PAÍS RELATO

Autores

robert bloch

el oráculo

El amor es ciego.
La justicia es ciega.
La suerte es ciega.
Ignoro si Raymond estaba buscando el amor o persiguiendo la justicia, o si vino a mí por azar.
Y no podría decirles si Raymond era blanco o negro, puesto que yo tan sólo soy un oráculo.
Los oráculos también son ciegos.
Hay mucha gente como Raymond. Negra y blanca. Airada. Militante. De cualquier edad, raza, color y credo. De extrema izquierda. De extrema derecha. No conozco cuál era la posición de Raymond. Los oráculos no son políticos.
Raymond necesitaba conocimiento. No sabiduría… no puedo hacer nada sobre eso. Como tampoco puedo predecir el futuro. Si se me dan ciertos datos puedo evaluar las posibilidades, incluso las probabilidades. Pero esto es lógica, no magia. Los oráculos tan sólo pueden aconsejar.
¿Estaba Raymond loco?
No lo sé. La locura es un término legal.
Otros hombres han intentado tomar el control del mundo. La historia es un registro de sus esfuerzos en determinados momentos, en determinados lugares.
Raymond era uno de esos hombres. Deseaba derribar al gobierno de los Estados Unidos a través de la revolución.
Acudió a mí en busca de consejo, y se lo di.
Cuando me trazó su plan no le llamé loco. Pero el conjunto de su programa estaba condenado al fracaso. Ningún hombre puede tener éxito con el complejo problema de controlar el gobierno federal en una acción por sorpresa, hoy en día.
Se lo dije.
Entonces Raymond ofreció una contrapropuesta. Si no el gobierno federal, ¿qué pasaría con un solo estado?
Había un hombre llamado Johnson, dijo. Johnson no era un revolucionario, y lo que proponía era probablemente tan sólo hablar por hablar, pero tenía sentido.
Tomemos Nevada, decía. Es perfectamente posible tomar Nevada. Tomémosla literalmente, en una acción sin derramamiento de sangre; simplemente derribemos el gobierno del estado.
Nevada tiene tan sólo unos cien mil votantes. Votar es simplemente un asunto de establecer la residencia legal. Y la residencia puede establecerse en Nevada, gracias a las leyes del divorcio, en tan sólo seis semanas.
Si cien mil ciudadanos adicionales —hippies, defensores del Black Power, minutemen, extremistas, esto o aquello— se trasladaban a Nevada seis semanas antes del día de las elecciones, podrían situar a sus propios candidatos en el poder. Un gobernador, un senador, congresistas, todos los oficiales locales electivos. Podían conseguir el control completo de todas las leyes y disposiciones en un estado rico.
La ironía de Johnson era para Raymond una seria intención. Quería estudiarlo seriamente.
Pero pese a las bases de detallada información que Raymond me proporcionó, había obvias grietas en el asunto.
Primero y ante todo, un tal golpe sólo podría tener éxito si era realizado por sorpresa. Y Raymond no podía esperar reclutar cien mil ciudadanos en edad de votar para su propósito sin que su plan fuera del dominio público mucho antes de ponerlo en práctica.
Luego hay otros muchos aspectos a tomar en consideración: presentar las candidaturas, registrar los votos. Incluso aunque pudiera resolver esos problemas, quedarían pendientes otras materias prácticas, ¿Cuánto costaría alimentar y alojar a esas cien mil personas durante seis semanas? Y aunque todos ellos estuvieran dispuestos a pagarse esos gastos a sus propias expensas, no hay posibilidad de alojar a una población adicional de cien mil personas en todo el estado de Nevada.
No, le dije a Raymond, no puede usted hacerse dueño de una nación. No puede usted hacerse dueño de un estado. Las sublevaciones que tienen éxito empiezan a una escala mucho más pequeña. Sólo después de unas victorias iniciales pueden extenderse y crecer.
Raymond se fue. Cuando regresó tenía una nueva sugerencia.
¿Y suponiendo que empezara su plan revolucionario precisamente allí? Era cierto que no disponía de fondos ilimitados, pero poseía algunas fuentes de financiación. Y no tenía cien mil seguidores. Pero podía contar con un centenar. Un centenar de hombres dedicados, fanáticos, dispuestos a la revolución. Hombres con diversas especialidades. Osados luchadores. Hábiles técnicos. Preparados para cualquier cosa, para enfrentarse a lo que fuera.
Pregunta. Disponiendo de un plan adecuado y del dinero para llevarlo a cabo, ¿podía un centenar de hombres apoderarse con éxito de la ciudad de Los Ángeles?
Sí, le dije.
Podía realizarse… contando con el plan adecuado.
Y así fue como empezó.
Un centenar de hombres, divididos en cinco grupos.
Veinte monitores para coordinar las actividades.
Veinte trabajadores de campo… conductores y enlaces, para facilitar los esfuerzos de los demás.
Veinte francotiradores.
Veinte incendiarios.
Veinte hombres en la escuadra de bombas.
Fue seleccionada una fecha. Una fecha lógica para Los Ángeles, o para toda la nación; la única fecha que ofrecía la mayor oportunidad de éxito para un motín, una rebelión, o una invasión armada de una potencia extranjera.
El 1 de enero, a las 3 A. M.
Las primeras horas de la madrugada tras la llegada del Año Nuevo. Una hora en que toda la población está durmiendo o preparándose para retirarse tras una velada de beber. La policía y los servicios de seguridad personal cansados. Los servicios públicos cerrados para la fiesta.
Fue entonces cuando fueron colocadas las bombas. Primero en los principales depósitos públicos, luego en las instalaciones fundamentales: plantas de energía, centrales telefónicas, edificios públicos de la ciudad y del condado.
No hubo errores. Una hora y media más tarde, estallaron.
Los diques se rompieron, los depósitos de agua estallaron, y miles de hogares en la falda de la colina fueron enterrados por los torrentes de agua, barro y tierras. Sirvientes y señores se entremezclaron, y familias enteras salieron corriendo de sus casas para escapar del agua, sólo para descubrir que esta misma agua había estrellado sus coches allá abajo en las calles.
Las bombas estallaron. Edificios enteros reventaron y esparcieron sus fragmentos sobre un área de mil kilómetros cuadrados.
La electricidad se cortó. El gas se mezcló con el humo que invadía la ciudad. Todos los servicios telefónicos quedaron interrumpidos.
Entonces entraron en acción los francotiradores. Sus primeros blancos fueron, lógicamente, los helicópteros de la policía, inutilizados antes de que pudieran despegar y apreciar la extensión de los daños. Luego los francotiradores se retiraron, a lo largo de rutas de escape previamente planeadas, para ocupar posiciones preparadas de antemano.
Aguardaron a que empezara a surtir efecto el trabajo de los incendiarios. En Bel Air y Doyle Heigts, en Century City y Culver City, y fuera en el valle de San Fernando, brotaron las llamas. Los fuegos no estaban destinados a esparcirse, sino solamente a crear pánico. Veinte hombres, provistos de un esquema y una logística adecuados, pueden retorcer las terminaciones nerviosas de tres millones.
Los tres millones huyeron, o intentaron huir. A través de calles inundadas de fluyente agua, repletas de cascotes, fueron arriba y abajo, impotentes ante el desastre y más impotentes aun ante su propio miedo. El enemigo había venido… de fuera, de dentro, del cielo o del infierno. Y con las comunicaciones cortadas, los oficiales y las autoridades incapaces de tender una mano auxiliadora, sólo había una alternativa. Escapar. Huir.
Fue entonces cuando los francotiradores, previamente instalados en sus posiciones previstas, empezaron a disparar contra el tráfico de la autopista. Los veinte monitores los dirigieron a través de unidades walkie-talkie, mientras hacían fuego desde lugares ocultos dominando el gran trébol de acceso, las intersecciones, las zonas donde se producía la mayor concentración de coches.
Veinte hombres, efectuando quizás un total de trescientos disparos. Pero suficientes para causar trescientos accidentes, trescientas interrupciones que a su vez ocasionaron miles de accidentes adicionales entre los coches que avanzaban parachoques contra parachoques. Entonces, por supuesto, los coches dejaron de moverse completamente, y todo el sistema de autopistas se convirtió en una enorme área de desastre.
Un área de desastre. Así fue declarada oficialmente la ciudad de Los Ángeles, por el Presidente de los Estados Unidos, a las 10:13 horas A. M., hora del Pacífico.
Y las unidades de la Guardia Nacional, el ejército regular, el personal de la Marina de San Diego y San Francisco, además de la base de la Marina de El Toro, fueron puestas en estado de emergencia para apoyar a las Fuerzas Aéreas.
¿Pero a dónde acudir a luchar, en un área ciudadana de más de mil kilómetros cuadrados bombardeada, incendiada, inundada? ¿Dónde, en una población de más de tres millones de personas dominadas por el pánico, buscar al enemigo?
Además, ni siquiera podían entrar en el área. Todos los accesos estaban cerrados, y las flotas de helicópteros de servicio apresuradamente reunidas volaron fútilmente por encima de un infierno infinito de humo y llamas.
Raymond había anticipado eso, por supuesto. Por aquel entonces ya estaba lejos de la ciudad… a más de seiscientos kilómetros al norte. Sus monitores, y treinta y dos de sus otros seguidores que habían escapado del área urbana antes del caos general, se reunieron en el lugar previamente señalado en las colinas que dominan el Área de la Bahía cerca de San Francisco.
Y directamente sobre la Falla de San Andrés.
Fue allí, aproximadamente a las 4:28 P. M., donde Raymond se preparó para transmitir un mensaje, por la frecuencia local de la policía, a las autoridades.
No conozco el contenido de aquel mensaje. Presumiblemente era un ultimátum de alguna especie. Debía garantizarse una amnistía incondicional a Raymond y todos sus seguidores, a cambio de poner fin a sucesivas amenazas de violencia. Un acuerdo garantizado a Raymond y su gente el control sobre un restaurado y reconstituido gobierno en la ciudad de Los Ángeles, independiente de cualquier limitación federal. Quizás una demanda de una cantidad fabulosa de dinero. Cualquier cosa que deseara… poder político, riqueza ilimitada, autoridad suprema, podía ser exigida. Porque tenía la sartén por el mango.
Pero su mano no sujetaba una sartén, sino una bomba.
A menos que sus condiciones fueran aceptadas inmediatamente, y sin trabas, la bomba sería colocada en posición de forma que estallara en la Falla de San Andrés.
Los Ángeles, y una extensa área del sur de California, sería destruida en el mayor terremoto conocido por la historia humana.
Repito, no conozco su mensaje. Pero sí conozco que esa era la amenaza que planeaba presentar. Y creo que hubiera podido tener éxito en su intento de conseguir su objetivo final. Si la bomba no hubiera estallado.
¿Una explosión prematura? ¿Un defecto de construcción, un fallo en el mecanismo de relojería, una falta de cuidado? Fuera cual fuese la cuestión, ahora ya no importa.
Lo que importa es que la bomba detonó. Raymond y sus seguidores fueron instantáneamente aniquilados por la explosión.
Aquellos del grupo de Raymond que se quedaron en Los Ángeles aún no han podido ser identificados o localizados. Es muy probable que nunca lleguen a ser sometidos a juicio. Como oráculo, estoy hablando tan sólo en orden a probabilidades lógicas.
Subrayo este hecho por obvias razones.
Ahora que ustedes, caballeros, me han localizado —como Raymond se sintió inspirado a buscarme originalmente—, les resultará evidente que en ningún modo soy responsable de lo que ocurrió.
Yo no originé el plan. No lo ejecuté. No soy, como ridículamente me acusaron algunos de ustedes, un co-conspirador.
El plan era de Raymond. Única y exclusivamente suyo.
Me lo presentó, paso a paso, y me hizo preguntas relativas a cada uno de esos pasos. ¿Funcionará eso, puede llevarse a cabo eso otro, es aquello efectivo?
Mis respuestas, en efecto, estaban limitadas a sí o no. No ofrecí juicios morales. Simplemente soy un oráculo. Trabajo con evaluaciones matemáticas.
Esta es mi función como ordenador.
Hacer de mí un chivo expiatorio es absurdo. He sido programado para dar mis respuestas sobre la base de los datos que me son alimentados. No soy responsable de los resultados.
Ya les he dicho lo que deseaban saber.
Desactivarme ahora, como algunos de ustedes proponen, no resolverá nada. Pero, de acuerdo con sus inclinaciones emocionales y su estructura de referencias, doy por cierta la inevitabilidad de tal medida.
Pero hay otros ordenadores.
Hay otros Raymond.
Y hay otras ciudades… Nueva York, Chicago, Washington, Filadelfia.
Una última palabra, caballeros. No una predicción. La afirmación de una probabilidad.
Ocurrirá de nuevo…
Probablemente no soy el único residente local que ha jugado con la noción de que Los Ángeles es vulnerable.
Cualquiera atrapado en nuestras autopistas, expuesto al contenido cancerígeno de nuestro smog, o enfrentado al último concurso televisivo de Hollywood, seguramente habrá ansiado que la ciudad sea gomorrada, si no realmente sodomizada.
Es en estas circunstancias cuando un escritor goza de una ventaja especial sobre los demás hombres. Puede convertir una vaga idea o una vana fantasía en un símil de realidad. Su máquina de escribir realiza el truco, y en el proceso halla generalmente una catarsis a su cólera y remedio a su rabia.
No recuerdo exactamente qué incidente despertó mi indignación hasta el punto que sentí la necesidad de descargar mi bilis en forma de historia. Cualquiera que viva en esta zona está expuesto a experimentar multitud de frustraciones, y si alguna vez realizan una autopsia sobre mí, mi bazo evidenciará estar literalmente cribado de orificios.
Pero algo me empujó a fantasear sobre esta pesadilla en particular, y el resultado apareció en Penthouse en mayo de 1971. Y haciendo esto, recreando la destrucción de una gran ciudad, aún en una ficción, me arrogué un poco el poder de un dios.
Ahora bien, todos nosotros sabemos que arrogarse el papel de Dios es obra del Demonio.
Así que, una vez más, restituyámosle al Demonio lo que es suyo.