Mentira decir que a cada paso de mi vida he pensado en ti, pero negar que de vez en cuando, por alguna razón que no alcanzo a medir, afloras, también sería meterle ganchos a la verdad; no llevo una bitácora para marcar la razón de tu presencia, aún no sé, ni quiero conocer el detonante que te hace surgir: quizá un olor, una nota de bolero, un retumbe de estrellas, una voz, un silencio, pero tampoco de eso estoy seguro.
Se podría dar el caso de que tu recuerdo se plantara frente a mí al ver los cambios en la plaza Santa Engracia, las casas nuevas, el jardín con juegos infantiles donde antes era un solar lleno de arena, pero entonces mi recuerdo se ajustaría al hecho de regresar a esa plaza y tampoco es frecuente que yo llegue a Santa Engracia y aún así a tu figura la he visto en viajes lejanos, en corridas de toros, en la soledad de los hoteles, en bares ruidosos, pero, confieso, tampoco ha sido de manera regular, llegas de improviso, sin ningún detonante, de la misma manera que te conocí en aquella noche que quizá, más bien estoy seguro, no recordarías aun teniendo la posibilidad de preguntártelo.
Quien sugirió ir a Casa Lola es lo de menos, porque bien pudo haber sido Chito, o Marcelo, o cualquier otro del grupo de muchachos que a diario nos juntábamos en la calle Sauce, quizá fuera Sánchez o Demetrio, en fin, que para hablar de ti no se requiere el nombre del que ideó la visita al burdel, quien fuera estaba seguro de que su propuesta iba a ser más que aplaudida por unos muchachos a los que el ejercicio bajo el sol era incapaz de quitarles las terribles ganas de meterse con una mujer que no anduviera con los remilgos de las sirvientas de charla nula, de olores necios, evasivas aun en el momento mismo de aceptar y jadear por el encuentro.
Alguno de los amigos fue el insistente: al fin que sólo vamos a ver y por ver nada cuesta, dijo, y claro, hay tiempos en que uno se engaña creyendo que al observar la vida nada se invierte; eso también es mentira, nada es gratuito, la simple mirada tiene un costo.
Nada se pierde sólo por ver en el burdel de la plaza de Santa Engracia, y ahí estábamos, justo frente a la entrada, tomando aliento y valor para la primera visita.
Antes, desde lejos mirábamos esos sitios sabiendo que todos andábamos con una mezcla de miedo y ganas; las mujeres se dejaban ver cuando al mediodía salían a la compra, pero la inminencia de su cercanía era muy diferente, tanto que ninguno aceptaba ser mirón y no actor.
Y te digo que era diferente porque la sensación calaba al hallarnos con dinero en la bolsa, frente al congal sin letrero ninguno, con la posibilidad de entrar, como lo hicimos, de oler, como fue, empapados de aromas transitar el pasillo recién lavado, el que vivimos en aquella tarde que iba apenas dejando la ciudad, las luces opacas en lo cascaroso de la pared, en las sombras de los árboles y una señora, gorda, de pelo rizado:
—Pasen jovencitos, están en su casa.
Todo eso, de tan repetido, nunca te lo conté.
Intuía que era una película por ti muchas veces vista, pero se me quedó como pieza de música solitaria sabiendo que lo común para mí era ajeno en el momento en que llegamos al patio central de la casa, con un árbol rodeado de un murete de concreto y más allá la barra larga, la luz de la sala de baile donde no estabas tú pero sí unas mujeres de vestidos apretados, de risas talladas en el exceso de pintura, las mismas señoras que apenas levantaron la vista para ver a unos muchachos que fingiendo prestancia entraban al salón de Casa Lola, uno de los cinco o seis burdeles de Santa Engracia, muy cerca de la plaza de armas, de la iglesia, lejos de mi barrio, de donde habíamos llegado en microbús y caminando dos calles a donde estábamos sentados esperando que alguien, quizá Demetrio por ser el mayor, pidiera cervezas para todos.
¿Qué podría importar si escucharas esto, que es una copia de lo que tantos muchachitos han pasado antes de empezar a dibujar el burdel con ojos expertos?
Nada, no habría algo que te causara sorpresa: los chicos reunidos como dándose valor por la cercanía, la mirada de alguno fingiendo soberbia, nada te iba a causar sorpresa, ni siquiera lo que sentí al verte entrar al salón de baile porque a los novatos se les mete un como revolvedero de tripas antes de acercarse a una mujer, y más si tiene el cuerpo que lucías esa noche: ibas charlando con otra señora atrás de los hombres de la orquesta que irían a tomar su lugar en el estrado; de reojo debes haber visto no a mí sino a la posibilidad de ganar algo de dinero a horas en que el sitio casi no tiene parroquianos, pero también, lo supe conforme estuve a tu lado, podría decirte que reconociendo al futuro cliente, tu intuición te dijo que los buenos ingresos no se juntan con un grupo de muchachitos a toda vista aprendices.
Cuando regresas a mi pensamiento, la tarde en que te conocí se limita a hechos por demás trillados pero sirve para centrarme en los dos caminos a que mi decisión se tuvo que enfrentar semanas después.
Por lo tanto, dejemos de lado los olores, que me resultaron únicos, mi sorpresa de ver de cerca a las mujeres, mirarle las piernas sin medias, los escotes encendidos.
Contigo quiero ir por partes. Regresemos a aquella casi noche: nos paramos a bailar aceptando que mi timidez era parte de mi incapacidad bailadora, pero que si no quería quedarme con cara de circunstancia solo en la mesa, debía invitar a una de las mujeres a bailar. La música tronó en el salón y un anunciador nos dio la bienvenida a este su centro nocturno, Casa Lola.
Describir tu rostro y tu figura es tanto como repasar con mis ojos lo que a cada minuto hacías en el espejo de tu cuarto o en los de la sala de baile, pero al recorrer tu cara y cuerpo de alguna manera le doy pautas al momento, a lo que sentí en el estómago cuando caminé hacia ti para verte de cerca:
… morena, de cabellos crenchos, de piel muy fina, quizá unos cinco o seis años mayor que yo, quién lo sabe, quién puede calcular la edad si a una mujer se le está mirando con ojos sin horas, con pupilas echando hervores, y sin hacer lo que los demás yo te pedí la pieza, lo sé, después me lo dirías: te gustó que yo hablara sin rudeza, pidiera bailaras conmigo en lugar de sólo extender la mano como si se le hiciera un favor a la muchacha.
Reconozco que nunca he sido un buen bailarín, al contrario de muchos de mis amigos que presumen de serlo, a mí me da vergüenza mover el cuerpo, lucirme en la pista, me siento ridículo haciendo visajes que no corresponden, para ser un lucido bailador se debe soltar el cuerpo, sentir la música, es como dejarse ir en la vida, dijiste muchas veces, y yo bailaba contigo sólo para darte gusto, para sentir que tú tenías la fuerza capaz de sobreponer mis timideces, no sé si comprendieras eso o si en realidad ni importancia le dieras cuando esa primera vez no llegamos a nada más y días más tarde regresara solo y te buscara y sin muchas palabras aceptara jugar cartas sobre la cama, esperara a que te bañaras, hiciera el amor con una naturalidad que me llenó de goce, y después aburrirme de celos mientras bailabas en el salón y entre tanda y tanda, cuando doña Lola se descuidaba, me fueras a visitar a tu cuarto, que ocupaba mientras no tuvieras clientes.
Pero eso fue después, semanas más tarde de aquella visita en la que aún no sabía de las decisiones que se tomarían en mi casa y de la batalla que se dio teniendo la información y tú sin saberla.
Quizá ahora entiendas que la gente no puede saberlo todo, anda queriendo levantar las antenas, aparentando ser de una manera que no es, perdida en desgastes que la pinten desigual, como yo al bailar contigo y encenderme por el olor de tu cuerpo, lo duro de tus pechos, lo suavecito de tus nalgas que toqué sin que te enojaras.
—Listo el muchachito, ¿eh? —suenan tus palabras y ahí fue cuando más se pegó tu cuerpo, sentí que eras lo que buscaba y mis camaradas, tercos, torpes, jugaban a molestar a las mujeres, bebían sin cesar, y tú, cerrando los ojos, con voz delgada me dijiste:
—¿Tú no eres como tus amigos?
¿Qué contar frente a ti que sin saber la razón por la que has llegado penetras como un olor que de pronto se reconoce sin saber de dónde proviene?
¿Tiene algún caso recordar paso a paso nuestra relación?
No sé si te agradaría y no me refiero al saber de mí, sino de poner frente a tu recuerdo aquel año en que se dieron cambios tan grandes, más para ti que para mí.
Yo estaba en pañales, así me lo dijiste tantas veces: a mi edad tú ya te habías ido de tu casa; yo no te dije que aún seguía colgado de mis abuelos, de los viajes de mi padre, de las andanzas políticas de mi tío, de la escuela, de los estudios en el universitario y menos del plan orquestado por mis familiares porque eso yo tampoco lo sabía.
Aseguraste que si era colegial, como casi todos los muchachos que asistían a Casa Lola, tarde que temprano me tendría que ir al extranjero o una ciudad más grande, quizá al mar del que después hablaríamos tú y yo, los dos emocionados sin haberlo visto:
—El océano está a unas cinco horas de camino, es inmenso y azul —decías que eso te lo platicaron los hombres que de allá llegaban.
Yo contaba que mi abuelo era costero, nacido junto al golfo del sur, que él prometió llevarme cuando entrara a la licenciatura.
Tú callabas mirándome como si con esas palabras te diera la razón que yo era de los muchos que no se iban a quedar en el pueblo.
¿Y quién es el que en un lugar se queda para siempre? Ni siquiera tú te hubieras encerrado en Casa Lola, ni siquiera tú que ahí eras la reina, por lo menos para mí lo eras, eso nunca se lo dije a ninguno de los muchachos por temor a su crítica; está bien una aventura con alguna de esas mujeres, pero que te hubieras colado hasta tan adentro, sería motivo de chismes que seguro le iban a llegar a mi madre, espantada, puntillosa en cuidar las formas en el pueblo; eso era una de las muchas razones por las cuales te iba a ver sin acompañamiento, así lo decidí desde aquella vez en que bailamos, sólo bailamos porque yo no tenía dinero para estar a solas contigo, y tú y yo, ¿lo recordarás ahora?, nos sentamos, bebimos poco sin que nos molestara nadie porque la clientela era rala y la dueña, doña Lola, dijiste más tarde:
—A güevito tiene que aceptar que las muchachas nos divirtamos sin escandaleras, ¿eh?
Los reinados no se ganan por simple herencia, se tienen que conquistar con las armas en la mano, hacer valer la condición de soberana y tú así lo hiciste al momento de sentir tu cuerpo al bailar y lo reafirmaste el tiempo que estuvimos juntos.
¿Lo puedo decir así? ¿Estuvimos juntos? O fue sólo la diversión de una muchacha con mucho oficio y un jovencito que se enredó en los conocimientos que le diste: sabiduría cariñosa, ir diciendo de qué manera besar, cómo mover el cuerpo, en qué momento detenerse, cómo lamer los muslos, en qué posición colocar a la mujer, a ti, para que ella, tú, sintiera lo que tantas ganas tenía de dar, de regalar; esa sensación que se iba conmigo y me llenaba las mañanas y tardes, que se iba revelando conforme el microbús me acercaba hacia ti, que sin esperarme o esperándome, no lo sé, nunca lo he sabido, no lo supe, estabas, olorosa a comida, en la cama, tú sin afeites como noche sin luna, y así me recibías, faltando horas para que iniciara tu trabajo en el ruidoso salón de Casa Lola.
Por las tardes, la mujer de la entrada, con el negocio aún sin abrir, me permitía el paso porque yo, según escuché por ahí, ya era el «viejo» tuyo; tu «viejo», como en el argot se decía cuando alguien estaba en escalón diferente al de simple cliente.
Ya era tu «viejo», un viejo casi niño que por las noches al regresar a casa me tallaba con ramas de pino para no oler a tu perfume…
… un niño viejo que se acostaba pensando en la tarde del día siguiente y en los celos de saber que estabas con los clientes y yo sin tener dinero para pagar toda la noche y la otra y la otra y así te quedaras en la cama conmigo: maestra que sabe de qué manera hacer que su alumno aprenda el tono de la palabra, la salinidad del beso, la enredadera del abrazo, la forzada posición del jineteo, la tremolina que armabas antes del final; a veces te cubrías la boca con un pañuelo desechable para que tus gritos no se escucharan hasta el árbol de la mitad del patio.
—Que bello es el acabar —decías, y yo queriendo que ese fin fuera de nuevo el principio de la tarde en que jugábamos cartas españolas, nos divertíamos brincando con los aros de hula hula, en los días calurosos bebíamos un poco de cerveza, no mucha porque tú abominabas a los borrachos y tu «viejo», yo, tampoco tomaba más allá de un par, por supuesto, no quería beber, eso estaba fuera de mi pensamiento, pero a veces bebía, lo sabes, cuando me dejabas horas en tu cuarto.
Por supuesto que hubo otra clase de noches, las malas, en que te entretenías de más con un cliente, como aquella en que, ¿te podrías acordar de eso?, me dijiste que mejor me fuera a casa porque te ibas a tardar mucho con este señor de Parataxín, y tus ojos andaban en planetas extraños, una mirada que nunca te había visto.
Las esperas son desagradables, permiten la suposición de asuntos que quizá no tengan justificación, y en el caso del hombre de Parataxín sí lo había.
Fue la primera en que te sentí ajena, estaba seguro de tu nerviosismo, de tu inconformidad al verme, agria de que yo llegara esa tarde y así, rabiosa, hiciste el amor conmigo, con ganas de quitarme los alientos, dejarme rendido, y sin dejarme siquiera hablar repetiste las lecciones con un calor que yo sentía terminante.
Alguna vez lo volvería a sentir así, no contigo, sino con una mujer joven, de pechos duros, que buscaba más mi ausencia que mi presencia, extraños modos de dar para quitar, ¿no lo crees?
Pero eso ahora no importa, regreso hacia tu recuerdo en aquella ocasión en que contra de mi costumbre no me fui ni te esperé en tu cuarto: ya me habías dicho que esa noche pintaba para larga y mejor me fuera con mi familia.
—Ya mañana las nubes van a desaparecer —al decirlo tu mano acarició el perfil de mi nariz.
Y no me fui, fingí hacerlo, salí de Casa Lola para masticarme el tiempo, caminé hasta la plaza de armas mirando el reloj de la catedral, bebí un refresco de jobo y pasada una hora regresé sabiendo que estarías con el hombre en el cuarto, los hombres van a disfrutar al burdel y tú eras parte de ese gozo y yo un cacho de ira que no pude controlar.
Ya dentro, abajo del árbol del jardincillo, empecé a gritar tu nombre, a golpear la puerta de tu cuarto, a exigir que salieras, que el maldito ese supiera que yo era tu «viejo».
El escándalo se hizo parte del lugar, me zafé de los que me trataban de calmar, no hice caso de las amenazas, una y otra vez me solté de los brazos que intentaban echarme, eso no lo pudiste ver, la puerta del cuarto seguía cerrada y en Casa Lola los comentarios de las mujeres festinaron en grande la escandalera, que subió de tono cuando el hombre de Parataxín, medio vestido y con una pistola en la mano, salió en busca del barbaján, y yo en la calle fui protegido por un taxista quien a fuerza me subió a su auto, me llevó a casa sin cobrar el servicio diciendo que después contigo arreglaría el pago.
Es cierto, tres o cuatro tardes después, al verme abriste los ojos preguntando por el milagro de mi regreso, creías que me había ido a la playa con mi abuelo el abogado, no hiciste mención del problema como si el individuo de Parataxín hubiera sido una pesadilla, yo tampoco dije nada porque en el pecho ya cargaba la angustia de saber los planes que se gestaban en la alcaldía o durante las pláticas del abuelo junto con mi padre el médico y mi tío el político, en aquel momento nuevo presidente municipal, esto nunca te lo dije, qué ganaba con presumir, al contrario, pudiera ser una molestia, algo que pareciese jactancia o forma de presión.
Aquella vez, mientras te desvestías, no dije lo que noches antes sucediera al escuchar la plática de mis familiares: mi padre y mi abuelo hablando de lo fundamental de un buen golpe que hiciera subir los bonos políticos de mi tío. En ese momento no entendí lo que después con pánico descubriría.
Ellos en la terraza y yo en el antecomedor, sus voces nítidas a las que primero no les di importancia, su charla me interesó al escuchar la palabra clausura, y una más: burdeles, y otras como: la zona de Santa Engracia, limpieza del área, reordenamiento urbano, y de nuevo lo de burdeles y prostitutas; con los ojos bien abiertos también pelé los oídos, ¿mis familiares sabrían algo de mi relación contigo?
¿De qué manera contarte la expresión de mi abuelo, que con su tono de magistrado hablaba de leyes aplicables, la noche que después del pleito regresé a Casa Lola?
¿Cómo decirte que mi padre señalaba estadísticas, hablaba de salud pública, de la diferencia entre pueblos y ciudades y mi tío repetía sus promesas de campaña?
Entendí que el operativo que discutían no se trataba de mí, se encaminaba a la clausura de los burdeles y uno de ellos era donde brillabas como hada.
Quise salir corriendo para darte la noticia, alertarte y que tuvieras forma de escape antes del cierre, pero hice algún ruido y ellos me vieron, cruzaron miraditas supuestamente inteligentes y mi abuelo, con voz grave, me llamó, me sentaron y entre los tres me batieron a preguntas sobre lo que había oído.
Mi padre dijo que la familia era núcleo indestructible, y yo pensando si alguien les había enterado de nuestra relación, de tus enseñanzas, de la bronca con el hombre del pueblo de Parataxín, de que casi todas las tardes me la pasaba metido contigo en Casa Lola.
Entonces mi tío, con esa voz que utilizaba para hacer sentir su presencia en los mítines, me dijo que el destino de la familia era el de cada uno de sus miembros; que si cometía el error de contarle a alguien, a quien fuera, del plan para clausurar los burdeles de Santa Engracia, los lenones escaparían.
Mi abuelo recalcó que lenones eran individuos sin honor que manejan las casas de prostitución; si ellos, los vendedores de droga y demás fauna perversa se enteraban del plan, promoverían un juicio de amparo y no iba a haber forma de desalojarlos de ese lugar tan cerca de la presidencia municipal, la iglesia, el casino social, junto a las casas de la gente honorable. ¿Cómo decirte de todo ese complot del que sin querer acabé siendo testigo?
—En tus manos —dijo mi padre— tienes el destino de la ciudad, podríamos hacer que no salieras de casa pero eso es inútil si no tienes la convicción familiar y la calidad como futuro ciudadano consciente de su silencio.
Imagínate cómo me sentía cuando me hicieron jurar que a nadie, ni siquiera a mi madre o a mi tía, les iba a decir un secreto que a partir de ese momento era de cuatro hasta el momento que se ejercitara la acción penal.
—Es decir —ratificó mi abuelo el jurista—, hasta que la ley desaloje a esos malandrines de una zona que es el corazón de nuestra ciudad.
Varias veces me repitió una pregunta:
—¿Has entendido, has entendido?
Mi tío, con grandes palmadas en mi espalda como lo hacen los políticos, contestó por mí:
—Claro que ha entendido, una indiscreción puede apagar la mecha de la clausura.
¿Qué crees que sentí? De un momento a otro, así, sin pasar por etapas de aceptación, tuve que reconocer que, según el trío de mis familiares, la existencia de Casa Lola, Casa Pepe, La Granja, El Cadillac, y otros lugares de diversión andaba con los días contados, que si yo le platicaba a alguien del asunto y llegaba a oídos de dueños y cómplices de los negocios —clarita escuchaba la voz del abuelo— aparecería el amparo, haciendo talco la maniobra de mi tío.
El pensamiento, que es lo más libre que puede existir, es lo que con mayor fuerza se oculta; esto lo aprendí en aquellas épocas.
Con nadie, mucho menos contigo, era posible comentar algo de aquello que mis familiares manejaban con tanta privacía y yo cargaba en la cabeza como un sopapo de mi madre; no era admisible decir algo de lo cual por primera vez yo era partícipe en primera fila; nadie ajeno a la operación limpieza moral —como la clasificara mi tío— estaba enterado, yo era de los pocos privilegiados, orgulloso poseedor de un secreto que, según palabras de mi tío el político:
—Sacudiría las conciencias de la población, marcaría un hito en las formas modernas de gobernar.
Por eso mi tristeza al regresar tres, cuatro tardes después de la bronca con el tipo de Parataxín, y tú, mostrando la lisura del vientre, dijiste:
—¿Nos bañamos juntos, papi?
Bajo el agua, al tiempo de frotarme con el jabón de coco, besándome, me llamabas tu niño celoso, que la rabia no me ganara, me fuera acostumbrando a ver la vida sin moñitos azules, el que es el «viejo» de una de las muchachas tiene que entender que el amor es una cosa y el negocio otra, y remataste con:
—¿Entiende mi viejo lindo?
Fue cuando hice la pregunta, quizá ahora no la recuerdes, tampoco sea parte de tu memoria:
—¿Alguna vez has pensado en trabajar en otra cosa?
Frenaste la cabalgata que se daba abajo del agua, con ira entró el reclamo: que no fuera igual a los borrachos que creen tocarle el sentimiento a las chicas cuando les entra la locura de sentirse salvador de almas.
Yo buscaba que comprendieras el mensaje: era cuestión de días para que la clausura cerrara no sólo Casa Lola sino todos los demás lugares.
¿De qué manera decir lo que me era imposible? ¿Cómo usar mis ojos para que leyeras el mensaje y así descubrir el operativo sin romper mi promesa?
De nuevo insistí en decir que mejor te fueras a otra parte, ya no dije que cambiaras de oficio, sino que te fueras, nada más que te fueras.
No hiciste caso, creo que ni siquiera escuchaste mis palabras, o por tibias no llegaron al centro de lo que buscaba decir; no eran las adecuadas si al mismo tiempo de no decir quería decirlo todo.
¿Cómo hacer para que dos rígidos extremos se unan sin romperse?
Me diste un empujón para en seguida salir de la bañera y con voz entre iracunda y aburrida ordenar me largara inmediatamente o llamarías a doña Lola, que no se andaba con miramientos, con jaladas, fue tu expresión.
¿Yo qué podía hacer, qué decir? De contarte el plan quizá ni me creyeras, o lo peor, darías la voz de alarma y la maniobra de mi tío se vendría abajo.
Con ansia te envolví con los brazos, pedí silencio y tratando de explicar me quedé callado y pese a mi esfuerzo en contrario se me empezaron a salir las lágrimas, y tú, como finalizando la batalla, bajaste los brazos, primero con recelo sentí tus caricias, tus manos limpiando mis mejillas, tus palabras me llegaron cerca de la oreja:
—Los niños no deben darle consejos a sus mamás.
Tus dedos exprimieron la humedad de mi nariz, besaste mi cuerpo lamiendo mis pies, tu saliva en mis nalgas fue el inicio de una noche que, para no hacer sala, dijiste a doña Lola estar enferma, y reías, ondeabas dentro de los aros del hula hula, ordenaste cerveza, ron y camarones asados…
—Toda mujer tiene derecho a festejar a su viejo —al decirlo me miraste muy hondo.
Te veo muy claro, desnuda, posando como si supieras que alguien, para un álbum inexistente, tomaría mil fotografías: haces muecas, colocas sobre tu cuerpo una serie de trapos, untas de perfume tus axilas, pintas los ojos con rayas negras, como odalisca cubres el rostro, mueves el ombligo; como gato me cercas; entro al olor de tu boca que toda la noche fue un enorme regalo para mí,
la última, el último,
… porque casi en la madrugada de dos días después,
la ley llegó cerrando todos los negocios, clausurando también tu figura y tus velos de odalisca, porque aun cuando te he buscado en las demás Santas Engracias del país, jamás he vuelto a ver lo crenchoso de tu cabello que en ocasiones, como hoy, sin saber la causa y el para qué, su trazo de golondrina llega a frotar el silencio con que te hablo.