Bailey fumaba plácidamente. De pronto dirigió la mirada al camino polvoriento que atravesaba la hondonada en dirección a la árida llanura y que se perdía entre las siluetas borrosas de las montañas del Oeste.
Desde la silla reclinada que ocupaba en la veranda, el camino se divinaba a una distancia de muchas millas, y también el surco del río que fluyendo del Sur serpenteaba entré los troncos carcomidos de los sicómoros y los espesos bosques de los algodoneros.
Llamó en voz áspera que quebró el silencio de la casa, y sus palabras fueron tan rudas coino su actitud:
—¡Hot Joy! Va a venir la gente del rancho X. Prepara la cena.
Ante la puerta apareció un chino que fijó su mirada en un carro tirado por seis mulos, y que descendiendo por el lejano barranco se acercaba al vado.
—Uno más, ¿no es eso? Muy bien.
El criado enmudeció y se volvió a la cocina.
Podían decir de la posada cuanto quisieran, o mejor dicho, suponer lo que les viniera en gana, ya que la gente de ese país no es amante de conjeturas orales; no obstante se sabía que la posada de Bailey proclamaba a los cuatro vientos que tenía un buen cocinero, y esta particularidad equilibraba una serie de defectos que se le achacaban. Así al menos lo murmuraba toda la gente que vivía dentro de los confines de aquella gran zona ganadera. Los que se iban de la lengua solían decir que Bailey se dedicaba, a veces, a extraños negocios, y el rumor pregonaba ciertos hechos recriminables que ocasionalmente se llevaban a cabo dentro de la hacienda, viéndosele a menudo sentado en cuclillas a la vera del río y vigilante como un ave de rapiña, pero a nadie le importaba un comino y no por ello dejaba de tener un buen cocinero.
Cuando el carro dio la vuelta para entrar en el patio, por mucho que lo intentara, Bailey no pudo recordar la cara del hombre que le había saludado desde el pescante, pero la marca de fuego que los mulos llevaban en los ijares era la del rancho X, por lo cual, esforzándose en aparentar la más cordial bienvenida, correspondió al saludo.
Bailey contempló una caraza rústica, con rasgos agresivos y la cabeza que descansaba sobre unos hombros rectos y anchos; pero algo raro en el porte le hizo clavar la mirada hasta que el desconocido puso un pie sobre la rueda y se dejó caer al suelo. Bailey separó la pipa de los labios, suspiró ruidosamente sin poder contener la risa.
Era un enano. Con la cabeza de un titán y el cuerpo como un barril de whisky sostenido grotescamente sobre las patas de un insecto; presentaba una figura tan extraña que el mismo Hot Joy, apareciendo por la esquina, se echó a reír a carcajadas. Sin embargo, su hilaridad pronto se trocó en un grito de agonía porque el enano se abalanzó hacia él con la rapidez y el rugido de una bala de cañón. El ataque fue tan repentino al saltar sobre la espalda de Hot Joy, que a Bailey le faltó la respiración sin poder reprimir un alarido de terror. Después, sujetando al chino por la coleta, le derribó al suelo y le propinó una tremenda paliza con las manos y con los pies. Por fin dio su asalto por terminado y caminando pesadamente se acercó a la puerta donde se hallaba Bailey, con las pupilas encendidas miró fijamente al posadero y habló por vez primera:
—¿Me equivoco al suponer que se reía usted de alguna cosa?
En el rostro de Bailey se dibujó un gesto incrédulo, porque la voz que acababa de oír retumbaba más potente y cavernosa que la suya. Sea por la hazaña del enano que presenció hacía unos momentos cuando este se tiró hecho una furia sobre el criado, que se dio a la fuga tan pronto cómo pudo, o tal vez por la hipocresía innata en todo posadero, el caso es que el patrón se serenó de tal manera que pudo contestar con voz grave:
—Sí, señor; se equivoca usted. Nada he observado hasta el momento que me hiciera reír.
—Me alegra que así sea —contestó el enano—; no me agrada que se rían a mis espaldas. Cuando empecé a trabajar, a algunos de los camaradas del rancho X les dio por hincharse de buen humor a costa y a cuenta de mi físico, peto le aseguro que a estas horas ya lucen otros modales. A uno le saqué un ojo y a otro le arranqué un dedo de la mano; al último le ha costado una oreja.
La robustez del cuello, que al respirar había arrancado los botones de la camisa color azul, descubriendo un pecho cubierto de vello y tan redondo como un bombo; unos brazos morenos, endurecidos y de recia musculatura, fueron detalles que hicieron comprender a Bailey que ante sí tenía un antagonista peligroso.
—Vamos a tomar unas copas —exclamó el posadero indicando el camino hacia un aposento espacioso de la planta baja que a un tiempo servía de salón, comedor y sala de espera. De la parte exterior llegaba el ruido persistente de trajín de ollas y cacerolas, mezclado con lamentos orientales, que no cabía confundirlos con los suspiros de un ser que recibe la Extremaunción, sino que eran el fiel reflejo de las quejas de un cuerpo dolorido.
—No le veo a usted, con mucha frecuencia —siguió diciendo Bailey, afectando cierta curiosidad que aumentaba a medida que el recién llegado apuraba con calma acariciadora un vaso de licor lleno hasta los bordes.
—No, el viejo no quiere que ande muy a menudo por ahí. Sabe que si viajo mucho, como he hecho hasta ahora, me entran ganas de remontarme hacia alturas más espirituales —contestó el enano dirigiendo una mirada tan significativa hacia las botellas del mostrador que corroboraba las proporciones de su primer trago.
—Le gusta, ¿verdad? —inquirió Bailey, señalando las botellas.
—No del todo. La bebida es para mí como el aire, la necesito. Empieza por transformarme en un nuevo ser y acaba por derribar a ambos al mismo tiempo.
—¿No ha oído decir nada del casamiento celebrado en Los Huecos?
—No. ¿Quién se ha casado?
—Ross Turney, el nuevo sheriff.
—¡No me diga! Aquel que ha sido elegido para apresar la banda de los Tremper, ¿no es así? Y, ¿quién es la novia?
—La hija del viejo Miller. El celebra su elección casándose. Esperaba que pasara por aquí esta noche, pero me figuro que han tomado el camino hacia Black Butte. Habrá oído lo que afirma, ¿verdad? que dentro de noventa días echará fuera del país a los Tremper y que con la recompensa hará un regalo de bodas a su mujer. Sepa usted que se trata de cinco mil dólares, nada menos.
Bailey sonrió maliciosamente y prosiguió:
—¡Oiga! March Tremper es capaz de meterse dentro de su casa una de estas noches y hacerle tragar el revólver delante de su mujer. Espere y ya me dirá si tengo razón o no. Entonces tendrá lugar un interrogatorio y una nueva elección.
Al arriero le pareció que aquellas palabras contenían una vivacidad innecesaria.
—No sé —le contestó—. Turney es un muchacho valiente, según tengo entendido, pero lleva las de perder. De todas maneras a mí no me importa nada todo eso, y no quiero tratos con él. Amo fieramente la paz y la tranquilidad, pues, ¡vaya que sí! Bueno, creo que es hora de ir a desenganchar los animales.
Con pasos pesados y bajo la luz crepuscular, se fue a dónde tenía los mulos, mientras que el posadero, con cierta inquietud, fijó la mirada en el camino cubierto con la oscuridad de la noche.
Mientras el malhadado Joy encendía las velas de la habitación que daba enfrente de la carretera, se oyó fuera el trepidar de ruedas, y el haz de luz que proyectaba la puerta abierta iluminó a un coche que se paraba enfrente de la posada. Al oír la voz de Ross Turney que le llamaba, la ansiedad de Bailey se trocó por una máscara de despreocupada sorpresa.
—¡Hola, Bailey! ¿Llegamos a tiempo para la cena? Porque de lo contrario voy a innar la gran disputa con ese asiático que tienes aquí. Esta noche le corresponde el honor de preparar la cena más artística de la temporada. En tu barraca no, se hospedan novias todos los días. Señor Bailey: He aquí la que es mi esposa desde las diez de esta mañana—. Al decir esto le presentó a una joven alegre y ruborosa que parecía hallarse bajo el influjo de muchas emociones—. Creo que pasaremos la noche en su casa.
—¡Claro que sí! —exclamó Bailey—. Les enseñaré su habitación.
Les condujo al piso superior y bajo un techo cuya limpieza delataba las manos diligentes de Joy.
Los dos hombres volvieron a bajar y empezaron a beber a la salud de la recién casada. Turney, con aquella ligereza desordenada que tanto le distinguía; Bailey, silencioso y observador.
—Tiene a otros invitados, ¿verdad? —preguntó el novio—. ¿Quiénes son?
Antes de recibir respuesta alguna llegó de la cocina un gemido de dolor y el ruido de la rotura de platos y unos rugidos cual el estruendo de una tormenta. La puerta se abrió y Joy despavorido pasó corriendo por el umbral, volando en busca de la soledad de la noche y perseguido por la caricatura del rancho X.
—Quería pedirle un vaso de agua —tronó el enano. De súbito enmudeció al ver el gesto nervioso de la risa en el rostro del sheriff.
Comenzó a erizarse como las plumas de un palomo y con el semblante congestionado por la ira. Dio unos pasos para acercarse al recién llegado, y con insolencia fijó su mirada en aquella sonrisa que pugnaba por libertarse de los labios del representante de la Ley.
—¿De qué te ríes, mocito imberbe? —dijo mientras crispaba los puños con tanta fuerza que los brazos se le pusieron tensos y rígidos, hinchándosele de modo extraordinario las venas del cuello—. Vamos, deje que tome parte en este juego tan divertido. Diga, ¿qué demonios es lo que le pasa?
El muchacho le miraba fijamente, pero el otro gritó con tal furia que el soplo de su respiración hizo tambalear las cosas.
—No me río de usted —respondió por fin el sheriff.
—No, ¿verdad? —exclamó el hombre en son de burla—, pues procure que así sea, grandísimo badulaque, o si no, tenga por seguro que soy capaz de pisotear esa ropa nueva y esa blusa tal y como la lleva puesta encima, y luego me lo voy a llevar a otra, parte para dejarle hecho picadillo. Por lo visto no sabe usted quién soy, ¿verdad? Pues yo soy...
Le interrumpió la voz ansiosa de la novia que bajaba por la escalera y preguntaba:
—Ross: ¿quién es ese hombre?
El enano dio la media vuelta con la ligereza de un bailarín y al ver a la muchacha se sonrojó. Las gotas de sudor que per— laban su frente demostraban que fue presa de un repentino malestar. Balbuceó con dificultad:
—Menudo, señorita —dijo por fin con voz temblorosa—. Yo no soy más que Menudo, del rancho X; un miserable gusanillo que se arrastra por los suelos para molestarla a usted.
Mientras le dirigió a, Bailey una mirada abatida, con el sombrero se secó las gotas relucientes de sudor que se deslizaban por su cara. Luego increpó al posadero:
—¿Por qué no me lo dijo usted que había una dama en la casa?
La pregunta fue hecha con voz tan fuerte que hasta Joy, escondido aún entre la penumbra de la noche, la oyó.
—Señor Menudo —repuso el sheriff con cierta seriedad—, permítame que le presente a mi esposa, la señora Turney.
La novia sonrió con amabilidad para saludar a aquel hombrecito tembloroso. Este se apartó echando a correr hacia un banco de alto respaldo en el rincón más oscuro de la sala; tomó asiento y avergonzado, dejó colgar sus cortas piernas, presa de silencioso arrobo.
—Estoy viendo que si hoy queremos cenar, tendré que ir a sujetar a ese chino con una cuerda, vendarle los ojos y arrastrarle a la cocina —dijo Bailey, saliendo al exterior.
Al cabo de un rato apareció el chino para arreglar la mesa. Se movía nervioso y el continuo sobresalto dominaba toda su energía. Posaba continuamente la mira temerosa hacia aquel bulto sombrío que permanecía en el rincón, y dominado por la sensación de peligro, el cual solo existía en su imaginación. Anduvo de una parte a otra con mucha cautela, y al fin se decidió a anunciar la cena, pero determinado a correr tan pronto como aquel diera señales de levantarse.
Menudo durante la cena y sin dirigir la palabra a nadie comió glotonamente cuanto le pusieron al alcance de su mano. Su innata timidez paralizaba las cuerdas vocales hasta tal punto, que todo intento de iniciación de charla se convirtió en una empresa irrealizable.
A una cándida frase que le dirigió la novia quiso responder, más nadie le oyó proferir ni una palabra. Después, haciendo acopio de todo su valor, forzó su cortedad y la respuesta irrumpió como el estampido de un trueno, amenazando la seriedad de los comensales. Se retiró de modo brusco sumido otra vez en el silencio, muy pensativo y con parpadeo de lágrimas, temeroso de la seducción que ejercía en él la joven desposada. Desapareció, pues, dirigiéndose a su camastro oculto entre las sombras de un rincón. Echado boca arriba y con los ojos abiertos, pasó revista a los extraños acontecimientos de la noche. Al recordar las ingenuas miradas de la mujer de Turney, se puso a temblar, suspirando dulcemente. Sentía en el cuerpo el escozor de una rara emoción. Siguió en la cama durante mucho tiempo, absorto y sin poder conciliar el sueño. Con dificultad podía aceptar el hecho de que aquella divina perfección perteneciera a un solo hombre, bien suponía que tes era factible a otros hombres lo que para él era por completo imposible. También sabía que en diversos países existían otras tantas mujeres tan bonitas como aquella. Al filtrarse un rayo de luz tenue en la espesa oscuridad que le envolvía, al verse le hizo comprender que en el mundo de gentilezas y dulzuras femeninas no había reservada ni la más insignificante parte para aquel ser deforme del rancho X.
Aunque siempre le embargara la sensación mórbida de su desgracia física, durante toda la vida, entre sus camaradas, había luchado tenazmente para imponer el orgullo de su dignidad. El —whisky fue su consuelo, su amante querida, porque le transformaba, le encumbraba, le embellecía a semejanza de los demás hombres, y ahora sumido en tristes pensamientos, sentía una sed abrasadora, generada por el fuego de sus emociones recientes. Tenía que calmarla.
Se levantó, y con pasos sigilosos se dirigió a la estancia de enfrente. Quizá se debió a que en los años que había hecho vida libre en los campos se arraigara en su mente el temor a las paredes de los aposentos, o bien porque creyó que su conducta despertaría sospechas, el caso— es que la fuerza de la costumbre le impulsó a sacar los revólveres de su funda y escondérselos debajo del cinturón de los pantalones.
Silencioso, como si anduviera dentro de una cueva, atravesó la habitación en medio de la oscuridad tenuemente iluminada con la luz de las estrellas que se filtraba por los cristales de una ventana, hasta que palpando descubrió las botellas de detrás del mostrador.
—¡Ahí va! a la salud de la novia—. El trago le reconfortó de un modo delicioso.
—¡Ahí va! por el novio —y paladeó la bebida con más satisfacción aún—. Beberé lo justo y luego a la cama antes de que me emborrache —se decía mientras las tinieblas le impedían apreciar la medida de sus libaciones.
Oyó ruido en la escalera y se sobresaltó. Tenía aún los sentidos despiertos, por lo que pudo advertir que se debía a unos pasos muy ligeros. No parecía el caminar de una persona cualquiera sino las pisadas de un merodeador cauto. Puso los nervios en tensión, en el esfuerzo que hizo para permanecer alerta. Los pasos leves fueron acercándose, pasaron por la esquina del mostrador donde él se había ocultado, y se dirigieron hacia la ventana. Alguien encendió una cerilla y la llama de una vela quebró la oscuridad.
Menudo se irguió sobre la punta de sus pies, enfocó la mirada a nivel del mostrador descubriendo la horrenda cabeza de Bailey. Suspiró aliviado, pero siguió mirando con interés los extraños manejos del posadero.
Bailey, por tres veces consecutivas hizo mover la luz de derecha a izquierda de la ventana, transmitiendo unas señales a través de la noche.
—Está haciendo señas a alguien —pensé el enano—. ¡Ojalá termine pronto!
Comenzó a sentir los efectos del licor que le aceleraban la pulsación en las sienes; por ello comprendió que muy pronto tropezaría con grandes dificultades para poder andar sin bamboleo.
Sin embargo, Bailey no mostraba la menor intención de querer marcharse. Una vez terminada la transmisión, se puso a escuchar si alguien se había despertado en el piso de arriba. Luego, apagó la vela. Su figura inmóvil y sombría, se agigantó ante la luz estelar que se filtraba por la ventana.
—¡Oh, Dios! Tengo que sentarme —murmuró el enano mientras se acomodaba en el suelo y de espaldas a la pared. Sus sentidos cada vez más embotados pudieron aún percibir, no obstante, las pisadas que franquearon la puerta, y los movimientos sigilosos de una mano que descorría el cerrojo de la puerta.
—¡Visitas a estas horas! —se dijo en el momento en que el sueño comenzaba a rendirle—. Cuando se retiren me iré a la cama.
Al cabo de un tiempo que le pareció largo le despertó el ruido de un disparo. Hasta sus oídos llegaron confusamente el escándalo promovido por unas voces que venían del piso de arriba, y del fragor confuso de pelea. Cruzó el ambiente el grito de agonía proferido por una mujer. Menudo se levantó tambaleándose, el eco que se difundió por toda la casa concluyendo con un gemido de dolor, le heló la sangre.
Sabía que algo pasaba, pero le fue difícil definir de lo que se trataba. Debía pensar.
Image
Y, ¡qué arduo le resultaba pensar en aquellos momentos! Nunca se había dado cuenta hasta ahora del penoso proceso de reconcentración que requería el uso del pensamiento. Seguramente que al sheriff le ocurría algo grave. De todos modos era un sinvergüenza, puesto que se había reído la primera vez que le viera; así que le tenía sin cuidado lo que le sucedía. Él podría escapar sin entrometerse en nada y por nadie; tal vez no era cosa muy seria, ya que el escándalo de arriba había cesado y solo se oía un murmullo lejano y confuso.
De pronto se iluminó la escalera, se oyeron pasos y cuatro hombres desconocidos bajaban. Bailey, con risa sardónica, alumbraba el camino. Entre ellos iba un hombre a rastras: era el sheriff maniatado y sin medios de defensa.
—¿Qué demonios pudo haber hecho para verse ahora en tal atolladero? —se preguntó el enano.
El prisionero se mantuvo de pie recostado en la pared, pálido y arrogante. Hacía esfuerzos inauditos por romper las ligaduras, mientras los otros contemplaban su inútil empeño. En el silencio que guardaban y en él regocijo que se reflejaba en su semblante había algo de terrible y amenazador: la su posición de algo horroroso que se proponían llevar a cabo. Por fin, Turney desistió, gritando:
—Bien, veo que estoy a vuestra merced. Tú, lo hiciste, Bailey, tú, traidor.
—A nuestro modo de ver nunca ha sido traidor —contestó burlonamente uno de los cuatro—; yo afirmaría que con nosotros se ha portado como es debido.
—Jamás había pensado que fueses capaz de atropellar a las mujeres, Tremper, pero según parece has caído más bajo aún que los de la ralea de un mataperros. ¿Por qué no luchas conmigo, a la luz del día, solo y como un hombre?
—Porque jamás ha sido bueno dejar que la serpiente nos enrosque antes de aplastarle la cabeza —volvió a decir el mismo que habló antes—. Aquí no caben más que dos alternativas: o tú o nosotros, y por esta vez te toca a ti.
»De modo que se trataba de la canalla Tremper, ¿eh? La gente más depravada de las regiones del sudoeste, y Bailey era su aliado.
El enano les observó desde su escondite con suma curiosidad y le pareció que aquel cuarteto era tan malo como se decía, malos de verdad, aun en este sector del país donde la gente es mala. El sheriff fue un tonto al mezclarse con esa clase de hombres. De todos modos si los demás obraban a tontas y a locas, Menudo sabía cuidarse muy bien de sí mismo. Él era un hombre de paz y no tenía la menor intención de andar con hombres perseguidos por la Ley. Sus meditaciones fueron interrumpidas por la voz ronca del sheriff que había vuelto a enfurecerse y que, luchando desesperadamente, increpaba a sus atacantes.
—¡Soltadme! ¿Me oís? Dejadme libre. Quiero verme cara a cara con el cobarde que le ha pegado a mi mujer. La habéis matado. ¿Quién ha sido? Dejadme que me las entienda con él.
Menudo al oír estas palabras quedó tan estupefacto como si acabara de recibir una ducha de agua fría.
—¡Pegar a su mujer! ¡Muerta! Dios mío, no era posible que hubiesen cometido esa felonía con el ser de sus sueños. Ella que le había hablado y sonreíalo sin burlarse de su deformidad.
—¡Manos arriba! —tronó el enano, y por grande que fuese la debilidad de sus piernas, ella no se notó en el estruendo de la voz que inundó toda la sala. Ante la acometividad y volumen de esa voz, todos se volvieron y ocho manos vacías se elevaron en el aire. Con ojos asombrados vieron ante ellos balancearse grotescamente el cuerpo deforme de un hombre que daba la impresión de sostenerse sobre las patas de un insecto, y el, cual aguantaba en cada mano un revólver que oscilaba y daba vueltas dibujando un órbita que enloquecía.
Al escuchar dicha orden, March Trempei comprendió al momento que detrás de él estaba un hombre de veras, apostó cinco contra uno y echó la suerte del tahúr. Dio la vuelta, empuñó el arma y disparó. Nadie más que el enano del rancho X podía haberse salvado del disparo hecho por quien tenía el ojo más certero de todo el país. La bala le pasó por encima de la cabeza y quedó incrustada en la pared. Fue un disparo mortal, ejecutado con la agilidad y destreza de un tirador consumado, pero el estruendo de su explosión se confundió con el de otro tiro y el mayor de los Tremper dio una vuelta y, tambaleándose, cayó eon— tra la mesa, herido en un hombro.
—Demasiado alto —gimió Menudo—. ¡Maldito licor!
El estado de su embriaguez le impedía tenerse firme, pero ante el más pequeño movimiento de su presa cesaban de repente los vaivenes del revólver que empuñaba y todo el cuerpo, con un arma en cada mano, se congestionaba con amenaza mortal.
—De cara a la pared, todo el mundo —gritó—. ¡Pronto! Alzad esas manos.
Todos obedecieron en silencio y el herido que los acaudillaba también levantó el brazo que le quedaba sano.
Todo marchaba a maravilla para el satisfecho Menudo; sin embargo, consciente del desequilibrio racional que sus libaciones no tardarían en producirle, sentíase preocupado y atormentado por el temor de perder el dominio de sus facultades. Entonces, y por segunda vez durante aquella noche, volvió a oírse en la escalera la voz que despertaba en Menudo aquel malestar, hijo de su timidez.
—¡Oh! Ross —clamó la muchacha—, te he traído el revólver. Y allí en los peldaños de la escalera, despeinada, pálida y temblorosa apareció la novia sosteniendo con mano vacilante el revólver de su marido.
—¡Ah! —suspiró Menudo, contemplando seráficamente aquella visión que se le presentaba borrosa a través de los vapores del alcohol—. No le ha ocurrido nada.
Aquel momento iba a ser aprovechado por Uno de los facinerosos que se había percatado de las particularidades de aquel extraño estupor, pero el sheriff, descubriendo su intento, gritó:
—¡Cuidado, Menudo!
Al oír la rápida advertencia y consciente del peligro, los hombres tornaron a ponerse de cara a la pared, mientras que el enano, volviéndose de súbito, disparó contra la mano de Bailey en el instante en que este trataba de alcanzar el revólver de Tremper. El posadero se irguió y asustado se contempló las yemas de los dedos.
—Demasiado bajo —dijo Menudo con voz que parecía un lamento—. No volveré a beber ni una gota en mi vida. El licor me ha hecho fallar la puntería.
—Córtame estas cuerdas, querida —se apresuró a decir el sheriff al ver que la mirada del enano vagaba desorientada alejándose de los prisioneros—. ¡Date prisa! Que se está ruborizando otra vez.
Los Tremper fueron maniatados. Acosado por las palabras de agradecimiento que le dirigía la novia y la silenciosa admiración del apuesto marido, Menudo permanecía de pie, sudando, tembloroso y sin poder articular palabra. Solícita, con el fin de saber si estaba herido, la muchacha no cesaba de preguntarle si se hallaba bien, acariciándolo con una mano, lo cual consiguió vencer su turbación.
—Su conducta ha sido admirable esta noche —le dijo Turney dándole abiertamente unas palmadas sobre su ancha espalda—. Puede contar con la recompensa de cinco mil dólares. Intentábamos realizar un viaje de bodas a la capital de Méjico con ese dinero tan pronto como hubiese apresado a la banda, pero amigo, esta vez yo mismo cuidaré personalmente de que le paguen hasta el último céntimo. A no ser por usted, a estas horas me encontraría mucho más lejos del lugar adonde me proponía ir.
El enano, acostumbrado a los velados enconos y a los gestos compasivos de sus compañeros, la lealtad y la franca camaradería que demostraban las palabras del sheriff, le afectaron de modo extraño, porque ante él tenía a un hombre que le miraba cara a cara, que le consideraba como a su igual.
Despegó los, labios, pero dejó oír un leve balbuceo, después su voz sonó tan fuerte y cavernosa que hasta los prisioneros encadenados en el patio la distinguieron claramente.
—De todos modos preferiría que ella se lo quedara —exclamó sonrojándose.
—No, no —le contestaron al unísono ambos esposos—; le pertenecen a usted.
—Pues si lo disponen así, me quedaré con la mitad—. Esa fue la única vez que Menudo se mostró firme como el peñón de Gibraltar, aunque estuviera en presencia de una dama, por lo que no hubo otro remedio que el de doblegarse a sus deseos.
Cuando los albores de aquella mañana se desplegaron sobre el polvo de la pradera, cubriendo las cimas de las montañas del Oeste con una aureola de plata y absorbiendo la neblina que flotaba en la arboleda de la hondonada, Menudo fue a despedir a los recién casados. Ante la insistencia de que les acompañara, respondió:
—No, tengo que volver al rancho X, si no, el viejo diría que he estado bebiendo otra vez, y yo, la verdad, no quiero que se forme de mí una idea equivocada.
Guiñó el ojo con mucha seriedad, y luego, cuando el sheriff, acompañado de sus ceñudos prisioneros se alejaba, gritó:
—Señor Turney, tráteme bien a los Trem— per, les tengo un gran cariño, ¿sabe usted? porque solo ellos y su esposa han sido los únicos que no se han burlado de mí en esta casa.