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rex beach

el arriero y el mudo

Bill terminó de recoger los residuos de la última limpieza y la bola plateada, de amalgama, churruscaba desmenuzándose en la pala, sobre la fogata, mientras nosotros fumábamos al sol, frente a la cabaña. Alejado de los vapores nauseabundos del azogue, mirábamos cómo, a influjo del calor, tomaba un brillante colorido amarillento.
—Existen dos enfermedades en las que los médicos no pueden meterse —comenzó diciendo Bill expeliendo el humo azulado a cada palabra pronunciada—. Me refiero a dos clases de fiebres tenaces, pues una vez se han alojado dentro del cuerpo, se quedan atravesadas como si uno se hubiese tragado una espina, sin poderse librar de ella jamás.
Apoyé los pies en el quicio de la puerta y asentí:
»He padecido las dos de modo agudo y persistente desde la edad en que comencé a conocerme a mí mismo y a hallarle gusto al tabaco. Ellas fueron la causa de mi actual situación.
Al decirlo, miró tristemente el reseco pellejo que cubría su desdichada osamenta de seis pies y dos pulgadas, medidas desde los tacones de las botas de goma hasta los cabellos grisáceos, que cubría el blanco Stetson. Luego añadió:
»Por lo rabiosa, ocupa el primer plano la de las carreras de caballos, aunque la otra, la de la búsqueda del oro, es de efectos más persistentes y acaba ofuscándonos Cual un espejismo hechicero.
»Poco después de aquel asunto que te conté, volví a sentir síntomas de fiebre, más esta vez se trataba de la búsqueda de oro; así fue cómo Kink Martin y yo cargamos los bártulos en los mulos y ¡hacia el Oeste se ha dicho!
»Kink era un tipo original y con probada; mala suerte, pero un excelente buscador de oro, eso sí. La gente le tenía por loco debido a que sufría extraños accesos de mudez, durante los cuales, aunque se prolongasen muchos días, no pronunciaba palabra alguna. Se portaba grosero y hostil con todo el mundo como si fuese a estallar de rabia, pero siempre encerrado en el mutismo.
»En nuestra primera excursión a las montañas se comporté de modo normal durante una semana, luego su aspecto se tornó fúnebre y comenzó a olvidar el idioma inglés. Le soporté por espacio de tres días y traté por todos los medios de hacerle sonreír o de arrancarle algún vocablo, más todo fue inútil.
»Una noche regresamos al campamento derrengados, hambrientos y ansiosos de zamparnos una buena comida. “Con bastante acierto condimenté la cena digna del señor Epicuro, y sabiendo la debilidad que Bank tenía por el café fuerte —para él un vicio verdadero—, até un cuarto de libra de café en la punta de una manta y preparé esa bebida deliciosa sudamericana. Todo aquello no resultó muy divertido, que digamos, pues la leña estaba húmeda y el humo, esparciéndose en todas direcciones, me perseguía implacable. Cuando, por fin, empezó a arder lo hizo con fuertes chisporroteos. La manteca se quemó de tal modo que al coger la sartén las callosidades de mi mano se abrasaron para toda la vida. Quise lograr un buen rescoldo, por lo que pisoteé los leños encendidos, entonces se vertió la cafetera y apagó el fuego; las lonjas de tocino se cubrieron de ceniza. ¡Ah! tú sabes bien lo que supone tener que guisar con la lumbre medio apagada cuando uno está muerto de fatiga, y el tener, para colmo de desdichas, un hambre atroz.
»Cuando, por fin, todo estuvo a punto, no sentí ningún entusiasmo por mis éxitos culinarios, ni estaba para diplomacias ni genialidades.
»¡Quiá! sin pestañear siquiera continuó con su mutismo. ¡Aquello fue el no va más! Aunque muy resentido, le pregunté con voz suave:
—¿Qué tal encuentra el café, señor Martin? Está bueno, ¿verdad?
Algo contestó que más bien parecía un gruñido:
—Sí; puede pasar —dijo.
Esa escueta respuesta me hizo verlo todo del color rojo; me eché hacia atrás, cogí el Winchester y apuntándole le grité furioso:
—Ríete, ¡maldito! ¡Quieto verte alegre, aunque solo sea por una vez!
Durante un minuto fijó la mirada en el cañón de mi Krupp, luego tragó saliva un pal de veces y por último preguntó en un tono amistoso y deferente, pero muy serio, como un susurro:
—¿Qué te pasa, William?
—¡Que te rías, bandido, o te achicharro la cabeza! —vociferé, dueño de la situación—. Necesito un compañero que me distraiga, que me anime con su risa y tú debes proporcionarme esto que me es, tan necesario como la luz solar. O te ríes un poco al momento, o tus vértebras cervicales no tardarán en enfriarse.
»Sus mandíbulas se movieron como una puerta mal cerrada batida por el viento; sin embargo, los labios dibujaron una sonrisa, que si bien era algo teatral y artificiosa, no dejó de ser una sonrisa. Después de lo que acabo de contarte, ambos nos conocimos mucho mejor; sí, señor, mucho mejor, tanto, que enseguida fuimos íntimos, pues de un golpe arrancó el rifle de mis manos, zurrándonos de lo lindo.
»Nos pateamos el estómago hasta deformarlo y yo, con la cafetera que abrasaba, le marqué como a un caballo. Al cabo de la pelea, llegamos a un acuerdo amistoso y al instante firmamos el contrato en el que constaba que él tenía que reírse, por lo menos, un par de veces en cada comida.
»Más tarde me contó que si se hallaba en aquel estado de semilocura se lo debía a los indios (cuando les atacaron en Frisbee, llevando a término la gran matanza) que asesinaron a sus padres y por los horrores que vio cometidos por los salvajes indígenas, cuando él era aún un niño; y que el enconado odio que sentía por los indios radicaba de entonces. Por eso, a partir de aquel día aciago, planeaba siempre la manera de vengarse del señor Lo, pero sin complicaciones.
»Algún tiempo después trabajábamos en el sudoeste de Arizona a unas 35 millas de Fort Walker, en cuyo lugar hallamos una veta. El trabajo nos resultaba penoso, pero valía la pena; pero cuando precisamente comenzábamos a tener suerte, Kink llegó un día al campamento, de regreso de una excursión en busca de caza, y me dijo:
—Acaba de sucederme algo muy extraño, muchacho.
—Bien, desembucha —le apremié con el presentimiento de que de nada bueno se trataba.
—¡Oh, no tiene importancia! —aseguró—. Figúrate, iba por el gran Cañón persiguiendo a un ciervo, cuando percibí un par de plumeros que subían por el sendero. Me oculté detrás de una roca para verles pasar y... ¡que me aspen si mi rifle no se disparó solo destrozando a uno de ellos! Me fijé mejor y, ¡asómbrate! lo que tomé por un manojo de plumas era un indio.
—¿Qué pasó con el otro?
—Ahora viene lo raro —explicó Kink—. Él, otro volvió grupas inmediatamente y se fue corriendo como si se hubiese olvidado alguna cosa; de pronto le vi caer del caballo echo un ovillo. La verdad es que no tengo cuidado con este rifle—. Martin lanzó una estrepitosa carcajada mientras continuaba su relato.
»—Escúchame —dije—. No censuro ni alabo tu proceder, pero ¿es que no sabes que los pieles rojas no están ahora en pie de guerra? Desde hace cinco años los indios permanecen en sus poblados pacíficamente, casi civilizados por completo, y lo que has hecho traerá disgustos; ya lo verás.
—Mi padre vivía muy tranquilo allá, en Frisbee —murmuró con voz temblorosa—, y mi pobre madre nunca deseó la guerra; no obstante, les asesinaron.
—Bien —argüí—, lo hecho ya no tiene remedio; pero debemos hacer desaparecer esos cadáveres en, seguida o la tribu entera no tardará en pisarnos los talones, sin contar con que la policía del Fuerte registrará los montes para dar con ellos, de tal forma, que ni una pulga sería capaz de escapar.
—Va hice con su cuerpo lo que debía. De ja que los coyotes acaben mi obra.
—No, amigo, no —repliqué—. Ahora mismo salgo a enterrar a esos fiambres. No creas que censuro tu aversión por los indios, pero mis— padres viven todavía, sanos y fuertes, allá en el rancho y estoy seguro de que no les haría ninguna gracia que me pasara toda la vida entre rejas.
»Y me fui. Más, cuando llegué al fondo del barranco, solo encontré a uno, y el otro había desaparecido. Date idea de lo que demoré mi regreso al campamento.
—Kink —exclamé al arribar—, estamos metidos en un buen berenjenal porque uno de tus plumeros en este momento se halla camina del Fuerte haciendo volar a su caballo; por lo tanto, esperemos lo peor. De seguro que mañana por la noche cenaremos a expensas del tío Sam, bien encerraditos.
—¡Vaya por Dios! ¡Qué lástima! —gruñó Kink—. La próxima vez procuraré vencer mi natural bondad y con una piedra les haré la autopsia.
—No habrá lugar —repuse—, porque nos detendrán antes de que podamos cruzar la frontera de Méjico. Como somos los únicos hombres blancos en 25 millas a la redonda, nos la vamos a cargar con todo el equipo.
—Prefiero huir, a esperar que vengan a detenerme —dijo Martin—. Buscaré los caminos más agrestes y lucharé con toda mi alma, si es preciso; todo antes que verme obligado a negarle mi culpabilidad al coronel. Podemos cruzar la frontera por Santa...
—No, no me digas por dónde vas a escapar —le interrumpí—. Prefiero quedarme y despistarles, si es posible, y aunque mi plan no sea muy seguro, el tuyo no es menos aventurado y peligroso.
—Muchacho, si yo secundara tus propósitos anularía los míos —objetó Kink—, y seguramente saldría perdiendo con ello. Tú te vienes conmigo y quizá logremos salir del atolladero.
—¡No! —repetí—. Me quedo.
»Le empaqueté las ropas que me sobraban mientras él recogía las provisiones suficientes para emprender el viaje hacia el Sur, a través de las cien, millas del terreno más rocoso y agreste que salió de la mano de Dios.
»Al día siguiente al mediodía, mientras tostaba en la sartén unos granes de café, oí las pisadas de unos caballos que pasaban por el barranco. Al aparecer por el camino, uno de los hombres me dio el alto. No les presté atención.
—¡Escuche! —me gritó—. ¡Escuche usted, el del fuego! —seguí meneando la sartén como si nada hubiera oído.
—¿Qué es lo que le pasa? —comentó otro.
Uno de ellos se apeó del caballo y se me acercó por detrás.
—Escuche, hermano —dijo, palmeteándome el hombro—. Esto no está bien.
»Di un brinco encima del fuego, dejé caer la sartén al suelo y exclamé, como si de veras me acabaran de sorprender:
—¿Eh? ¡Ah!
»Todos se echaron a reír. El pequeño teniente daba muestras de haberse molestado.
—¡Ea, basta de disimulos! —dijo—. Usted puede hablar tan bien como yo, y ahora mismo va a decirme algo acerca de esos indios que han matado y, cuidado con los embustes, porque soy capaz de tostarle los pies sobre este fuego como castañas.
»Continué haciéndome el mudo, moví los dedos mientras mi mirada simulaba alegría. Con los dientes hice unas señales heliográficas dándoles a entender que estaba muy contento de recibir su visita. Sin embargo, no las tenía todas conmigo, pues no sabía si aquel enano llevaría a cabo la amenaza. Por sus trazas parecía ser un cadete de la Academia de West Point, por lo que no dudaba de que me haría declarar a la fuerza.
»Pues, sabe, que anduvieron dando vueltas por aquel lugar un buen rato y como yo había desaparecer todas las huellas que podían haber descubierto a Kink, no hallaron ninguna pista, así que se conformaron con atarme encima de la cabalgadura para llevarme al Fuerte.
»Durante el camino, el teniente no dejó de usar toda clase de artimañas con el fin de que yo soltase la lengua, más no caí en la trampa y seguí con mis «¿Eh?» «¡Ahí», hasta que desistió de su empeño. Cuando llegamos al Fuerte, le dijo al Coronel:
—Dimos con el único hombre que vive en aquellas montañas, señor, pero estoy seguro de que se hace pasar por mudo y no acabo de comprender lo que se prepone con ello.
—¿Conque mudo, eh? —contestó el viejo, traspasándome con la mirada—. Ya, ya le haremos cantar si es que tiene voz.
»Me, condujeron, a su despacho, y no puede, llamarse interrogatorio a lo que ocurrió, pues el Coronel siguió dardeándome con sus pupilas y me daba la impresión de que antes ya me había visto, pero yo solo contestaba: «¿Eh?», «¡Ah! «, hasta que los presentes se echaron a reír. Me dieron papel y lápiz, que rehusé apartándome con violencia; eso acabó con la paciencia del viejo, que exclamó:
—¡Enciérrenlo! ¡Enciérrenlo! Yo le haré hablar aunque tenga que desollarlo.
»Me llevaron al calabozo, donde pasé la noche preocupado sin saber en qué forma acabaría mi infortunio. Más o menos me daba cuenta de la situación y que, si abría la boca cuando Kink estuviese a salvo, nadie creería mi cuento. También estudié detenidamente al Coronel, sacando en consecuencia que ninguna ayuda podía esperar de su parte, porque las apariencias me hicieron juzgarle que era un probo e implacable militar, uno de esos individuos de mucha corpulencia, barbilla puntiaguda, boca pequeña y labios finos como el filo de un cuchillo; cara ancha, de color encendido y el aspecto rústico.
—Vamos, pimpollo —me dije entre mí—, según parece esta temporada acabaste de ganarte el pan con tus cateos porque si al viejo de marras se le calientan los cascos, te condenarán a cadena perpetua, tres veces y propina.
»A la mañana siguiente probaron a hacerme hablar por todos los medios imaginables. De cuando en cuando, el Coronel me dirigía una mirada interrogante, que yo pasaba por alto, puesta toda mi atención en representar perfectamente el papel de mudo. Me resultó un tormento muy duro, desde luego; estaba tan nervioso qué la boca me dolía al no poder pronunciar vocablo. Las palabras pugnaban por salir con violencia, pero yo las retenía llenando mi mente con las expresiones más bellas que jamás se me ocurrieron.
»El Coronel se acercó a mí y me habló con la seguridad de que yo le comprendía bien, despacio y muy serio:
—Amigo, estoy seguro de que entiende perfectamente lo que le digo. La verdad, no acabo de comprender por qué se empeña en guardar este silencio tan ridículo. Se le acusa de un crimen y el caso se presenta bastante complicado para usted—. Me escudriñó con mucha atención, añadiendo—: Si se diera cuenta de que con su comportamiento no hace más que complicar el asunto, quizá se decidiera a hablar. Vamos, diga toda la verdad.
»Las ideas y respuestas se agrupaban en tropel en mi cerebro. La lengua, pugnaba por soltarse de una vez, y las palabras acudían a los labios, pero las retuve pensando:
—¡No! No debo hablar; mañana Kink estará a salvo, y entonces, en este mismo lugar y ante el coronel, armaré una tan gorda que formará época en la historia. Al oírme rugir, más de uno creerá que algún chino ha prendido fuego a una caja de petardos.
»Custodiado por un soldado, de nuevo me encerraron en el calabozo. Todo habría salido a pedir de boca si por el camino no hubiésemos tropezado con los mulos que tiraban de unos carros. Venían cargados de la estación del ferrocarril. Al pasar por los barracones, tuvimos que dejar el paso libre a cuatro carros, cada uno tirado por tres parejas de mulos y atestados hasta los topes, de forma que los animales sudaban y las ruedas chirriaban al intentar doblar por la esquina de una de las barracas. Bien se sabe que, por lo general, un buen arriero es el ser más pequeño y ordinario que existe entre sus congéneres, pero cuando se tropieza con uno que además sea malo, entonces no se pueden prever las consecuencias. El arriero que iba delante era el peor entre los peores; fuerte para manejar el látigo, pero muy coito de entendimiento. Intentó Car vuelta, más chocó contra la esquina del edificio; se paró, retrocedió el carro balanceándose de una parte a otra y cada vez se veía más apurado. Los mulos, cansados como estaban, no tardaron en rebelarse, comenzaron a embestir, a dar vueltas y a retroceder con fuertes resoplidos. En menos que canta gallo, aquellos mulos dieron la exhibición más grande de idiotez que jamás se viera en el país, sin dejar que el carretero se les acercara; este, que también parecía haberse vuelto loco, con crueldad y mal instinto castigaba la boca de los animales. Bien es verdad que basta uno solo para sulfurar al carretero, y si a eso se añaden cinco más es para trastornar al más valiente; sin embargo, no había razón para que el hombre se mantuviera de pie, cerrara los ojos, y con la tralla —que medía tres varas de largo— golpeara a las bestias que no hacían más que querer avanzar para luego retroceder. Aquel innoble espectáculo me perdió, pues las palabras se atropellaban y escaparon de mi boca, como burbujas de magnesia efervescente:
—¡Eh, tú! —grité hasta por las narices—. ¡Desperdicio del infierno! ¡Mata perros! ¡Veo que no eres capaz de conducir gallinas al corral! Deja de pegar a estos mulos o te doy una paliza descomunal que no habrá médico que pueda curarte.
»Se volvió para mirarme y masculló entre dientes palabras que me encendieron la sangre. Salté por encima de la rueda y le cogí por el pescuezo, tanteando su garganta como quien afina una flauta. Después le di un empujó y me apoderé de las riendas. ¡Ah! Al sentirlas en mis manos, al cabo de tanto tiempo que dejé el rancho, me produjo la misma sensación que siente el actor al contacto de la pomada con que va a maquillarse el rostro. Además los mulos enseguida se dieron cuenta de que en el pescante estaba un arriero de cuerpo entero. Empecé por insinuarles lo que quería, volteando el látigo por encima de su cabeza, mientras les hablaba como si se tratase de carne y sangre mías. Las primeras palabras fueron las más disparatadas que el idioma inglés y la comarca han producido hasta la fecha, disminuyéndolas rápida y serenamente.
»Arizona habrá sido un país muy lento para adaptarse al cuello alto y al ritmo del rag-time, pero en cuestión de blasfemias va a la cabeza de todo el mundo. Sin pecar de presuntuoso, te diré que cierta vez llegué a conseguir una reputación muy alta, al inventar algunas expresiones tan punzantes que me valieron la admiración de los demás, y en el día de marras, te aseguro que estuve a la altura de las circunstancias.
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»Por espacio de cinco minutos, les hablé en mi forma característica sin romper el hilo locuaz, ni repetir una sola palabra. La alocución debió ser maravillosa, porque los anímales se alinearon y se mantuvieron más rectos que unas paralelas trazadas con yesos. Hice que levantaran la cabeza hasta quedarles ajustado el collar, y así, con la cabeza erguida, pasaron ante el edificio, dimos la vuelta y en la puerta de la comisaría frené y se detuvieron. Me sequé el sudor de la frente, mientras contemplaba la cara sonriente de cincuenta soldados que me recordaron que yo era mudo y prisionero. Oí una voz que me dijo:
—¡Tráiganme a ese hombre! —Era la del coronel, quien sudaba cólera por todos los poros.
»Bajé del carro de muy mala gana y titubeando; mas no se resiste la fuerza de dos soldados cuando le arrastran a uno. Perdí parte de mi ropa, pero me hizo bien un poco de ejercicio. Me llevaron hasta el despacho del viejo y este enseguida hizo salir a mis guardianes.
—De modo que ya recobró usted la voz, ¿no es así? —me espetó, hecho una furia.
—Sí, señor —le contesté—. Me volvió cuando menos la esperaba, como por milagro.
»Durante un buen rato hizo teclear los dedos sobre la mesa, luego me dijo con cierta despreocupación:
—Es usted un buen arriero, ¿eh?
—Pecaría de inmodestia si dijera que me considero el mejor del país, pero quisiera saber quién ostenta este título.
—Su intervención me ha hecho recordar —siguió diciendo el coronel— una exhibición que presencié una vez en Nuevo Méjico, hace muchos años, en el cañón del Flatwater. Quizá haya usted oído comentar la batalla que tuvo lugar allí con los apaches; pues bien, dio la casualidad de que yo tomé parte en la escaramuza. Con diez hombres a mi mando fui destacado para escoltar una caravana hacia Fort Lewis. Ningún percance hasta que llegamos al final del cañón, pero en ese lugar se armó buena. Los indios, escondidos en los cerros, nos atacaron por sorpresa. Perdimos dos hombres y uno de los carros antes de que lográsemos alcanzar la pradera. En el primer tiroteo recibí un balazo en el cuello que me hizo perder mucha sangre; sin embargo, seguí a caballo y pudimos aguantar el ataque hasta que los carros salieron del barranco. En el preciso momento en que abandonábamos el lugar, mi caballo se rompió una pata, cayó y me tiró al suelo, pero me dirigí a los muchachos diciéndoles:
»—¡Seguid adelante, por el amor de Dios! ¡Seguid adelante!
»La más pequeña demora significaba la pérdida de toda la caravana, y los soldados tenían más trabajo del que podían hacer, con los indios atacándonos por tres lados de un modo desesperado.
»Con nosotros iba un joven de Texas que conducía el último carro; al verme caer hizo dar la media vuelta a los tres pares de mulos que tiraban del carro, metiéndose de nuevo en el barranco, en el que llovían las balas. Fue aquella la hazaña más habilidosa llevada a cabo por un hombre desde lo alto de un pescante, sin contar la parte de intrepidez que el hecho requería. Llevó el carro por entre el lugar en que yo me hallaba y el macizo rocoso, gritando «¡Suba usted! ¡Suba usted, que nos iremos a escape!» Tuve el tiempo justo para subir al pescante, a su lado. Al tomar el recodo hirieron a uno de los animales, y él, mascullando como un poseso, bajó a desengancharlo. Dando tumbos logramos salir del barranco con los cinco que nos quedaban. Durante todo el tiempo los labios de aquel hombre profirieron las palabras más irreverentes que he oído en mi vida. Como por espacio de varias semanas y de resultas de la herida estuve bastante enfermo, no pude expresar mi agradecimiento al valiente arriero. Lo cierto es que sabía entendérselas muy bien con los mulos del ejército, su nombre era... a ver si lo recuerdo... Wiggins...; sí, eso es, Wiggins.
—¡Oh, no! ¡No era ese! —protesté con cara de tonto—. Se llamaba Joyce.
»Después me callé y me sentí como un niño cuando el coronel se me acercó dándome un apretón de manos tan fuerte que me las estrujó.
—Ayer, al verte por vez primera, no estuve muy seguro de que fueras tú, Bill, pero cuando te he visto así, subido en el pescante y guiando a los animales del modo que lo has hecho, entonces sí, te reconocí—. Se rio francamente, pero sin soltar mi mano. Luego añadió—: Siento una gran alegría al volverte a ver, Bill Joyce. Ahora bien, dime todo lo que sepas de la muerte de esos indios.
»Y yo se lo referí. Al terminar mi relato guardó silencio largo rato y con la mirada abstraída se puso a teclear con los dedos en la mesa, luego habló así:
—Bill, te perjudica mucho el que no lo hayas confesado desde un principio. Delante de todo el mundo has descubierto que no hay en ti tal mudez y que si lo fingías era porque te sentías culpable —el coronel, sonriendo, añadió—: Temo que no te escaparás de enfrentarte con un tribunal. Si pudiera, de buena gana te ayudaría, Bill.
—Pero atienda, coronel —repuse exaltado:
—No podía traicionar a Kink porque somos socios, ¡socios! Por eso le protegí con mi silencio con el fin de que tuviera tiempo para escapar. Kink Martin es el hombre que en Mojave me dio la última gota de agua de su cantimplora sin preocuparse por él, que sacaba un palmo de lengua reseca de sed. Cuando nos pilló la tormenta de nieve en Bitter Loots y me quedé ciego y muerto de hambre, él fue quien, casi a rastras, por el suelo cubierto con doce pies de nieve y sin raquetas, cubrió la distancia que separa Sheeps Horn de la cabaña de Muller para traerme el socorro necesario, allí donde me hallaba tumbado y medio muerto de hambre y de frío. En ese día puso a prueba su temple amistoso, puesto que perdió algunos dedos de las manos y otros tantos de los pies, pero consiguió salvarme. Sepa, coronel, que más de una vez nos hemos tapado con la misma manta, comido en el mismo plato y juntos hemos perdido y ganado dinero; resumiendo: bien tenía que hacer algo por él. Me doy cuenta de que estoy metido en un embrollo. ¿Cómo salir de este apuro? ¿Qué haría usted?
»El oficial antes de contestar miró a través de la ventana abierta, luego dijo:
—¡Caramba! Socios son socios. Mira, el caballo que está atado a la columna es el mío. Yo, en tu lugar, saldría a escape.
»Aquel fue el caballo más dócil que he montado en mi vida; más tarde tuve algún reparo al venderlo, pero como se dio el caso de que una vez que hube pasado la frontera, ya casi no servía para nada, lo vendí sin más dilaciones.