—La mayoría de los antiguos adagios deberían ser reformados —dijo Joyce con un tono de voz que no admitía réplica—. Por ejemplo, quien dijo por vez primera que «el casamiento y mortaja del cielo baja». En lo que se refiere al matrimonio se equivocó, puesto que quiso decir la asociación, y creer que las dos cosas significan lo mismo es un disparate. Un par de individuos que forman sociedad es el emparejamiento más santo que existe en el mundo, ¡vaya si lo es! pues tiene su enjundia, mientras que dos seres del sexo opuesto al casarse han de arreglárselas como mejor puedan. No todas las asociaciones provienen del cielo, desde luego. Por cada una que se forma allá, mil salen del... Por ahí andan esos malditos perros otra vez.
Joyce salió de estampía de la tienda, desapareciendo como una moneda en la palma de la mano, haciendo tambalear fuertemente nuestro albergue de lona. Luego se oyó el ruido de lucha, mezclado con los potentes aullidos de los perros hasta que se fundieron en un lamento de agonía. Los gritos de Keno se fueron debilitando a lo largo de la quebrada en decrescendo intermitente y rabioso.
Hacía poco rato que yo había llegado del campamento con todos mis bártulos. Hice el camino con botas de goma que me estaban holgadas, y al ocurrir el incidente con los perros, me estaban curando los pies llagados. Esto y el ir descalzo hizo que no secundara a Bill al castigar a los perros.
—Ese perro negro es un busca pendencias, Joyce —observó al volver—; llegará un momento en que perderé los estribos —al cabo de una pausa continuó el relato interrumpido poco antes—. Sí, señor, y una pareja muy unida fuimos mi socio Justus Morrow y yo.
Nunca interrumpiré las historías que mi compañero me cuenta por muy extrañas que sean, pues cuando le daba por hablar lo hacía sin ton ni son, dejándose llevar por la fantasía. Así que me limité a sostener mis talones lacerados en el aire, y gruñir algo como un asentimiento poco alentador.
—Buscaba oro en una denuncia en Cariblu Creek —siguió Bill—, abriendo tantos agujeros como tiene una esponja, cuando súbitamente sentí la necesidad de cambiar de sitio. Se me habían terminado las provisiones y no me quedaba más que una tajada de tocino negro y muchas esperanzas. De pronto, en un trineo tirado por perros llegaron dos desconocidos por el desfiladero. Sin esperar a que les invitara, entraron en mi cabaña y se me quedaron contemplando cómo tamizaba la arena. Nada hay más sencillo que vender gato por liebre a los novatos. Por esto no me costó gran esfuerzo deshacerme de mi denuncia por tres mil dólares.
No podían quejarse, puesto que nosotros veteranos en esta clase de negocios, de una forma u otra, al correr el tiempo, tendríamos que hacerles pagar buen dinero de nuestras parcelas de terreno. Así es que se podían dar por bien satisfechos de que su poca experiencia les saliera tan barata, además se trataba de dos buenos muchachos y hubiese sido lamentable verles caer en manos de aquellos bribones de Dawson. Sin embargo, fue un triunfo que me duró muy poco. Como el maná de la Sagrada Escritura, se me convirtió en cenizas dentro de la boca, pues al cabo de tres días, en el último de mis pozos y a treinta centímetros más al fondo de donde yo había dejado de socavar, dieron con el filón. El primer día extrajeron cincuenta onzas. Al enterarme no tuve una rabieta como es natural, ya que francamente no era lícito el quejarme, puesto que la culpa fue solo mía. Así es que invertí seiscientos dólares en provisiones, las transporté a la barca y habiendo dado las instrucciones oportunas al comerciante referentes a la disposición de mis restos mortales en caso de muerte a causa de una borrachera, salí del campamento a una velocidad desesperada.
Claro que no fue una gran juerga lo que pasó después. Nada de hacer ostentaciones a la manera que lo hacen los escandinavos, pero quienes están autorizados a dar una opinión, admiten que fue un modelo de diversión despampanante, sí, tanto por su proporción general como por su toque artístico, me valieron grandes encomios. Solo en bebidas generosas llegué a gastar a razón de veinte dólares por hora durante veinticuatro seguidas entre los simpatizantes escogidos y yo. Calculo que con lo que nos bebimos hubiese habido suficiente para mantener el chorro constante de una manguera durante mucho rato. De modo que cuando desperté tumbado en el fondo de mi barcaza, creí hallarme un poco más allá de los parajes brumosos de la razón y a igual distancia de la del Yukon, hacia tierras más prometedoras, a razón de seis millas por hora. El comerciante había extendido mi testamento sin olvidar un solo detalle, ni del seguro de mis piernas.
Así fue como llegué a Rampart City y en esa ciudad conocí a Justus Morrow.
El pueblo era parecido a todos los demás campamentos nuevos; una milla de largo por dieciocho pulgadas de ancho, atestado de salones, casas de baile, salones, tiendas, salones, casas de bebidas y salones. Quizás no habían tantas casas de baile y tiendas como las que he mencionado, y, sí, algunos salones más.
Entré en una taberna que se llamaba «La Recepción», y ¿a quién creerás que vi jugando al monte? pues al Solitario Wilmer, el jugador de peor reputación que teníamos en la comarca. En Dawson la Policía Montada le apresó y encarceló. En la misma mesa había un jovenzuelo de Filadelfia, de facciones finas, porte apocado y estatura regular. Mientras yo contemplaba su juego, vi cómo Wilmer se apoderaba de una de las apuestas que no le pertenecían. Una trampa muy conocida.
—Perdone —exclamó el muchacho—, se lleva usted mi apuesta. Haga el favor, déjela.
—¿Qué? —le contestó el Solitario en voz alta—. Estabas todavía en el halda de tu madre que yo jugaba ya al monte. Sé cubrir muy bien mis apuestas.
—Así es, así es —afirmó Curly Budd, el compañero de Wilmer.
Cielo santo, pensé, se han juntado un buen par de tunantes.
—Es que te figurabas que podías tomar parte en el juego, ¿eh? Pues este es un juego de hombres —añadió Wilmer con desprecio.
Yo esperaba ver una reacción en el muchacho, pero de momento no ocurrió tal cosa.
—Esta es mi apuesta —insistió el de Filadelfia con voz áspera.
Con una mirada furibunda el Solitario ordenó a Budd:
—Da vuelta a las cartas.
—¡Ah! perfectamente —contestó su compinche con una voz que parecía la de una niña.
Uno de los presentes se echó a reír y esperé confiado en que se armaría una de padre y muy señor mío. Me agrada el olor de la pólvora porque me despeja la cabeza.
En uno de los rincones más apartados estaba otro facineroso con pantalones cortos, disponiendo uno de esos aparatos, luminosos y automáticos, para fotografiar. Después me enteré que se dedicaba a ello para ganarse la vida. Trabajo no hacía ninguno a no ser el de andar de un sitio a otro haciéndose pasar por corresponsal de un sindicato inglés de periódicos, tomar fotografías y escribir cuentos de Las Mil y Una Noches. No le presté mucha atención cuando se escondió debajo del paño negro, porque la mesa estaba llena de apuestas y no es fácil seguir las eventualidades del juego. Al poco rato Wilmer se apoderó de otro fajo de billetes que pertenecían al de Filadelfia. El muchacho no se entretuvo en pedirle excusa alguna. Accionó el brazo como una catapulta, dándole un puñetazo tan certero en la barbilla que Wilmer dio la voltereta más perfecta que he visto jamás. Esa fue la primera vez que me familiaricé con las amenidades del juego de fútbol. Me gustaría ver un juego de esos desde el principio hasta el final. De todas las coces cordiales y acariciadoras que en el transcurso del tiempo los mulos han propinado, aquel puñetazo valió por todas.
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Cuando vi dar el primer golpe me alejé hasta el otro extremo del mostrador, puesto que acababa de ver a Curly empuñar el revólver, y a mí, la verdad, nunca me ha gustado, presenciar los juegos con armas de fuego desde uno de los asientos de platea. El novato subió encima de su silla, y agarrando un puñado de monedas se las tiró a la cara de Curly en el momento en que este iba a disparar. Después de malograrle la puntería, el muchacho se le echó encima como un león, y luego le persiguió alrededor de la mesa y por los sitios donde le ofrecía menos resistencia. Desarmarle fue tan sencillo como quitarle una golosina a un niño. Curly soltó el revólver, como si no tuviese fuerza para sostenerlo en la mano, y el muchacho al instante le dio un puñetazo en la cabeza. Acabó de captarse mis simpatías cuando vi que se encaraba con la gente que le rodeaba, examinando las caras que se le quedaron mirando.
—¿Alguno de ustedes tiene algo que decir? —preguntó con las pupilas brillantes como el agua de una fuente acariciada par los rayos del sol.
Sin pensarlo fui yo quien le contestó suave y gentil:
—Estoy a tu disposición.
Acababa de decir esto cuando se oyó que algo rasgaba el aire seguido de un fogonazo que lo iluminó todo, como si un barril de pólvora hubiese estallado. Me parece que todo el mundo, a consecuencia del susto, empezó a gritar corriendo, mientras el retratista les decía:
—Gracias, señores, he tomado una buena fotografía.
Aquella fue la primera vez que vi sacar una fotografía al magnesio. Me río aún al recordar la escena cómica que ofrecían aquel conjunto de caras de bobo y bocas abiertas. Después, cuando se dieron cuenta de que nada malo ocurría, salieron los hombres de todas partes, de debajo de las sillas, de la mesa y detrás del mostrador.
Aquella misma noche volví a encontrar el muchacho cuando él contemplaba el baile en el Gold Belt. También estaba allí el fotógrafo que gritaba después de montar su armatoste:
—Que cada uno busque pareja y que comience la danza. Quiero esta fotografía para el Weekly. Venga, tú, ¡date prisa!
Cada cual hizo lo que pudo. Así que la orquesta atacó los primeros compases, todos nos lanzamos a bailar, para demostrarles a los ingleses que nos divertíamos a rabiar; para enseñarles que la vida en el Klondike no se diferenciaba gran cosa de la de Newport, y que representábamos además las costumbres sociales de un campamento indio. El fotógrafo sacó otra buena instantánea.
Al cabo de una semana Morrow y yo nos hicimos amigos. Arrendamos una denuncia y construimos nuestra cabaña; luego nos limitamos a esperar a que cayeran las nieves para poder transportar nuestras provisiones con el trineo. Simpatizó tanto conmigo como yo con él. Era un muchacho muy bien educado, por cierto. De todos modos le gustaba tener las manos ocupadas, lo que casi nunca ocurre entre las personas de mucho saber.
Un día, poco antes de que la última barca pasara por el río, recibimos la visita del fotógrafo, señor Strutthers, a Alonso Strutthers, de Londres y San Francisco, dijo. Nos enseñó una fotografía diciéndonos:
—¿No es esto un éxito? Suplementos para el domingo, a doble página y gran ilustración, ¿eh?
Y vaya si lo era, del tamaño 9 × 9 más o menos y con todos los detalles de la sala de juego de «La Recepción»; el Solitario tendido en el suelo y de cara a la escupidera; Curly medio desvanecido hecho un ovillo; la gente agazapándose en los rincones, mientras que Morrow detrás de la mesa de juego, con una mano apoyada sobre las fichas y los naipes esparcidos en la mesa, revólver en mano dominaba toda la sala. Aunque nos hubiésemos dejado retratar adrede no habría salido más natural. Además al contemplarme asomando la cabeza por detrás del mostrador, comprobé que cuanto se veía de William P. Joyce, oriundo de Dawson, bachiller en algunas artes y conocedor de muchas ciencias, era un par de ojos en blanco; y a propósito de blancura, créame usted que talmente parecía que hubiesen tendido la ropa a secar y también que el viento me había puesto los cabellos de punta.
—Nunca se ha visto cosa igual —siguió diciendo Strutthers—, voy a titularla «El baile ganador» o «En acecho» o algo por estilo. Lo presentaré como un juego típico de cartas en el Klondike. A usted le dedicaré dos páginas enteras. ¡Toma; como que será el reportaje más resonante que habré hecho en mi vida!
—Lo siento —le contestó Morrow pensativo—, pero no debe darla a la publicidad.
—¿Qué? —exclamó el otro, y yo pensé, ¡Dios mío! se te escapa la única ocasión, que tenías de verte eternizado en tinta china.
—No puedo permitírselo, caería en manos de mi mujer —añadió Morrow.
—¿Tu mujer? —pregunté—. Socio, ¿eres casado?
Su voz me pareció algo rara cuando me contestó:
—Sí, estoy casado y tengo un hijo también. Mira.
Sacó un medallón que llevaba escondido debajo de la camisa de franela y lo abrió, enseñándome el retrato de un niñito de cabellos rubios que sonreía.
—¡Infiernos! —exclamé, y al ver el retrato de una mujer en el reverso del medallón, me quité el sombrero. Y ¡qué mujer! señores. Al verla me sonrojé y me sentí avergonzado. Seguí admirándola, Strutthers se acercó a mí y excitado dijo:
—¡Pero si es Olive Troop, la cantante!
—Ya no es cantante —repuso Morrow sonriendo.
—¡Ah! ¿Conque es usted el hombre por quien sacrificó su arte? Yo la conocí en escena.
Observé algo en el fotógrafo que me molestó, pero mi socio, ensimismado en la contemplación del retrato, al que miraba con cierta melancolía, no notó nada.
—No lo tome a mal —dijo finalmente el marido de Olive—. Ella se llevaría el gran disgusto si viera esta fotografía. El parecido es asombroso. Podría substituir mi cara por otra; yo creo que esto se puede hacer, ¿no es cierto?
—Claro que sí, es sencillísimo, pero si no le conviene no la publicaré —dijo el artista.
Entonces Morrow le preguntó:
—¿Piensa estar en Denver este verano, Strutthers? En ese caso quisiera que le llevase una carta mía. Tendrá una gran alegría que un viejo amigo se la entregue. Le dirá que me encuentro bien, y que, con toda seguridad, haré fortuna y que le escribiré de nuevo por la primavera.
La verdad, no creo tener un sentido especial para conocer el carácter y debilidades del sexo femenino. No soy ducho en la materia, pues siempre me he alejado bastante de las mujeres, pero en cambio a los hombres, observándolos ante una mesa de juego o empuñando un revólver, he sabido penetrar hasta su recóndito pensamiento, hasta poder decir si lo que esconden es un acto pundonoroso o una invitación a un funeral. Así que por muy entusiastas que fueran las palabras del fotógrafo, algo noté en aquel hombre que no acabó de gustarme. Poco después se marchó en la última barca que pasó por el río.
Cada vez que me hablaba de su esposa, la voz de mi socio parecía la de un hombre que está oyendo misa o la de quien se ahoga. Así es que, siempre que le oía expresarse de aquel modo me daban tentaciones de quitarme el gorro de piel, importándome un comino el que estuviéramos a 40º bajo cero y el que mis orejas tuviesen cierta propensión a helarse, después del último invierno que pasé en Porcupine.
Aquella misma noche, creyendo que yo no le miraba, volvió a sacarse el medallón que escondía en su pecho y se lo quedó contemplando entristecido. Después lo besó, y dijo:
—Necesito que se entere enseguida de mi buena suerte. ¿Qué puedo hacer para conseguirlo?
—Podemos buscar a un mensajero y enviarlo a Dawson —le contesté—. Todos en el campamento estarán dispuestos a pagar cinco dólares por carta, si se llegara a regularizar un servicio mensual. Podría hacer el recorrido en noventa días, de manera que podrías tener noticias de tu casa a principios de marzo. Windy Jim aceptaría el encargo, ya que a cualquier momento está dispuesto a dejar el empleo y el bienestar del campamento con tal de poder viajar, pues es suficiente con ponerle por delante a unos buenos perros, restallar el látigo y gritar «¡arre!» para que le vuelen los pies atraído por el afán de aventuras.
Como no soy un hombre de hogar, desconozco el placer que puede proporcionar el recibir cartas de la familia, o el de escribirlas, y según parece es así, puesto que el muchacho se puso muy contento por la solución que yo le daba; no sé cuantas páginas llenó de la carta que escribió a Olive, precipitadamente, pero sí sé que abultaba mucho.
Nunca le vi de malhumor, era como un rayo de luz que alegraba la ensenada, es más, durante un par de semanas vile cocinar sin que se quejara una sola vez y sin quejarse también lavaba los cacharros, y eso que es de lo más mortificante que existe. Pero a pesar de su frecuente jovialidad, no dejé de notar que la melancolía le apresaba muchas veces, y la causa no podía ser otra que el recuerdo de su esposa. A punto estuve en más de una ocasión de aborrecer aquella mujer que tanto le atormentaba.
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Además, era muy instruido. Una vez le vi remover con una mano la comida de los perros y con la otra declamar una elegía de Gray. De él aprendí muchas cosas, pues se sabía al dedillo todos los pormenores de la historia de América. Uno de los relatos que más me agradaron fue el del origen de la búsqueda del oro en este país. Se refería a un lubricador7, un tal Jason Semobody, quien de repente sintió la fiebre codiciosa del oro; equipó a una caterva de individuos, con comida y todo lo demás, dándoles el nombre de argonautas, aunque yo supongo que serían carpinteros y no otra cosa, por el lío que armaron. Pusieron a flote a un velero y exploraron la costa del Asia Menor. Nunca me he tropezado con esa clase de gente, pero por lo visto la configuración del terreno era tan mala como la de Texas, y por ello debieron cambiar de parecer, pues en vez de buscar oro se dedicaron a la cría de ovejas. Desde luego, esto ocurrió hace muchos años, antes del descubrimiento de oro en el 1849, pero él lo explicaba a las mil maravillas.
Dos semanas después que Windy emprendiera la marcha, limpiamos cuanto quedaba de nuestro rico hallazgo y nos trasladamos a otra parcela de terreno que nos resultó estéril, ya que en vez de encontrar una fortuna, fracasamos en el único trozo de tierra amarilla que había en la denuncia. Hicimos varias excavaciones en tres sitios distintos sin encontrar ningún filón, pero continuamos explorando aquellas tierras hasta el mes de marzo, sin perder las esperanzas.
—¿Por qué escribí esa carta? —Morrow se preguntó un día—. Daría cuanto me pidieran si pudiese interceptarla antes de que fuese a las manos de mi mujer. ¡Cuando pienso en el desengaño que tendrá al enterarse más tarde de que estoy arruinado!
—Nadie sabe lo que hay en las entrañas de la tierra —le dije para animarle—. Por mi parte me da lo mismo perder que ganar, porque hace veinte años que estoy perdiendo y he aprendido a ponerle al mal tiempo buena cara, pero lo siento por ella y por ti.
—Esto significa esperar otra larga temporada —arguyó mi socio—, confiaba en verles este verano, o si no, tenerlos conmigo en el otoño próximo.
—¡Rayos y centellas! ¿Estás loco, muchacho? Traer a una mujer y a una criaturita, aquí, en el Yukon.
—Ella me seguiría dondequiera que fuese. Es terriblemente orgullosa, tan orgullosa como cualquier otra muchacha de Kentucky, y tú sabes bien que aquella gente podría hacer bajar la cabeza al tío Lucifer, pero a pesar de serlo, conmigo viviría en una choza india si fuera preciso.
—Es muy posible, ahora que, después de ti, solo un indio sería capaz de hacer lo que tú te propones. Si no se ha de enamorar de otro hombre mientras estés ausente, ¿de qué tienes que preocuparte?
No me contestó, más me miró compasivo cómo queriendo decir: «¡Qué sabes tú, viejo infeliz, pólipo baboso!».
Cierto día el indio Denny vino a anunciarnos:
—Windy Jim ha regresado con la correspondencia.
Nos faltó tiempo para correr hacia el campamento; aunque la distancia no era más que de unas quince millas, llegue completamente extenuado por seguir el paso de Justus. Sus ojos brillaban tanto como la nieve que pisaba. Para darme ánimo, me embromaba diciéndome que caminaba más lento que una tortuga, mientras él exteriorizaba su alegría cantando. Yo opino que un hombre no tiene derecho a excitarse a menos qué encuentre un yacimiento de oro o que espere una sentencia de divorcio.
—Dame mis cartas, ¡pronto! —le dijo a Windy que había improvisado una estafeta nocturna y estaba repartiendo cartas a cinco dólares por entrega.
—No hay nada para usted —le contestó Windy.
—¡Oh! sí, alguna ha de haber para mí —respondió Justus conservando su sonrisa—. Me escribe todas las semanas.
—Traje toda la correspondencia de Dawson, y no hay nada para usted, ya se lo dije.
Yo creo que la tragedia más grande que podía suceder en este país del norte es la de la anormalidad del servicio postal. Será verdad que el Tío Sam tiene organizado de modo perfecto el servicio de Correos con la entrega a mano de cualquier certificado, aunque contengan flechas envenenadas que los indios de Mindanao envíen a los igorrotes, pero el casó es que sus mineros americanos en Alaska se pasan ocho meses de cada año sin poder recibir una sola carta.
No llegó más correspondencia hasta el mes de junio.
Al sobrevenir el deshielo del río, teníamos en nuestro haber una cantidad por valor de ciento ochenta y siete dólares en arena amarilla, y la deuda de setecientos treinta y cinco dólares que debíamos de abonar por unas hermosas facturas, muy artísticas y amarillas también, que nos trajo el correo.
El primer barco que llegó de Dawson traía nueva correspondencia, y yo me encontraba al lado de mi socio cuando le dieron la carta. Al mirarla se tambaleó de tal manera que tuvo que apoyarse en la ventana del camarote del sobrecargo, pues en lugar de un paquetito de sobres con rasgos de escritura femenina que él esperaba, le dieron uno de forma alargada, de tipo comercial, que llevaba membrete de un consultorio jurídico. Quedó tan fascinado como si enfrente tuviese a una serpiente cobra. No se decidía a abrirlo, como si le faltase el valor para enfrentarse con la realidad; por dos o tres veces lo intentó sin conseguirlo.
—Habrán muerto —pensé para mí.
Cuando la hubo leído me convencí de que algo malo ocurría por la expresión de su rostro demudado. Le cogí la mano. Entre socios el afecto no se expresa con palabras, el apretón de manos o la mirada es lo que mejor dice nuestro sentir.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté.
Se volvió hacia mí, y sabe Dios que no quisiera ver un semblante parecido en el resto de mis días, pues pronto vi que profundas arrugas surcaban su rostro, invadido de mortal palidez, mientras las pupilas fulguraban por la intensa emoción del momento.
—Es peor de lo que te imaginas —me dijo al cabo de un instante—, a menos que esto sea una broma.
Me dio la carta y leí: «Referente a Justus Morrow, acusado por Olive Troop Morrow» y después especificaba que por atención a sus sentimientos, y siendo como era un caballero, se le suplicaba que no diera ningún escándalo, y que lo mejor sería concederle el divorcio por falta de comparecencia. Ninguna explicación más. Ni una palabra de su mujer. Nada.
Sabe Dios lo que el muchacho sufrió durante algunas semanas, pero supo sobrellevar el desengaño. Ella era orgullosa, pero él lo era más todavía. Su silencio era lo que más le mortificaba, desde luego, más ¿qué podía hacer? ¿Correr a su lado? ¿Pagar la multa? Estábamos en la ruina y empeñados. El amor propio del muchacho se hizo trizas; sin embargo, hizo, lo que hubiésemos hecho usted o yo, dejarla que siguiera su camino.
Cierto día al regresar de un recorrido por la ensenada en busca de un serrucho, oí unas voces dentro de la cabaña. «Será algún viajero que ha venido del pueblo», pensé. No obstante, había algo en el tono de aquellas voces que me hizo detener a mitad camino. Pude distinguir la del muchacho, ronca y entrecortada, como si herido mortalmente se esforzara en pronunciar las palabras. Después a su interlocutor que se reía con risa burlona e insultante, para finalizar en una carcajada ahogada, como si una cuerda le apretase el cuello.
De un salto llegué a la puerta, y en el momento en que entraba tropecé con algo que me hizo caer: cierto sujeto que me interceptó el paso, y que llevaba pantalones cortos, gorra y polainas de color castaño; colgada al hombro llevaba una máquina de fotografiar. Se levantó, descubriendo la cara de R. Alonso Strutthers, amoratada e hinchada a causa de las astillas que se había clavado al caer sobre el montón de leña. Se quedó mirando a Morrow con la boca espumeante igual que los cangrejos al sacarlos del agua.
—Supongo que no molesto —me aventuré a decir.
Así que Justus me vio, me dijo con voz débil como si le doliera el paladar:
—Impídeme que lo mate, Billy.
Strutthers se puso a escupir y a sacarse las astillas que se le habían clavado en el rostro.
—Se lo dije por su propio bien. Es la comidilla de la gente —siguió diciendo el fotógrafo—. Todo el mundo se está riendo de usted y...
En cuanto vi que el muchacho palidecía y la sombra del crimen reflejaba en sus pupilas y que se acercaba al otro con intenciones manifiestas de homicidio, corrí hacia él para salvarle.
—¡Huye! so idiota —le grité a Strutthers y al mismo tiempo empujé al muchacho al interior de la cabaña. De inmediato cesó su cólera y se agarró a mí como un chiquillo, diciendo:
—No puede ser. No puede ser verdad—. Se dejó caer sobre un cajón vacío sepultando la cara entre las manos. Me mortificaba ver cómo lloraba y para librarme de aquel espectáculo me fui a buscar agua.
No sabía lo que Strutthers le había contado, pero tampoco hace falta ser un Nick Carter para adivinarlo.
Todo esto que te cuento ocurrió en aquel otoño del hallazgo del Frying Pan, ¿lo recuerdas? Shakespeare George nos dio la noticia a tiempo y así fue como Justus y yo pudimos llegar a aquel lugar adelantándonos a todos los demás buscadores de oro. Acotamos dos parcelas que aún no habían sido descubiertas, y cuando llegó Navidad, dimos con un buen filón de oro. El mineral contenía mucha mezcla, y solo conseguimos extraer unas seis onzas por día. Amigo, aquello era una mina, acercando la vela a los resquebrajos de la galería, el oro se veía brillar como si lo hubiesen puesto allí para nosotros.
Se nos terminaron las provisiones y confiando en que el barco de Dawson apareciera humeante en el río de un momento a otro, llevamos todo nuestro equipaje al embarcadero.
Hay que tener presente que en aquellos días el derecho de propiedad tenía uno que hacérselo valer por sí mismo. No había que pensar en registro ni patentes, siempre y cuando se le viera trabajando en su terreno. El hecho de abandonar él trabajo daba lugar a que otro viniera y lo renovara como nuevo dueño y señor.
Habíamos excavado unos mil pies del mejor desperdicio que jamás acariciara la luz del sol, pero rondaban por allí cerca unos tipos con la solapada intención de robárnoslo en el momento propicio; ellos me hicieron dar cuenta de que el marcharnos era peligroso. No obstante noté que Morrow estaba impaciente, y pensé que si alguna vez hubo un hombre que necesitara los consejos de un amigo y abogado criminalista, aquella era la ocasión. Los signos del Zodiaco me dieron a entender que a ciertas personas desconocidas por la parte demandante les esperaban sorpresas desagradables y es por esto que quería tener preparado el dinero de la fianza.
Poco después nos ausentamos del campamento. Desde la cubierta del barco me dirigí, en general, al populacho, haciéndoles saber que un tal William P. Joyce, cazador con cepos y armas de fuego y echador de dados, volvería por sus fueros un día cualquiera, y que si alguna señora o caballero estaba dispuesto a presenciar desde un principio una salva de balazos dirigida a un cuerpo humano, se verían complacidos si osaban infestar, con su presencia o por medio de un representante, nuestras tierras, tenencias y bienes heredados que pertenecían tanto a mí como a Justus Morrow.
Llegamos al muelle de Seattle más pronto de lo que supusimos, y a mi socio le faltó tiempo para ir a la oficina de Telégrafos y a mí para correr en busca de una frutería. Compré un dólar de todo lo imaginable, empezando con almendrucos y acabando con melones, reservándome el derecho de decidir por mí mismo si es que debía comérmelo todo allí, o tan solo una parte y volver a por más. Era la primera fruta fresca que comía desde hacía tres años. Comí y torné a comer, marchándome después hacia el hotel sudando zumo de fruta variada por cada uno de los poros. Sin que sintiera preferencia por una clase determinada, por el camino compré un canasto de tomates, un saco de piñas, y un paquete de ciruelas verdes. Las ciruelas lo echaron todo a perder. No debí haberlas comido. Por lo visto no eran sociables, y pronto noté cierta descomposición en mi estómago. Morrow avisó con toda urgencia a la Cruz Roja, a dos colegios de médicos y a la Sociedad de Investigaciones Psicóticas que diagnosticaron que lo tenía todo, desde los tumores en las rodillas a una complicación de los órganos vitales. ¡Ah! Pero yo sí sabía lo que me pasaba, es que me había tragado el hueso de la ciruela.
Al día siguiente y encontrándome ya mejor, supe que Justus recibió noticias de Denver; que hacía un año que su mujer se había ausentado de la ciudad y que se desconocía su paradero. Algunos suponían que se había marchado a California. De modo que dos días más tarde nos alojábamos en el «Palace», y ya tiene usted que la policía de San Francisco comienza a soñar en recompensas de cinco mil dólares. Más de nada sirvió.
Cierto día encontré a Strutthers en Market Street y le dije que Morrow estaba en el pueblo; del susto que le di se quedó petrificado. Según parece, era el redactor de la tarde de uno de los grandes rotativos.
—¿Sabe dónde está su mujer? —le pregunté.
—Sí, está en Nueva York —me contestó mirándome de un modo extraño.
Regresé corriendo al hotel.
Mientras se lo explicaba a Morrow, una mujer con un niño pasaron por el vestíbulo. Con la poca luz que había, el niño confundió a Justus.
—¡Oh! papá, papá —exclamó cogiéndose a sus rodillas riendo.
—¡Ah! —suspiró mi socio con voz emocionada. Con rapidez tomó en brazos al pequeño, luego le soltó bruscamente al darse cuenta de la equivocación. Se puso pálido y se tambaleó de tal manera que tuve que ayudarle para llegar a la sala. En su rostro apareció de nuevo, aquella triste expresión que ya tuvo en el Yukon.
—Ven conmigo —le dije—, y deja de pensar en lo ocurrido. El tren del Este no sale hasta la medianoche. Vámonos al teatro mientras esperamos la hora de partir.
Fue una velada estupenda. Variedades, películas, acróbatas, ejercidos de peso y payasos.
Era el primer espectáculo que veía desde hacía tres años, y como es natural, me puso de muy buen humor. Cuando estoy alegre me porto como un niño jugando con un aro nuevo.
Cuando terminó el número de las focas la orquesta comenzó a tocar una música muy dulce, y en el escenario compareció una mujer, esbelta y grácil como una gacela. Un gran moño de cabello castaño coronaba su majestuosa cabeza y tenía los ojos grandes y brillantes. Dio unos pasos por el escenario con la soltura de un caballo de carreras; los adormilados espectadores de las primeras filas se despertaron. Había algo en aquella mujer que me chocó desde el primer momento, y por lo tanto le di un codazo a mi compañero que estaba con los ojos semicerrados, con la cara escondida entre su hombro y el terciopelo del asiento. Observé que mi socio estaba triste. De pronto se levantó a medias. La mujer había comenzado a cantar. Su voz era suave y exquisita, con tonos vibrantes y llenos de misterio como el chorro de una fuente. Pero ¿y Morrow? Morrow me clavó las uñas en el brazo, se inclinó hacia adelante con la boca abierta como si ante sí estuviese el Paraíso con las puertas abiertas, mientras el sudor perlaba su frente.
La artista que cantaba era la mujer del medallón de Justus, que había vuelto a las tablas e interpretaba un número de vaudeville.
Daba la impresión de que su acento se deslizaba por un terraplén de arena, a lo largo de un pedregal acariciado por los rayos del sol, atravesando umbrosos estanques llenos de truchas y rodeados de refrescantes arboledas de alisos. Mientras tanto mi socio, sentado en la butaca, echaba el alma por los ojos y suspiraba de añoranza. Sin darse cuenta estaba clavando las garras en los músculos de William P. Joyce, el señor sentado a su derecha.
Cuando desapareció Olive, tuve que soltarme dando un estirón.
Al cabo de unos minutos la cantante volvió a escena. Entonó una canción americana acompañada de música. Se acercó a las candilejas y guardó silencio. Fue entonces cuando desde uno de los palcos se oyó la voz de un niño, fina, trémula y dulce como el sonido de la plata. Como un solo hombre todos los espectadores miraron hacia arriba y vieron a una criatura muy pequeña, que estaba de pie, seria, asustada, cantando como una alondra, con los ojos fijos en su madre que estaba en el escenario. Cantó dos veces seguidas, mientras yo, a pura fuerza de brazos, logré sujetar al padre y obligarle a permanecer en el asiento de platea, que nos costó dos dólares.
Tres minutos más tarde al forastero que aguardaba la entrada del escenario le dije:
—Déjenos pasar—. El hombre nos miró con desagrado, como si contemplara a la Hidra de las siete cabezas.
—Los reglamentos prohíben la entrada a los extraños —protestó—. Pueden esperar en la calle con los demás admiradores.
Como nunca estuve entre bastidores, no estaba acostumbrado, ni mucho menos, a que me recibieran con tanto desprecio. Contuve el deseo de propinarle un buen sopapo. Además, no me halagaba mucho aquella compañía de... admiradores como perritos irlandeses esperando ante una verja. Fumaban cigarrillos liados. Entre los que esperaban había algunos que no tenían de anchura de pecho más de ocho pulgadas.
—Vamos a intentar por todos los medios ver a Olive —sugerí; pero Morrow, presa de súbito temblor, objetó:
—No, no. La esperaremos aquí.
Por fin la vimos salir andando con mucha arrogancia. Sus movimientos producían un roce y un repiqueteo como si llevara papel de lija en los tobillos.
Estaba majestuosa. Llevaba al niño dormido en los brazos, y no reparó en nosotros hasta que pasó por debajo del farol del alumbrado de gas.
—¡Oh! —exclamó, y se puso tan blanca como el brocado de su abrigo. Luego, apretó más los brazos alrededor del niño manteniéndose erguida como una reina; los ojos centelleantes, los labios húmedos y sanguíneos, y en el rostro un aire despectivo.
¡Dios mío! Estaba soberbia. Pero ¿y el marido? Él daba la impresión de que estaba asustado.
—¡Olive! —fue todo cuanto pudo decir. Se alejó comiéndosela con la mirada. ¡Señor! ¿Quién hubiese dicho que aquel hombre había plantado cara a los fulleros más bribones del Yukon, y había vapuleado a periodistas en un santiamén? Todo cuanto deseaba decir se escapó con el sudor que invadía su cuerpo. De encontrarme yo en su lugar, la hubiese estrechado entre mis brazos, sin que una legión de demonios y policías juntos lograsen que la soltara, hasta que ella me hubiese confesado que me quería.
Olive, con la mirada traspasó a su marido, mirada que nada tenía que envidiar a ninguna de las que escudriñaron la línea del Mason-Dixon desde los tiempos de la capitulación de Lee. Después pasó por delante de nosotros tan acogedora y hospitalaria como una montaña de hielo en un mar revuelto. Cerró la puerta de su coche con un portazo. Me llevé de allí a Morrow más muerto que vivo.
—Déjame volver a casa —me dije, cansado.
—¡Ya lo creo! —le respondí—. Ya es hora de que te acuestes. Está cayendo el rocío ¡y no me extrañaría que algún zafio impertinente te viniera a buscar! ¡so pelmazo! Tendré mucho trabajo esta noche, y como supongo que nadie osará hacerme la competencia, más vale que me adelante a los acontecimientos que pudieran surgir.
Coloqué a mi socio dentro de un coche y le recomendé:
—Lo mejor que puedes hacer es ponerte la camisa de dormir y ordenar a la criada que apague la luz. Que tengas felices sueños, cariñito.
Estaba muy disgustado con él. La historia de la Edad de Piedra no registra ningún caso de demanda de divorcio, ya que los hombres de entonces con ideas matrimoniales, siempre iban armados de sendos garrotes de roble, adornados con púas de alambre, según nos los presentan las estampas; y no sentían el menor escrúpulo de emplearlos, tanto en casa propia como en la ajena. En aquellos días las mujeres eran muy cabelludas, y tan difícil de enamorarlas como de honrarlas y obedecerlas. Pero los principios no han desaparecido todavía.
Paré otro coche.
—Lléveme al número... —di la misma dirección que había oído de labios de Olive.
Cuando al llegar a su casa tiré de la campanilla, una voz preguntó:
—¿Quién es?
—El cartero —le contesté.
Apenas Olive abrió la puerta me colé de sopetón y la cerré de un revuelo tras de mí.
—¿Qué significa esto? —exclamó—. ¡Socorro!
—¡Cállese! Significa que está usted matando al mejor muchacho del mundo y yo quiera saber por qué.
—¿Quién es usted?
—Soy Bill Joyce, el socio de su marido. El viejo Bill Tarántula, que no se asusta ante ningún hombre, mujer o criatura. Me hallo en su casa para enterarme de lo que le pasa a usted...
—¡Salga inmediatamente de mi casa, señor!
—De ninguna manera; usted es una buena chica. Lo descubrí la primera vez que vi su retrato. Ahora quiero que me diga...
—¡Insolente! ¿Quiere que llame a la policía? —Ella permanecía de pie, inmóvil como una estatua, y su voz era tan tajante como un cuchillo.
—Señora, soy tan suave como el agua clara y pacifista a toda prueba; pero si arma un escándalo y no me deja hablar, no me hago responsable de lo que les puede ocurrir a las primeras ocho o diez personas que se presenten en su auxilio —y al decir esto saqué el cuchillo de caza que llevaba y lo puse encima del piano—. Mis sentimientos filantrópicos me están revolviendo el estómago, y sé que dos personas que se aman, deben reconciliarse.
Imag14
—¡No le amo! —chilló como la placa de un viejo fonógrafo.
—Admito la excepción en la regla —le contesté mientras recogía un retrato de Justus que ella había dejado caer al suelo. Olive no pestañeó siquiera al escuchar mis palabras.
—Cuando estuvo con aquella fiebre tan alta que le quemaba los sesos y no hacía más que pronunciar su nombre, yo le cuidé como a un hijo.
—¿Es que estuvo enfermo? —Los primeros albores de la aurora iluminaron su rostro al preguntarlo.
—Sí, y estuvo a las puertas de la muerte. La demanda de divorcio que usted cursó fue la causa de su enfermedad. Aun hoy, no está bien del todo.
Claro que Morrow nunca estuvo enfermo ni mucho menos, pero mentí con el fin de domar a la fierecilla.
—¡Oh, oh! —susurró dulcificando la voz, aunque altanera.
—¡Mujercita! —le dije, descansando una mano sobre su hombro—. Lo mismo usted que yo queremos a Justus. ¡Vamos! Dígame lo que la hizo obrar de ese modo.
Olive, al escuchar mi pregunta, se encendió como la pólvora y exclamó, puesta ante mí:
—¿Lo que me hizo pedir el divorcio? Pues se lo voy a decir; aunque no me amase, creí que al menos sería un caballero, que conservaría una pizca de honor. Pero no ha sido así. Se marchó a Alaska e hizo fortuna, para derrocharla más tarde en bebidas, peleas, juegos y juergas con mujeres. ¡Sí, con mujeres de vida alegre y de cafetín!
—¡Alto ahí! que está muy mal informada. ¿Quién le contó ese cuento?
—Poco importa quién sea el que lo ha dicho. Tengo pruebas, ¡mire esto! y, ¿aún se atreve a preguntarme por qué le abandoné?
Sacó unas fotografías de un cajón y me las tiró.
—¡Ah! ¿Por qué no dejé que Morrow le matase? —¡exclamé entre dientes!
La primera era la de la sala de juego de «La Recepción». Allí estaba Morrow pisoteando a los hombres; estaban las botellas y los vasos; las fichas y las cartas y también estaba el lamentable espectáculo que ofrecía Bill Joyce Tarántula con los dientes fulgurantes, y los ojos que parecía que le daban vueltas, tratando de meterse en un agujero y haciéndolo bastante bien, por cierto.
—¡Mírelas! ¡Mírelas bien! —azuzó Olive.
La segunda representaba el salón de baile del Gold Belt con Justus brincando —entre una aglomeración de mujeres ebrias y con la cara pintarrajeada— como un toro escapado del redil. Pero ¿y la otra? Al mirarla se me cortó la respiración sintiendo que el suelo se hundía debajo de mis pies, porque representaba el interior de una cabaña después de haberse celebrado un gran banquete, con la mesa llena de cubiertos y botellas de licor. De pie sobre una silla, Tooth Lou, Diamante, repartía besos y escanciaba una jarra de vino. En el centro estaba Morrow con una mujer que apoyaba la cabeza en su pecho, cariñosa en extremo. ¡Qué barbaridad! Aquello era suficiente para deshacer un hogar. En conjunto, la fotografía exhalaba una atmósfera de vició y despilfarro que hubiese hecho sonrojar a un indio tallado en madera. Lo que figuraba no era una juerga corriente, sino que aquel colorido era el más apropiado al de una orgía de millonarios.
—¡Maravilloso! ¿No le parece? —dijo Olive, enseñándome los dientes.
—Esta fotografía me huele a gato encerrado, y por lo que se refiere a las otras dos, sé de lo que se trata, pero en cuanto a esta...
De pronto lo comprendí todo. La fisonomía de Justus era perfecta, pero él llevaba pantalones cortos. Haciendo memoria recordé que el único ser que jamás los llevara a Rampart City, era R. Alonso Strutthers.
—La cámara oscura contiene secretos que yo desconozco —le dije—, pero de todas maneras estoy seguro de que esta va a ser una mala noche para los redactores de ese periódico de San Francisco, si no me explican el caso con claridad. Voy a ir en busca del hombre que destrozó vuestra felicidad y vuestro tálamo.
—¿Nuestro qué? —me preguntó.
—Tálamo es una palabra romana. Justus me explicó lo que significaba. Cuando estéis juntos otra vez, dile que te la expliqué, pues según creo es una especie de Dios en miniatura.
—¿No acabará usted de irse? —me espetó bruscamente—. No necesito su ayuda para nada. Dígale a mi marido que le odio—. Pateó el suelo con un pie, encolerizándose de tal, modo, que el orgullo de todo Kentucky brillaba en sus ojos.
No podía comprender mis explicaciones ni yo las suyas. Por lo tanto, me marché; sin embargo, al traspasar el umbral de la puerta, la vi desplomarse y caer al suelo. Seguramente que no le gustó cuanto le dije en aquella visita.
Me proporcionó alguna alegría al ver que muchos redactores trabajaban por la noche. Strutthers, particularmente, no demostró mucho contento cuando me presenté ante él con los dos porteros colgados de mi brazo, y que me dijeron que estaba muy ocupado y que no se le podía interrumpir, pero yo me colé dentro.
—Esta es una noche maravillosa —empecé diciendo a guisa de comentario mientras me sacudía a aquel par de insolentes—. ¿Quizá no querrá usted qué le lleve a dar un largo paseo?
—¿Está usted borracho o está loco? —exclamó—. ¿Qué significa esto de allanar mi despacho? No puedo atenderle, vamos a tirar el periódico de un momento a otro.
—Me gustaría quedarme para verlo —le contesté—, pero antes deseo darle una buena noticia —le dije mientras empuñaba mi cuchillo de caza, y conteniéndome para no clavárselo, le rocé la nuca. Para ciertos temperamentos el contacto del acero con su epidermis es algo que les horripila.
A uno de los guardacámaras le llamaron urgentemente para atender a otras diligencias, el otro se quedó en un rincón sin atreverse a chistar, tan asustado estaba, que su temblor imitaba las vibraciones de las hojas en otoño al sacudirlas el viento. Strutthers presentaba el aspecto de estar poseído por una dosis de mareo, que se le localizaba en el avinagrado estómago.
—Póngase el sombrero. ¡Vamos, dese prisa!
—Le golpeé ligeramente para despabilarlo.
Las canas siempre han infundido respeto. Por ello la aparición de un minero del Klondike, de seis pies de estatura, con el cabello canoso, y sombrero de alas anchas, pinchando con toda benevolencia las costillas flotantes y el bocado de Adán de aquel mequetrefe de redactor nocturno, con ocho pulgadas de fino acero, impusieron el más completo respeto a la Redacción.
—Va a dar a la señora Morrow las explicaciones debidas acerca de esas bellas fotografías que usted sabe —le dije con tono paternal.
—¡Suélteme! —me suplicó jadeante.
Sin hacerle caso le empujé hacia un rincón del coche y a tirones le arranqué el cuello de la camisa. No pudiéndole sujetar por un sitio bastante más bajo, el hombre se sofocaba. A puntapiés rompí las dos ventanillas del coche, y a modo de venganza le di tan fuerte empujón que su cabeza fue a dar contra el mamparo del coche. Sentí un placer al reparar en los ruidos que hacía, pues son muy raras las veces que cae un pescuezo en mis manos para acariciarlo como hacía en aquel momento. Al principio, guiándome por el tacto, observé que usaba un cuello del número quince, pero a cada apretón que le daba, le reducía la medida.
Al llegar frente a la casa de Olive, le ayudé a salir del automóvil para que no se me escapara. Por miramiento a los vecinos, ya que reinaba un gran silencio por ser la hora muy avanzada de la noche.
Entré de puntillas con mi tratado de las infamias del arte gráfico pugnando por desasirse de mi mano. Al llegar a la puerta me detuve porque estaba abierta. En el fondo, debajo de una luz, estaba Morrow. Sobre sus brazos unas franjas negras de encajes, unos bucles de cabello castaño y unas mejillas blancas que él colmaba de caricias. En aquel momento ni hubiesen oído la explosión de un barreno.
—Veo que todavía merece ser mi socio —pensé mientras los dientes de Strutthers rechinaban de miedo. Miré al fotógrafo y comprendí el porqué de toda aquella farsa, el trueque de la fotografía.
Como nunca supe lo que es estar enamorado, no soy quién para juzgar la escena que presencié en casa de Olive Troop Morrow. Lo que sí recuerdo es que apreté la garganta de Strutthers mientras le susurraba:
—Ha sobrevivido usted a su período de utilidad. Ya es hora que se marche. De todos modos, despidámonos como amigos.
De manera que, deseándole buena suerte, le despedí en lo alto de la escalera.
Al pensar ahora en lo ocurrido aquella noche, reconozco que mi única equivocación fue la despedida. Anduve cojo durante toda una semana, pues en su faltriquera llevaba, por lo visto, una botella de ron.