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rex beach

drama en la isla

—¡Jorge se ha casado! Es una noticia que me sorprende realmente.
Felipe Winsby se pasó la mano por los cabellos, en los cuales el sol de los trópicos había puesto tonalidades rojas.
—Trae aquí a su mujer —agregó—. Debe estar enfermo el pobrecito.
Volvió a abrir la carta y siguió leyendo:
...Espero que no te disgustará llevar tu ropa al “bungalow” de la servidumbre; Haz pintar de nuevo nuestro departamento, provéelo de esteras en buenas condiciones y de todo lo demás que sea necesario. Otra cosa: creo que me veré obligado a mantener a Mara a mi exclusivo servicio. Mara es un muchacho tranquilo, experto y fiel. Evelina no conoce absolutamente naden de los quehaceres domésticos; sobre todo en un país tropical, cuyos secretos ignora. A ti te será fácil encontrar otro muchacho. Por favor, manda la lancha, a Dobo, donde atracará el “Van Baalen”, y expide órdenes para que se envíen los equipajes de Minch sin el menor retraso. Gasta todo el dinero que sea necesario en estos trabajos, de modo de que yo pueda estar tranquilo con mi mujer...
Reclinado en su sillón de mimbre, Felipe reflexionaba, absorto. Le resultaba cómico pensar que Jorge Carleston se hubiera casado; pero especialmente trágico para la mujer, cualquiera que ella fuese.
Tenía Jorge cuarenta y cinco años, veinte más que su amigo, y era el más famoso libertino de la isla. En toda la Malasia corrían respecto a él muchas historias, a cual más escandalosa. También durante los dos años transcurridos en Bukit Satu, la «gobernanta» indígena Minch no había sido la única huésped femenina del bungalow. ¿Sospecharía todo esto su mujer? ¡Qué tontería!
Por pésima que fuese la reputación de Carleston con respecto a las mujeres, no se pedía negar su habilidad como colono; conocía todos los secretos de las plantaciones. Tampoco era posible dudar de su valor.
Se necesitaba una voluntad de hierro para reprimir un terror tan agudo como el que experimentaba él por las serpientes en Bukit Satu. Felipe sentía por los reptiles la aversión de todo hombre normal, pero Jorge temía de un modo increíble a las serpientes: era su idea fija. La vista de una serpiente por pequeña e inofensiva que fuese lo ponía en un estado físico doloroso que oscilaba entre el histerismo y la parálisis. Tan solo el hecho de pensar en una serpiente le producía un efecto espantoso: una extraña rigidez física acompañada de estupor. Y uno de los primeros cuidados de Jorge en cuanto llegó a la isla fue el de revisar todos los libros, clausurando con un alfiler todas las páginas que contenían dibujos o fotografías de reptiles de cualquier especie que fueran.
¡Y ahora Jorge llevaba a su mujer a vivir a la isla! Quizá tenía la seguridad de que ella se sobrepondría a tan terribles terrores, o lo dejaba completamente indiferente, lo que en tal sentido ocurriese.
Bukit Satu se hallaba situado en una de las islas Aru, al oeste de Nueva Guinea, y si a un hombre le resultaba difícil adaptarse, para una mujer resultaba un verdadero suplicio. La población blanca de Aru se hallaba constituida por dos funcionarios blancos y cierto número de pescadores de perlas que vivían en sus lanchones o en Dobo, donde el vapor postal llegaba todos los meses. ¡Y Dobo se encontraba a media jornada de barca!
Después de seis meses de residencia en semejante sitio, una mujer no podría menos que enloquecer. Por lo tanto Jorge se comportaba de un modo inhumano.
Los días pasaban velozmente. Por último el bungalow de Jorge fue objeto de una limpieza tal que quedó como un espejo. Todo fue puesto como nuevo, y luego Felipe hizo su traslado. Hasta la pequeña Minch fue liquidada. Al principio ella parecía pensar que el casamiento de Jorge no le importaba de manera alguna; pero cuando Felipe le hizo comprender la importancia del acontecimiento y que comportaba su inmediato destierro, bajó sus límpidos ojos castaños y sin vacilación le propuso quedarse a su servicio personal.
Minch solo tenía dieciocho años; quizá en la isla no había una muchacha más bella. ¿Acaso no tenía una figura graciosa, líneas perfectas, manos y pies pequeñísimos? La negativa enérgica de Felipe le hizo verter lágrimas que enjugó enseguida a la vista de un billete de cincuenta guilder.
Por último partió en la lancha con destino a Dobo, rígidamente sentada sobre el cajón de roble que contenía sus ropas, sus aros, sus collares y los otros regalos de Jorge. Su vida había terminado en Bukit Satu.
Mara se mantuvo tranquilo, pero terriblemente activo, hasta la noche anterior a la llegada de los esposos. Levantóse muy temprano a la mañana siguiente, mató un dugong, cuya carne sabía que era grata a los manes tutelares de la isla. Mató también algunos pichones para la mensahib —la señora, previendo el caso de que no fuera de su agrado el sabor del dugong.
Todos los muebles y objetos merecieron de su parte una limpieza especial; dejó también reluciente la pipa de Jorge y dispuesta sobre una bandeja de ramas. Adornó el interior del bungalow con orquídeas de distintas clases y grandes ramos de jazmines. Los floreros desbordaban de flores de un rojo vivo, de un verde pálido; flores lilas, rosadas, púrpuras y amarillas. Mara sabía que las flores gustan a las mensahib.
Poco después de mediodía oyóse el silbato de la lancha a motor, y Mara apareció refrescado por el baño, vestido para tan gran acontecimiento con un bello sarong color plata y azul, gorra y sandalias de la misma tela y una chaqueta de un blanco níveo. Después de una visita apresurada, al cocinero, porque Mara inspeccionaba invariablemente la preparación de cada plato, el siervo indígena se dedicó a la tarea de hacer los cocktails de bienvenida.
Presentándose luego ante los ojos de Evelina con gracia y dignidad impecables, se conquistó inmediatamente el corazón de la nueva señora, que supo apreciar los esfuerzos del muchacho para embellecer el bungalow en su honor.
Mientras la joven esposa saltaba como un pajarillo desde un ramo de flores a otro, lanzando grititos de alegría ante las orquídeas multicolores, maravillada y feliz. Felipe tuvo la oportunidad de observarla atentamente por la primera vez.
Fue para él una verdadera revelación. Bebió el cocktail mecánicamente, haciendo votos por su salud y felicidad, formuló las acostumbradas congratulaciones, pero un sentimiento de inquietud comenzó a apoderarse de él. Evelina era más bella de lo que se lo había imaginado, más fina y delicada que las flores tropicales que tanto la entusiasmaban. ¡Una joven tan distinguida era la esposa de Jorge Carleston! ¡Fragante criatura desterrada en Bukit Satu! Resultaba increíble y trágico.
La bella mensahib bien pronto se convirtió en una divinidad para Mara, el muchacho indígena. Desde el instante en que entró en el bungalow y lo miró sonriéndole, Mara quedó convertido en su esclavo. Su veneración aumentó con el tiempo, a tal punto, que, aparte de la sirvienta particular de Evelina, no permitía que nadie se ocupara de ella.
La joven y bella señora inició su vida en Bukit Satu con una desenvoltura admirable. Hizo todo lo que estuvo a su alcance por volver más habitables los dos bungalows, el suyo y el de Felipe, sin alterar por eso el carácter esencialmente masculino que tenían. Muchas veces con traje veraniego y casco tropical, casaca caqui y arma al brazo, salía a la caza de cocodrilos y de antílopes en compañía de Jorge y de Felipe.
Junto con los dos hombres pescaba tiburones, merluzas y peces de distinta clase, en lo que hallaba un placer especial. Nunca se lamentó del calor, de los insectos, de los reptiles o de las lluvias torrenciales.
Era en suma una compañera valiente e incansable.
Muy a menudo llevaba consigo en estas giras al boy indígena. Si la lancha en que iban se acercaba por casualidad a una tortuga distraída, Mara se apresuraba a atraparla y la elevaba expertamente a la superficie, donde la mantenía prisionera hasta que él y su presa subían a bordo. Conocía una infinidad de trucos de este género que aprovechaba en beneficio de la bella mensahib. ¿Acaso ella no prefería la carne de tortuga a cualquier otro plato? Era sabrosa y nutriva.
* * *
A pesar de la energía valerosa de Evelina, Felipe no tardó en darse cuenta de que no era feliz. En sus ojos se veía una luz dolorosa, mezcla de miedo y de estupor; a veces aparecía extrañamente triste mientras una arruga profunda le cruzaba el entrecejo.
Jorge también había cambiado visiblemente; ya no era el alegre amigote, el buen compañero que conociera meses atrás. Se mostraba irritado y brusco, no solamente con Evelina, sino también con Felipe, y hasta con los coolies. Esto era insólito en él; parecía experimentar una malvada satisfacción en hacer la vida difícil a todos, de modo que nadie se sintiera contento a su alrededor, y más de una vez Felipe y él se encontraron al borde de la agresión personal.
La alegría, de Evelina se había convertido en penosa inquietud. Esquivaba a Felipe, toda vez que podía, cuidando de no ofender su amor propio, cosa que al joven no dejaba de alegrarlo y entristecerlo al mismo tiempo. Estaba siempre absorto con el pensamiento de Evelina. Cuando la veía pasear a lo largo de la playa, fina silueta trágicamente patética y solitaria, debía hacer un poderoso esfuerzo para contenerse y no correr tras ella para tomarla entre sus brazos.
Sí, Felipe se había enamorado locamente de ella. ¿De qué valía ocultarse la verdad? A los ojos de Jorge, el amigo de otro tiempo, se estaba manchando con la más vil traición. Se despreciaba ahora con todas sus fuerzas.
Cualquiera que fuese el motivo del disgusto que experimentaba con Evelina, él se estaba comportando como un verdadero enemigo. Felipe se lo repetía: era una vergüenza. Jorge tenía necesidad de que se le hablase claro. Evelina se sentía prisionera, como efectivamente era así; Bukit Satu era su Isla del Diablo, y su indigno marido parecía gozar de la tragedia que él mismo provocaba. Las cosas siguieron en ese pie de tirantez hasta que un día Felipe volvió a ver a Minch entre los otros coolies.
Un grito de estupor se le escapó de la garganta. La muchacha no podía haber regresado sin el permiso de Jorge. Esta vez había llegado el momento de hablar claro.
Fue en busca de su amigo, a quién encontró a orillas de la laguna, inspeccionando algunos peces para establecer su especie. Luego se encaminaron juntos en dirección del bungalow.
—Hace un momento he tenido una sorpresa —comenzó diciendo Felipe—. Figúrate que acabo de ver a Minch. ¿Sabías tú que se encontraba aquí?
Una expresión de contrariedad se pintó en la cara del amigo.
—Desde luego que lo sé —repuso—, puesto que yo mismo la he mandado llamar.
—¿La mandaste llamar?
—Sí. ¿Qué hay con eso?
—Me imaginaba que habrías renunciado a ciertas cosas, ahora que...
—Escucha —le interrumpió Jorge—. ¿Con qué derecho te inmiscuyes en mis cosas particulares? Además, tú me conoces bien. ¿Crees que podría renunciar a «ciertas cosas» como dices?
—Dios sabe que tendrías esa obligación.
—No comprendes nada. Tú podrías ser feliz con una sola mujer; yo no. Y ahora ocúpate de tus asuntos, ¿comprendes?
—¡Muy bien! —repuso Felipe con voz vibrante de ira—. Pero ante todo quiero decirte en la cara que eres un individuo despreciable.
—Cosas peores me han dicho —replicó Jorge con estudiada indiferencia—. Lo que tú piensas de mí no me interesa.
—En resumidas cuentas, Jorge, ya no te reconozco... Desde que te ausentaste por un tiempo de la isla has cambiado mucho... ¡extraordinariamente, Jorge!
—¿Y qué te importa?
—Evelina es una mujer maravillosa; demasiado buena para ti. ¿Por qué la has traído a este infierno? ¿Y por qué te comportas con ella ahora de un modo tan vergonzoso?
—Si ya no te gusta estar conmigo, ¿por qué no te buscas otro trabajo?
—¿Me lo dices seriamente?
—Piensa lo que quieras. Yo no tolero censuras de tu parte. Franca y sinceramente yo no soy un hombre a quién se le pueda cambiar en sus gustos. Otra cosa: si yo fuera como todos los maridos celosos, hace rato que ya te hubiera despedido. ¿Supones que no me he dado cuenta de que estás enamorado de Evelina?
—¡Es una infame mentira! —estalló Felipe—. Y puesto que sospechas de mí, ¡al diablo tú y tu puesto! Me iré hoy mismo.
—No puedes marcharte por tú propia decisión. Él contrato te obliga a dar el aviso con tres meses de anticipación. Partirás tan solo cuando yo haya encontrado quien te reemplace.
—Muy bien. Dentro de tres meses. ¡Y vete al infierno!
Felipe, exasperado, se dio vuelta para alejarse; pero apenas había dado unos pasos cuando oyó detrás de si un grito terrible. Vio entonces a Jorge en actitud de rigidez extraña, con los ojos dilatados en una mirada, de horror, mientras se llevaba una mano al cuello como si se estuviese asfixiando.
La cólera de Felipe, que había presenciado muchas veces escenas parecidas, se transformó en piedad por su ex amigo; se sintió presa de viva inquietud. Maquinalmente lo alcanzó corriendo. El rumor de sus pasos espantó a la serpiente sobre la cual los ojos de Jorge estaban hipnóticamente fijos. Cuando llegó junto a Jorge solo un deslizamiento sobre la hierba indicó la dirección tomada por el reptil.
El colono se agitó para salir del encantamiento, como un hombre presa de un sueño hipnótico, temblando y con todos los músculos tensos; parecía a punto de desvanecerse. El sudor le corría abundantemente por la cara.
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—¡Era una de esas infernales serpientes tigre! —balbuceó—. Estaba enroscada sobre la hierba... ¡Qué horror!
—¿Una serpiente tigre? Hace meses que no las vemos.
—¡Horrenda alimaña! Estas serpientes son las más temibles; se enroscan sobre la víctima y tienen tanta fuerza como para destrozar a un hombre.
Para no caer al suelo, Jorge debió apoyarse en Felipe.
—¿Quieres prestarme el brazo hasta que lleguemos a casa? —le preguntó.
Y a una señal afirmativa del compañero agregó:
—Gracias. Es espantoso para un hombre experimentar tan terrible miedo a las serpientes y más todavía cuando uno tiene que vivir en un sitio como este; pero yo he nacido con esta debilidad y nada puedo hacer. Que esas condenadas alimañas sean grandes o chicas, venenosas o inofensivas, no presentan ninguna diferencia para mí. También mi madre era así. Me ha transmitido tan terrible miedo. Yo creí que no me oirías cuando lancé el grito. Luego no pude articular palabra; estaba como petrificado. Es una sensación peor que el miedo físico: algo misterioso, lejano, que me llegaba hasta el fondo del alma. Ahora... quedaré imposibilitado quién sabe por cuánto tiempo. ¡Dios mío, solo el alcohol puede ayudarme!
Al llegar al bungalow se encontraron con Mara.
—¡Whisky, pronto! —ordenó Felipe—. El sahib casi ha sido muerto por una serpiente tigre.
Mara desapareció para regresar enseguida trayendo dos vasos y una botella. Bebieron varios vasos de whisky y Jorge una vez calmado permitió a Felipe que se retirara, murmurándole, sin mirarlo a los ojos, palabras de excusa por las duras reconvenciones que le hiciera momentos antes.
—Trata de olvidar lo que te dije —le rogó—. Ya verás que las cosas marcharán mejor.
El amigo y subalterno se fue sin hacer comentario alguno.
Pero las cosas no anduvieron mejor que antes. Felipe no se dejó ver en el bungalow de Carleston.
Hablaba con Evelina solo cuando se veía obligado a ello y con la más rígida formalidad. La situación resultaba así intolerable.
Una noche, sentado bajo el pequeño pórtico de su casa, Felipe leía los diarios que acababan de llegar por el último correo cuando oyó que alguien daba un golpazo en la puerta del bungalow grande. Levantó la cabeza a tiempo para ver a Evelina que salía corriendo y tomaba dirección a la playa. ¡Era extraño! ¿Por qué saldría a esa hora, casi a la medianoche? ¿Y por qué corría? ¿Le habría sucedido algo con su marido y en el extremo de la desesperación no había visto otro recurso que alejarse de la casa? ¿Y por qué corría por el sendero que conducía a la playa? ¿Habría concebido algún siniestro proyecto para libertarse de una vez de un marido torturador que le hacía la vida imposible? ¿Pensaría arrojarse al agua?
Presa de un vago temor, que a los pocos segundos fue tomando consistencia con la rapidez misma de su pensamiento al orillar situaciones posibles dentro del chalet de Jorge, no pudo Felipe resistir a la tentación de correr en auxilio de la desventurada mujer. Así lo hizo, pero al llegar a la playa no encontró ni rastros de la fugitiva. En vano la buscó por todas partes. Entonces resolvió registrar las arboledas cercanas, y un sentimiento de alivio sintió en el corazón al verla de pronto sentada al pie de una enorme palmera, junto a la ribera.
La llamó por su nombre desde lejos, y como no lo escuchara, levantó la voz todo cuanto le fue posible. A estas últimas llamadas Evelina dio vuelta la cabeza y luego, tranquilamente, volvió a mirar en dirección al mar.
¿Por qué miraba con tanta insistencia el entrechocar de las olas en las rocas de playa? ¿Añoraba la llegada de algún barco salvador o se sentía atraída por un sentimiento lúgubre que bien podía ser el de la muerte? ¿Preferiría entonces perecer ahogada a seguir soportando la existencia que le proporcionaba su marido, entregado a todos los vicios?
Todas estas ideas asaltaban la mente de Felipe a medida que se iba acercando a la palmera al pie de la cual había ido Evelina a buscar un refugio dudoso a altas horas de la noche. Una vez que estuvo a una distancia desde la que podía ser oído por ella, le preguntó:
—¿Le sucede alguna cosa desagradable, Evelina?
Ella levantó la cabeza y a la claridad difusa de las estrellas se encontraron sus ojos.
—Nunca me ha sucedido nada de que pueda felicitarme —se limitó a responder ella.
—Lo lamento mucho. ¿Puedo serle útil en algo?
—Gracias. Nadie puede hacer nada por mí. Además, la culpa es únicamente mía.
—¿Por qué?
—Por haberme casado con él... a pesar de todas las oposiciones. Mis padres, parientes y amigos me habían puesto en guardia, pero yo no quise escuchar tan sanos consejos. Me casé con él obedeciendo a un engañoso instinto; por más malo que fuera, yo me sentía con virtudes suficientes como para desviarlo de las malas rutas morales que constituyeran su único sendero en la vida.
Se produjo un silencio. Sobre su cabeza las ramas de la palmera se movían suavemente a impulso del viento. Las raíces de los árboles adyacentes cobraban extrañas formas; sobre la superficie de la tierra semejaban un ejército de reptiles en marcha.
—Para mí Jorge es un enigma —declaró Felipe—. Desde hace muchos meses yo no lo comprendo.
—Yo lo comprendo muy bien. Se hastía.
—¿Se hastía?
—Insoportablemente. Hasta la muerte. Está hecho así. No puede amar a una mujer más de dos o tres semanas. Poseído del demonio se ahoga en la saciedad, se aburre soberanamente. Este es el proceso que sufre normalmente. Es humillante para una mujer, ¿verdad?
Los labios de Evelina se torcieron en el esfuerzo voluntarioso de una sonrisa, que en definitiva resultó una mueca dolorosa. Después de una pausa prosiguió:
—No es posible culparle de ese defecto, como tampoco de su terror insano por las serpientes.
Felipe no sabía qué contestar. Guardó silencio por un momento y después le preguntó:
—¿Sabe su esposo que usted ha salido de la casa?
—No. Duerme, borracho como todas las noches... Hoy se ha conducido conmigo de una manera bestial; me ha apostrofado, insultado, luego de una pequeña observación que me permití hacerle. De este modo consiguió ponerme en una situación de cometer una locura.
—¡Por favor, Evelina, no hable así!
La joven mujer se quedó absorta mirando las olas que rompían en la playa. Era evidente que luchaba entre el deseo de seguir hablando y explicarse detalladamente y guardar un silencio doloroso, que en último caso solo lograría, exacerbar aún más el estado de espíritu en que se encontraba.
Y, como si de pronto surgiera a la superficie después de hundirse hasta el fondo de sus recuerdos, dijo:
—Durante las primeras semanas de nuestro matrimonio, Jorge sé mostró conmigo excepcionalmente amoroso, apasionado, irresistible, lleno de atenciones... Yo lo adoraba. Después su naturaleza comenzó a dominarlo, como un barco que de repente encuentra la ráfaga que ha de conducirlo hacia las orillas de sus antiguas zozobras. Este vuelco de su carácter aventurero lo noté en el viaje de regreso aquí. A bordo viajaba una señora de cierta belleza, pero de aspecto vulgar. Yo creí morir de pena. Entre Jorge y yo se produjo la primera escena, la primera escena de muchas otras que sobrevinieron después. Él me dijo que yo era su carcelera, y que en lo sucesivo haría lo que se le antojara... Quedé horrorizada, estupefacta. Inmediatamente después comenzó a embriagarse. Todas las noches, pasadas las diez, ya no se hallaba en condiciones de razonar. Era una cosa horrible.
Evelina se enjugó una lágrima para seguir diciendo:
—Usted sabe, Felipe, cómo se han desarrollado las cosas aquí. Antes de que arribáramos a la isla, todo acuerdo entre nosotros había terminado... y ahora hasta Minch se interpone entre nosotros. He sufrido mucho sin llorar, pero...
La voz de Evelina se estranguló en un sollozo convulsivo.
—Puede usted pedir el divorcio —declaró Felipe con entusiasmo.
—¿Cómo? ¿Acusando a Minch? ¿Y en un tribunal a millares de kilómetros de distancia? ¿Qué pruebas podría proporcionar?
—Le sería posible, al menos, regresar seno de su familia.
—Mi familia es pobre. Después de haberme rebelado a su voluntad, no puedo volver a ser para ella una carga pesada. Es necesario soportar las consecuencias de nuestros propios actos, Felipe. Esta noche, Jorge me dijo que usted pronto partiría y hasta me explicó el porqué.
—¿El por qué? —repitió Felipe, temblando.
—Me dijo que usted me ama... También me acusó a mí de amarlo...
Detuvo con un rápido ademán las protestas del compañero, y concluyó:
—Jorge tiene razón.
—¡Evelina! —exclamó Felipe.
—Sí. Hace mucho tiempo que comprendí lo que usted siente por mí. Y Jorge ha leído claramente en mi alma. No es tonto... Al decírmelo no me acusaba; parecía gozar de la situación no sé por qué perverso motivo. Esta soledad lo ha vuelto malvado. El amor que experimentaba por mí, si alguna vez lo tuvo, se ha convertido en odio. Los hombres odian a sus carceleros. Es justo.
—¡Pero esto no puede continuar! —exclamó Felipe, apasionado—. Yo la sacaré de aquí, Evelina... Yo...
—No diga locuras. Hay cosas de imposible realización. Eso es todo.
—Hay un hombre de más en Bukit Satu —murmuró el joven con un extraño gesto.
—Un hombre no —repuso Evelina—. Una mujer sí, y soy yo. No solamente he arruinado mi vida casándome con Jorge, sino que he destruido la amistad que unía a ustedes dos. Es como para creer en el destino inexorable. El designio de lo alto era que yo fuese desdichada. ¿Por qué en lugar de Jorge no lo conocí a usted?
El lamento de la mujer fue interrumpido por una voz que parecía salir del fondo oscuro de las palmeras, y un momento después Mara apareció delante de los dos blancos. Ambos lo miraron sorprendidos. Parecía un geniecillo de esos lugares de desolación. El muchacho indígena los miró por un instante y luego con voz tranquila dijo:
—Le he traído el manto a la mensahib. La niebla de la noche está cargada de fiebre.
—Gracias, Mara —repuso Evelina, tomando el manto y sonriendo al boy—. Volveré a mi casa dentro de pocos minutos. Has sido muy amable.
—Yo siempre pienso en la salud y la felicidad de la mensahib.
Y con una inclinación, el boy se dio vuelta, alejándose sin rumor entre las sombras.
Al quedar ambos solos, Evelina observó, conmovida:
—Es un tesoro, Mara. Sin sus atenciones, no hubiera resistido tanto tiempo.
—Mara no tiene rival —repuso Felipe—. Me estoy preguntando si habrá oído nuestra conversación oculto en la sombra.
La mujer se alzó de hombros:
—Y si ha oído, ¿qué importa? Todo lo sabe, además. Mara es inteligente. Bien; ya es hora de que vuelva a mi casa. Buenas noches...
Se levantó y posó su manita en la de Felipe, mientras sus ojos, extraordinariamente grandes y luminosos bajo la luna, se fijaban en los del hombre. A modo de despedida expresó:
—Nuestra situación es terrible y no le veo salida. Estamos en una trampa, los tres, Jorge, usted y yo también.
Felipe imprimió sus labios en los dedos helados de la mujer, murmurándole:
—Buenas noches, Evelina. Hallaremos una vía de escape. Tenga valor. Ya lo verá.
Dio vuelta el rostro para no sucumbir a la tentación de retenerla un minuto más, y Evelina, como una mariposa nocturna, se deslizó en la oscuridad de la noche.
La vida para los tres europeos de la isla se convirtió en una especie de pesadilla; la tensión aumentaba todos los días insoportablemente. La pólvora estaba apagada, pero cualquier chispa podía encenderla.
La nerviosidad en que vivían sus señores terminó por transmitirse también a Mara. El calor era sofocante y Felipe se preguntaba con frecuencia qué razones podían impulsar al boy para permanecer durante largo tiempo fuera de la casa. Si lo hubiera seguido, los movimientos de Mara lo habrían sorprendido o engañado, ya que parecía ser su intención explorar los campos salvajes hasta los confines de los terrenos sembrados, llegando a lo matorrales tupidos que orillaban la selva virgen.
El muchacho indígena caminaba con lentitud y extremada cautela, pero sin meta aparente; atento a todo lo que le rodeaba, tenía brillantes los ojos mientras sus sandalias no producían ningún rumor. De tanto en tanto se detenía y miraba intensamente un matorral, una mata de hierba, un tronco; luego volvía a emprender sus investigaciones incomprensibles. Desafiaba todos los días el calor sofocante para regresar al bungalow con algún ramo de flores multicolores para adornar muy bien el cuarto de la mensahib.
Por último encontró lo que buscaba. El descubrimiento que acababa de hacer lo dejó clavado en el suelo por tres minutos. En actitud rígida miraba un punto delante de sí, presa de un sentimiento que podía ser de miedo como de morbosa atracción. Con las narices dilatadas, la respiración le pasaba silbando entre los dientes apretados. Mara, entonces plegado en dos, barbotaba palabras ininteligibles para un oído europeo. Después de un momento deslizó la mano derecha a lo largo de su bastón que había plantado en el suelo; al llegar la mano al extremo inferior oprimió con los dedos algo que constituía el objeto de toda su atención.
Cuando retiró el brazo una serpiente viscosa, escamosa, de un metro y medio de largo, estaba enroscada alrededor de su muñeca. Sacaba la lengua con vibraciones de llama, mientras con la cola golpeaba en la cintura del joven.
Con su terrible prisionera Mara atravesó los campos hasta un macizo de plantas, cerca de la choza de los coolies, donde había escondido una caja de madera cubierta con una tapa.
Con extremada precaución logró desprender la serpiente de su propia muñeca y hacerla entrar en la prisión.
Ocultó la caja en una cueva, regresó al bungalow de Carleston, y acostándose sobre su estera se durmió.
Esa noche, como de costumbre, el boy preparó sobre la cama de su amo un intachable traje blanco, vigiló los trabajos de la cocina y con el cuidado de costumbre dispuso la mesa. En el sitio de la mensahib puso una orquídea, una flor de extraordinaria belleza.
Sirvió la comida como siempre, mudo y lleno de meticulosas atenciones, luego preparó los licores de Jorge en el saloncito y dispuso todos los demás detalles para las horas siguientes. Hecho todo, libre por el momento de graves preocupaciones que pudieran perturbar su espíritu, se sentó bajo el pórtico posterior del bungalow.
Esa noche, en el comedor, se produjo una nueva escena: palabras agrias y acusaciones, que no escaparon a Mara. Por último la mensahib, bañada en lágrimas, corrió a refugiarse en su dormitorio, perseguida por una blasfemia de su marido y por el ruido de una copa al romperse.
Acariciando las cuerdas de su instrumento, Mara, tranquilamente sentado, seguía cantando dulcemente a la luna amarilla. Su canto se extinguió solamente cuando el amo salió de la casa para dirigirse hacia la choza en que vivía Minch.
El joven indígena depositó entonces en tierra su instrumento y fue a buscar la cajita de madera.
Al regresar a medianoche, Jorge llamó:
—¡Boy!
—Tuan —repuso Mara acudiendo.
—Whisky con soda. ¡Pronto!
Al llevarle la bebida, el patrón le interrogó con voz grave:
—¿Has llenado de combustible mi lámpara?
—Sí, tuan.
—Bien. Se había consumido todo. Anoche me desperté en la oscuridad. No soporto la oscuridad... Hay muchas cosas en las tinieblas... Cosas que oprimen... ¡Que no suceda otra vez!
—Muy bien, tuan.
—Y llévame mucha agua fresca.
—Esperaré que el tuan se acueste.
—Llévala ahora. Me iré a la cama después que beba un par de copas.
Mara se inclinó y se dirigió en busca del agua. Colocó bien la almohada en la cama de Jorge, encendió la lámpara del velador, y luego volvió al sitio en que se encontraba, en la parte posterior de la casa. Tomó entonces la cajita de madera y la agitó vigorosamente.
De pronto se oyeron silbidos agudos y rozamientos. Mara continuó agitando la caja hasta que la serpiente comenzó a lanzar aún más penetrantes silbidos de furor, saltando y golpeando las paredes de su prisión.
Entonces Mara atravesó con sigilo el patio, y abrió con el pie la puerta corrediza del dormitorio de Jorge. Parecía que las paredes de la caja de madera estuvieran por romperse, tan fuertemente vibraban al empuje de los anillos elásticos de la serpiente. Mara abrió la tapa e hizo caer en tierra al reptil. Inmediatamente cerró con rapidez la puerta y se alejó.
Cuando Jorge, tambaleándose, se dirigió a la cama, el indígena Mara cerró el comedor, apagó las luces y se retiró a su propio cuarto.
Desde el dormitorio del amo salían murmullos y gemidos extraños, pero no lo suficientemente fuertes para despertar a la mensahib. Desde hacía un tiempo el amo había adquirido la costumbre de roncar y de gritar durmiendo. Cuando estaba ebrio hacía ruido para irse a la cama; a menudo derribaba objetos y rompía cristales.
¡Ruidoso Individuo! Pero pronto quedaría tranquilo para siempre. A la mañana siguiente, al llevar el café al dormitorio del amo, Mara mataría a la serpiente con un parang.
El boy se estiró sobre su estera, preparándose para un pacífico y largo sueño. ¡Todas las cosas suceden como lo desea el Tuan Alá!