PAÍS RELATO

Autores

rafael ramírez heredia

te acordás hermano

—Maldita aburrición —dice Policarpio.
Lo miro entrar al restaurante compartiendo conmigo el espeso velo del sudor. Los dos tenemos las mismas ganas de salir de Villa Verde a sabiendas de lo mucho que falta para dejar terminado el pozo petrolero, y aún así, en las primeras frases de todas las mañanas, al encontrarnos para desayunar en el restaurante del hotel, pálidos aún por la diarrea al parecer parte de nuestra estancia, nos quejábamos del calor, de la inanición, de la mugre del trabajo.
Una y otra vez, mientras bebíamos jugo sintético de naranja, hacíamos un obsesivo recuento de las semanas echadas al tacho del tiempo en este pueblo del norte mexicano, sin visitantes, con un cine de fin de semana, mariscos vendidos por el gordo Leo, dos cantinas —una nuestra preferida: El Quijote— tan calurosas como si bebiéramos en la mitad de la plaza pelona con un árbol arrugado de resentir el demoniaco sol.
Policarpio, acentuado su cantadito chileno y su malicia, sentenciaba:
—El único que se salva de este infierno es Bocanera, no hay duda, Minerva y sus rulos ya envolvieron al che.
Entonces, como por arte de magia, se nos olvidaban el calor y la desesperación de estar en este pueblo y nos dábamos a la tarea de seguir con los planes para que Minerva y el argentino Bocanera mantuvieran el romance que en los últimos días, como milagro, despejara el abominable tedio.
Era más que necesario inventar algo cuando las «diversiones» en Villa Verde ya estaban por completo cumplimentadas: dormitar en el cine de abanicos inservibles y bancas alargadas, beber hasta derrumbarnos en la acera, repetir anécdotas playeras que por lo menos nos refrescaran la nostalgia, recordar los casinos de Atlantic City, comer mariscos traídos de quién sabe qué lejanas costas y vendidos en este pueblo por el gordo Leo en unos carritos de madera, tragadera que Policarpio y yo pagábamos con diarreas irrefrenables, pasear en la plaza sabiendo que las chicas decentes jamás se arriesgarían a tener romance con un par de francachelosos asiduos clientes del desahogo con las busconas del Barrio de la Unión, donde en cada visita dejábamos parte de la paga en las manos de unas güilas desmadejadas como algas.
—Ay, las algas del Pacífico —decía Policarpio.
Yo pensaba en algas de cualquier bar pero no en estas pindongas de Villa Verde, torcidas como ejotes, olorosas a fritura yanqui, perfumadas como si vendieran Avon por hectolitros, pirujas que Bocanera, el otro miembro del equipo, no conoció porque nunca quiso acompañarnos a esas aventuras nocheras.
—¡Válgame dios!, eso ni pensarlo, che —decía alarmado.
Y si antes era difícil que aceptara, ahora sería tanto como imposible llevarlo al barrio de las putitas cuando notable era que el romance del pampero con Minerva iba viento en popa de embarcación cartegenera.
—De Cartegena Chile, jamás de otras Cartagenas que no le llegan a la mía —remarcaba Policarpio, quien según él ningún lugar del mundo era más bello que Cartegena, donde su padre tenía una casa semejante a una embarcación en pleno navegaje.
Así que a días, el noviazgo construido gracias a la habilidad del chileno y la segunda que yo le proporcioné, hicieron que el argentino Bocanera, topógrafo egresado de alguna universidad de Centroamérica, callado, con los ojos siempre con una conjuntivitis galopante, de chistes aburridos, temeroso de que una de las golfas del Barrio de la Unión le fuera a quitar el alma, aceptara pasear con Minerva, a veces disfrutar de un refresco de garambullo en la nevería del mercado, y que cada vez más seguido la chica le llevara el lonche a la hora del almuerzo.
Así avanzaban las cosas, con cierta tranquilidad, ah, pero la tarea de unirlos no fue fácil, primero porque Bocanera se negó a tener una cita con la chica villaverdense y después por lo complicado de las trampas que Policarpio y yo tuvimos que armar.
Pero vayamos desde el momento en que conocimos a Minerva. Fue una tarde más aburrida que nunca, los tres vagábamos cuando la vimos venir cargando una bolsa con pan; al acercarnos ella nos vio y no trató de huir como las demás chicas del pueblo hacían, sino que aceptó nuestra plática.
Los tres estábamos por decidir si meternos al cine o dejar al argentino en el hotel y nosotros, el chileno y yo, refugiarnos en la cantina El Quijote a oír la charla de don Abelardo, quien desde la primera vez dijo que cada ocasión que por ahí llegáramos poco a poco nos iría dando las recetas de los 1,500 cocteles que sabía preparar desde los tiempos en que trabajaba de barman en un centro nocturno de Nuevo Orleáns.
Creo que en el tiempo de vivir en Villa Verde llevábamos alrededor de 600 recetas que ya ni Policarpio y yo apuntábamos porque conforme el viejo hablaba y servía se iba perdiendo en un mar de recuerdos y a nosotros nos ganaba el trago, la desesperación, el picoteo de la nostalgia, mientras don Abelardo se esmeraba en detalles y nosotros, sudorosos, idos, con voz pastosa, intentábamos repetir los ingredientes.
Por eso esa tarde decidimos caminar y sin querer descubrimos a Minerva y su bolsa de pan. Nos impactó que no huyera pero también la caída de sus rulos pintados de rubio, su nariz torcida y las piernas flacas.
Al verla, Policarpio y yo tuvimos la misma idea; con una mirada y unos guiños decidimos que en vez de ir con Abelardo mejor haríamos otra cosa, por ejemplo, contribuir a que esta muchachita se convirtiera en amiga y después en novia de Bocanera, y de pronto, luego de presentarnos con la formalidad de unos caballeros, le dije a la muchacha:
—Oye Minerva, ¿a ti te gustan los argentinos?
En ese primer encuentro nadie, ni siquiera la perversa facilidad inventiva de Policarpio, se imaginó las consecuencias que el noviazgo iba a traer.
Minerva aceptó que los poquísimos que llegaban a trabajar en la compañía petrolera eran mal vistos en Villa Verde; sus padres le habían prohibido cruzar palabras con forasteros que sólo iban a dejar sus miasmas en una población de tan hondas raíces como las de aquí, pero en tratándose de un chileno y un argentino quizá las consejas paternas no tuvieran la misma validez, dijo, haciendo caso omiso de que a mí, siendo mexicano, sí se me aplicaran las recetas del señor padre de la chica.
—Un argentino tan pero tan decente como es este señor Bocanera —expresó el chileno como si quisiera que el viento del pueblo se enterara.
Policarpio torció la boca, me hizo una seña a la que en ese momento no le di la validez más tarde entendida: minutos después de terminado el paseo donde la chica nos llevó a recorrer unas canchas de básquetbol (a pleno rayo de sol, a más de 40 grados de temperatura, carajo, a quién se le ocurre llevar de paseo a ver unas pinches canchas).
Con un codazo, Policarpio me hizo parte de su plan. Con caravanas y cortesías nos despedimos y Bocanera, con inútil desesperación, aceptó quedarse para hacerle compañía a la güerejita, que por supuesto nos dio su número telefónico y repitió su nombre:
—Minerva para servirles a Dios y a ustedes.
Vimos cómo la pareja se iba deshaciendo en medio de la polvareda y el calorón mientras el chileno y yo caminamos rumbo a lo de don Abelardo, nos sentamos a la mesa del fondo donde el aire del abanico era nulo pero permitía hacer oídos sordos a las recetas de cocteles, y Policarpio dijo que por el bien del amigo Bocanera era necesario pertrechar un romance que, dejándolo suelto, jamás se daría dada la timidez del che y por el miedo que tiene este güevón de aceptar que el amor es el sustento de la estamina.
—Güevón —de nuevo expresó sin yo detectar si el epíteto era dirigido al che, o sus palabras fueran el envoltorio de lo que el andino llevara armado en la cabeza.
Y con la furia que da el no tener nada qué hacer, los dos emprendimos la tarea de unir a estas almas que:
—Deshalagadas, en silencio buscan apremiar un amarre —remató el cartegenero con mi cómplice aprobación.
De regreso al hotel, inspirados por las bebidas de don Abelardo, nos animamos a llamar a la chica; ella fue tan receptiva que después de su sorpresa de oír mi voz saludando a una estimada amiga, de inmediato aceptara que por teléfono yo le dijera que el che Bocanera estaba nervioso.
—Palabra, Minervita, tengo años de conocerlo —mentira, si recién lo conocí cuando por diferentes puntos llegamos a Villa Verde—, años de ser su amigo, y jamás lo había visto tan ilusionado, es muy tímido, tiene miedo de ser rechazado, ¿tú eres capaz de despreciar la pureza de un cariño?
Ella echaba chilliditos, suspiros, cuestionaba la posibilidad del hecho, si apenas se habían conocido y dimos la vuelta por las canchas:
—¿Cómo es posible que esto suceda?
—Quizá sean los designios del Altísimo —me arriesgué a decir: que tal si ésta es rosacruz o menonita, pero no, claro que no podía fallar, en Villa Verde nadie podía ser otra cosa que católico apostólico.
Minervita, entre tartamudeos y suspiros, reveló:
—Desde hace varias noches un empecinado sueño parecido a estos sucesos me ha quitado la calma.
—Ves cómo el destino es verdadero —le dije mientras pensaba: ya chingamos, lo que repetí cuando le dije a Policarpio lo avanzado que iba el plan «Angelito Flechador».
El chileno me contó lo difícil que resultara la charla con Bocanera: éste, de entrada, se negó a establecer una relación siquiera amigable con una chica tan espantosa como Minervita; el cartegenero me contó que sus argumentos se tuvieron que centrar en algo diferente al tema de la belleza por imposible de defender, entró por el flanco de la necesidad que el argentino tenía para no morirse de depauperación, pero sobre todo, que el nombre de la República Argentina iba a ondear en todos los hogares del norte de México si un connacional de aquellos lares le había causado enorme ilusión a una pobre chica ávida de conocer el mundo; un argentino lleva en alto los colores albicelestes en todo punto del planeta:
—¿No es así, che?
Policarpio le habló de la responsabilidad con la compañía petrolera, con esto se le da lustre al nombre de sus trabajadores, le hizo ver que la ilusión es más fuerte que el deseo, y que al che nada le costaba hacer un bien que sería recordado en años.
—¿No lo crees así, mi amigo?
Viendo que Bocanera bajaba la cabeza abrumado por las recetas de Policarpio, éste tomó el teléfono y lo puso en la línea con Minervita para armar la primera cita, que se llevó a cabo con nuestra presencia porque tuvimos que llevar a rastras al argentino, quien durante el trayecto alegaba no tener tiempo por lo absorbente del trabajo, que la muchacha no se veía maleada, que él requería sentir algo para establecer una relación.
Nosotros insistiendo en lo positivo que sería para una muchachita hacer realidad una significativa ensoñación en medio de ese desierto de Villa Verde, que de verde sólo tenía el nombre, ¿quién habrá sido el orate que lo bautizó con este apelativo?
Horas después, ya en El Quijote, en medio de recetas de cocteles, degustaciones y cabezadas, Policarpio y yo habríamos de recordar el encuentro en esa primera cita urdida y llevada a cabo por nosotros: Minerva como esfinge esperando que nos acercáramos, el che con los lagrimales más rojos que de costumbre, el rostro subido de color acentuado cuando Policarpio dijo:
—Aquí el amigo Bocanera es una catarata de dones.
—Es como una castañuela de alegría —riposté para no sentirme menos.
—Se sabe unos chistes familiares muy divertidos —dijimos los dos.
—La compañía petrolera está orgullosa de que un extranjero sea representativo de la calidad humana de los trabajadores de la empresa.
Y seguimos a dueto, como si de los sobrinos del Pato Donald se tratara:
—Hay una seguridad total de las buenas intenciones del mencionado…
—… aquí presente señor Bocanera…
—… quien además, como si lo anterior no tuviera ya los méritos necesarios…
—… en sus ratos libres, es poeta.
Para dar validez a nuestra afirmación, después de dejar a la pareja paseando por la insolación de las canchas de básquet, y nosotros ya en nuestro refugio etílico, nos dimos a la tarea de entre coctel y coctel escribir versos donde se mencionaran los encantos de los espacios deportivos, los colores del cielo de Villa Verde, el Cerro del Mortero que en la redonda era motivo de encendidas canciones elogiosas, ah, pero como tema central aparecía una bella chica de cabellos rubios, la esperanza que destilan sus ojos, el fulgor de sus dientes alabastrinos, en fin, textos que bien podrían ser aplicados en cualquier momento, con las variantes necesarias, y ésta era una de ellas, armada y retocada entre la receta del coctel 604, en medio de aspavientos y adiciones, con palabras que supusimos serían de impacto, como: «Voy por senderos de abrojos y mi salvación serán tus ojos».
Nos dimos a transcribir, en la Olivetti de don Abelardo, una retahíla de frases que armamos en forma de poema y de inmediato le pagamos unos pesos al ayudante del barman para que esa misma noche los fuera a dejar a casa de la señorita Minerva.
Medio pedos, sin sufrir diarrea alguna por no haber tragado mariscos vendidos por Leo en el carrito de madera (pinches mariscos, sólo nosotros somos capaces de soportarlos), cargando una terceta de six bien fríos, a fuerza entramos al cuarto de Bocanera, a quien encontramos tirado en la cama mirando el techo y con una risita que en aquel momento no alcancé a descifrar; sin preámbulos nos dimos a la tarea de alabar a Minerva, a su prístina pureza, a loar la generosidad sin límites del che, y Policarpio, con una cerveza en la mano y otra a punto de abrir, recitó con voz grave:
—Tus cabellos son el oro inmarcesible de las colinas.
Sin decir más se plantó en que lo más bello de esto era que en el espacio intergaláctico el único ser capaz de crear la magia del amor era Dios, y ahora también un argentino, quien tumbado en la cama y la risita sellada en el rostro, se rascaba la cabeza cuando yo comenté que en un acto que pudiera ser calificado de locura, le habíamos dicho a Minervita que:
—El che es poeta.
—¿Poeta? —dijo él frunciendo el entrecejo.
—Sí señor, como Borges, como Neruda —dijo Policarpio con ademanes de recitador de escuela.
—Como López Velarde —rematé para no dejar en menos a la patria suave y diamantina.
El che, abriendo mucho los ojos, se incorporó, de uno a otro nos recorrió con la mirada y yo con cautela proseguí:
—Nos atrevimos a escribir en tu nombre y con tu firma una bonita recitación que de seguro habrá hecho las delicias de una chica tan pura como lo es tu novia Minervita.
Ahí hubo un silencio. Policarpio me miró con rabia. ¿Al pronunciar la palabra «novia» habría precipitado los hechos? el chileno, con dos cervezas en las manos, me miró de nuevo, escuchamos la respiración del argentino, entonces el cartegenero dio otro jalón al plan «Angelito Flechador» repitiendo lo de «tu novia», y al no recibir negativa, tomó el teléfono comunicándose con la muchacha, a quien le dijo que Bocanera estaba muy nervioso.
—Imagínate, no sabe cómo vas a calificar el hecho de haberte mandado un poema conteniendo palabras que por primera vez, por primera vez, eh, abren su alma.
La chica, con frases medio rotas, suspirando contestó que ese primer poema lo iba a guardar en la cajita de marfil donde atesora sus bucles de niña.
—Lo llevaré conmigo hasta que el Señor me llame a cuentas.
El chileno le dijo, así, sin más:
—Te paso a tu novio —por supuesto que bien marcada la palabra novio, extendiendo el teléfono a Bocanera que susurró un:
—Buenas noches.
Ella hablaba y nosotros pendientes hasta que el che dijo:
—Sí, yo también te quiero, ¿no lo prueba el poema que te escribí?
Entonces Policarpio, mientras se levantaba para salir de la habitación, me hizo una seña diciendo:
—La prudencia ordena jamás estorbar la charla de dos enamorados.
Cuando don Abelardo, al tiempo de ir mezclando las bebidas y de sus manos surgir el coctel número 680, un bebistrajo de color azul turquesa, nos dijo la receta, supimos en ese momento que lo único que nos daba alientos en Villa Verde era el noviazgo de Minervita y Bocanera; ya ni siquiera íbamos al Barrio de la Unión porque una noche al salir le dije a Policarpio:
—Prefiero regresar al proceloso subterráneo del onanismo que seguir fornicando con estas putas que parecen personajes de Rulfo.
—En sus momentos más oscuros —remató el chileno.
Tampoco queríamos continuar con las excursiones a la cima del Cerro del Mortero porque estábamos hasta los cojones de trepar como chivos sólo para mirar al pueblo desde arriba, es decir, mirar una visión aérea del sitio donde con seguridad pagábamos una deuda adquirida en otra vida plagada de abyecciones, menos pasear en el desoladero del jardín principal con los ojos de los oriundos reclamándonos pecados que ellos ni intuían pero castigaban.
La combinación número 680 y su azul turquesa fue cambiada por la 681, de color oscuro como penalti mortal, y en ese instante llegamos a la conclusión de que aún quedaban asuntillos coleando: sudar y beber oyendo alcohólicas recetas; aceptar que los latigazos de la diarrea eran facturas a pagar en abonos eternos a la letal delicia picosa de los mariscos, o bien, lo mejor: amacizar el amartelamiento que proseguía por caminos para nosotros aburridos como era la rutina de los novios: agarraditos de la mano y bajo la vigilancia de algún chaperón, pasear en torno al vencido árbol de la plaza, estarse horas charlando en el siniestro lobby del hotel, recorrer las canchas de básquet (carajo qué manía de Minerva de ir una y otra vez a las ardientes canchas) o asistir al cine acompañados del hermanito de Minerva que le pedía a Bocanera le hablara en argentino para después ir a presumir con sus amigos de la escuela.
Ante ese panorama, decidimos que si queríamos sobrevivir al hastío de este averno era necesario darle una buena sacudida a los acontecimientos sin que me cruzara la posibilidad de saber lo que después sucedería, pero ¿quién es pitoniso de uno mismo? y menos en esta Villa Verde que, según nuestros cálculos, sin la menor duda era sólo un preámbulo a la condena del fuego eterno.
Con la diarrea a medio camino y la receta 684 en la letanía de don Abelardo, quien cada vez que nos veía entrar ordenaba que prepararan el retrete al tiempo de poner sobre la barra un altero de hojas de periódico cortadas en cuadritos para no tener que estar dando y dando, sin más, recitaba una lección ya no escuchada y menos registrada.
Nosotros sabíamos lo inútil de tomar puños de carbonato, cucharas de almaz, medios vasos de mélox, si lo único que medio amansaba las diarreas era un fajo de pastillas de lomotil, y entonces, con el abelardiano coctel en turno, pensamos que sacudir la modorra del noviazgo tenía solo dos caminos:
uno, que el poeta Bocanera —porque ya para entonces él mismo se decía poeta y con frecuencia nos pedía composiciones que nosotros armábamos y él les daba su toque porque nadie, señalaba, era capaz de expresar sentimientos ajenos—; que el poeta, decía, pasara a la fase de amasiato,
o bien,
en caso de la dificultad de tal hazaña dadas las condiciones de ambos palomitos, no quedaba otro remedio más que recorrer el glorioso sendero nupcial, si bien muy complicado, también era harto atractivo sobre todo cuando esa tarde, en medio de los espasmos diarreicos, llegamos al coctel número 688, y con ello a la decisión que las cosas no podían seguir así eternamente.
Esa misma noche, pese a la insistencia de don Abelardo, nos negamos a probar un coctel más, así que antes de las nueve en que Bocanera regresara de su visita a la casa de su novia, los dos lo esperamos en el lobby del hotel; al vernos semidormidos sobre los muebles de mimbre, desguanzados y rodeados de un reguero de botes de cerveza, los ojos se le pusieron más inyectados.
—Estoy muy cansado —dijo, pero nada impidió que lo siguiéramos a su cuarto y sin dar rodeos explicamos, a veces robándonos la palabra, que la amistad tiene códigos, la unión de amigos que por diversas circunstancias se encuentran lejos de su hogar posee reglas imposibles de romper.
—Los tres somos mosqueteros del destino —expresó Policarpio para terminar preguntando—: ¿Eres capaz de guardar un secreto?
—Claro, que sí, che, soy argentino y eso es orgullo, claro que soy capaz, ¿de qué se trata?
Le miré los ojos que se hicieron de rojo sangre y después tan chicos como el cerrar de los párpados; le dije con lentitud:
—Alguien, de quien no te vamos a decir su nombre, pone en duda tu hombría.
—¡La puta! —contestó el pampero.
—No, no fue ninguna del Barrio, fue otra persona —le contestamos a dúo.
—¿Qué es lo que dicen, quién fue el atorrante?
—Su nombre es lo de menos, lo importante es lo dicho —volvimos a hablar el chileno y yo.
—¿Qué boludez han inventado? —Bocanera respondió preguntando.
—Toda relación tiene un fin, y como los nativos no ven claro, por el pueblo corre el rumor de que eres vaca que no da leche —terminó Policarpio.
Bocanera respingó; nos miraba una vez a uno para cambiar la mirada hacia el otro, después vinieron las explicaciones, unas dadas por Policarpio mientras yo iba al baño, y otras por mí cuando el chileno era quien requería del WC, el caso es que se llegó a la conclusión: la única forma de poner en alto al pendón gaucho era que el poeta Bocanera le pegara una feroz cogida a Minervita y así acallar los rumores aunque se jugara la vida sabiendo del salvajismo celoso de su cuasisuegro, don Ovando, de eterno sombrero calado sobre la ceja derecha.
El che se limpió los ojos y se dio un breve silencio que cortó el chileno:
—Si como poeta no quieres rebajarte a tan ríspido pero necesario acto, entonces se hace vital, vital, lo escuchas, que contraigas nupcias con la bella Minerva.
—¡La puta! —repitió el che sin que nos atreviéramos a hacer algún chiste porque Policarpio hizo gestos resignados y yo le dije que la decisión era sólo del argentino pero que al tomarla no olvidara los meses que…
—… aún nos —dije nos aunque en realidad yo le hacía sentir que era te— quedaban por delante en este sitio que, viéndolo bien, tiene muchos aspectos positivos para un recién casado.
Sin que yo entendiera hacia dónde se encaminaba la comparación, el chileno sentenció que era necesario no olvidar a Menem y la Bolocco, de nuevo el chileno lo dijo antes de salir quejándose que la diarrea le estaba carcomiendo el alma y pese a ello él suponía estar construyendo una nueva y fructífera etapa del plan «Angelito Flechador», a sabiendas de que lo anterior, dicho en voz baja, apenas si fue escuchado por Bocanera, que como en otras ocasiones, sin quitarse la risilla de la boca, se tumbó en la cama para poner los ojos en el techo o, por la expresión del rostro, quién sabe si más allá.
Al día siguiente, por primera vez desde nuestra llegada a Villa Verde, vimos a Bocanera entrar al Quijote. Don Abelardo dijo:
—El lugar se ha vestido de gala por la visita de tan ilustre extranjero que pronto será un hijo más de la generosa tierra villaverdense.
De inmediato repitió la consabida historia de que en sus años de ser barman en Nuevo Orleáns había aprendido 1,500 recetas de cocteles. Policarpio despegó la cara de la mesa, yo también.
Por la falta de alimento el amarilloso preparado número 703 hacía efectos devastadores; dentro de nuestra borrachera aún nos ocupaba la idea que de atrevernos, el comer una sola tanda de mariscos nos llevaría al camposanto, por lo mismo nos negamos a probar un revoltijo especial que según el gordo Leo no le pedía nada a los preparados en Altata; con cierta repugnancia no quisimos investigar las razones del tono verdusco de los camarones, almejas, ostiones y pulpo troceado, pero no pudimos resistir meterle dedo y paladar a la salsa que Leo tenía como gracia del negocio.
Entramos al Quijote donde horas más tarde llegara el poeta con cara seria y los ojos que le relumbraban de colorados. Por supuesto que el argentino no quiso probar el bebistrajo número 710, lo que nosotros hicimos con lentitud relatando la maravilla que como bartender era don Abelardo, así que frente al 711, una infusión blancuzca y amarga, ya con la presa metida en el engaño, Policarpio, adelantándose a los acontecimientos, dijo:
—A partir de ese momento todos nuestros esfuerzos estarán encaminados a preparar una boda acorde a las circunstancias —después, sin esperar respuesta, manifestó en forma solemne—: por primera y única vez, dada la naturaleza del evento, don Abelardo regresará al inicio de su recetario preparando, ya, el coctel número 1.
El chileno, midiendo el peso de sus palabras, continuó:
—De tal manera que el conteo se va a repetir en el orden numérico de los brebajes hasta que lleguemos de nuevo al 711.
Mismo trago que en este momento recién habíamos terminado; pero eso sí, que este siguiente y de nuevo primer trago, era en honor del poeta Bocanera quien a forziori debía acompañarnos para beber, pues nadie se casa dos veces en la primera vez.
A partir de esa tarde, las diarreas, y los tragos en El Quijote pasaron a segundo plano, inclusive el gordo Leo, al no vender mariscos por la ausencia de sus únicos clientes que al parecer éramos nosotros, se ofreció a ayudar para ir preparando cada uno de los detalles de la boda, pues el poeta había nombrado a Policarpio y a mí como sus asesores y nosotros, a su vez, al gordo Leo, nombramiento que se dio en solemne sesión en El Quijote donde todos comimos quesadillas de flor de calabaza para evitar que la diarrea terminara con el recién creado equipo de trabajo.
También recibimos el honroso encargo de representar al novio ante la familia de la futura señora de Bocanera, y por el lado de la novia ésta designó una comisión encabezada por doña Clementina y don Ovando, orgullosos padres de la futura contrayente; sin duda estamos en las etapas finales del plan «Angelito Flechador», comentamos una noche en El Quijote, esa ocasión un tanto aliviados del estómago por el efecto de unas cargas de lomotiles.
En esta ocasión, como si alguna flecha de doble punta llegara al mismo tiempo a perturbar mi razón y la del chileno, una creciente angustia empezó a embargarnos, no era por la embriaguez turbia ni por el calor sofocante; al vernos solitarios frente a frente, el dardo del aburrimiento se clavó al descubrir que una vez matrimoniados el argentino y Minerva, las semanas de opresivo empalago, los días de diarrea y vino, iban a regresar con una fuerza de tornado, y como si el chileno descubriera mis pensamientos dijo:
—La vida se hace de momentos y éstos son exclusivos para la boda; ya después, buscaremos otro escollo a batir.
El casamiento se llevó a cabo en la iglesia central del pueblo, es decir, de Villa Verde; la ceremonia reunió a lo más granado de la sociedad villaverdense con una sola nota discordante: que los esperados familiares argentinos no asistieran, pues según contó el compungido poeta, su amada familia confundió el sitio y se embarcaron rumbo a Ciudad Valles, San Luis Potosí, distante de este Villa Verde por lo menos dos días de camino, así que por teléfono le avisaron de su imposibilidad de llegar, dado que:
—La Nona se puso enferma, la tía extraña con locura del mate, la mama padece de flatos apocalípticos y ante eso, mi familia, con dolor en el alma, no asistirá a mi boda… y por ende debe regresar al Río de la Plata vía Miami, pues el «viejo» deseaba conocer esas lindas regiones del mundo —eso más o menos dijo Bocanera con las lágrimas dando tintes brillosos al color rojo de sus párpados.
—Somos tus únicos familiares —le dijimos al che antes de salir del hotel rumbo a la iglesia donde ya estaba Minervita y sus esplendorosos rulos brillando con un nuevo color más rubio, si es que eso era posible, oculta la flacura de sus piernas por el largo vestido, un ayudado en los pechos para realzar la figura.
—¿Así lo consideran, pibes? —varias veces preguntó el novio al escuchar eso de que nosotros éramos sus únicos familiares.
Él correspondió con abrazos, creo que más apretados a mí que al propio chileno. Claro —pensé— nadie se casa sin la presencia de la familia aunque nosotros —con más firmeza el chileno— le repetíamos que la cercanía del afecto nos daba rango de estirpe.
Después de la ceremonia se dio el banquete en la casa de los padres de la recién casada, llovió la bebida de importación y viandas de todo tipo sin que Policarpio y yo nos atreviéramos a pedir mariscos. Hubo danzas regionales, coplas rimadas, luces de artificio, bailes modernos y esa noche los novios se iban a hospedar en sitios diferentes porque el autobús salía hasta la mañana siguiente y no era cosa de dar notas de color a una ceremonia que por su sobria y elegante belleza de seguro la historia de la comarca la registraría.
Por supuesto que el chileno y yo la fuimos a rematar con don Abelardo, que nos preparó sólo del 7 al 11 porque ya del banquete llevábamos una rotunda servida.
Por supuesto que el che, recién casado, no se iba a permitir el lujo de ir a beber al Quijote si sólo una vez lo había hecho, aquella en que decidió casarse, así que Policarpio y yo, bebimos entre recuerdos musicales y felicitaciones por nuestra tarea, hasta que en un momento, estremecidos de pánico, hablamos de la aburrición que se nos desplomaba encima salvo que nos entrara la locura y el chileno me casara con la hermana de Minerva, y yo a él con la prima de la misma chica, si es que alguno caía en la estratagema denominada «Angelito Flechador Parte Dos».
Ninguno creyó eso posible, ambos teníamos muy avanzada el alma de chucho de frigüey, entre cales malajes no vale remangillé, cantábamos una especie de paso doble extraño en la voz de un chileno que no sabe de bulerías cuando salimos al calorón de la noche y decidimos ir a conversar con el poeta argentino; al entrar a su cuarto, no había nadie.
—Este carajo se fue a las canchas de básquet en busca de tregua, mañana se tiene que enfrentar a su nueva vida —dije en voz alta sin recibir respuesta del chileno. Salimos rumbo al cuarto de cada uno; vi a Policarpio caminar con dificultad hacia su habitación y entré a la mía.
Desde ese momento hasta la mañana siguiente ocurrieron hechos que jamás imaginé; no pude compartirlos con el cartegenero porque yo estaba solo en la habitación, tirado en el baño (carajo que don Abelardo se ensaña en su pedagogía), pensando en qué íbamos a urdir al día siguiente para que la aburrición no hiciera estragos cuando escuché el ruido en la puerta.
Es Policarpio, pensé, a éste no se le quita la gana de beber o ya urdió cómo sobrevivir al hartazgo. Maldita sea, que me lo diga mañana en el desayuno; me arrastré hacia la salida insultando a todos aquellos que turban la soledad del pensamiento; al abrir alcé la cara y vi a Minervita, sacudí la cabeza, ¿qué alma impía alimentó este mal sueño? Como pude me incorporé, la muchacha estaba pálida, llorosa, vestía su mismo traje de novia, llevaba en las manos un papel que sin decir palabra me extendió y sin más entró cerrando la puerta; yo me alisé la ropa y me restregué los ojos.
—Lee —me dijo Minerva—. Lee y tú dices cómo vas a resolver esto.
Yo no tenía por qué sufrir espasmos diarreicos si nada comimos en el puesto del gordo Leo, y aún así una tormenta me barruntó en la panza; antes de leer el papel quise tomar el teléfono y pedirle ayuda al chileno, a sabiendas de que cuando duerme con tragos a bordo no hay fuerza capaz de despertarlo, pero el intento se deshizo porque la chica, despeinada, con los rulos como trenzas araucanas, estaba frente a mí tapándome el paso.
—Lee —insistió.
Lo hice, vi la letra del poeta, daba una serie de explicaciones y subrayado decía que le era imposible seguir engañando a Minervita, que la enfermedad del poeta era terminal (de qué enfermedad hablará este cabrón que está más sano que corredor de cien metros), que yo, como buen mexicano, única familia de él, del poeta, debía afrontar la responsabilidad de no dejar en el abandono a Minervita; por lo tanto me nombraba esposo sustituto, que era una figura jurídica más que aceptada en la tierra de los gauchos, de tal manera que esa primera noche y las subsiguientes estaban destinadas a mí, y de esta manera el nombre de México y la hermandad latinoamericana no serían mancillados. «La poesía y el amor conjuntan la más bella consonancia», finalizaba con letras grandes.
Minervita se empezó a quitar la ropa y puedo jurar, porque al día siguiente rodeado de familiares que no me dejaron solo ni un segundo, a la vera de la figura del padre, don Ovando (¿deberé decirle suegro?), que desde lejos se veía iba blindado con arma larga, antes de hacer el cambio de mis enseres personales a la casa de mi nueva esposa, según las leyes argentinas así señaladas en la carta del che, (malditas mentiras), puedo jurar, repito, y además comprometer mi honor, que desde el hotel escuché carcajadas en el bar El Quijote, donde dicen que antes de irse Policarpio en compañía de un hombre que portaba un sombrero ancho, de barba espesa que muchos consideraron falsa, bebieron tragos del 12 al 21, le dieron una buena propina a don Abelardo y agarraron rumbo a la frontera sur.
En este momento, mientras Minervita flota por toda la casa portando esa risita que en alguna parte he visto, carajo, con los parientes de guardia en la calle, en este momento sé que los paseos por las canchas de básquet, la aburrición y la diarrea, van a estar conmigo por mucho tiempo a partir de una luna de miel que hilo a hilo empieza a tejerse.