Si bien, para mi enorme sorpresa, el anuncio se dio desde la mañana, pese a mi feroz insistencia ninguno de mis amigos aceptó cancelar el paseo a la laguna.
En medio de leperadas y burlas me tacharon de loco, de cobarde, de falto de compañerismo, no se atrevieron a poner en duda mi hombría, o por lo menos no en voz alta, aunque seguro estoy de que estuvieron a punto de decirlo, todo porque en la plaza de armas de San Andrés, por la noche, en vivo, se iba a presentar nada menos que el Santo, sí, el enmascarado ídolo del pueblo.
¡El Santo!, quise gritarles para que por medio de ese nombre que hacía temblar a sus adversarios, mis amigos dejaran de hablar.
En esta esquina… ¡el Santo!, gritar como si se tratara de anunciar una lucha libre, pero la voz del Kukú ganaba mis ensueños al continuar con la cantaleta de que:
—Ya parece que vamos a perder la oportunidad de gozarla con las muchachitas solo por ver la máscara de un luchador, eso para los pueblerinos —repitió antes de subirse a la camioneta y tomar rumbo a la laguna.
En verdad, para mí ningún paseo, por más que fuéramos en compañía de unas muchachas, estaba por encima de pasar el día acechando la llegada del enmascarado Santo, ídolo en el país entero y más allá de nuestras fronteras.
Caray, imagínense, ver al héroe desde su entrada al pueblo, atisbarlo desde el momento de registrarse en el Hotel El Parque, el único sitio que podía hospedar a tal personaje, entrevistar a los meseros para que algo del luchador nos dijeran, oír los comentarios de la gente, estar pues, como se dice, en el centro del festejo, pero la propuesta del Kukú no sólo fue aceptada por los demás, sino que me volvieron a tachar de orate aguafiestas.
Panchito y Gustavo, pese a lo mal que se sentían, apoyaron la idea de hacer el paseo acompañando a cuatro chicas de la localidad, máxime que esta vez, aseguraron, iría Lucrecia, la bella, la inabordable, la lejana, la joven de cabellos oscuros, de piernas torneadas, que desde su distancia traía de cabeza a todo San Andrés y sus visitantes, como lo éramos los cuatro capitalinos que por invitación de los familiares del Kukú estábamos ahí para pasar las vacaciones de semana santa.
Santo y santa, no hay duda de que existen mensajes divinos; la idea de pasear en lancha, nadar, comer platillos de la región, tomar unas cervezas, y la compañía de las chicas, claro, Lucrecia como gran dama de honor de la belleza, ganó a mi propuesta de ser testigos de la llegada del Santo que, según el rumor popular, venía a San Andrés a tomar un descanso entre película y película, entre lucha y lucha, entre aplauso y ovación de sus miles de fans, yo, claro, entre los más fervientes, y que por la noche el ídolo, para beneplácito de sus admiradores, se presentaría no luchando contra alguno de sus temibles adversarios: Doctor Sangriento, Villano Negro, Máscara del Demonio, sino así, solo, desde algún sitio el legendario luchador le iba a dar gusto a la fanaticada de San Andrés y dejarse ver quizá en el kiosco, en uno de los balcones de la presidencia municipal, entre la gente, ¿cómo se iba a presentar?, eso nadie lo sabía, pero yo andaba nervioso de llegar tarde y perderme ese espectáculo que jamás creí ver en sitio alguno, menos en ese pueblo perdido en los desniveles costeros, lejano de la capital, donde tampoco nadie de los amigos había previsto esa oportunidad jamás soñada, ahora en riesgo por el paseo en la laguna.
—Los que prefieren ver luchadores en lugar de muchachas, llevan un punto en contra —dijo el Kukú sin dejar de mover el cuerpo como si estuviera en una sesión gimnástica: mostraba los brazos peludos, el perfil tallado en piedra, el tórax ancho, mientras los otros dos compañeros abrían la boca como buscando aire.
—Es que los botes de trago pegan como patada de mula —se quejó Panchito y se dieron a contar lo que ya sabíamos.
Gustavo y Panchito, el día anterior, al llegar a la feria, de inmediato compraron dos litros de agua de coco, limón, aguardiente de caña y hielos, servido el menjurje en un bote de aluminio, y a darle que al fin todos éramos turistas hospedados en la casa de los tíos del Kukú en un pueblo caliente, húmedo, lleno de verdes y chicas de faldita corta, de escote hondo, el calor permite que las niñas dejen ver lo que nosotros queríamos ver, el talle estrecho y las piernas sin medias, y por allá andaban las amigas de Lucrecia, claro, ella como comandante general, altiva, lejana, sonriendo, como si les diera gusto ser el centro de atención de esos cuatro jóvenes, ninguno casado, dispuestos a gozar de unos días sin que nadie, ni la pasión de Cristo, pudiera detener sus ansias, su emoción de sentir que por ninguna parte se asomaría la garra paterna, el reclamo de horarios escolares, lo tedioso de una ciudad capital tan lejana a ese San Andrés de casas con tejas rojas y calles empedradas.
Por supuesto que sin Lucrecia el paseo en lancha por la laguna fue aburrido por más que las tres chicas, una de ellas prima del Kukú, trataron de ser amables, de hacerse las graciosas, de realzar las bellezas del sitio, de decir una y otra vez que ahí vivían dichosas y que compadecían a los infelices que soportaban la vida en la capital…
—Uh, con tanto humo y miles de rateros.
Entre palabra y palabra yo no dejaba de mirar el reloj por si llegábamos tarde para ver al Santo; el Kukú demostraba su fuerza en juegos en donde él solo era el participante, nadando adelante de la lancha sin hacer caso a los avisos del lanchero:
—Cuidado con los caimanes, jovencito, ésos no saben de ciudadanías.
Ariana con grititos busca meter al orden a su primo, se nota pálida, quizá aburrida, no se ha querido quitar la falda.
—Es que no traje bañador.
Y se mantiene con las manos aferradas al maderamen, sentada en la popa de la embarcación.
Panchito bebe cerveza.
—A ver si se me rebaja la cruda, manito.
—Pero no el color rojo de los ojos, pinche Panchito —le dice Gustavo, que se muestra, como siempre, feliz, cooperativo para cualquier cosa.
—No le hiciste ascos a los botes, ¿verdad? —insiste Gustavo.
Me acerco a Ariana, le preguntaré por Lucrecia, por la escuela, por tonteras, quiero hablar para ver si domino los nervios porque siento que si el paseo tarda más no voy a ver al Santo.
Carajo, esta oportunidad es de oro, en la capital nunca iba a tener al Santo tan cerca, jamás, la ciudad es inmensa, la gente se pierde. Aquí en San Andrés todos son uno, saben la vida de los otros, se saludan día a día, saben chismes o los inventan, ni el mismísimo Santo se puede escabullir de ser detectado, más si lleva, como es natural, su máscara plateada, la que es sinónimo de pánico entre sus enemigos, la misma careta que ha soliviantado las huidas de sus adversarios tanto dentro como fuera del ring, puesto pies en polvorosa a los zombis, a las mujeres vampiro, a criminales intergalácticos, pero de eso qué puede saber Ariana que se ve pálida, pudiera haberle pegado el mareo.
—¿Te sientes mal? —hago la pregunta tratando de influir en un malestar que posiblemente no tiene.
Espero que diga sí y yo, salvador caballeroso, armado de paciencia, como si fuera el mismísimo luchador enmascarado, insista en el regreso, en:
—Caray, muchachos, la pobre de Arianita se siente muy mal.
Pero el Kukú ahora hace abdominales, sopla y resopla mientras tensa los músculos, y los otros dos, pegados a la tinaja llena de cerveza fría, hablan y beben y las chicas cuchichean, nos miran como lo siguieron haciendo durante el paseo y antes de entrar al restaurante a un lado de la laguna.
Pellizqué la mojarra, apenas probé los frijoles refritos, bebí un refresco de mango y les dije que Ariana seguía mal; los otros festejaban la música de un conjunto tropical.
—Que se tome un digestivo —dijo el Kukú, que ahora lucía su musculatura al usar una silla como si fuera pesa, y Panchito, con su voz tipluda, trepada ya en el calor de los tragos, contaba lo de la borrachera de la tarde anterior, el número de latas que se había bebido, un coqueteo que tuvo con la mujer de la feria…
—Sí, hombre, ésa, la que se disfraza de pulpo, vieran qué simpática.
Gustavo, calladito, se da vuelo bailando con las chicas, primero fue con Silvia que gira como posesa, igual que si fuera una de las enemigas del Santo que antes de descubrir su verdadera y maligna personalidad la ocultan tras un disfraz de muchacha alegre y desparpajada, después fue con Rosario, menos atrevida, como buscando que Gustavo la tasara de muy pero muy decente.
Eso mismo sucedió en la película donde la heroína tiene varias personalidades, una, la de chica modosita y la otra, de feroz asesina.
Yo nervioso, Ariana apenas levanta la vista del suelo, en ese momento supuse que era un truco más al que estoy cayendo, que la muchacha es en realidad agente de un planeta desconocido y que detrás de ese rostro pálido, si le jalara alguna verruga secreta, iba a aparecer el verdadero semblante de esa mujer.
—Se nos está haciendo tarde —usé una voz distorsionada por una máscara que no llevaba pero que bien podría llevar en caso de que, como lo hice en un descuido de los seis, salí a los puestos del mercado justo enfrente del restaurante y sin más, sin saber por qué, aunque claro, después lo supe, en un negocio de juguetes de plástico y disfraces de princesas, compré cuatro máscaras iguales a las que utiliza un verdadero campeón como lo es el Santo.
Si estas mujeres son lo que no quieren descubrir, el único remedio es usar máscara, me dije al regresar al restaurante con los amigos que ni siquiera preguntaron la razón de mi rápida ausencia porque seguían igual que si fueran una fotografía.
De un jalón bebí otro refresco, pero ahora de guayaba; Ariana sigue triste, ausente, los demás bailan, el Kukú platica con un hombre que lleva una guitarra, uh qué la fregada, ahora va a entrar la etapa romántica, el sol no pega ya con tanta fuerza, faltan un par de horas para el anochecer y si estos agarran la farra, se van a olvidar del Santo.
Para despejarme caminé hacia el borde de la laguna, cuyas orillas se pierden entre los árboles y la distancia, calculaba la profundidad cuando así, como esperándome, previo movimiento de olas, de las aguas salió el enorme gusano, sus fauces abiertas y sus ojos de lumbre no dejaban de mirar a una figura, a una sola que era yo, traté de gritar pero mi voz no salía, yo, inmóvil, con lentitud para no sacudir más la furia del reptil, giré la cara, mis amigos estaban en lo suyo, el Kukú posa, Panchito y Gustavo bailan con las chicas, Ariana ida, con los ojos en el techo, yo con el grito en los labios y el reptil cada vez más cerca.
De pronto, como si el cielo hubiera oído mi angustia, apareció Él, el mismísimo Santo que echando la capa plateada a un lado, luciendo sus músculos de hierro, me cubrió con su cuerpo y su sola presencia bastó para que el apestoso gusano volviera a la oscuridad de sus cavernas, seguro en el fondo más hondo de la laguna. Al comprar las máscaras lo invoqué, estoy seguro; de dos trancos hice mi entrada al restaurante y sin más, con voz salida de mi miedo, de mi euforia por la aventura, les dije que era hora de regresar, que si ellos querían quedarse, Arianita y yo nos íbamos:
—¿No ven que la pobre está enferma?
Medio abrazados, Panchito y Gustavo cantaban, sus parejas aplaudían, el Kukú, resoplando, dijo que yo no iba a cambiar:
—Eres un aguafiestas —cerraba y abría las manos—. Es para quitarme la tensión y fortalecer los antebrazos —dijo al verme de frente.
Ariana en el asiento de atrás, lo verde del paisaje, los olores de los cafetos, la nube de insectos, y yo apresurando la marcha.
—Mañana regresamos al balneario —prometí a las chicas—, ¿verdad que sí, muchachas?
Silvia y la otra, la otra, ¿cómo es su nombre? Rosario, eso, elogiaban el paisaje.
—¿A poco en la capital tienen estos atardeceres? Claro que no, ¿verdad?
Gustavo se lanzó con aquella de:
Qué bonito es el sol de mañana, / al regreso de la capital, / qué bonita se ve mi morena…
Pancho le hizo una segunda alta, atiplada como su voz, a mí me sonaba como aullido de lobo hambriento.
¿Y si el Santo ya hizo su aparición en el pueblo?
Carajo, me pierdo el espectáculo, y hasta ese momento, nadie mencionaba la ausencia de Lucrecia.
—De lo que se perdió —de pronto alguien dijo como si mi pensamiento hubiera invocado a la chica ausente, yo sin dejar de ver al gusano maloliente y el rescate del enmascarado benefactor al que pronto, en persona, le podría dar las gracias.
Igual que si Ariana hubiera vuelto de algún viaje lejano, acercó su boca a mi oreja, me habló tan suave que nadie más pudo oírlo:
—Yo también sé de él.
—¿De quién?
—Del señor de la máscara plateada —me contestó sin volver a pronunciar palabra hasta llegar a San Andrés y pedir que por favor primero la lleváramos a su casa.
Ni ella ni los demás preguntaron nunca por la bolsa que contenía las máscaras, cuatro iguales, como guantes sin mano; yo sentía el calor de las máscaras latir bajo mis brazos. Gracias, le repetí al luchador, has ganado otra batalla.
Antes de bajar, Ariana pidió que la esperáramos un momento, tenía muchas ganas de ver al Santo.
—¿Al Santo? —le contestaron las demás.
—Sí, por qué no, es un enemigo de las fuerzas ocultas, ¿verdad? —me preguntó directamente, yo moví la cabeza asintiendo.
—Por supuesto —dije como una forma de complicidad.
Ella salió de la camioneta insistiendo en que la esperáramos; en ese momento lo supe, Ariana, sin duda alguna, era una de las ayudantes del luchador, una de esas mujeres que desde el anonimato sirven a la justicia para limpiar lo podrido del universo, por supuesto que por eso ella no había querido participar en nada durante el paseo, si tenía una misión encomendada: cuidarnos no sólo del monstruoso gusano de la laguna, sino de lo que fuera, ésa es la realidad, también supe que mientras la chica no llegara a la plaza, el Santo no haría su aparición frente al público, Ariana es la garantía, pensé al relajar mis nervios ahora que a mi lado estaba nada menos que una agente de la benéfica organización encabezada por el gran señor de la capucha plateada.
¿Como cuántas veces habré visto al luchador héroe de mil batallas? Cientos, por la tele en todos y cada uno de sus combates sobre el ring, en el cine, algunas de sus películas me la sé de memoria, me recreo al pensarlas mientras esperamos a Ariana, nadie menciona a Lucrecia como si hubiera sido un sueño, tampoco quise hacer algún comentario sobre la amenaza del gusano y lo que sentí: la presencia del Santo a mi lado me dio etiqueta de indestructible y eso no se puede andar desparramando por ahí como si fuera chisme, y si Ariana era la encargada de cuidarnos, ella debía portar un aparato y en clave lanzar mensajes a la hora del peligro; entonces recordé al enmascarado combatir al Doctor Siniestro que robaba partes de cadáveres; al Vampiro que succionaba la sangre de hermosas doncellas y la manera en que el Santo lo había destruido hasta dejarlo hecho polvo, literalmente hecho polvo, humeante eso sí; a los monstruos llegados de perdidas galaxias: seres de enormes ojos, fauces babeantes, que pese a su fuerza brutal fueron derrotados por llaves de lucha libre y por golpes de puño, nada de pistolas y otras armas que sólo usan los cobardes.
El Santo utiliza su pujanza, que es la energía del bien; no requiere ayuda de ningún otro objeto, por eso es el Santo, y los santos son los protectores de las almas buenas, ¿seré yo una de esas almas?, claro, debo serlo, de otra manera Ariana no estuviera fungiendo como mi hada madrina, como mi ángel de la guarda, como una extensión más de la potencia bondadosa del Santo, de ese personaje que muy pronto, si concuerda mi pensamiento con los hechos, podré ver en persona.
Silvia y ¿cómo se llamaba la otra, Rosalba, Rosenda? Rosario, sí, dijeron que Lucrecia nos estaría esperando junto al kiosco; Ariana al salir de su casa también lo mencionó; avanzamos por las calles empedradas hasta que la apretura de la gente nos obligó a estacionar la camioneta.
—No es posible seguir, es la magia de una incógnita lo que amalgama a las masas —dijo Ariana, estoy seguro que solo a mí; la tomé de la mano, hice un gesto de complacencia, tuve ganas de decirle:
—Estoy al tanto de tu misión, te agradezco hacerme partícipe de tu secreto, a partir de este momento soy fiel servidor de la causa, puedes confiar en mí, ni muerto traicionaré el secreto —lo quise decir con la pura mirada pues los que estamos dentro de las cofradías del bien, no usamos vanas palabras para identificarnos.
El kiosco es una isleta en medio del gentío, por más que intentamos localizar a Lucrecia nadie la pudo ver, Panchito y Gustavo ya han comprado unas latas de aguardiente y agua de coco, beben pese a los empujones de la gente, el Kukú acepta compartir el trago y después de cada sorbo jala y suelta aire como buscando meter mayor cantidad de oxígeno a su sangre; Silvia y ¿cuál es el nombre de la otra? se mantienen junto a la protección de una palmera, Ariana me hace una seña y después habla:
—Estamos en el mejor lugar, no pierdas de vista la calle de allá —con el dedo señala un punto, ese mismo donde de inmediato noto que la gente se mueve con fuerza, desde ahí parten gritos y aplausos, los niños son izados en brazos, otras personas brincan para por segundos tener mejor ángulo de visión, dos haces de luz enviados por enormes reflectores que yo había visto en la tele cuando se inaugura alguna función especial dejan caer su luz contra la multitud y entre rostros ajenos, entre cuerpos agitados, entre vivas y porras, lo veo, sin duda es él, su inconfundible máscara, igual a las cuatro que yo sigo cargando en la bolsa de plástico, es el Santo, mi salvador, el titán de las causas nobles, el terror de mafiosos y rufianes, de monstruos y médicos desquiciados, es él, con lentitud avanza sobre un auto descubierto, su capa es rayo de luna en medio de la planicie, su máscara una viva luz de sortilegio, su ancho abdomen, sus brazos tensos, lleva las manos en señal de saludo, muchas personas se santiguan y otras tratan de tocarlo; yo empecé a gritar, Ariana muestra un rostro de felicidad, ahora el Kukú también bebe sin dejar de ver al luchador enmascarado, Panchito y Gustavo se han quitado las camisas, las ondean al viento, sus rostros empapados, no sé si de sudor o del líquido de las latas convertidas en enorme coctel, el calor atasca las calles y la gente sigue el paso del auto que por fin se detiene frente a la puerta del hotel.
Pese a mis esfuerzos, no pude ver cómo el Santo penetraba al hotel por más afanes dignos de un combate contra Máscara del Averno, uno de los más acérrimos rivales del ídolo, no puedo acercarme, la gente bloquea cualquier intento, Ariana sigue sonriendo, jala del borde mi camisa y me aparta de lo espeso de los curiosos, me obliga a caminar hasta la acera frente a un costado del edificio, me ordena subir a un reborde de un árbol, ella me sigue, quiero preguntarle algo y la muchacha hace una seña, cruza un dedo sobre su boca, intuyo que hay algo que viene sólo conocido por la chica, claro, si es parte integral del staff del enmascarado, Ariana tiene que saber cuál es el sitio adecuado, sólo por un segundo pienso en Lucrecia, qué demontres significa para equipararla contra el paladín del bien, los demás amigos, tanto muchachos como chicas, se han perdido entre la muchedumbre que ahora corea el nombre:
—¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!
La noche deja ver las estrellas, contrasta contra las luces de los enormes reflectores cuyos rayos de luz se mueven en la fachada del edificio del hotel; unos huéspedes se asoman por las ventanas, de inmediato una feroz rechifla los obliga a meterse y cerrar las ventanas, nadie más que el Santo puede dejarse ver desde ese edificio, por eso no deben sacar la cabeza haciendo que la gente suponga que el movimiento de la cortina y el trazo de un rostro fuera el aviso de que el luchador de mil batallas iría a aparecer.
Lo que siguió fue parte de un trazo que no logro armar con firmeza, la euforia de la gente de San Andrés fue menor a la de Ariana y mucho menor a la mía, que aún no estaba enterado de cómo iba aparecer el Santo, y mucho menos yo descubriría los sucesos que se dieron dentro de la caverna; las dos cosas: aparición y batalla cavernícola, porque una no se podría explicar sin la otra, y tampoco valuaba cómo mis cuatro máscaras sirvieron para dar un ejemplo de valentía; pero no quiero adelantarme, tendría que seguir con que…
Ariana y yo estábamos subidos en la rama de un árbol, la gente congestionando alrededor de la plaza de armas, la noche oscura ya, los reflectores se pasean por la fachada del edificio del Hotel Del Parque, en el mero centro de San Andrés, la gente lanza de gritos, hay calor, los insectos se conjugan en los haces de luz, por cualquier cosa la gente lanza aullidos, Ariana me toma de la mano y me hace una seña, ninguno de mis amigos está cerca o por lo menos no lo veo, tampoco a Lucrecia y ni falta me hace.
Desde mi posición veo la uniformidad de los sombreros de palma, las torres de la iglesia, la plaza de armas ondulada hasta los bordes, la puerta del hotel cerrada a piedra y lodo, la gente tratando de entrar.
De improviso, igual que premonición divina, el rumor sube, levanto la vista hacia el cielo y ahí está el platear de la máscara, la refulgencia de la capa que envuelve su cuerpo, las luces de San Andrés se han apagado y sólo las dos vías luminosas de los reflectores alumbran, se centran en la figura de él, que aparece en el filo de la azotea del hotel, la noche hace marco a su figura, el murmullo se empieza a convertir en grito, doble, triple, quíntuple:
—Santo, Santo, Santo…
Entonces el enmascarado levanta las manos, las extiende hacia el cielo, hacia lo más profundo del universo, la capa se abre como un tercer rayo de luz y ahí está, no se mueve, una imagen de plenilunio sobre el borde de la construcción, ondea la capa.
—¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!
El grito se convierte en rugido, muchas de las mujeres se hincan y lloran, los hombres se han quitado el sombrero, marcan cruces en el pecho, yo siento las mejillas mojadas, Ariana me aprieta la mano, los minutos se hunden en mi tiempo, que no corre hasta que así como los gritos se tornaron en aullidos, ahora un silencio abrumante empieza a envolver tanto la plaza como las calles adyacentes, se extiende por el pueblo, una paz envuelve a la noche y el Santo está inmóvil, las luces de su vestimenta y capucha brillan más que nunca, así está segundos, minutos, horas, quién puede medir el tiempo con la figura de él deteniéndolo, y de pronto, como si el altísimo hubiera soplado a las velas de su cumpleaños, se apaga todo, los reflectores se oscurecen, el oh de la gente se hace intenso y segundos después, cuando los reflectores se han prendido de nuevo, ya no hay nadie en la azotea, sólo el cielo y el vacío que desquicia a la multitud que de nuevo grita sabedora de que el tiempo se ha terminado y se va retirando, deshilada y murmurosa, por las calles del pueblo.
No sé el tiempo que pasó antes de bajarme del árbol, pero aún había gente en la plaza, estoy seguro de que se negaba a dejar los límites de la magia, Ariana, de mi mano, me iba arrastrando, caminamos, supongo, un par de calles y me dijo que era el momento de expresar nuestra alegría sin que Él se me fuera de la mente:
—La devoción no es enemiga de la diversión, al contrario —entornó los ojos.
La bolsa con las cuatro capuchas se calentaba en mis manos, ¿dónde estaría ahora el enmascarado?, ¿qué comentario le producirá la adoración de la gente?
—Él debe estar acostumbrado —dijo Ariana como adivinando mis preguntas, al tiempo de entrar a un sitio que parecía un restaurante, ella no se detuvo, siguió caminando y al fondo, disimulado por un cortinaje oscuro, penetramos a otro espacio mucho más amplio.
De inmediato una escalera cuya altura me permitió mirar el salón amplio, una gruta transformada en bailadero, la música no escuchada antes como si algo la retuviera sólo en ese lugar, un grupo de personas baila con desmayo, sus movimientos contrastan con los de mis amigos, es notable ver al Kukú retorcerse, Gustavo y Panchito, echando tipo en los pasos, hacen parejas con Silvia y la otra, ¿Roberta, Romelia?, y al fondo, sola aunque marcando algún movimiento que me pareció el de un alga en el fondo de la laguna, veo a Lucrecia.
Ariana no me suelta, no permite que me dirija hacia la reina ausente, fugada, omnipresente y soñada, quiero separarme de la mano de la que me lleva como prisionero y ella no lo permite.
—No te olvides de Él y del mal que le ha causado a los que aseguran que su misión es perversa —escucho y de nuevo regresa la figura del campeón, del señor del cielo, del Santo que con las manos levantadas y el brillar de su atuendo buscó el perfil de la noche desde la altura del hotel convertido en santuario.
El Kukú al aparecer se ha olvidado de hacer ejercicios y le hace señas a alguien a quien no pudo ver por el desnivel del sitio, Pancho y Gustavo bailan y beben de unos inmensos botes, de vez en cuando invitan a sus parejas a compartir el trago, Lucrecia ha vuelto a desaparecer, y yo asido a una mano que va sin rumbo definido, zigzaguea, retrocede, como si mi guía fuera buscando algo o quizá tratando de marearme dentro de la caverna falsa, ahora nos hemos detenido en la mitad de la sala, yo no bailo por más que Ariana me estimule, se ondule frente a mí invitando a seguir su ritmo que parece provenir de una mujer sensual distinta a la que he tenido al lado durante el día, no siento a la gente, algo me oprime el pecho, la intuición me dice que esto puede ser otra trampa, el enmascarado nunca se fía de nadie…
… de un tirón me desprendo de la garra que ahora se siente fría, camino hacia mis amigos, ellos se ven diferentes a los demás, como si una luz les alumbrara el rostro,
… de la bolsa saco las máscaras del Santo, las reparto, mis cuates, sin decir una palabra al parecer han entendido el mensaje, se ponen las capuchas, los veo antes de colocarme la mía y con una seña indicarles que me sigan, siento que una capa plateada se me enrosca en el cuerpo, huelo mi sudor que es de un luchador en medio de la batalla en el ring iluminado por faroles tan potentes como reflectores buscando figuras en el cielo o aviones enemigos.
Encabezo la marcha hacia el estrado donde una orquestina de hombres muy pálidos toca una especie de música desafinada con la que se ameniza un baile que ya no distingo,
… Lucrecia flota y se va acercando a mí, unta su cuerpo al mío, despide un olor mezcla de incienso, chaya y pachuli, veo su rostro y de la dulzura soberbia aparece el de una vampiresa de cabello estirado, de tez blanca, de marcadas arrugas en las comisuras de los labios, la rechazo antes de verle los colmillos y escuchar un silbido ronco.
De un brinco subo al estrado, también lo hacen mis amigos, que todos son, somos, un mismo luchador, vemos la extensión de la caverna rocosa, la gente como siguiendo un patrón establecido lleva sus manos a la cabeza y se deshacen del disfraz, no hay nadie que ahora oculte el rostro, se han quitado las máscaras, ellos son asesinos de mejillas cruzadas por cicatrices, zombis de piel traslúcida, hombres de dientes fieros y pelambrera en las facciones, robots de coraza de acero lanzando fuetazos de electricidad, los de la orquesta han desaparecido, el olor es de cuevas ardidas de guano, los cuatro estamos solos en el escenario, desde esa altura,
Panchito y Gustavo se colocan del lado izquierdo,
el Kukú y yo del contrario,
ya estamos en posición de combate, dispuestos a pelear hasta el final contra esa secreta sociedad de la ofensa.
De pronto, los representantes de la maldad se detienen, apenas se escucha el frotar de pies contra el suelo, el rumor sordo de la respiración agria, ellos hacen un círculo,
Ariana se coloca al centro, su vestido es negro como la oscuridad, otro su peinado, tiene un mechón de canas que contrasta con la juventud de su rostro, su risa es la perversión misma.
Lucrecia en actitud de vasallaje se inclina frente a ella.
Igual lo hacen Silvia y ¿Rotilia, Rosa?
—Mi nombre es Rosario, imbécil —grita la mujer y con ese aullido y la señal de Ariana se inicia el ataque,
Lucrecia va al frente de los vampiros, que sobrevuelan los espacios de la gruta,
Silvia se confunde con las arañas que trepan por las paredes, los muertos vivientes arrastrando las piernas caminan sin que nada los detenga, junto a ellos va:
—Rosario es mi nombre, humano infeliz —con nitidez sus palabras le ganan al sonido de la villanía
Mujeres de seis brazos, reptiles de fauces enormes, el gusano de la laguna, ahí está también el maldito gusano, todos muestran una ira diabólica, van tras los cuatro héroes que no se amilanan ante la desventaja numérica, ante el zafarrancho inminente y sobrepuesto a los chillidos y rugidos, creo escuchar un silbato similar a los usados en las arenas de lucha libre dando inicio a la tercera caída.
Kukú se tensa,
Panchito deja oír una voz que de chillona se ha hecho un eco sordo,
Gustavo lanza llamaradas por los ojos,
yo sonrío sabedor de nuestra fuerza,
la de nosotros, los enmascarados que combatiremos a mano limpia, que sólo los cobardes se valen de las armas.
Desde la altura del escenario, con las capas ondeando por un inexistente aire, hacemos una cabriola, cruzamos el espacio para lanzarnos al fragor de una batalla que durará quién sabe cuántas caídas sin límite de tiempo.