En esta habitación, el sonido de la máquina de escribir semeja el repicar de unos nudillos sobre madera, y mi sudor cae sobre las teclas que pulsan incesantemente mis temblorosos dedos. Y dominando aquel sonido llega la irónica melodía de un mosquito que vuela en círculos sobre mi inclinada cabeza, y el zumbido de numerosas moscas que revolotean a mi alrededor. Las polillas se estrellan contra la lámpara de globo amarillo que arde en el techo. Una hormiga trepa por la pared; la contemplo, y una risa amarga brota de mis labios. ¡Cuán irónicas resultan las moscas, y las hormigas rojas, y los acorazados grillos! ¡Cuán equivocados estábamos los tres: Susan, yo y William Tinsley!
Dondequiera que estés, quienquiera que seas, si por casualidad lees esto, no vuelvas a aplastar la hormiga que anda por la acera, no mates al abejorro que choca contra el cristal de tu ventana, no aniquiles al grillo que entona su nocturna canción, por lo que más quieras.
Ése fue el error de Tinsley. Un error colosal. ¿Te acuerdas de William Tinsley? ¿El hombre que derrochó un millón de dólares en papeles cazamoscas, insecticidas y polvos contra las hormigas?
En la oficina de Tinsley no hubo nunca un lugar para una mosca o un mosquito. Ni una pared blanca, ni un escritorio verde, ni ninguna superficie inmaculada donde una mosca pudiera aterrizar antes de que Tinsley la destruyera con un fulminante golpe de su magnífica pala matamoscas. Nunca olvidaré aquel instrumento de muerte. Tinsley, un monarca, gobernaba su industria con aquella pala matamoscas como un cetro.
Yo era secretario de Tinsley y su mano derecha en su industria de baterías de cocina; a veces le asesoraba en sus numerosas inversiones.
Tinsley empezó a utilizar la pala matamoscas en el mes de julio de 1944. Si me encontraba en uno de los despachos contiguos cuando Tinsley llegaba a la oficina, me enteraba de su presencia al oír zumbar la pala mientras Tinsley liquidaba su cupo matinal.
A medida que pasaban los días, observé la preocupada vigilancia de Tinsley. Me dictaba, pero sus ojos escudriñaban las paredes norte-sur-este-oeste, la alfombra, las estanterías, incluso mis ropas. En cierta ocasión me eché a reír e hice un mordaz comentario acerca de las pequeñas manías que llegan a convertirse en una obsesión, pero Tinsley frunció el ceño y me volvió la espalda. Me callé. Pensé que la gente tiene derecho a ser tan excéntrica como le plazca.
—Hola, Steve. —Tinsley agitó su pala, una mañana, mientras yo apoyaba mi lápiz en el bloc—. Antes de empezar, ¿le importaría dejar esto limpio de cadáveres?
Caídas sobre la espesa alfombra veíanse las derrotadas, las moscas; inmóviles, aplastadas, sin alas. Las recogí una a una y las tiré al cesto de los papeles, rezongando.
—A S. H. Little, Filadelfia. Querido Little: He decidido invertir dinero en su insecticida. Cinco mil dólares…
—¿Cinco mil? —inquirí, desolado.
Dejé de escribir.
Tinsley me ignoró.
—Cinco mil dólares. Te aconsejo producción inmediata en cuanto lo permitan las circunstancias bélicas. Un afectuoso saludo. —Tinsley agitó su pala—. Cree usted que estoy loco —añadió.
—¿Es una postdata, o está hablando conmigo? —pregunté.
En aquel momento sonó el teléfono. Llamaba la Termite Control Company, a la cual Tinsley me dijo que extendiera un cheque de mil dólares por haber construido su casa a prueba de termitas. Tinsley palmeó su sillón de metal.
—Las termitas no tienen nada que hacer en mis oficinas: todo hierro, cemento, sólido…
Se puso en pie de un salto y la pala zumbó rápidamente en el aire.
—¡Maldita sea! ¡Ésa ha estado aquí todo el tiempo!
Algo vibró en alguna parte, en medio del silencio. Las cuatro paredes parecieron moverse a nuestro alrededor en aquel silencio, mientras Tinsley respiraba agitadamente. No pude ver el infernal insecto en ninguna parte. Tinsley estalló:
—¡Ayúdeme a encontrarla! ¡Maldita sea, ayúdeme!
—Creo que…
Alguien llamó a la puerta.
—¡No se acerque a la puerta! —aulló Tinsley—. ¡No se acerque a la puerta, y busque! —Se precipitó hacia la puerta, echó el cerrojo con un gesto frenético y se apoyó contra ella, mirando hacia todas partes con aire extraviado—. ¡Vamos, Steve, no se quede quieto! ¡Busque sistemáticamente!
Escritorio, sillas, candelabros, paredes. Como un animal enloquecido, Tinsley buscó, localizó la mosca, la golpeó con la pala. La mosca cayó al suelo, y Tinsley la aplastó con el pie, con una expresión de triunfo en el semblante.
Empezó a disculparse conmigo, pero le interrumpí bruscamente:
—Mire, soy su secretario y su hombre de confianza, no un vulgar cazador de moscas. ¡No tengo ojos en la nuca!
—¡Tampoco Ellos los tienen! —gritó Tinsley—. ¿Y sabe usted lo que hacen Ellos?
—¿Ellos? ¿Quién diablos son Ellos?
Tinsley se calló. Se dirigió a su escritorio, se sentó con aire de fatiga y finalmente dijo:
—No importa. Olvídelo. No hable de esto con nadie.
Me ablandé.
—Bill, creo que debería ir usted a ver a un psiquiatra para…
Tinsley rió amargamente.
—Y el psiquiatra se lo diría a su esposa, y ella se lo diría a otros, y Ellos acabarían por enterarse. Ellos están en todas partes. Y no quiero que interrumpan mi campaña.
—Si se refiere a los cien mil dólares que ha invertido en insecticidas y en polvos contra las hormigas durante las últimas cuatro semanas —dije—, alguien tiene que interrumpirle. Se arruinará usted, me arruinará a mí y arruinará a los accionistas. Palabra, Tinsley…
—¡Cállese! —gritó—. Usted no comprende.
Supongo que no comprendía, entonces. Regresé a mi oficina y durante todo el día oí aquella maldita pala matamoscas siseando en el aire.
Aquella noche cené con Susan Miller. Le conté lo de Tinsley, y ella me escuchó con simpatía y con cierto interés profesional. Luego encendió su cigarrillo y dijo:
—Steve, aunque sea psiquiatra, no puedo aventurar ningún juicio a menos que Tinsley venga a verme. No puedo ayudarle, si él no desea que le ayude. —Palmeó mi brazo—. Desde luego, me ocuparé de él, si insistes. Pero la mitad de la lucha está perdida si el paciente no colabora.
—Tienes que ayudarme, Susan —dije—. Está empeorando a ojos vistas; creo que sufre manía persecutoria…
Invitamos a Tinsley a cenar.
La velada fue un éxito. Reímos, bailamos, cenamos en el «Brown Derby», y Tinsley no sospechó ni remotamente que la esbelta mujer de voz suave que valsaba entre sus brazos era una psiquiatra que recogía cuidadosamente sus reacciones. Desde la mesa les contemplé, juntos, y oí que Susan le reía a Tinsley uno de sus chistes.
A nuestro regreso íbamos sumidos en un agradable y relajado silencio, el silencio que sigue a una feliz velada. El perfume de Susan llenaba el interior del automóvil, la radio sonaba de un modo apagado y los neumáticos del coche chirriaban suavemente sobre el asfalto de la carretera.
Miré a Susan y ella a mí, y sus cejas se enarcaron ligeramente para darme a entender que hasta entonces no había descubierto nada que hiciera suponer que Tinsley estaba desequilibrado en algún sentido. Me encogí de hombros.
En aquel preciso instante, una polilla agitó sus aterciopeladas alas contra el cristal de la ventanilla, buscando la libertad.
Tinsley lanzó un grito, alargó una mano enguantada hacia la polilla, mortalmente pálido. Los neumáticos chirriaron. Susan agarró el volante con firmeza y mantuvo la dirección hasta que el automóvil se detuvo, junto a la cuneta.
Tinsley aplastó la polilla entre sus dedos y contempló el polvillo que caía sobre el brazo de Susan. Permanecimos sentados allí, los tres, respirando agitadamente.
Susan me miró, y esta vez había comprensión en sus ojos. Asentí con un gesto.
Tinsley, por su parte, miraba fijamente delante de él. Como en sueños, murmuró:
—El noventa por ciento de los seres vivos de la tierra son insectos…
Sin más comentario, puso el motor en marcha y nos llevó a casa.
Una hora más tarde, Susan me telefoneó.
—Steve, Tinsley se está creando un terrible complejo. Mañana almorzaré con él. Me es simpático. Y creo que podré descubrir lo que nos interesa saber. A propósito, Steve, ¿sabes si tiene algún animalito doméstico?
Tinsley no había tenido nunca perros ni gatos. Detestaba a los animales.
—Debí suponerlo —dijo Susan—. Bien, buenas noches, Steve, te veré mañana.
Al día siguiente, sin saber exactamente por qué, me dirigí a la casa blanca donde vivía el procurador Remington, que por espacio de cuarenta años había sido el representante legal de la familia Tinsley, incluso antes de que William naciera. Mientras cruzaba el jardín, sacudí de mi abrigo una hormiga que había caído de un arbusto. Remington sólo había tenido conmigo una relación de negocios, pero allí estaba yo, cruzando el jardín de su casa y pulsando el timbre de su puerta; y unos minutos más tarde, contemplándole por encima de un vaso lleno de su jerez.
—Lo recuerdo —dijo Remington, recordando—. ¡Pobre Tinsley! No tenía más que diecisiete años cuando ocurrió.
Me incliné hacia adelante rápidamente.
—¿Cuando ocurrió? —La hormiga corrió con salvaje frenesí por el dorso de mi mano, se enredó en la zarza de mi muñeca, desanduvo el camino, abriendo y cerrando sus mandíbulas. Contemplé la hormiga—. ¿Algún desgraciado accidente?
El procurador Remington asintió.
—El padre de Tinsley le llevó a cazar con él a la región del lago Arrowhead, en otoño, cuando el muchacho acababa de cumplir los diecisiete años. Aquélla es una región muy hermosa, y hacía un día espléndido. Lo recuerdo, porque yo estaba cazando a menos de setenta millas de allí, aquella misma tarde. Abundaba la caza. A través del lago se oía el estampido de los disparos, mezclado con la fragancia de los pinos. El padre de Tinsley apoyó su escopeta contra un arbusto para atarse un zapato, cuando una bandada de codornices remontó el vuelo: algunas de ellas, en su terror, volaron directamente hacia Tinsley y su hijo.
Remington contempló el fondo de su vaso como para ver en él lo que estaba diciendo.
—Una codorniz derribó la escopeta, ésta se disparó, y la carga dio de lleno en el rostro del viejo Tinsley…
—¡Dios mío!
Vi mentalmente al viejo Tinsley tambalearse, agarrar la roja máscara de su rostro, dejar caer sus manos ahora enguantadas con una tela escarlata, y caer, mientras el muchacho, pálido como un muerto, no acababa de creer lo que estaba viendo.
Bebí mi jerez apresuradamente, y Remington continuó:
—Pero aquél no fue el más horrible de los detalles. Podría creerse que resultó lo bastante horrible. Pero lo que sucedió a continuación desbordó la medida de lo indescriptible para el muchacho. Corrió cinco millas en busca de ayuda, dejando a su padre detrás, muerto, pero negándose a creer que estaba muerto. Gritando, jadeando, destrozando sus ropas en las zarzas, el joven Tinsley corrió hasta llegar a una carretera, y seis horas más tarde regresaba al lugar del accidente con un médico y otros dos hombres. El sol empezaba a ocultarse… —Remington hizo una pausa y sacudió la cabeza de un lado a otro, con los ojos cerrados—. Todo el cuerpo, los brazos, las piernas y el destrozado contorno de lo que había sido un rostro viril y guapo, estaba materialmente cubierto de insectos de todas clases, atraídos por el dulzón olor de la sangre. ¡Era imposible ver un centímetro cuadrado del cuerpo del viejo Tinsley!
Mentalmente, creé los pinos, y los tres hombres rodeando al joven que contemplaba con aterrorizado estupor un cadáver sobre el cual una marea de voraces animalitos fluía y refluía incansablemente. En alguna parte, un picamaderos repiqueteó en la rama de un árbol, una ardilla se escabulló, y una codorniz agitó sus pequeñas alas. Y los tres hombres agarraron al muchacho por los brazos y le arrancaron de su morbosa contemplación…
Algo de la agonía y el terror del muchacho debió de escapar de mis labios, ya que cuando mi mente regresó a la biblioteca Remington me estaba mirando con fijeza y mi vaso se había roto por la mitad produciéndome un corte en la mano.
—De modo que ése es el motivo de que Tinsley sienta esa aversión hacia los insectos y los animales —murmuré, unos minutos después, algo repuesto de la impresión, pero con el corazón palpitante—. Una aversión que ha ido creciendo con el paso de los años, hasta llegar a obsesionarle.
Remington mostró cierta curiosidad por conocer el problema de Tinsley, pero le dije que no se trataba de nada grave y pregunté:
—¿A qué se dedicaba su padre?
—Creí que lo sabía —respondió Remington, sorprendido—. El viejo Tinsley era un famoso naturalista. Muy famoso, en realidad. En cierto sentido, resulta irónico que muriera a manos de los mismos animales que estudiaba, ¿verdad?
—Sí. —Me puse en pie y estreché la mano de Remington—. Gracias, procurador. Me ha ayudado usted mucho. Ahora, tengo que marcharme.
—Adiós.
Me detuve al aire libre delante de la casa de Remington, y la hormiga continuaba moviéndose salvajemente sobre mi mano. Por primera vez, empecé a comprender a Tinsley y a simpatizar con él. Fui a recoger a Susan en mi automóvil.
Susan apartó de sus ojos el velo de su sombrero negro y dijo, con una expresión pensativa en la mirada:
—Lo que acabas de contarme encaja perfectamente con el caso de Tinsley, desde luego. Lo ha estado incubando. —Agitó una mano—. Mira a tu alrededor. ¿Te das cuenta de lo fácil que sería creer que los insectos son realmente los horrores que Tinsley imagina? Hay una mariposa real que nos sigue. ¿Escucha lo que decimos? El padre de Tinsley era naturalista. Se interfirió, metió las narices donde no debía, de modo que Ellos, los que controlan los animales y los insectos, le mataron. Noche y día, durante los últimos diez años, esa idea ha estado en la mente de Tinsley; adondequiera que volvía los ojos, veía la forma de vida más numerosa del mundo, y las sospechas empezaron a adquirir cuerpo y sustancia…
—No puedo decir que se lo reprocho —murmuré—. Si mi padre hubiese muerto como el suyo…
—Tinsley se niega a hablar cuando hay un insecto en la habitación, ¿no es cierto, Steve?
—Sí, teme que descubran lo que sabe acerca de ellos.
—Lo cual resulta absurdo, ¿no te parece? Aceptando que las mariposas y las hormigas y las moscas sean malvadas, Tinsley no podría mantener en secreto sus conocimientos, ya que tú y yo hemos hablado de ello, y también otras personas. Pero él insiste en que mientras no diga ninguna palabra en Su presencia… Bueno, continúa estando vivo, ¿no? Ellos no le han destruido, ¿verdad? Y si Ellos fueran malvados y temieran sus conocimientos, le hubiesen destruido hace mucho tiempo…
—Tal vez están jugando con él —sugerí—. Este asunto es muy raro. El padre de Tinsley estaba a punto de realizar un gran descubrimiento cuando murió. El hecho parece encajar…
—Será mejor que nos apartemos de este cálido sol —rió Susana, desviando el automóvil hacia un camino sombreado.
El domingo siguiente, por la mañana, Bill Tinsley, Susan y yo fuimos a la iglesia juntos. Durante el servicio religioso, Bill empezó a reír para sí mismo hasta que le propiné un codazo en las costillas y le pregunté cuál era el motivo de su hilaridad.
—Fíjate en el reverendo —respondió Tinsley, fascinado—. Tiene una mosca en la calva. Una mosca en una iglesia. Van a todas partes, te lo digo yo. Deja que el ministro hable, no servirá de nada…
Al salir de la iglesia nos dirigimos al lugar donde habíamos planeado almorzar, en pleno campo. Susan trató varias veces de conducir a Bill al terreno de sus temores, pero Bill se limitó a señalar la hilera de hormigas que desfilaba sobre el mantel y sacudió la cabeza, furiosamente. Más tarde se disculpó y, en un tono que revelaba cierta tensión, nos pidió que fuéramos a su casa aquella noche: las cosas iban mal, los negocios peor, y nos necesitaba.
No faltamos a la cita. Tinsley nos llevó a su estudio, cerró la puerta con llave y nos ofreció unos combinados, mientras él paseaba ansiosamente de un lado para otro, empuñando su familiar pala y matando dos moscas antes de decidirse a hablar.
Dio unos golpecitos en la pared.
—Metal. A prueba de querochas, gorgojos, carcomas y termitas. Sillas de metal, todo de metal. Estamos solos, ¿verdad?
Miré a mi alrededor.
—Creo que sí.
—Bien. —Bill respiró profundamente—. ¿Se han interrogado nunca a sí mismos acerca de Dios y del Diablo y del Universo, Susan, Steve? ¿Se han dado cuenta de lo cruel que es el mundo? ¿Han observado cómo tratamos de avanzar, y con qué ensañamiento somos golpeados cada vez que parece que el éxito está a punto de sonreímos? —Asentí en silencio, y Tinsley continuó—: Uno se pregunta a veces dónde está Dios, o dónde están las Fuerzas del Mal. Uno se pregunta qué forma asumen esas fuerzas, si son ángeles invisibles… La solución es más sencilla y más científica. Estamos vigilados constantemente. ¿Acaso transcurre un minuto de nuestras vidas sin que una mosca zumbe en nuestra habitación, o una hormiga se cruce en nuestro camino, o un perro, o un gato, o una polilla revoloteando en la oscuridad, o un mosquito acechando a través de las mallas de un mosquitero?
Susan no dijo nada, pero miró a Tinsley con naturalidad y sin revelar la menor extrañeza. Tinsley sorbió su combinado.
—Pequeños seres alados a los cuales no prestamos ninguna atención, que nos siguen a lo largo de nuestras vidas, que escuchan nuestras plegarias, nuestras esperanzas, nuestros deseos y nuestros temores, que nos escuchan y luego repiten lo que han oído a Él, a Ella o a Ello, a la Fuerza que les ha enviado al mundo.
—¡Oh, vamos! —exclamé, impulsivamente.
Ante mi sorpresa, Susan me fulminó con la mirada.
—Déjale terminar —me dijo. Luego miró a Tinsley—. Continúe, por favor.
Tinsley dijo:
—Puede parecer absurdo, pero he llegado a esa conclusión por caminos puramente científicos. En primer lugar, nunca he podido descubrir un motivo para que existan tantos insectos, para su variada profusión. En el mejor de los casos, sólo sirven para irritar a los mortales. Bueno, una explicación muy sencilla es la siguiente: la Fuerza que los gobierna es un pequeño cuerpo, puede ser una sola persona, incapaz de estar en todas partes. Las moscas pueden estar en todas partes, lo mismo que las hormigas y otros insectos. Y puesto que los mortales no podemos distinguir una hormiga de otra, toda identificación resulta imposible, y una mosca es tan buena como otra para la misión que tiene encomendada. Hay tantas moscas y ha habido tantas durante años, que no les prestamos atención. Al igual que sucede con la Carta Escarlata de Hawthorne, las tenemos delante de nuestros ojos y la familiaridad nos ha cegado para ellas.
—No creo nada de todo esto —dije, sin rodeos.
—¡Déjeme terminar! —se apresuró a decir Tinsley—. Luego juzgará. Existe una Fuerza, y debe de poseer un sistema contactivo, de modo que la vida pueda ser modificada y ajustada de acuerdo con cada uno de los individuos. Piense en ello: billones de insectos, comprobando, relacionando e informando sobre las materias de su incumbencia, controlando la humanidad…
—¡Basta! —estallé—. El accidente que le costó la vida a su padre fue una desdichada casualidad. Tiene que olvidarlo. No puede continuar engañándose a sí mismo.
Me puse en pie.
—¡Steve! —Susan se había puesto en pie, también, con las mejillas enrojecidas—. El hablar de ese modo no ayudará a Mr. Tinsley. Siéntate. —Me oprimió el hombro. Luego se volvió rápidamente hacia Tinsley—. Bill, si lo que usted dice es cierto, si todos sus planes, su casa a prueba de insectos, su silencio en presencia de esos pequeños animales alados, su campaña, sus polvos contra las hormigas y sus insecticidas significan realmente algo, ¿por qué está usted vivo aún?
—¿Por qué? —gritó Tinsley—. Porque he trabajado solo.
—Pero si existe un Ellos, Bill, hace un mes que tiene noticias de usted, porque Steve y yo hemos hablado libremente, ¿no es cierto, Steve? Sin embargo, continúa usted vivo. ¿No es una prueba de que está equivocado?
—¿Han hablado de mí libremente? ¿Han hecho eso? —inquirió furiosamente Tinsley—. ¡No! ¡Es imposible! Steve me prometió…
—Escúcheme. —La voz de Susan le impresionó, como hubiera impresionado a un chiquillo rebelde—. Escuche, antes de gritar. ¿Está de acuerdo en que realicemos un experimento?
—¿Qué clase de experimento?
—A partir de ahora, todos nuestros planes serán públicos, por así decirlo. Si en las próximas ocho semanas no le ocurre nada, tendrá que admitir que sus temores son infundados.
—Pero, Ellos me matarán…
—Escuche: Steve y yo apostamos nuestras vidas en el asunto, Bill. Si usted muere, Steve y yo moriremos con usted. Yo estimo en mucho mi vida, Bill, y Steve estima la suya. Nosotros no creemos en sus horrores, y queremos librarle de su obsesión.
Tinsley sacudió la cabeza y clavó la vista en el suelo.
—No sé… No sé… —murmuró.
—Ocho semanas, Bill. Y luego podrá descansar el resto de su vida fabricando insecticidas, si lo desea… El simple hecho de que siga viviendo será una prueba de que Ellos no albergan ninguna mala intención en lo que a usted respecta.
Tinsley tenía que admitir aquello. Pero se resistía a declararlo. Murmuró, casi para sí mismo:
—Éste es el comienzo de la campaña. Puede durar mil años, pero al final podemos liberarnos.
—Puede usted quedar libre en ocho semanas, Bill, ¿no se da cuenta? Durante las próximas ocho semanas, siga adelante con su campaña, anúnciela en periódicos y revistas, háblele de ella a todo el mundo, de modo que si usted muere la gente sepa a qué atenerse. Luego, cuando hayan transcurrido las ocho semanas, quedará libre del miedo que ha roído sus entrañas durante tanto tiempo.
En aquel momento ocurrió algo que nos desconcertó. Zumbando sobre nuestras cabezas, apareció una mosca. Había estado en la habitación con nosotros todo el tiempo y, sin embargo, yo habría jurado, antes de verla, que no había ninguna. Tinsley empezó a temblar. Sin saber lo que hacía, reaccioné maquinalmente a algún impulso interior. Atrapé la mosca en el aire, encerrándola en mi mano. Luego apreté la mano con fuerza, mirando a Bill y a Susan. Sus rostros tenían el color de la tiza.
—La he cogido —dije, con una alegría salvaje—. He cogido la maldita mosca, y no sé por qué.
Abrí la mano. La mosca cayó al suelo. La pisoteé como había visto a menudo hacer a Bill, y mi cuerpo estaba frío sin ningún motivo. Susan me miró como si acabara de perder a su último amigo.
—¿Qué estoy diciendo? —exclamé—. ¡No creo una palabra de este maldito embrollo!
Había oscurecido. Tinsley consiguió encender un cigarrillo y luego, en vista de que los tres éramos víctimas de una extraña tensión nerviosa, sugirió que nos quedáramos en su casa aquella noche.
Susan dijo que se quedaría si Tinsley, por su parte, accedía a la prueba de las ocho semanas.
—¿Arriesga usted su vida en ello? —inquirió Bill.
Susan asintió gravemente.
—El año próximo nos reiremos mucho recordando esto.
Bill dijo:
—De acuerdo. Acepto el plazo de ocho semanas.
Mi habitación, situada en el primer piso, tenía las ventanas orientadas al campo; a través de ellas, se divisaban las lejanas y verdes colinas. Susan dormía en la habitación contigua a la mía, y Bill al otro lado del vestíbulo. Tendido en la cama, oía el monótono chirrido de los grillos, y el sonido se me hizo insoportable.
Cerré la ventana.
Me resultó imposible conciliar el sueño, y empecé a imaginar que un mosquito campaba a sus anchas en la oscuridad de mi cuarto. Finalmente, me levanté y bajé a la cocina, no porque tuviera hambre, sino con el deseo de hacer algo que me aplacara los nervios. Encontré a Susan rebuscando en las bandejas del refrigerador.
Nos miramos el uno al otro. Nos decidimos por un pollo, lo llevamos a la mesa y nos sentamos. El mundo era irreal para nosotros. El recuerdo de Tinsley ponía inseguridad y brumas en nuestro universo. Susan, a pesar de sus estudios y de su cultura, continuaba siendo una mujer, y todas las mujeres tienen un fondo de superstición.
Para acabar de arreglarlo, en el momento en que nos disponíamos a hundir nuestros cuchillos en el pollo, una mosca aterrizó sobre él.
Permanecimos sentados, contemplando la mosca, durante cinco minutos. La mosca anduvo alrededor del pollo, lo sobrevoló y terminó por posarse sobre uno de los muslos.
Devolvimos el pollo a la nevera, bromeando en voz baja sobre lo ocurrido, y regresamos a nuestras respectivas habitaciones. Me dejé caer en la cama y las pesadillas empezaron a asaltarme antes de cerrar los ojos.
Mi reloj de pulsera dejaba oír un tictac abominable en medio de la oscuridad. El tictac se había repetido varios millares de veces cuando oí el grito.
No me importa oír gritar a una mujer ocasionalmente, pero un grito de hombre resulta tan extraño, y se oye con tan poca frecuencia, que cuando finalmente llega convierte nuestra sangre en un torrente ártico. El grito parecía haber resonado a través de toda la casa, y me pareció oír algunas frenéticas palabras, más o menos éstas: «¡Ahora sé por qué Ellos me han dejado con vida!»
Me precipité hacia la puerta y la abrí a tiempo para ver a Tinsley corriendo a través del vestíbulo, con las ropas arrugadas y empapadas, su cuerpo húmedo de la cabeza a los pies. Al oír que abría la puerta se volvió y gritó:
—¡No te acerques a mí, Steve, por Dios, no me toques, o te ocurrirá también a ti! ¡Estaba equivocado! ¡Estaba equivocado, sí, pero no del todo, Steve, no del todo!
Antes de que pudiera evitarlo, Tinsley había cruzado la puerta principal, cerrándola con estrépito detrás de él. Susan apareció repentinamente a mi lado.
—¡Ha enloquecido, Steve! Tenemos que detenerle…
Un ruido procedente del cuarto de baño atrajo mi atención. Asomándome a él, cerré el grifo de la ducha: el agua manaba a chorro, muy caliente, casi hirviendo, en realidad, sobre los azulejos amarillos.
El motor del automóvil de Bill cobró súbita vida, y el vehículo se lanzó a la carretera a una velocidad demencial.
—Tenemos que seguirle —insistió Susan—. ¡Va a matarse! Está huyendo de algo. ¡Vamos!
Echamos a correr hacia mi automóvil a través de un viento frío, bajo unas estrellas muy frías, subimos, calenté el motor y arranqué, desconcertado y sin aliento.
—¿Qué dirección tomamos? —grité.
—Estoy segura de que ha ido hacia el este.
—Entonces, vamos hacia el este.
Hundí el pie en el acelerador, murmurando:
—¡Oh, Bill! ¡Idiota, estúpido! No corras… Vuelve… Espérame, chiflado.
La mano de Susan se aferró fuertemente a mi codo.
—¡Más aprisa! —susurró.
—Vamos a más de cien y se acercan unas curvas peligrosas —repliqué.
La noche se había introducido en nosotros; la charla de los insectos, el viento, el chirrido de los neumáticos sobre el duro asfalto, el latir de nuestros asustados corazones…
—¡Allí! —señaló Susan. Vi un haz luminoso atajando a través de las colinas, a una milla de distancia—. ¡Más aprisa, Steve!
Más aprisa. Devorando kilómetros a través de la oscuridad nocturna, bajo las frías estrellas. Mentalmente vi de nuevo a Tinsley, en el vestíbulo, empapado hasta los huesos. ¡Había permanecido bajo el chorro hirviente de la ducha! ¿Por qué? ¿Por qué?
—¡Bill! ¡Párate, idiota! ¿Adónde vas? ¿De qué estás huyendo, Bill?
Nos estábamos acercando a él. Metro a metro, pulgada a pulgada, pero nos acercábamos.
—Sólo nos lleva seiscientos metros de ventaja, ahora —dijo Susan.
—Le alcanzaremos. —Apreté los labios—. ¡Le alcanzaremos, con la ayuda de Dios!
Entonces, inesperadamente, ocurrió la cosa.
El automóvil de Tinsley aminoró la velocidad. Aminoró la velocidad y pareció arrastrarse a lo largo de la carretera. Nos encontrábamos en una recta que se prolongaba por espacio de una milla, sin curvas ni colinas a la vista. Cuando nos situamos detrás de él, el coche de Tinsley rodaba a cuatro o cinco kilómetros por hora, el paso normal de un hombre, con las luces encendidas.
—¡Steve! —Las uñas de Susan se clavaron en mi muñeca—. Ha sucedido… algo malo.
Lo sabía. Hice sonar el claxon. Silencio. Lo hice sonar de nuevo, lamento estridente y solitario en medio de la oscuridad y el vacío. Detuve el automóvil. El coche de Tinsley avanzaba como un caracol de metal delante de nosotros, exhausto. Abrí la portezuela y me apeé.
—No te muevas —le dije a Susan. Sus labios temblaban y su rostro estaba tan blanco como la nieve.
Eché a correr hacia el automóvil de Tinsley, gritando:
—¡Bill! ¡Bill!
Tinsley no contestó.
No podía hacerlo.
Estaba allí, detrás del volante, completamente inmóvil, y el coche continuaba avanzando, lentamente, muy lentamente.
Se me revolvió el estómago. Alargué el brazo, eché el freno de mano y corté el encendido, sin mirar a Bill, invadido por un nuevo y espantoso horror.
No servía de nada matar moscas, matar polillas, matar termitas, matar mosquitos. Los Maléficos eran demasiado listos.
Mata todos los insectos que encuentres, destruye los perros y los gatos y los pájaros, las comadrejas y las ardillas, y las termitas, y todos los animales y los insectos del mundo… Eso puede hacerlo el hombre, eventualmente, matando, matando, matando. Y cuando hayas terminado la tarea, quedarán todavía los… microbios.
Bacterias. Microbios. Sí. ¡Unicelular, y bicelular, y multicelular vida microscópica!
Millones de ellos, billones de ellos en cada poro, en cada pulgada de carne de tu cuerpo. Sobre tus labios cuando hablas, dentro de tus oídos cuando escuchas, sobre tu piel cuando sientes, sobre tu lengua cuando saboreas, en tus ojos cuando miras. No puedes librarte de ellos, no puedes destruir todos los que hay en el mundo. Sería una tarea imposible, imposible… Tú descubriste eso, ¿verdad, Bill? Casi te convencimos de que los insectos no eran culpables, no eran los Vigilantes. Teníamos razón, en parte. Te convencimos, y esta noche empezaste a pensar, y descubriste la verdad. Microbios. Por eso te metiste bajo la ducha. Pero no pudiste matar bacterias con la suficiente rapidez. Se multiplican y multiplican, instantáneamente…
Miré a Bill, caído detrás del volante.
—La pala matamoscas… Creíste que la pala matamoscas era suficiente. ¡Qué ironía!
Bill, ¿eres tú el que estás tendido ahí, con tu cuerpo transformado por la lepra y la gangrena y la tuberculosis y la malaria, todo al mismo tiempo? ¿Dónde está la piel de tu rostro, Bill, y la carne de tus huesos? ¡Oh, Dios mío! ¡Tu color y tu olor…, la podrida y fétida combinación de enfermedades en que te has convertido!
Microbios. Mensajeros. Millones de ellos. Billones de ellos.
Dios no puede estar en todas partes al mismo tiempo. Tal vez Él inventó las moscas, los insectos, para que vigilaran a sus criaturas.
Pero los Maléficos fueron listos, también. ¡Inventaron los microbios!
Bill, pareces tan distinto…
Ahora no le contarás tu secreto al mundo.
Regresé al lado de Susan, la miré, incapaz de hablar. Sólo pude indicarle, por señas, que volviera a casa, sin mí. Yo tenía una tarea que realizar: apartar el automóvil de Bill de la carretera y prenderle fuego. Susan se llevó mi automóvil, sin mirar hacia atrás.
Y ahora, esta noche, una semana después, estoy escribiendo esto por el valor que pueda tener, aquí y ahora, en el atardecer de verano, con las moscas zumbando en mi habitación. Ahora comprendo por qué Bill Tinsley vivió tanto tiempo. Mientras sus esfuerzos iban dirigidos contra los insectos, las hormigas, los pájaros, los animales, que eran representantes de las Fuerzas del Bien, las Fuerzas del Mal le dejaron en paz. Tinsley, sin saberlo, estaba trabajando para los Maléficos. Pero cuando comprendió que el verdadero enemigo eran las bacterias, más numerosas e invisibles, los Maléficos le aniquilaron.
En mi mente, recuerdo todavía el cuadro de la muerte del padre de Tinsley, cuando recibió un disparo a consecuencia del choque de una codorniz contra su escopeta. El hecho no parecía encajar en el cuadro. ¿Por qué la codorniz, representante del Bien, tenía que matar al viejo Tinsley? Ahora, la respuesta es evidente. La codorniz está sujeta también a las enfermedades, y la enfermedad rompe su estructura neutral. Y la enfermedad, aquel lejano día, hizo que la codorniz derribara el arma de Tinsley, matándole a él y así, sutilmente, a insectos y animales.
Y otra idea en mi mente es el cuadro del viejo Tinsley mientras yacía cubierto de hormigas. Y me pregunto si es posible que las hormigas estuvieran consolándole en el momento de su muerte, hablándole en algún silencioso idioma que ninguno de nosotros puede oír hasta que muere.
La partida de ajedrez continúa, el Bien contra el Mal. Y yo estoy perdiendo.
Esta noche estoy sentado aquí, escribiendo y esperando, y Susan se encuentra en el otro extremo del pueblo, ignorante de todo, a salvo de este conocimiento que debo reflejar en el papel aunque me cueste la vida. Escucho las moscas, tratando de detectar algún mensaje favorable en su incesante zumbar, pero no oigo nada.
Incluso mientras escribo, la piel de mis dedos cambia de color y mi rostro está parcialmente seco y parcialmente húmedo, y parece soltarse de su ancla de reblandecido hueso. Mis ojos destilan un líquido purulento, la náusea invade mi estómago, tengo un sabor acre y ácido en la lengua, los dientes parecen estar sueltos en mi boca, me zumban los oídos. Dentro de unos instantes, la estructura de mis dedos, los músculos, los delgados y finos huesos, se desharán, y una especie de gelatina caerá sobre las negras teclas de esta máquina de escribir, mi carne se desprenderá de mi esqueleto como un podrido ropaje, pero tengo que continuar escribiendo, hasta etaoin ahrdlucmfwyp…cmfwaaaa ddddddddddddd