PAÍS RELATO

Autores

m. bonell gómez

inexplicable

—Vamos —apremié cariñosa y un poco irónicamente a mi recentísimo amigo (habíamos sido presentados aquella misma noche en la «peña» del café)—. Vamos, hable usted de una vez. Cuénteme esa historia que «se ha tenido que tragar» debido a la charlatanería crónica de nuestros contertulios.
Mi recentísimo amigo no pareció extrañarse por la conminación. Y eso que, en realidad, no había dicho esta boca es mía desde que salimos del café, encaminándose hacia mi casa, donde mi interlocutor se ofreció a acompañarse a pesar de no hallarse muy cerca.
Era un muchacho de unos veinticinco a treinta años, de aspecto débil, vagamente enfermizo, mirada febril y voz ronca, desafinada, propia de quien por una u otra causa, permanece callado muchas horas al día, teniendo no obstante, verdadera necesidad de hablar. Este había sido también el caso en la «peña» del café. Estuvimos charlando de las cosas raras e incomprensibles de la vida. Cada uno —y en ocasiones dos a un tiempo —contó anécdotas al propio parecer extrañas e interesantes, sucedidos en los que intervenía un azar extraordinario, una aventura que, no solo se salía de lo corriente, sino que rozaba lo sobrenatural. Seguramente se fantaseó y mintió más de la cuenta. Y fue entonces cuando pude observar la actitud expectante, anhelosa del muchacho recién presentado en la tertulia y que me acompañaba ahora a través de las calles desiertas, pues eran ya las primeras horas de la madrugada. Sí, evidentemente: aquel tipo tenía una curiosa historia que contar. Si me eligió a mí como auditor paciente de ella, es porque sabía que yo era escritor de temas de misterio, y por lo tanto, tendría benevolencia con él, una benevolencia en parte interesada, ya que SU historia podía utilizarla como argumento de una de mis narraciones.
—No crea usted que se trata de una fantasía... o de una locura. Nada de eso. Apenas tengo imaginación; en cuanto a desequilibrio mental... bueno; tome esta confesión que voy a hacerle como quiera: un neurasténico es casi lo contrario de un loco, si bien puede terminar en loco. Y yo, señor mío, estoy un poco neurasténico a veces. Se lo digo, entre otras razones, porque me servirá de principio a mi historia.
»Hace apenas un año, me encontraba en una ciudad desconocida para mí, completamente solo en ella y víctima de uno de mis ligeros trastornos nerviosos. En el hotel donde me alojaba y desde donde había de despachar el negocio que se me encomendara, ya ve usted, a un loco no se le suele encomendar la resolución de un asunto importante o no, me recomendaron al mejor especialista de enfermedades nerviosas y mentales de la ciudad, un tal doctor Cármenes, hombre de gran competencia científica, aunque extravagantísimo como casi todos los psiquiatras, los cuales no sin razón tienen fama de locos. «El que hace de fantasma se vuelve fantasma»... Bien. Una de las extravagancias del doctor Cármenes, según me dijeron, era la modestísima instalación de su clínica, pudiendo muy bien costearse otra, lujosa inclusive, dotada de todos los elementos modernos. No me mintieron mis informadores. Comprobé «de visu» poco después, que la clínica del doctor Cármenes parecía la de un principiante o la de un médico sin prestigio alguno. Hallábase situada en un piso estrecho, incómodo, de una casa de vecindad en cierta calle secundaria. Dicho piso constaba de tres habitaciones —luego comprenderá la razón de mencionar este detalle—; el vestíbulo, la sala de espera y la clínica propiamente dicha, amueblada con lo más estrictamente indispensable.
»Una enfermera de aire lánguido y displicente, bastante atractiva, cosa que hasta cierto punto me asombró, me hizo pasar a la salita de espera, mientras decía con aire de superioridad desdeñosa—: ¿Busca usted al doctor Cármenes, no es eso? Pues bien: Tendrá usted que esperar cinco o diez minutos. El doctor no está en casa, aunque por teléfono me ha anunciado hace poco que se dirige hacia aquí. Puede usted entretenerse hojeando revistas, fumando si es que fuma. Con su permiso, yo me voy adentro». Y señalaba la puerta de la clínica por la que desapareció a poco sin perder sus aires lánguidos, protectores, despectivos.
»Enseguida la oí trastear en las habitaciones; por último, un silencio denso, anormal, cayó sobre toda la casa. Fue un repentino cese de todo sonido, tanto del exterior como del interior; algo apenas concebible en una ciudad moderna, aunque sea de segundo o tercer orden, como aquella en que me encontraba, y en un barrio tranquilo.
»Vagamente inquieto por este silencio raro, tosí forzadamente para romperlo. Al mismo tiempo, miré casualmente al rincón más oscuro de la sala de espera. Vi como de allí surgía poco a poco, por decirlo así, una silueta humana. ¿No estaba solo, pues? ¿Cómo no me había dado cuenta antes de la presencia del desconocido? Este era un hombre de unos cincuenta años, pálido, fatigado, de grandes ojos azules que permanecían absurdamente parados, como los de un pez, detrás de unas gafas de concha. Vestía ropas oscuras y bastante desaseadas. Me creí obligado a saludarle, disculpándome por no haberme dado cuenta antes de su presencia en la salita. Mi nerviosismo, esa sensación de hallarse ante un peligro inminente, tan característico de la neurastenia, había aumentado en presencia del incógnito. El cual correspondió a mi saludo y mi excusa con una grave, muda reverencia. Yo continuaba mirándole, fascinado quizá por la fija mirada de sus pupilas azules, muertas, que tenía clavadas en mí... pero «sin verme». De súbito, comenzó a hablar en voz baja, una voz sibilante, precisa, que llegaba a mí de un modo perceptible, aun cuando estábamos cada uno, a los extremos opuestos de la habitación.
»—¡Vaya si tarda hoy ese medicucho! Y el caso es que necesito verle con urgencia. Figúrese usted: No sé todavía si estoy muerto o vivo. ¿A usted qué le parece?
»La emoción, una emoción de frío miedo, me anudó la garganta. Intenté vanamente sonreír. Me acometió el pensamiento que a usted y a otro cualquiera hubiese acometido: ¡Me hallaba a solas con un loco en una habitación cerrada!
¿Cómo no me advirtió la enfermera? Pero mi interlocutor no pareció advertir la turbación que yo sentía, debiendo manifestarla claramente. Me había levantado del asiento que ocupaba, comenzando a retroceder hacia el vestíbulo. Sin embargo, aquella mirada fija, muerta, aquella absurda mirada de pez, me retuvo a pesar mío... Aquella mirada y un nuevo y más pavoroso pensamiento, idea difusa, inconcreta, presentimiento mejor, que susurraba en mi oído—: Aquí hay algo más que simple locura...
»Pero la voz interna fue acallada por la del incógnito que continuaba hablando en voz baja y sibilante, una voz como hasta entonces no oí nunca.
»—¡Es bien triste esto, bien triste! No saber si uno está loco o cuerdo, si uno vive o muere... Por eso vine a ver a ese medicucho. El sabe, él tiene la obligación de saber...
»El timbre de un teléfono muy próximo cortó las palabras del desconocido, como sus palabras interrumpieron mi voz interior que me advertía...
»Tomó sus pupilas sin vida hacia la puerta de la clínica, blanca e impasible, tras de la cual avisaba, con mecánico e insistente rumor, el timbre del teléfono... De allí procedía indudablemente.
»—Con permiso —el incógnito se había puesto, a su vez, en pie y avanzaba hacia el vestíbulo, esto es, hacia mí, que como ya dije, había retrocedido, hallándome en la línea divisoria de ambas piezas. Sentí como si de mis pies hubieran brotado raíces. Un terror loco, sin fundamento material ni intelectual, pues el desconocido no parecía animado de malas intenciones con respecto a mi persona, paralizó momentáneamente cuerpo y alma. Quedé allí, junto a uno de los lados de la puerta, la cual permitía pasar muy bien a tres y hasta cuatro personas de frente, mirando al incógnito, quien cruzó los umbrales y se perdió en las sombras del pasillo, murmurando—: ¡Ese medicucho, ese medicucho!
»La puerta que daba al interior de la clínica propiamente dicha, se abrió en esto dramáticamente, distrayéndome de mi singular abstracción, haciéndome salir de mi inmovilidad.
»La enfermera, trémula, agitada, cruzó la habitación y casi tropieza conmigo: tal parecía de turbada.
—¡Ah, perdone! —habló de un modo vago e histérico—. El doctor no podrá recibirle esta tarde... Ha sufrido un terrible accidente. Quizá esté muerto a estas horas —después, procurando sobreponerse, agregó con desesperada energía—: Véngase conmigo. Salgamos de una vez. No puedo dejarlo solo en la casa.
—Disculpe, señorita. No estaba yo solo aquí. Había otro enfermo qué ahora...
»—Estará en el lavabo —habló nerviosamente sin dejarme terminar. Y seguida por mí, pasó al vestíbulo, deteniéndose ante una puertecilla que había en su promedio. Llamó con los nudillos, gritando de nuevo a punto de sufrir un ataque de histeria:
»—¡Eh, caballero, caballero! ¡Que vamos a salir! ¡Que la casa se queda sola! —Silencio. Un silencio denso e inverosímil, semejante al que se originó al descubrir al desconocido en la sala de espera.
»—Vaya usted bajando, señorita. Yo lo veré... —La enfermera, en quien las detenciones obligadas semejaban aumentar su nerviosismo, me obedeció sin hacer comentarios, medio llorosa, aterrada. Entonces penetré en el lavabo, pero en el lavabo no había nadie. Me reuní en la escalera con la muchacha, diciéndoselo.
—¡Bah, se habrá marchado! Ahora lo que importa es... Pero ¿cómo llamó a la puerta de la calle que no lo oí siquiera?
»—¡Si estaba aquí cuando yo llegué, señorita!
»—¡Imposible! Usted es el primer paciente de la tarde...
—Cálmese. Está usted muy excitada y... Se trata de un hombre como de unos cincuenta años, de grandes ojos azules. Usa gafas de concha y ropas oscuras. Mira de un modo extraño... ¡ah, y cojea ligeramente al andar! Se sirve frecuentemente de la palabra «medicucho»...
»La enfermera, perdidos definitivamente sus aires lánguidos, despectivos, vaciló y estuvo a punto de caer... Gracias a que venía un rellano y además la sostuve entre mis brazos, no muy fuertes, pero que en aquella ocasión le vinieron mejor que los de un robusto atleta.
»—¡Dios mío! ¡Ha estado usted en compañía del doctor Cármenes! ¡Del propio doctor Cármenes! ¡O en la de su fantasma! —Así me enteré de quién era, o quién podía ser el desconocido de la sala de espera.
»Calló por un momento mi nuevo y extraño amigo. La noche, silenciosa, desierta, nos rodeaba, parecía escuchar nuestra conversación, mejor dicho, el relato de aquel muchacho de febril mirada.
—¿No logró usted comprobarlo plenamente? —inquirí más interesado de lo que supuse en un principio. Mi voz levantó ecos fantasmales en la calle, una resonancia inquietadora...
—No, y esto es lo que aun me tortura. Vi al doctor Cármenes muerto, lo había matado, atropellándole, un coche; vi luego, no una sino muchas fotografías suyas... Podía ser y no ser el misterioso incógnito. Guarda o guardaba un remoto parecido con él; pero no era él, no acababa de ser él... ¿Usted comprende algo de esta historia, amigo mío? ¿Se explica usted la causa de esta especie de ubicuidad del doctor Cármenes que, mientras caía bajo las ruedas de un coche, visitaba en calidad de paciente su propia clínica, lo que resulta absurdo sobre absurdo? No creo en los fantasmas. Pero la hipótesis de un probable cliente del doctor, de un loco, se opone también a los hechos que conocemos...
—¿No faltó nada de la clínica ni aquel día ni en los sucesivos?
—Absolutamente nada.
—¿Y no aguardaron la enfermera ni usted que saliera el extraordinario paciente... llamémosle así?
—Estuve todo lo que quedaba de tarde y buena parte de la noche en el portal, mientras la enfermera manchaba a la Casa de Socorro donde atendían al doctor Cármenes. Pero cuando llegó ella allí, ya estaba muerto... «naturalmente». Y ahora yo le pregunto, amigo mío: Aunque mi ligera neurastenia fuese locura declarada: ¿Podía yo saber cómo era, aun cuando aproximadamente, un hombre a quién no había visto jamás, a quién vi por primera vez ya muerto? Pues cansado de mi infructuosa espera, fui a reunirme en la casa de Socorro con la enfermera del doctor Cármenes... Y entonces...
—Se convenció usted de que aquel hombre podía ser o no ser el que se esfumó de la clínica. Usted mismo lo ha dicho... O sea, no se convenció absolutamente de nada...
—Sí, es verdad. Siempre las contradicciones, las dudas... Diga, dígame usted —inquirió ansiosamente, repitiendo una vez y otra su pregunta—: ¿Se explica algo? ¿Se explica algo?
Yo negué, encogiéndome de hombros al mismo tiempo.
Sin embargo, la exaltación de mi nuevo amigo explicaba muchas cosas. Pero preferí no darle ninguna explicación y convenir con él que, en efecto, el asunto era inexplicable.