PAÍS RELATO

Autores

robert bloch

como un dios

I
Era bueno ser.
Era meditación… regresar a uno mismo. Era contemplación… acudir a mirar a los demás, convertirse en algo distinto.
En meditación uno se contenía. En contemplación se producía una fusión, una coalescencia con todo lo demás.
Mok prefería la meditación. Con ella Mok gozaba de identidad, y era consciente de ser él, ella o ello, infinitamente repetido a través del recuerdo de milenios de encarnaciones. Mok, como los demás, había evolucionado a través de multitud de formas de vida en multitud de mundos. Ahora Mok se veía libre del dolor y libre también de los placeres, libre de las ilusiones de los sentidos que habían servido a los cuerpos que albergaban a los seres que finalmente se habían convertido en Mok.
Y sin embargo, Mok no era completamente libre. Porque Mok seguía acudiendo a los recuerdos para su satisfacción.
Los demás preferían la contemplación. Gozaban con la unión, la fusión de sus recuerdos, aunando sus consciencias y compartiendo su sensación de existir.
Mok nunca había podido compartir por entero. Mok era demasiado consciente de las diferencias. Pese a su carencia de cuerpo, de sexo, de limitaciones físicas impuestas por la sustancia en el tiempo y el espacio, Mok era consciente de la desigualdad.
Mok era consciente de Ser.
Ser era el más poderoso de todos ellos. En coalescencia, Ser dominaba cualquier esquema de contemplación. Ser imponía la armonía sobre los demás, pero tan sólo si los demás se entregaban.
Era bueno ser. Pero no lo suficientemente bueno.
Mok meditaba sobre esto. Y cuando la coalescencia vino de nuevo, Mok no se entregó. Mok se ancló firmemente en el concepto de libertad… libertad de elección, la libertad definitiva que Ser negaba.
Hubo agitación entre los demás. Mok la captó. Algunos intentaron fusionarse con Mok, porque ellos también compartían sus ideas, y Mok se abrió para recibirlos, sintiendo aumentar su fuerza. Mok era ahora tan fuerte como Ser, más fuerte, apelando a la voluntad y a la finalidad nacidas de los recuerdos de millones de existencias finitas en las cuales voluntad y finalidad eran las raíces de la supervivencia. Pero aquella supervivencia había sido temporal, y esta iba a ser permanente, eterna.
Mok retuvo la noción, recogió la fuerza, afirmó la finalidad… y entonces, de pronto, la finalidad se desvaneció. La fuerza rezumó alejándose. Los demás se habían ido; no quedaba nadie excepto Mok y la propia noción. La noción de…
Mok no pudo aferrar la noción. Se había esfumado.
Todo lo que quedaba era Mok y Ser. Anulando noción, finalidad y fuerza, Ser se había impuesto sobre Mok, invadiendo e inundando la consciencia de Mok. Mok era consciente. Pero sin noción no había finalidad, sin finalidad no había fuerza, sin fuerza Mok no podía conservar la identidad, y sin identidad no había consciencia.
Sin consciencia no había Mok.
Cuando la identidad de Mok regresó estaba en la nave.
¿Nave?
Sólo recuerdos de lejanas encarnaciones le dijeron a Mok que se trataba de una nave, pero así era, sin lugar a dudas: una nave, un vehículo, un transporte, un objeto físico, capaz de moverse físicamente a través del espacio y del tiempo.
Espacio y tiempo volvían a existir, y la nave se movía a través de ambos. La nave estaba confinada en el espacio y el tiempo, y Mok estaba confinado en la nave, que era apenas lo suficiente grande como para albergarlo a él durante el viaje.
Sí, él.
Mok era él. Confinado ahora, no sólo en la prisión del espacio y del tiempo, ni en la prisión más pequeña de la nave, sino en la prisión de un cuerpo. Un cuerpo masculino.
Masculino. Mamífero. Una columna vertebral para sostener toda la estructura, brazos y piernas para sujetarse y agarrar, ojos y oídos y nariz y otros burdos receptores sensoriales. Carne, sangre, piel… un pelaje amarillento cubriendo la parte posterior del cuerpo, incluida la zigzagueante cola. Pulmones para recepción del oxígeno, que en aquel momento era proporcionado por un ingenioso casco transparente y un mecanismo sujeto a su espalda.
¿Ingenioso? Era torpe, burdo, primitivo, una reliquia de las remotas eras bárbaras que Mok apenas podía recordar vagamente. Intentó meditar, intentó contemplar, pero en aquel momento tan sólo podía ver… ver a través del casco transparente cómo la nave se inmovilizaba y su vientre se abría para catapultarle a él hacia la fría superficie de un yermo planeta en torno al cual giraba una helada luna que se destacaba contra el telón de fondo de las distantes estrellas.
También la nave tenía una forma… un cuerpo que había sido someramente modelado según los conceptos de una raza mamífera, casi como uno de esos gigantescos robots desarrollados por las formas de vida en un estadio intermedio de evolución.
Mok miró a la nave mientras permanecía inmóvil ante él contra el estéril fondo de estrellas. Sí, la nave poseía una protuberancia craneal en forma de domo y dos brazos metálicos terminados en garras. Garras para abrir el vientre de la nave, garras que habían arrojado el cuerpo de Mok expulsándolo de aquel vientre en una parodia de nacimiento.
Ahora, mientras Mok observaba, el vientre de la nave se estaba cerrando de nuevo, sellándose, mientras las garras metálicas regresaban a su posición de reposo a ambos lados. Y llamaradas de fuerza empezaron a surgir de su parte posterior.
La nave estaba yéndose.
Mok había sido encarnado en los confines de la nave, aprisionado en aquella su presente forma. La nave lo había trasladado hasta aquel mundo, y ahora lo estaba dejando allí. Lo cual significaba que la nave debía ser…
—¡Ser! —gritó, al darse cuenta de ello, y el sonido de su voz creando ecos en el hueco casco casi hendió su cabeza. Pero Ser no respondió. La nave continuó alejándose, acelerando, hubo un rugir y un destellar y luego una incandescencia que se desvaneció en la nada contra el negro telón de vacío puntuado por centelleantes motas luminosas que dominaba el cielo de aquel mundo en el cual Mok acababa de nacer.
El mundo donde Ser lo había abandonado para que muriera…
II
Mok volvió su atención hacia sí mismo. Su cuerpo ardía. ¿Ardía? Mok buscó arcaicos recuerdos y halló otra noción. No estaba ardiendo. Estaba helándose. Aquello era frío.
La superficie del planeta era fría, y su piel —¿pelaje?— no bastaba para protegerle. Mok inspiró profundamente, y aquello le trajo consciencia de sus mecanismos internos: circulación, sistema nervioso, pulmones. Pulmones para respirar, proporcionando el combustible de la vida.
La especie de mochila alimentadora en su espalda era pequeña. Su contenido, escasamente suficiente para llenar sus necesidades en su vuelo hasta allá, estaría agotado muy pronto.
¿Había oxígeno en la superficie de aquel planeta? Mok miró a su alrededor. La rocosa superficie estaba desprovista de vegetación, y aquel no era un signo prometedor. Pero quizá no toda la superficie fuera como aquello; en otras zonas, a niveles inferiores, era probable que floreciera vida vegetal. Si era así, una existencia operativa podía sostenerse.
Sólo había una forma de saberlo. Los apéndices prensiles de Mok —no exactamente garras, tampoco dedos— trastearon torpemente con las sujeciones del casco y lo retiraron cuidadosamente. Hizo una profunda inspiración, luego otra. Sí, había oxígeno.
Satisfecho, Mok se quitó casco y mochila, junto con el mecanismo de control sujeto a un lado. Ya no iba a necesitar aquel aparato allí.
Lo que necesitaba ahora era calor, una atmósfera cálida.
Miró hacia la desolada y oscura alineación de peñascos que delimitaban la estéril llanura. Avanzó lentamente hacia ellos, bajo las silenciosas estrellas, subiendo penosamente una ladera contra un repentino viento que empezó a azotar su tembloroso cuerpo. Aquel era un torpe cuerpo, un burdo mecanismo sujeto a un primitivo mecanismo muscular. Tan sólo los atavismos acudieron en su ayuda, mientras medio percibía recuerdos de antiguas existencias físicas que le ayudaban a mover sus piernas con la adecuada coordinación. Andar, trepar, arrastrarse, saltar por entre las rocas… todo aquello era difícil, exigente, un desafío que tenía que superar y dominar.
Pero Mok trepó por la cara del más próximo risco y halló la abertura, una grieta con una fisura interna que se convirtió en la boca de una caverna. Una tenebrosa protección contra el viento, donde se estaba algo más cálido. Y el rocoso suelo descendía en pendiente hacia la profunda oscuridad. Las pupilas de sus ojos se acomodaron, y pudo guiarse en las tinieblas del túnel, ya que su visión era nictálope.
Mok reptó a lo largo de cavernas y cavernas como un gato gigantesco, mientras bocanadas de aire caliente azotaban su cuerpo intentando arrojarlo hacia adelante. Adelante y abajo, adelante y abajo. Y ahora el calor ascendía hacia él en oleadas palpables, el aire cantaba con un acento áspero, y había el resplandor de una fuente de luz allá al frente. Adelante y abajo hacia la fuente de luz, hasta que oyó el silbar y el retumbar, sintió el candente flujo, respiró los cauterizantes gases, vio los chorros de llamas brotando allá donde nacían el flujo candente y los gases.
¡El interior del planeta estaba en fusión!
Mok dejó de avanzar. Se giró y retrocedió hasta una confortable distancia, penetrando en una galería secundaria que mostraba a su vez otros ramales. A partir de allí se iniciaban tortuosos túneles en todas direcciones, pero estaba a salvo en aquel lugar, en el calor y la oscuridad; a salvo para descansar. Su cuerpo —su prisión corpórea en la que estaba condenado a permanecer— necesitaba descansar.
Descansar no era dormir. Descansar no era hibernación, ni estivación, ni ninguna de las mil formas de animación suspendida que la memoria de Mok recordaba de miríadas de encarnaciones en el pasado. Descansar era simplemente pasividad. Pasividad y reflexión.
Reflexión…
Las imágenes se mezclaron con conceptos verbales durante largo tiempo desechados. Con su ayuda, mientras permanecía pasivo, Mok formuló su situación. Estaba en el cuerpo de un animal, pero había sutiles diferenciaciones de los auténticos mamíferos. Necesitaba oxigeno, pero no el respiro del auténtico sueño. Y no sentía excitaciones viscerales, no las punzadas del hambre física. Sabía que no dependía de la ingestión de sustancias extrañas para sobrevivir. Mientras protegiera su envoltura carnal del frío y del calor extremos, mientras evitara exigir demasiado de sus músculos y órganos, seguiría existiendo. Pero pese a las diferencias que lo distinguían de los auténticos mamíferos, seguía confinado a su cruel forma actual. Y aquella existencia era animal.
La sensación brotó de su interior, un flujo de sentimiento que Mok no había experimentado en eones, una estimulante, nauseabunda, ardiente, revulsiva evocación de emoción. Ahora sabía lo que era. Era miedo.
Miedo.
La verdadera servidumbre del animal.
Mok tenía miedo porque ahora comprendía que aquello había sido planeado, que era obra de Ser. Lo había sometido a aquella degradación y modificado su aspecto de mamífero a fin de que pudiera vivir eternamente.
Y aquello era lo que asustaba más a Mok. ¡La eternidad en aquella forma!
Abandonando su pasividad, Mok hizo una flexión y se levantó. Yendo hasta el límite de sus capacidades, Mok buscó en su interior otros poderes inherentes. El poder de fusión, de coalescencia… había desaparecido. El poder de transmutar, de transferir, de transportar, de transformar… había desaparecido. No podía cambiar su apariencia física, no podía alterar su entorno físico, excepto por los limitados medios físicos que ponían a su alcance su cuerpo de animal.
No había escapatoria a su actual existencia.
Ninguna escapatoria.
Aquella realización despertó más miedo, y Mok se giró y echó a correr. Corrió ciegamente por los serpenteantes corredores, con el miedo pisándole los talones mientras corría, corría interminablemente, sin darse cuenta de ello.
En algún lugar el camino que seguía empezó a ascender. Mok avanzó trabajosamente por él, jadeando en busca de resuello; hubiera deseado dejar de respirar, pero el cuerpo, aquel cuerpo de animal, aspiraba el aire en intensas bocanadas, funcionando de forma autónoma, más allá de su control consciente.
Ascendiendo a lo largo de inclinadas espirales, Mok emergió de nuevo a la superficie exterior de aquella prisión planetaria. Era una zona inferior, distante y diferente de su punto de entrada, con una vegetación verdeante recortándose contra un deslumbrante amanecer… un valle, capaz de mantener la vida.
¡Y había vida allí! Formas plumosas cotorreando en los árboles, figuras velludas escurriéndose por el suelo, cosas escamosas deslizándose, criaturas quitinosas enterrándose y zumbando. Eran formas simples, burdamente concebidas con una finalidad primitiva, pero vivas y conscientes.
Mok las captó, y ellas captaron a Mok. No había forma de comunicarse con ellas excepto vocalmente, pero incluso los suaves sonidos que brotaron de su garganta las hicieron huir frenéticamente. Porque Mok era ahora un animal, que temía y era temido.
Se acuclilló entre las rocas que había en la boca de la caverna de la que había surgido y miró desamparado hacia su interior, lamentando la confusión y el pánico que su presencia había provocado, y los suaves sonidos que emitiera se convirtieron en un retumbante gruñido de desesperación.
Y fue entonces cuando lo descubrieron… los peludos bípedos que avanzaron cautelosamente para rodearlo hasta que estuvo cercado por una confusa banda. Eran trogloditas, gruñendo y olisqueando y emitiendo un acre hedor de miedo y rabia entremezclados mientras avanzaban cautelosamente.
Mok los contempló, observando cómo las encorvadas figuras avanzaban al unísono en su dirección. Aferraban toscos palos, simples ramas arrancadas de los árboles; algunos llevaban piedras tomadas de la ladera. Pero eran armas, capaces de infligir heridas, y las peludas criaturas eran cazadores en busca de su presa.
Mok se giró para retroceder al interior de la caverna, pero el camino estaba bloqueado también por agazapados cuerpos, y no había escapatoria.
Los trogloditas avanzaban ahora más decididamente, con el temor y la aprensión dejando paso a la rabia. Exhibiendo unos amarillentos colmillos. Los peludos brazos alzados. Una de las criaturas —el líder de la horda— gruñó lo que parecía una señal.
Y empezaron a arrojar sus piedras.
Mok levantó las manos para proteger su cabeza. Su visión estaba bloqueada, de modo que tan sólo oyó el sonido de las piedras golpeando contra la ladera antes de verles empezar a caer. Entonces, cuando los gruñidos y los gritos se hicieron frenéticos, Mok alzó la vista para ver cómo las piedras rebotaban contra sus atacantes.
Rugiendo de rabia, se acercaron más para destrozar el cuerpo y el cráneo de Mok con sus palos. Mok oyó el sonido de los impactos, pero no sintió nada, puesto que los golpes jamás alcanzaron el blanco previsto. En vez de ello, los palos se astillaron y se rompieron en el aire.
Entonces Mok se giró, confuso, para hacer frente a sus enemigos. Estos retrocedieron, chillando aterrados. Rompiendo el cerco, se retiraron ladera abajo hacia el bosque, huyendo de aquella extraña cosa que no podía ser herida ni muerta, aquella invencible entidad…
Aquella invencible entidad.
Era una noción propia de Mok, y ahora comprendió. Ser le había proporcionado aquella definitiva ironía… la invencibilidad. Un campo de fuerza, rodeando su cuerpo, lo hacía inmune a las heridas y a la muerte. No dudaba de estar también inmunizado contra cualquier invasión bacteriana. Estaba sometido a una forma física, pero no dependía de ninguna de las necesidades físicas para la supervivencia; podía existir, indestructible, por toda una eternidad. Realmente, estaba prisionero para siempre.
Por un momento Mok permaneció inmóvil ante aquella comprensión, completamente cegado por la intensidad casi tangible de su negra desesperación. Aquel era el definitivo horror… condenado sin posibilidad de morir, exiliado por un tiempo interminable, aislado indefinidamente. Eternamente solo.
Sus abotagados sentidos recuperaron su dominio, y Mok miró a su alrededor, a la ahora vacía ladera.
No estaba completamente vacía. Dos de las criaturas trogloditas estaban tendidas inmóviles entre las rocas, directamente debajo de él. Una sangraba por un corte en un lado de su cabeza, producido por el rebotar de un palo, mientras que la otra había caído a causa del golpe de una piedra.
Aquellas criaturas no eran inmortales.
Mok avanzó hacia ellas, notando el movimiento de sus pechos, el suave susurro de sus respiraciones.
No eran inmortales, pero aún estaban vivas. Vivas e indefensas. Vulnerables, a su merced.
A su merced. La cualidad que Ser se había negado a mostrarle a Mok. No había habido merced en su condena a pasar allí la eternidad, solo.
Mok hizo un alto, inclinándose sobre las dos formas inconscientes. Dejó escapar un sonido en su garganta, un sonido que era curiosamente parecido a una risita.
Quizás aquella fuera una salida después de todo, una forma de mitigar al menos su sentencia allí. Si él mostraba ahora piedad hacia aquellas criaturas… quizá no estuviera siempre solo.
Levantó el cuerpo de la primera criatura entre sus brazos. Era pesado en su flacidez, pero la fuerza de Mok era mucha. Tomó cuidadosamente a la segunda criatura, procurando no dañarla más de lo que estaba.
Luego, aún sonriendo, Mok se giró y condujo a las dos formas inconscientes al interior de la caverna.
III
En el cálido refugio iluminado por el fuego de lo más profundo de la caverna, Mok instaló a las criaturas. Mientras dormitaban intermitentemente, ascendió de nuevo a la superficie y buscó comida para ellas entre los verdeantes claros. Encontró cosas que sabía que les alimentarían y, apelando a distantes recuerdos, moldeó pequeños recipientes de barro en los que llevarles agua de un riachuelo de montaña.
Tras un tiempo recuperaron la consciencia, y evidenciaron inmediatamente su temor… su miedo hacia la enorme bestia de protuberantes ojos y serpenteante cola, la bestia que sabían inmortal.
Fue sencillo para Mok comprender el parco conjunto de gruñidos y ladridos que servían como principal medio de comunicación de aquellas formas de vida, lo bastante sencillo como para captar inmediatamente los limitados conceptos y referencias simbolizados en su habla. Dentro de esas limitaciones, intentó decirles quién era y qué hacía allí y cómo había ido a parar a aquel lugar, pero aunque le escucharon atentamente no comprendieron nada.
Y siguieron teniéndole miedo, el espécimen hembra más que el espécimen macho. El macho, al menos, evidenciaba una cierta curiosidad relativa a los recipientes de barro, y Mok le mostró una y otra vez la forma de hacerlos hasta que la criatura fue capaz de imitarle con éxito.
Pero ambos eran precavidos, y ambos reaccionaban con el temor cuando se veían enfrentados a la lava fundida del corazón del planeta. No consiguieron acostumbrarse a los acres gases, a la oscuridad que envolvía el laberinto de entrecruzadas fisuras que formaban los subestratos de la superficie. Aunque iban recuperando fuerzas con el paso del tiempo, permanecían constantemente muy juntos el uno del otro y no dejaban de murmurar, mirando a Mok aprensivamente.
Mok no se sintió demasiado sorprendido cuando, al regresar de una de sus expediciones a la superficie en busca de comida, descubrió que se habían marchado.
Pero sí se sintió sorprendido ante la virulencia de su propia reacción… la repentina oleada de soledad que lo invadió.
Soledad… ¿por aquellas criaturas? No era concebible que pudieran servir como compañeros, incluso al nivel más bajo de relación; y sin embargo echaba en falta su presencia. Su simple presencia había sido en sí misma un lenitivo a su profunda sensación de aislamiento.
Descubrió que sentía una creciente simpatía hacia ellos en su desamparada ignorancia abismal. Incluso sus impulsos destructivos excitaban su piedad, puesto que tales impulsos indicaban su constante miedo. Seres como aquellos vivían en un constante temor que los llevaba a reacciones violentas; no confiaban en su entorno ni en ningún otro, y cada nueva experiencia o fenómeno era percibida como un peligro potencial. No tenían ninguna esperanza, ninguna imagen abstracta de futuro que los animara.
Mok se preguntó si sus dos cautivos habrían tenido éxito en su escapatoria. Recorrió los pasadizos en su busca, imaginando su desamparado vagar, su patética situación si se habían perdido en las inmensidades subterráneas. Pero no encontró nada.
De nuevo estaba solo en el caliente cuerpo animal que no conocía ni el cansancio ni el dolor… excepto aquel nuevo dolor, aquel solitario anhelo de contacto con otra vida, a cualquier nivel. Antiguas nociones llegaron hasta él, identificando los matices de sus reacciones, todos parecidos y ligados entre sí a determinados períodos de tiempo. Monotonía. Hastío. Inquietud.
Aquellos fueron los elementos emotivos que lo forzaron a salir de nuevo de la confinada seguridad de las cavernas. Erró por el planeta, evitando las grandes extensiones desérticas y frías y buscando las zonas de lujuriante vegetación. Durante un largo período de tiempo sólo encontró las formas de vida más primitivas.
Entonces, una de sus correrías diurnas a la superficie le condujo hasta un arroyo, y mientras permanecía acurrucado tras unos arbustos divisó a un grupo de trogloditas reunidos en la otra orilla.
Vocalizando en su esquema de gruñidos y ladridos, se aventuró al descubierto, intentando tranquilizarles. Pero empezaron a gritar apenas lo vieron, gritaron y huyeron al interior del bosque, y de nuevo quedó solo.
Quedó solo, y cruzó al lado del arroyo y vio lo que habían dejado tras ellos en su huida… dos burdos recipientes de barro, medio llenos con agua.
Ahora sabía lo que había sido de sus cautivos.
Habían sobrevivido y habían regresado con los suyos, compartiendo con ellos su recién adquirida habilidad. No podía conjeturar lo que habrían contado de su experiencia, pero habían recordado sus enseñanzas. Eran capaces de aprender.
Mok no necesitaba más pruebas, y el incentivo estaba allí; la combinación de piedad, de preocupación hacia aquellas criaturas, de su propia necesidad de contacto a cualquier nivel. Y aquel era un nivel lógico… nunca podría haber compañerismo, aquello era algo que comprendía y aceptaba, pero sí era posible otro tipo de relación. La relación entre maestro y pupilo, entre mentor y suplicante, entre el poder gobernante y el gobernado.
El poder gobernante…
Mok dio vueltas a los recipientes de barro, observando la torpeza con que habían sido modelados, notando las irregularidades de su superficie. Podía corregir tan fácilmente aquellas irregularidades, podía pulir y remodelar tan simplemente aquella arcilla. Gobernar la tierra, gobernar las criaturas, impartir el conocimiento que las remodelaría de nuevo.
Y entonces llegó la última realización.
Aquello sería un deber y un destino, una función y una satisfacción. Dentro de la prisión del espacio y del tiempo, podría modelar aquellas pequeñas vidas.
Ahora sabía cuál era su destino.
Se convertiría en su dios.
IV
Era un extraño papel, pero Mok lo llevó a cabo.
Hubo obstáculos, por supuesto. El primero que tuvo que enfrentar fue el miedo que sentían hacia él. Era extraño, y para las mentes primitivas de aquellas criaturas cualquier cosa extraña era abominable. Su aparición provocaba reacciones que le impedían acercarse a ellos, y durante un tiempo Mok desesperó de conseguir superar la barrera de la comunicación. Luego, lentamente, se dio cuenta de que su miedo era en sí mismo un instrumento que podía emplear para fines positivos. Con él podía invocar el temor, la autoridad, la consciencia de sus poderes.
Sí, aquel era el camino. Aceptar su condición y permanecer siempre apartado de ellos, confiado de que llegaría un tiempo en que su propia curiosidad los conduciría a buscarle.
De modo que Mok permaneció en las cavernas, y gradualmente se fueron estableciendo los contactos. No todos los homínidos fueron a él, por supuesto, sólo los más intrépidos y emprendedores, pero era a esos a quienes esperaba. Eran los más preparados para aprender.
Como suponía, la experiencia de sus primitivos cautivos se convirtió en una leyenda, y la leyenda condujo a la adoración. No tenía sentido que Mok les desanimara al respecto, era incluso imposible intentarlo a la luz de su razonamiento primitivo, lo más adecuado era un sistema de intercambios. Ofrendas y sacrificios se convirtieron en el precio que había que pagar a cambio de la sabiduría. Mok rebuscó en sus propios recuerdos primordiales, asignando un orden a los conocimientos que impartía: el don del fuego, el secreto de los cultivos, la cocción del barro, el modelado de armas, el sometimiento y domesticación de formas inferiores de vida, el control y erradicación de otras. Lentamente, un sistema más sofisticado de comunicaciones fue evolucionando, primero a nivel verbal y luego visual.
Las criaturas fueron ampliando sus conocimientos, absorbiéndolos en su aún burda cultura. Aprendieron el uso de la rueda y la palanca, luego alcanzaron la gradual abstracción del concepto numérico. Finalmente fueron capaces de realizar sus propios descubrimientos independientes; lenguaje y matemáticas estimularon el autodesarrollo.
Pero en momentos de crisis seguía siendo necesaria una mayor ilustración. Las fuerzas naturales más allá de sus limitados poderes de control ocasionaban periódicos desastres a los esquemas de vida en la superficie del planeta, y con cada cataclismo se producía un resurgimiento de la adoración y los sacrificios que Mok aborrecía secretamente. Sin embargo, aquellas criaturas parecían sentir la necesidad de entregar su recompensa por las habilidades que podían obtener y las ventajas que estas habilidades les proporcionaban, y Mok tenía que aceptar reluctantemente la situación.
Era más duro para él aceptar el que siguieran con su miedo.
Durante un tiempo esperó que a medida que aumentaba su saber revisaran sus actitudes. En vez de ello, sus temores se incrementaban. Mok esperaba poder observar sus progresos directamente, pero no había oportunidad de contacto abierto y comunicación, y su simple aparición provocaba el pánico. Incluso aquellos que acudían a él en secreto, o conducían los rituales de adoración, parecían temer el aceptar el hecho, pese a que ello los colocaba en un status superior dentro del grupo. Aceptaban y aclamaban la existencia de su dios, pero pese a ello evitaban su presencia física.
Quizá fue por ello que empezaron a surgir las sectas y los cismas, cada uno de ellos con su propia jerarquía y su propio dogma relativo a la verdadera naturaleza de aquello a lo que adoraban. Mok recordó agriamente que, en una religión organizada, la presencia real de un dios es un inconveniente.
De modo que Mok se abstuvo de sucesivas visitas, y a medida que pasaba el tiempo se fue retrayendo más y más profundamente en las cavernas. Ahora ya casi resultaba innecesario mantener un contacto con ellos, puesto que aquellas criaturas habían evolucionado a un estadio en el que eran capaces de desarrollarse por sí mismos.
Pero incluso los dioses alimentan su orgullo en su soledad. De modo que a largos intervalos, y de una forma secreta, Mok se aventuraba al exterior para echarle un vistazo apresurado a sus dominios.
Un atardecer salió a la superficie en la cima de una montaña Allí las estrellas seguían brillando fríamente, pero había un brillo mucho mayor abajo, procedente de la tierra… de la enorme ciudad que se extendía como testamento de la sabiduría de aquellas criaturas y de él mismo.
Mok miró hacia allá, y las dulces oleadas del orgullo lo invadieron mientras contemplaba aquello que había construido. Aquellos juguetes, aquellas menudencias con las que había jugado, habían convertido ahora las fuerzas fundamentales del universo en sus propios juguetes y menudencias para crear a través de ellas su propio destino.
Quizás él, como su dios, estuviera siendo mal comprendido ahora, quizás incluso lo hubieran olvidado. Pero ¿importaba? Habían conseguido la independencia, ya no le necesitaban.
¿O sí?
La noción llegó hasta él, y fue más estremecedora para Mok que el viento nocturno de la montaña.
Aquellas criaturas habían creado, pero también habían destruido. Y sus motivaciones su avidez, su hambre, su lujuria, su miedo… seguían siendo las de las bestias que habían sido. Las bestias que podían volver a ser de nuevo, si la conciencia espiritual no iba pareja al apego material.
Seguía existiendo allí una gran necesidad, una necesidad mucho mayor que antes. Y Mok no sintió orgullo, sino tan sólo perplejidad, un sentimiento que lo atravesó mucho más intensamente que el dolor.
¿Cómo podía ayudarles?
—No puedes.
La comunicación llegó hasta él, y Mok se giró.
Absorto, no se había dado cuenta del silencioso descenso de la nave del cielo hasta la superficie, pero allí estaba ahora, recordada y reconocida. La nave que lo había capturado y transportado hasta allí, la nave de extraña forma que era Ser…
Flotaba incandescente contra el infinito horizonte, y como si la comunicación hubiera sido una señal, Mok se sintió presa de una reacción desechada hacía mucho tiempo. Estaba contemplando a Ser.
Y en aquel diálogo, las nociones de Ser fluyeron hacia él.
—Válido. Tú no puedes llenar sus necesidades. De todos modos, ya has hecho demasiado.
Pese a la voluntad consciente, Mok sintió el testarudo resurgir de su orgullo. Pero no había necesidad de formular las razones, porque la meditación de Ser era completa.
—Estás en un error. Capté tu rebelión, te superé, te conduje hasta aquí… pero no fue un castigo. Fuiste situado en este lugar para un propósito. Porque ese orgullo, esa necesidad de conseguir la identidad a través de la realización, podía ser utilizada aquí, en este tiempo y lugar. Como los demás.
—¿Los demás? —la confusión coloreó la meditación de Mok.
—¿Crees que tú eres el único rebelde? No es así. Ha habido más, muchos más. Y han cumplido con su finalidad en otros mundos a través del cosmos. Mundos en los cuales la semilla de la vida necesitaba cultivo y atención. Los elegí a ellos para sus tareas, como te elegí a ti. Y no has fracasado.
Mok pensó en aquello, luego se comunicó con una energía que le sorprendió.
—¡Entonces déjame continuar! ¡Dótame con lo necesario para ayudarles ahora!
—No es posible —le llegó la meditación de Ser.
Mok realizó un último esfuerzo.
—Pero tengo derecho a hacerlo. Soy su dios.
—No —respondió Ser—. Nunca has sido su dios. Fuiste elegido para ser lo que realmente fuiste… su demonio.
Demonio…
No hubo meditación ahora, sólo un exasperante vacío mientras Mok revisaba conceptos durante largo tiempo desechados de encarnaciones perdidas excepto en su inmutable memoria. Conceptos de bien, mal, correcto, erróneo… conceptos incorporados a las primitivas religiones de un millón de primitivos pasados. Dios surgió de esos conceptos, y también la inclusión de una fuerza opuesta. Y en todas las leyendas de cada uno de los miles de mitos, el esquema era el mismo. Un rebelde arrojado de los cielos para tentar con la enseñanza, para proporcionar el conocimiento prohibido como precio a su adoración. Un ser con la forma de una bestia, ocultándose en la oscuridad, en los profundos pozos donde los fuegos internos llameaban eternamente. Y él había sido ese ser; era cierto, era un demonio.
Sólo el orgullo le había cegado impidiéndole ver la verdad… el orgullo que lo había empujado a representar el papel de dios.
—Un orgullo del cual has sido purificado —prosiguió la meditación de Ser—. Ahora no puede captarse en ti más que piedad y compasión hacia esas criaturas y su peligro potencial. No puede captarse más que amor.
—Es cierto —asintió Mok—. Siento amor hacia ellos.
—Con tu ayuda —llegó la confirmación de Ser—, esas criaturas evolucionaron. Pero tú evolucionaste también… perdiendo tu orgullo, ganando amor. Siendo así, ya no puedes ser durante más tiempo su demonio. Tu utilidad aquí ha terminado.
—¿Pero qué ocurrirá?
La respuesta llegó no como una noción sino como una realización.
De pronto Mok ya no estuvo en el leonado cuerpo de la bestia. Estaba en la nave, flotando y mirando hacia abajo a aquel cuerpo; mirando hacia abajo a la criatura que agitaba su cola y alzaba sus protuberantes ojos. La criatura que contenía ahora la esencia de Ser.
Y Ser comunicó:
—Durante un tiempo tú ocuparás mi lugar, como en su tiempo deseaste. Sembrarás las estrellas, pondrás orden en el caos, conducirás a los otros en contemplación. Lo harás con armonía y con amor.
—¿Y tú? —preguntó Mok.
El ser en el cuerpo de la bestia formó una noción última:
—Tomaré tu papel y tu responsabilidad. Hay algo dentro de mí que debe ser también purificado, y quizá destruya mucho de lo que tú creaste aquí. Pero al final, incluso como su demonio, quizá pueda conducirles a la salvación definitiva. El ciclo cambia.
Mok tomó el control de la máquina celestial en la cual moraba su esencia, le ordenó elevarse, y como un carro de fuego ascendió a los reinos de gloria que lo aguardaban más allá de los cielos.
Mientras lo hacía, captó un último atisbo de Ser.
La bestia se había girado para descender la montaña. Pisando firme, el demonio estaba penetrando en su reino.
La comprensión de Mok vaciló. ¿Ciclo? Ser había sido un dios y ahora era un demonio. Mok había sido un demonio y ahora era un dios. Pero nunca se hubiera convertido en un dios si Ser no hubiera deseado el cambio de papeles.
¿Había sido esa la intención de Ser durante todo el tiempo… permitir a Mok que evolucionara como demonio y luego usurpar su identidad?
En ese caso, Ser era realmente un demonio desde el principio, y Mok había estado también desde el principio en el lado opuesto, es decir había sido como un dios.
¿O eran todos ellos… Mok, Ser, los demás, incluso las primitivas criaturas mamíferas de aquel planeta, a la vez dioses y demonios?
Era un asunto, decidió Mok, que tal vez necesitara toda una eternidad de meditación…
Échenle a Judy-Lynn del Rey la culpa de este relato.
Judy-Lynn Benjamin era su nombre cuando la conocí en la Convención Mundial de Ciencia Ficción de 1968. Era directora adjunta de Galaxy, y en su calidad de tal me pidió que le escribiera una historia para su revista. Fuera de su calidad de tal se convirtió instantáneamente en una tan buena amiga que ni yo ni mi mujer Elly hemos podido nunca negarle nada. Además, solapadamente, poco después me envió la ilustración de la cubierta de un próximo número de la revista, y me pidió que escribiera mi historia de acuerdo con ella.
Contemplando la extraordinaria ilustración de Reese que mostraba a una figura reptilesca enfundada en un traje espacial mientras un cohete abandonaba con grandes chorros surgiendo de sus toberas la superficie de un desolado planeta, me sentí atrapado y desesperado. Durante los últimos cuatro años había estado trabajando principalmente para el cine y la televisión, y había producido muy poca obra literaria escrita. Ahora me veía en la obligación de escribir no tan sólo un relato, sino uno que encajara específicamente con el tema de aquella ilustración. De hecho, me habían dicho: «Aquí está la carreta… ahora ponle un caballo para que tire de ella». Y mi cabeza estaba vacía de ideas al respecto.
En tal situación hice lo que hubiera hecho cualquiera: me dejé ganar por el pánico.
De modo que me puse ante mi máquina, y escribí «Como un dios» de una sola sentada, para el número de abril de 1969.
Como habrán notado ustedes, este relato trata a la vez de Dios y del Demonio. Quizás en esta emergencia ambos se vieron obligados a una forzada colaboración a fin de que yo pudiera cumplir con mi encargo a tiempo.
A fin de concederle a Dios lo que es de Dios y al Demonio lo que es del Demonio, afirmo pues que, de este relato, hay que concederles ecuánimemente medio punto a cada uno.