En los recuerdos, casi siempre hay alguien que sin estar consciente de su condición de juglar carga con el peso de ser el eco de los acontecimientos, sin analizar que, con frecuencia, ese testigo narrador sea el de menor edad de quienes compusieron el cuadro; eso dicen, y lo creo, porque en este caso, supongo, no sea la excepción, y si yo era el pequeño del grupo de muchachos que se reunían para cantar, tocar guitarras y jarana y así darle el debido acompañamiento a las trovas, tengo, pues, la obligación de desperdigar los hechos dejando de lado al tiempo y flotar en el espacio de otras brisas y participarlo de esta manera.
Yo era el más joven, de los varones, aclaro, porque por ahí estaban Catalina, Laura, Pepa y por supuesto Silvia Isabel de tan bonita mirada.
Las cuatro niñas quizá tuvieran mi misma edad aunque una muchacha, por pocos años que tenga, siempre es mayor que un chico de iguales años.
Hábiles que son las zagalas, desde niñas avispan los ojos, se les nota que su diversión tiene varios grados, infinidad de entretelas, y por más que yo quisiera aparentar que mis once años eran tan válidos como los once de por lo menos esas cuatro muchachas de faldas almidonadas, era inútil, mi derrota era perceptible desde las sonrisitas que nunca pude descifrar, hasta las miradas a veces humillantes.
Desde ese entonces, las risas de las mujeres me han causado desconcierto, no adivino si se burlan de mí o se están riendo de mi torpeza, de mis once años, de mis mil años porque esto sucedió hace tanto que el río de junto a mi puerto era limpio y se podían pescar robalos, sábalos, uh, o decenas de jaibas con tan sólo meter una red rodeada de un aro metálico, que por allá les llamábamos acamayera, no se cómo les digan ahora si tengo tanto de no pescar y menos en el río, que dicen se fue llenando de putrefacción petrolera.
Si pudiera ver de nuevo a los amigos quizá ya a nadie le importaría la contaminación, inexistente en aquella época cuando cantábamos sones huastecos mientras el verano se derrumbaba en oleadas, sólo en el verano, porque al llegar los nortes del invierno nunca trovamos en las llovinosas calles del puerto frío, aterido, donde ningún porteño se siente a gusto en esa temperatura que congela el alma si no hay cobija que no esté húmeda y las camas se baten en rocíos tercos y muinosos.
Pero bueno, a los once de edad el frío es menos grave que la risa de las muchachas que parecen tener más años, a los once se soportan temporales quizá porque nada importa el lodo, ni la neblina fantasmeando a la gente, ni que los flamboyanes estén mojados, los pájaros también se oculten, o el mar eche para fuera unas olas arremangadas por el aire que se deja venir desde más allá de un sitio que los chicos de entonces le decíamos el Cable, arenosa punta norteña, frontera de donde jamás alguien debía pasar so pena de perderse en las dunas que por allá, decían, eran incontrolables.
No quiero abrumar con palabras que posiblemente tampoco sean valederas para un ser como yo que hace tanto no camina en la playa, ni juega en las calles de ningún pueblo, pero por obligación tiene que poner en este presente sin tiempo el día en que inauguraron el edificio de la presidencia municipal y sin que el recuerdo lo arrope de seguro existió otro antes que ese de la esquina junto a la iglesia.
En aquellos años, el nuevo llevaba la fecha sobre lo más alto de la construcción y fue en esa misma época, sólo que antes de semana santa y no en agosto, en que a los muchachos de la calle Ladrillera nos dio por cantar en las reuniones familiares, en las plazas, en las zonas anteriores al mercado, en las cercanías de la laguna del Carpintero, que era un espejo de agua con peces y mucha vegetación en las orillas.
Ahora, lejos del mar, la claridad de los días y lo luminoso de los amaneceres de mi puerto se convierten en heladas borrascas y cuando el frío se hace parte de uno, el recuerdo obliga a meterse en los sucesos de aquel año en que se inauguró el edificio de la presidencia municipal, que mucho tiempo después algún decreto gubernamental lo convirtiera en cárcel. La ergástula, así le llamaban los cronistas en los pocos periódicos que entonces circulaban; mi hermana Amalia cuestionaba a mi padre por el significado de la palabra ergástula, y yo, con aire de suficiencia, me adelantaba:
—Ergástula es la cárcel a donde arrestan a los beodos o a los que hacen de la rúa pública un mingitorio.
Mi padre sonrió por mis palabras y dijo:
—Ser ampuloso no significa ser sabio.
Y platicó algo de la historia del puerto, algo del dichoso nuevo edificio que antes de convertirse en ergástula fue como lo vi: una construcción de balcones enrejados y crestas color café, plantada frente al parque revuelto de paseantes, vendedores de nieves y caramelos, globos y elotes.
Mucho tiempo después, en ese mismo jardín central, mi hija Rosaura miró a sus futuros novios, y quizá al hombre con el cual se casó. Mis hijos Santiago y Armando, conocieron a las que después serían sus esposas; es decir, las madres y abuelas de mis nietos y bisnietos y lo que más haya resultado de mi descendencia confundida en las sombras.
Pero la ampliación de mi familia fue muchos años más tarde, se revuelve entre mis viajes y ausencias y no quiero turbar los tiempos sino centrarme en aquellos cuando nos dio por trovar sones y no en la historia de cada uno de los edificios de mi puerto, tampoco en la vida de mi familia, que quizá ya no esté en esos sitios de mi niñez porque nada sé de mi estirpe y yo no he podido aceptar que el retorno no existe cuando es tan inválido el momento en que ya nada importa si se trata sólo de murmurar sones.
Habría que regresar a aquel día en que los interpretamos frente a unos señores bien vestidos y sudados que cortaron el listón rojizo de la inauguración; los presentes echaron gritos y cohetes, y nuestro grupo, comandado por Monteverde, pulsó las guitarras, bailó en un festejo coloreado de confeti y globos, igual que si se tratara de botar un barco en el río, junto al edificio de ladrillos rojos desde donde se controlaba toda la mercancía llegada en los buques que entran al puerto echando humo revuelto de gaviotas, tímidas las embarcaciones que siendo tan grandes, como perros seguían a unos barquitos de quilla alta que les decíamos prácticos.
También, en aquel año, no sólo cantamos cerca del edificio de la aduana, lo hicimos en la plaza rodeada de elegantes construcciones que alguien dijo eran parecidas a las que existen en el puerto de Nuevo Orleáns. Desde esa plaza cercana al río, caminábamos hacia la isleta y ahí a cantar sones que quizá por la influencia del sitio, las trovas soportaban olor a rivera, textura de curricán, arista de caracola y el siguiente punto era la loma donde años después edificaran el hospital Canseco, la mayor elevación del puerto nos permitía mirar el entorno y adivinar los demás pasos y en especial, las dunas que marcaban la línea de la costa.
No dejábamos de visitar al barrio del Cascajal en que quizá lo brioso del lugar convirtiera lo manso de la rima en canciones altaneras, llenas de violencia y pasiones torvas.
Y así, el recorrido continuaba en la bajada de la laguna, en cuyos crepusanos la jarana que tocaba Torritos se repercutía más a fondo; dicho de otro modo, nuestras canciones se ajustaban al sitio donde las cantábamos, como si música y lugar se hermanaran en las notas; pero eso sí, cuando íbamos hacia el lado del mar por donde estaba la calle de la Amargura bulliciosa de señoras que mi mamá calificaba de malas y mi padre de busconas, lo hacíamos con mucho cuidado porque, según vaticinaban mis tías, esas lagartonas podrían robarnos para convertirnos en limosneros. Igual precaución tomábamos al ir a la zona de los pescadores, porque ahí casi todos los hombres llevan cuchillos descamadores listos para sacarlos al menor invite, y no hay duda de que los que portan armas son gente perversa, decía Catalina; la asegundaban Pepa y Laura, mientras ajena al miedo Silvia Isabel con pasitos cortos bailaba sobre la banqueta como si adentro las notas de la Huasanga le estuvieran haciendo la segunda.
Ya lo dije, yo era el más pequeño del grupo, que no siempre fue de seis chicos, contándome a mí, era una camarilla de diez porque estaban las cuatro muchachas, por supuesto, Laura, bajita y de bonitas piernas; Pepa, de cabellos largos y ojos de prisa siempre; Catalina, rubita, alta, delgada, de mirada como si estuviera pensando en otra cosa de la que se estaba hablando, sin faltar la otra chiquilla, Silvia Isabel, a la que nunca me atreví a dirigirle la palabra porque su risa era de refilón, divertida me miraba los pantalones cortos y las piernas tan delgadas como de libélula, mejor dicho, de tildillo playero, las avecitas que a gran velocidad se desplazan sobre la arena húmeda de la playa burlándose de las olas que las arremeten sin jamás dejarse sorprender por el agua, menos por nosotros aunque corriéramos tratando de atajarles el paso.
El grupo no siempre fue de diez, a veces, sobre todo en vacaciones, aumentaba con muchachos y chicas de las otras partes del puerto y de Villa Cecilia que, lejos, se decía que los de allá habitaban en casitas de bajareque, sin que yo lo pudiera comprobar porque mi vida estaba en el rectángulo de mi puerto y no en el de otros sitios.
Para mí, lo fundamental era aprender sones huastecos, cantarlos primero entre nosotros y después recorriendo las calles antes del anochecer, dando una y otra serenata a la gente que en las aceras ponía sus mecedoras para recibir el fresco del río, y de pronto se les plantaba un grupo de niños y niñas que con la voz quería rasgarle las blancuras a la luna, cantar sin detenerse, sin que en esos momentos la frialdad del aire del norte se metiera a arruinarlo todo, celosa de que a mi puerto, como a nosotros, no les agradaran las temperaturas bajas, esas que aturden y le quitan las ganas de pasear bajo las sombrillas, olfatear el yodo marino, beber refrescos de nance o de huapilla.
Los dedos de Monteverde, con precisión de trino pasean por las cuerdas de la guitarra, claro, si él funge como director, y aunque un buen son debe tener como base el violín, en nuestro grupo nadie lo pulsa, arremeter a un violín huasteco es tarea de maestros señeros, se necesita llevar en la sangre el tonito que parece desafinado pero está lejos de estarlo, el violín huasteco es para auriculares muy finos.
—Para dedos con mucho arpegio —siempre dijo el Güero Garnica, que muy pocas veces se juntó con nosotros porque su mamá no lo dejaba si a partir de las siete de la tarde, el mejor momento para el canto, ya las nubes de moscos se están despidiendo para irse a sus guaridas en las orillas de la laguna o en los charcos lodosos, la mamá de Garnica, de nombre María de los Ángeles, lo encerraba para ella marcharse a un trabajo que algunos decían era de dama nochera y otros que cuidaba enfermos, nadie lo supo a ciencia cierta, y ahora que lo digo, dibujo a la señora y sus vestidos amplios, el maquillaje marcado; doña María de los Ángeles hacía que mi padre, al verla, se atusara los bigotes; sin que ella jamás cruzara mirada con nadie, menos con nosotros, ni siquiera cuando Cuevas, chaparro y moreno, con voz disimulada le gritó:
—Ya sabemos a dónde vas: a los bailaderos de la plaza Engracia —y a la señora como que le hablara un espectro, cruzó la calle sin siquiera mover la cabeza, mientras Monteverde reclamaba que no fuera malcriado exponiéndose a que quizá Cuevas, enojado, abandonara el grupo, con lo bien que canta el falsete y además sapiente del mayor número de sones porque según se supo, su papá andaba recogiendo música y letras versadas para hacer un libro cancionero que le iba a costear una de las compañías gringas o inglesas que reinaban en la zona; gringos, holandeses, quién lo sabía entonces, si los güeros desde su presencia siempre altanera hablaban igual de inentendible; trabajadores de esas empresas que extraían el petróleo en el otro lado del río, en donde a veces desembarcábamos para acostarnos en la arena y mirar el cielo deshecho en pájaros y nubes largas.
Ahora, en la largueza de un cielo inacabablemente gris, me aparecen con mayor claridad aquellos años revueltos con una especie de niebla acordonando lo que siguió a la inauguración del palacio municipal, porque
¿quién tiene el poder para imaginarse el destino de unos cantadores que no lo eran?,
¿quién capaz de imaginar lo que a lo largo del tiempo le iría a suceder a cada uno de los niños?,
¿en qué momento y a dónde se borraría la sonrisa de Silvia Isabel, a veces adornada con los largos collares de su madre?,
¿en qué parte estarán las manos de Monteverde, la tristeza de Garnica, el suntuoso falsete de Cuevas?,
¿cómo reconocer los diapasones que todos aquellos amigos podrían estar dando en este momento?
Formamos el «Grupo Musical Huasteco», así nos bautizó la tía Alejandra, alborozada y tocándose de continuo su pelo cortado a la Bob, así lo anunció ella, la tía que en realidad no lo era de todos, pero sí hermana de la mamá de Rodolfo Torres, Torritos le decíamos, delgado y moreno, quien con punteos sabrosos tocaba la jarana y más le echaba ganas cuando sentíamos que algo nos estaba saliendo mal.
—Nada de eso —decía Torritos—; que el desánimo no nos abata.
La tía Alejandra lo apoya, con aplausos lo festina, sacude a los que muestran flojera, nos alisa el cabello, junta su cara con la de cada uno de nosotros, con movimientos de la boca marca las letras, creo que todos estamos enamorados de ella, y las chicas la adoran,
Laura dice que la tía es preciosa,
Catalina la cataloga de muy elegante,
Pepa que ojalá a ella le hubiera tocado una hermana así y no los hermanos que tiene: malos y egoístas sin decirnos la razón de esa queja que años después algunos habrían de comprobar cuando Pepa se fugó con el primero que le hizo ronda de amores, un gringo petrolero y granuliento y se fue a vivir al otro lado de la frontera, según me contaron.
Para ese entonces yo viajaba por varios mares lejos de mi puerto y de vez en cuando me llegaban noticias de mi madre para ponerme al corriente de lo que sucedía en aquellos rumbos donde, escribió, por cierto ya no existe el grupo musical.
—¿Sabes algo de ellos? —le preguntaba de igual manera que ella me cuestionaba.
Cartas e historias referentes a los miembros del grupo musical ahora no vienen a cuento, cierto, se revuelven porque los años se van dando de jalones unos contra los otros, se enciman y aturden mi tranquilidad, y de no ser por precisos acontecimientos parecen ser uno mismo.
Mi entonces edad de once años sirve sólo para aceptar que los niños pequeños son los que tienen la obligación de recordar, los grandes parecen estar amarrados a otras preocupaciones, su visión no se centra en el color de la brisa ni en el olor del cielo, los grandullones no gustan de contar las gaviotas ni le dan importancia a las miradas de las niñas, y alguien, el más chico, yo, tiene que ser la voz de la memoria que ahora me invade cuando siento que el aire recolado por entre las heladeras y los pinos se va a llevar el nulo ánimo que me queda antes de que el invierno se haga más largo, tan agresivo como extenso.
Porque si hay alguna estación que guarde las remembranzas, es el invierno, lo inamovible del cielo en el lugar donde me encuentro hace del espacio un todo parejo, más cuando se padece sin tregua del tiempo que no se mueve, diferente a los sitios donde reina el calor que no acepta que las nostalgias se cuelen si el sudor las echa fuera.
El frío de mi puerto, en los raros días en que lo sufríamos, no es comparable al que tengo y me cubre con su tiempo necesario para darle vueltas a mis años y así no quedarme con los ojos en los pinos que nada me dicen. Las coniferas son árboles con memoria sin plazo, las vine a padecer y aquí las tendré mucho más tarde que el inexistente ahora.
A mis once años cantaba sones huastecos en las calles de mi puerto, nos llevaban a las fiestas cívicas, como el día inaugural del edificio en que el programa de festejos anunció una intervención del Grupo Musical Huasteco, el único formado por niños y que además tienen como sello de distinción el no utilizar el violín; una jarana, dos guitarras y es todo, y como si eso fuera poco, que no lo es, en lugar de los tres componentes de los grupos tradicionales, el Musical Huasteco tiene un mínimo de diez voces en el coro, y como si esto no rompiera las reglas, en este conjunto cuatro son femeninas, y al decirlo, las chicas, sobre todo Silvia Isabel un tanto apartada pero la más entusiasta a la hora del cante, se pone de puntas, en seguida da unos pasitos taconeados para que se note que las chicas no se quedan atrás, su cabello es el más girador de todos entre el calor que anda de jolgorio frente a la plaza de armas en donde aún no se construía el kiosco de cantera rosa, pero ahí ya estaban las ardillas que le pegan de mordiscos a todo aquel bravo que se les acerque, no estaban los puestos de jugos pero sí los tordos que antes de que acabáramos de cantar ya estaban graznando sobre los árboles.
Fue cuando Monteverde, con voz de mago de circo, ordenó hacer la hechicería:
—Hay que cantar más recio, nadie nos puede ganar, menos estos pajarracos, nuestras voces son mejores.
Voces contra plumas, seres humanos contra aves, niños contra gaviotas y grajos y zanates y jilgueros y canarios y gaviotas que tenían la experiencia de las olas, el conocimiento del aire.
Pero eso no lo medimos en ese momento porque dimos la mejor serenata que alguien recuerde, nos detuvimos frente a cada laurel, cada flamboyán, cada tulipán, cada mango, cada ciruelo, cada almendro, cada tamarindo, para cantar abajo de sus ramas.
Nuestras voces, al tiempo que le daban serenata a los pájaros, hicieron que las aves callaran sus trinos y sus graznidos, por un momento dejaron que nuestras voces se elevaran en el azul del aire y entonces surgió lo imprevisto, poco a poco las aves fueron sumando sus trinos y gorjeos al sonido de nuestras voces e instrumentos buscando en las notas de los sones su propia voz, como si la volatería fuera a su vez un instrumento unido a nuestro grupo que envolvió a las personas que en la inauguración nos escucharon en silencio sentados bajo la sombra de esos mismos árboles, ahora nuestros acompañantes.
No requiero mirar las nubes grises que se aplastan contra mí, estoy de nuevo con la gente que festeja esa mezcla de coro de niños y aves interpretando sones huastecos, pájaros y muchachitos cantando en la plaza de armas, no requiero subir la solapa de un inútil abrigo para ver que entre la gente, alborozados, están mis padres, los puedo palpar entre mis dedos, tocarlos con tal nitidez que me permite distinguir el sudor en la frente de él, y en ella sobre el talco corrido que le dibuja marcas en el pecho que el escote deja apenas ver; recorro los ojos apretados de los dos, quizá menos firmes los de ella, los de él como si no quisieran demostrar el orgullo; ambos están entre querer llorar y reírse, ese sentimiento que ahora valúo en toda la extensión de su tránsito porque igual sentí los ojos al ver a mis hijos en sus festivales de la escuela, en sus graduaciones o cuando se casaron, o aquel anochecer en que me trepé al barco y sin que ellos lo supieran, porque no se encontraban, me sequé la frente sin sudor mientras por dentro y en silencio trovaba sones; les dije adiós sin siquiera tenerlos enfrente si yo estoy tan lejos, en los desniveles de un puerto sin calor y sin recuerdos a donde inicié el viaje subido en el barco que me llevó a las aguas del otro lado de unas playas sin oleaje.
Pero ésa es historia de otra historia, no la que quiero contar o contármela porque no acepto abrir las manos y que las imágenes se escapen en medio de lo blanco de la nieve que cubre mi visión.
Sé que contar y recontar la historia es parte de mi tarea inútil,
necesito sentir el calor de la calle,
el sabor de los refrescos de mango,
lo picante de los dulces con chile,
el fragor del aire entre las palmeras,
el sonido de las guitarras,
los amigos unidos por la música,
mi familia,
los ojos de mi padre,
las caricias en las manos de mi madre,
el cambio en el trinar de los pájaros,
las serenatas a los árboles,
la unión del canto de las aves a nuestro canto,
la magia irrepetible de la música entre pájaros y chiquillos,
necesito que todo eso no se borre,
¿saben por qué lo necesito? porque es mi obligación,
mi tarea,
la que todo niño tiene sabiendo que el menor de los amigos,
yo,
posee el deber de recordarla para que el gran coro, formado por niños y aves, no se esfume entre el viento helado que no va a cesar nunca.