—Aquél es el hombre —dijo Mrs. Ribmoll, señalando al otro lado de la calle—. ¿Ves aquel hombre sentado en la barrica de alquitrán, delante de la tienda de Mr. Jenkins? Bueno, es él. Le llaman Odd Martin.
—¿El que dice que está muerto? —inquirió Arthur.
Mrs. Ribmoll asintió.
—Es un chiflado. Insiste en que está muerto desde la inundación, pero nadie le hace caso.
—Le veo sentado allí todos los días —dijo Arthur.
—¡Oh, sí! Siempre se sienta allí. Es una vergüenza que no le metan en la cárcel.
Arthur hizo una mueca en dirección al hombre.
—¡Yah!
—No te molestes, Arthur, no te hará caso. Nunca he visto a un hombre tan insociable. Nada parece gustarle. —Apretó el brazo de Arthur—. Vamos, hijo, la compra nos espera.
Pasaron por delante de la barbería. Mr. Simpson estaba detrás de la puerta vidriera, haciendo chasquear sus tijeras y mascando su sempiterno chiclé. A través del cristal manchado por las moscas miró pensativamente al hombre sentado en el barril de alquitrán.
—Creo que lo mejor que le podría ocurrir a Odd Martin sería casarse —dijo.
Sus ojos tenían un brillo malicioso. Por encima del hombro, miró a su manicura, Miss Weldon, la cual estaba ocupada puliendo las ásperas uñas de un granjero llamado Gilpatrick. Miss Weldon, ante aquella sugerencia, no alzó la mirada. La había oído a menudo. Siempre estaban bromeando acerca de ella y de Odd Martin.
Mr. Simpson se apartó del cristal y volvió a ocuparse del hirsuto pelo de Gilpatrick. Éste dejó escapar una risita.
—¿Qué mujer se casaría con Odd Martin? A veces casi llego a creer que está muerto. ¡Huele de un modo espantoso!
Miss Weldon miró de reojo a Mr. Gilpatrick y le cortó cuidadosamente en un dedo con uno de sus pequeños escalpelos.
—¡Maldita sea! Mire lo que hace, mujer…
Miss Weldon le miró con sus apacibles y pequeños ojos azules en una cara muy blanca. Sus cabellos eran de color castaño sucio; no iba maquillada, y casi nunca hablaba con nadie.
Mr. Simpson hizo chasquear sus tijeras.
—¡Vaya, vaya, vaya! —exclamó, con una risotada—. Miss Weldon sabe lo que hace, Gilpatrick… Las pasadas Navidades le regaló una botella de agua de Colonia a Odd Martin. Le ayudará a eliminar ese olor.
Miss Weldon soltó sus utensilios.
—Lo siento, Miss Weldon —se disculpó Mr. Simpson—. No diré nada más.
De mala gana, Miss Weldon volvió a coger sus utensilios.
—¡Eh! ¡Ahí llega otra vez! —gritó uno de los otros cuatro hombres que esperaban turno en la barbería. Mr. Simpson se volvió rápidamente, casi llevándose la sonrosada oreja de Gilpatrick en sus tijeras—. ¡Vamos a echar una mirada, muchachos!
Al otro lado de la calle, el sheriff salía de su oficina en aquel preciso instante y vio lo que ocurría, también. Vio lo que Odd Martin estaba haciendo.
Todo el mundo salió corriendo de todas las pequeñas tiendas.
El sheriff se inclinó sobre la acequia de la calle.
—¡Vamos, Odd Martin, salga de ahí! —gritó. Introdujo en la acequia la punta de su brillante bota negra—. Vamos, levántese. No está usted muerto. Está tan sano como yo. Pero pillará un resfriado mortal si continúa ahí. ¡Vamos, salga!
Mr. Simpson había cruzado la acera y miró a Odd Martin tendido en la acequia.
—Parece un envase vacío que alguien haya tirado…
—Está ocupando un valioso espacio de aparcamiento, teniendo en cuenta que estamos a viernes —dijo el sheriff—. Salga, Odd. Hmmm… Bueno, echadme una mano, muchachos.
Colocaron el cuerpo sobre la acera.
—Dejadle ahí —dijo el sheriff—. Ya se cansará de estar tumbado. Ha hecho esto un millón de veces. Le gusta la publicidad.
De regreso en la barbería, Simpson miró a su alrededor.
—¿Dónde está Miss Weldon? ¡Uh! —Se acercó a la puerta vidriera—. Allí está, cepillándole otra vez, alisando su abrigo, abotonándolo… Ahora vuelve. No os metáis con ella, muchachos, se enfadaría.
El reloj de la barbería dio las doce, y luego la una, y luego las dos, y luego las tres. Mr. Simpson contó las horas.
—Os apuesto lo que queráis a que Odd Martin no se levanta hasta las cuatro —dijo.
Alguien replicó:
—Apuesto a que no se mueve hasta las cuatro y media.
—La última vez… —un chasquear de las tijeras— estuvo ahí cuatro horas. Hoy hace un día estupendo. Puede dormir ahí hasta las cinco. Apuesto por las cinco. ¿Quién recoge el dinero?
El dinero fue recogido y colocado en un estante, junto a las lociones para el cabello.
Uno de los clientes más jóvenes empezó a mondar un palo con su cortaplumas.
—Todos bromeamos a cuenta de Odd. Pero, por dentro, estamos asustados de él. Quiero decir que no nos permitimos a nosotros mismos creer que está realmente muerto. No nos atrevemos a creerlo. De modo que lo tomamos a broma. Le dejamos que se tienda donde le plazca. No molesta a nadie… Pero he observado que el Dr. Hudson no ha tocado nunca el corazón de Odd con su estetoscopio. Apostaría a que teme lo que descubriría si lo hiciera.
—¡Teme lo que descubriría! —Risa general. Simpson rió e hizo chasquear sus tijeras. Dos hombres barbudos rieron, en tono demasiado estridente. La risa no duró mucho.
—¡Qué chistoso eres! —dijeron todos, golpeándose las rodillas con las palmas de las manos.
Miss Weldon continuó arreglando las manos de su cliente.
—¡Se está levantando!
Se produjo una estampida hacia la puerta vidriera para contemplar cómo Odd Martin se ponía en pie.
—Se ha incorporado sobre una rodilla, ahora sobre la otra… Ahora alguien le ha dado la mano.
—Es Miss Weldon. Ha salido de aquí corriendo.
—¿Qué hora es?
—Las cinco. ¡He ganado, muchachos!
—Esa Miss Weldon también está un poco chiflada. Mira que cuidar de un hombre como Odd…
Simpson hizo chasquear sus tijeras.
—Desde que quedó huérfana, ha llevado una vida solitaria. Le gustan los hombres que no hablan mucho. Y Odd apenas dice nada. Todo lo contrario de nosotros, ¿eh, compañeros? Nosotros hablamos demasiado. A Miss Weldon no le gusta nuestro modo de hablar.
—Ahí van los dos, Miss Weldon y Odd Martin.
—Oye, pélame un poco más alrededor de las orejas, ¿quieres, Simp?
Calle abajo, haciendo botar una roja pelota de goma, llegó el pequeño Charlie Bellows, sus rubios cabellos flotando como un estandarte amarillo delante de sus ojos azules. Hacía botar la pelota abstraídamente, con la lengua entre los labios, y la pelota cayó debajo de los pies de Odd Martin, sentado una vez más en la barrica de alquitrán. En el interior de la tienda de comestibles, Miss Weldon estaba haciendo sus compras para la cena, metiendo latas de sopa y latas de verduras en un cesto.
—¿Puedo coger mi pelota? —preguntó el pequeño Charlie Bellows alzando la mirada hacia los seis pies y dos pulgadas de Odd Martin. Nadie estaba al alcance del oído.
—¿Puedes coger tu pelota? —dijo Odd Martin, en tono intrigado. Dio vueltas a la idea en su cerebro, al parecer. Sus ojos grises modelaron los contornos de Charlie como se modela una pequeña bola de arcilla—. Puedes coger tu pelota; sí, cógela.
Charlie se inclinó lentamente y cogió el brillante globo rojo de goma, y se incorporó despacio, con una expresión de complicidad en los ojos. Miró hacia el norte y hacia el sur, y luego al huesudo y pálido rostro de Odd.
—Yo sé una cosa.
Odd Martin inclinó la mirada.
—¿Sabes una cosa?
Charlie se inclinó hacia adelante.
—Tú estás muerto.
Odd Martin no se movió.
—Estás realmente muerto —susurró el pequeño Charlie Bellows—. Pero yo soy el único que lo sabe. Yo te creo, ¿sabes? Una vez lo intenté. Me refiero a morirme. Es difícil. Me tendí en el suelo por espacio de una hora. Pero parpadeé, y me picaba el vientre, de modo que tuve que rascarme. Luego… abandoné. ¿Por qué? —Contempló las puntas de sus zapatos—. Porque tenía que ir al lavabo.
Una lenta y comprensiva sonrisa se formó en la pálida carne del alargado y huesudo rostro de Odd.
—Es difícil, desde luego.
—A veces pienso en ti —dijo Charlie—. Te he visto pasear junto a mi casa por la noche. A veces a las dos de la mañana. A veces a las cuatro. Me despierto y sé que estás paseando alrededor de mi casa. Entonces me asomo y te veo paseando y paseando. Sin ir a ningún sitio.
—No hay ningún sitio adonde ir. —Odd permanecía sentado con sus anchas y callosas manos sobre las rodillas—. Trato de pensar en algún… sitio… adonde ir. Pero pensar es muy difícil. Lo intento… y lo intento. A veces casi sé lo que he de hacer, adónde he de ir. Luego lo olvido. En cierta ocasión se me ocurrió la idea de ir a un médico para que me declarase muerto, pero… no he llegado a ir.
Charlie le miró a los ojos.
—Si quieres, te acompañaré.
Odd Martin miró distraídamente el rojo disco del sol poniente.
—No. Estoy muy cansado, pero… esperaré. Ahora que he llegado tan lejos, siento curiosidad por ver lo que sucederá a continuación. Después de la inundación que se llevó mi granja, y todo mi ganado, y me arrastró bajo el agua, me hinché como un globo, pero salí andando del río, a fin de cuentas. Sabía que estaba muerto, desde luego. Me he pasado muchas noches tendido en mi cama, completamente inmóvil, escuchando, pero no oigo latir mi corazón en mis oídos, ni en mi pecho, ni en mis muñecas… Dentro de mí sólo hay oscuridad, y relajamiento, y comprensión. Tiene que existir un motivo para que continúe andando. Tal vez era demasiado joven cuando me sobrevino la muerte. Veintiocho años, y no me había casado aún. Siempre deseé casarme… Y aquí estoy, ejerciendo los más variados oficios en el pueblo, ahorrando mi dinero, porque nunca como, no puedo comer, y a veces me siento tan desanimado que me tiendo en la acequia de la calle y espero que me encierren en una caja de madera de pino y se me lleven para siempre. Pero, al mismo tiempo… no deseo eso. Quiero algo más. Sé que existe Miss Weldon, y veo cómo el viento agita sus cabellos castaños…
Odd Martin suspiró antes de sumirse de nuevo en el silencio.
Charlie Bellows esperó cortésmente un minuto. Luego se aclaró la garganta y echó a andar, haciendo botar su pelota.
—¡Hasta la vista!
Odd miró fijamente el lugar donde había estado Charlie. Cinco minutos más tarde parpadeó.
—¿Eh? ¿Hay alguien aquí? ¿Hablaba alguien?
Miss Weldon salió de la tienda con un cesto lleno de vituallas.
—¿Le gustaría acompañarme a casa, Odd?
Echaron a andar en silencio, y Miss Weldon procuró no apresurar el paso, ya que Odd plantaba cuidadosamente sus pies en el suelo. El viento susurraba en los cedros, en los olmos y en los arces a lo largo de todo el camino. Odd entreabrió varias veces los labios y miró de soslayo a Miss Weldon, y luego apretó fuertemente la boca y miró con fijeza hacia adelante, como si contemplara algo situado a millones de kilómetros de distancia.
Finalmente, dijo:
—Miss Weldon…
—¿Sí, Odd?
—He estado ahorrando y ahorrando mi dinero. Tengo una suma bastante respetable. Apenas gasto nada y tengo alrededor de mil dólares. Tal vez más. A veces cuento el dinero, hasta que me canso y no puedo contar más. Y…
Súbitamente, pareció encontrarse desconcertado y algo enojado con ella.
—¿Por qué es tan amable conmigo, Miss Weldon? —preguntó.
Miss Weldon hizo un gesto de sorpresa y luego volvió hacia Odd unos ojos sonrientes.
—Porque es usted un hombre tranquilo y apacible. Porque no es ruidoso y descarado como los clientes de la barbería. Porque estoy sola y usted ha sido bueno conmigo. Porque es el primer hombre que me ha mirado con ojos afables. Los otros ni siquiera me han mirado. Dicen que soy incapaz de pensar. Dicen que soy una estúpida, porque no terminé el sexto curso. Pero estoy muy sola, Odd, y hablar con usted significa mucho para mí…
Odd apretó con fuerza la pequeña y blanca mano de Miss Weldon.
Ella se humedeció los labios.
—Me gustaría poder evitar que la gente hablara de usted en el tono que lo hace. Usted podría ayudarme, Odd, dejando de decirles que está muerto.
Odd Martin se detuvo.
—Entonces, tampoco usted me cree —dijo, como si hablara consigo mismo.
—Está usted «muerto» para ciertas cosas, Odd: para los placeres de la mesa, para el amor material, para las menudencias de la vida cotidiana… Se refiere a eso cuando dice que está «muerto», simplemente.
Los ojos grises de Odd tenían una expresión lejana.
—¿Me refiero a eso? —Vio el rostro ávido y anhelante de Miss Weldon—. Sí, me refiero a eso. Lo ha adivinado usted. Me refiero a eso.
El sonido de sus pasos se alejó hasta perderse a lo lejos, como hojas flotando en el viento. La noche se hizo más oscura y más suave y las estrellas inundaron el firmamento.
A la mañana siguiente, el pequeño Charlie Bellows estaba lanzando su pelota contra la pared de la tienda, la dejaba botar en el suelo, volvía a lanzarla contra la pared… Oyó que alguien canturreaba detrás de él y se volvió.
—¡Oh! ¡Hola, Mr. Odd!
Odd Martin llevaba un fajo de billetes en la mano, los contaba. Se detuvo bruscamente. Sus ojos carecían de expresión.
—¡Charlie! —gritó—. ¡Charlie!
Sus manos tantearon el vacío.
—Sí, Mr. Odd…
—Charlie, ¿adónde iba yo? ¿Adónde iba yo? Iba a alguna parte a comprar algo para Miss Weldon. ¡Ayúdame, Charlie!
—Sí, Mr. Odd.
Una mano descendió hasta la de Charlie. En ella había dinero: setenta dólares.
—Charlie, corre a comprar un vestido para… Mis Weldon. —La mente de Odd Martin estaba tanteando, agarrando, retorciéndose en media de una telaraña de olvido. En su rostro había terror y anhelo—. No puedo recordar el lugar, Dios mío, ayúdame a recordar. Un vestido y un abrigo, para Miss Weldon, en…, en…
—¿Los Grandes Almacenes Krausmeyer? —inquirió Charlie, servicial.
—No.
—¿Fieldman’s?
—¡No!
—¿Leiberman’s?
—¡Leiberman! ¡Eso es! ¡Leiberman, Leiberman! Vamos, Charlie, corre a…
—Leiberman’s.
—… y compra un vestido verde para… Miss Weldon, y un abrigo. Un vestido verde con rosas amarillas estampadas. Cómpralos y tráemelos aquí. ¡Oh, Charlie! Espera…
—Sí, Mr. Odd.
—Charlie… ¿Crees que podría lavarme en tu casa? —preguntó Odd en voz baja—. Necesito un baño.
—No sé, Mr. Odd. Mi familia es muy rara. No sé…
—De acuerdo, Charlie, comprendo. ¡Corre!
Charlie echó a correr, agarrando con fuerza el dinero. Pasó por delante de la barbería. Asomó la cabeza por la puerta vidriera. Mr. Simpson interrumpió el corte de pelo de Mr. Trumbull y le miró.
—¡Eh! —gritó Charlie—. Odd Martin está canturreando una melodía.
—¿Qué melodía? —preguntó Mr. Simpson.
—Es algo así… —dijo Charlie, y silbó unas notas.
—¡Santo cielo! —aulló Simpson—. Ahora comprendo por qué Miss Weldon no se ha presentado esta mañana… ¡Esa melodía es la Marcha Nupcial!
Charlie echó a correr.
Gritos, risas, el sonido del agua derramándose, salpicando. La trastienda de la barbería humeaba. Se turnaban. Primero, Mr. Simpson dejó caer un cubo de agua caliente sobre Odd Martin, el cual estaba sentado en la tina, sin decir nada, y luego Mr. Trumbull frotó la pálida espalda de Odd Martin con un gran cepillo y una buena cantidad de jabón. De cuando en cuando, Shorty Phillips rociaba a Odd con un chorro de agua de Colonia. Todos gritaban y reían.
—De modo que va a casarse, ¿eh? ¡Felicidades, muchacho! —Más agua—. Siempre dije que era lo que usted necesitaba —rió Mr. Simpson, derramando sobre el pecho de Odd un cubo de agua, esta vez fría. Odd Martin no pareció notar el cambio en la temperatura del agua—. Ahora huele usted mejor.
Odd continuó sentado en la tina.
—Gracias. Muchas gracias por hacer esto. Gracias por ayudarme. Gracias por este baño. Lo necesitaba.
Simpson reprimió una carcajada.
—A su disposición, Odd. Cualquier cosa que necesite, ya sabe…
Alguien susurró, al amparo de la nube de vapor:
—¿Te imaginas lo que va a ser esa boda? ¡Una retrasada mental casada con un idiota!
Simpson frunció el ceño.
—¡Cierra el pico, muchacho!
Charlie se presentó, jadeante.
—¡Aquí está el vestido verde, Mr. Odd!
Una hora más tarde, Odd estaba sentado en uno de los sillones de la barbería. Alguien le había prestado un par de zapatos. Mr. Trumbull los estaba cepillando, guiñando el ojo a todo el mundo. Mr. Simpson le cortó el pelo a Odd, negándose a cobrarle el servicio.
—No, no, Odd, acéptelo como mi regalo de boda. Sí, señor. —Escupió en el suelo. Luego vertió un chorro de agua de rosas sobre los negros cabellos de Odd—. Esto es. ¡La luz de la luna y rosas!
Martin miró a su alrededor.
—¿Querrá hacerme un favor? No le hable a nadie de mi boda hasta mañana. Miss Weldon y yo deseamos casarnos sin llamar la atención de la gente. ¿Comprende?
—Desde luego, Odd, desde luego —dijo Simpson, terminando el trabajo—. ¿Dónde van a vivir ustedes? ¿Va a comprar alguna granja?
—¿Granja? —Odd Martin se levantó del sillón. Alguien le había prestado un abrigo, y alguien le había planchado los pantalones. Tenía un aspecto excelente—. Sí, ahora voy a comprar la finca. Es un poco cara, pero vale la pena. Vamos, Charlie Bellows. —Se dirigió hacia la puerta—. He comprado una casa en las afueras del pueblo. Tengo que ir a entregar el dinero ahora. Vamos, Charlie.
Simpson le detuvo.
—¿Cómo es la casa? No tiene usted mucho dinero; no ha podido gastar demasiado…
—No —dijo Odd—, tiene usted razón. Es una casa pequeña. Pero lo bastante espaciosa para nosotros. La construyó una familia de aquí, pero luego tuvo que trasladarse al Este y la pusieron en venta. Me ha costado quinientos dólares. Miss Weldon y yo nos trasladaremos a ella esta noche, después de la boda. Pero, por favor, no se lo diga a nadie hasta mañana.
—Desde luego, Odd, desde luego.
Odd cruzó la puerta y se alejó, seguido de Charlie. En la barbería, los hombres volvieron a sentarse, riendo.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, Charlie Bellows se sentó pensativamente delante de su plato de papilla de cereales. Su padre dejó el periódico a un lado y miró a su esposa.
—En el pueblo, todo el mundo habla de la súbita desaparición de Odd Martin y Miss Weldon. Parece que se los haya tragado la tierra.
—Bueno —dijo Mrs. Bellows—, he oído decir que Odd Martin compró una casa para ella.
—Yo también he oído decir eso —dijo Mr. Bellows—. Esta mañana he telefoneado a Carl Rogers. Dice que no le ha vendido ninguna casa a Odd. Y Carl es el único administrador de fincas del pueblo.
Charlie Bellows tragó una cucharada de papilla. Luego miró a su padre.
—¡Oh, no! Carl no es el único administrador de fincas del pueblo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mr. Bellows.
—Nada, excepto que a medianoche he mirado por la ventana y he visto algo.
—¿Qué has visto?
—Todo estaba bañado por la luz de la luna. ¿Y sabes lo que he visto? Bien, he visto a dos personas que avanzaban por el camino de Elm Glade. Un hombre y una mujer. Un hombre que llevaba un abrigo oscuro, y una mujer que llevaba un vestido verde. Avanzaban lentamente, cogidos de la mano. —Charlie tomó aliento—. Y las dos personas eran Odd Martin y Miss Weldon. Y en aquella dirección no hay ninguna casa. Sólo el cementerio de Trinity Park. Y Mr. Gustavson vende tumbas del cementerio de Trinity Park. Tiene una oficina en el pueblo. Por eso decía que Mr. Rogers no es el único administrador de fincas del pueblo. De modo…
—¡Oh! —le interrumpió Mr. Bellows, en tono irritado—. ¡Has estado soñando!
Charlie inclinó la cabeza sobre su papilla.
—Sí, papá —suspiró—. No ha sido más que un sueño.