Jack Riley había sido en sus buenos tiempos un boxeador que prometía llegar lejos. Buen golpe, buena esgrima, agilidad de piernas. Todos aseguraban que alcanzaría el título nacional. La única contra que ofrecía esta dorada perspectiva era el hecho de que existían en toda la nación otros muchos boxeadores en iguales o parecidas circunstancias. Y como Jack Riley no tenía demasiadas ambiciones, se conformó con ser campeón de la ciudad, en ir tumbando a los boxeadores que acudían a probar fortuna contra él, y, por último, se estableció como vendedor de artículos deportivos.
Su gloria de campeón local atrajo a su comercio a todos los deportistas de la ciudad. Nadie podía competir con él en ventas de balones de fútbol, patines, bicicletas, guantes de boxeo, skis y demás elementos necesarios para la práctica del deporte.
Pasaron los años, y Jack Riley llegó a los treinta y dos. Un buen día anunció que pensaba retirarse del boxeo para atender mejor a su negocio. Nadie le había vencido nunca y conservaba, inmarcesible, su gloria. En el combate con que se despidió de la lona y la resina, hizo una magnífica demostración de facultades físicas, dejando K. O., en ocho minutos, a un adversario que le trajeron expresamente de la capital.
Pasó un, año y Riley continuaba con su negocio viento en popa, hasta que, de pronto, Tex Maloney decidió cruzarse en el triunfal y ventajoso camino de Riley. Tex Maloney era el campeón que había sustituido a Riley.
Sus victorias emulaban las del antiguo campeón. Decíase que era mejor de lo que jamás había sido Riley, aunque la mayoría de los aficionados seguían afirmando que aún no había nacido quien pudiera compararse al viejo campeón.
Este no daba importancia a los comentarios y seguía ganando dinero con su comercio. De pronto, una mañana, al abrir la tienda. Jack Riley observó que se estaban haciendo reformas en una tienda frontera a la suya. No dio importancia al hecho, pero al cabo de unos días se enteró, con cierta inquietud, de que se trataba de un local alquilado por Tex Maloney para instalar allí un comercio de artículos deportivos.
—No te preocupes —le dijo Jane Terry, muchacha que Riley deseaba convertir en su esposa—. Tú siempre serás el favorito.
Pero aunque Jane solía equivocarse muy pecas veces, en aquella ocasión se equivocó. En cuanto Tex Maloney abrió su tienda, la de Riley quedó tan vacía como el Polo Norte. El nuevo campeón acaparaba todas las simpatías, y por ver de cerca su aplastada nariz y sus orejas de coliflor, los clientes acudían a comprar lo que necesitaban y hasta aquello que no les hacía falta. Solo unos pocos clientes permanecieron fieles a Riley.
Este había reunido un capitalito y no se asustó mucho.
—Ya volverán —decía a Jane, refiriéndose a sus perdidos clientes—. Es la novedad.
Su novia le miró fríamente, y comentó:
—Eso conviene. Ojalá no te equivoques.
Al cabo de dos meses de soledad, Jack decidió que la novedad duraba demasiado, y el público seguía sin acudir, como antes, a su tienda. Para colmo de males, Tex Maloney consiguió un combate nulo con el campeón nacional y, a partir de aquel momento, la tienda de Riley fue un desierto de Sahara. En él solo entraba el polvo.
Una tarde, después de esperar en vano que llegara algún cliente, y no habiendo vendido otra cosa que un parche para cámara de bicicleta, Riley cerró antes que de costumbre y acudió al restaurante propiedad del padre de Jane Terry, donde la joven trabajaba como cajera. De todas las amarguras sufridas últimamente, la peor fue la que esperaba al antiguo campeón. Apenas entró en el restaurante, que a aquellas horas estaba bastante concurrido, descubrió, acodado en el mostrador de la caja, a su rival, Tex Maloney, charlando animadamente con Jane, que le sonreía como hasta entonces solo había sonreído a Jack.
Este sintióse asesino. Con el semblante ensombrecido, avanzó hacia la caja. Si esperaba que Jane se turbara, al verle, se llevó decepción, pues la joven le dirigió una de las sonrisas que dedicaba a los clientes, o sea muy distinta de la que había sacado a relucir en honor a Maloney, y le dijo:
—Hola, Jack. Ya conoces a Tex, ¿verdad? Ha venido a traerme uros bombones.
—¿Qué hay, Riley? —preguntó Maloney, con risa de lobo—. ¿Cómo van los negocios?
Una cosa así solo Tex Maloney era capaz de hacerla.
—Hoy he vendido un parche —replicó Jack.
—No puedo quejarme.
—Perdona que te haya quitado toda la clientela —siguió Maloney, acentuando su sonrisa.
—Es natural —intervino Jane, acabando de complicar las cosas—. Tex es el campeón.
—Desde luego —añadió Tex—. Al público le gusta ver a los campeones de verdad, no a un viejo aficionado que no se atrevió a salir de aquí por miedo a que le deshicieran la cara.
Jack Riley solía ser un hombre sereno y frío; pero en aquel momento el insulto le llegó como un directo al corazón.
—¿Aficionado? —replicó Si te refieres a mí, te demostraré, cuando quieras, que te puedo tumbar antes del final. Te lo demostraré ahora mismo.
Y, sin más palabras, soltó un directo a la nariz de Maloney, que empezó a sangrar como un buey herido.
La reacción del campeón iba a ser de lanzarse contra su adversario y convertir el restaurante en un campo de batalla; pero cuando ya se disponía a la carga, una astuta sonrisa se abrió paso a través de la sangre que manaba de la nariz, y, sacando un pañuelo, Tex declaró:
—No tengo costumbre de luchar delante de mujeres.
Jane, volviendo en sí de su asombro, exclamó:
—¡Jack Riley, eres un grosero! ¿Es esa la educación que has aprendido? Se ve que nunca has salido de este pueblo.
Llamar pueblo a una ciudad de doscientos mil habitantes es una manifiesta exageración y falsedad. Pero Jane quería, sin duda, poner de manifiesto el hecho de que así como Tex Maloney había corrido mucho mundo, e incluso luchó en la capital, con el campeón, Jack había preferido permanecer en casa.
—Perdona, Jane —suplicó Riley—. No he podido contenerme. Ese imbécil me ha...
La fulminante mirada de la joven interrumpió a Jack.
—¡Basta ya! —exclamó—. Solo falta que insultes a mi amigo. Ten la bondad de marcharte y no volver por aquí.
Jack Riley se dispuso a abandonar el restaurante, maldiciendo el día en que Tex Maloney había venido al mundo. Las miradas y sonrisas de Jane al nuevo campeón eran inconfundibles. Estaba enamorada de él.
Cuando Jack llegaba a la puerta del restaurante y se encentraba entre un grupo de clientes que cementaban lo ocurrido, oyó pasos a su espalda y, al volverse, se encontró con Tex Maloney.
—¿Qué ocurre? —preguntó, volviendo a cerrar los puños y dispuesto a repetir la escena anterior.
El nuevo campeón le dirigió una despectiva mirada.
—No ocurre nada —dijo—. Eres ya un viejo y yo soy demasiado honrado para tratarte como te mereces; pero ten la seguridad de que, en mi lugar, otro te haría tragar todas las groserías que has dicho. Es una lástima que no tengas cinco o seis años menos y podamos vernos en un ring.
—Nos veremos cuando quieras —replicó, irreflexivamente, Jack—. Me sobran fuerzas para darte la paliza que mereces.
—Está bien. Escoge tú mismo— el día —replicó Maloney—. Green sigue siendo el promotor de los combate de la ciudad. Avísale para cuando te consideres en condiciones de recibir la paliza que te daré.
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Al día siguiente Green entró en el establecimiento de Riley.
—¿Estás loco? —le preguntó—. ¿Qué pasó por tu cabeza al pegar a Maloney y aceptar luego su desafío? ¿No sabes que ese tipo es veneno puro?
—Es un vanidoso al que haré pe el cuadrilátero —replicó Riley, limpiando, afanosa e innecesariamente, un niquelado timbre de bicicleta.
—Él será quien te haga pedazos —replicó Green—. Hace mucho tiempo que no te entrenas, has acumulado grasa, tienes seis años más que Maloney. ¿No te das cuenta de que hará contigo lo que se le antoje? Te ha quitado el negocio, la novia y, además, te quitará el prestigio que te queda. Hasta ahora nadie ha podido vencerte. Deja que las cosas sigan así. Dentro de algún tiempo alguien le pondrá a Maloney las peras a cuarto y entonces los clientes volverán...
Riley se daba cuenta de que el promotor le decía todo aquello en contra de sus propios intereses, movido solo por el aprecio de muchos años de colaboración.
—Es inútil, Green —replicó Jack—. Quiero que organice usted un combate con balsa única para el vencedor y sin límite. No me importa que dure cien asaltos. Solo debe terminar cuando uno de los dos esté sobre la lona. Y le aseguro que no seré yo quien se quede.
Por los ojos de Green pasó algo parecido a la piedad.
—Como tú quieras —dijo—. Es una locura; pero no puedo impedirla. El combate se celebrará dentro de un mes. Procura entrenarte bien. Maloney propone bolsas iguales. Acepta su ofrecimiento.
—Quiero que sea bolsa única.
—No seas loco. Bien que te quieras suicidar; pero no dejes que él se quede con todo el dinero.
—Si es un suicidio, será mío, no de usted —replicó Riley.
* * *
La noticia del próximo combate corrió por la ciudad como reguero de pólvora. A su influjo volvieron muchos de los clientes de Riley, quien se entrenaba diariamente en el gimnasio instalado en la trasera del local.
Como durante el tiempo que llevaba sin boxear no había dejado de entrenarse los puños, Riley no tardó en recuperar toda su agilidad y quemar los pocos kilos de grasa acumulados sobre sus músculos; mas, por mucho que hizo, le fue imposible recobrar su veloz esgrima. Sus puños no se disparaban con la precisión de antes. Necesitaban la guía del cerebro, y este no podía obrar con la rapidez del instinto. Pronto los dos aficionados que entrenaban a Riley jugaran con este cano les dio la gana, y el público que asistía a los entrenamientos acabó por dejar de acudir allí y a la tienda, prefiriendo ver cómo Maloney tumbaba a sus sparrings como si les disparase con ametralladora.
Cuando Riley salía a la puerta de su establecimiento veía, al otro lado de la acera, la aglomeración de público que esperaba que quedase algún puesto libre para admirar al campeón. Y el auto de Jane Terry no faltaba ningún día junto a la acera.
La amargura se clavaba muy honda en el corazón de Riley.
El local donde se iba a celebrar el encuentro estaba lleno a rebosar. Era indudable que el noventa y nueve por ciento de los espectadores acudían dispuestos a ver cómo Maloney descuartizaba a su adversario.
La primera persona en quien se fijó Jack Riley al subir al cuadrilátero* fue en Jane Terry, sentada en una silla de ring, al lado de su padre. Era la primera vez que Jane asistía a un combate. Su sensibilidad se lo había impedido hasta entonces. Pero tal vez deseaba averiguar lo que había dentro del cuerpo de su antiguo novio.
Cada vez que Jack le dirigía una mirada la encontraba con la vista fija en Maloney. Este, en cambio, no parecía darse cuenta del entusiasmo que Jane sentía por él. Ese entusiasmo quedó de manifiesto cuando, al subir Tex al cuadrilátero, los más cálidos y duraderos aplausos fueron los de Jane, contrastando con la frialdad con que había acogido a su antiguo novio.
Cuando se calmó el entusiasmo y se iniciaron los preliminares para en encuentro, Jane sacó su pañuelo y empezó a destrozarlo, sin apartar un momento la vista de Tex. Era indudable que se moría de ganas de ver el principio de la carnicería.
El primer asalto fue una clara demostración de la inferioridad de Riley. Cada vez que sus puños alcanzaban al huidizo Maloney, este replicaba con una rápida serie a la cara, que el antiguo campeón, demasiado lento, no sabía evitar. A mitad del asalto, Tex dirigió un cruzado a la cara de Riley, y antes de que este pudiera presentirlo encontróse con una ceja partida.
El tañido de la campana fue un himno de salvación para Riley.
Con un parche en la ceja, Riley inició el segundo asalto. Al tercer golpe, el parche estaba fuera de sitio y la sangre corría cegadora, por la cara de Riley, cuya nariz, hasta entonces salvada de la destrucción, fue achatada para siempre de un terrible directo.
—Esto va por el puñetazo aquel —rio Tex. Un residuo del viejo instinto de luchador guio el puño de Jack hasta el estómago de Maloney, que dejó escapar todo el aire acumulado en su cuerpo junto con una exclamación de dolor.
Pero allí terminó el segundo asalto, y, al volver a su rincón, Jack sangraba copiosamente por la ceja y por la nariz. Fue inútil que sus cuidadores intentasen cortar la hemorragia. Hubiera sido más fácil ponerle un dique a las cataratas del Niágara.
El público empezó a pedir al árbitro que ünterumpiera el combate. El hombre vaciló un momento y, por fin, se acercó a Riley.
—¿No te parece que ya tienes bastante? —preguntó.
Al volver la cabeza, Jack descubrió a Jane que le miraba sonriendo burlonamente.
—¿Qué contestas, Jack? —insistió el árbitro.
—Si interrumpes el combate te dejo seco —declaró el boxeador.
Una clara risa llegó hasta los oídos de Jack. No necesitó volver la cabeza para identificar la procedencia.
Como si el sonar de la campana fuera un espolonazo, Jack avanzó hacia su adversario. Aunque fuera lo último que hiciese en su vida, tenía que acabar con Tex Maloney. ¡Aquella risa de Jane!
Tex intentó parar con un directo el ataque de su adversario. Ni un cañonazo hubiera podido conseguirlo. Riley encajó el golpe y sin retroceder, continuó avanzando y sus puños buscaron, afanosos, el estómago de Maloney. El viejo instinto, que había regresado ya a los puños del antiguo campeón, le dijo que aquel era el punto flaco de su contraríe. Como si fueran los percutores de dos ametralladoras, los puños golpearon incansables el estómago. Maloney debía de estar rendido con toda su alma; pero Riley no se daba cuenta de nada... No, eso no. Se daba cuenta de que cada uno de sus golpes al estómago arrancaba un gemido de dolor a Maloney. Este había tirado el protector de goma y retrocedía ante el alud de golpes, en medio del griterío del público, que, en pie, veía y aplaudía el renacer del viejo campeón.
Dominado por una mortal angustia, Tex dejó de pegar. Tenía que cubrirse de aquel diluvio de destructores golpes. Bajó la guardia, y apenas lo hubo iniciado, Jack levantó la cabeza, soltó una carcajada y disparó la derecha centra la mandíbula de su adversario.
Fue inútil que Maloney rogara a sus puños que le cubriesen a tiempo. Cuando quiso iniciar la guardia, ya la derecha de Riley había estallado contra su punto de destino, y el nuevo campeón se derrumbaba como un saco vacío.
El árbitro no se molestó en contarle el fuera de combate. Yendo hacia Riley, que sangraba como un mártir, le levantó el puño, gritando que aquel era el vencedor.
Al mismo tiempo, Jane Terry, con los ojos llenos de lágrimas, el pañuelo convertido en unos zorros, había subido al ring y, corriendo hacia el vencedor, se abrazaba a su cuello y, sin cuidarse de la sangre que manchaba su traje y su rostro, le besó, diciéndole al oído:
—¡Amor mío, amor mío!
Jack se libró del árbitro, que seguía reteniendo su mano y, apartando a Jane, se dispuso, con absoluta falta de caballerosidad a repetir con ella la demostración hecha con Maloney.
Pero cuando su puño cerraba fuertemente la expresión que leyó en los ojos de Jane le convenció de que había sido un tonto.
—¿No lo comprendiste? —preguntaba Jane.
—Lo hice por ti. Maloney te estaba robando la clientela, te iba a arruinar, nunca podríamos casarnos. Solo así, venciéndole, demostrando a todos que sigues siendo el campeón podías salvarte.
—Pero aquella risa... —empezó Jack.
—Fue para animarte. Quise despertar tu instinto de boxeador. De lo contrario te hubieran vencido. Y yo necesitaba que ganases.
¿No lo comprendes?
Sí, Jack lo comprendía todo y se sentía feliz. Sus ensangrentados labios sonrieron alegremente, y los que estaban más cerca pudieron oírle decir:
—Tu risa ha sido un directo al corazón, Jane. Solo que en vez de tumbarme me ha levantado. Vuelvo a ser el campeón, y si alguien lo duda, que suba al ring le demostraré de lo que soy capaz.
Pero nadie quiso probar fortuna. Nadie cerró los puños para enfrentarse con el campeón indiscutible. Al contrario, las manos estaban bien abiertas, para aplaudir a rabiar al que para, siempre, ocurriera lo que ocurriese, sería el ídolo de la ciudad.