Dan escalofríos, el dolor obstaculiza para vencer este caos anímico, necesito poner en orden las ideas, revisar parte de los hechos, comenzar por alguna parte aún en condiciones de crispación, quizá darle cronología a los acontecimientos o iniciar con el final: lanzando llantos por estar tan solo, o cerrar la mente y dejar que todo se vaya a la coladera, olvidar sin reconocer que gracias a mi padrino tuve la oportunidad de saber cosas inimaginadas, saludar a gente de otra posición, pedir determinados platillos, esto y más sin soslayar el principio: haber obtenido un trabajo distinto a los que la vida me había deparado: repartidor de pizzas, tenedor de libros, vendedor de Biblias, de donde fui rescatado por mi padrino don Artemio porque gracias a él me dieron el nombramiento de oficial administrativo B en la Subsecretaría de Microindustria, eso no lo puedo dejar de lado, tampoco que la orfandad me haya hecho un individuo rutinario, y por eso las pararreglas de la oficina se hicieran parte de mi vida en la Subsecretaría, sin mayores cambios hasta que el anuncio de una convención en las costas del Pacífico vino a romper la inercia.
¿Así debo recordar y recordarme para que yo vuelva a oír la historia atorada en errores míos y del destino? ¿Dejar de lado temas importantes y meterme directo al asunto de la convención en el Pacífico? Pues sí, es aceptable decir que mi vida se divide en antes y después de la convención, y si esto es así, como lo es, tengo la obligación de repasar mi existencia a tenor de esa maldita reunión.
Puedo decir, por ejemplo, que ningún burócrata que se respete se niega a asistir a una convención, máxime si se lleva a cabo en la playa, hotel y comidas a cargo del erario, salida el jueves por la noche, llegada el viernes a primera hora, regreso el domingo por la tarde y a los asistentes se les daría el lunes para reponerse del viaje.
—Yo me encargo que te tomen en cuenta, ¿verdad? —dijo mi padrino mientras bebíamos cerveza en La Reyna, donde sirven tan sabrosas botanas y don Artemio es muy conocido.
—Más vale ser conocido que un cero a la izquierda, ¿verdad?
Con interrogantes, la palabra «verdad» era su apoyo, la he venido oyendo desde hace años, casi el mismo tiempo que él tenía de haberse casado con doña Susana, una señora quizá tres décadas menor a mi padrino, bajita ella, medio redonda, que usaba unos pupilentes de color verde quizá para reafirmar la prepotencia del porte que yo admiré la tarde de su matrimonio siendo mis padres parte de los testigos.
Mientras fui un jovencito timidón, la señora Susana me saludaba con un rozado beso en las mejillas; estoy seguro de que ni siquiera recordaba mi nombre; no fue sino hasta que faltaron mis padres y tuve edad para acompañar a mi padrino, pero sobre todo, al entrar a la Subsecretaría, cuando la esposa, desde sus lentillas verdes me vio, extrañada quizá de que don Artemio me hiciera parte de su cercano entorno.
—Si salimos juntos, Susanita no puede decir que voy de picos pardos, ¿verdad?, siempre hay que contar con una buena excusa y tú la eres —afirmaba él.
Tengo que precisar los recuerdos, decir lo que fui descubriendo, don Artemio no sólo era conocido en La Reyna sino en sitios que él llamaba bailaderos con unas mujeres que a gritos festejaban la llegada de mi padrino, quien también tenía amoríos, o intentos, con muchachas de la oficina y de algunas ciudades cercanas.
Pero no adelantemos acontecimientos ni de golpe y porrazo las características de mi padrino. La desazón causa al mismo tiempo intriga y mansedumbre, es decir, me proporciona la posibilidad de recordar sin prisas, de analizar sin pausas; puedo decir que don Artemio llevaba medio arrugados sus 72 o 74 años, y gracias a sus relaciones amistosas y políticas nadie de la oficina le había pedido su jubilación; el hombre vestía con sacos que buscaban ser ingleses, lucía una buena mata de pelo canoso y sus lentes de arillo dorado eran tasados por él como de oro, quizá lo fueran, eso nunca me importó, en última instancia ¿qué valor pueden tener unos lentes ante los hechos que se fueron dando conforme transcurrieron los meses en mi trabajo, los días anteriores a la convención y el final final, si es que los finales existen?, ¿cuál la significancia de unos arillos de oro, de plástico o de latón frente al torbellino de acciones que se desataron durante y después y al término de la reunión en las playas del Pacífico y que enturbiaron lo que parecía ya un hecho consumado?
Acepto, no es posible entender los sucesos de la multimencionada convención sin que en forma previa me refiera a algunos aspectos de la relación que tuve con mi padrino, al que después le daría el título de padre.
Tampoco es necesario poseer dones adivinatorios o tener toda una vida dedicada al montaraz y regocijante mundo de la farra para darse cuenta de que mi padrino, antes de aceptar mi propuesta sobre su paternidad, ya me había convertido en pararrayos de sus aventuras extramaritales debido a que yo era, según él mismo informó varias veces, un cero a la izquierda en el campo visual de su esposa.
La muerte de mis padres fue decisiva en mi forma de ser, y por esa razón, de una manera consciente o trastocado por el llamado de mi otro yo, desde antes de mi llegada a la Subsecretaría empecé a ver a mi padrino como una especie de padre, y conforme fueron pasando los días esa apreciación se tornó en verdad incontrovertible haciéndole saber al interesado, es decir, a don Artemio, que mi afecto era enorme y que si a él no le era molesto, desde lo más profundo de mi alma lo deseaba considerar como mi padre, no el segundo ni un sustituto, sino el verdadero padre que todo ser humano debe tener, máxime que de su primer matrimonio tenía sólo una hija residente en algún país de Sudamérica.
Bien recuerdo la expresión que se fue formando en su rostro, de sorpresa pasó a una especie de torcedura que yo creí era una mueca tratando de disimular las lágrimas, carraspeó un poco antes de decir:
—Padre sólo hay uno, ¿verdad?
De acuerdo, pero también hay un compromiso adquirido con el grado de padrinaje; además, contra el corazón no vale ningún razonamiento, amén que desde la muerte de mis padres sólo él me había dado cariño, y como ejemplo contundente le expuse que, de no haber sido por su soporte, yo seguiría inmerso en asuntos de nula monta.
Don Artemio, en contra de su costumbre de contestar al botepronto, una de las causas de su fama en la oficina, se rascó la cabeza antes de preguntar:
—¿Y qué papel juega en esto la señora Susana? Es lógica mi pregunta, ¿verdad?
—Cuando uno escoge a un padre es porque el corazón así lo ha ordenado, no hay más fin que el del cariño que aflora cuando la inercia de la cotidianidad lo ha regado.
—Es decir, escoges padre, pero no madre, ¿verdad?
El silencio hace las veces de aceptación y así lo hice, agaché la cabeza tratando de explicar sin palabras: por lo pronto, la señora no estaba en mis planes.
—Tomo nota de lo anterior, pero es necesario estar seguro de mi veredicto, ¿verdad?
Hasta dos semanas antes de la convención, mi nombre no estaba en las listas de invitados, pero mi padrino, acompañando sus palabras con gestos de contubernio, dijo que lo diera como un hecho; confieso que al principio, sería mi novatez o mi carácter personal, el viajecito a las playas del Pacífico era algo que no podría definir como de alta prioridad, pero conforme se fue acercando la fecha, acepto que el no formar parte de los delegados me hubiera causado, si no desagrado, por lo menos inconformidad, pues mi ausencia significaría que mi padrinopadre no tenía las suficientes influencias, y más que eso, lo acepto, que yo no pintaba aún en la esfera de los trabajadores que se mueven en planos superiores.
A esa nueva sensación había que aumentarle un hecho: mi padrino, pese a las innumerables salidas a bailaderos, congales, bares, comidas en casa de sus amistades usándome como parapeto, no había aún contestado en forma directa mi propuesta de paternidad, pero yo, tratando de ver con claridad mi futuro, acepté que mi permanente acompañamiento podría significar la tácita aceptación.
El último fin de semana antes a la salida de los convencionistas, mi padrino me invitó a tomar la botana en La Reyna; su comportamiento conmigo fue deferente: preocupado porque mi cerveza estuviera bien fría, que trajeran otra aún sin haber terminado la anterior, revisaba la botana desechando lo que a su juicio no era de calidad, me palmeaba de continuo, a veces lo sorprendí mirándome fijamente; confieso, el comportamiento de mi padrino me tenía en ascuas, los meses en la oficina han enseñado que cuando alguien, en especial los jefes, se sobrepasan en elogios y deferencias, es que está próximo un golpazo ya sea laboral o de enredos; por lo mismo, no dejaba de comparar estas reflexiones con la actitud de don Artemio, quien en un momento dado me apartó de los demás compañeros diciendo que debíamos tomar una en la barra:
—Cuando de asuntos personales se trata, la quietud es toral, ¿verdad?
Corta era la distancia entre la mesa llena de amigos y la barra de la cantina, pero en ese trayecto pensé en mil cosas, cuán cierto es que en unos segundos se puede repasar la vida de cualquier humano por más larga que haya sido su existencia, y yo tuve la ocasión de comprobarlo, pensé que la reunión en La Reyna era el pretexto de anunciar la rescisión de mi contrato, o que mi nombre no había salido en las listas para asistir a la convención, o de plano, que don Artemio a partir de ese día me iba a tratar como a otro de sus muchos amigos, o que él estaba enfermo de algo terminal, así que cuando las cervezas, muy frías como a él le gustan, junto a un plato de papas fritas se asentaron sobre la barra, abrí mucho los ojos y esperé que don Artemio algo dijera; mi padrino bebió de un sorbo la mitad del contenido, después volvió la cara para ver la mesa de los amigos; un desconocido hubiera creído que mi padrino se aburría, pero yo no; bebió de nuevo antes de decir, así, como si la tarde fuera igual a las demás:
—Le he dado muchas vueltas a tu propuesta, ¿verdad?
No hice comentario alguno, el corazón me latía con velocidad.
—Siento que en este momento un hijo es buena razón para darle sentido a mi vida, ¿verdad?
Sin llevarla a la boca, me aferré a la botella de cerveza.
—Estuve pensando y me inventé un ejercicio, ¿verdad?
¿Ejercicio gimnástico? ¿Laboral? ¿A qué se estará refiriendo? Ahora sé de qué se trataba, pero entenderán que en aquel momento las dudas eran enormes.
—Fíjate, inventé que abandonado en una isla desierta me daban la opción de escoger a diez personas para que me acompañaran, difícil elección, ¿verdad?
Qué contestar, traté de hacer el mismo ejercicio, como un relámpago se me vino a la cabeza la isla de Robinson Crusoe yo ahí buscando a diez personas de mi cariño y empecé a contar al primero: claro, don Artemio, sí, aprobado, él estaría conmigo; al licenciado Garnica, no; mi casera, tampoco; la secretaria del subdirector, menos; me faltaban nueve para llenar la papeleta de los acompañantes a mi isla de robinsón; en la memoria busqué otros nombre, quizá mis padres, pero no sé si el ejercicio también aceptara revivir muertos, cuando escuché de nuevo la voz de mi padrino.
—Tú serías uno de ellos, y no en calidad de amigo, ¿verdad?, sino de algo más cercano.
—¿Cómo de qué padrino? —acerté a decir entre el buche de cerveza que quería y no meterse a la garganta.
—De hijo, ¿verdad? —y me miró muy de adentro.
Tragué la cerveza, bien recuerdo su sabor, su frialdad que contrastaba con lo que yo en aquel momento sentí. Traté de contestar algo pero él, quizá viendo mis ojos, acarició mi cabello; entonces, lo recuerdo, con timidez dije:
—Gracias —y sin esperar ni un momento más, le besé la mano.
De nuevo me miró, creí notar que en sus ojos brillaba algo o era una nueva manera de verme, por lo menos así lo creí, se tocó la mano como recordando el beso y sin más, quizá descontrolado o fingiendo no estar tan emocionado como a leguas se notaba, dijo:
—Como festejo a esa paternidad, aseguré ya tu nombre en la lista de invitados a la convención.
—Gracias por la oportunidad, padri… papá —recuerdo que corregí de inmediato.
No hubo más palabras sobre el asunto, mi padre don Artemio, más bien, mi papá Artemio que lo de padre suena a solemnidad hispana, poniendo la vista en el techo, de otro trago bebió el resto de su cerveza y con un guiño ordenó regresáramos a la mesa con los demás amigos, quienes sin saber lo espiritual del momento anterior, festejaron nuestra llegada con palabras que en otro momento hubieran parecido risibles:
—Los maricones beben solitos —pero que después de lo dicho por mi ya sin duda papá, parecieron ofensivas sobre todo a la figura de mi viejo, como los argentinos le llaman a su padre.
Los cambios operados en mi papá se reflejaron en su actitud: durante la semana anterior al viaje ya no me usó como parapeto de aventuras, preguntó sobre mi situación personal, mi forma de vida en la pensión que yo alquilaba; su mirada tenía un matiz diferente, y el lunes me invitó a comer a su casa.
—Vamos preparando el terreno, aunque no sea tu culpa, con Susana no tienes buena fama, ¿verdad?
E hizo un apretado relato de la opinión de su esposa sobre mi persona. Uh, era terrible y yo sin saber nada, la señora me acusaba desde ser el chichifo —por supuesto que él usó otra palabra, más bien, lo insinuó de una manera elegante— y el alcahuete de todas las andanzas de su marido.
—Es mi culpa, lo sé, así que ahora debemos empezar a darle vuelta al asunto, ¿verdad?
—¿Y cómo le va a hacer, papá, si la señora, digo, Susanita, es decir, su esposa, me debe tener aborrecido?
—Es mi culpa y yo debo arreglar el entuerto, ¿verdad?
Al decir arreglar el entuerto, aparte de figurarme que mi papá bien podía ponerle un ojo a alguien que no lo tuviera, también hacía suponer que el asunto paternidad, para don Artemio, tenía visos mayores: ¿adoptarme legalmente?, ¿llevarme a vivir con ellos a su casa, quizá participar en algo de su herencia, convivir con una pareja sin otros hijos más que yo, por supuesto; salir los tres de vacaciones, manejarles el auto, servirles de compañía, en su momento darles nietos? Eso y más pasaba por mi mente, y la verdad, lo confieso, me llenaba de orgullo y de una alegría que jamás tuve durante el tiempo de vivir solo en la pensión de doña Meche, malvada vieja, la sorpresa que se iba a llevar al ver que yo, señalado por ella como burócrata sin porvenir, le dijera que iría a vivir con mis papás en una casa y no en un cuartucho sin baño propio.
Durante los días anteriores a la salida de la convención, ya lo dije, mi padrino, es decir, mi papá, digo, don Artemio, cambió su rutina extra hogar y varias veces me invitó a comer a su casa, algún día quizá de mi propiedad; la vivienda parecía estar arreglada al gusto de la señora Susana, era medio oscura, con los muebles cubiertos por pequeños manteles, figuritas de miniaturas, estantes conteniendo copas de bordes dorados, como los arillos de los lentes —me vino la idea—, retratos de señores bigotones, damas con vestidos de la mitad del siglo antepasado; sentí el agobio del ambiente y por un momento, lo confieso, pensé en la posibilidad, lejana pero posible, de que me gustara vivir en esa casa tan como solemne.
La comida se llevó a cabo con un formalismo que yo no busqué romper y que mi padrino, digo, mi papá, tampoco; la señora Susana llevó el orden del día, como dijera el subdirector Garnica; distribuyó los lugares revisando que todo estuviera en orden, mencionó los problemas de la ausencia de servicio doméstico y después, como entreverada en su charla, inquirió sobre mi trabajo y en seguida sobre mis actividades fuera de la oficina. En ese momento fue mi padrino, digo, mi papá, quien intervino para en tono suave decir:
—Susanita, ¿no crees que las muchas preguntas presionan a los invitados?, ¿verdad?
La señora jamás perdió su actitud seca, nunca mostró que mi visita le causara gracia. Es más, ahora puedo sugerir que su actitud no era seca, era agresiva, pero yo, envuelto en el asunto de la nueva paternidad, supuse que sus maneras se debían a las aventuras de su esposo, así que su actitud la tomé como algo lógico, nadie llega a una casa con la etiqueta de nuevo hijo sin que la señora, que no es la mamá sino la posible sustituta, de una manera o de otra refleje cierta incomodidad.
Por supuesto, durante la comida traté de ser lo más amable que pude, hablé lo necesario de los avances en mi trabajo, elogié los platillos, mencioné el agradecimiento y cariño que le tenía a don Artemio, de eso no tengo duda porque sí se lo tuve en aquel momento que todavía era mi padre secreto.
Con muy pequeñas variantes se dieron las siguientes comidas; al terminar, en cada una yo hacia gala de gran solemnidad para despedirme de la señora; ella, a su vez extendía la mano con un aire lejano que me hizo pensar, solo por un momento, en besársela y así demostrar mi absoluto respeto; no lo hice por temor a que don Artemio juzgara exagerada mi sumisión; el hombre se notaba satisfecho con el avance de mi entrada en su casa, además era ostensible su cuidado por ordenar las piezas para después, en el momento adecuado, hacer el anuncio de su neopaternidad.
La mañana anterior a la salida rumbo a la convención en el Pacífico, la totalidad de la oficina se mantuvo en estado de alarma; los planes para la diversión se daban a tenor de propuesta sobre propuesta; las mujeres intercambiaban datos en relación a los modelos de trajes de baño, de coctel y para las salidas nocturnas así como los ajustes de cuentas, para bien o para mal, que se podrían dar con algunos de los compañeros y jefes; los hombres hablaban de los ligues, las bebidas adecuadas, sitios en que los osados podían visitar libres de indiscretos ojos —ahí escuché por primera vez el nombre del Royal Palace— los suculentos platos de mariscos para reponer las fatigas nocheras, en fin, que el jolgorio estaba ya en pleno cuando mi papá padrino me hizo la seña que esa tarde, como las anteriores, de nuevo iríamos a comer a su hogar.
Confieso, los almuerzos en casa de doña Susana eran un tormento, los ojos de falso color verde eran llamas de furia cuando me veía entrar por más que yo buscara, por todos los medios, caerle bien; esa última tarde no pensé que se pudiera dar cambio alguno, pero en contra de los pronósticos, se dio; ella fue amable; preguntó si los guisos eran de mi agrado, elogió el traje que días antes compré en los almacenes Ross, un flux de poliéster, muy útil para las horas que pasaba en la oficina.
Casi al fin de la comida, ella preguntó si en alguna otra ocasión yo había visitado el Pacífico.
—No —y no quise agregar ni doña que era lejano; ni señora, muy frío; o Susana, confianzudo en extremo; tampoco madrina, si no lo era; menos mamá, que era exagerado; sólo dije no, aunque sentí que la respuesta era corta.
—Pues te va a gustar mucho, nosotros —miró a su esposo—, cuando hemos ido, disfrutamos del mar y la comida, ni te imaginas qué lugar tan bonito.
La tranquilidad mostrada por mi padrino durante la comida se trocó por una como ausencia. Algo quería decir pero la señora, quizá mirando el gesto de mi padrino papá, se adelantó:
—Ya te comentaré a dónde ir —las palabras sonaron como tumbo de ola, ¿ella iría también?, eso no pude preguntarlo, esperé se aclarara la situación y don Artemio completó lo que su esposa de seguro quería decir:
—Susanita va a hacer el favor de acompañarnos —no quise medir el trasfondo de las palabras, mi padrino papá, durante los anteriores días fue el que más planeó salidas a bares y bailaderos durante la convención, ¿cómo fue a cambiar de un momento a otro?, ¿sería un plan ya cocinado y disimulaba con los compañeros de oficina armando licenciosos turs que nunca se iban a llevar a cabo? ¿Una imposición de la señora? ¿Era parte del procedimiento para que la señora aceptara ser mi madre? Ahora lo pienso, pero obvio, no en aquel momento.
Sin duda, el autobús que nos tocó era de lujo, baños que a las dos horas olían mal, refrescos que a la hora se terminaron, canciones entonadas toda la noche, cambios de asiento, cuchicheos, risitas, a mí me tocó de compañero don Rubén Ortigosa, que en el asiento de la ventanilla se durmió nomás salimos a la supercarretera, las botellas de ron circularon primero con refrescos y después a pico; mi padrino, sentado junto a la señora Susana, no participó en la jarana viajera y yo, por supuesto, no quise dar la nota con la señora, y me comporté a la altura de don Artemio.
El caso es que con el autobús oliendo a sudor y pies llegamos al puerto y vino la rebatinga de firmar los registros en el Hotel Playa Hermosa y claro, de compañero de habitación me tocó el mismo don Rubén Ortigosa, flaco, con el pelo pintado de caoba.
—Cuando se comparte habitación y se quiere tener una estancia agradable, cada quien debe ser muy cuidadoso, muy cuidadoso —insistió mientras me miraba como para dar sentado su planteamiento—. El respeto al área ajena es la paz interna —y se dio a acomodar sus pertenencias en espacios que dividió de manera milimétrica para no tener problemas ni siquiera en eso, que no por nimio dejaba de tener importancia.
—Yo me ducho antes porque soy tempranero —con eso don Rubén dejó bien claro el cómo de nuestro comportamiento, entonces, para qué preguntarle por los horarios para dormir o llegadas a la habitación, ni los tiempos para ver tele o cómo íbamos a hacer si alguien tenía la suerte de conquistar a una convencionista, eso no lo dije, era obvio, don Rubén tenía bien segura su moral y lo primero que hizo fue colocar en el tocador el retrato de su familia y una imagen de San Cristóbal que, según explicó, sigue siendo el patrón de los viajeros.
Sin existir clarín más sonoro que el destino, está probado que cuando la providencia llama hay que escucharla, eso lo supe a destiempo pero espero me sirva cuando las cosas han llegado a este extremo: la ausencia de mi padrino, estar fuera de la oficina, mi vida de tan incierta que debo revisarla a fondo, mi pasado y mi futuro, que, por las señales, tiende a ser solitario huésped de una isla tan desierta que ni Robinsón existiera.
Bien bañados, algunos vestidos de traje pese al calor, asistimos a la sesión inaugural de la Convención Secretarial, yo atrás, cerca de mi padrino, él iba con la señora, repartió saludos como si fuera el mismísimo ministro, se paseó por los salones dedicados a cobijar las mesas de trabajo y una vez que se dejó ver por extraños y amigos, hizo una seña y me acerqué para escuchar sus instrucciones:
—A las dos y media nos alcanzas en el bar La Joya del Pacífico, cualquier taxista sabe la dirección, ¿verdad?
Eran apenas las once de la mañana, nadie me había dado otro quehacer, faltaban por lo menos tres horas para salir rumbo al sitio de la cita, subí a mi habitación, me puse el traje de baño, lo oculté con el pantalón y una camisa, salí del hotel para encontrar una playa lejos de miradas conocidas.
Y ahí es donde yo digo que el clarín del destino sabe sonar cuando menos lo espera uno: de no haber ido a la playa, no hubiera conocido a Brenda, la chica porteña que solitaria se asoleaba al parecer como único objetivo; sin ánimo de conquista sabiendo de mi timidez, no le hubiera solicitado me hiciera el favor de vigilar mis prendas mientras me metía al mar; tampoco Brenda hubiera hecho plática, ni enseñado la técnica de hacerse una serie de trencillas en su cabello, ni pidiera le barnizara el largo de la espalda con aceite de coco; tampoco que platicáramos tan a gusto ni que ella, fíjense bien, ella, en una palapa de sus familiares, invitara una cerveza para acompañar un par de platos de almejas en su concha; después, ya sin el estorbo de las ropas extras pues las dejamos en la misma palapa, camináramos por la playa, ella me tomara la mano y yo, confieso, en un sueño si la muchacha era encantadora, con su tonito de hablar costeño, sus dicharajos, y las tetas casi libres del bikini; así, no fue difícil que el santo se me fuera al cielo y cuando vine a pensar ya eran casi las cuatro, recordé la cita, tuve que explicar la importancia de la sesión vespertina y con una corajina trepada en el vientre, le pedí a Brenda que si por favor me daba la oportunidad de verla en la noche; ella se mostró encantada, nos citamos a las nueve en la palapa de sus familiares, huy, el curricán de su sonrisa, el anzuelo de la mirada, las redes en las promesas que la chica mostrara en el apretón de la mano, en la caricia en mi mejilla.
—En la noche hay baile, la vamos a pasar muy bien, negrito —dijo al despedirse besándome la orilla de los labios.
Yo, ni siquiera moreno soy, pero supuse que las costeñas así les dicen a sus presuntos novios, bueno, eso creí en aquel momento porque no sabía que iría a suceder, quién puede determinar los acontecimientos y por lo mismo quién es capaz de torcer su rumbo, ni sujetar su valor, dice el poema marinero que nos enseñaron en la escuela; el caso es que apresurando al taxista para volar si fuera preciso, llegué a La Joya del Pacífico pasadas de las cuatro y media, nomás entré al calorón de la cantina cuando vi el espectáculo: una mesa grande, con unos quince o veinte comensales, la mayoría con una borrachera franca, mi padrino cayéndose, los demás a las carcajadas, otros con la cara sobre la mesa, los guitarreros compartiendo como si fueran del grupo, el regadero de botellas, los restos de la comida en platos mosquientos; mi mamá, no, no es mi mamá, ¿es mi madrina?, tampoco lo es, la señora Susana seria, enfurruñada, soportando la charla de Medardo Guzmán, cuya densa borrachera hace huir al más pintado, el olor de comida y eructos barriendo la sabrosura del recuerdo del mar y del cuerpo de Brenda, hermosa sirena, hada de las olas que se fueron rompiendo cuando mi padrino gritó que por fin llegaba el desagradecido que lo había dejado mal.
—En las convenciones sale a relucir el cobre, ¿verdad cabroncito?
El arquitecto Argumedo, de la oficialía mayor, me hizo una seña que él supuso discreta pero fue acompañada de gritos:
—Ni le hagas caso, está bien pedo, mejor emparéjate y no hay fijón, pinche ahijado.
Yo era el ahijado, así decían a mi espalda aunque ya estuviera enterado, ahijado de los que primero me abrazaron como si en verdad me extrañaran y al segundo después ordenaban que yo le ordenara al mesero otra ronda incluyéndome a mí, al ahijado que con sólo una cerveza a bordo estaba tan descontrolado como caballo en periférico ante la cauda de alcohol que cada uno se había tragado; no todos, quizá la embriaguez fuera menor en la seño Rita de almacén y en don Pastor siempre tan cuidadoso, pero hasta a ellos se les notaba que andaban, si no briagos, por lo menos alegres; la única seria, furiosa diría, era mi madrina, no, no es mi madrina y menos mi mamá, la esposa de mi padrino y éste, despeinado, con la guayabera sucia, con manchas de miados en el pantalón, a gritos llamó a los cancioneros ordenando tocaran «Los acantilados y las gaviotas» que tantos y buenos recuerdos le traían de las épocas en que era feliz, no como ahora que se siente peor que galeote en pleno remaje, y se levantó, alzó su vaso, sin ver a nadie bebió de un solo golpe todo el contenido, después tomó asiento, resoplando como si quisiera ahuyentar una franca indisposición, con la mano instruyó al trío a que tocaran la canción pedida.
Yo no quería mirar a la señora Susana, patente era la ira que cargaba adentro, mi padrino papá la estaba poniendo en ridículo; no bebí nada, esperé que algún milagro terminara con esa pesadilla, no para mí, tampoco era tan espantado, pero sí para la pobre señora Susana que de refilón pude ver: estaba a punto de llorar; sin pensarlo dos veces me acerqué, traté de explicar que a veces la gente se extralimita pero eso no implica un mal dictamen, la contabilidad de la vida tiene muchos debes y haberes y es cosa de saber sopesarlos, creo que le dije en medio del tumulto de voces; ella, por primera vez desde que la conozco, me miró de frente, ya se escuchaba aquello de:
vuela por mis anhelos ola en los acantilados, vuela como pelícano ola de sortilegio…
cuando la señora dijo que mi amigo era un canalla.
—¿Cuál amigo, doña Susana?
—¿Ahora lo vas a negar?
—Es que no sé a qué se refiere, doña Susana.
—¿Estoy tan vieja para que me digas doña?
—No doña, digo, no Susanita, es que usted me pone muy nervioso, pero no sé a qué amigo se refiere.
—A tu cómplice, al barbaján que acompañas en sus correrías —silbó ella mirando fijamente a don Artemio que, sin escuchar al trío que cantaba:
el mar se envuelve en el delicado trino de tu voz
se doblaba en la silla.
Echarme la culpa de los enredos femeninos era una forma de reclamar las ausencias de su marido, ¿de qué manera decirle que lo que yo anhelaba era una paternidad y sólo eso?, agregarle que ambos, mi padrino y yo, buscábamos más que una complicidad un acompañamiento de padre e hijo que como en las películas mexicanas andan enfiestados sabiéndose mutuamente protegidos.
—Le juro, no sé qué me está diciendo.
—No me digas que no sabes de la muchachita del norte, de la pirujita de la colonia Vergel, la vendedora de la calle Olmos, de las otras ¿eres capaz de negarlo? Hay pocos seres en el mundo tan perversos como tú.
Me hubiera quedado con Brenda, junto al mar, acariciando sus trencillas, mirando el borde de los pechos, qué caso tiene estar aquí, con mi padrino oscilando en el borde de la silla.
En eso, cuando pensé en Brenda, vi a mi padrino levantarse, gritar algo que no entendí, se balancea el hombre, cierra los ojos, los demás se echan risotadas, algunos jalan de su guayabera, don Artemio se va al suelo, así, como piano se cae debajo de la mesa entre los restos de camarones, las servilletas, las colillas, las escupitinas, y por un momento la reunión se detiene, el trío sigue cantando:
tus brazos son alas que me envuelven, pico de colibríes…
la señora Susana, sin mover un músculo de la cara, con voz sin matices me ordena pedir un taxi.
Por supuesto, yo solo no pude cargarlo, don Pastor y Alberto del Rosal se acomidieron, entre los tres levantamos a mi padrino y el chofer del taxi también le entró a la faena, previo acuerdo de que en caso que aquí el señor volviera el estómago le pagaríamos lo del lavado de las vestiduras; yo y el chofer, de los brazos; los otros, de las piernas; igual a un león después de ser abatido a balazos, cargamos a mi padrino; su esposa al frente, guiando la caravana de cazadores en plena África septentrional; en ese momento el conjunto musical iniciaba aquella de:
soy tirador, mi retrocarga es la ley, me paseo por charco choco santo domingo el maguey…
cuando subimos al taxi, cuando bajamos y los músicos estaban ya lejos, yo seguía escuchando la canción que nos, más bien, me acompañó durante el recorrido, que fue igual pero en escenario diferente; don Pastor y Beto sosteniendo de las piernas a don Artemio; el taxista, refunfuñando del turismo que escatima las ganancias y sólo deja sus miasmas, quizá refiriéndose a las vomitadas que mi padrino lanzara durante el trayecto, y yo, atado a sus brazos, caminando por la parte posterior del hotel para que la desgracia en que estaba convertido mi padrino no fuera comentada por los convencionistas que de seguro estaban en el lobby, en el bar del hotel, en la piscina desde donde se escuchaba el tumulto, las risotadas, los golpazos en el agua y nosotros calladitos, siguiendo la ruta que doña Susana parecía conocer como si fuera su misma casa.
Por fin llegamos a su habitación, la señora Susana ordenó que acostáramos a su esposo, después de dar mil gracias y pedir que por favor fueran discretos con ese mal momento, dejó que yo pagara al taxista, por supuesto añadiendo una generosa propina para lavar los asientos; se despidió de don Pastor y de Beto del Rosal y a mí, con una seña, me indicó que esperara, y ahí estaba don Artemio, tumbado a lo ancho de la cama dentro de la habitación, con el clima artificial tan alto que por un momento tuve ganas de envolverme en unos sarapes, los ruidos del jardín demostrando que los convencionistas tenían una fiesta que llegaría hasta la mañana siguiente, el olorón a basca cuando doña Susana dijo que no podíamos dejar solo a su marido.
—Qué tal si le viene un mal vómito.
¿Habrá buenos vómitos? Pero no era momento de hacer reflexiones sino de encontrar el lugar adecuado para velar a mi padrino, bueno, no velar velar, pero sí cuidar que el hombre no se pusiera más malo de lo que era notorio: pálido, con la respiración sofocada, despidiendo un vaho entre trago y comida descompuesta, pronunciando palabras ininteligibles, leperadas completas, tirándose unos flatos sonoros y de olor nauseabundo, el ambiente en el cuarto era insoportable, no sólo por los olores sino por la actitud de la señora que se instaló a la orilla de la cama para con gestos y vista indicar que yo tomara asiento en la silla del tocador.
Por supuesto, no era el momento de contarle a ella lo que mi padrino y yo habíamos planeado respecto a la paternidad, así que esperé que algo, cualquier cosa, hiciera que los minutos cambiaran el curso de los acontecimientos o por lo menos rompiera esa calma olorosa en donde la señora no hablaba; yo moviéndome sobre la silla, con la música que clarito llegaba de la piscina, vi el reloj, nueve y media, tarde para la cita con Brendita, sus cabellos hechos trencitas, su cuerpo oloroso a jabón de coco, y en cambio yo, en la habitación, velando a un señor ahogado de beodo, junto a su esposa seca, con la furia en los ojos cuando así, sin mediar nada, dijo:
—A los enemigos se les combate hasta el exterminio.
La palabra invocando una aniquilación total me retimbró en los nervios, ¿por qué la señora hablaba en ese tono?, ¿qué secretos andaría rumiando?, ¿quién era el enemigo al que se le condena a la desaparición?
Nada dije, intentar una respuesta sería igual al aullido de un coyote tratando de hacer segunda a un trío de boleristas, sólo me moví en el asiento, las sombras y luz de la lámpara de noche le daban al rostro de la mujer tonos de máscara zapoteca, en esa semioscuridad su respiración era profunda, pude notar el brillo de los ojos verdes; de pronto, como si se hubiera dado cuenta de mi observancia, con un ademán parecido a un acto de prestidigitación, se quitó las lentillas y mostró su rostro tal cuál era: pálido, sin afeites, con el negro de la mirada como de viento malvado, alzó los pechos, se mesó el cabello y con otra voz, más oscura, más de adentro, siguió:
—En esta tribu, los forasteros no tienen aforo.
Al decirlo, se irguió, apagando las luces, abrió las cortinas, el resplandor de la luna se abrió paso en el cuarto, doña Susana alzó los brazos quizá invocando a seres lejanos; sin mirarme empezó a danzar por la habitación; como si de tules y gasas se fuera desprendiendo se quitó el vestido, era un baile a contra ritmo de la música de la alberca, danza dedicada a alguien invisible pero existente; por más que yo buscaba poner mi mirada en las paredes o en las cortinas, la figura de doña Susana se colaba en mi intento de no verla; estaba ya en sostén y pantaletas, blancos ambos, el sudor daba tonalidades al cuerpo, entonces brinqué, no debía estar ahí ni un minuto más, me sentía poseído por una mezcla de pánico y atracción, lo confieso, por eso, sin dejar de verla yo también me moví como si estuviera hechizado, avancé hacia donde supuse estaba la puerta, ella ya estaba sin brasier, los pechos redondos, levantados, una fuerza me obligaba a mirar, metió sus ojos negros en mis ojos que también miraban los pechos, pero algo sucedió, algo que en ese momento no comprendí y ahora tampoco, porque en ese instante logré fugar mi mirada y entonces, sin querer constatar el último despojo de las prendas, sin mirar de nuevo hacia atrás como si ahí estuviera la mujer de Lot, corrí hacia afuera para con la misma velocidad tomar la alfombra del pasillo apenas tocado por la velocidad de la carrera.
Por supuesto, en el bar de la piscina tuve que tomarme unos tragos para calmar los nervios, no quería pensar en la actitud de la esposa de mi padrino, en esa malignidad que su baile desparramaba, los ojos sin el verde que quizá usaba para ocultar lo pérfido de la mirada, y ahí, en ese instante, como si un fuego me hubiera chamuscado el alma, recordé el dolor de don Artemio cuando me contó la desaparición de un perro faldero al que tanto quería, y que por más que lo buscó por toda la ciudad, por más anuncios que puso y visitas que hizo a los centros de recolección de animales, nunca pudo dar con él.
—Era mi compañero, ¿verdad? —bien recuerdo que al decirlo sus ojos andaban buscando llanto.
¿Por qué recordé ese pasaje en aquel momento del trago en el bar de la piscina? El porqué después lo envolví en los acontecimientos que iniciaron su derrame cuando quizá pálido, pero de seguro angustiado, llegué a la cita con Brendita, la palapa estaba cerrada, nadie me pudo dar razón de la chica, nadie porque nadie estaba ahí, una como ambientación de isla desierta, con el rebote de las olas, la oscuridad de la playa, un sitio tan diferente a la luminosidad cariñosa durante el día; grité, di de vueltas, prendí cerillos que de inmediato se apagaban por el viento, y regresé al hotel con el piquete de múltiples aguijones, uno de ellos, el saber que adentro de mi habitación me esperaba don Rubén Ortigosa y sus draconianas órdenes respecto al funcionamiento de un par de individuos que sólo por necesidades del servicio se hospeda en la misma habitación.
Por eso no quise ir a mi cuarto, ni tampoco unirme a las fiestas que los compañeros estaban organizando en Las Morenas del Edén, o a la disco del hotel, a la fogata playera; me fui a refugiar a un rincón del lobby, ahí me dispuse a pasar la noche como sucedió en esas horas que se me hicieron lentas igual que si alguien, sin despegar los ojos del pedazo del cuerpo, estuviera midiendo el crecimiento de una verruga.
Por la mañana, esperé que don Rubén saliera del cuarto con su ropa de hacer ejercicio, bufando desde que tocó el pasillo, alzando los brazos y jalando aire que dejaba salir con gesto de satisfacción, no me vio, yo entré, el baño era un reguero de ropas, creo que aún no se duchaba y rompiendo sus reglas lo hice con rapidez para salir antes de que el hombre regresara. ¿Qué iba a hacer? No quería verle la cara a los amigos de mi padrino, no deseaba asistir a los trabajos mañaneros de la convención pese a que una ponencia estaría a cargo del licenciado Garnica, no podía meterme a mi habitación hasta que don Rubén la dejara, las tripas me brincaban y pese a tener un molesto sabor de metal en la boca, supuse que lo más conveniente era tomar algo de desayuno y me senté solo en una mesa dispuesto a tragarme, literal la palabra, unas frutas y yogurt, cuando los vi.
Eran ellos, mi padrino de un color servilleta, con ojeras y la boca como caída, ella radiante, lucía los ojos verdes con un tono distinto; avanzaron rumbo a las ollas del buffet, ahí me vieron; él hizo un leve saludo; ella cambió la mirada y se levantó como buscando otro platillo; era el momento para acercarme; mi padrino habló con una voz sin aliento:
—¿Tú viste cuando le pegué?
—¿A quién, padrinito?
—A mi señora, ¿verdad?
—No padrino, yo no vi nada.
—¿Juras que no viste nada?
—Por Diosito Santo que no vi nada.
—Después hablamos —e hizo una seña para que me retirara.
Y claro, me retiré, pero eso no significó tranquilidad, al contrario, las palabras de mi padrino me llenaban de inquietud,
¿por qué preguntaba si yo había sido testigo de una golpiza de la cual no tenía ni la menor idea?,
¿qué sucedió durante las horas de la noche en que la pareja quedó sola en la habitación del hotel?, ¿salieron a otro sitio?
La señora no tenía rastro alguno de haber sido agredida; se mostraba seca, sí, lejana también; prepotente, sin duda; pero no golpeada; cuando la tranquiza es batiente no hay maquillaje que la oculte y doña Susana parecía estar un tanto cansada, pero sin ninguna huella,
¿mi padrino sería capaz de aplicar técnicas policíacas para no dejar huellas de tortura?
Es posible, don Artemio es sabio y los ilustrados conocen desde la ley de la diatermancia hasta la alineación del Colo Colo, pero si su estado de embriaguez de la noche anterior lo imposibilitaba para articular palabra, menos aplicar el método policial, y de ser así, entonces era posible imaginar los demoníacos augurios que marcaban ya esa segunda mañana de la convención nacional.
Mi condición de ánimo era francamente mala; a la desazón producida por los eventos debía agregar por lo menos dos factores: que no hubiera cerrado ojo durante toda la noche, y que Brenda quizá se hubiera olvidado de mí, eso era motivo de angustia, la chica es un dechado de belleza, digna de formar el hogar que una persona como yo desea, caray, por lo menos una decena de convencionistas le han echado el ojo, ya parece que una muchacha de ese calibre va a estar esperando que alguien le haga el favor, sí, ya parece; lo más extraño era que si bien el recuerdo de la costeña era luz viva en mi desesperanza, la simple posibilidad de sentir que al anhelado paternalismo entre mi padrino y yo se había ensuciado con un basural, me mantuvo, por otras varias horas, cabizbajo y medroso.
Qué endeble es la vida de un mortal, de la euforia en jornadas anteriores a la malhadada comida del día anterior, y por ende a la inminente derrota, hay un solo paso, tan frágil como mi ánimo, malévolas fronteras que nos hacen ir de la elevación al averno, y me fui a los salones de la convención a ver si algo o alguien me quitaba ese mal resuello; si viera a mi padrino quizá me diera su bendición, me trasmitiera su fortaleza, pero nada sucedió, es más, tuve la sensación de que la calidez con que me trataban algunos de los compañeros de trabajo había desaparecido; cargando ese sentimiento recorrí los espacios en donde se llevaban a cabo las desoladas mesas de trabajo sin poder localizar a don Artemio, no me atreví a ir a la palapa para localizar a Brenda porque uno debe estar consciente de que las batallas se dan cuando el ánimo las avala y no cuando el campeador anda con el alma al filo de la debacle.
Ese día me mantuve entre visitas a los sitios de las ponencias, recorridos a la piscina que para las dos de la tarde era hervidero de compañeros y gritos chapotosos, atisbos al lobby, acechanzas cercanas a la habitación de don Artemio, pequeños respiros en mi cuarto compartido pero sin quedarme ahí mucho rato porque las hormigas de la tristeza me daban piquetes en la panza, hasta la noche de ese mismo sábado, la última de la convención y para entonces ni un rastro de mi padrino, ni de su señora esposa, lo que motivó que con discreción me acercara al licenciado Garnica, quien eufórico y despeinado organizaba la sesión final en el Royal Palace, donde los que se animaran, previo pago de razonable cuota, tendrían bebida libre, acceso a los chous privados y si alguien fuera capaz de soltarse el pelo con alguna de las beldades, pues eso ya era por cuenta y riesgo del usuario, dijo al grupo que lo rodeaba antes de que en un extremo del lobby aceptara hablar conmigo, escuchara mi pregunta y con la prisa de la inminente excursión alcohólicobailable me contestó que le extrañaba que yo no supiera del regreso de don Artemio.
—¿A dónde se regresó?
—¿Qué sucede, garoto, no era tan tu amegu el buen Artemio?
—Lo es, pero no supe de su regreso porque yo tuve otros asuntos que resolver —y puse cara de pícaro sorprendido en sus hazañas.
A trancos me enteré de que mi padrino, por avión, había regresado la tarde de ese sábado, y por lo mismo, obvio, no iba a usar sus asientos en el autobús designado.
—Vente con nosotros, garoto, la batucada en el Royal Palace es para no olvidarla nunca —sin dejar de dar pasos de baile, fijó la tarifa explicando que por ese precio no era posible nada mejor, es tarifa de excursión, me dijo al extender la mano que simulaba tocar unas maracas y yo, como hechizado, le di los billetes
—Obligado. Ramón —le gritó a su secretario particular—, suma otro bandeirante a la travesía —y empezó a interpretar canciones con sabor a bossa nova.
Por supuesto que me gusta la música brasilera, pero no encontraba la razón de que el licenciado Garnica anduviera con espíritu carioca, los tragos, la noche libre, lo que deparaba el cabaret, no lo sé, el caso es que por esas extrañas inercias de la vida me vi envuelto en el tráfago de la parranda que me dejó como cataléptico después de los desfiguros que hice, de imaginarme ver personas en varios sitios, lo de la serenata y la noche en la arena, pero no quiero brincar como liebre sin dar un panorama de lo que a chorros me sucedió esa noche brasileña del Royal, días antes de que sucediera la mayor de las desgracias, y digo días antes porque lo del Royal Palace y sus colaterales sucedió el sábado por la noche y tuvieron que pasar varios días, es decir, hasta la mañana del viernes de la siguiente semana, ya con los ecos de la convención sonándome como pesadilla, cuando como caja fuerte desplomada del último piso, los efectos de la noticia me cayeran en el centro de la cabeza.
Cuando el viernes siguiente vi a mi padrino, primero me dio gran gusto saber que estaba bien, que la casi semana de no verlo, de no contestar el teléfono, de no abrir la puerta de su casa, de no aparecer en las oficinas, iba a tener una explicación. Al verlo estuve a punto de contarle los sucesos de la última noche en el Pacífico pero él, con gesto adusto, interrumpió mis manifestaciones de alegría por su reaparición en las oficinas, diciendo que necesitaba hablar conmigo.
—Nos vemos en La Reyna una hora antes de la salida oficial de la Subsecretaría —dijo sin rematar con su ¿verdad? y continuó—. Así se evitan interrupciones —y sin más se alejó.
Era otro señor muy diferente al que yo aún consideraba mi padrino sin saber, claro, lo que iría a suceder horas después, o lo que pasaría tiempo más tarde, sin imaginar mi tristeza, el caos que amarra mi estado anímico, mi repulsa por los camposantos, lo que aún no sabía buscando una mesa del fondo y luego de guardia en la cantina, dispuesto a escuchar la historia que de seguro con gran juego de palabras me relataría mi papá padrino, qué gusto volver a pronunciar esos vocablos que por momentos creí perdidos.
Para qué contar mentiras, en una relación familiar como la que estaba seguro por fin se daría a tenor de la inminente charla, creí pertinente ajustar los sucesos del sábado anterior, o sea, contarle a mi padrino los acontecimientos en la última noche de la convención, pero con los matices necesarios.
Desde el principio, la jornada pintó bastos al darme cuenta de que el grupo titulado por el licenciado Garnica como Los Bandeirantes, que yo supuse grande y enjundioso, lo formábamos sólo cinco personas: yo no llevaba, como los demás, una buena regada de tragos dentro de la panza, al contrario, mi ánimo no estaba dispuesto a beber la cantidad a que tenía derecho de acuerdo a la cuota preestablecida, así que en un solo auto de alquiler nos fuimos al Royal Palace y durante todo el camino tuve que soportar las bromas y la terca insistencia de oír el coro de mis cuatro compañeros cantando: moro, o país tropical…
Quizá esta parte sí se lo contaría a don Artemio; también que en la entrada, sin hacer caso de los airados reclamos de Garnica, un hombrón nos marcó el alto y el secre tuvo que batallar para conseguir mesa y después de dar un extra fuera de cuota nos acomodaron en una mesita cerca del baño donde tuvimos que soportar las entrepiernadas que nos dimos unos a los otros debido a la estrechez; estábamos atrás de la pasarela principal, donde una tras otra fueron desfilando las chicas del lugar, rubias, morenas y una pelirroja que hizo que el lic Garnica lanzara gritos de:
—Urge, mamacita —mientras se sobaba la bragueta.
Quizá para no ensuciar la imagen del subdirector, esta acción la matizara con otros pasajes, quizá, eso lo mediría a tenor de las circunstancias.
La noche era semejante a aquellas en las que acompañé a don Artemio en sus escapadas burladoras del cerco de doña Susana, pero en esta ocasión mi padrino no estaba presente y sí el lic Garnica, quien a la voz de que nos beberíamos hasta el último cruceiro sirvió fajazos de ron, que hiciéramos de cuenta que estábamos degustando unas cachazas bajo la brisa de Le Blom y no en el sofocante Royal, donde el clima artificial era incapaz contra el calor que retumbaba con la misma fuerza que la música; de trago en trago, con muy poco alimento, con las desveladas y la tensión, pensé que nomás me zampaba otra copa y sin decir adiós me iba a escapar a la palapa de Brenda, quien de improviso se empezó a parecer a cada una de las chicas que hacían estriptís en la pasarela, sobre todo a una que llevaba unas trencillas y tuve la corazonada de que era Brenda aunque el maestro de ceremonias la hubiera presentado como ¡Jazmín, la panameña de fuego!
Más o menos así sería lo que le iba a contar a mi padrino, ahorraría decir que antes de ir tras la panameña, mejor dicho, Brenda, tomé todos los tragos que fueron pasando, pagué una sobrecuota para comprar más botellas, a gritos pedí la presencia de Jazmín-Brenda; creo que unos guardias de seguridad llegaron a calmarme, creo porque el otro recuerdo es cuando me vi en el baño con la cabeza metida en el excusado, con toda la ropa mojada.
Eso no se lo iba a contar a don Artemio pese a mi seguridad de que los ahora hoscos compañeros de trabajo al primer instante se lo iban a decir si no es que ya se desataron en chismeríos sobre mi actuación en el Royal Palace, que abandoné sólo porque me echaron a la calle.
Bueno, por lo menos eso creo, quizá haya regresado a la mesa a beber a pico de botella, o me haya subido al escenario, o me le haya abalanzado a cualquiera de las muchachas que supuse eran Brenda, el caso es que cargando un como diablo en la garganta, en la calle tomé un taxi rumbo al hotel, mis ideas no eran claras, tanto que hoy bien a bien no recuerdo completo el viaje, ni quien pagó, algo diferente a mi personalidad cotidiana se había desatado en el Royal Palace y desde ese momento no me ha dejado en paz.
Creo que al entrar al hotel mi respiración era más calmada, la boca seca me obligó a ir al bar a meterme unas cubas, uno cree que con tragos los dilemas se despejan más rápido y no, la mejor prueba es lo que medio recuerdo que hice después y con una determinación insólita.
Mi padrino lo sabe, yo jamás he sido un hombre rasposo ni he dado de que hablar, pero la tiricia, el saber que mi padrino ya no estaba, el recuerdo de la señora bailando en el cuarto, la imagen desnuda de Jazmín-Brenda, y la chocante alegría de los convencionistas debieron sacudir lo escondido de mi conciencia; aún en medio de la batahola de mis compañeros, me sentí como pingüino en Sudán, entonces, para llevar, solicité una triple en enorme vaso de plástico; fui a la soledad de la playa, a sentir que estaba solo con los astros en la inmensidad del océano, a pensar en que muy pronto podría convertirme en hijo de familia y al sopesarlo algo jaló mi quijada, sentí desmayar, me acosté en la arena, algunos pudieran pensar que estaba cayendo de borracho, estaba mareado pero supongo no al grado de no poder levantarme, si no lo hice fue porque no me dio la real gana, algunas veces uno tiene que demostrar libertad en los simples hechos de la vida.
Así, como suena, se lo contaría a mi padrino papá, matizando el hecho de que con dificultad caminé sobre la arena porque es sabido que en ese terreno no es sencillo desplazarse y que si tuve algunos tropiezos y caídas fue por mi ineptitud, antes que por mi estado etílico.
Quizá omitiera lo de Brenda, no era oportuno mencionar asuntos tan privados como los palpitares que una muchacha puede despertar en la conciencia de alguien a punto de transformar su estatus legal y de huérfano pasar a hijo de familia, cuál era el caso de decirle a don Artemio que mirando las estrellas dada la posición de mi cuerpo en la arena, tarareando canciones desconocidas, creí necesario expresarle a Brenda lo que sentía por ella, y no sólo eso, hacerle saber las razones de mi inasistencia a la cita, sobre todo, las esperanzas y sueños hogareños que su amor había despertado en mí.
Recuerdo que mucho pensé en esto antes de comentárselo a don Artemio, porque ¿hasta dónde un futuro padre debe estar al tanto de las inquietudes de su presunto hijo?; nadie posee la capacidad para participarle a los demás de su intimidad, pero ¿qué es la intimidad, qué valor tiene en una relación limpia como el amor filial?, la mejor manera de estrechar lazos es la honestidad, cierto, ¿pero qué caso tendría decirle a mi padrino papá que?
… aún con restos de cuba libre en el enorme vaso de plástico donde también algo de arena llevaba, llegué a la palapa, sin más empecé a entonar canciones que supuse de amor, la trova salió a torrentes como si un compositor costeño estuviera dictando las melodías, y entre ese diluvio de notas mi voz, por supuesto no la de un profesional, se fue haciendo chicle y entonces, de eso estoy seguro, para no cortar la serenata por falta de recursos físicos, empecé a declamar poemas, pudo haber sido mi cantón magrecita del alma, ya pa qué lo quero, o quizá aquella de pue que me rajara o aquella otra del señor que se quita del vicio por ver a su hijo bien pítimo, hasta que la palabrería acostada en el alma se fue agotando, y no tuve otro remedio, entrarle a la parte de viento, con potencia de arriero chiflé canciones de todo tipo, tonadas brasileiras, quizá influenciado por la terquedad de mi subdirector, el lic Garnica.
Esta parte de la horrible noche creí factible contarla, lo que fue imposible, y mejor guardarlo en el cajón de la memoria oscura, es lo que siguió, cuando unos tipos medio encuerados pero eso sí, todos con sombrero de palma, salieron de la palapa y sin mediar la oportunidad de expresarles mis buenas intenciones con la bella Brenda, se me fueron encima a los golpes, a los insultos, tan graneados que no me dieron tiempo de nada más que resistir un poco antes de que me echaran al mar diciendo que si regresaba a seguir chingando me iban a cortar los güevos, y yo tirando de manotazos en las olas con miedo de ahogarme o que me mordiera un tiburón porque se sabe que en la oscuridad es cuando merodean los escualos, y mientras los tipos vigilaban que sin abandonar la línea costera me alejara rumbo al hotel, tragué tal cantidad de agua salada que por segunda vez en la noche vomité y a lo lejos veía las figuras de los sombrerudos como mismísimos demonios costeños.
El vergonzante pasaje fue imposible de platicárselo a mi padrino, quizá con los ajustes para no presentarlo en su total crudeza, pero tampoco fue para recordarle lo de la noche en que se emborrachó él, y su señora esposa hiciera los desfiguros que hizo, por supuesto, eso nadie lo vio sino yo y yo soy una tumba en asuntos que ponen en peligro la estabilidad del matrimonio, mucho de lo sucedido no debía mencionarlo y si lo de la señora bailando como odalisca del más allá no lo iba a mencionar, tampoco iba a decir lo de la noche de la serenata a Brendita y que después de evadir la vigilancia de los ensombrerados, echando agua y babas me estuve en la playa cercana al hotel, me hice bolita para resistir el frío, no pensé en ir al cuarto compartido con Rubén Ortigosa y me quedé tan dormido que desperté cuando ya el sol quemaba y unos niños, de seguro jugando tiro al blanco, me aventaban cáscaras de plátano a la cara.
El retorno a la ciudad fue un tormento, el autobús una tumba, los jefes no estarían esperando al convoy y los camiones no tenían clima artificial, los asientos calaban por los fierros debajo de la cubierta, la carretera un infierno, los ánimos de los convencionistas eran como de agua mala en verano, algunos trataron de cantar y fueron acallados con voces de bajen a esos culeros y cosas por el estilo, a la nociva vibra general había que aumentarle lo que yo creía percibir en la mirada de los compañeros un reclamo a mis desfiguros de la noche anterior, la cruda pesaba como golpe de bate aplicado por un negro atlético, malestar centuplicado al pensar en la ausencia de mi padrino, en la maléfica danza de la señora que conforme pasaban las horas se hacía más presente, en mi fracaso con Brenda y sobre eso, la sensación de ruptura que de un tirón se había dado en mi vida.
Así lo fui sintiendo, no es el instante lo que me abruma, no, en aquellos momentos los días no amansaron el refuego interno, al contrario, más aumentaba con la ausencia de don Artemio hasta que el viernes, en La Reyna, esperé a mi padrino rogando porque todo se aclarara y un milagro hiciera que las aguas retomaran su cauce, pero al ver la figura de don Artemio confirmé que ese deseo íntimo y tan inmenso estaba muy lejano, pues el hombre se notaba cansado, pálido, como si la edad se le viniera encima, dice la canción de un viejo argentino.
No quiso aceptar ninguna bebida y después de juguetear sobre la mesa con las llaves de su auto, hablando casi en susurro me dijo, más o menos, porque sus palabras me aturdieron:
—Creo necesaria una separación en nuestra amistad.
—¿Qué dice, padrino?
—En la vida se tienen que tomar decisiones, a veces dolorosas.
—No entiendo, padrino.
—Tampoco me llame padrino.
No era sólo la negación de mi ahijadez; la marcada ausencia de su palabra de apoyo, sino que, además, me hablara de usted.
Yo buscaba que en sus ojos brillara un rayito de esperanza, algún síntoma de que todo era una broma, el hombre con la saliva seca en la comisura de los labios, sin mirarme de frente, siguió:
—Yo sé muchas cosas, a veces tengo que aceptarlas, lo de mi perro, por ejemplo, pero es ella conmigo o yo solo, así que no es posible que usted y yo sigamos siendo amigos.
—Por favor, don Artemio, explíquese.
—¿Acaso pretende que le recuerde su actitud?
Ahí se me vino el mundo encima, en ese momento no entendí de qué actitud hablaba mi padrino, digo, bueno, don Artemio, alcé los brazos, de seguro yo estaba tan pálido como él, le dije que no entendía, no me era posible comprender lo que me estaba diciendo ni la razón por la cual el perro desaparecido saliera a colación.
—Ella no siempre actúa con verdad, lo sé, pero cuando un intruso requerimiento sexual la afecta, sólo hay dos caminos, el de matar o el de escapar.
—Padrino, digo, don Artemio, sus palabras me asustan y no las comprendo.
—Ella me lo contó todo.
—A qué se refiere, por favor, don Artemio, no me haga esto, qué significa eso de todo.
—Usted, aprovechando mi inconsciencia etílica, trató de llevar a cabo una canallada con ella.
—¿Por «ella» se refiere a su señora esposa?
No contestó a mi pregunta, las canas eran manchones sobre sus ojos.
—Por eso hice mutis por una semana, no quise verle la cara a usted, y lo estuve pensando, no me interrumpa, yo sé quién es ella, por eso, si no tuviera dudas, usted ahorita fuera difunto.
En el Pacífico, como en La Reyna, las imágenes se atropellaron: la noche en busca de Brenda, el Royal Palace, la embriaguez de mi padrino, la música en la alberca, la señora danzando, que le hubiera dicho que él la había golpeado para sacarlo de la convención, el perro desaparecido, mi sueño de ser hijo de familia, Rubén Ortigosa como guardián de la moralidad en turno.
—Yo no soy capaz de traicionarlo, don Artemio, se lo juro por lo más sagrado.
—No tengo otro remedio que aceptar mi duda, por eso está usted vivo.
—Si usted lo desea, le puedo hacer una relación minuciosa de los sucesos.
—No tiene caso, se trata de una simple ecuación: es usted o ella.
El silencio opacó los ruidos de la cantina, agaché la cabeza, hice rondanas con el líquido que la cerveza dejaba en la mesa, imaginé lo que la señora contó a don Artemio, pude ver su goce en el verde de las lentillas; cuando levanté la cara él ya no estaba, como no estuvo a partir de ese momento, ni siquiera cuando fui despedido de la oficina, o cuando doña Meche, mi casera, con sonrisitas descreídas festejó que no iba a abandonar el cuarto de la pensión.
De mi padrino, mejor dicho, de don Artemio, no supe más, ya lo dije, rondé su casa y no lo pude ver, a veces hablaba por teléfono para oír su voz y era la señora quien contestaba, no me atreví a ir a la oficina, don Panchito me negaría la entrada, tampoco esperarlo a la salida por temor a un escándalo, ni quise ir a La Reyna, ni a los bailaderos que acostumbraba.
Volví a saber de mi padrino, digo, de don Artemio, por la esquela que daba cuenta de su muerte; desde lejos, en medio del caos anímico que me atormenta, con mi repulsa por los camposantos, semiescondido tras las cruces y lápidas, asistí al entierro presidido por doña Susana, que si me vio no hizo gesto alguno, yo la imaginé danzando, con los matices de la luz en el rostro, sin lentillas verdes, sabedora de que aquella noche en la convención del Pacífico, así como alguna vez se deshizo del perro, terminaría con la paternidad que siempre busqué, ¿verdad?, que busco aún, así estuviera con cien mil personas en una isla desierta.