PAÍS RELATO

Autores

rafael ramírez heredia

huye, jabalina

En una urbe tan monstruosa, volver a ver a una persona que no es del círculo que uno frecuenta es señal casi divina, así diría mi abuelita doña Carito.
Por eso, cuando manejando un todo terreno de esos que les fascinan a las niñas ricas vi a la compañera de preuniversitario a quien todos conocían como la Jabalina, supuse no era casual, alguna premonición se iba destilando esa tarde en que caminaba solo por la zona sur de la ciudad.
—Extrañeces de la vida —le dije—: fíjate, yo vivo en el norte, casi nunca ando solo, odio fisgonear los interiores de los autos, no vaya a ser que me confundan con ratero, no tengo tu teléfono, no sé dónde vives y siempre creí que saliendo de la escuela jamás te volvería a ver.
—La existencia tiene muchos recovecos, queridito, y por supuesto, sorpresas —y sonrió con esa mueca que tanto me agradaba.
Siempre supe que la Jabalina me gustaba pese a que en apariencia sus características estaban marcadas en su apodo: ese como rejón que los deportistas lanzan en los juegos de pista y campo; alta, por supuesto; delgada, obvio; de nalgas apretadas, y con un ánimo de triste soberbia que me resultaba atractivo.
La tarde mansa, yo no tenía más asuntos que el de vagar, le pregunté si seguía estudiando, a dónde, si habitaba en esa parte de la ciudad.
Ella se había bajado del todo terreno dejando ver su cuerpo largo, por supuesto, casi tan alta como yo, morena y con el cabello echado sobre los hombros.
—¿Tienes algo qué hacer, darling? —la escuché con extrañeza, ella hablaba sin medir el paso de por lo menos tres años desde que dejamos la escuela, no era mucho el tiempo pero tampoco para que platicara como si ayer mismo nos hubiéramos visto. Por respuesta alcé los hombros y ella invitándome a subir a su camioneta me dijo que le daba gusto verme.
—Me acompañas a unos asuntillos, después te invito una chela muy fría y nos ponemos al tanto.
No cabe duda de que los encuentros casuales a veces resultan como citas previstas desde siempre; recordé que alguna vez, en cualquier sitio, alguien dijo eso.
La Jabalina me había gustado desde la primera vez que la vi, charlaba con un grupo de muchachas y yo le eché el ojo pese a las críticas de los compañeros del equipo de fut americano,
—La chava es como vara de tendedero.
Fue el Atila, acertadísimo para colocar sobrenombres, quien dijo:
—Parece jabalina.
Así se le quedó por el tiempo en que estudiamos el último semestre del preuniversitario, lapso en que ocasionalmente, en las fiestas de Obdulia la costeña, una graduación de la prima del Trompón Anda, esporádicas reuniones de compañeros del grupo, tuve la oportunidad de charlar a solas con ella, a veces bailamos, sentí su cuerpo duro como lanza pegarse al mío, sobre todo la noche en casa del güero Aníbal donde escondidos en una terraza nos besamos y pude palpar sus pechos pequeños, yo estaba seguro de que le gustaba a la Jabalina, pero eran tantas y tan duras las bromas de los amigos de la escuela, léperas y risibles las del equipo de fut americano, que nunca me animé a invitarla a salir de paseo, o al cine mañanero, a acompañarla a su casa, a noviar con ella porque seguro que las burlas de los cuates iban a ser intolerables y yo era el quarterback del equipo y un mariscal no se podía dar el lujo de andar con una flaca feúcha. No, uno como yo que era del primer equipo, capitán del tim, estaba destinado a tener romances con la jefa de las porristas, con la reina de la primavera, con la más linda de las estudiantes, o por lo menos con Margarita y Paulina, que si bien no eran bonitas, tenían fama de no poner reparos a la hora buena, pero no con esa larga chica que caminaba como si anduviera cargando costales de maíz, siempre de pantalones, medio despeinada, terca jugadora de básquetbol…
—Claro —dijo el Atila—, si por estatura les gana a todas.
¿Por qué regresaban las palabras de aquellos amigos ahora cuando la muchacha me va diciendo algo de su vida?
—Mis papás se fueron a vivir a Estados Unidos, y qué querías, me fui con ellos, darling.
—¿Desde cuándo?, y entonces, ¿qué haces aquí?
—Ando de vacaciones, muñequito, nada más de vacaciones.
Para entonces el todo terreno transitaba hacia el oriente, yo no sabía a dónde íbamos pero era lo de menos, unos asuntitos y después las chelas que muy bien funcionan de alcahuetes, quizá podría cerrar la factura que estaba pendiente entre la Jabalina y yo, ¿en eso terminaría la tarde?, ¿se abrirían nuevos horizontes?
Conmigo la chica nunca llegó a mayores, apenas juegos de práctica, y al día siguiente de los besitos y las leves tocadas, ella mostró su misma cara, sin una mirada cómplice, sin una palabra de más a las lógicas en un salón de clases, pero algo me decía que ella esperaba mi reacción, mi acercamiento, mi triunfo sobre aquellos que se burlaban de su figura, y yo, sabía por haberlo tocado, por haberlo visto una tarde en que me invitara a nadar en la alberca de la casa de su tío, que el cuerpo de la muchacha era de curvas suaves, de durezas en los pechos, de piernas torneadas, pero ella se escondía, como que le daba vergüenza hacernos ver que la Jabalina era una mujer con un cuerpo capaz de quitar la respiración al más experto.
—Vámonos que tarde se hace la tarde —dijo e hizo revolotear el cabello.
Subí dejándome caer en lo mullido de los asientos forrados de cuero. Nunca he sido conocedor de autos y aún así me di cuenta de que la camioneta era especial, llena de aparatos, de luces coloridas, aire acondicionado, el sonido en las bocinas de gran nitidez; gringa, supuse, pero no quise comentar algo porque era tanto como echar elogios a lo que de seguro otros ya lo han hecho, y además, la Jabalina conducía sin tratar de hacer patentes las comodidades del transporte.
—Siempre fuiste discreta, ¿verdad?
Ella me miró de refilón, quizá intuyera que mi comentario no estaba dirigido a la camioneta.
—¿Dónde te quieres echar la chela?
—Si me dejas que yo escoja el lugar, puede ser peligroso —acentué el tonito de la voz.
—¿Peligroso el lugar, darling, o la persona? —lo dijo así, sin alzar la voz, como un revire en la misma modulación.
Algo le anda rondando en el tono de lenguaje o es la tarde solitaria que me hace pensar en encuentros fortuitos que parecen no serlo. Por más intentos no pude recordar su nombre, más bien, nunca lo registré, ni siquiera cuando en las clases pasaban lista de asistencia, ella era la Jabalina y sanseacabó, sin apellidos, sin nombre propio, sin nada más que la imagen de una lanza pegando en el blanco, ¿sería yo el posible blanco esa tarde, trepado en un todo terreno de fabricación yanqui que desfila por una ciudad que se siente ajena?; ella maneja rápido, zigzaguea entre los autos, toca el claxon, frena con brusquedad, acelera de un tirón.
—Así nos vamos a tomar la chela en la Cruz Roja.
Nada contesta, mientras maneja puedo observarla, ¿de qué manera me dirijo a ella?, ni modo que le diga: salud Jabalina, o qué bien te veo, Jabalina. Debo buscar alguna manera de investigar su nombre aunque ella tampoco ha pronunciado el mío. Su rostro libre de arrugas, claro, si es joven, el cabello largo, una marcada ausencia en su mirada como si estuviéramos en una de las fiestas de la escuela y yo a su lado disimulara mi interés para que los del equipo de fut americano no se cebaran con sus malcriadeces. Dio un giro al volante y haciendo chillar las llantas detuvo el todo terreno.
—No me tardo king, espérame tantito.
Salió, caminó rumbo a un edificio alto, su cuerpo cubierto por un pulóver gris, los pantalones apretados marcan el grosor de los muslos, el equipo de fut americano ya nada tiene que ver conmigo, a veces frecuento al Atila y al Trompón Anda pero el cambio de escuela poco a poco nos ha ido separando, nadie podría poner objeciones ni sujetarme a bromas malvadas si paso una tarde a solas con la chica, no es ningún sacrificio, al contrario, la idea me alegra, para saber su verdadero nombre cuando le pida sus datos le voy a decir que los escriba con todo, nombre y apellidos porque los teléfonos y las direcciones si no van completos después no se sabe a quién pertenecen, los apelativos sirven para nada, lo valedero es que uno se cuelgue de la sensación y estoy consciente que el haberme topado con la chica, con la muchacha, con la… Jabalina, para qué enmascarar el apodo, es parte de un plan organizado por el destino, verdadero mandón en este mundo, y la veo de regreso, como si nada le pudiera despojar su parsimonia, segura ella, ausente, ¿para qué quiere tomar una cerveza conmigo si no demuestra ningún gusto?
—¿No te aburriste, guapo?
Arranca con prisa, ¿estará ganando tiempo para tener más tiempo y gozar la cervecita?
—¿Ya pensaste a dónde vamos a ir? —su voz es mansa, casi vasalla.
—¿Te apetece algún lugar especial?
—Donde tú digas —y gira la vista, me mira sin parpadear.
—¿Donde yo diga?
No hay respuesta, ¿me habrá oído y me estará abriendo las posibilidades? Conduce como si no existieran más autos que su camioneta, dobla hacia la izquierda, ahora de frente, vuelve en U, gira hacia la derecha, el borde de la blusa me deja ver que en apariencia no lleva sostén, se carga hacia la acera y de nuevo se detiene.
—Regreso en un minuto, no te desesperes.
Nada sé de ella, ni siquiera en qué ciudad de Norteamérica vive, si es que allá vive, qué estudia si es que estudia, cualquiera sabe que regresar el tiempo es inútil, hay que ver hacia el futuro, qué gano con saber su verdadera historia, trabajará en alguna parte, y qué tal si ni siquiera se ha ido y me está presumiendo, a ella la veo igual aunque dicen que ya pasado algún tiempo los años marcan sus trampas, quizá ande un poco más llenita de peso, las hamburguesas y los cerros de papas, las leches malteadas, por lo demás está igual, no estoy hablando ni de peso ni de grosor, sino de actitudes, es la misma muchacha ausente, como cuántos encargos le faltan, ¿me estará agarrando de mozo de compañía y nada más termina su quehacer y me manda al demonio?, ¿y si me bajo y yo soy el que se larga?… sí, sí, bájate —me gritarían los del equipo—, anótale un touchdown sin que se dé cuenta…
… qué voy a ganar con quedarme, y miro sus ojos, recuerdo su sonrisa, en su rostro la tranquilidad de alguien que ha tomado una decisión y nadie podrá cambiarla, la veo tirarse desde el trampolín, las líneas del cuerpo, el vello del pubis saliendo un tanto del traje de baño.
Regresa, la veo de frente, es alta, ya lo dije, camina con garbo, como que los años le han dado majestad, camina despacio en contrario a como conduce su camioneta. Al caminar, los brazos le lamen los costados, tiene una gracia que antes no le noté, trae lentes oscuros, levanta la mano para acomodarse el cabello, al alzarla le veo la amplitud del pecho, la Jabalina es otra, conforme vamos metidos en la tarde como que va cambiando, para bien…
… no, no, no —le contesto a los del equipo de fut—, ni le busquen porque no me voy a ir.
Antes de encender el motor se vuelve hacia mí y sin hablar me acaricia el rostro, con calma pasa los dedos por mi nariz, me alborota el cabello, en seguida toma el arroyo, va de un carril a otro, en la esquina veo el color rojo del semáforo y ella no hace nada por frenar, se pasa el alto sin siquiera comentarlo, se carga hacia la izquierda, yo quiero decir algo, no es que me desagrade la velocidad pero sí la tontería, un auto frente al todo terreno lo detiene, y en ese momento, salidos quién sabe de dónde, dos policías llegan hasta nosotros.
—Trae mucha prisa, señito —dice uno mientras el otro se planta frente a la camioneta.
Al verlos, la Jabalina, por primera vez en la tarde, hace un gesto de extrañeza, abre los brazos como en señal de rendición, el auto de adelante avanza, con una sonrisita entre gustosa y cínica, el policía cuña camina hacia su compañero que está junto a la portezuela del todo terreno; entonces, sin mediar nada más que una sesión de promesas que se podrían convertir en negruras, sin pensarlo, sin siquiera mirarme, la Jabalina hace un gesto fiero y deja ir la camioneta contra los policías, que se abren dando un brinco para no ser arrollados.
Yo a bordo de una camioneta que en algunos sitios es conocida como todo terreno, de moda entre las señoras y niñas bien, manejada por una antigua compañera de escuela, una chica de la que nada sé, la misma que le da un pisotón al acelerador y el motor responde como tigre en trepadero, salta hacia adelante, me hace respingar, gira hacia la izquierda, como calza se mete entre el tráfico de la avenida contraria, se oyen rechinidos y mentadas de madre, la muchacha gira y maniobra el volante, se interna en una calle menos concurrida, escucho los golpes en mi corazón y por el espejo veo a los dos policías, con una mano nos insultan y con la otra se detienen la gorra, tratan de hacerse los dignos quizá para evitar las cuchufletas de los curiosos.
El todo terreno de la Jabalina, con la velocidad, parece despegarse del asfalto, el motor semeja ruido de selva, la calle no lleva mucho tráfico.
—Ya la libramos —con eso trato de calmarla pero la chica sigue sin disminuir la velocidad—. Ya bájale, ni en helicóptero nos alcanzan.
Ella al parecer no me escucha, tensa sobre el volante cruza las bocacalles como si llevara un mal agüero en la espalda, le repito que se calme, que disminuya la velocidad, le grito, le toco el brazo y nada.
—Jabalina, carajo, hazme caso.
Entonces siento el golpe, giro el rostro y veo al hombre en el suelo, más allá una bicicleta, la muchacha acelera de nuevo, yo trato de seguir con la figura del caído, quien se levanta, puede estar herido pero por lo menos se ha incorporado, el tipo se va haciendo chiquito, por los ademanes que hace sus heridas no deben ser de consideración, ha levantado su bicicleta y la gente lo rodea, señala hacia nosotros lejanos unas dos calles, ya no es sólo la pasada de un alto, ahora es atropellamiento, y yo, nada menos que yo, subido en el vehículo agresor, con una tarde que de promesas y posibles caricias se va convirtiendo en otra cosa.
—Jabalina, por favor.
Ella frena un poco, de nuevo me acaricia el rostro, sus ojos me miran con dulzura, con ganas de meterse en mis labios.
—¿Dónde vamos a tomar la chela, darling?
Con su pregunta intento olvidar lo sucedido, ella me está diciendo que la tarde es corta y las horas muchas.
—Por el mercado está un bar que…
No me deja terminar la frase, de nuevo acelera, tampoco me ha preguntado qué rumbo tomar, da vuelta a la derecha y en la calle libre sube la velocidad; a la primera me bajo; no le importa que el todo terreno vaya como jabalina lanzada por la fuerza de campeón olímpico, se arriesga a buscar mi mano para ponerla sobre su muslo, sin que la velocidad la amedrente vuelve la cara para mirarme con esos ojos entre tristones y llenos de promesas.
Afuera la tarde se nota mansa, pareciese que los dos accidentes hubieran sido películas que por más miedo que causen, al salir de la sala cinematográfica se han quedado atrás junto con el olor a palomitas.
Nada más me reúno con el Atila y le cuento la aventura sabiendo que el tipo, moreno y fuerte como tronco, se va a burlar diciendo que es mi culpa por andar de pilmama con viejas tan agüitadas como esa pinche flaca.
La misma que de nuevo hace volar al todo terreno que al dar vuelta en una esquina con los hierros protectores en la parrilla delantera le pega un testarazo a un kiosco cuyas patas estarían colocadas bajo la acera, o quizá la camioneta se trepó al borde para tumbar al puesto de revistas y periódicos.
Ya no quiero mirar para atrás, no me agradaría ver lo sucedido, regadero de papeles y gente embravecida, ¿algún herido?, para qué ver, ahora se trata de mí, no de los otros, la mujer sigue sin sorprenderse ante los destrozos que su viaje va causando, pongo la mano en la manija para abrir la puerta pero la velocidad me impide brincar del vehículo, no hay semáforos que detengan la marcha, la Jabalina toma calles que le llevan a otras, gira de un lado al contrario, parece saber una ruta que en seguida descarta para cambiarla por una nueva, frena y acelera con tal velocidad que no me permite brincar hacia afuera.
—¿Y la chela? —medio balbuceo.
—Nomás llegamos, ¿no, muñequito?
Y de nuevo me mira.
—No me mires a mí, ve la calle, Jabalinita.
No percibo que el diminutivo del apodo le moleste, no hace comentarios, sube el volumen de la música y creo, intuyo, carajo, que medio mueve el cuerpo, sí, es cierto, no lo creo pero es verdad, pinche Jabalina, va bailando, su bailable no es descarado pero lo va marcando en las caderas, en el movimiento de sus brazos en el volante que por supuesto se refleja en las maniobras de la camioneta, pinche Jabalina, le vale madre lo que pasó, es más, no ha disminuido la velocidad, lleva la ventanilla abierta y el aire le revolotea en el cabello.
—Bájale, bájale, qué carrera quieres ganar, mi vida.
Mi vida, qué palabrejas usa uno cuando siente que la soga se enreda ya no en el cuello, en los coyoles.
Jalo aire, debo jalar aire, como decía el Cácaro cuando nos entrenaba…
—Jalen aire, cabrones, ya verán cómo al miedo le salen alas.
Cuál miedo, ¿de recibir un porrazo del contrario? Eso no era miedo, éste sí, de que nos chingue el camión que apenitas libramos, pasó tan cerca que nomás apreté los ojos esperando el madrazo, que nos aplaste ese otro autobús que viene de frente:
—Cuidadooo, cuiiidddadooo…
Cierro los ojos como lo hice cuando mi hermano mayor me subió a la montaña rusa y yo con las ganas de volver el estómago esperaba el volar del tiempo para olvidarme del mareo,
cierro los ojos igual a la primera vez que fuimos con las mujeres del Rivera Roja y después de entrar no quise ver de golpe a la que me iba a tocar,
cierro los ojos, huelo el sudor, el vaho del pasto machacado y pienso en la jugada más apropiada ante el equipo contrario,
cierro los ojos y busco la solución al examen en la escuela,
cierro los ojos y así no veo a mi padre insultando a los que quieren controlarlo,
cierro los ojos y puedo verlo de nuevo sumiso y callado en un rincón de la celda,
cierro los ojos y acaricio al hombre que está llorando y suplicando a mi madre que lo perdone,
cierro los ojos y no quiero abrirlos ante lo vacío de mi cuarto sin nada más que los retratos de mis padres con una sonrisa que hace años dejé de ver.
—Cuidadooo…
Abro los ojos y la camioneta sigue su marcha, trato de ver al autobús pero no aparece, la libramos, carajo, Jabalina, pienso, suplico sin decirlo, esto no puede seguir así pero no sé de qué manera detenerla sin mostrar mi absoluta cobardía.
Escucho el aire meterse en mi cuerpo, igual cuando corría por el campo de fut, libre, solo con el pensamiento puesto en la jugada.
Trato de ubicarme entre las calles que pasan como centellas y por un momento, lo confieso, no sé por dónde vamos, si giramos para el sur o tomamos rumbo a la salida del poniente.
Ya no hay líneas blancas pintadas en el pasto, eso no importa, ella debe saber que si no hay líneas tampoco habrá cervezas en ningún sitio, que otro es el juego donde tampoco hay hombreras ni cascos, menos jabalinas en el aire si todas están en la carpeta del pavimento donde el todo terreno da un brinco, siento el encontronazo y el cuerpo de algo blancuzco sale disparado, giro el rostro, veo la masa blanca caer, por un momento no sé de qué se trata, sí, es un perro, no sé la raza, es lo de menos, tampoco el tamaño, pero es un perro, una bola de pelos que no se levanta y de pronto desaparece porque tomamos una bajada, la camioneta se impulsa con mayor fuerza, la Jabalina es una mujer de rostro tranquilo que tararea algo, mueve la nariz donde se apoyan los lentes oscuros, con las caderas sigue marcando el baile.
—Cuidado con el coche azul —advierto, mis palabras suenan tranquilas, ella volantea, se ríe, yo le contesto la sonrisa y escucho mi voz con un tono distinto.
—Venga, Jabalina, atención a tu lado derecho.
Ella da vuelta al contrario pero no puede evitar que en el desplazamiento la parte de atrás de la camioneta se estrelle contra un auto compacto que da de giros antes de detenerse sin que nadie salga de su interior.
Por unos segundos estamos quietos, mi mano se ha despegado de la manija de la puerta.
Nosotros, ella, hace que el todo terreno retroceda para escapar.
Siento los frenados y los empujones del avance.
La gente alborotada corriendo atrás, a los lados.
De nuevo vamos hacia las calles que son tantas y sobra tiempo.
Ya no me inmuto cuando por delante nos llevamos el puesto de flores de un vendedor callejero que se une a los que a gritos reclaman, corean como si estuvieran animando a un equipo de fut americano.
De nuevo siento el jalón de la camioneta que se lanza proa hacia el descubierto, se adentra en el sinfín de avenidas y caminos que se extienden frente a nosotros.
Con fuerza me ajusto el cinturón de seguridad.
Levanto el cuerpo.
Me aferró al sostén situado sobre la portezuela.
Desparramo la vista hacia todos lados.
La chica me acaricia la barbilla, siento sus dedos meterse en mi nuca, con dulzura me mira.
Me veo reflejado en los cristales de sus lentes, le rozo el dorso de la mano, con suavidad le toco el cabello, jalo aire mientras le digo, le ordeno consciente:
—¡Huye, Jabalina!
… muy consciente de que la tarde de mil senderos no es para beber chelas en una ciudad partida como lanzazo al corazón del aire.