Quien diga que un solo acontecimiento tiene la capacidad para definir la dirección de la jornada, y que la juntura de varios es sólo un arreglo permitido por el tiempo, no sabe lo que dice.
Yo puedo asegurar que eso es una mentira, lo vine a descubrir al final de un domingo en que por la mañana, desde la salida de mi casa rumbo a la del abuelo, los presagios fueron marcados quizá por el insólito viento caliente, el silencio de mi papá o sus respuestas tajantes, las ganas que yo tenía de orinar pese a que antes de salir mi madre ordenara ir al baño para no dar espectáculos en la calle, esto, además de que ese domingo no nos acompañaran mis dos hermanas pues ellas, junto con mi mamá, nos alcanzarían más tarde.
La caminata bajo el sol y ese viento salido de nadie sabe dónde, hicieron que mi madre mostrara su molestia:
—Ay hijos, el bochorno me agobia.
Y decidiera manejar el auto y dejar que nosotros, mi padre y yo, camináramos los tres, cuatro kilómetros que separan la casa del abuelo y la nuestra.
Mi mamá sabía que a mi papá a veces le daba por mirar los partidos de beisbol en las canchas para aficionados y aprovechando la caminata se entretenía en ello, pero además, esa mañana de domingo, el hombre dijo tener ganas de estirar las piernas, de gozar el aire, tomar un poco de sol, pero sobre todo, echarse una platicadita:
—Con este muchacho que ya está cerca de ser un jovencito.
¿Qué de extraño tiene esto? Al parecer nada, pero en realidad había algo diferente: que mi madre se mostrara nerviosa, actitud contraria a su conocido estilo que mis tías calificaban con el rebuscado título de impertérrito; que mi padre hubiera expresado sus ganas de charlar y que durante el trayecto guardara tal silencio.
Pero ya dije, algo andaba sofocando el ánimo y no era que el asma me agrediera en esa ocasión, llevaba un par de semanas sin que la sibilancia se me metiera al cuerpo; lo de esa mañana era diferente al anuncio del ataque asmático, bien estaba enterado de sus primeras manifestaciones: la aceleración cardiaca, la falta de aire, el cansancio; ese domingo no había ni un ligero ruidito en el pecho, y por lo mismo estaba ausente el miedo que, contrario a mi silencio, echaba de alaridos en cada ocasión que el ataque iba en ascenso.
A los asmáticos se nos han desarrollado los sentidos; hay quien afirma que somos capaces de intuir algo que aún no se presenta y sin embargo ronda como abeja. Mi desazón aumentó conforme nos acercamos al parque beisbolero; a mí nunca me gustó ese juego, era a mi padre a quien le emocionaba, o por lo menos eso expresaba; dicen que en sus años de juventud lo practicó como segunda base, así que no fue extraño que llegáramos al estadio y, después de comprar un cono con trozos de piña y sandía y sentarnos en el graderío, a señas me alertara de una buena posible jugada, aunque se notaba que su atención estaba fuera del campo, en el cercano estacionamiento.
El juego llevaba ya mucho de iniciado; los gritos de la gente apoyaban a las novenas cuando mi padre comentó algo así como que lo importante sólo está al final:
—El meollo de todo siempre se halla en el remate de los acontecimientos —dijo como para él mismo.
En la pizarra se marcó el inicio de la última entrada.
—Es ahora, o se gana o se pierde —de nuevo escuché a mi padre, y también, puedo jurarlo, dijo:
—La novena entrada es la pieza de la vida, pone a cada quien en su sitio —esto sin dirigirse a mí, sino ya sin recato con los ojos puestos en el estacionamiento, a donde yo también miré, sobre todo porque mi viejo se sobresaltó al ver un auto azul, grande, que entraba.
¿Qué podría importar que un auto más entrara al estacionamiento de un campo frecuentado por vecinos y aficionados al beisbol, familias que dejan pasar la mañana comiendo bocadillos, tomando un poco de sol en ese tranquilo domingo, amigos que disfrutan de una cerveza fría?
En aquel momento, al parecer, no tendría importancia, pues los valores van surgiendo conforme se pesan, pero algo me alertó cuando mi padre dijo:
—Espérame un momento —y sin aclarar más se levantó, se fue rumbo a las escaleras, que bajó perdiéndose por unos instantes para reaparecer en el estacionamiento y dirigirse al auto azul detenido casi al límite del playón para automóviles.
Ahí iba, alta la figura, cabello entrecano, saco azul marino, la forma de caminar como encorvando el cuerpo.
Pese a su marcha rápida, algo lo hizo flotar, un rejuego mío quizá para ajustar su velocidad al peso de mi memoria, donde se metieron momentos junto a él: acariciarle la barba sin rasurar, hacerlo reír por mis preguntas:
—¿Yo también voy a tener esos pelos en la cara?
Él, con una sonrisa que no quería mostrar, me decía que sí.
—¿Yo también voy a ir a trabajar por las mañanas?
De nuevo él aceptaba.
—¿Vamos a comer contigo los domingos cuando yo tenga mis hijos?
Y olía su loción, lo miraba sentado en la cabecera de la mesa, bromear con mis hermanas que lo rodeaban dando de brincos, acostado en la cama con los brazos atrás de la cabeza mirando el techo como si algo le anduviera quitando el sueño, sus brazos estrechándome, sus regalos y malos humores, pero en especial, al ver su paso en cámara lenta, pude recordar sus silencios.
En ese momento la gente lanzó gritos de apoyo a uno de los equipos, mi padre entonces, como si los vítores lo propulsaran, recobró la velocidad de su tranco y las imágenes se me fueron rumbo a la segunda base.
Del coche azul salió una mujer alta y rubia, vestida de blanco, que abrazó a mi padre; él se apartó, giró el rostro hacia donde yo estaba.
Verlos no era difícil: eran un manchón en el estacionamiento casi vacío, pero quizá a la distancia no resultara igual de sencillo verme a mí confundido entre la gente.
Por supuesto, no podría decir de qué hablaban, pero ambos mostraban nerviosismo en el agitar de las manos; mi padre a veces se acercaba y en otras su separación de la mujer era ostensible.
Poco a poco ella sostuvo más tiempo la palabra; mi papá pasivo, con la cabeza agachada al parecer aceptó los argumentos como un hecho sin salida, se recargó en el auto y desde ahí, con el dedo, señaló a las tribunas, ¿a mí?
Luego quedaron inmóviles, ni un gesto mostraba que hablaran. La señora bajó la cabeza, de su bolso de mano sacó un pañuelo para pasarlo por sus ojos.
Hubo más gritos, había terminado la primera parte de la última entrada, tres auts y el encuentro acabaría, no faltaba mucho para que la gente abandonara el estadio; unos nervios parecidos al inicio de un ataque de asma se empezaron a meter en mis manos al pensar en quedarme solo entre tantas personas, pero ésa no era la razón de mi angustia, era otro el móvil, que mi padre estuviera lejos, no de mi persona, sino de algo que yo en ese momento pensé como ajeno a mi cariño. Veía a mi viejo distante, como si su entorno de vida hubiera quedado atrás y él fuera otra persona; inclusive me eran desconocidos sus movimientos, la forma de limpiarse el rostro, de qué manera tan eléctrica manejó las manos.
En contraste, la mujer pasó de altiva a mansa, con la cara hacia el suelo. Se abrazaron. La puerta abierta del auto daba un tono desolador a esa imagen en la sección semivacía del estacionamiento.
Un instante, dicen, es capaz de variar lo que pintaba como de una solidez eterna, y como en los juegos de beisbol, nada es eterno. Los gritos de la gente animando a sus equipos se hicieron parte de un malestar que amargó mi saliva; si en lugar de caminar hubiéramos ido en el auto de la familia, mi padre no hubiera hablado con esa señora, a mí no se me estuviera metiendo el miedo y ese jaloneo en el estómago, el inicio del asma que ya en su furor me deja tan débil, con el pecho que busca una brisa que nunca llega, y cuando el ampáyer cantó el tercer aut y la gente lanzó chiflidos y se dispuso a abandonar las gradas, sentí que la soledad se me iba a trepar en el alma más allá de los signos asmáticos.
No quise mirar hacia donde se encontraba mi padre, no deseaba ver la continuación de la escena del auto, entonces imaginé mi propia historia, agaché la cabeza, con los dedos hice rayas en el polvo del graderío, tampoco quise ver el estadio desolado, el sol pegó en mi cabeza, la brisa caliente era un aumento a un desguance que dentro de mí caminó con lentitud pero sin detenerse.
Sobre el piso dibujé la espalda de mi papá al alejarse todos los días rumbo a su oficina, el auto donde ese mismo señor subía, una mano fuera de la ventanilla diciendo hasta luego, a mis hermanas hacer gestos cariñosos, mi madre, en bata, con el brillar de las cremas en el rostro donde se refleja un gesto de gusto, una sonrisilla alegre, el viento fresco de la ciudad le revolvía un tanto los cabellos y a mí, después de untar con mi cuerpo su falda, me entraban una ganas irresistibles de correr en el patio de atrás, perseguir a las ardillas, subirme a los nísperos, beber agua del aljibe y tirarme a sentir el olor de pasto machacado sin importar el camino de las hormigas rojas que infatigables navegaban en sus senderos empujadas por desiguales velas de hojas verdes.
Por más que intentaba dibujar esas escenas, algo de todo eso se estaba rompiendo en el piso del graderío, yo no quería mirar la posible soledad del estadio y por eso, para combatir un miedo parecido al que me entra con el asma, traté de dibujar un árbol en medio de una casa rectangular de patio interior, traté de repetir el rostro de una mujer de cabello negro, a un hombre cargando un portafolios, pero me salían torcidas rayas que se extendieron a los siguientes lugares donde hincado pintaba en el suelo, con los ojos metidos en mis dedos porque no quería levantar el rostro, lo que finalmente hice cuando escuché la voz de mi padre al tiempo que su mano, como un suspiro, se posó en mi hombro.
No hubo necesidad de indicarme nada, al ver la orilla de su pantalón me levanté, fui tras él sin atreverme a mirar hacia el estacionamiento. Tampoco hubo preguntas sobre el resultado del juego, mi padre acarició mis cabellos y me abrazó.
Con cierta lentitud cómplice, seguimos la ruta, nos faltarían unas seis calles para llegar a casa del abuelo cuando de pronto mi padre se detuvo, se puso en cuclillas, hizo que levantara mi cara para verlo, sus ojos estaban muy tristes, como aguados, me dijo:
—A veces hay asuntos que son más fuertes que uno mismo —tomó aire y siguió—. Cuando tengas mi edad vas a comprender mis palabras —de nuevo una pausa—. Salvo empate, en la novena entrada se acaba el juego.
Luego me tomó de la mano y seguimos caminando.
No le pregunté por la señora rubia ni él me dijo la razón de su presencia en el estacionamiento antes que se acabara el juego de beisbol. En silencio, pero siempre tomado de su mano, llegamos a casa de mi abuelo. Lo vimos desde antes porque estaba parado en lo alto de la escalinata que da a la calle. Yo tenía ganas de ver primero a mi madre, pero era el abuelo quien, dando palmas para llamar nuestra atención, nos saludó.
—Apúrate —su voz era débil, quizá ya afectada por los males cardiacos no descubiertos aún—. Apúrate, que hay una sorpresa.
No me quise separar de la mano de mi papá, el auto azul y una sensación de vacío en el estómago me obligaban a no soltar al hombre, que desde su altura me miró preguntando con los ojos y el gesto cuál sería la sorpresa.
Quise correr a buscarla, pero para eso tendría que soltar su mano y entonces lo urgí a que los dos avanzáramos rápido; por primer vez vi que mi papá corriera, lo hizo sin mucha velocidad, al parejo mío pero fingiendo dar largas zancadas, subimos las escaleras blancas, mi abuelo diciéndome mi chulo, como sólo él me decía, me besó antes de pedirme cerrara lo ojos.
Va a aparecer una mujer rubia, un auto azul, voy a ver a mi padre alejándose, a mi mamá prisionera tras unos biombos, mis hermanas llorando y no quise soltar la mano de mi papá por más que el abuelo insistía en ser mi acompañante al interior de su casa.
En la calle vi el auto familiar, por lo tanto ya estarían mis hermanas y por supuesto que mi mamá, entonces, ¿por qué no aparece?
¿Y dónde está mi abuela que junto con su esposo cada domingo espera nuestra llegada desde lo alto de la escalera?
¿Por qué está solo mi abuelo?
Entramos al estudio del anciano, a un lado del librero mayor vi un enorme envoltorio con un moño rojo.
—Esto es para ti.
—¿Para mí? —estoy seguro que dije viendo al anciano y regresando la mirada a mi padre, quien insistió en que le soltara la mano, yo no quise.
¿Qué era eso envuelto en papel de regalo?
Mi papá me obligó a zafar mi mano de la suya, delgada, de uñas muy cuidadas; algo me explotó en la garganta y sin poder aguantar las lágrimas, le dije:
—Papá, no te vayas.
—No, aquí estoy contigo, tu abuelito quiere que abras tu regalo.
La bicicleta plateada con adornos rojos apareció bajo las rasgaduras del papel, uh, cuántas veces insistí en que me compraran una bici, todos tienen, a mi me gusta andar en bicicleta, abuelito, dile a mi papá que me compre una, a mis hermanas sí les regalan todo, y la bici no llegaba hasta ese domingo, cerca de la hora de la comida, en que mi abuelo destapó el regalo y yo de momento no supe qué hacer con lo que tanto esperaba, si sacarla a la calle y tratar de subirme a ella sin tener el menor conocimiento de cómo hacerlo, o mostrarla a mis hermanas y madre que para entonces, cómplices del juego, ya se encontraban presentes, si revisar cada una de las partes del aparato, sacarle un brillo mayor al que los objetos tienen cuando están nuevos, y la familia testigo de mi felicidad compartida, mi abuelo, tan seco, tan carente de expresiones cariñosas con todos menos conmigo y mis hermanas, no dejó de reírse, mi padre de acariciar mis cabellos, mis hermanas ya preguntando si después les comprarían a ellas, mi abuela pegadita a su esposo y mi madre, como si quisiera suplirme, tomó la mano de mi papá y los dos se miraron, nada más se miraron.
Los giros que dan los acontecimientos en un mismo día tienen tantas variantes como los suspiros, ahora ando de un sentimiento a otro, la desazón iniciada en el parque beisbolero se ha trocado por un gusto enorme de tener la bicicleta a mi lado, mi bicicleta, sólo mía, la figura de la mujer del auto azul se está deshaciendo entre las delgadas llantas de la bici, de aquel regalo de mi abuelo, quien dijo que era el momento de empezar el aprendizaje:
—Las bicicletas son para que rueden, no para verlas en un rincón.
El pecho me late de una manera diferente al asomo del asma, de una forma distinta a como me palpitó al ver a la mujer escuchando las palabras de mi padre, ahora los pálpitos son de gusto, le pido a mi abuelo me enseñe de qué manera manejar la bici.
—Que te diga tu papá —contestó, pero es él quien se apresta a enseñarme y no su hijo, mi padre.
Mi padre está de nuevo lejos; debe haber evaluado mis miradas pero nada dice, con lentitud sube la escalera blanca y desde lo alto mira cómo su padre, mi abuelo, con esfuerzo y toses camina a mi lado sosteniendo mi equilibrio, los gritos de mis hermanas, los suspiros de mi abuela, la risa de mi madre; entre esos ruidos se oye la voz de mi papá:
—El final llega en la novena entrada, no antes —no sé si eso fue real o creí escucharlo; yo estaba atento a seguir las instrucciones del abuelo, quien lanzando toses iba a mi lado mientras yo pedaleaba con furia, o por lo menos eso suponía.
—Por hoy está bien —dijo el abuelo; yo lo acepté, al pisar el suelo de nuevo regresó el recuerdo de la mujer del auto azul.
Con la bicicleta a un lado entramos a casa, entre todos la subimos por la escalera y entonces fuimos a la mesa.
—Dios mío —dijo mi abuela—, por andar con la novedad ya nos estábamos olvidando de comer.
Con la bicicleta dentro del comedor, porque no quise separarme de ella ni un solo instante, la comida se dio con la novedad del regalo como punto señero.
Mi abuelo en la cabecera escuchando, mi madre con la batuta de la palabra, papá busca en mis ojos una como sociedad de algo que no quiero adivinar porque la pura suposición es dolorosa; mis hermanas juegan con la abuela, ella intenta aumentar el volumen en sus platos de comida.
—El regalo se lo llevan sobre el techo del auto, le avisé al jardinero que viniera a las cuatro para que la amarre —dijo mi abuelo, lo que yo escuché entre los destellos de un auto azul detenido en un campo de béisbol, y de esa figura fuera saliendo mis palabras:
—Que no se vaya a raspar, abuelito.
El anciano tras los lentes hace chispear los ojos y mi papá, como si en algún punto estuviera conectado con mis pensamientos, calla sin opinar sobre lo aceptable o no del traslado de la bicicleta.
La novena entrada, salvo excepciones, es el final, no se sabe a qué hora puede suceder porque los juegos lo mismo se escenifican en la mañana, en la noche o a media tarde, un jueves o un domingo, como ahora, es decir, se sabe el final por el número de entradas, pero no en relación al tiempo, ni a la fecha, esto lo conoce cualquier novato en temas beisboleros, y en ese momento yo también, sin ser experto, lo sabía: el final andaba ya muy cerca cuando nos fuimos a la sala a esperar que llegara el jardinero y atara la bici al toldo del automóvil.
Mi madre, con esa delicadeza que acostumbra, tocó el piano, se fue adentrando en un conjunto de melodías tristes, no aptas para el baile que mis hermanas, como muñecas mal manejadas, escenificaban en esa misma sala de la casa de mis abuelos: habitación llena de objetos oscuros, de cuadros de hombres y mujeres pensativos, un tapiz con unas aldeanas tejiendo; mis hermanas brincan a destiempo de la música que mi madre ejecuta, y a mí se me fue olvidando la bicicleta, mi padre se borra del cuadro y reaparece trepado en un auto azul que muy lento cruza un campo beisbolero, la música se va diluyendo entre los gritos de los fanáticos, mis hermanas son princesas ondulando sus vestidos en un castillo lejano, construido sobre una loma donde un hombre lanza pelotas y bicicletas y cabellos rubios y disfraces y pulmones jalando aire y señores dando la espalda al escenario y señoras de cabello oscuro tocando arpas y violines.
Entonces, así como se fue yendo, de nuevo regresó todo lo de mi alrededor, desde el olor de la habitación hasta los rostros en las pinturas, desde el zumbido de un insecto el batir de los árboles del patio, la tarde asoleada y ese aire caliente que en la sala parecía amansado, la voz y los juegos de mis hermanas renacen haciendo sonreír a mis abuelos que están sentados cerca, muy pegados uno al otro como si fueran una misma figura.
Mi padre se acercó al piano, clavó su vista en mí y después en el cuerpo de mi madre, le acarició los dedos que trastocaron levemente la melodía y de inmediato siguieron el ritmo sobre las teclas.
Mi padre bajó la cabeza para besar el borde de los labios de mi madre…
… la escena la recuerdo enmarcada desde mi posición hacia la altura…
… veo los dos rostros juntarse, más arriba las vigas rojizas del techo sosteniendo los tabiques de la construcción vieja, después el hombre giró hacia mí y con los ojos algo me dijo y con ello me hizo arder las tripas.
Mis hermanas lanzaban carcajadas.
Mis abuelos estaban tomados de las manos.
Mi padre bajó la vista y de nuevo pude mirar sus ojos, su rostro era diferente, como si recordara de pronto quiénes eran ella y él, ¿cuál ella, la del auto azul o mi madre sentada frente al piano?
Mi padre alzó la vista como si la música lo hubiera sacado de un instante oscuro, de una vida en giros como de pelota beisbolera y las notas aladas idas por la sala fueran colocando al hombre en un sitio diferente que era el mismo donde ahora estábamos todos.
Sin dejar de acariciar a mi madre, con suavidad me jaló a su lado.
—Mañana, cuando regreses de la escuela, te voy a estar esperando para enseñarte a manejar la bicicleta…
Acercó su boca a mi oído, sentí lo rasposo de su barba que no era visible, el olor de su loción, después el susurro se hizo casi aliento pero escuché claramente su voz:
—Ya terminó la novena entrada hijo, hay que festejar la victoria.
—Sí, papá…
… muy quedo, muy quedo le dije, y me abracé a sus piernas mientras él, a su vez, acariciaba a mi madre, que sin detenerse en el piano interpretaba melodías alegres, quizá para que mis hermanas acompasaran su baile.