Big George estaba tomando unas copas ante el mostrador. Una extraña quietud había dejado en suspenso las actividades de aquel pequeño campamento minero del Ártico. Invariablemente, cuando George bebía más de la cuenta, interrumpíase en el transcurso del tiempo la marcha normal de los acontecimientos, y en aquellos instantes ninguna eventualidad se observaba que fuera de mayor trascendencia pública que el descenso alarmante del mercurio del termómetro al influjo del canto del viento que arreciaba a través de los despoblados y tétricos yermos norteños de la tundra.
De pie y en el centro de una concurrencia que se había reunido en el Northern Club, proclamaba sus virtudes con una voz que parecía los gruñidos de una foca.
—¡Sí, yo! Yo, el Pequeño George, he hecho tales proezas. A grandes y a chicos, a todos los he vapuleado desde una punta de la Isla de Herschel al otro extremo del Dutch Harbour. Cuando no me han gustado, los he transformado de pies a cabeza. Soy el maestro carpintero del Ártico y soy el dueño de este campamento. ¿No es eso, Slim? ¿Eh? ¡Contéstame! —gritó dirigiéndose a la persona de facciones emaciadas que contestaba por este nombre y cuya atención parecía atraída tan pronto por los bruscos ademanes de George como por las incidencias del juego.
—Claro que lo eres —sonrió nerviosamente Slim, volviendo a atender su juego después de haber oído aquella airosa interrupción.
—Entonces, escucha lo que voy a decir. Soy el amo de este poblado, y cuando estoy alegre y siento los agradables estímulos del licor, todos aquellos seres que no son de mi agrado se esconden para que yo y la Naturaleza podamos regir este mundo de mejor manera. ¿No tengo razón?
Dirigió una mirada interrogante a sus compañeros.
Hablándole a través de la mesa del bar y en voz baja, Red, el propietario, le dio unas cuantas explicaciones al capitán, el hombre recién llegado de Dawson.
—Ese que habla es Big George, el cazador de ballenas. Es indio y un tanto fanfarrón, ¿comprende? Cuando está sereno, es muy bueno y todos le queremos, pero cuando le da por la bebida, deja de ser un caballero. ¿Qué si pelea? ¡Oh, que si pelea! ¡Óigame, las peleas hacen su felicidad! No tiene más que ver que el doctor Miller goza de cierta situación acomodada ¡arreglando los entuertos y desvalidos que han evidenciado tener alguna duda acerca de lo que le acabo de decir, y ahora, cuando se le sube el vino a la cabeza, todos esos infelices remendados van a invernar como las marmotas y se esconden hasta que el entendimiento se le aclara. Después se arrepiente y da sus excusas a todo el mundo. Procure evitar toda discusión con él porque en estos momentos se ve que ha bebido unas cuantos copas de más. Los tipos tan malos como este, ya no se fabrican. Se puede decir que él rompió el último molde con que los hacían.
George se giró y, observando al recién llegado, se le acercó dirigiéndole una mirada que impartía desagrado.
Lo que el capitán contempló fue una figura humana que parecía un oso, vestida de pies a cabeza a la usanza indígena: pantalones de piel de reno vuelta al revés, unas piernas firmes como dos pilares y envueltas con trapos, mientras que de una holgada blusa de piel de ardilla surgía un cuello robusto, curtido y entrecruzado de venas sobre el que descansaba un rostro cetrino y ceñudo, marcado con las huellas y los surcos de los inclementes inviernos del Ártico. Se había quitado los calcetines de piel de ciervo que llevaba, y con los pies descalzos se erguía sobre el piso acariciado por una corriente fría de aire, mientras que todo aquel veneno que había ingerido se descubría tan solo en el color encendido de su semblante. Silencioso, extendió una mano rugosa y endurecida que se cerró como la garra escamosa de un crustáceo, apresando a punto de triturar los dedos del capitán. Este siguió en su imperturbabilidad hasta que, aflojando poco a poco su presión, al marino acabó por preguntarle:
—¿De dónde viene usted?
—Acabo de llegar de Dawson ayer —le contestó cumplidamente el forastero.
—Bueno, y ¿qué es lo que va a hacer ahora que está usted aquí? —le volvió a preguntar George.
—Acotar alguna denuncia y buscar oro tal vez. Verá: traté de adelantarme a la turba que se precipitará sobre estos contornos la primavera próxima.
—¡Oh! Supongo que pretenderá usted usurparnos nuestros cotos, ¿eh? Pues no sucederá tal cosa. No queremos ladrones aquí —siguió diciendo al hombre de mar con un humor de perros—; no lo toleraremos. Este es mi campamento, ¿se da usted cuenta? Yo soy dueño y amo aquí, y estos que usted ve —siguió diciendo, señalando a los concurrentes— son mis pequeños hijos.
Después, viendo que el otro se obstinaba en no querer discutir con él, volvió a alzar la voz buscando nuevas líneas de ataque.
—¡Oiga! Apostaría a que usted es también uno de esos mentecatos de mucha letra y muchas ciencias, ¿no es eso? Habla usted como uno de aquellos que acaban de salir de un colegio.
Al ver que el otro confirmaba sus suposiciones con un ligero movimiento de cabeza, se dirigió a sus amigos diciéndoles con un tono despectivo:
—Vean, compañeros. ¡Dense la enhorabuena! Nunca he visto a uno de estos animales que haya servido para nada. En el colegie se dedican a jugar al football y a fumar pitillos; después, cuando se quedan a dos velas, entonces se acuerdan de venir aquí a quitarnos nuestras denuncias porque nosotros no sabemos escribir como conviene, los avisos de nuestros cotos. Son un atajo de seres inútiles. Mejor será que le ponga un fin a todo esto.
El capitán dio unos pasos hacia la puerta, pero el cazador de ballenas se interpuso. Dejó caer sus espaldas contra la puerta y, concentrando su mirada en el vacío, interceptó el camino.
—No, nada de eso. No voy a dejarle escapar hasta que me haya concedido el baile siguiente, ¡señor colegial! ¡Ach! Todavía tengo que empezar por decirle que es usted un parásito inservible.
Red intervino diciendo:
—Oye, George, este señor no es ninguno de tus conocidos. Dejemos marchar a este promotor de disturbios y demos la entrevista por terminada.
Al poco rato, cuando los otros se acercaron, le guiñó un ojo al capitán y con un ligero movimiento de cabeza le señaló la puerta.
El aludido, comprendiendo la señal, adelantó unos pasos, pero George se abalanzó sobre él, le sujetó por un brazo y haciéndole volver hacia atrás vociferó:
—¡Por vida de!... ¿Habrá visto mayor insolencia? Eres de mejor casta para que te dignes tomar unas copas con nosotros, ¿eh? No va usted a salir de aquí hasta que no haya demostrado saber soportar una soberana paliza como un hombre.
Alargó un brazo por encima de su cabeza y apresando la capucha de la blusa afelpada de su interlocutor, de un estirón se la arrancó, dejando al descubierto un torso robusto cuyos músculos se entrelazaban bajo una piel blanca como la de una mujer, y un pecho marcado de nobles cicatrices.
Antes de dar tiempo a que la blusa cayera sobre el suelo, Red ya había saltado por encima del mostrador y agazapándose sujetaba a George con cierta destreza por encima de su desnuda cintura. Se dirigió al capitán diciéndole:
—¡Váyase enseguida! ¡Nosotros le sujetaremos!
Se adelantaron unos cuantos más y entre todos sujetaron al corpulento marino, pero se dejó oír la respuesta del capitán:
—Más bien diré que me van gustando estos parajes y creo que me voy a quedar un ratito. ¡Suéltenlo!
—Pero hombre, ¡dese cuenta que es capaz de matarle! —le advirtió Slim—. Márchese.
Poco fue lo que tardó el cautivo en deshacerse de aquellos que habían tratado de intervenir para pacificar los ánimos, y apartando los brazos del hombre que le sujetaba por la cintura, arremetió con furia hacia aquel forastero insolente.
El capitán vio que en el reducido espacio del rincón donde se hallaba le sería imposible evitar la embestida de su gran antagonista que se le echó encima y lo arrolló contra los tablones de la puerta, tratando de sujetarle por el cuello. De pronto, al chocar su hombro contra la puerta y antes de que George pudiera apresarlo de nuevo, se dejó caer sobre sus rodillas y esquivó un tan formidable puñetazo que hubiera sido capaz de hacer saltar los remaches de una plancha de acero. Después se escabulló por debajo de los brazos de su enemigo, colocándose en el centro desalojado de la sala.
Rara vez hubo quien pudiera rehuir las embestidas del hombretón que era George. Ahora dio una media vuelta y alzó su potente brazo para descargarlo sobre el, cuerpo de su ágil antagonista. Pero antes de que el golpe le hubiera alcanzado, el capitán salió al encuentro de su adversario y apoyando sobre sus pies todo el peso de su cuerpo en el momento de extender el brazo, colocó su férreo puño en la cara de su enemigo.
Desgreñado y tambaleándole la cabeza ante la fuerza del golpe, el cazador de ballenas Se dejó caer ante los pies del capitán.
Contemplando aquella figura que se caía por momentos, el rostro del capitán se cubrió con el fulgor de la victoria. Mas inesperadamente sintió en sus caderas la presión de dos potentes y desnudos brazos que lo atenazaban dolorosamente. Descargó varios golpes sobre aquel rostro ensangrentado que le contemplaba por debajo de sus brazos, al tiempo que se esforzaba por desasirse de aquellas garras que lo tenían apresado y le obstruían la respiración en los pulmones, pero el pescador de ballenas remontó su presión a la altura de su pecho. Irguióse pesadamente después, siendo lanzado a un confín de la mesa, y en un trepidar de vasos que se rompieron al caer, dio de bruces contra la mesa del bar y cayó en tierra.
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Mientras los dos antagonistas se acometían aun sobre el suelo, se abrió la puerta cediendo el paso impetuoso a un grupo de hombres excitados que se detuvieron al contemplar aquella ruina. Después avanzaron y separaron a los dos contendientes.
Jadeante, el ballenero luchaba para librarse de aquellos brazos que le oprimían, mientras que el capitán, aspirando con fuerza, refortalecía sus doloridos pulmones y contemplaba a su enemigo, contrariado ante aquella súbita intromisión.
—¡George tiene la culpa de todo! —contestó Slim a las preguntas de los recién llegados—. Este señor no se metió en los asuntos de nadie, pero George siempre tiene que salirse con la suya.
Uno de los recién llegados se dirigió al indio con una voz tan fría como el viento de la tundra.
—¡Acabemos con esto, George! Este señor es un amigo mío. Con tus procedimientos estás convirtiendo este campamento en un infierno para forasteros, y ahora te voy a dar unos cuantos coscorrones en la mollera. Procura serenarte, ¿comprendes?
La reputación de Jones como depravado pistolero corría parejas con su fama de buen jugador, y sus escasas observaciones suscitaban invariablemente palabras sumisas.
Por lo tanto, George le contestó:
—No me agrada este tipo, Jones, y pretendía transformarlo para hacerlo más hombre—. Y dirigiendo una mirada fulminante a su apacible antagonista, añadió—: Créeme que todavía lo haré.
—Parece que esta transformación él mismo la ha llevado a cabo por su cuenta —le contestó el jugador—. Pero si es que andas buscando algo que hacer, entérate de que ahora mismo se te presenta una ocasión. Windy Jim acaba de llegar al campamento y nos ha dicho que Barton y Kid Sullivan andan perdidos, flotando sobre los témpanos hielo.
—¿Qué dices? —preguntaron unas voces ansiosas.
Al oír aquellas noticias, se olvidaron de los últimos acontecimientos y un grupo de hombres se aproximó con ansiedad.
—Venían cruzando la bahía y fueron arrastrados por el viento de la costa —explicó Jones—. Windy venía siguiéndoles cuando el témpano se partió en dos pedazos, y ellos que iban delante, fueren arrastrados por la corriente. Windy intentó llamarles a gritos, pero estaban ya muy lejos para poder oír su voz a través de la tormenta. Luchando desesperadamente, logró volver a tierra firme y, siguiendo la planicie de hielo de la costa, ha llegado hasta aquí. En estos momentos se encuentra medio muerto en la cabaña de Hunter con el rostro y las manos ateridos de frío.
Jones fue asediado con preguntas seguidas de numerosos comentarios acerca del fin que les había cabido en suerte a aquellos dos hombres.
—Se van a helar antes de que lleguen a la playa —decía uno.
—El témpano se volverá a romper con este viento tan fuerte —comentó otro—, y si no se ahogan, es seguro que se morirán de frío si el bloque de hielo no los arrastra con la corriente hasta conducirlos a tierra firme.
Desde el momento en que oyó la primera noticia acerca del peligro en que se encontraban sus amigos, el capitán, se puso a pensar con mucha rapidez. Su cuerpo, cansado por su largo viaje y maltrecho por los estragos de su reciente pelea, le predisponía a un merecido descanso—. No obstante, su voz se alzó clara y sosegada:
—Debemos ir a salvarlos —dijo—. ¿Quién viene conmigo? Tres seremos bastantes.
Todos los hombres allí presentes volvieron sus rostros hacia el capitán. Cesó el clamor de las voces, y contemplando incrédulos al que acababa de hablar, exclamaron:
—¡Qué! ¿Con esta tormenta?
—Usted está loco —decían otros.
Con una mirada suplicante, el capitán se quedó contemplándolos a todos. Bien sabía que eran hombres valientes y de espíritu aventurero; hombres que se burlaban de la muerte, atemperados a los peligros en un país donde las adversidades nacen con el día, pero menearon todos sus cabezas con un gesto de desesperanza.
—¡Debemos salvarles! —volvió a decir, esta vez con más acaloramiento que antes—. Barton y yo hemos jugado juntos desde que éramos unos niños, y si entre vosotros no hay quien tenga el valor de seguirme, iré yo solo.
El silencio reinaba en la sala. Se abrigó hasta los oídos con un pasamontañas, se lo ató por debajo del mentón y se cubrió las manos con sus enormes guantes de lana. Después con una carcajada despectiva, se dirigió hacia la puerta.
Su mirada se posó en las facciones hinchadas de Big George y se detuvo: Los surcos de sangre coagulada en su ceñuda frente, semejaban las vetas enmohecidas de un filón mineral, y sus lacerados labios sobresalían pálidos e hinchados. Sus cabellos tenían un brillo rojizo; se le había secado el sudor sobre sus hombros ensuciados con el polvo del suelo y salpicados con manchas de sangre, pero a pesar de ello, su maltrecha figura se erguía con la temeridad y la arrogancia del hombre que es fuerte y rudo.
El capitán se le acercó y le tendió una mano.
—Eres todo un hombre —le dijo—. Sé que no tienes miedo y vendrás conmigo, ¿no es así?
—¿Quién, yo? —le preguntó el marino con cierto descuido. Su mirada estática se apartó del capitán para fijarse en aquel círculo de rostros avergonzados que seguían inmutables; después se enderezó y dijo:
—¿Qué si voy a ir con usted? ¡Claro que sí! ¡Con usted iría al fin de los infiernos!
Pronto empezaron los preparativos. Para enjaezarlos, fueron a buscar los perros que se habían escondido en los acogedores rincones que les protegían de aquella tormenta que aullaba y silbaba, revoloteando alrededor de aquellas modestas cabañas. Del norte y arrastrados por el viento, descendían espesos nubarrones de nieve que se retorcían y se doblegaban en su marcha, desapareciendo en el oscuro y vaporoso velo que cubría el paisaje, envolviéndolo en una penumbra crepuscular.
Un aire muy violento, cortante como el filo de una navaja, hundía el frío en los cuerpos atormentados; cubríanse los rostros con una rigidez que les daba el aspecto de máscaras enyesadas, y una avalancha de pequeñas y frías partículas de granizo azotaba las niñas de los ojos con una furia que cegaba.
Cuando el capitán, convenientemente abrigado con pieles de pies a cabeza, salió por la puerta, vio el tiro de perros enjaezados que esperaban en el umbral, aullando acurrucados. Se veían igualmente unas figuras cubiertas con gruesas prendas de vestir, dedicadas al transporte de ropa, comida y estimulantes que iban depositando dentro del trineo.
La firme y voluminosa silueta de Big George se fue perfilando a través de la neblina. El viento batía la piel de ardilla con que cubría su casaca. Junto a él caminaba una diminuta figura cubierta de pieles.
—Es mi esposa —explicó, brevemente al capitán—. No quiere que vaya solo.
Serios y mohinos, se despidieron de los que se quedaron. Restallaron los látigos y se oyeron sus voces apagadas. La pequeña comitiva se alejó, irrumpiendo con gritos alentadores, amortiguados por el ruido de la tormenta, y pronto fueron envueltos bajo aquella nube arrolladora de nieve.
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Las tormentas del Ártico tienen todas una semblanza monótona: un frío intenso, un viento sin piedad que decuplica la frialdad de la temperatura, una atmósfera espesa y sin luz que arrastra una nube interminable de punzantes copos de nieve; un avatar frío y errático de eterna nieve, propulsado por una corriente de aire envolvente que se arrastra sobre los desolados y yermos parajes de las tierras del norte.
El pequeño grupo expedicionario fue abriéndose el paso por la nieve hasta que llegaron a los «igloos» de los indios esquimales, afincados bajo los repechos de las altas cumbres nevadas de la costa. Algunos de ellos dedicábanse pacientemente a horadar colmillos de marfil mientras otros se jugaban a las cartas las pieles que llevaban puestas.
Contestaron a las preguntas de George diciéndole que la canoa más grande que tenían era una «bidarka» con tres orificios que guardaban en la cueva. Tan pequeños eran estos tres huecos de la embarcación, que no podía transportar más de tres pasajeros a la vez, y el capitán se apresuró a decir:
George, tendremos que hacer dos viajes.
—Conque, dos viajes ¿eh? —le contestó el otro—. Bastante habremos conseguido, me creo yo, si llegamos en el primero.
Ataron la canoa sobre el trineo y emprendieron nuevamente el camino por la costa. Se detuvieron cuando George les avisó que acababan de llegar frente al lugar donde sus compañeros habían sido arrastrados por la corriente. Hicieron deslizar su liviana embarcación a través del muro infranqueable que formaban el sinnúmero de montículos de hielo que obstruían el avance de las aguas, y vagamente distinguieron en la borrosa lejanía un largo trecho de aguas agitadas que de vez en cuando hacían flotar grandes masas y témpanos de hielo.
George se puso a hablar con su mujer, diciéndole que hiciera andar a los perros constantemente de un lado a otro de la costa sobre una distancia de a tiro de escopeta, y que estuviera atenta en todo momento a la señal convenida del regreso. Después, y como si fuera un bebé, la levantó en sus brazos y dejó que le besara el rostro.
—Ha sido para mí una buena esposa —le dijo al capitán mientras empujaba la insegura embarcación bajo las embestidas del viento—, y yo siempre he procurado ser leal con ella. No obstante, creo que ahora querrá volver a su tribu.
El viento los alejó de la costa y, a medida que se iban abriendo camino entre las masas flotantes del hielo y trataban de descubrir la —menor seña de sus amigos, un aire enfurecido encrespaba las olas del mar y las deshacía en una diminuta y helada llovizna que caía sobre las pieles con que se cubrían, trocándolas en rígida caparazón como las escamas de un crustáceo.
El marino remaba con gran habilidad, dirigiendo la embarcación entre las aplastantes montañas de hielo. De vez en cuando profería largos gritos que parecían el lúgubre canto de una sirena.
Prosiguieron su búsqueda avanzando en zigzag ante la inminencia de un choque centra alguno de aquellos gigantes unas veces lanzados por la fuerza del viento, remando desesperadamente después en vertiginosa carrera para alejarse de alguna de aquellas grandes moles flotantes que se erguían vagamente en la densidad vaporosa que les envolvía y que por fin chocaban estrepitosamente con otras moles cercanas que perseguían a la embarcación.
A fuerza de tanto disparar, los dedos entumecidos del capitán adquirieron una rigidez de hierro, como la del gatillo de un revólver.
A sus espaldas, el marino gritaba a todo pulmón. Con ojo avisor y el potente movimiento de sus brazos manejando el remo, forzaba la marcha a través de las vía infranqueables, obstruidas por aquel mar erizado con las masas flotantes de hielo.
Por fin, vencidos por el cansancio y el balanceo demoledor, optaron por descansar, descorazonados y sin esperanzas. Mecíanse a merced de las aguas cuando una voz que pugnaba por avanzar en dirección contraria a la del viento, llegó hasta ellos, una voz imperceptible, elusiva y vaporosa como la que se oye en un sueño. Poseídos aún la duda, la volvieron a oír.
—¡Dios misericordioso! Todavía les podremos salvar —dijo el capitán.
Y raudos como una centella, viraron la embarcación para dirigirla al sitio donde aquellos gritos habían sido proferidos.
* * *
Barton y Sullivan habían luchado gallardamente contra el viento y el frío hora tras hora hasta que se dieron cuenta de que el témpano de hielo que les sostenía iba rompiéndose en pedazos sobre las aguas alborotadas.
El horror de tales hechos condujo a Kid al borde de la locura, y, frenético, maldiciendo su fatal destino, se puso a andar sobre aquel pequeño islote de hielo que poco a poco se iba desmenuzando. Vencida su abnegada y tenaz resistencia ante la intensidad del frío, sucumbió por fin, dejándose caer desesperado e insensible sobre el hielo. Barton le sujetó por el brazo y le hizo levantar, obligándole a que anduviera sobre aquella reducida y columpiada prisión, dándole ánimos y aconsejándole para que luchara como un hombre. Pero el aludido insistió en querer descansar y se sentó nuevamente sobre el hielo.
Deliberadamente, y viendo que su compañero se helaba por momentos, Barton le abofeteó el lívido rostro. Sullivan comprendió el propósito del bien intencionado insulto, pero se negó a levantarse. A sus oídos llegaron las lejanas llamadas de George, y como contestación a sus desgarradores gemidos que se oían a través de la espesa niebla, percibieron una canoa larga por dónde se asomaban los rostros ansiosos de sus amigos.
El capitán abandonó su incómodo asiento. Se levantó bruscamente, desgajando la ropa que endurecida por el frío se le había incrustado sobre los tablones de la canoa. Se deslizó por el orificio de la cubierta y abrazó a Barton que a la sazón lloraba.
—¡Vamos, hombres, vamos! Todo se ha podido arreglar por fin —le dijo.
—¡Oh, Charlie, Charlie! —le contestó el otro—. Podía habérmelo figurado que vendrías a salvarnos. Después de todo, habéis llegado a tiempo, porque Kid se está muriendo.
Sullivan se esforzó para hacer una ligera inclinación con la cabeza y después se volvió a sentar.
—Venga, date prisa: esto no es ninguna gira campestre y no podemos perder ni un minuto.
Arrastró la canoa fuera del agua, y colocándola sobre la orilla, a golpes de remo, rompió el caparazón de hielo que la cubría.
—Dentro de media hora estaremos envueltos en la oscuridad —advirtió a sus compañeros.
La noche precipitada por la tormenta, les envolvió rápidamente. Otro percance desgarrador les acuciaba a obrar sin pérdida de tiempo. Mientras hablaban, una grieta iba abriéndose paso a paso sobre el bloque de hielo que los sostenía, y ensanchándose a medida que eran arrastrados por el agua, quedaron al amparo de un pequeño espacio donde apenas cabían.
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Mientras Barton se esforzaba por animar a Kid, George se dirigió al capitán para decirle serenamente:
—Usted y Barton deberán conducirle hasta la costa y llevarle cuanto antes al poblado. Se está muriendo.
—Pero ¿y usted? —le preguntó el otro—. Tan pronto como le hayamos dejado en la costa tendremos que venir a buscarle.
—No se preocupe por mí —le interrumpió George con brusquedad—. Será muy tarde para poder volver hasta aquí. Cuando lleguen a la costa, ya será de noche. Además, Sullivan se está helando por momentos, y antes que nada, ustedes deberán atenderle y reanimarle. Yo me quedaré aquí.
—¡No, no, George! —le contestó el otro, dándose cuenta de lo que significaba semejante propuesta—. Soy yo quien le ha metido en todo esto y yo soy quien debe quedarse. Váyase, se lo suplico...
Pero el hombretón corrió hacia donde se encontraba Sullivan. Le cogió entre sus poderosas manos y zarandeando su cuerpo inerte como si lo hiciese con un ratón, le habló y le palmoteo el rostro para hacerle entrar en calor. Le arrastró después hacia la canoa y lo colocó en el hueco del medio.
—¡Vamos, vamos! —les gritó a los otros compañeros—. No podéis quedaros aquí toda la noche. Si queréis que Kid se salve, habréis de daros prisa. Tú, Barton, ocupa el asiento de delante.
Mientras este le obedecía, George se dirigió al capitán que no cesaba de protestar.
—¡Cállese, condenado, y métase dentro también! —exclamó George.
—No haré tal cosa —le contestó el otro, rebelándose—. No permitiré que exponga usted su vida de esta manera cuando he sido yo quien le ha hecho venir.
George se le encaró, y rozándole casi la frente, le dijo con un tono autoritario—: Esta mañana, si no me hubiesen sujetado, de usted hubiera hecho una papilla, y le advierto que aun me están entrando ganas de hacerlo si no acaba con sus remilgos. Métase, pues, en la canoa y reme con toda su alma, sino no llegarán nunca a la costa. ¡Vamos, deprisa!
—Le aseguro que vendré a buscarle, George, si es que puedo llegar sano y salvo hasta la costa —le contestó el capitán mientras su abnegado compañero empujaba la pesada canoa hacia las heladas aguas.
A medida que fueron avanzando en medio de la tormenta, el capitán se dio cuenta de las dificultades que había que vencer para remar en dirección contraria a los embates del viento. Sobre él pesaba el doble trabajo de mantener el curso de la frágil embarcación y evitar los choques con las ingentes masas de hielo. La espuma que arrastraba el viento le azotaba el semblante con la fuerza de unos perdigonazos disparados por una escopeta, helándosele después sobre su rostro. Continuó remando furiosamente hasta que se empapó de sudor. Aspiraba a cada instante aquel aire tan frío para reponer sus abatidos pulmones.
Un aire continuamente frío y despiadado cortábale el rostro como el filo de una cuchilla. Su parálisis le hizo comprender que el frío le endurecía lentamente las facciones.
Muy cerca, delante de él, surgían los hombros caídos de Kid, sumido en un sueño de muerte. Agazapado en la proa y gimiendo de cara a un viento que le cortaba la piel del rostro, Barton remaba como un desesperado y blandía pesadamente a diestra y siniestra el remo cuajado de hielo.
Paso a paso, luchando denodadamente en medio de la tormenta durante un espacio de tiempo que llegó a parecerles interminable, vieron por fin las altas y sombrías moles de hielo que orillaban la playa, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, fueron a cobijarse bajo sus escarpadas pendientes.
El capitán volvió a acercarse a la canoa, levantó el cuerpo exánime de Sullivan, y envolviéndole con una manta, procuró hacerle recobrar el conocimiento, dándole palmadas en el rostro. Incapaz de poderle ayudar a causa del cansancio y la extenuación de sus fuerzas, Barton no pudo hacer otra cosa más que calentarse precariamente sus brazos y piernas entumecidas.
Al oír sus llamadas, compareció el trineo que unos perros arrastraban sobre la nieve, hostigados por los latigazos impacientes de la india. Después de abrigarle convenientemente, después de hacerle beber unos cuantos tragos de aguardiente, Sullivan recobró el conocimiento, tosió sin que apenas se le oyera y suplicó que le dejaran descansar.
—Debéis llevarle cuanto antes al poblado indio —sugirió el capitán—. Si andáis deprisa, tal vez no pierda más que unos cuantos dedos de las manos y de los pies. Sobre todo es necesario no perder tiempo.
—¿Es que no viene usted con nosotros? —inquirió Barton—. Buscaremos a unos cuantos esquimales que estén dispuestos a ir en busca de George. Les pagaré lo que me pidan.
—No. Iré yo mismo a buscarle enseguida. Se moriría de frío antes de que los esquimales llegasen a tiempo. Además, no creo que quieran venir con esta tormenta y esta oscuridad.
—Pero solo no podrá manejar la canoa. Si pretende ir en busca de él y luego no lo encontrara, le sería muy difícil poder volver a ganar la costa. ¡Charlie, déjeme que le acompañe! —terminó por decir, añadiendo después—: No sé, pero me parece que me estoy muriendo; no me quedan fuerzas.
La india, sin hacerle ninguna pregunta acerca de lo que a su esposo y señor pudiese haberle ocurrido, se acercó al capitán y le tocó el brazo.
—Venga conmigo —le dijo—. Yo le acompañaré—. Después se volvió y se dirigió a Barton—. Usted enseguida marchar Poblado Indio: hombre blanco poder morirse. Dese prisa; yo ir buscar Big George.
—¡Ah! Charlie, me parece muy difícil que pueda acometer semejante empresa —exclamó Barton, y dándole a su amigo un fuerte apretón de manos, se alejó con pasos indecisos y desapareció en la oscura neblina tras del trineo que conducía a Sullivan convenientemente abrigado.
Desesperado por el terror, presa de un pánico que tendía a desanimarle al contemplar el agua amenazadora, el capitán volvió la mirada y se fijó en la mujer india que a la sazón ya le estaba esperando en la escarpada de hielo. Un viento frío y huracanado se dejó sentir a través de la gruesa y húmeda piel con que se cubría. Sentía por momentos el endurecimiento de la ropa con que cubría sus ateridas carnes, pero cobrando ánimos se colocó dentro de la barca y con fiereza, sumergiendo a veces sus manos enguantadas en el agua, empezó a remar.
Los incidentes de aquel accidentado viaje a través de aquella tenebrosa oscuridad, los recordó como una hazaña envuelta de vagas visiones: los momentos de acechanzas e impasividad se alternaron con unos períodos de tal cansancio y extenuación, que a punto estuvo de caer rendido y sin comprender lo que ocurría a su alrededor.
La mujer, con su instinto avizor, fue la primera en oír las respuestas del náufrago a sus desesperadas llamadas. Igualmente, no otras sino sus diestras manos, fueron las que condujeron la barca a través de una ruta intrincada y hacia el témpano de hielo flotante dónde el ballenero les esperaba impaciente. A medida que se aproximaban a la meta perseguida, rendido por el cansancio, el capitán se sentía desfallecer. Exultándole una sensación de alegría y consuelo al descubrir que habían llegado a tiempo, sus manos impotentes dejaron caer el remo sobre el agua.
Extrañas visiones pasaron por su mente adormecida, interrumpidas una y otra vez por las diminutas y frías gotas de agua que le azotaban el rostro al impulso del movimiento febril y continuo de los brazos de George y su mujer mientras remaban contra viento y marea. Seguía aun sumido en un profundo letargo cuando sintió que los potentes brazos de George abrazáronle el cuerpo y levantándolo de su asiento le arrastraron pesadamente por la senda que lo había de conducir hacia su salvación.
No obstante, la reanimación no se hizo esperar. La sangre volvió a fluir en sus venas, y transcurridos unos instantes, al socaire de las escarpadas moles de hielo que orillaban la costa, emprendieron la vuelta y llegaron a la pequeña aldea donde una muchedumbre de hombres les esperaba en medio de una gran ansiedad.
Las manos ágiles y adiestradas de unos indígenas devolvieron el calor a los brazos y piernas entumecidas de Sullivan. Los estimulantes transportados en el trineo, vivificaron igualmente el estado de ánimo desfalleciente de Barton. Y cuando los tres héroes recién llegados, maltrechos y cansados, se agazaparon para franquear el pequeño túnel del «igloo» donde los peros descansaban, saliéronles al encuentro dos hombres que con lágrimas en los ojos y manifestaciones de agradecimiento les tendieron la mano en medio de un silencio que solo fue interrumpido por unas frases incoherentes y desarticuladas.
Las pieles heladas y endurecidas con que se cubrían, les fueron solícitamente arrancadas de sus cuerpos. Tan pronto como un buen trago les devolvió el calor y la animación en sus rostros, el capitán se acercó al ballenero, quien a la sazón descansaba sentado al lado de su compañera y le dijo:
—George, un hombre que fuera más valiente que tú, no lo he visto en toda mi vida, y una compañera como la que tienes, es digna de tus merecimientos —calló, pero al poco rato continuó diciendo—: Siento mucho haber tenido que pelearme contigo esta mañana.
El hombretón se puso de pie y cogiendo entre la suya la mano que el otro le ofrecía, le contestó:
—Amigo, otro tanto me veo obligado a decirle. Jamás he conocido a ningún hombre que fuera tan leal como usted—. Después siguió diciendo—: Fue una lástima que aquellos intervinieran cuando usted y yo nos proponíamos haber saldado una cuenta esta mañana. No obstante, por mi parte no tengo el menor inconveniente de Saldarla cuando a usted mejor le parezca—. Y al ver que el otro sonriendo movía negativamente la cabeza, siguió aun diciendo—: Si es así, créeme que estoy contento, porque no me cabe la menor duda de que si se repitieran los hechos me daría usted la gran paliza.