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rex beach

la epidemia

George, el pescador de ballenas y el capitán, bajando por la costa de Kotzebue, fueron a parar a aquel pequeño campamento, a principios de invierno. Allí encontraron comida buena y abundante dentro de lo posible. Hacía unos cuantos días que ellos se alimentaban con puré de aceite de foca y chuletas de perro, y esa es la razón por la que decidieron invernar en dicho lugar.
Hallaron que el poblado era muy distinto de aquellos otros donde solían pernoctar, ya que en vez de cabañas limpias, construidas con troncos de árbol, en los que las estrías se cubrían de verde musgo, y que los hombres solían edificar en aquellos parajes, encontraron que sus habitantes moraban, como las marmotas, en hoyos y madrigueras.
En total, la agrupación sumaba ciento veinticinco personas y daban la impresión de que acababan de llegar de los Estados Unidos, impulsados por la codicia del oro.
Pero pronto, esas ciento veinticinco personas tuvieron que preparar sus viviendas de modo que pudieran combatir el intenso frío ofreciendo, en conjunto, la vera estampa pintada por la Prensa, del invierno ártico.
Cuando el rigor invernal comenzó a acentuarse Se escondieron en sus madrigueras, comiendo, tres veces por día, tocino, judías y pan de harina de maíz. Para despertar el apetito se dedicaban a jugar a las damas; su único ejercicio físico consistía en cortar leña cuando perdían al jugar a los dados; y aun lo hacían maldiciendo su mala suerte. Al ver que el capitán y George, lo mismo si nevaba que si había ventisca, día tras día, trajinaban de arriba abajo o empuñaban el pico y la pala, se mofaron de sus andanzas. No obstante, ambos continuaron tenaces, con el ejercicio rutinario, hasta tal punto que sus vecinos de campamento empezaron a resentirse de su trabajo y, como cabe esperar de toda comunidad donde impera la más desastrosa holgazanería, reinó el odio absurdo, sin fundamento ni razón, y, como es natural, difícil de calmar. Antes de que los recién llegados pudiesen percatarse de la aversión que inspiraban, Se les desdeñó, mirándoles con recelo, sin hacer caso de su presencia en el poblado.
El capitán había advertido a muchos de los que allí acampaban:
—Tened por seguro que el escorbuto dará buena cuenta de vosotros si seguís viviendo en esas guaridas malsanas y sin luz. Son húmedas, sucias y, por ende, no hacéis ningún esfuerzo físico; además, en todo el campamento no hay ni una libra de comestibles frescos. Huelga decir que todos se rieron de esta observación. Le manifestaron pomposamente que era mucho mejor preservar la clásica belleza de su parte física y la flexibilidad de los dedos de los pies, antes que poner en peligro las extremidades inferiores a causa de la gangrena por congelación.
—Gangrena, ¿eh? —rugió George como un lobo de mar—. Esperad hasta que tengáis las piernas entumecidas y os caigan los dientes como las pepitas de una sandía, quizá entonces haréis caso al capitán.
Tuvo razón, pero a pesar de ello, cuando la epidemia se propagó por todo el campamento y uno de cada cinco hombres moría, nadie se preocupó de ponerle remedio, porque en vez de luchar como hombres se dejaron dominar por el espanto y su testarudez.
Solo uno de ellos se libró de la enfermedad: Klusky, el judío, o Klusky, el paria, como solían, llamarle. De él decían que trabajaba para no pasar sin ser notado y diferenciarse de los demás, a quienes, odiaba mucho. Gozaba atormentándole por el mero placer de verle enfurecerse.
Continuaron, pues, ensañándose con el judío como solían hacerlo desde que partieron de San Francisco; a tanto llegaron las burlas e impertinencias que Klusky se apartó de su lado, prefiriendo la soledad de los pinos a vivir proscrito entre seres humanos que más parecían bestias por el trato que le daban. La única cabaña que frecuentaba era la del capitán y George, a quienes consideraba tan desterrados como él.
—Su cara me recuerda una herramienta —comentó George cierta vez—, la nariz y la barbilla parecen hacer presa como unas tenazas; tiene la frente como una trucha salmonada y la barba no forma una curva normal, sino que baja casi en línea recta hasta tocar el bocado de Adán; y mucho cuidado con esa mueca perenne de la boca, que nada bueno presagia y sus ojos parecen los de un hombre malo, también. Cualquier día es capaz de cometer un crimen.
—Y yo no sé qué es lo que quiere significar cuando afirma que se vengará antes de que llegue la primavera —repuso el capitán.
—¿Quién sabe? Esta gente es capaz de hacer perder el juicio al más sensato, y no está bien el modo cómo se portan con él. ¡Mira! ¿Cómo tengo las encías esta noche?
George separó los labios y enseñó los dientes, que el capitán examinó detenidamente.
—Muy bien. ¿Cómo tengo yo las mías?
—Rojas como una cereza.
Con el fin de descubrir el primer síntoma escorbútico, se examinaban todos los días, buscando alguna posible mancha negra en su cuerpo, ansiosos por localizar la menor contusión habida en las piernas o en otra parte, porque, ¿quién no vive en un sobresalto continuo cuando a su alrededor los demás seres mortales desaparecen como por encanto? Cada noche al retirarse a descansar se palpaban las piernas, pulsándolas en diversos sitios para cerciorarse de que los músculos conservaban el tacto normal.
En los primeros días sorprendió a los profanos el ver a los dos veteranos apretarse, muy serios, las piernas con los dedos o mirarse, temerosos, los dientes en un espejito, pero el progreso implacable de la nefasta y despiadada enfermedad, atacando aquí o acullá, les aterrorizó, engendrando en ellos tal fatalísimo y desesperanza, que se arrinconaron desalentados, esperando que les tocara el turno.
Una noche el capitán le dijo a su socio:
—Voy a ir a casa de los franceses; me he enterado de que Menard ha caído enfermo.
—¿De qué servirá que vayas adonde no te llaman? —exclamó George, acalorado—. Por mi parte todos esos comerranas pueden morirse como salmonetes. Me prometí no ir a verlos y mantengo mi palabra. Le di buenos consejos, y, ¿qué he recibido en cambio? ¿Qué es lo que ha hecho ese médico tonto? Curarlos a su manera y burlarse de mí. ¡Dios mío! Recetar tal cosa a un hombre atacado de escorbuto es como si sangraran a un paciente antes de haberle la amputación.
El capitán se cubrió la cabeza con la capucha de su pelliza; se abrigó el rostro con el cubrecuellos bordeado de piel de zorro, desapareciendo en la oscuridad de la noche.
Al regresar a la hora de acostarse, encontró a su compañero remendando un par de abarcas a la luz de un maloliente candil improvisado con un pote lleno de grasa derretida. La gente del campamento les vendía comestibles, pero les negaba el lujo de una vela.
George, al observar su seriedad, le preguntó:
—¿Qué, cómo está Menard?
—Ha muerto —el capitán se estremeció como si aun estuviese ante sus ojos—. Fue algo horrible. Murió mientras yo le hablaba.
—¿Es posible? ¿Qué pasó?
—Le encontré allí sentado en una silla. Parecía estar mal, pero dijo que, por el contrario, se hallaba bien.
—Así sucede con todos; lo he comprobado infinidad de veces, que todo les va perfectamente hasta la última hora.
—Menard estuvo contándome algo acerca de una apuesta que le hizo a Promont. Como recordarás, Promont también cayó enfermo la semana pasada, y le apostó veinte dólares a que le sobrevida. «Yo, me restablezco —me dijo—, pero el pobre Promont se morirá, ¡ya lo creo! —Me volví para hablar con el otro muchacho, y cuando de nuevo fui a dirigir la palabra a Menard, este no me respondió. Con el rostro hundido sobre el pecho, yacía pesadamente en la silla. Promont, que también le vio, gritaba: «¡He ganado la apuesta! ¡He ganado la apuesta!» Eso fue todo. Ha muerto. Te aseguro que fue horroroso.
—¡Oh! malditos imbéciles, con este van seis muertos en la misma cabaña; seis de los dieciocho; y mañana, Promont será el séptimo. ¿Recuerdas cómo les instamos para que salieran de esas cuevas infectas, para que se construyeran un albergue digno de hombres blancos, y que bebieran té de pinocha y que trabajaran? No son más que unos haraganes. Prefieren, dormitar dentro del agujero, respirar aire impuro y podrirse. Y pensar que si existiera una sola banasta de patatas en el campamento los salvaríamos a todos. ¡Dios mío! Ni siquiera trajeron ácido cítrico o jugo de limón, ¡nada! Si no hubiésemos perdido nuestras provisiones cuando zozobró nuestra barca ballenera, ¿eh? aquel barril con sus diez galones de whisky sería ahora una ayuda. ¡Figúrate! es tanta la sed que tengo que no espero poder aplacarla, jamás —acabó diciendo en son de queja.
»Klusky ha venido mientras tú estabas ausente; cada vez que el judío viene por aquí y me habla de sus agravios con esa gente, me entran ganas de estrangularle. Para mí que se está volviendo loco, pues al decirlo rechinó los dientes y echó espuma por la boca como un perro rabioso. Nunca he visto, en otro sujeto, un aspecto tan despreciable como el de este tipo, cuando se enfurece.
»Yo haré que vengan a buscarme —dijo— suplicando y arrastrándose por el suelo. No ha llegado mi hora todavía. ¡Oh, no! Espera a que la mitad hayan muerto y que a la otra que quede los pudra el escorbuto, y entonces vendrán a mí implorantes, con; las encías negras e hinchadas y las carnes fofas; llorarán y me besarán los pies, y yo, en cambio, les pisotearé». Debías de haber visto de qué modo se reía. Un día de estos dejaré caer mi mano sobre ese hombre, aquí, dentro de la cabaña. Ya, no puedo más con él.
Al ir a acostarse el capitán, observó:
—Ahora que recuerdo, al mencionar tú las patatas, me enteré esta noche de que, en la caravana de los franceses, no se sabe en qué lugar, se perdió de vista el otoño último una banasta que trajeron llena de esta clase de tubérculos.
Algunos días más tarde, el capitán, a su regreso de una partida de caza infructuosa, se acercaba al campamento, cansado de arrastrar sus abarcas sobre la nieve. Se echó en el camastro con el fin de descansar un rato. Mientras tanto, George se dedicaba a preparar una mísera cena compuesta de fríjoles negros, tocino salado frito y pan amasado con harina fermentada. La excelencia, del pan, que se debía a la maña del pescador de ballenas adquirida tras largos años de experiencia, contribuyó en gran manera a mitigar el mal sabor de la cena, en la que faltaba la leche, la mantequilla y el azúcar.
El capitán, a causa del cansancio que sentía, no paró mientes en el mal talante de su compañero; sin embargo, después de haber cenado y fregado los cacharros, George empezó a hablar, quedo y sin emocionarse, de lo que le preocupaba:
—Muchacho, ya está aquí lo que temíamos.
—¿Qué quieres decir?
Por toda respuesta agarró el candil y acercándolo a su boca descubrió los dientes.
Profiriendo un grito, el capitán saltó del lecho y le aprisionó el rostro entre las manos.
—¡Dios bendito, George! —Le separó los labios. Ante sus ojos aparecieron unas manchas blancuzcas, las encías estaban inflamadas y habían perdido el color sanguíneo. Luego le soltó, pálido y aterrorizado, contemplando a su corpulento camarada con mirada incrédula incapaz de comprender.
George dejó la lámpara en su sitio y prosiguió:
—Hace tiempo que lo presentía: dolores en las rodillas y otros trastornos. Llegué a suponer que te darías cuenta al verme cojear; no puedo andar con soltura, pues noto rigidez y dolores en los pies.
—¡Sí, sí! pero, ¿cómo pudo ocurrir, si cuidamos tanto de tenerlo todo limpio, y beber té de pinocha? Lo hemos hecho todo para evitarlo. ¿De qué ha servido?
—Lo sé, no es la primera vez que me ataca esa enfermedad; creo que la llevo en la sangre. Mucha sal en las comidas; muchos inviernos en la costa. A pesar de ello, nunca me sorprendió de manera tan repentina; y tan aguda. Me temo que ya no hay remedio.
—No digas eso —le contestó el capitán secamente—. Que no vas a morir, porque yo no te dejo, George.
—¿Qué sucede? —canturreó una voz en son de burla. Al volverse vieron a Klusky, el renegado, que, como de costumbre, había entrado sin hacer ruido y suspicaz les miraba interrogativo.
—George tiene el escorbuto —contestó lacónico el capitán.
—¡Oh, qué lastima! —iba a añadir algo más, pero se contuvo, frotándose las manos nerviosamente mientras decía—: No es posible que un zorro como este haya atrapado el escorbuto.
—Pues, sí, lo tiene y es grave su estado; pero yo le curaré, a él y a todos los del campamento, quieran o no.
La voz y el rostro del capitán demostraban enérgica determinación. Klusky le miró detenidamente con los ojos semicerrados; las arrugas que se formaron en su estrecha frente daban fe de los negros pensamientos que incubaba.
—Desde luego que puede —replicó el judío—; pero, ¿cómo podrá conseguirlo? Dígamelo—. La ansiedad se manifestó al pronunciar la última palabra.
—Iré a San Michel y traeré provisiones frescas y buenas.
—No puedes ir, muchacho —terció George—, está muy lejos y no hay un solo perro en el campamento; además, tú solo no puedes guiarlos, y mucho antes de que estés de vuelta con los comestibles yo ya me veré la cabeza adornada con una aureola brillante, como nos muestran las estampas a esos angelitos pequeños y rollizos. No tengo oído para la música, así que prescindiré de los solos de arpa.
—No digas tonterías, ¡por favor! —repuso el capitán, malhumorado—. Claro, que un hombre solo no puede llevar a los perros; pero dos sí que lo conseguirán. Por lo tanto, Klusky vendrá conmigo.
El capitán creyó que con lo dicho todo estaba arreglado, pero el judío, sin decir esta boca es mía, impasible, le miraba de un modo raro.
—A la ida viajaremos lentamente, y a la vuelta traeremos un tiro de renos —concluyó.
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—¡Rayos! me había olvidado de los renos. Es verdad que el Gobierno tenía la intención de establecer allí unos tiros de refresco. Oye, quizá sí que podrías realizar el viaje, Kid—. Su rostro se animó con un destello de esperanza. Luego añadió—: ¿Qué dices a eso, Klusky?
El aludido contestó, nervioso y excitado:
—¡No puede ser! ¡No es posible! Yo no tengo fuerza suficiente para tirar de la cuerda. ¿Por qué no vais vosotros dos? Yo prefiero quedarme.
El capitán, dejando caer la mano con pesadez sobre su hombre, habló de esta manera:
—¡Cállate! ¿Cómo te atreves a insinuar tal cosa? George no lo soportaría ni un par de días, y tú lo sabes bien. Escúchame: No hace falta que vengas, pedazo de imbécil; hay otros en el campamento, y alguno vendrá aunque tenga que conducirle apuntándole a las narices con el revólver. Te lo propuse a ti antes que a nadie porque hemos sido buenos contigo. Ahora, lárgate—. De un empujón le tiró de la silla, le puso en la puerta y el judío salió rodando por el suelo. Se levantó temblando y encolerizado, pero disimuló su estado de ánimo al decir con voz candorosa:
—Espere un momento, señor capitán; espere un momento. Yo no dije que no quisiera ir. ¡Uf, uf, qué hombre! Claro que iré, ¡no faltaba más! Ustedes han sido buenos para mí, y ellos, en cambio, se han portado como demonios. ¡Ojalá se mueran!
—Está bien; ven por aquí cuando amanezca —respondió el capitán secamente.
—No me agrada que le lleves —protestó George, después que Klusky les dejó solos—. No me parece un hombre leal. Vigílalo de cerca, muchacho, porque no me extrañaría que tramase alguna de las suyas.
—¡Bah! no te preocupes, viejo amigo; volveré dentro de doce días.
Por mucha decision que encerrasen sus palabras, el capitán sintió que el corazón se le sobrecogía ante la incertidumbre del presente.
George le miró francamente a los ojos antes de decir:
—Dios te bendiga, Kid. He convivido con muchos hombres, más nunca me tropecé con uno como tú. Soy viejo y no valgo nada ni merezco las penalidades que vas a pasar por mí, pero tal vez puedas salvar aún a esos idiotas, ya que tenemos el deber de ayudarles tal y como ellos mismos debieran hacer entre sí. Al pronunciar la última palabra dirigió una sonrisa al capitán, más este se alejó cariacontecido, pues George rara vez sonreía y al ver que lo hizo sintió que algo le mordía el alma.
—¡Mi buen y viejo George! —murmuraba, caminando hacia el río—. ¡Mi buen y viejo George!
El capitán y Klusky estaban un lejos del campamento cuando vieron aparecer un indígena en la puerta de la última covacha.
—¡Hola! hay un indio en tu cabaña —dijo Kid—. ¿Qué es lo que hace allí?
—Nada de particular —contestó el judío—. Le pedí que se quedara para vigilar mis cosas.
—¡Qué extraño! —pensó el otro—. No sé qué es lo que debe vigilar, pues nunca ha habido un robo por aquí.
Quién no haya probado a conducir un trineo, creerá que es muy fácil arrastrarlo por la nieve, pero el caso es que resulta duro en extremo al tener que seguir una pista sin perros a fuerza de brazos. El hombre no podrá recorrer grandes distancias si lleva más de su propio peso, por ello su equipo se limita a lo indispensable solamente; aun así, la cuerda de arrastre se hunde en el cuello y en los hombros de tal modo que le obliga a andar encorvado, y en consecuencia, el resultado no es otro que un agudo dolor en la espalda. El esfuerzo ímprobo enloquece, ya que su trabajo equivale al de un caballo y la marcha resulta lenta como la de un caracol. A causa de ese esfuerzo el sudor invade el cuerpo y empapa la ropa que el frío solidifica y además azota el rostro. Cuando la temperatura es rigurosa, la nieve se convierte en un, polvo seco, lo que hace que las correderas de acero se deslicen con dificultad, como si se las arrastrase sobre la arena. A veces las capas de hielo flotantes interceptaban el paso y el agua de los arroyos les humedecen los pies, y entonces han de encender fogatas para secarlos con el fin de evitar la congelación de los dedos. Otras, de súbito, el viento se desata y levanta una nube de copes de nieve, que no tarda en cubrir los tobillos y luego las rodilla, enterrando a medias el trineo, mientras los hombres chapotean y juran de un modo genial. El viento sigue en su juego, formándose en el aire grotescas figuras que al instante se transforman en otras que se pegan y muerden, figuras maravillosas creadas por la tormenta y que cubren montes y perspectivas; pero tanta belleza no mitiga el dolor de la cuerda que lastima la carne, hasta dejar los brazos insensibles, ni la fatiga que causa el esfuerzo de tener que abrirse paso a través de la tormenta.
El capitán nunca tuvo un compañero de viaje tan displicente como aquel. Klusky hacía cuanto podía, pero no hablaba. Mientras, el otro sentía que pinchaba su espalda la mirada de aquellos ojos saltones y brillantes; entonces recordó que, en el campamento, el judío siempre le vigilaba a escondidas, por lo que llegó a temer la probabilidad de una traición o mala pasada que a buen seguro él tramaba en silencio; además, pensó en que por la mañana procuraba ser el primero en asir las cuerdas del trineo, forzando al capitán, de esta manera, a que tirara de las de delante.
Fue esa aprensión lo que le advirtió al tercer día de marcha, porque de pronto notó que arrastraban un peso mayor, como si el hombre que seguía detrás hubiese soltado las manos. Dio la vuelta rápido y le miró, apartándose a un lado. Su agilidad le salvó porque Klusky le apuntaba a la espalda con un revólver, y aunque de modo inconsciente había titubeado al disparar, avanzaba decidido hacia su compañero. Solo por un momento le faltó el valor, pero así que el capitán dio la vuelta, se envalentonó y apretó el gatillo.
El enfriamiento de las armas de fuego ha tenido que ver con no pocos yerros de puntería. En efecto, el percutor retrocedió y se encasquilló, porque Klusky, con la intención de emplear el revólver oportunamente, lo colocó en el bolsillo exterior, donde el rigor del frío había helado la grasa. De haberlo protegido con el calor del cuerpo habría disparado a tiempo. No obstante, volvió a apretar el gatillo, y en el aire sonó una explosión estridente y ensordecedora. Kid se apartó, y la bala tan solo rozó la manga, forrada de piel. Simultáneo al tiro, descargó un puñetazo y el arma desapareció bajo la nieve. La pelea comenzó, rodaron por el suelo enredados con las cuerdas. El judío luchaba con la furia de un ratón, jurando de lo lindo porque su antagonista, más fuerte que él, le arrollaba y pegaba, deseoso de destrozarlo entre sus manos.
El capitán, al ver que el furor de su agresor menguaba, desistió de su propósito.
—No puedo matarle —pensó, asustado—, no debo quedarme solo. ¡Levántate! —rugió, dándole un puntapié—. ¿Por qué has querido asesinarme?
Klusky no contestó. Tan solo murmuró unas palabras ininteligibles mientras se levantaba con dificultad.
—¡Contéstame! —vociferó el capitán, sacudiéndole. No recibió ninguna respuesta, porque el judío se encerró en un silencio tenaz. Al fin, después de emplear la fuerza, el capitán consiguió que tirara de la cuerda, y reanudaron la marcha, pero con la diferencia de que ahora él era quien iba a la vanguardia.
—Si te mueves te tiro el cuchillo —le advirtió—. Tenlo en cuenta también por lo que resta de viaje.
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Al llegar la noche Kid buscó en la mochila de su compañero los cuchillos, tenedores y toda clase de objetos que pudieran servir de armas ofensivas, los rompió en pedazos y los echó lejos.
—Que no te muevas esta noche —le previno—; si no, soy— capaz de matarte. Desde hoy dormiremos juntos, y no olvides que tengo el sueño muy ligero. Después de colocar el arma debajo de su camisa, ató las manos de su compañero por detrás de la espalda y se acostó a su lado.
La marcha a lo largo de la costa sobre las pistas de hielo y nieve blanda se hizo cada vez más difícil, y con el transcurso de los días el capitán se desesperaba. Klusky mantenía el mutismo. No satisfecho con eso, empezó a rebelarse, lo que consiguió que su guardián se enfadara más aún, y por lo que fue necesario los malos tratos. El capitán experimentaba cierta satisfacción al pegarle, y aunque se maravillaba de su crueldad, siguió pegándole sin desmayo. El judío, por vengarse, fingió estar cansado y cojeaba a consecuencia de una supuesta herida en el pie.
Un día Kid le detuvo:
—Déjate de artimañas —le dijo—. De nada te servirán, porque te he salvado la vida con un solo fin, con el de que no dejes, de tirar de la cuerda.
Desde aquel momento el capitán acabó por considerarle como una bestia, por lo que no hizo caso de sus quejas. Continuaron la marcha como amo y esclavo.
Klusky avivó el paso. «Vamos, ya recobró fuerzas», pensó Kid; pero más adelante, por mucho que le maltratara, la resistencia del judío cedió por completo, y a medida que los días transcurrían su agonía Se hizo más patente. Y llegó una mañana en que se negó a ponerse en pie.
—¡Levántate!
Klusky negó con la cabeza.
—Te digo que te levantes —el capitán hablaba colérico. Le cogió e hizo que se levantóse, pero el judío, profiriendo un gemido de dolor, volvió a caer al suelo. Después rompió el mutismo de tantos, días:
—¡No puedo! ¡No puedo! Mis piernas no me obedecen. Máteme si quiere, pero no puedo andar ni un solo paso.
El capitán se inclinó para mirarle la boca, los dientes se movían y las encías no tenían color.
—¡Cielo Santo! ¿Qué es lo que he hecho? ¿Qué es lo que he hecho?
Klusky, que había estado observando su rostro, le preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Qué significan sus exclamaciones? Diga, diga.
—¡Ah! Ya lo tienes.
—¿Qué ya lo tengo? ¿Qué es lo que tengo? —Bien sabía él lo que tenía antes de que le contestara, pero se puso a blasfemar, negándolo frenético:
—No es lo que usted supone, no. Es reumatismo. Sí, eso debe ser. Siempre me ocurre lo mismo cuando trabajo en demasía, a causa del frío; sí, el frío me lo da.
En medio de su desesperación el capitán dióse cuenta de que no podría continuar la marcha llevando a remolque al enfermo y a la carga, y que tampoco podía quedarse donde estaba sin intentar algo para no sacrificar los pocos días de vida que le quedaban a su socio. Cada hora que transcurría, en la inercia, significaba la vida o la muerte. Klusky interrumpió sus pensamientos:
—¿No me abandonará, señor capitán? ¡Por favor! No se vaya, no me deje solo.
—No, no me iré. Yo quise que me acompañaras; por eso haré por ti lo que pueda; tal vez encontremos a alguien por el camino —le dijo para animarle, pues bien sabía que nadie transitaba por aquellos parajes desamparados, a no ser que fuese algún indio nómada medio muerto de hambre, pero el paciente lo creyó de tal modo, que la esperanza le animó en los días siguientes.
Un momento en que el enfermo recuperó la luz mental, llamó a su compañero para que se acercara más. Temblando bajo la lona que le cubría, el capitán escuchó su confesión, disparatada al principio, pero llena de odio, y amargura hacia los hombres que se habían burlado de él. Al llegar al final de su relato, Kid se levantó bruscamente contemplando horrorizado al moribundo.
—¡Por Dios! Klusky, el infierno no es bastante castigo para tus culpas. No puede ser verdad lo que me has dicho. Estás delirando. ¿Quieres que crea posible que tú permitas que esos pobres diablos muriesen como ratas mientras tú guardaban patatas recién cosechadas en tu cabaña? ¡Hombre! ¡Hombre! La pulpa de cada uno de estos tubérculos podía salvar una vida. Mientes, Klusky, mientes; no puedo creer en tu infamia.
—No miento. No miento. Les odio. Ya dije que tendrían que venir a mí arrastrándose por el suelo, sí, y me hubiese hecho con todo su dinero. Cien, dólares por patata. Yo las robé. ¡Ah, ah! Y las conservaba cerca del fuego. ¡Oh! sí, siempre procuré conservarlas calientes para que estuviesen en buen estado el día, en que las necesitase.
—Por esto dejaste al indio en tu casa cuando nos marchamos, ¿eh? para que vigilase el fuego.
—¡Claro! y pensé poderle matar a usted, regresar solo y no dejar que nadie les socorriera. Entonces sí que me hubiese reído a mis anchas.
El capitán, sin reparar en el frío, salió al exterior de la tienda. Su cabeza estallaba al pensar en las palabras del moribundo, y es que este perdió el juicio a fuerza de tormentos. El campamento pagaba su locura. De pronto una idea prendió en su imaginación. Era tarde para proseguir el viaje y volver con los renos, muy tarde para George y en él únicamente pensaba ahora. Le vio sentado en la cabaña sin que nadie estuviese a su lado, abandonado por todos, esperando, paciente, su regreso, mientras día tras día la enfermedad le minaba. Mejor sería que el judío muriese pronto. Así podría volver a tiempo. Prometió no abandonar a Klusky aunque lo mereciese por su maldad, más no podía faltar a la palabra empeñada. Pero, ¿por qué no moría? ¿Qué era lo que tanto prolongaba la agonía? Durante aquellas horas de espera se dedicó a hacer los preparativos para el regreso; juntó las provisiones que les quedaban. El trineo sería un estorbo, por lo que pensaba dejarlo, ya que su retorno sería una carrera, no una caminata. No había tiempo que perder si deseaba salvar a George. El enfermo, al ver los preparativos, sintió que las lágrimas corrían silenciosas por sus mejillas, pero aún vivía, se agarraba al soplo vital que le quedaba hasta que al fin, cuando el capitán hubo perdido la cuenta de los días transcurridos, murió calladamente. Antes de que el cuerpo llegara a enfriarse, la figura de un hombre calzado con mocasines, a marchas forzadas, emprendió el camino de retorno: era el capitán.
Poco descanso se tomó para dormir o comer. Andando masticaba el tocino crudo y el pan helado, devorando la distancia como los pasos acompasados e intermitentes de una máquina. No encendió ninguna hoguera. Cuando los peligros de la noche le imponían un alto en el camino, se cubría con la manta y se acurrucaba debajo— de un saliente de las rocas. Al levantarse el día, ya había recorrido unas millas. Aunque el cielo estaba despejado, ni llegó a notarlo, y caminaba, caminaba insensible a la fatiga y al rigor del frío.
Su obsesión era el pensar que tal vez el indio; por descuido, hubiese dejado apagar el fuego en la cabaña de Klusky. En tal caso aquellas preciosas patatas se habrían helado en el transcurso de una noche, y que si el indígena le hubiese encendido de nuevo, encontraría solo una masa pastosa y podrida que no serviría para nada. Ese temor le ponía enfermo.
Al divisar el campamento se detuvo, abriendo las piernas en compás para que la debilidad que sentía no le hiciera caer. Dirigió una mirada temerosa a la choza de Klusky por ver si descubría señales de humo en ella. No vio ninguna. A medida que se acercaba con pasos inciertos, le pareció que la casucha le contemplaba maliciosamente. Entró sin hallar a nadie, el lugar estaba desierto, pero aún se veían las huellas de la reciente ocupación. Con las últimas fuerzas que le restaban se encaramó en la vieja escalera, palpó el techo sintiendo al mismo tiempo que el corazón se le paralizaba. Buscó en la oscuridad. Un grito apagado corroboró el éxito en la búsqueda. Lleno de alegría abrió la caja y se llenó los bolsillos y el interior de la camisa; dejando olvidados el gorro y los guantes, echó a correr por la puerta que había quedado abierta, en dirección al campamento. De pronto moderó la marcha. Con sobresalto reparó en que tampoco la chimenea de su cabaña daba señales de humo; al acercarse más vio que el sendero que conducía hasta la entrada estaba cubierto por la nieve; nieve limpia, blanca y sin la menor huella dé pisadas humanas.
—¡Demasiado tarde! —murmuró con trazos de llanto—. ¡Demasiado tarde!
Se dejó caer sobre el tarugo cubierto de nieve que hacían servir para cortar la leña.
No se atrevía a entrar. Era evidente que todo el campamento había permitido que George muriera; nadie se había acercado a prestarle auxilio. Por el temor de lo que hallaría dentro no osaba entrar solo; sin embargo, la imperiosa necesidad de saber le empujó a la puerta. Por tres veces se aproximó y las tres retrocedió presa del pánico. Por fin posó la mano en el cerrojo y desviando la mirada entró. A pesar de la oscuridad que le rodeaba y mirando a hurdatillas, vio el corpachón de su camarada inmóvil y recostado en la silla cerca de la mesa. Dio media vuelta para echar a correr y luego se detuvo.
—Has sido puntual, muchacho; hoy se cumplen los doce días —la voz de George era débil; el capitán, profiriendo un grito de alegría, corrió hacia él.
—Casi me hallas muerto —continuó el enfermo—. Hace dos días que no puedo levantarme. No obstante, sabía que vendrías hoy, al cabo de los doce días.
Kid, emocionado, no pudo contestar; se dejó caer a sus pies y hundiendo el rostro en las rodillas del hombretón lloró como un niño.