PAÍS RELATO

Autores

robert bloch

el laberinto de aprendizaje

Jon no podía recordar ningún tiempo en el que no hubiera estado en el Laberinto.
Tuvo que haber sido muy joven al principio, porque su más lejano recuerdo era una confusa impresión de estar tendido de espaldas, chupando ávidamente de un tubo tendido por un Alimentador.
El Alimentador, por supuesto, era un servomecanismo, pero Jon no lo supo hasta mucho más tarde. Por aquel entonces sólo era consciente de la gran maraña de moviente metal que colgaba encima suyo y extendía un hueco tentáculo hacia sus ávidos labios. También hubo un Cambiador, acercándose a él a intervalos regulares para retirar las ropas sucias, limpiar su cuerpo, y cubrirlo con ropas limpias.
Los recuerdos de Jon se hacían más vívidos a medida que sus áreas de percepción se extendían lentamente. La primera unidad del Laberinto era un enorme recinto en el cual centenares de niños yacían en sus unidades individuales de plástico mientras los Alimentadores y los Cambiadores se movían entre ellos. De tanto en tanto otro tipo de servomecanismo aparecía sin avisar, alterando el ritmo regular de la comida, el sueño y la evacuación, e imponiendo su enorme masa sobre su cuerpo.
Ahora Jon se daba cuenta de que tenía que haber sido un Medimecanismo, pero aún pensaba en él como en una araña… una gigantesca criatura insectoide a horcajadas sobre él con sus extendidas patas plateadas y su miríada de apéndices extra hurgando y tanteando los órganos y orificios de su cuerpo. Registraba el pulso, la respiración, las ondas cerebrales, todo su metabolismo, y corregía las deficiencias mediante inyecciones. Jon podía recordar aún el pinchado de las agujas, y cómo se retorcía y gritaba.
Naturalmente, temía y odiaba el proceso. Incluso ahora que sabía que todo el mecanismo era impersonal, dirigido de forma computerizada para su salud y bienestar, seguía odiándolo.
Los otros niños también gritaban. Pero no todo era tan desagradable. A medida que pasaba el tiempo empezaron a moverse más libremente, ayudados por asideros dentro de sus cubículos, y luego empezaron a gatear. Jon gateaba con ellos, abandonando finalmente la protección de su unidad de plástico para buscar más allá la fuente de los sonidos y las imágenes.
Los sonidos y las imágenes surgían de las paredes, de las pantallas de televisión de circuito cerrado. Las pantallas le canturreaban tranquilizadoramente por la noche, y durante el día mostraban imágenes de otros niños gateando y alimentándose alegremente. Observando las pantallas, Jon y su grupo empezaron a imitar las acciones de las imágenes; muy pronto aprendieron a tomar su alimento de pequeños contenedores estériles depositados por los Alimentadores a intervalos regulares, cuando los tubos dejaron de serles ofrecidos. Algunos de los compañeros de Jon lloraron cuando los tubos desaparecieron, pero a su debido tiempo todos empezaron a comer lo que les era dejado.
Comenzaron el proceso educacional, y ésa, por supuesto, era la auténtica función del Laberinto de Aprendizaje… enseñarles cómo vivir y crecer.
En la antiséptica atmósfera de la cámara, con sus controlados niveles de temperatura y humedad, contemplaban las imágenes de los niños en las pantallas mientras las figuras gateaban y luego se erguían y daban sus primeros pasos vacilantes.
Imitándoles, Jon empezó a andar. Muy pronto todos los demás estaban andando, explorando la cámara y explorándose mutuamente. Tacto, contacto corporal, el descubrimiento de las diferencias y similaridades, el descubrimiento del sexo… todo esto forma parte del aprendizaje.
El Laberinto vigilaba y aguardaba, y cuando llegó el momento sus pantallas desaparecieron en la pared y tan solo quedó visible un portal en el extremo más alejado de la cámara. A través de aquel portal Jon pudo ver un atisbo de otra cámara más allá, llena con otros chicos mayores que él mismo, que andaban libremente sin caerse y producían complicados sonidos mientras perseguían fascinantes y resplandecientes objetos en un ambiente más grande y brillante.
Al principio Jon simplemente miró, inseguro y temeroso. Luego, inevitablemente, brotó un impulso de cruzar el portal. No había ninguna barrera, ningún impedimento, y entró fácilmente en la sección adyacente del Laberinto.
Allí, los cubículos de plástico individuales eran más grandes, y las pantallas más sofisticadas en sus ofrecimientos. Seguían cantando tranquilizadoramente por la noche, pero durante el día le hablaban.
La noche era la oscuridad y el día la luz; esa fue una de las primeras cosas que Jon aprendió. Antes incluso que pudiera comprender las palabras, Jon aprendió muchas otras cosas. Aprendió a prescindir de los Alimentadores y los Cambiadores, porque allí los servomecanismos eran distintos. Sus formas metálicas se parecían burdamente a él mismo en gran escala; tenían brazos y piernas y cabezas, y se movían de un lado para otro casi de la misma forma en que lo hacía él. Sólo que por supuesto los mecanismos nunca parecían cansarse ni expresar emociones. Quizás eso era debido a que no tenían rostros… simplemente una superficie lisa ocupando todo el frente de sus cabezas y a través de la cual sus voces filtraban instrucciones y ordenes. Gradualmente, Jon empezó a comprender las voces, brotaran de las pantallas o de los servomecanismos, y pronto aprendió a reaccionar y a responder a ellas.
Pronto Jon se ajustó a un esquema normal de pubertad. Jugó con los objetos resplandecientes… los juguetes educativos que comprobaban y ampliaban su fuerza física, perfeccionaban sus reflejos motores y su coordinación, le proporcionaban habilidad y talento mecánicos. Habló a sus compañeros, todos ellos masculinos. Hizo amigos y enemigos, se sumó al toma-y-daca de las relaciones sociales, de las rivalidades y dependencias. La competición le proporcionó motivación; deseó sobresalir a fin de atraer atención y aprobación.
La orientación de Jon vino de las pantallas. A medida que iba creciendo fue siendo consciente del mundo que había más allá… el auténtico mundo fuera del Laberinto de Aprendizaje. El mundo que había existido en una ocasión, sin Laberintos de ninguna clase, y en el cual habían vivido todas sus vidas los seres humanos, con únicamente los más simples servomecanismos para ayudarles. La historia —o su historia, como era correctamente llamada— hablaba de las peculiares cualidades de su primitiva cultura, en la cual los padres biológicos emprendían la educación de su descendencia asistidos por burdas instituciones de enseñanza.
Los efectos combinados del conflicto emocional y la ignorancia tuvieron su inevitable efecto: el mundo se vio hundido en interminables guerras en las cuales tanto los habitantes como su entorno natural resultaron casi totalmente destruidos.
Entonces, y sólo entonces, el concepto del Laberinto de Aprendizaje acudió al rescate. Al principio únicamente un juguete para el estudio del comportamiento animal en los «laboratorios» a la antigua usanza, luego un simple utensilio experimental desarrollado para el condicionamiento psicológico de los niños en algunas pocas «universidades», el principio del Laberinto de Aprendizaje se fue extendiendo para proporcionarle una auténtica cordura y civilización a la humanidad. La perfección de los varios tipos de servomecanismos, completamente controlados por computerización, eliminó todo error.
La anticuada jerarquía humana de maestros y servidores que había ocasionado la destrucción desapareció por completo. Hoy en día esos papeles eran asumidos por máquinas, y el hombre era libre para llenar su auténtica función… aprender cómo vivir.
Jon se dio cuenta muy pronto que su único problema era cómo evitar los escollos a lo largo del camino. Porque había escollos en el Laberinto de Aprendizaje. Aunque la superficie bajo sus pies parecía sólida y sustancial, podía ceder. Lo había visto ocurrir.
Ninguno de sus compañeros aprendía tan rápido como él. Algunos de ellos parecían desinteresarse en contemplar las pantallas y absorber la información que les proporcionaban. Si esta indiferencia persistía, los servomecanismos lo notaban y entraban en acción.
La acción era sencilla y directa, pero sorprendentemente efectiva. El mecanismo simplemente enfocaba la atención de su vacío rostro en un chico haragán o no competitivo y entonces, con un rápido gesto, alcanzaba y pulsaba un botón situado a un lado de su cabeza metálica. Repentinamente, sin advertencia previa, el suelo directamente debajo del chico se abría, y éste caía en la oscura abertura que surgía debajo. A veces sonaba un grito, pero normalmente todo ocurría demasiado rápido incluso para eso… en un instante el repentino agujero se cerraba de nuevo, y el chico al que se había tragado dejaba de existir.
Nadie descubrió nunca qué les ocurría a aquellos que desaparecían, y ni las pantallas ni los servomecanismos ofrecían ninguna explicación. Los compañeros de Jon no podían descubrir ninguna evidencia física que señalara la exacta localización de aquellos pozos; parecían estar completamente camuflados y esparcidos al azar por todo el Laberinto, así que no había forma alguna de evitarlos. Había toda clase de suposiciones, pero nadie lo sabía realmente, y era mejor no pensar demasiado en ello. Lo importante era darse cuenta de que el peligro existía y de que uno podía enfrentarse a él en cualquier momento. Por no aprender, por ser incapaz de aprender, por estar demasiado enfermo o demasiado débil o demasiado imposibilitado para aprender… pulsar el botón era el castigo.
Pero aprender tenía sus recompensas. Porque ahora, de nuevo, otro portal se abría a otra zona más allá. Mirando a su través, Jon pudo ver una nueva perspectiva del Laberinto, amplia y elaborada, llena con evidencias de una excitante actividad.
Las pantallas le hablaron de esa actividad… de hombres y mujeres, y del placer de sus relaciones. Las respuestas de su propio cuerpo confirmaron la verdad de lo que se le decía. Jon y sus compañeros estaban ansiosos por entrar en esa nueva sección; entrar en aquellas actividades, entrar en aquellas mujeres. Pero cuando intentaron cruzar el portal, una invisible barrera impidió su paso.
Todavía no, dijeron las voces de las pantallas. Tenéis que aprender más antes de que estéis preparados.
Impacientemente, Jon y los demás miraron y escucharon, pero su consciencia interior estaba concentrada en las delicias más allá del portal. De tanto en tanto alguien desertaba de su puesto de aprendizaje y se dirigía hacia la otra cámara, pero siempre un servomecanismo cortaba su camino y pronunciaba una advertencia. Si era ignorada, el mecanismo pulsaba su botón, y el incauto caía y desaparecía.
Pero había momentos en los cuales Jon y sus compañeros no eran observados, y entonces podían deslizarse hasta la abertura para mirar la escena que se desarrollaba más allá y probar el invisible campo de fuerza de la barrera.
Finalmente se hicieron más fuertes, o la barrera se hizo más débil; al cabo, uno por uno, pudieron atravesarla. Y entonces, en el siguiente segmento del Laberinto, Jon y los otros encontraron a sus mujeres. Uniéndose por parejas, hallaron cubículos mayores que los otros para compartir, y el esquema de su existencia cambió.
La pareja de Jon se llamaba Ava; era ella quien ahora preparaba la comida dejada por el servomecanismo que atendía a las necesidades de su sección. Al principio Jon no se sentía muy interesado por la comida, pero a medida que pasaba el tiempo y la novedad del contacto físico se desvanecía, los alimentos y el confort volvieron a hacerse más importantes.
Una vez más, Jon aprendió el esquema de recompensas y castigos que gobernaba aquella área del Laberinto. Los alimentos eran distribuidos tan sólo a aquellos que dedicaban parte de su tiempo a observar las pantallas. Mientras que Ava parecía completamente absorta en la rutina diaria de la vida dentro de su cubículo, Jon se veía obligado a aparecer regularmente ante la pantalla a medida que le eran presentadas más lecciones sobre la vida.
Las imágenes eran completamente diversificadas y mucho más complejas ahora; había escenas de adultos dedicados a una gran variedad de actividades. Algunos parecían pasarse todo el tiempo contemplando pantallas, algunos parecían ignorar las pantallas y dedicarse a pruebas de fuerza con compañeros, rivalizando para conseguir el interés de más mujeres además de sus parejas.
Jon no se sentía cansado de Ava, pero se descubrió a sí mismo estudiando varias técnicas de competición con un creciente interés. Parecía como si, en el mundo real al que se estaba preparando para entrar, los más grandes y fuertes conseguían los mejores cubículos y las mujeres más atractivas. Además, recibían la envidia y la admiración de sus compañeros.
Cuanto más aprendía Jon, más interesado se sentía en probar sus poderes. Las simples respuestas de Ava empezaban a aburrirle; no parecía preocuparse por lo que él le decía acerca del mundo real que había más allá, y no podía comprender por qué no se sentía satisfecho de permanecer allí eternamente.
Pero Jon estaba cansado del tedio de contemplar las pantallas, y aprensivo con respecto al destino de sus compañeros que no cumplían con sus obligaciones. Los veía privados de comida por los servomecanismos a causa de no haber realizado sus tareas cotidianas. Algunos de aquellos que se habían contentado con absorberse completamente en la relación con sus parejas habían desaparecido ya. Parecía no existir ninguna penalización para las mujeres; sus limitados intereses no las marcaba como inferiores, porque su condicionamiento previo había sido obviamente distinto. Pero los hombres se veían obligados a continuar con el proceso de aprendizaje, y Jon sabía que debía cumplir.
Además, una nueva abertura había aparecido en la pared más alejada de la cámara, y se descubrió a sí mismo avanzando hacia ella para echar una mirada al nuevo complejo que había más allá.
Jon sabía sin que nadie se lo hubiera dicho que aquel tenía que ser el mundo real… para morar en el cual había sido preparado durante todo su periodo de estudio y crecimiento.
Lo que aguardaba al otro lado de la invisible barrera no era una simple cámara sino una vasta serie de corredores, cada uno de ellos con una abertura que dejaba ver en su interior un parcial y tentador atisbo de actividad. Otros como él merodeaban por aquellos corredores, entrando en varios compartimentos a discreción y saliendo para avanzar hacia otras porciones del Laberinto. Jon no pudo ver ninguna pantalla en las paredes del corredor, y aquello era bueno. Aquellos hombres parecían estar viviendo, no aprendiendo. Estaban emparejados con varias mujeres, arrastrando grandes acumulaciones de alimentos y ropas de un lugar a otro, transfiriendo e intercambiando variados artículos y repeliendo a otros hombres que intentaban tomar una porción para ellos mismos sin permiso o sin haber llegado a un acuerdo.
Jon no se veía capaz de aguardar para unirse a ellos. Y cuando se lanzó hacia la abertura descubrió que pasaba a su través sin ninguna dificultad… y sin ningún pensamiento hacia el hecho de que dejaba a Ava detrás. Ava, con su torpe conversación, sus torpes caricias, y su vientre que se hinchaba cada vez más.
Una vez al otro lado de la barrera, Jon olvidó completamente a Ava. Había tanto que ver, tanto que hacer, puesto que aquella maraña de corredores se extendía indefinidamente en todas direcciones, abriéndose sobre multitud de tipos de habitaciones y habitaciones dentro de habitaciones. Pero seguía siendo una parte del Laberinto.
Por lo que había visto desde fuera, Jon había supuesto que no había allí más pantallas; ahora se dio cuenta de que se había equivocado, porque al contrario su número se había incrementado. La diferencia estribaba en que aquí ya no había uniformidad en las imágenes de las pantallas o en los mensajes que impartían.
Deteniéndose en el umbral de una cámara, Jon pudo oír algunas voces de las pantallas animándole a entrar, prometiéndole toda suerte de recompensas y describiéndole los placeres de la participación en las actividades que se desarrollaban dentro. Otras voces, igualmente chillonas y urgentes, le advertían que se mantuviera fuera, que mirara antes en estancias más distantes.
Y los servomecanismos estaban allí también, aunque menos apreciables, porque ahora se parecían más a los compañeros vivos de Jon. Se movían con naturalidad, sus gestos eran menos rígidos y más seguros, sus voces sonaban con una confiada autoridad. Al principio Jon ni siquiera fue capaz de identificarlos como mecanismos debido a que iban enmascarados con rostros que simulaban carne; rostros que sonreían benévolamente, reían confiadamente, o fruncían el ceño con severa sabiduría.
—Sígueme —dijeron, y Jon se unió obedientemente al grupo para ser conducido al interior de un sorprendente conjunto de enormes recintos parecidos a estadios o arenas.
En uno de tales lugares un guía reunía a todos aquellos de apuesta complexión, mientras otro guía reunía a todos los que tenían la piel oscura. Y desde las paredes las pantallas les gritaban a los dos grupos por turno, excitándolos con amenazas y promesas alternativas, animándoles a destruir a sus oponentes.
El ruido era incesante, la confusión increíble, y en el inevitable forcejeo que siguió, los guías se echaron a un lado, observando. Cuando uno de los compañeros de Jon perdió energías, se produjo el inevitable gesto… una mano se dirigió a un lado de la cabeza, y uno de los invisibles pozos se abrió para tragar al transgresor.
Entonces fue cuando Jon se dio cuenta de que los guías eran servomecanismos, porque cuando los botones actuaban, de algún modo las máscaras se deslizaban a un lado y Jon podía ver la vacía superficie sin rasgos que había debajo, totalmente desprovista de cualquier asomo de humanidad.
Y Jon se abrió camino entre la forcejeante multitud y escapó a un corredor, solo para ser arrastrado hacia otra área donde la actividad principal parecía ser el arrancar unos discos metálicos fijados a las paredes de la cámara.
Allí las pantallas mostraban brillantes panoplias de tales discos, mientras sus voces elogiaban la gloria de reunir grandes cantidades y amontonarlas en enormes pilas. Según las pantallas, se necesitaba una gran habilidad e inteligencia para realizar aquella labor, y no había mayor meta que la adquisición y disposición en pilas de los discos. Como para probar aquello, un gran número de jóvenes mujeres exóticamente vestidas circulaban arriba y abajo, inspeccionando los montones y ofreciéndose a aquellos que habían conseguido amasar las más altas pilas.
Pero Jon observó que las mujeres raramente se quedaban mucho rato junto a un solo acumulador; siempre parecían atraídas por otro coleccionador con un montón más grande.
Jon observó también que obtener los discos no era un proceso fácil; arrancarlos de sus sujeciones en las paredes era una tarea dolorosa que hacía sangrar los dedos. A veces dos arrancadiscos rivales luchaban por el descubrimiento de un nuevo racimo de discos, y muchas veces apelaban a robar discos de las colecciones de sus compañeros. De hecho, parecía como si los montones más imponentes hubieran sido reunidos precisamente de este modo, simplemente robando.
Arrancar los discos de las paredes era un proceso mucho más cansado y más lento; a veces era necesario permanecer de puntillas para alcanzar aquellos que estaban muy arriba, o acuclillarse para tirar de los que estaban en la parte más baja de las paredes. Y sin embargo había un extraño elemento compulsivo involucrado en todo el proceso; aquellos que se afanaban en la tarea estaban tan absortos que ni siquiera las mujeres jóvenes y núbiles los distraían, e incluso la comida y el sueño parecían carecer de importancia. Del mismo modo, los ladrones se dedicaban exclusivamente a robar, con los mismos agotadores resultados.
Y cuando las fuerzas menguaban o cesaban por efectos del cansancio más absoluto, aparecían los servomecanismos, echaban a un lado sus sobrias máscaras, y pulsaban el botón. Así desaparecían tanto los arrancadores como los ladrones de discos, dejando solo un resplandeciente montón como único recuerdo de su existencia… montón que desaparecía inmediatamente a manos de sus rivales que aguardaban, con lo que incluso la prueba de su logro desaparecía.
Pero esas fueron tan solo dos de las muchas áreas que Jon descubrió en el Laberinto. Había una sección de gritos —no podía pensar en ella en otros términos—, en la cual cada ocupante era animado a ahogar las voces de sus compañeros y reducirlos al status de oyentes. Allí los rivales emulaban las voces de las pantallas, haciendo promesas, vociferando lisonjas, halagos y exhortaciones, mientras al mismo tiempo denunciaban las palabras de todos los demás en un constante esfuerzo de atraer a los menos inteligibles para que apoyaran sus afirmaciones.
Al principio Jon intentó escuchar, pero cuanto más oía más confundido se sentía. Algunos alababan a aquellos que luchaban en las secciones de la arena, algunos los denunciaban; algunos exaltaban las virtudes de los acumuladores de discos, y otros se burlaban de ellas. Pero al final sus voces enronquecían y fallaban, y sus oyentes se giraban para oír los mismos mensajes anunciados con frases ligeramente distintas por voces más jóvenes y fuertes. Y cuando esto ocurría, un servomecanismo aparecía a buscar al orador que se había quedado sin voz y sin público, y efectuaba el inevitable movimiento hacia un lado de su cabeza.
En otra área Jon encontró oradores igualmente dedicados a atraer seguidores pero utilizando tonos más suaves y persuasivos. Hablaban del gran secreto del Laberinto de Aprendizaje, secreto que les había sido dispensado como un favor especial. Alabando las voces en las pantallas, explicaban que las órdenes y preceptos que brotaban de ellas eran a menudo crípticos y misteriosos y debían ser interpretados por oradores tales como ellos a fin de que pudieran ser comprendidos.
Pero cada orador parecía tener una explicación distinta del significado del Laberinto… su creación, su propósito, y cómo debía conducirse uno en su interior. Y cada orador disputaba las afirmaciones de sus compañeros, incluso en los más insignificantes aspectos de las palabras y frases usadas por ellos, de tal modo que al final las suaves voces se convertían en irritados gritos, denuncias, amenazas de interminables castigos, y órdenes de destruir a todos aquellos que se negaban a aceptar completamente y sin discusión sus afirmaciones. Y siempre el orador apelaba a los servomecanismos para que castigaran y eliminaran a los no creyentes.
Algunos de aquellos parlamentos interesaron a Jon al principio, porque a menudo había intentado desentrañar el programa del Laberinto, pero cuando la disertación se convertía en protesta se volvía incoherente y confusa. Y Jon notó que los servomecanismos nunca parecían acudir a la orden de destruir a los oradores enemigos… pero cuando las imprecaciones vengativas cesaban, entonces era cuando los mecanismos aparecían finalmente para hacer el gesto que se llevaba a la vez a oradores y seguidores. Al final, nadie de los que permanecían en aquella cámara escapaba, fuera cual fuese su creencia.
Jon recordó una sección donde todos los ocupantes parecían dedicarse a un interminable y complicado proceso de medida. Dedicados a la observación, calculaban gravemente el área de la estancia, analizaban y tabulaban los componentes de la atmósfera que la llenaba, e incluso intentaban medirse los unos a los otros.
Aquellos observadores se sentían enormemente orgullosos de sus esfuerzos y proclamaban en voz alta su superioridad a todos aquellos que ocupaban las demás secciones del Laberinto. Algún día, afirmaban, ocuparían el lugar que les correspondía como gobernantes del Laberinto, una vez hubieran dominado todos sus secretos por sus métodos de medición.
Teorizaban acerca de lo que no podía ser descrito fácilmente en términos de tamaño o masa o velocidad o movimiento… prestando particular atención al fenómeno de las pantallas en las paredes y los servomecanismos, e intentando explicar plenamente sus funciones y finalidades. Pero no había dos teorías exactamente iguales, y nuevas medidas y métodos de medida se superponían constantemente a los viejos, de modo que el resultado final era de nuevo la discusión y la irritación. Y pese a toda la cuidadosa devoción a la acumulación de datos y toda la energía gastada en exponer teorías, la propia estancia permanecía igual que siempre y sin el menor cambio excepto en pequeños detalles. Y sus ocupantes nunca la abandonaban hasta que uno de los servomecanismos —con sus funciones inalteradas, a pesar de todas las hipótesis— hacia el gesto definitivo que ponía fin a toda ulterior investigación.
Jon se negó de nuevo a integrarse por completo en tal actividad, y buscó otras secciones. Había una nueva arena donde los jóvenes parecían enfrentarse a los viejos, denunciándose los unos a los otros por su egoísta y ávido intento de tomar el control. Pero a medida que los jóvenes se iban haciendo mayores, parecían cambiar de bando, y aquello confundía tanto a Jon que se sintió impulsado a marcharse.
En otro lugar, la comida y el sexo y la acumulación parecían cosas sin importancia a los ocupantes. Estaban tendidos en un drogado estupor, ajenos a su entorno excepto en las ocasiones en que las pantallas llameaban locamente y proyectaban flashes de imágenes irreconocibles o los asaltaban con aullantes sonidos. Ocasionalmente algunos pocos del grupo se levantaban para imitar lo que vagamente veían u oían, pintando extraños garabatos sobre telas e incluso sobre sus propios cuerpos, o pulsando burdos instrumentos para arrancar chillones sonidos con los que acompañar sus gimoteos. Lo que cantaban y gritaban apenas tenía sentido para aquellos que no estaban drogados como ellos. Finalmente volvían a sumergirse en una balbuceante preocupación mirando arrobadamente a sus propios rostros en pequeños espejitos que distorsionaban sus rasgos más allá de cualquier posible reconocimiento, dándoles el aspecto de peludas bestias. Los servomecanismos avanzaban hacia aquellos que estaban hundidos en el más profundo estupor, y sus botones eran pulsados.
Jon prosiguió su camino, vagamente consciente de que estaba empezando a conocer gradualmente los distintos caminos y derivaciones del Laberinto. Finalmente fue a parar a una estancia que parecía más invitadora que las otras, pese a que el servomecanismo apostado en su umbral no parecía animarle a entrar. Quizá fue eso lo que lo atrajo, o el hecho de que el mecanismo llevaba una máscara distinta. En vez de unos rasgos humanos consistía tan solo en una lisa superficie esmaltada con un símbolo. Jon reconoció el signo curvilíneo como algo que había visto en una pantalla hacía mucho tiempo… un signo de interrogación.
Intrigado, miró al interior de la silenciosa estancia. Unos pocos hombres permanecían sentados con las piernas cruzadas en el suelo, mirando a unas pantallas que estaban completamente vacías y de las que solo brotaba un débil y profundo zumbido. El zumbido tenía algo de sedante, pero aquellos que escuchaban no parecían drogados o dormidos, sino simplemente contemplativos.
Cansado de andar, cansado de mirar y desconcertarse, Jon penetró en la cámara. Casi automáticamente se dejó caer y adoptó la posición con las piernas cruzadas, mirando a la pantalla. Por un momento pareció que podía ver dentro de aquel vacío y captar un aleteante atisbo de algo más allá. ¿Y no había una voz susurrando entre el zumbido?
Concentrándose con todo su ser, Jon se esforzó en ver, en oír. Pero cuanto más lo intentaba menos percibía, y aquella tensión sólo conseguía hacerle consciente de sí mismo.
Finalmente se relajó, y entonces se produjo. Sin hacer ningún intento por ver, vio. Sin hacer ningún esfuerzo para oír, oyó. Pero la visión y la voz llegaron de dentro, y repentinamente se combinaron en una revelación.
Por primera vez Jon comprendió el Laberinto de Aprendizaje. Completamente computerizado, completamente controlado, era una razonada reproducción del pasado… del pasado de la humanidad, en todos sus aspectos, recapitulados en forma física. Esos eran los estilos de vida construidos por el hombre en el mundo real hacía mucho tiempo, y que lo habían conducido a su propia destrucción.
Aquellos que buscaban la estimulación sensorial hasta la exclusión de todos los demás eran condenados. Aquellos que perseguían el poder, aquellos que se concentraban en la acumulación de signos de propiedad carentes de significado, aquellos que luchaban entre sí por diferencias de aspecto o creencias, eran destinados a la extinción. La preocupación por los datos o teorías en beneficio propio era contraproducente, la distorsión de los fenómenos a través de la teología, la farmacología o el arte carecía de significado.
Toda actividad, toda indagación, toda introspección y complacencia para consigo mismo, tenían su lugar en el esquema de las cosas, pero solo con moderación y únicamente como un medio para un fin. El propósito del Laberinto era enseñar por el precepto y el ejemplo, para hacer resaltar los escollos que pusieron en peligro al hombre en su ancestral pasado y podían poner en peligro su propio futuro individual. Ilustraba la miríada de facetas de la existencia e iluminaba los peligros de entregarse totalmente a una sola fase de comportamiento en su forma más extrema. El hombre total conocía y experimentaba la vida como una totalidad, pero nunca se entregaba completamente a una fracción… solo a esa totalidad.
En su sistema de recompensas y castigos, el Laberinto de Aprendizaje eliminaba a los débiles y a los ineptos de entre aquellos que pretendían viajar a su través y emerger al mundo real que había más allá.
Incluso una contemplación como aquella podía convertirse en algo limitativo y destructivo en sí mismo; la consciencia servía para una finalidad… para utilizarla en vivir realmente.
Ya era tiempo de abandonar el Laberinto, y finalmente Jon conocía el camino.
Cuando emergió de la contemplación y abandonó el tranquilo zumbido de la cámara ya no vaciló más. El método era tan simple una vez se había captado. Aquellas estancias eran tan solo caminos ciegos diseñados para atrapar al inconsciente; era el propio corredor lo importante. Todo lo que tenía que hacer era concentrarse en sus circunvoluciones y seguir el camino hasta el portal exterior.
Ya no necesitaba efectuar ninguna otra pausa para mirar o participar… había experimentado de modo suficiente lo que había en las cámaras, su curiosidad ya no se sentía atraída por ello. Ahora era libre de dirigir directamente sus pasos hacia la gran meta.
Era casi como si el instinto hubiera tomado el mando, escogiendo por él el camino adecuado. Ignorando imitaciones y apariencias, avanzó hacia sustancia y realidad. Y llegó a un punto donde los retorcidos pasadizos emergían a un único corredor continuo que conducía directamente hacia arriba.
Ahora, directamente ante él, Jon pudo ver la verdadera abertura y la luz al otro lado; no la artificial luz de las cavernas, sino la luz de la realidad.
Se apresuró hacia ella, avivando el paso por el pasillo ascendente con una renovada resolución. Ya no había ningún obstáculo ahora, nada que impidiera su avance.
Un servomecanismo se irguió ante él en el mismo umbral, pero Jon no disminuyó el paso. Al contrario, se apresuró, decidido, el cuerpo cansado pero la voz firme por la resolución.
—Déjame pasar —ordenó.
El mecanismo permaneció erguido e inmóvil, enfrentándose a él con su rostro sin rasgos, pareciendo preguntarle sin hablar.
Jon captó la pregunta, articuló su respuesta.
—¿Por qué? Porque ya he tenido bastante de autoridad sin rostro, de motivación artificial, de rutina sin sentido y de cambio con aún mucho menos sentido. He aprendido todo lo que se me podía enseñar aquí. Ahora estoy preparado para vivir en el mundo real.
—Pero si has vivido toda tu vida en el mundo real —dijo suavemente el mecanismo—. Intenta comprender.
Jon intentó, pero no había mucho tiempo.
Porque el mecanismo estaba pulsando ya el botón.
Esta es la tercera historia que escribí a petición de Roger Elwood… ese persistente y prolífico antologista.
Demasiado prolífico quizá, porque sus antologías aparecían con demasiada frecuencia, bajo el marchamo de muy distintos editores, lo cual hacía que muchas veces se perdieran entre todas las demás.
No he recibido nunca ningún comentario que indicara que alguien había leído «El laberinto de aprendizaje», que apareció en el libro del mismo título editado por Julian Messner en 1974… pese a lo cual, de entre las muchas historias de ciencia ficción que he escrito, esta es mi preferida.
Por esa razón, sigo esperando que encuentre finalmente un público. Independientemente de si gusta o es detestada, lo que deseo es que sea leída.
Debido a su tema, «El laberinto de aprendizaje» es distinta a todas las demás historias recopiladas aquí. Pese a que lo he intentado, no puedo adjudicar su inspiración ni a Dios ni al Demonio por separado.
Esta fue una colaboración.