¿No lo ha visto usted? —me dijo—. Ella sigue viva ahí arriba en la pantalla, en todas esas películas. Exactamente igual a como cuando estábamos juntos. Cinco años estuvimos juntos, los mejores años de mi vida.
Podía entender aquello. Los dos enamorados, tanto mutuamente como del cine. Porque en aquellos días la gente se enamoraba del cine. Y entrar realmente en él, actuar en las películas, aunque fuera en pequeños papeles, era para muchos lo más aproximado al séptimo cielo.
El séptimo cielo, otra película que vimos con June Logan en una escena de masas. En las siguientes semanas, con la ayuda de Jimmy, fui capaz de reconocer a su chica. Y decía la verdad… era una belleza. Cuando sabías quién era, cuando la veías, no la olvidabas. Aquellos rizos dorados, aquella sonrisa, la identificaban inmediatamente.
Un miércoles por la noche Jimmy y yo estábamos sentados juntos viendo El nacimiento de una nación. Durante una escena de calle, Jimmy golpeó mi hombro.
—Mire, ahí está June.
Miré fijamente a la pantalla, luego agité la cabeza.
—No la veo.
—Espere un segundo… ahí está de nuevo. Mire, a la izquierda, detrás del hombro de Walthall.
Hubo una imagen imprecisa, y luego la cámara siguió a Henry B. Walthall mientras éste se alejaba.
Eché una mirada de soslayo a Jimmy. Estaba levantándose de su asiento.
—¿Dónde va?
No me respondió, simplemente salió al vestíbulo.
Lo seguí, y lo encontré apoyado contra la pared bajo la marquesina, respirando pesadamente; su piel tenía el color de los pelos de su barba.
—Junie —murmuró—. La vi…
Inspiré profundamente.
—Escúcheme. Usted me dijo que su primera película fue La carreta. Fue filmada en 1923. Y Griffith rodó El nacimiento de una nación en 1914.
Jimmy no dijo nada. No había nada que decir. Ambos sabíamos lo que debíamos hacer… volver a entrar en el cine y ver de nuevo la película en el segundo pase.
Cuando la pantalla se iluminó de nuevo ambos miramos y esperamos. Miré a la pantalla, luego a Jimmy.
—Se ha ido —susurró—. No está en la película.
—Nunca estuvo —le dije—. Usted lo sabe.
—Sí. —Jimmy se levantó y salió a la noche, y no volví a verlo hasta la semana siguiente.
Pasaron aquel corto con Charles Ray… he olvidado el título, pero él hacía su acostumbrado papel de chico campesino, y había como clímax un partido de béisbol que se ganaba gracias a Ray.
La cámara dio un barrido por la multitud sentada en las gradas, y capté una momentánea visión de una chica sonriente con largos rizos dorados.
—¿La ha visto? —Jimmy aferró mi brazo.
—Esa chica…
—Era Junie. ¡Me guiñó el ojo!
Esta vez fui yo quien se levantó y salió del local. Él me siguió, y yo estaba parado frente al cine, mirando el cartel anunciador.
—Mírelo usted mismo —señalé al cartel—. Esta película fue rodada en 1917.—Me obligué a sonreír—. No olvide que había miles de encantadoras extras rubias en las películas, y la mayoría de ellas llevaban rizos.
Se quedó allí de pie, agitando la cabeza, sin escucharme, y apoyé una de mis manos en su hombro.
—Mire…
—He estado mirando —dijo Jimmy—. Semana tras semana, año tras año. Y usted debería saber la verdad. Ésta no es la primera vez que ocurre. Junie sigue apareciendo en película tras película que sé que nunca rodó. No tan sólo las anteriores, antes de que empezara a trabajar en ellas, sino las posteriores, durante los años veinte, cuando la conocí, cuando sabía exactamente en cuáles había intervenido. A veces es tan sólo como un destello, pero la veo… y luego ha desaparecido. Y en el próximo pase ya no vuelve.
»Y eso me ocurrió tantas veces que por un tiempo tuve miedo de acudir a una sesión de cine… imaginaba que me estaba volviendo loco. Pero ahora que usted también la ha visto…
Agité lentamente la cabeza.
—Lo siento, Jimmy. Yo nunca he dicho eso. —Le miré, señalé a mi coche que estaba aparcado en la esquina—. Se ve cansado. Vamos. Le llevaré a su casa.
Se le veía algo mucho peor que cansado; se le veía perdido y solo e infinitamente viejo. Pero había un terco brillo en sus ojos, y se mantenía en su terreno.
—No, gracias. Voy a entrar para la segunda sesión.
De modo que mientras me deslizaba tras el volante le vi dar media vuelta y entrar de nuevo en el cine, en el lugar donde el presente se convierte en el pasado y el pasado se convierte en el presente. Allá arriba en la cabina le llaman una máquina proyectora, pero en realidad es una máquina del tiempo; puede hacerte volver atrás, realizar trucos con tu imaginación y tus recuerdos. Una chica muerta hace cuarenta años vuelve de nuevo a la vida, y un viejo revive su desvanecida juventud…
Pero yo pertenecía al mundo real, y allí era donde debía permanecer. No fui al Silent Movie la semana siguiente, ni la otra.
Y la próxima vez que vi a Jimmy fue casi un mes más tarde, en los platós.
Estaban rodando un western, uno de mis guiones, y el director deseaba un poco de diálogo adicional para alargar una secuencia. Así que me llamó, y fui al lugar del rodaje, el rancho.
La mayoría de los estudios poseen un rancho permanente para las secuencias de acción de los westerns, y aquel era uno de los más antiguos; venía siendo utilizado desde los días del cine mudo. Lo que más me fascinaba era el fuerte de madera donde estaban rodando la escena de masas… podría jurar que recordaba haberlo visto ya en una de las primeras películas de Tim McCoy. De modo que después de conferenciar con el director y redactarle unas cuantas líneas extra de diálogo para los actores principales, fui a dar una vuelta por la parte de atrás del fuerte, sólo por curiosidad mientras preparaban las siguientes secuencias.
En la parte delantera había la habitual confusión organizada; actores y técnicos agitándose en torno a los decorados, extras esparcidos por el suelo bebiendo café. Pero ahí atrás estaba yo solo, merodeando por mohosas estancias de paredes de madera construidas para ser usadas en films ya olvidados. Hoot Gibson había estado en aquel bar, y Jack Hoxie se había colgado de aquel candelabro en aquel salón de baile. Ahí estaba, cubierta de polvo, la mesa a la que se había sentado Fred Thompson, y en la esquina, en la cabaña cuya parte delantera había sido eliminada para permitir la filmación…
En la esquina, en la cabaña cuya parte delantera había sido eliminada para permitir la filmación, se hallaba Jimmy Rogers sentado en el borde de un maltratado colchón, mirándome asombrado mientras yo avanzaba hacia él.
—¿Usted…?
Le expliqué rápidamente mi presencia. Él no tuvo necesidad de explicar la suya; los del reparto le habían llamado para un día de trabajo en las escenas de masa.
—Eso va a durar todo el día, y hace calor ahí fuera. Imaginé que aquí atrás estaría mejor y hasta podría echar una siestecita en la sombra.
—¿Cómo sabía dónde ir? —pregunté—. ¿Había estado aquí alguna vez antes?
—Seguro. Hace cuarenta años, en esta misma cabaña. Junie y yo acostumbrábamos a venir aquí durante la pausa de la comida y…
Se detuvo.
—¿Hay algo que va mal?
Algo iba mal. Con su maquillaje encima, Jimmy Rogers era la perfecta imagen del viejo vaquero curtido por el sol y el aire; pantalones de cuero, camisa con flecos, barba blanca incluida. Pero bajo el maquillaje había una innegable palidez, y las manos que sujetaban el sobre estaban temblando.
El sobre…
Me lo tendió.
—Esto. Será mejor que lo lea.
El sobre no estaba cerrado, no llevaba sellos ni dirección. Contenía cuatro páginas dobladas llenas con una menuda letra escrita a mano. Las saqué lentamente. Jimmy me miraba.
—Lo encontré aquí, en el colchón, cuando vine —murmuró—. Como si me estuviera esperando.
—¿Pero qué es? ¿De dónde viene?
—Lea y verá.
Mientras empezaba a desdoblar las páginas sonó el silbato. Ambos conocíamos la señal; la escena estaba preparada, todo listo para rodar, actores y extras que intervinieran debían presentarse ante las cámaras.
Jimmy Rogers se puso en pie y se marchó, un cansado viejo arrastrando los pies hacia el caliente sol. Le hice un gesto con la mano, luego me senté en el maltratado colchón y abrí la carta. La tinta estaba amarillenta y desvaída, y una fina capa de polvo cubría cada página. Pero aún podía leerse, palabra a palabra…
Querido:
He intentado llegar hasta ti hace tanto tiempo y de tantas maneras. Por supuesto te he visto, pero está tan oscuro ahí afuera que nunca puedo estar segura, y además tú has cambiado tanto con el pasar de los años.
Pero te he visto, muy a menudo, aunque siempre haya sido sólo por un breve instante. Y espero que tú me hayas visto también a mí, porque siempre intento guiñarte un ojo o hacer algún movimiento que atraiga tu atención.
Lo único es que no puedo hacer mucha cosa o mostrarme demasiado tiempo si no quiero crearme problemas. Ese es el gran secreto… mantenerte siempre en segundo plano, de modo que los otros no se den cuenta de tu presencia. No querría asustar a nadie, ni hacer que alguien empezara a preguntarse por qué hay más gente en el segundo plano de una escena de la que debería haber.
Eso es algo que tienes que recordar, querido, por si acaso. Siempre estarás a salvo mientras te mantengas lejos de los primeros planos. Las películas de época son las mejores… casi en todas tienes que agitar los brazos y gritar: «¡A la Bastilla!» o algo así. Es algo que realmente no importa excepto por aquellos que leen en los labios, puesto que se trata siempre de cine mudo, por supuesto.
Oh, hay un montón de cosas que ver aquí. Ser un extra en películas de época tiene sus ventajas, aunque no en las escenas de baile… hay que moverse demasiado. Me encantan también las fiestas, particularmente en las producciones de DeMille, donde siempre hay un gran jolgorio, o alguna de las orgías de von Stroheim. Claro que las escenas de von Stroheim siempre eran cortadas.
No duele el ser cortado, no lo interpretes mal. No es distinto que el fundido normal al final de la escena, y a partir de entonces eres libre de ir a otra película. Es como caer dormida y luego tener un sueño tras otro. Los sueños son las escenas, por supuesto, pero mientras las escenas se están desarrollando son reales.
Además, no soy la única. No puedo decirte cuántos otros hacen lo mismo: quizá centenares, por lo que sé, pero he reconocido a algunos y estoy segura de ello y pienso que algunos de ellos también me han reconocido a mí. Nunca dejamos a los demás que se den cuenta de que lo sabemos, porque no queremos que nadie sospeche.
A veces pienso que si pudiéramos hablar de ello, quizá podríamos comprender mejor cómo ocurre esto, y por qué. Pero todo estriba en que no puedes hablar, todo es silencioso; todo lo que haces es mover los labios, y si intentaras comunicar algo tan complicado a través de la pantomima seguramente llamarías la atención.
Creo que lo más cerca que puedo llegar de una explicación es decir que se trata de algo parecido a una reencarnación… puedes representar un millar de papeles, aceptar o rechazar cualquiera que desees, siempre que sepas permanecer discreta y no hacer nada que pueda cambiar el conjunto de la película.
Naturalmente, llegas a cansarte de algunas cosas. El silencio, por ejemplo. Y si te metes en una mala copia todo fluctúa; a veces incluso el aire parece granuloso, y en determinadas secuencias puedes encontrarte empalidecida o fuera de foco.
Lo cual me hace recordar… otra cosa de la que hay que mantenerse alejada es de las comedias bastas. Las primeras cintas de Sennett son las peores, pero Larry Semon y algunos de los otros son tan malos como esas; toda esa acción desenfrenada termina volviéndote loca.
Una vez has aprendido a adaptarte, todo va bien, incluso cuando miras fuera de la pantalla al público. Al principio la oscuridad te asusta un poco… tienes que recordarte a ti misma que se trata tan solo de un cine y que simplemente hay gente ahí afuera, gente normal que está contemplando un espectáculo. Ellos no saben que tú puedes verles. Ellos no saben que, mientras dure tu escena, tú eres tan real como puedan serlo ellos, sólo que de una forma distinta. Tú andas, corres, sonríes, frunces el ceño, bebes, comes…
Otra cosa que hay que recordar, acerca del comer. Tienes que mantenerte alejada de esas cintas de poca monta en las que todo es de imitación. Hay que ir a las películas en las que todo es auténtico, las grandes producciones con escenas de banquetes donde la comida es real. Si trabajas rápido puedes hacerte en unos pocos minutos con lo suficiente como para saciarte cuando estés fuera de cámara.
La gran regla es: sé siempre cuidadosa. No te dejes coger. Hay tan poco tiempo, y raramente tienes oportunidad de hacer nada por ti misma, ni siquiera en las secuencias más largas. Me ha tomado una eternidad el conseguir la oportunidad de escribirte… lo llevo planeado durante tanto tiempo, querido, pero hasta ahora no me ha sido posible.
Esta escena está rodada fuera del fuerte, pero hay mucha gente vestida de colonos y carromatos y demás, de modo que tengo oportunidad de deslizarme hasta aquí, hasta las estancias de atrás… están filmando planos generales durante toda la acción. He encontrado este papel y una pluma y estoy escribiendo tan rápido como me es posible. Espero que puedas leerlo. ¡Es decir, si tienes la suerte de encontrarlo!
Naturalmente, no puedo enviártelo por correo… pero he tenido una corazonada. Ya sabes, he visto que aún seguía en pie esta cabaña sin la parte delantera, el lugar adonde tú y yo solíamos ir en los viejos días. Voy a dejar esta carta bajo el colchón, y rezaré.
Sí, querido, rezo a menudo. Alguien o algo sabe de nosotros, y de cómo sentimos. De cómo sentimos acerca de estar en las películas. Por eso yo estoy aquí, estoy segura de ello; porque siempre amé tanto las películas. Alguien que sabe eso tiene que saber también que te amaba a ti. Y aún sigo amándote.
Creo que tienen que existir varios cielos y varios infiernos, cada uno de ellos construido por nosotros mismos, y…
La carta se interrumpía bruscamente allí.
No había firma, pero por supuesto no la necesitaba. Y tampoco hubiera demostrado nada. Un viejo solitario, alimentando su amor durante cuarenta años, manteniéndolo vivo en su interior hasta el punto de convertirlo en una alucinación visual allá en la pantalla… un hombre así podía concebiblemente llegar a una escisión esquizoide de su personalidad, hasta el punto de poder imitar la letra de una mujer y escribir aquella carta que racionalizara su obsesión.
Empecé a doblar la carta, luego la metí bajo el colchón cuando el agudo chillido de la sirena de una ambulancia me hizo saltar en pie.
Mientras corría hacia la parte delantera creía saber ya lo que iba a encontrar; la multitud apiñada en torno a la figura tendida en el polvo, bajo el ardiente sol. Los viejos se agotan fácilmente con ese calor, y cuando el corazón falla…
Jimmy Rogers parecía casi estar sonriendo en mitad de un tranquilo sueño cuando lo metieron en la ambulancia. Y aquello me alegró; al menos había muerto con sus ilusiones intactas.
—Simplemente se derrumbó en mitad de la escena. Estaba aquí, de pie, y al momento siguiente…
Seguían aún comentando y charloteando cuando me fui, regresé a la parte de atrás del fuerte y penetré de nuevo en la cabaña sin parte delantera.
La carta había desaparecido.
Rebusqué por todo el colchón, pero no estaba. Es todo lo que puedo decir. Quizá alguien había ido por allí mientras yo estaba en la parte delantera, viendo cómo se llevaban a Jimmy. Quizá un soplo de viento se la llevó a través del desierto. Quizá nunca hubo ninguna carta. Pueden pensar ustedes lo que quieran… yo simplemente me limito a relatar los hechos.
Y no hay muchos más hechos que relatar.
No asistí al funeral de Jimmy Rogers, si es que hubo alguno. Ni siquiera sé dónde fue enterrado; probablemente la Asociación del Film se hizo cargo de todo. Se desarrollaran como se desarrollaran esos hechos, no tienen importancia.
Durante algunos días no me sentí demasiado interesado en hechos. Estaba intentando responderme a algunas cuestiones abstractas sobre metafísica… reencarnación, cielo e infierno, la diferencia entre la vida real y la vida simulada. Sigo pensando en esas imágenes que todos podemos ver ahí en las pantallas, en esas viejas películas; imágenes de gente real representando vidas irreales. Pero después de que sus vidas reales han muerto, las vidas ficticias permanecen, y eso es también una forma de realidad. Quiero decir, ¿dónde está la frontera entre ambas? Y si existe una frontera… ¿es posible cruzarla? La vida no es más que una sombra andante…
Fue Shakespeare quien dijo eso, pero yo no estaba seguro de su significado.
Sigo sin estar seguro, pero hay otro hecho que debo consignar.
La pasada noche, por primera vez desde hace meses, desde que Jimmy Rogers muriera, volví al Silent Movie.
Estaban pasando Intolerancia, una de las obras maestras de Griffith. Allá en 1916, Griffith levantó el mayor decorado jamás visto en una pantalla… el enorme templo de la secuencia babilónica.
Hay una secuencia que nunca deja de impresionarme, y también lo hizo ahora; un plano general del altísimo templo, con miles de personas moviéndose como hormigas entre las gigantescas esculturas y colosales estatuas. En la distancia, detrás de las escalinatas guardadas por hileras de elefantes de piedra, sobre un grueso muro, había una gran cantidad de pequeñas figuras. Uno realmente tenía que mirar muy de cerca para individualizarías. Pero yo miré muy de cerca, y esta vez puedo jurar lo que vi.
Uno de los extras, de pie allá encima de la pared al fondo de la escena, era una sonriente muchacha con largos y ensortijados cabellos rubios. Y de pie a su derecha, junto a ella, con un brazo sobre el hombro de la muchacha, había un viejo alto de barba blanca. No hubiera reparado en ninguno de los dos, excepto por un detalle.
Ambos estaban saludándome con la mano…
Muy lejos y hace mucho tiempo —al otro lado del abismo generacional—, las películas mudas eran algo importante. Para la gente como yo, que creció en una época antes de que la radio, la televisión, el transporte aéreo, nos pusieran en contacto con los más alejados rincones de la tierra, las películas eran nuestro ventanal al mundo. Acudíamos regularmente a ellas, y las estrellas y demás actores que veíamos en la pantalla se convertían frecuentemente en algo más familiar para nosotros que nuestros propios primos, tíos y tías. Aprendimos a amar a los films, y a los actores que intervenían en ellos. Y para algunos de nosotros, los primeros amores duran eternamente.
Afortunadamente para mí, llegué a Hollywood justo a tiempo para conocer a algunas de las personas que personificaron las aventuras románticas en mi infancia. Nombres como Monte Blue, Francis McDonald, Chester Conklin y Julia Faye puede que no signifiquen nada para los jóvenes de hoy, pero yo los recuerdo con cariño. Y siempre me sentiré agradecido por haber tenido la oportunidad de desempolvar viejos recuerdos con Boris Karloff y jugar beisbol con Buster Keaton. En 1964, cuando Elly y yo nos casamos, nuestro pastel de boda fue el regalo de Joan Crawford. No tiene sentido negarlo; me atraen los viejos films mudos, y aquellas personas que los hicieron. Y creo que algo de este sentimiento rezuma a través de «La gente en la pantalla».
La idea en sí se me ocurrió debido a que he visto repetidamente algunos de mis films favoritos en sesiones retrospectivas… y cada vez he descubierto algo nuevo, algo que se me había pasado antes por alto. Un día se me ocurrió preguntarme: ¿y si ese «algo» nuevo fuera en realidad la gente?
Tras eso, la historia se escribió por sí sola. Para aquellos que encuentren difícil reconciliarla con el tipo de cosas con las que normalmente se me asocia, sólo puedo decir que debió ser escrita en un día muy particular.
Para aquellos que creen que «Dios es amor», no habrá la menor duda acerca de cuál es la procedencia de esta historia en particular.