PAÍS RELATO

Autores

josé mallorquí

en aquella vieja ermita

Densas nubes habían cubierto la luna, entonces en su plenitud. Las más profundas tinieblas invadieron los campos, borrando todos los desniveles y obstáculos. Las alambradas que defendían las dos líneas de trincheras que enfrentábanse paralelamente, separadas por unos doscientos metros de tierra de nadie, vibraban a impulsos dé la brisa nocturna, cargada de las húmedas emanaciones del Tajo.
Los escuchas, tendidos en el suelo, trataban de penetrar con la mirada la creciente oscuridad, solo rasgada de vez en cuando por los fogonazos de alguna ametralladora que, al disparar, parecía tender a ras de tierra una línea horizontal de pequeñas llamaradas, tratando de impedir con sus balas algún movimiento sospechoso entre los matorrales que crecían sobre la tierra seca.
A veces, un disparo suelto punteaba en rojo la línea enemiga. Algún cohete luminoso ascendía, silbando, hacia el firmamento para —estallar en una bola de luz que lentamente bajaba hacia el suelo, obligando a los centinelas a acurrucarse en el fondo de sus refugios hasta que el silencio y la oscuridad volvían a reinar.
Pocas horas antes, el sol, al ocultarse, había recortado con sus rayos de oro los lejanos edificios de la Imperial Ciudad de Toledo, en cuya cima echábanse de menos las altas torres de su glorioso Alcázar. La población estaba ahora en tinieblas para impedir toda posible agresión nocturna.
—Lluvia tendremos —refunfuñó en la trinchera un hombretón de curtido rostro, en cuya maltratada gorra de plato se percibía la estrella de los comisarios políticos del ejército.
—¡Me...! La blasfemia del miliciano que estaba sentado junto al comisario llegó hasta las líneas Nacionales y fue contestada con un disparo. La bala silbó lejana y los demás milicianos que, arrebujados en sus capotes, comían el helado rancho que acababan de traerles, sonrieron.
—Les ha escocido —dijo uno de ellos.
—Pues que se zurzan —gruñó otro.
—A mí, la verdad, no me parece bien eso de ofender a Dios ni a los santos —atrevióse a decir un muchacho, reclutado en el ejército contra su voluntad.
—¡Vamos! ¿Es que tú crees en esas idioteces? —rio el comisario, que, hallándose de licencia, había «paseado» a más de cincuenta «creyentes».
El interpelado mordióse los labios y tuvo que hacer un esfuerzo para que el temblor dé sus manos no le traicionara.
—No... —dijo, al fin—. ¡Qué voy a creer!
—Pues entonces, ¿por qué tiemblas? —y el comisario acarició la culata de la pistola que le sirviera para sus «escarmientos».
—Es que, si no creemos, no veo la necesidad de dar importancia a los beatos insultando a sus santos. Parece como si también nosotros creyéramos en ellos, pues no es lógico ofender a algo que no existe.
—¡Me parece que tú eres «facha»!
—¡Sí, claro! Y por eso estuve en el asalto del Cuartel de la Montaña y en el de Guadalajara, donde por poco me liquidan —contestó rápido el muchacho—. En cambio, muchos que yo conozco y que ahora andan por ahí luciendo galones, se estuvieron* mientras tonto, quietecitos en sus casas, esperando a que los, demás les hiciéramos el trabajo.
—¿Lo dices por alguno de nosotros, compañero? —preguntó el comisario, que era uno de aquellos héroes de última hora, que solo salieron a calmar sus cobardes ansias de sangre formando en los pelotones de fusilamientos.
—No; si no sois de esos —contestó el «voluntario», que ni había estado en el Cuartel de la Montaña ni en Guadalajara, pero que conocía perfectamente a los hombres que le rodeaban y sabía que con ellos la mejor defensa era el ataque.
—Es que yo también estuve en el Cuartel de la Montaña —aseguró el comisario—. ¿No me viste?
—No recuerdo. ¡Sucedieron tantas cosas aquel día...!
La oscuridad impidió ver la sonrisa del «voluntario».
—No hablemos tanto y preparemos un refugio decente para la noche —dijo uno de los que formaban el puesto de guardia—. En cuanto empiece a llover, ni Dios para aquí.
El comisario consultó su reloj.
—Dentro de media hora llegará el, relevo —dijo.
—Entonces podríamos ir a dormir a la Ermita de Todos los Santos —indicó uno.
—No está mal la idea —asintió el comisario—. Y lo mejor que podemos hacer es largarnos ahora mismo hacia allí, porque si no, si a los que nos han de relevar les asusta el agua y no vienen, tendríamos que pasarnos de guardia toda la noche.
—¿Y si atacan? —preguntó el «voluntario».
—¿Quién? ¿Los «fachas»? ¡Cá! Con esta noche no se moverán de sus trincheras.
Los quince hombres que guarnecían el puesto dirigiéronse en silencio hasta el ramal de evacuación. Poco después, cuando ya empezaba a lloviznar, salieron al campo abierto, dejando tras de ellos las trincheras.
Caminaron durante un cuarto de hora y, al fin, una acentuación de las sombras les indicó que habían llegado frente a la Ermita de Todos los Santos.
Cuando la columna de Riquelme avanzó hacia Toledo, allá por los últimos días de julio, el Santuario fue despojado de todo cuanto de valor contenía. Los retablos y los bancos se quemaron alegremente, se fusiló la antigua imagen de Cristo y la capilla quedó convertida en garaje. Más tarde, en septiembre, ante el avance de las tropas Nacionales hacia Madrid, evacuóse todo el material móvil, quedando la Ermita abandonada, pues los cañones habían enviado hasta ella más de una eficaz andanada.
La puerta había sido quemada muchos meses antes, y los quince hombres que nos ocupan pudieron entrar sin dificultad. El comisario encendió una linterna eléctrica, paseando por el suelo el luminoso haz.
—Tapad la puerta con una manta —ordenó.
Con un par de ellas se tapó la entrada y, poco después, con los restos de un confesionario, encendióse una hoguera. Se sacaron conservas, vino y coñac del llamado «asalta parapetos» (infernal mezcla de alcohol de noventa grados y un tinte cualquiera para darle color), y la noche prometió pasarse alegremente. Fuera, el agua caía a torrentes, ahogando las canciones de los milicianos.
Uno de ellos inició una improvisada danza con muchos saltos y patadas. De pronto se detuvo con un pie en el aire y miró al suelo.
—¿Qué pasa? —le preguntó uno.
—Parece que esto suena a hueco —dijo el danzan le.
—Alguna tumba —comentó el comisario.
—Estará vacía —dijo otro.
—A lo mejor no —se apresuró a decir un muchacho de rostro lleno de cicatrices. Decía él que de heridas—. Podría haber algún muerto cargado de joyas.
La codicia de todos se despertó con estas palabras.
—Podríamos abrirla —indicó un jovenzuelo de rostro encanallado, que ya se había tendido a dormir.
En un momento, todos, menos el «voluntario» y el comisario, empezaron a limpiar de tierra el suelo. Al fin, el de las cicatrices volvióse hacia el comisario y le pidió:
—Oye, tú, déjame la linterna.
De mala gana, cedió la linterna al que se la pedía, aconsejando:
—Cuidado, no la estropees.
La luz eléctrica revelé una amplia losa de mármol, gastada por los pies de numerosas generaciones de fieles. En letras borrosas se leía la siguiente inscripción, debajo de una calavera con dos tibias cruzadas:
HIC JACET
FERDINANDUS TOVAR
ANNO MDCXIX
—Esto debe de ser latín o griego —dijo uno.
—Traed los machetes y levantaremos la losa —apremió el de las cicatrices.
En un momento, seis machetes buscaron las junturas de la piedra y, media hora más tarde, los sudorosos milicianos lograren levantarla.
—¡Lo menos pesa una tonelada! —dijo uno.
—¿Qué hay dentro? —preguntó otro, empinándose para ver mejor.
Un ataúd de regular tamaño, cubierto de polvo, reposaba junto a otro, algo más pequeño.
—Parece que hemos cazado dos pájaros.
—A lo mejor en ese pequeño está la compañera del fiambre —rio uno.
En muy poco tiempo ambos ataúdes fueren sacados y conducidos junto a la hoguera, que fue avivada con nuevos trozos de confesionario y cajas vacías de municiones.
—Son de plomo —dijo uno de los sudorosos portadores.
—Los guardaremos para hacer municiones —intervino el comisario, que se había acercado al grupo, seguido del «voluntario».
—Plomo de ataúd para hacer balas —comentó alguien—. Las heridas que hagan serán mortales, ¿no?
La frase fue acogida con una carcajada breve. Todos tenían prisa por ver el contenido de los féretros.
Más de una hora se tardó en abrirlos. Las tapas estaban soldadas y hubo que hacer un corte bastante profundo.
—¡Lástima de abrelatas! —dijo el comisario.
—Nos hubiera ahorrado mucho tiempo.
Cuando se levantaron las tapas de las dos cajas, los milicianos, a pesar suyo, retrocedieron unos pasos. La presencia de la muerte les imponía un poco, aunque, a excepción del «voluntario», todos tenían varias sobre sus conciencias.
El ataúd mayor contenía el momificado cadáver de un hombre de unos cuarenta años. Vestía un traje bastante bien conservado, de amarillenta golilla, jubón de terciopelo negro, calzas acuchilladas del mismo material y altas botas de cuero. Sobre el pecho lucía la roja espadilla de Santiago, y tenía en el cinto una oxidada espada toledana con puño de plata. Ni en los dedos ni en el traje había joyas.
—A ese lo limpiaron ya sus herederos —comentó el comisario.
—Vamos a ver el otro cajón —apremió un miliciano.
El otro ataúd contenía los restos mortales de una mujer joven, extraordinariamente bien conservada. Su tez parecía tener aún los colores de la vida. Su traje era de terciopelo negro, y en las manos, cruzadas sobre el pecho, lucía dos anillos de oro y piedras preciosas. Del cuello pendíale una gruesa cadena también de oro, con un camafeo de marfil.
—Veamos qué es eso —dijo uno, quitando la cadena y observando el camafeo.
—Es un retrato —dijo otro, acercándose a mirar—. A lo mejor es la carátula del fiambre de ahí al lado.
En el reverso del retrato, que representaba un hombre de puntiaguda perilla y aguíleño perfil, se leían estas palabras:
«A mi muy amada esposa Beatriz —de Fernando— Madrid 1610».
—Nada, un recuerdo de familia —dijo el que leía.
En un momento despojóse a la muerta de todas sus joyas y hasta de un crucifijo de plata pendiente de un rosario con cuentas de ébano que llevaba en la cintura.
—¿Y qué hacemos con estos dos? —inquirió uno, dirigiéndose al comisario.
—Ponedlos contra la pared. Nos servirán para tirar al blanco.
El «voluntario» iba a decir algo, pero se contuvo.
El caballero y su esposa fueron colocados contra una de las viejas paredes de la Ermita donde trescientos años antes habían sido enterrados. Los milicianos sonrieron, satisfechos.
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—Parecen dos burgueses —dijo uno.
—¿Serían de veras marido y mujer? —preguntó otro.
—¡Cá, hombre! Esos vinieron aquí a citarse y se quedaron dormidos.
El «voluntario» se movía, inquieto. Luchaba con sus deseos de terminar aquella macabra burla.
—Se me ha ocurrido una cosa —dijo el miliciano de las heroicas heridas—. Voy a levantarle las sayas a esa tía para ver qué tales formas tiene.
—¿No os parece que ya hemos hecho bastante? —intervino el «voluntario», sin poder contenerse más.
—¡Vamos! ¡Tú les tienes miedo a los muertos! —rio uno.
—Hagamos lo que ha dicho ese, a ver sí...
Dos milicianos avanzaron hacia la mujer. El más atrevido empezó a levantar las largas faldas. De pronto se detuvo, volvióse hacia el caballero, y sus ojos se dilataron de horror.
—¡No! ¡No! —aulló, retrocediendo.
Los quince hombres quedaron inmóviles, no atreviéndose a dar crédito a sus ojos. Al fin, el comisario empuñó su pistola y la disparó hasta vaciar el cargador.
Fue inútil. Nada podía interrumpir el avance del ser que, espada en mano y con lentos pasos, se dirigía hacía los turbadores de su eterno descanso.
Un alarido salvaje rasgó el silencio que siguiera a las detonaciones de la pistola, y el miliciano que se había atrevido a poner la mano en la basquiña de la muerta cayó al suelo, atravesado el corazón por la oxidada espada que una huesuda mano empuñaba firmemente.
El otro miliciano, que había ido a ayudarle, se desplomó. No tenía herida alguna, pero su corazón había cesado de latir.
El ruido de los cerrojos de los máusers precedió a las estruendosas detonaciones. La apergaminada piel y los huesos del caballero de negro, saltaban al impacto de las balas, algunas de las cuales eran explosivas. Pero su avance no pudo ser interrumpido. La toledana hoja se hundía con áspero roce en la carne de los milicianos, que caían pronunciando con acento de súplica el nombre de su Creador. Al fin, solo quedaron el «voluntario» y el comisario. Ambos quisieron huir hacia la puerta, pero lo mismo que antes a sus otros compañeros, una fuerza misteriosa parecía tenerles atenazados allí.
—¡No, no! ¡Por el amor de Dios! ¡Por la Virgen! —suplicó el comisario, cayendo de rodillas y agitando ante él su inútil pistola.
El caballero, con el rostro casi destrozado por las balas y la ropa hecha jirones polvorientos, avanzó paso a paso, rígido, como movido por alguna fantástica maquinaria. Llevaba la espada, chorreante de sangre, con la punta hacia el suelo. Al llegar a unos dos metros del comisario la levantó y, lentamente, muy lentamente, hundióla en el pecho del asesino. Este lanzó un grito salvaje, soltó la pistola y se llevó las manos a la garganta, como si deseara contener el último aliento que se le escapaba. Al fin, derrumbóse junto a la abierta tumba.
En aquel instante un trueno ensordecedor conmovió el edificio. El caballero abrió los ojos, miró fijamente al «voluntario» y sus pupilas parecieron llegar hasta el pequeño escapulario que el joven llevaba junto al corazón.
Durante unos segundos, que parecieron siglos, muerto y vivo se contemplaron. Al fin, el caballero, sin perder su rigidez, volvióse muy despacio, y empezó a andar hacia la mujer, a cuyos ofensores acababa de matar.
El «voluntario») sintióse libre de sus invisibles ligaduras, y lanzando un ahogado gemido y santiguándose, corrió, corrió, lejos de allí.
* * *
A las dos de la madrugada, un centinela nacional oyó unos precipitados pasos que se aproximaban. Cogió presuroso una granada de mano y gritó el quién vive.
—¡Viva España! —contestó una voz ahogada.
Poco después, el capitán de la compañía vio entrar, precedido por un centinela, a un hombre de rostro joven y cabellera enteramente blanca, que decía cosas incoherentes acerca de un muerto, de una mujer y de catorce hombres que cayeron con el corazón atravesado por una hoja de acero toledano.