Todo en Pedro «El Feroz» denotaba el descontento que sentía en aquel momento: sus gestos, el ceño fruncido y el modo de hostigar a los perros con el látigo. Esa era la opinión de Willard que con toda su fuerza se agarraba en el tambaleante trineo.
Bordeaban la costa, sobre la planicie de hielo que el viento había dejado inmaculada y que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista. El abigarrado tiro de perros trotaba por la orilla del mar. Los canes corrían silenciosamente al paso ligero de un lobo pardo y gallardos lucían los arneses, avanzando alegres por el placer que les proporcionaba la carrera y por la vida bien portada que llevaban. Chirriaron las correderas del trineo produciendo mucho ruido igual al silbido que causa el blandir una espada.
La mayoría de los viajeros suelen bordear las salientes de los peñascos, ya que sin duda, el camino es peligroso debido a las grietas invisibles que se forman en las grandes masas de hielo, pero quien viaje con Pedro «El Feroz» sabe que se expone a muchos riesgos. El desprecio que sentía por el peligro fue lo que le valió ese apodo. Pedro «el Feroz»: el hombre más atrevido, el más infatigable andarín, el vencedor de toda clase de obstáculos, sobreponiéndose a cualquier riesgo con denuedo y decisión, salvando a pura fuerza de brazos todos aquellos escollos que en el Norte destruyen a los hombres, incluso de los más resistentes. La vitalidad le brillaba en los ojos, se notaba en su canción y en los rasgos agresivos de su cara sensual. Pero en esa mañana precisamente el malhumor que Pedro manifestaba se debía a la gran aversión que le inspiraba su compañero. De todos los contratiempos el más desagradable es el de tener que viajar con un hombre débil, anémico y de facciones pálidas como las de este extranjero. Sin embargo, aunque de modesto intelecto, Pedro se jactaba de poseer gran soltura de palabra y que ninguno de los suyos se atrevía a negar. Por segunda vez volvió a mirar, despreciativo, a su compañero con el odio reflejado en las pupilas.
Willard, cubierto de pieles, aparecía pálido y muy delgado, pero las bien dibujadas líneas de su semblante descubrían cierta fineza y mucho refinamiento.
—¡Bah! pienso en que eres un desgraciado —exclamó Pedro—. ¿Cómo podrás resistir este viaje? Para ello hace falta ser hombre fuerte, no una piltrafa como tú.
Ante la espontánea franqueza de su acompañante, en los ojos de Willard apareció la chispa del humor. Luego dijo:
—Eres tan ignorante como todos los demás. ¿Crees tú que para resistir las penalidades es preciso poder levantar un saco de harina con los dientes, o sostener un barril de carne en salmuera con la punta de los dedos?
—¡Claro que sí! —afirmó Pedro, sonriendo—. Eso es, mírame a mí. Quizá alguna vez has oído hablar de Pedro «el Feroz», ¿verdad, amigo?
—¡Ya lo creo! Todo el mundo te conoce; te tienen por un gran fanfarrón. Es cierto que te he visto beber una cuarta de ese alcohol que llamáis whisky, y acto seguido, de un solo brinco, saltar por encima del mostrador, pero no eres más que un animal. Careces del refinamiento y cultura que constituyen la verdadera fuerza. No lo dudes, el cerebro es lo que nos hace resistir los mayores estragos y los más duros sufrimientos.
El canadiense soltó una carcajada:
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Qué palabras más ridículas! De manera que se precisa ser hombre bien educado para resistir el frío, ¿eh? Mon Dieu!
De nuevo se echó a reír tan estrepitosamente que los perros miraron hacia atrás, dejando caer, amedrentados, el rabo sobre las patas. Por costumbre sabían que la cólera de Pedro venía siempre acompañada de grandes carcajadas y eran muchas las veces que habían sentido la caricia del látigo, para que la olvidaran.
Willard continuó:
—Si no tienes el dominio mental, poca cosa eres. Un día se desvanecerá tu fuerza física y te consumirás como el pabilo de una vela.
Pedro se divertía enormemente. Brillaban sus dientes amarillos, dando rienda suelta a la hilaridad al representarse en la imaginación el cuadro de la mentalidad expuesta al frío polar y caminando por los montes con el termómetro marcando 60 grados bajo cero.
¿No has presenciado nunca una carrera de seis días? —siguió diciendo Willard—. Claro que no; vosotros los bárbaros no os habéis colocado al nivel de los de nuestro Este desenfrenado, si quieres, pero en el que para nosotros resulta un placer presenciar los espectáculos romanos. Si los conocieras te convencerías de que es la voluntad la que triunfa: el hombre de la voluntad de hierro. El militar instruido resiste mucho mejor las penalidades de las campañas. A ti te sobra fuerza; tus facultades están desequilibradas.
—Espero en que tendrás ocasión de demostrármela esa gran voluntad tuya, pues, queda mucho camino todavía que recorrer por las montañas, hay mucha nieve y hace un frío intenso.
Aunque las burlas de Pedro le mortificaban, Willard se sintió tan atraído por la belleza de aquella mañana, que no se predispuso al enfado ni a la polémica que le era consuetudinaria.
El brillo del sol contrastaba con la fría desolación que les rodeaba, y aunque ninguna señal de vida truncaba el silencio, la belleza de los montes centelleantes que se perfilaban como camafeos, diseminados en la bahía, hizo que Willard se sintiera embargado por la extraña atracción del Ártico, esa atracción que seduce una y otra vez, hasta que el hombre abandona el reino poblado de Dios para internarse en los misterios del Norte.
El viajero respiró el aire frío y purificado por la soledad de los yermos del hielo, hasta llenar el alma de júbilo durante esa espléndida mañana polar. Ante él iba el tiro de perros más majestuoso que jamás se vio en aquella costa. Eran siete, grandes y de color pardo, con rabos como plumeros y que solo la mano de Pedro podía hacer obedecer, tan fieros y valerosos como su amo. Los trataba con la crueldad de un domador de potros, y, a pesar de esto, le querían.
—¿Dijiste que guardas provisiones en la vieja choza del indio, en Buena Esperanza? —le preguntó Willard.
—En efecto: cinco libras de tocino, un poco de harina y otro de arroz. También guardo una bota de goma. Un artículo excelente para encender el fuego, ¿eh?
—Tienes razón, un zapato viejo de goma viene de perilla cuando el frío impide astillar leña para encender el fuego.
Desviándose de la costa, remontaron un río profundo y tortuoso, cubierta su superficie helada por una capa de nieve blanda y espesa. Ora uno, ora otro, con los mocasines abrían el paso de los perros hasta que llegaron al pie de las colinas. No fue tarea fácil, pero mucho más preferible a la que tuvieron que emprender poco después al aproximarse a un trecho de terreno, que estando parcialmente inundado, era peligroso en extremo. El río, que estaba helado por completo, impedía el libre curso de las aguas por el lecho, y que forzando la salida por las grietas, formaba pequeños estanques y lagunas cubiertos de peligrosas y delgadas capas de hielo. La humedad, en los pies, es fatal tanto para el hombre como para los animales, así que, a costa de grandes esfuerzos, tuvieron que buscar otro camino, abriéndose paso entre las enmarañadas arboledas de sauces, hundiéndose en la nieve hasta la cintura, o agachándose para pasar por debajo de las salientes de las rocas.
Al llegar a la embocadura del río, el cielo se oscureció de súbito; grandes nubes de nieve transpusieron las simas peladas de las montañas, e impelidas por la furia del viento, invadieron rápidamente el valle. Intentaron montar la frágil tienda de campaña mientras les combatía la violencia del viento que cortaba como dagas de acero bien templado. El rigor del frío salpicó su rostro de manchas blancas, y las manos se entumecieren antes de que pudieran sujetar las cuerdas de la lona.
Finalmente, atados los tirantes de la tienda en las ramas más altas de unos sauces, a fuerza de mucho arrear consiguieron elevar el venteado cobijo, lo suficiente para poder guarecerse.
—¡Dios mío! Muy pronto se desencadenó la tormenta —gritó Pedro mientras colocaba en el suelo el hornillo de plancha de hierro con la chimenea que se tambaleaba como un borracho a causa de los vaivenes que daba la tienda.
—Suerte hemos tenido de que nos haya sorprendido en el bosque —añadió con voz queda como si el peligro estuviera aún a mucha distancia.
Momentos después, las virutas empapadas de petróleo chisporroteaban en la estufa.
—¿Sabes si arderían en este hornillo las ramitas verdes de sauce? —le preguntó Willard.
—¡Claro que sí! Este es un buen horno; hasta los carámbanos pueden arder ahí dentro si de antemano se les prende fuego. ¿Ves como está ya al rojo vivo?
Se frotaron con nieve las mejillas entumecidas. Luego Willard, asiendo un hacha, se encaminó al exterior, en plena tormenta, con el fin de cortar un poco de leña de las raíces de los troncos carcomidos. Raramente podían hallarlos del grosor de la muñeca de un hombre. Después de recoger un haz que le cabía en el brazo, llevó los leños a la tienda y cortándolos en trozos más pequeños se dispuso a mantener el fuego. La leña, helada como estaba, crujía y chisporroteaba resistiéndose a arder, pero a fuerza de mucho soplar pudo avivar la llama y derretir la nieve que llenaba la cacerola. Hervir el agua no fue posible, más las hojas de té se cocieron lo suficiente y el tocino se pudo freír.
Pedro soltó a los perros y les dio de comer. Cada uno tragó su ración de salmón seco y acurrucándose en la trastienda, pronto quedaron cubiertos de nieve. Cortó unos cuantos bloques de hielo con los que formó una barricada para protegerse del viento. Al poco rato acumuló unas cuantas ramas de sauce ante la entrada de la tienda. En todo el valle persistía la furia del viento con tal ímpetu, que parecía expelido por unos fuelles gigantescos.
—¡La cena! —gritó Willard, y cuando Pedro estuvo adentro, la tienda iluminada con la luz de una vela, encontró a su compañero tapado con las pieles y sentado en cuclillas junto a la estufa, que poco a poco, venciendo la frágil resistencia de la nieve, buscaba sostenerse en un suelo más firme.
El calor era insuficiente para derretir el hielo de la ropa; el humo le nublaba y hacía lagrimear los ojos. Constantemene debía sonarse la nariz, pero hablaba con despreocupación y que Pedro aceptó con agrado.
—Veo —dijo— que nos quedaremos sin hornillo si no buscas algo con que sostenerlo firme, y de paso te advierto, por si tú no lo has notado, que se te ha vuelto a helar la nariz.
Pedro trajo algunas piedras del riachuelo distribuyéndolas después sobre unas ramas de sauce retorcidas, lo que sirvió para aguantar la estufa. Después de haber comido la escasa y mal cocida cena, temblando de frío se metieron dentro de los sacos forrados de piel de gamo que empleaban para dormir, confiados en que con el escaso calor se secarían sus ropas mojadas.
Arreció el viento por espacio de cuatro días, cayendo la nieve sin cesar sobre la lona bajo la cual seguían arrebujados, esperando a que amainara.
Cuando se viaja con provisiones racionadas, el más pequeño contratiempo puede ser fatal. Arrastrándose salían todas las mañanas en pleno vendaval y provistos de palos socavaban la nieve para desenterrar a los perros. Tan pronto como los encontraban, les daban su ración de pescado, y ellos a continuación, se tendían de nuevo, dejando que la nieve los volviera a cubrir.
Al quinto día, e inesperadamente, cesó la tormenta, amainó la furia del viento y disfrutaron de una calma perfecta.
—Estos perros están muertos de frío —comentó Pedro blasfemando de lo lindo mientras enganchaba el tiro—. No me gusta eso, ¡caramba! pues temo que se mueran por el camino.
Se arrodilló y a mordiscos les arrancó el hielo que se les había formado entre los dedos. El perro esquimal se ve en un mal trance cuando la nieve se le atasca y endurece en las patas; al ocurrirles esto, hizo que aumentara la impaciencia en ambos viajeros.
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Al llegar al cruce surgió ante ellos un panorama de montes yermos, desolados y blancos como el mármol. Les pesaba la nívea nitidez del suelo; les pesaba el silencio hasta oprimirles el pecho. Los riachuelos de los valles se perdían en el infinito y semejaban un manojo de cintas enmarañadas.
—Supongo que estos son las Orejas del asno —comentó Willard contemplando dos picos enormes que parecían hundirse en el firmamento—. ¿Es verdad lo que se cuenta de que ningún hombre pudo jamás llegar a la cima?
—Sí; los indígenas aseguran que es de allí de donde proceden todas las tormentas, ya que cuando el viento pasa por estos picos, hay que estar alerta porque es señal de que alguien irá a parar a los infiernos.
Las patas de los perros dejaban la nieve manchada de sangre. Cojeaban bastante y de cuando en cuando se les oía aullar. Al hacer alto en el camino, caían extenuados para lamerse las heridas y a fuerza de muchos golpes se conseguía que reanudaran la marcha.
A la noche siguiente, desfallecidos y hambrientos, llegaron a la choza del indio. Se abrieron paso con dificultad, se arrastraron hasta dentro y vieron que la nieve había penetrado por los resquicios de las tablas llenando casi todo el piso. Pedro anduvo a tientas en la oscuridad, excitado mientras blasfemaba.
—¿Qué sucede? —preguntó Willard.
Abatidos por el hambre, el esfuerzo que suponía el hablar era extenuante. Estas fueron las primeras palabras que profirió al cabo de muchas horas de mutismo.
—¡Válgame Dios! Han desaparecido. Me han robado las provisiones —contestó Pedro.
Willard hubiese querido que se lo hubiera tragado la tierra al escuchar tal revelación, pues su estómago le martirizaba; sin embargo inquirió:
—¿Qué distancia hay de aquí a la taberna de Río torcido?
—Cuarenta millas, lo que supone un día de camino.
—Mañana hemos de estar allá o morirnos de hambre, ¿no es eso? Bien; no será esta la primera vez que tomo comida de perro.
Tomando un salmón seco y mohoso de las provisiones de los canes, los dos viajeros se pusieron a comer.
Más tarde, al descalzarse, Willard profirió un agudo quejido de dolor.
—¿Qué es lo que te pasa ahora?
—La correa del zapato me apretaba demasiado el pie que tengo helado desde hace un par de días. Al quitarse el segundo calcetín descubrió que tenía el talón en llaga viva.
—¡Ya está bien, ya! —comentó Pedro mofándose—. Todavía te queda tu gran voluntad. Según tú, es el hombre educado el que mejor resiste el frío.
Willard rechinó los dientes.
Por la mañana les despertó el silbido del vendaval que levantaba nubes de nieve, siendo una locura todo intento de proseguir el viaje. El día siguiente fue aún peor. Sus fuerzas estaban agotadas, pues al disminuir el frío sintieron con mayor intensidad la fatiga producida por el hambre de los dos últimos días.
—Me alegra de que nos quede aún una ración de pescado para los perros —observó Willard—; no podemos dejar que se mueran de hambre por nuestra causa.
—Creo que el tiempo mejorará mañana —aventuró Pedro—. Esto no es nieve, no es más que viento. Pronto calmara, Parbleu! Comería más que todos los de un regimiento juntos.
Durante muchos días pasaron tanto frío, que la sensación que ahora les producía la temperatura más templada les pareció extraña, mientras que las manchas del rostro se les agrietaban.
Willard sintió que le rondaba un colapso. Contemplando a Pedro, recordó cuanto había dicho acerca de la fortaleza de los hombres. El canadiense acusaba el sufrimiento tan solo en el temblor de los labios y en la mirada; por lo demás se mostraba tan campaste. Willard dábase cuenta de que el sufrir le desfiguraba el rostro cubriéndolo con una máscara rígida. Procuró cobrar ánimos.
Se sintió desmayar y presa de un mareo al despertar aquella tranquila mañana fuera andando penosamente para estirar las piernas. Luego vio salir a su compañero de la oscura choza, a la luz diáfana del día. Lo que ocurrió le hizo olvidar su infortunio. Pero, aturdido como si acabasen de apalearle, no se tenía en pie frente al fulgor que irradiaban las montañas cercanas, y cubriéndose los ojos con las manos dejó escapar un gemido. En el transcurso de una noche la nieve le había dejado casi ciego.
Acuciados por el hambre y dejando una estela de sangre por dónde los perros pasaban, se alejaron del valle avanzando despacio y penosamente. Fue necesario que ambos a una pegasen a los perros para conseguir que se levantaran después del descanso. De esta manera cada paso resultaba más lento y a costa de mucho penar.
A medida que adelantaban hacia la senda de la cumbre, se les aparecía más inmensa la desolación del Ártico. A su alrededor se alzaban montículos desnudos y blancos y por todas partes se extendía la sábana monótona de la nieve, interminable y desprovista de vegetación. Enloquecía el mirarla.
—¡Gracias a Dios! Lo peor ya ha pasado —gimió Willard, echándose en el trineo—. Dentro de poco alcanzaremos la cumbre; después, descendiendo, arribaremos al albergue.
Pedro nada objetó a sus palabras.
Hacia el Norte relumbraban las Orejas del asno. De momento las contempló distraído, pero no tardó en observar cómo unas franjas vaporosas, transparentes y alargadas, les cubría la cima. Estudió el fenómeno detenidamente, pues comprendió que ello significaba el presagio de ventisca, el terror de los desiertos glaciares; el indomable y cruel señor de los yermos árticos, no obstante, se percató que lo que la vista alcanzaba por lo bajo de ambos picos, era la clara luz del día. Se abstuvo de mencionar, de hacer partícipe de sus temores a Willard. La advertencia de los indios resonaba en sus oídos. «Hay que precaverse del viento que se desencadena en Orejas del asno».
A costa de grandes esfuerzos ganaron la pendiente tambaleándose al pisar el suelo cubierto de nieve resbaladiza, en silencio y agobiados bajo el peso de la carga. De nuevo se dejaron caer vencidos por el cansancio. Al contemplar el panorama extendido a sus pies, pararon mientes en que había sufrido un cambio repentino, indescriptible y extraño. Aunque tan solo habían transcurrido unos minutos, las montañas cercanas a la costa se distinguían de un modo vago, como si de pronto la visualidad hubiese menguado, produciéndoles la sensación de haberse alejado considerablemente, mientras que la niebla, más densa por momentos, presagiaba lo peor.
—Si de ahí ha de comenzar a soplar el viento, estamos perdidos —pensó Willard—, pues son muchas las millas que nos separan de algún buen lugar que nos sirva de refugio, ya que nos hallamos en la misma falda de las lomas peligrosas.
Pedro, medio cegado, se levantó impaciente y comenzó a olfatear el ambiente como una bestia salvaje, doblando hacia atrás la gran cabeza y con la nariz dilatada.
—Huelo a ventisca —gritó—. Mon Dieu! a punto está de soplar fuerte.
La neblina emergía y flotaba sobre uno de los picos, sosteniéndose en la cima cual una tenue columna de humo. De pronto vieron rodar en el sendero un cúmulo de copos de nieve que impulsados por el viento, giraban o se estacionaban inseguros, deteniéndose al fin en cualquier concavidad. Antes de que el soplo más ligero del viento les tocara, los viajeros percibieron que algo anormal flotaba en el espacio. Según subían sintieron que les azotaba una corriente de aire tan fría como si procediera del espacio interestelar. El paisaje visto desde la cumbre aparecía desfigurado grotescamente. Al mirar los picos los vieron cubiertos por la humareda que formaban las nubes de nieve y que lo avasallaban todo, mientras que la velocidad del viento aumentaba por segundos. La nieve seca se amontonaba a sus pies. Con tanta rapidez se produjeron estos hechos, que antes de darse cuenta de su importancia ya se les vino la tormenta encima, rugiendo a su alrededor el huracán indomable procedente de los lugares desiertos y sin sol.
Pedro hostigaba a los perros con palabras ininteligibles. Más tarde sacó del trineo la tienda de campaña que el viento se la llevaba y echóse encima con los sacos de dormir. Willard, después de soltar a los perros, se metió dentro del saco y ambos se acurrucaron debajo de la lona que el viento intentaba arrebatarles. Era la hora del crepúsculo; el aire estaba cargado de cúmulos fosforescentes que silbaban al pasar. Se despojaron, en parte, de sus vestidos, con el fin de poder calentarse mejor con el forro de piel de los sacos, quedando luego a merced de la furia del vendaval. Esperaban que la nieve no tardaría en cubrirles, más no ocurrió tal cosa, pues el huracán se la llevaba dejando un hoyo estaban acostados. Al estar tan al descubierto, sintieron que el frío les calaba los huesos. Debilitados por el hambre y el esfuerzo realizado para permanecer donde estaban, sufrían doblemente.
El viento del Norte rugió durante toda la noche, y el nuevo día amaneció sin que su violencia se aplacara. El frío era tan intenso, que temblando se revolcaron sobre la nieve. Por dos veces intentaron salir, viéndose de nuevo obligados a estarse quietos durante largas horas de desesperación.
Suele ser en horas como esas tan trágicas como desesperadas en que el hombre bordea la locura. Willard notó que a su mente la invadían imágenes confusas que le torturaban y que luego se trocaron por el martilleo de las palabras que un día dijo a Pedro: «Es el cerebro el que triunfa». Más tarde se percató de que las rodillas al presionar el saco, se habían congelado. También los pies los tenía entumecidos hasta carecer de sensibilidad; mas, a pesar de la confusa divagación, se dio cuenta de que no quería caer en brazos de la locura, debía accionar el cuerpo sin perder un minuto.
Con voz fuerte llamó a su compañero, pero Pedro «el Feroz» gesticulaba de un modo extraño, gimiendo sin cesar. Se había desarropado y se arrastraba por el suelo. Luego, extendió el puño amenazando la oscuridad reinante e interminable y blasfemaba de manera tan horrible que sus palabras llenaron de espanto a su compañero.
—¡Hombre! ¡Hombre! No reniegues de Dios, ¡por favor! ¿No es bastante lo que hemos de aguantar, para que aun provoques su ira? Vístete ahora. ¡Pronto!
Pedro, aunque no daba señal de reparar en la presencia de Willard, volvió a abrigarse rezongando todavía.
Cuando la aurora cubrió de gris la alfombra de nieve, se levantaron y con dificultad se encaminaron al valle. Tanto les mortificaba el estómago vacío que la sensación de hambre se les tornó indiferente; entumecidos por el frío caminaban como autómatas.
Cayeron muchas veces, pero volvieron a levantarse maquinalmente conscientes de que no debían en modo alguno perder el dominio de sí mismos. Fustigados por el viento, medio ciegos y con paso incierto se dirigían a la cabaña de la carretera: su postrera esperanza.
Willard, apático, contempló asombrado el cambio que en Pedro se había operado. Su rostro se hallaba surcado de grietas ennegrecidas, sobresaliendo los maxilares a causa del forzado ayuno; en los ojos, muy negros, brillaba la fiebre. También a Willard le parecía que los músculos de su cuerpo exhausto ya no obedecían a la voluntad y que el alma liberada vagaba por el espacio. Según se acercaba la noche, Pedro se detenía con frecuencia, abriendo las piernas en compás para mejor sostenerse en pie. Alguna que otra vez se reía, y su risa sarcástica, despertaba en Willard el instinto de conservación haciendo que no perdiera contacto con lo que le rodeaba, hasta que llegó a irritarle porque los desvaríos del francés aumentaban a medida que avanzaba la noche.
Por fin, el estado depresivo de Pedro cedió. A los intentos de Willard para ayudarle, contestó medio dormido, pero con la clarividencia del hombre que, a pesar del tormento, no olvida que está en un mal trance.
—De nada servirá que me abrigue; aquí mismo voy a quedarme como un carámbano; sí, helado y tieso como el mismísimo infierno. Au revoir!
—¡Levántate, vamos! —sin fuerza alguna, Willard le propinó un puntapié para reanimarle; después, sintiéndose presa otra vez por la divagación, se sentó junto a su compañero que yacía postrado. De pronto recobró el ánimo; se cubrió la cabeza con la caperuza de la pelliza, luego cavó un hoyo en el suelo y dejó a Pedro semienterrado bajo la nieve, y continuó el descenso hacia el valle. Al cabo de un rato y en un momento de lucidez, se dio cuenta de que caminaba por un sendero trillado por un trineo y que el viento casi encalmado dejaba muy visible.
Animado por esa circunstancia, poco a poco su mente se despejó, pero en contra sentía con mayor intensidad, el quebrantamiento físico. Furioso, maldijo su vida que carecía de un fin determinado y que le imponía aquel calvario perenne y calamitoso. Más, como a menudo la conciencia le dejaba entrever una vaga finalidad, sintió renacer sus fuerzas y estas le acuciaban a proseguir el camino. Momentáneamente perdió la noción de las cosas. Su rostro se contrajo en una mueca que acusaba, además, la tortura física, igual a la del atleta cuando furioso se lanza a vencer, al acercarse a la meta de la carrera.
De vez en cuando caía de bruces, quedándose inmóvil por espacio de unos minutos, y solo haciendo acopio de fuerzas, impulsado por su férrea voluntad, se levantaba y seguía adelante. Su, propia voz le sonó extraña cuando, débil, escapóse de los labios exangüe; para repetirse una vez más: «El hombre la voluntad de hierro es el que triunfa Pedro». ¡Ah...!
En otra ocasión se echó a llorar como niño. La boca entreabierta dejaba escurrir la saliva que se helaba sobre el pecho. Una de las manos perdía por momentos toda sensibilidad. Se quitó el guante de la mano siniestra y con dificultad cubrió la derecha. Si he de perder una, al menos que se salve la otra, musitó mientras contemplaba la mano desnuda.
Como un autómata anduvo y anduvo insensible aun a la disminución del rigor de la baja temperatura que se notaba al acercarse a su destino.
* * *
En plena tormenta, diez hombres y muchos perros se encontraban reunidos en la taberna de Río Torcido. A la madrugada oyeron que algo arañaba la puerta.
—Alguien habrá dejado algún perro fuera —dijo uno de los presentes al levantarse a franquearle la entrada. Abrió la puerta y lleno de espanto retrocedió—. ¡Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío!
Los mineros de un salto se colocaron a su lado.
Una figura humana, tambaleándose como un borracho, se dejó caer a sus pies. Al reparar en el semblante del recién llegado mientras le acompañaban hacia el fuego, el temblor les sacudió, pues ante ellos no estaba un hombre, sino una piltrafa.
De súbito, Willard se paró y dirigiéndose a los que le rodeaban, balbuceó con voz apenas audible.
—Pedro «el Feroz»... helado... sepultado... en la... nieve. ¡Daos prisa! Después se enderezó recobrando al mismo tiempo, toda la potencia de su voz.
—Es el cerebro, Pedro. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! el cerebro, sí, el cerebro es el más fuerte.
Los demás le miraron estupefactos, pues creyeron que se había vuelto loco, al escuchar sus gritos.
Willard cayó en brazos de uno de los mineros.
* * *
Durante muchos días estuvo entre la vida y la muerte. Al volver a la vida, reparó en los vendajes que cubrían sus heridas; a partir de entonces, deseó que la convalecencia no se hiciera esperar. Acostado en el camastro, tornaron a su mente los recuerdos de las vicisitudes del pasado. Más tarde escuchó el susurro de voces. Una de ellas por su timbre potente le era familiar. Dio media vuelta para comprobar si se engañaba y vio a Pedro sentado en una silla cerca de la estufa, pálido y con la cara agrietada, pero con la expresión agresiva que le era peculiar, aun en la convalecencia. Con la mano vendada gesticulaba exageradamente, discutiendo con viveza con aquellos forasteros fornidos y barbudos.
—¡Bah! —decía—. Vosotros no servís para nada; tenéis muy grande el pecho y la cabeza muy vacía. Son los hombres de cultura, como yo y maestaire Willard los que pueden resistir las penalidades por muy duras que sean.