—Reconozco que en ese hombre no hay nada de terrible. Es más: al principio de su persecución me resultaba cómico. Bajito, regordete, con un bigotillo pretencioso y, no obstante, influido por la humildad furtiva, grotesca, de su dueño... Suele vestir, además, un sobretodo oscuro, que le está grande y se toca con cierta especie de sombrero flexible, pasado de moda, que le viene, en cambio, pequeño. Sí. Resulta más bien ridículo que trágico mi inexplicable perseguidor. Pero, ahora, después de las experiencias de los últimos días... En fin, se lo contaré todo a usted, que tantas fantasías ha escrito y tantos misterios ha resuelto en el papel, sabrá sin duda orientarme... La muchacha estaba evidentemente nerviosa. Permanecía sentada ante mí, oprimiendo fuertemente contra su regazo el bolso, destacando su silueta juvenil, elegante, sobre el amplio sillón de cuero que, a mis instancias, acababa de ocupar. Verdaderamente era una chica atractiva, aunque sus facciones no tuvieran la corección clásica precisamente. En ellas resaltaban los ojos claros, de color indefinible, pues lo mismo podían ser verdes que azules; unos ojos de mirada peculiar, cargados de extraño magnetismo.
—La escucho a usted, señorita —dije para llenar la pausa creada (y ya alargándose demasiado), por mi interlocutora, luego de sus últimas palabras—. Aunque no tengo el gusto de conocerla, ni sé quién pueda haberme recomendado a usted como desvelador profesional de misterios, su caso promete ser interesante y, en lo que me sea posible, la ayudaré con mucho gusto...
—Gracias. Y ni mi nombre importa, ni nadie, sino su fama, me recomendó a usted... Bien. Vamos al asunto. Estoy aterrada, verdaderamente aterrada, por la persecución constante de ese misterioso desconocido...
—¿No se habrá enamorado de usted?
—No «puede» enamorarse ni de mí ni de nadie, porque EN REALIDAD, NO EXISTE.
—¿Y entonces?...
—¿Tengo yo apariencia de loca?
—Realmente no, señorita. Claro que está un poquitin nerviosa y...
—¿Un poquitín nerviosa? Estoy que salto, pero usted convendrá conmigo en que no es para menos... Sin estar loca, solamente yo veo a mi perseguidor inexistente. Ahora mismo estará abajo esperáronme Aguarde un poco—. La muchacha se levantó de su asiento, y cruzando el amplio despacho, se asomó al balcón que daba a la calle—. Sí, justamente como me figuraba Venga usted un momento aquí, don Miguel, Está allí, junto a aquel árbol... ¿Lo ve usted? ¿A que no lo ve usted?
Yo, en efecto, no veía a nadie junto al árbol designado por la muchacha.
—¿Y entonces? —repetí no sabiendo lo qué decir exactamente.
—Y entonces, don Miguel, ese es el problema que me permito plantearle: ¿Estando una persona en su sano juicio puede ver a otra que no ven las demás? Y de ser así, descartando también la hipótesis de una alucinación producida por cualquier tóxico, la de un fantasma en que no creo, ¿cómo explica usted lo que me sucede?
Quedé unos momentos pensativo (ahora el de la pausa larga era yo), meditando, mirando y considerando a mi visitante. Por último observé:
—Usted, señorita, debe ser sujeto apto para cualquier experiencia hipnótica. Todo el que puede hipnotizar, y su mirada de usted es magnética, puede ser fácilmente hipnotizado. Además, están sus nervios, esos nervios que si pudiera reprimir...
—En ese caso, ¿usted atribuye a sugestión, ajena desde luego a la mía propia, lo que me está ocurriendo? Es una teoría original.
—Y puede ser cierta. Un enemigo, un pretendiente despechado, la persigue a usted a través de ese fantasma tragicómico. De este modo la preocupa, la atormenta con la más sutil de las torturas mentales...
—Sí, eso debe ser. Mejor dicho, eso es, sin duda—. La muchacha pareció transfigurarse, serenándose casi por completo y aun sonriendo. Luego una nueva excitación se apoderó de ella; pero era el entusiasmo lo que la excitaba.
—Se me ocurre una idea, maestro. Su explicación acaba de inspirármela. ¿Por no me hipnotiza usted? Así sabremos...
—¡Oh, no, señorita, no me atrevo! Carezco en absoluto de condiciones para magnetizador. Pero si usted quiere, telefonearé a un médico amigo mío. Él, con más autoridad que nadie...
—De ninguna manera, don Miguel. Su amigo el médico, ¿no será acaso especialista en enfermedades nerviosas y mentales?
—Justamente.
—Siendo así, tanto si me hipnotiza como si deja de hipnotizarme, acabará declarándome loca, o por lo menos neurasténica. No. Tiene que ser usted... o nadie.
—Pero insisto, me faltan condiciones. Por otra parte, está el peligro de que no pueda despertarla, esto en el caso improbable de que consiguiese hacerla dormir...
—Usted no se apure, don Miguel. Yo le ayudaré—. Al mismo tiempo, y con sonrisa fascinadora, se levantó otra vez de su asiento, tendiéndome su bonita mano. Al principio no comprendí lo que se proponía. Sin embargo, me levanté a mi vez y le di asimismo la mano. Entonces me condujo frente al gran espejo que se halla en uno de los ángulos de mi despacho. La luz eléctrica se reflejaba allí un poco al sesgo fantásticamente. Las otras luces, las del crepúsculo vespertino, filtrándose por el balcón y combinándose extrañamente con la iluminación artificial, contribuían al misterio de la escena.
—Mire usted frente a sí, don Miguel... Yo haré lo mismo. Y cuando su mirada y la mía se crucen en el espejo... —Como en otras ocasiones ya, dejó adrede la idea incompleta. La obedecí con la conciencia todavía clara de que se estaban cambiando un poco los papeles, si era verdad lo de querer ser hipnotizada por mí. Después... ¿qué pasó después? Todavía me lo pregunto inútilmente. Las pupilas claras de la desconocida se fueron agrandando, agrandando... La luz eléctrica, reflejada en el espejo, los muebles, familiares y severos al mismo tiempo de mi despacho, fueron desapareciendo, borrándose de mi campo visual. Era ahora un raro lugar, un absurdo paisaje como del Polo, árido, frío, desnudo... un paisaje de pesadilla... Y no sé de dónde me vino una gran tristeza, una infinita desolación.
¿Cuánto tiempo hacía ya que estaba muerto y enterrado?
—Total: que aquella chica lo hipnotizó a don Miguel, ¿no es eso? Pero ¿para hipnotizarle? ¿Y cómo quedó el perseguidor inexistente?
El viejo maestro de la novela de misterio contemporánea, que me hacía sus confidencias en un antiguo y romántico café, se pasó la mano por la ancha frente, por los ojos fatigados que habían visto tantas cosas. Finalmente con acento cansino y burlón, hubo de replicarme:
—El perseguidor inexistente no existió nunca, ni siquiera para «ella»...
—¿Y lo hipnotizó a usted por equivocación, no? ¿Verdad que, en fin de cuentas, estaba loca?
—Ni estaba loca, ni me hipnotizó por equivocación. Lo hizo deliberadamente, razonablemente... Aquel día saqué del Banco veinte mil pesetas, que me hacían falta para realizar algunos pagos... «Ella» lo sabía, y dejándome dormido, escapó con el dinero, qu estaba en uno de los cajones de mi mesa despacho. Mis familiares y la servidumbre, la vieron marchar sin figurarse ni por asomo que acababa de robarme. Y es lástima que sea una ladrona. Era tan atractiva.
El viejo maestro suspiró cómicamente. Y yo le admiré más que nunca, con toda sinceridad, pues se necesita realmente ser un hombre superior para saber burlarse un poco de sí mismo.