Estábamos reunidos alrededor de una mesa, cargada de botellas de coñac jerezano envueltas en las nubes de humo de nuestros cigarros, cigarrillos y pipas. Se celebraba el primer aniversario de la terminación de la guerra en España y todos nosotros habíamos amenizado la sobremesa, con alguna anécdota de aquellos tres terribles años. Solo el coronel Muñoz —rostro alargado, nariz aguileña, nieve en los aladares y en el áspero bigote y arqueado pecho—, no había pronunciado una palabra.
—¿Y usted, no nos dice nada? —preguntó el teniente Suárez, cinco heridas recibidas al frente de sus legionarios, medalla militar, ojos centelleantes, movimientos nerviosos y rostro simpático.
El coronel retiró de sus labios la pipa y duróme unos segundos contempló la cada vez más delgada columna de humo que ascendía de la cazoleta. Al fin, lanzando un suspiro muy hondo, contestó:
—Mi anécdota sería trágica y no quiero ensombrecer con ella este día que para todos es de alegre entusiasmo. Vale más que no hable. De todos mis recuerdos, en este momento, solo el que digo acude a mi cerebro.
—Pues cuéntelo —intervine yo—. Entre los que se han explicado ya, ha, habido hechos cómicos y sucesos trágicos. No puede pretenderse que los recuerdos de una guerra sean dulces y suaves.
Todos los demás se unieron a mi demanda y, al fin, el coronel Muñoz asintió con un movimiento de cabeza.
—Bien —dijo—. Les complaceré. Pero no me culpen a mí si luego el coñac les sabe a barro.
Se encendieron algunos nuevos cigarrillos y se vaciaron las copas, que enseguida fueron llenadas con el oro líquido de las cepas andaluzas.
—Me permitirán que hable a mi manera —empezó el coronel, que había dejado su negra pipa encima de la mesa y con mano ligeramente temblorosa llenaba de agua un vaso—. Entre mis papeles, el día que yo muera, se encontrará esa historia. La he escrito y releído muchas veces. Casi la sé de memoria. Por ello lo que voy a contar será casi on recitado.
Interrumpióse un momento, como si no se decidiera a, comenzar, y al fin, como rompiendo los invisibles lazos que le retenían, empezó:
—Algunos de ustedes han vivido la guerra en la Barcelona roja. Saben el horror de los primeros tiempos, cuando las masas se lanzaban a la calle descubriendo que todas aquellas leyes que contienen al hombre y le impiden convertirse en bestia eran papeles mojados. Fue como si a un niño se le diera una ametralladora a punto de disparar: tenían armas, eran los verdaderos dueños de la situación. La calle, las casas, todo era suyo. Mataron, asesinaron. A diario aparecían cincuenta o más cadáveres en los alrededores inmediatos a la ciudad.
»Al cabo de unos meses, al reducirse el número de los infelices que estaban fichados de antemano —por haber muerto ya o estar en el extranjero—, los asesinatos se fueron también reduciendo. Llegó el mes de noviembre de mil novecientos treinta y siete. El gobierno rojo se trasladó a Barcelona, y desde aquel momento el Estado sustituyó al asesino vulgar. El crimen se vistió de etiqueta o de uniforme. Ya no se sacó a los hombres y mujeres de sus casas y, metiéndolos en un auto, se les llevó a dar el «paseo» del que solo volvían los «patrulleros» con menos balas en los cargadores de sus pistolas y dejando atrás unos cuerpos perforados por el plomo.
»Se instituyeron tribunales, se fusiló diariamente, se extendieron procesos y el terror que pesó sobre Barcelona fue más grande que en los primeros meses de guerra.
»La aviación nacional y los barcos de la Escuadra atacaron varias veces la plaza. Se bombardearon las fábricas de municiones, pero estaban situadas en lugares tan poblados que era casi imposible acertarlas sin exponerse a que la mayor parte de las bombas cayeran en casas habitadas por gente inocente.
»Entre los que se encontraban en la ciudad había muchos que estaban dispuestos a jugarse la vida por su ideal, pero no podían lanzarse a la calle en contrarrevolución porque carecían de organización y de armas suficientes.
»Uno de esos hombres, o, mejor dicho, uno de esos muchachos, pues apenas tenía veinte años, se dio cuenta de que hacía falta preparar militarmente a los simpatizantes con su idea. Él conocía a muchos, aquellos muchos conocían a otros, y poco a poco se fue formando una centuria, Cien valientes dispuestos a todo.
»Por medio de complicadas claves formó una lista con los nombres y domicilios de sus compañeros. Solo una persona en el mundo podía descifrar aquella relación: él. Como ejemplo les diré que cada letra tenía tres signos distintos que se utilizaban primero por orden correlativo y luego al revés.
Comprendiendo que no nos hacíamos cargo de lo que nos explicaba, el coronel sacó un cuaderno de notas y un lápiz, escribió unas cifras y las mostró.
—Fíjense —continuó—. El cinco equivale a «A». El veintiséis es también «A» y también lo es el ciento uno. La primera vez que se —necesita utilizar una «A» se hace servir el cinco; después, la siguiente «A» que se emplea es el veintiséis, y la otra el ciento uno Hemos utilizado ya tres «A». Inmediatamente, aunque sea en medio de palabra, se escribe el número cinco, lo cual indica que se han empleado las «A» y que por lo tanto hay que recomenzar a utilizarlas. Pero ahora nose empieza por el cinco, sino por el ciento uno, después por el veintiséis y por fin el cinco. Y después del cinco el ciento uno para indicar que se han terminado las «A». Y vuelta a empezar por el cinco. Lo mismo ocurría con las otras letras. Las de más uso tenían hasta diez números, a fin de que su repetición no hiciera comprender, a los que pudieran descubrir la lista, de qué letras se trataba. Por lo tanto, no debo insistir sobre el detalle de que la clave era casi indescifrable.
»El jefe de esa centuria se llamaba Santiago. El apellido no tiene importancia. Como ayudante suyo tenía a Juan Muntadas, un muchacho tan entusiasta como él. Desde el primer instante, ambos jóvenes comprendieron que la mejor labor que podían hacer por sus hermanos que combatían en las filas nacionales era impedir que las fábricas de municiones rojas enviaran al frente su mortífera producción.
»Convenía, pues, que el mayor número posible de sus hombres entraran a trabajar en dichas fábricas, preparándolo todo para un sabotaje.
»De los encuadrados en la centuria de Santiago y Juan, solo dos eran dignos soldados de sus jefes. Los demás tenían buena voluntad, pero carecían de las condiciones precisas para el peligroso trabajo que les fue encargado. Por ello su actuación fue completamente nula.
»Los dos a que me refiero habían ingresado desde el primer momento en los sindicatos más revolucionarios. Hablaban de los crímenes cometidos por ellos como si en efecto los hubieran cometido. Habían hablado por radio, en sesiones de propaganda, y no se les puso ningún obstáculo cuando solicitaron ingresar en una de las fábricas de granadas de cañón.
»Solo elogios merecieron por el celo con que trabajaban fabricando mensajes de muerte contra los nacionales. Y a nadie se le ocurrió jamás que aquellos dos hombres, que casi nunca se decían nada, estuvieran unidos por un ideal contrario al que proclamaban.
«Una noche de noviembre del treinta y ocho, sin que se supiera cómo, estalló un incendio en la fábrica de granadas. Cuando se intentó utilizar los extintores descubrióse que estaban vacíos. Las mangas de agua se hallaban averiadas y no hubo manera de sofocar las llamas, que en pocos minutos llegaron a los depósitos de explosivos, haciéndolos estallar unos tras otros. Hubo que evacuar el edificio. Los bomberos ni siquiera pudieron aproximarse a las naves, que se derrumbaban a causa de las explosiones de la trilita y la melinita. El aire estaba también lleno de explosiones.
»Al cabo de cuatro horas, cuando estalló la última, granada, pudo dominarse el fuego. Pero de la fábrica no quedaba nada. La maquinaria, los laboratorios de carga y producción de explosivos, dos millones de granadas dispuestas a ser enviadas al frente, los camiones que debían conducirlas, los archivos con las fórmulas secretas... todo, había sido destruido.
«Enseguida se comprendió que aquello no había sido un accidente fortuito. La Policía inició, rabiosa, sus investigaciones. Éstas no se confiaron a los agentes dudosos. Empleáronse policías rusos y los españoles que estaban más al lado del gobierno rojo.
«No sé cómo —jamás se ha sabido— descubrieron a Santiago y a Juan Muntadas. Alguien cantó, los denunció: no pudieron ser descubiertos de otra manera. Ambos tenían sus coartadas y pudieron demostrar que jamás se habían acercado a la fábrica destruida.
»—Ya sabemos que no han sido ustedes los autores materiales del hecho —les dijeron sus interrogadores—. Pero la orden ha partido de usted —y miraron amenazadores a Santiago—. Tenían a alguien en la fábrica, alguno de su centuria. Él fue quien provocó el incendio. Dígannos quién es y será mejor para ustedes.
»Ni uno ni otro contestaron.
»—Bien. Llévense a ese —ordenó el jefe de los interrogadores, señalando a Santiago.
»Durante tres días, el joven no supo nada de su amigo. Lo habían metido en una celda de techo tan bajo que le obligaba a estar constantemente echado, sin poder siquiera sentarse. En realidad aquello parecía una especie de ataúd con unos agujeros para dar paso al aire.
»La celda hallábase cerca de la cocina, del antiguo convento que servía de cárcel. Hasta Santiago llegaban, penetrantes, los olores de la comida, que se preparaba para los oficiales y guardianes. Esto exacerbaba el hambre del preso, que desde su detención no había probado el menor alimento.
»Por fin, al anochecer del tercer día, abrieron la puerta de la celda, y dos policías, armados de vergajos de goma, le hicieron salir.
»—¿A dónde vamos? —preguntó Santiago.
»—A declarar —le contestaron los guardias, verdaderos tipos patibularios.
«Siguieron un largo pasillo de paredes encaladas y piso de mosaico, por dónde unos años antes circulaban silenciosas las monjas de clausura. A mitad de dicho pasillo, a Santiago le pareció ver un bulto en el suelo. Asaltado por un impreciso temor, siguió avanzando con la mirada fija en aquello.
»—¿Sabes lo qué es? —le preguntó uno de sus acompañantes.
»Santiago le miró en silencio.
»—Es uno que no quiso contestar a las preguntas del juez. Fuimos un poco duros con él y terminamos demasiado pronto.
»Santiago aspiró profundamente. Le parecía que su cuerpo había sido vaciado. En un momento olvidó su hambre y sed.
»Siguieron avanzando a lo largo de estrechos corredores débilmente alumbrados por lámparas de poca potencia. Por fin se detuvieron frente a una puerta junto a la cual montaba guardia otro policía.
»Sin cambiar ni una sola palabra, los que conducían a Santiago abrieron la puerta. El muchacho cerró los ojos, cegado por la intensidad de la luz. Dos lámparas de gran potencia luminosa, provistas de reflectores, estaban enfocadas hacia la entrada. Detrás de ellas unas sombras cambiaron unas palabras. Al fin se apagaron los reflectores y se encendieron las luces del techo.
«Santiago miró a su alrededor. En el cuarto había, además de los guardias que le habían conducido, otros cinco hombres. Uno de ellos estaba sentado a una mesa, con un cuaderno de taquigrafía en la mano. Los demás parecían agentes.
»Uno, el de más edad, volvióse hacia el que estaba a su lado y, con un gesto de cansancio, dijo:
»—Interrogadle.
«El agente acercóse a Santiago y, con acento bondadoso, empezó:
»—Muchacho. Has sido un mala cabeza. Te has metido en un juego que no era para ti y estás a punto de pagar muy caras las consecuencias. Se nos ha encargado que te saquemos la verdad. Nos consta que eres el jefe de una organización fascista.
»—¡Mentira! —exclamó Santiago, tratando de atenerse a lo que había planeado para el caso de que le detuvieran.
»El agente le interrumpió con un ademán.
»—Pareces inteligente y por eso te aconsejo que no sigas con tan burda farsa. Sabemos, te repito, que eres el jefe de una organización enemiga del régimen del pueblo. Como estamos absolutamente seguros de ello, te has ahorrado ciertas molestias. Si insistes, podemos convencerte, de una manera bastante dura, para que confieses sencillamente eso: que eres el jefe de una centuria fascista.
»Santiago permaneció en silencio unos segundos. ¿Qué debía hacer? Si confesaba que era el jefe de aquella organización, se condenaba a muerte. Pero el que le interrogaba siguió hablando.
»—Por otra parte es igual; puedes seguir fingiendo que no mandas esa centuria. A nosotros nos da lo mismo. Lo que realmente nos interesa es que descifres esto.
Y el hombre le tendió la lista de los cien miembros de la centuria.
»Santiago fingió no saber qué era aquello.
No te hagas el tonto —sonrió el que le interrogaba—. ¿Quieres decirnos cómo se descifra esto?
»—No sé... —empezó Santiago, pero una terrible bofetada le interrumpió.
»—Lamento tener que emplear estos métodos —dijo, como disculpándose, el agente, al mismo tiempo que se secaba la mano—. Este papel es tuyo, y si nos dices enseguida cómo se aclara, te ahorrarás muchas molestias.
»Santiago fingió una terrible desesperación.
»—Aunque me matéis no podréis hacer que confíese una cosa que no sé.
»El joven no pudo saber nunca de dónde le llovieron los golpes. En un instante sintióse rodeado de manos, puños, porras y bastones que caían sobre él desde todos los sitios. Intentó en vano resguardarse con los brazos. Era inútil. Se le golpeaba desde la cabeza hasta los pies; Y en medio de los gritos de dolor que no pudo contener, llegaban hasta él las burlas de sus martirizadores. Por fin, un golpe más violento, aplicado en la cabeza con un bastón, dio con él por tierra.
Se tambaleaba como si estuviera borracho.
Image
»—Quiero hablarte con franqueza—, empezó el interrogador—. En esta cárcel tenemos medios capaces de hacer hablar a, un mudo. Te prometo que lo comprobarás por ti mismo. Somos buenos y por eso no te hemos llevado a hacer un recorrido de todos ellos. Pero lo haremos, te lo aseguro, si no entras en razón.
»Cuando al cabo de varios minutos volvió en sí al influjo de algo muy fuerte que se le hizo aspirar, se encontró en el mismo cuarto.
»—¿Sigues tan tozudo como antes? —le preguntó el hombre de más edad, que al parecer había, decidido hacerse cargo del interrogatorio.
«Santiago le miró atontado, y, lentamente, secóse la sangre que le resbalaba de un corte en la mejilla.
»—Levántate —le ordenó el hombre.
»Los policías le obligaron a ponerse en pie.
Mira. Entre los cien nombres que hay aquí, a nosotros solo nos interesa el autor, o autores, del sabotaje contra la fábrica de granadas. Dínoslo y podrás volver a tu celda y comer un buen filete.
»Fueron momentos terribles para el muchacho. Sabía que si pronunciaba las palabras que deseaban sus carceleros, los héroes que destruyeron aquella fábrica, donde se preparaba la muerte de los soldados de Franco, morirían en medio de terribles martirios. Solo él conocía sus nombres. Juan Muntadas ni siquiera sabía cómo se preparó todo. Por lo tanto, la muerte o la vida de aquellos dos valientes dependía exclusivamente de él. ¿Podría resistir las torturas que presentía?
»Deseaba poderlas resistir, comprendía que debía resistirlas, pues al cargar con la responsabilidad de jefe de cien hombres se obligó a ser digno del ideal que se había fijado. La decisión tomada fue:
»—Le aseguró que no sé nada.
»Un relámpago de ira centelleó en los ojos del juez.
»Una décima de segundo después, Santiago recibía un golpe tremendo en plena nariz y un río de sangre le llegó hasta la boca.
»Instintivamente, al rehacerse, el muchacho crispó los puños como para precipitarse sobre su martirizador.
»—¿Esas tenemos? —dijo con voz dura el juez—. ¿Quieres pelea?
»Y, otra vez el golpear salvaje, incesante. Ya no le pegaban con los puños. Todos utilizaban porras de goma. El infeliz corría de un lado a otro buscando en vano un refugio contra aquel bárbaro castigo.
»No pudiendo resistir más, se tiró al suelo. Y a puntapiés le hicieron rodar, hasta que un golpe en la ingle le arrancó, con un alarido, el conocimiento.
»Acababan de hacerle beber un trago de alcohol puro. Tosiendo y ahogándose, el muchacho se incorporó a medias mirando con ojos dilatados por el espanto a sus verdugos.
»El de más edad dijo, dirigiéndose a los guardias:
»—Llevadlo a una celda y que esta noche lo fusilen.
»Fue imposible hacer que Santiago se pusiera en pie. Los dos guardias que le habían traído tuvieron que llevarlo casi a rastras, dejando tras ellos un sangriento reguero, hasta una celda de la planta baja, por cuya alta y enrejada ventana se veían las copas de los árboles.
»Santiago fue precipitado dentro del cuarto y la puerta se cerró tras él. La frialdad del suelo le hizo, al cabo de unos minutos, recobrar por completo la noción de las cosas. Arrastrándose llegó hasta una colchoneta tirada en un extremo del calabozo. Fue a tenderse sobre ella, pero estaba empapada en agua. Lanzando un gemido, el joven acurrucóse junto a la pared, quedando sumido en un profundo sopor, del que al cabo de una hora le sacó un arrastrar de pasos por el pasillo.
»Los que llegaban, que eran varios, se detuvieron ante la puerta de la celda. Una llave giró en la cerradura y un haz de luz blanca cayó sobre el infeliz.
»—¿Es ese? —preguntó una voz.
»Y otra contestó:
»—No, aún no; a ese le toca más tarde, es el sexto.
»—Vamos, pues.
»Se cerró otra vez la puerta y se abrió la de la celda vecina. Debía de estar ocupada por varios presos, pues se oyó un murmullo de voces, que fueron dominadas por la del portador de la lámpara. Pronunció un nombre, ordenando que el aludido saliera. Debió de resistirse, pues unos guardias entraron en el cuarto y se oyeron unos alaridos de dolor, rumor de lucha y una voz que gemía:
»—¡No, no! ¡Por Dios, que yo no he hecho nada!
»Un grito precedido de un golpe seco, como de madera contra hueso, y el detenido no volvió a hablar. Los pasos se alejaron. A poca distancia se abrió una puerta cuyos oxidados goznes chirriaron estridentemente. A continuación pasos sobre la arena de un jardín. Unas voces de mando, ruido de culatas al chocar contra el suelo. Otra voz de mando. Arrastrar de pies...
»Con ojos desorbitados, en la oscuridad, Santiago seguía mentalmente la escena. Veía al condenado ante el piquete ejecutor, una venda sobre los ojos, las piernas doblándosele... Oyóse una descarga cerrada, y medio minuto más tarde, un disparo de pistola: el tiro de gracia.
»Pasó media hora. Santiago permanecía con todos los doloridos miembros en tensión. Volvieron a sonar pasos en el corredor, abrióse la puerta de una celda próxima, se oyeron gritos y súplicas de bestia acorralada. Después, nuevamente en el jardín, las voces de mando, el abrir y cerrar de los cerrojos de los máusers, la descarga y el tiro de gracia, punto final de la tragedia.
»Santiago fue contando las ejecuciones— que tenían lugar al pie mismo de la ventana de su celda. Dos. Faltaban tres para que le llegara el momento. ¿Temblaría al enfrentarse con los fusiles ejecutores? ¿Dolerían las balas al rasgar la carne? Por mucho daño que hicieran —y le habían asegurado que apenas se notaba algo más que un golpe blando— jamás dolerían tanto como los martirios de aquella tarde.
»Tres fusilamientos. Otros dos y le llegaría el turno.
»Cuatro. Uno más y luego él.
»Pasó una hora entera. Una hora de aguardar con el cuerpo y el alma en vilo. Los verdugos no llegaban a buscar a la víctima que debía precederle en el último viaje. Un reloj dio las tres. Era el mismo que un siglo antes señalara las dos.
»Continuó la espera. Santiago sentíase agotado. Hubiera dado todo lo del mundo por poder dormir. Pero le aterraba ser despertado de pronto para, sin ninguna preparación, marchar a la muerte.
»Las tres y medía.
»Muy lejos se abrió una puerta. El muchacho se incorporó, escuchando con el aliento contenido. Pasos de varios hombres calzados con pesadas botas. Una celda abierta. Unos golpes. Unas histéricas carcajadas, que se acercaron, fueron creciendo, pasaron junto a la puerta de la celda y continuaron hasta el jardín, siendo, por último, cortadas por la descarga.
»Como si aquella risa de loco le hubiera sostenido, cuando los disparos la acallaron, Santiago cayó al suelo cuan largo era.
»Los pasos volvieron a oírse. Los verdugos regresaban. El joven no se movió. Nada le importaba ya. Pero aún no le había llegado el momento. Los pasos se apagaron y en la cárcel el silencio volvió a llenarlo todo.
«Las cuatro.
»Santiago contaba mentalmente los segundos y minutos que seguía viviendo.
»Las cuatro y media.
»No podían tardar en llegar por él.
»Las cinco.
»¿Pensarían fusilarle de día?
»Se abrió una puerta y las pesadas botas marcaron un fúnebre compás sobre el mosaico. Santiago contaba los pasos. ¡Diez! ¡Once! ¡Veinte! Les faltaba muy poco para llegar a su celda. ¡Veinticinco! Debían de estar llegando. ¡Treinta! Estaban junto a la puerta.
»Pero se alejaban. No se detenían.
»Las cinco y media.
»Por la ventana percibíase una leve desacentuación, de las tinieblas. Los fusilamientos son al amanecer. ¿Acariciarían los primeros rayos del sol su cadáver?
»Otra vez los pasos. Eran rápidos. Les corría prisa. Se habían entretenido demasiado. Con el corazón latiéndole aceleradamente, Santiago los oyó llegar. Se detuvieron frente a su celda. Abrieron muy deprisa la puerta y una voz le ordenó salir.
»No esperaron a que se incorporase. Se sintió cogido violentamente y le arrastraron hacia el jardín. No opuso ninguna resistencia. ¿Para qué? Casi estaba, contento. Su secreto moriría con él.
»La luz crecía. Hacia el mar, el cielo adquiría un tinte entre gris y azulado. En los árboles se notaba el rebullir de algunos gorriones.
»Santiago vióse frente a un muro sembrado de pequeños hoyos producidos por el impacto de las balas. A la izquierda, debajo de unos laureles, yacían cinco bultos cubiertos con mantas grises. Una de las mantas estaba rota y a través del desgarrón se veía una mano blanca, fina, que estrujaba unas briznas de hierba seca.
»—Espera ahí —ordenó el sargento que mandaba el piquete de guardias, señalando un banco de piedra a unos metros de los cinco bultos.
»Santiago no apartaba los ojos de ellos, sobre todo de— aquella mano.
»Volvió el sargento, habló en voz baja con los guardias. Estos se pusieron en pie y se alinearon frente al paredón. Apoyáronse negligentemente sobre los fusiles y esperaron.
»El muchacho, con los nervios deshechos, les observaba jadeante.
»El sol iluminaba ya el jardín.
»Un policía llegó corriendo. Habló con el sargento, y este, a toda prisa, dio unas órdenes. Santiago fue conducido contra la pared, le taparon los ojos, oyó las voces reglamentarias, sintióse mirado por los amenazadores ojos de los doce máusers de los guardias.
»Era todo oídos para escuchar la voz de «¡Fuego!»
»¡Ahora!
»No, todavía no. Pasaron muy lentos los segundos. Otra vez la arena fue aplastada por las botas de alguien que llegó también corriendo. Se discutía. Por fin Santiago sintióse cogido de los brazos, le quitaron la venda, y el sargento, le dijo, riendo:
»—Por hoy no te fusilamos. Ha habido una mala interpretación, y en vez de fusilarte a las cuatro nos hemos distraído. Tendremos que matarte esta noche.
»Cuando salieron del jardín llegaban unos hombres con unas camillas para recoger los cinco cadáveres.
»Santiago no era ya un ser humano; era una piltrafa que apenas podía moverse. Si hubiera podido permanecer en el jardín o ver lo que en él sucedía, habría descubierto que aquellos bultos que él tomó por cadáveres eran unos muñecos de cartón.
»No le llevaron a su celda, sino a una amplia estancia llena de aparatos y máquinas. En ella le esperaban los mismos que el día anterior le interrogaron.
»—Creíamos que ya estarías fusilado —le dijeron—. Vaya, aún estás vivo, y como hoy no tenemos trabajo nos entretendremos contigo un poco.
»Y, durante un cuarto de hora, cuatro hombres descargaron su saña sobre él. Cuando se cansaron, el muchacho yacía de bruces en el suelo. De la cabeza le manaba abundantísima sangre.
El agua helada que caía sobre él le hizo abrir los ojos. Le estaban regando con una manguera. El que la manejaba la dirigía preferentemente al rostro, ahogándole, haciéndole luchar por mantenerse lejos del implacable chorro. Por fin cesó el martirio.
»—¿Tienes frío? —preguntó uno de sus martirizadores.
»El infeliz daba diente con diente.
»—No te preocupes, te calentaremos. Trae esas varillas.
»En un extremo de la estancia había un pequeño fogón portátil, con un ventilador centrífugo movido a mano que mantenía, ardiendo un montoncito de carbón del cual sobresalían unas varillas de hierro. Un policía sacó una de ellas, protegiéndose la mano con un trapo manchado de grasa, y la tendió al que la había pedido.
»Santiago vio ante sus ojos el enrojecido extremo de uno de los hierros.
»—¿Quieres ser buen chico y evitarnos una escena desagradable?
»El muchacho inclinó la cabeza. Solo ansiaba una cosa: Morir.
»De pronto ascendió hasta él el olor a ropa quemada, y un instante más tarde, el enrojecido hierro, después de atravesar la destrozada chaqueta y la camisa, le llegaba a la carne.
»Cuando terminaron con las varillas, Santiago era un bulto informe del cual brotaban tan solo entrecortados gemidos. Sus torturadores estaban fuera de sí.
»—¿Querrás hablar, maldito cerdo? —gritaba el jefe, descargando furiosos puntapiés sobre aquel cuerpo que parecía privado ya hasta de la capacidad de sentir dolor.
»Y otra vez los golpes hasta que de nuevo la inconsciencia vino en auxilio del muchacho.
»Pero necesitaban descubrir la verdad, querían conocer el nombre del autor del sabotaje que en unos momentos de gran peligro privaba al ejército rojo de casi todas las reservas de municiones artilleras. A viva fuerza le hicieron volver en sí. Luego lo arrastraron hasta un banco de carpintero, le ataron las manos a unos postes de madera, cogieron unas llaves inglesas y agarrando con ellas un dedo de cada mano empezaron a hacer presión.
»El cuerpo de Santiago se arqueaba. De su boca brotaba una espuma rojiza. Al fin crujió un hueso y, con un alarido final, el joven se desplomó sin sentido.
»Cuando volvió en sí, encontróse frente a un hombre de tipo mongólico. Vestía una chaqueta de cuero y gorra, del mismo material. Por debajo de la chaqueta asomaba el extremo de la funda de una larga pistola.
»—¿Cómo se encuentra usted? —preguntó el ruso en perfecto castellano.
»Santiago le miró temeroso.
»—No tenga miedo, soy amigo —le advirtió el otro. Y volviéndose hacia, los torturadores, que estaban agrupados en un extremo de la habitación, les dijo con acento tembloroso por la ira:
»—Lo que ustedes han hecho es canallesco. Este muchacho es un valiente y si ha faltado a nuestra ley se le fusila; pero nunca se le martiriza así.
»Los demás inclinaron la cabeza. Santiago miraba incrédulamente a aquel hombre que intercedía en su favor. ¿Sería verdad? ¿Se trataría de una nueva, burla?
»—Muchacho —prosiguió el ruso—. Yo haré que sea usted juzgado por un tribunal competente. Si se demuestra que usted nos ha hecho el daño de que se le acusa, será fusilado; pero yo le prometo que no volverán a atormentarle.
»Dirigióse a uno de los guardias, y le preguntó:
»—¿Se le ha dado de comer?
»El guardia negó con la cabeza.
»—¿Desde cuándo? —volvió a preguntar el ruso.
»—Desde que entró, hace unos cinco días.
»—¡Sinvergüenzas! ¡Ustedes se llaman hombres! ¡A ver, que traigan enseguida algo que comer! ¡Un buen bisté!
»Salió el guardia a encargar lo que el ruso había pedido y este ordenó que se hiciera beber un buen trago de coñac al preso, que se sintió muy reanimado. Todos los demás obedecían presurosos la s órdenes del extranjero, que debía de ser el jefe de aquella prisión.
»Se trajo una mesita, una butaca, para que se sentara. Santiago, y un par de panes. Luego entró un empleado de la cárcel con una fuente en la que humeaba un enorme pedazo de carne.
»El ruso inclinóse a olerlo.
»—¡Muy buena parece! Vaya, muchacho, anímese y coma.
»Como Santiago no podía mover la mano izquierda a causa de la rotura de uno de los dedos, el mismo ruso le cortó la carne, que el joven devoró ansiosamente. En menos de diez minutos dio fin a la comida.
»—¿Tiene más gana? —le preguntó el ruso.
«Santiago dijo que sí con la cabeza.
»—Bien, bien. Acompáñeme y usted mismo dirá lo que quiere que le frían.
»Sostenido por dos policías salió de la habitación. Delante de él iba el ruso. Atravesaron valías salas, un corto pasillo, descendieron por una escalera y al fin llegaron al cuarto inmediato a la cocina. Allí se detuvieron. El ruso se apartó a un lado, dejando ver al muchacho, un bulto en el suelo cubierto con un trozo de— arpillera.
»—Bien, amiguito, bien —sonrió bondadosamente—. Dice que tiene hambre, ¿eh? Pues mire, usted mismo va a escoger el pedazo de carne, que más le guste.
»Y con un rápido ademán apartó la arpillera.
El coronel hizo una pausa, respirando profundamente. Luego continuó:
—Santiago miró hacia el suelo. Sus ojos se dilataron, casi a punto de saltarle de las órbitas. Ante él yacía el cadáver de un hombre. Estaba desnudo. De la nalga derecha faltaba, un trozo de carne, dejando ver una enorme y ensangrentada herida. Y la cara... La cara era... la de... Juan Muntadas... su compañero.
»El alarido que lanzó el infeliz fue terrible. A pesar de los gruesos muros del antiguo convento, llegó hasta, la calle. Y cuando al fin, al cabo de un minuto entero, se quebró, fue en una carcajada larga, continua, que no cesó ya jamás.
»Cuando las tropas libertadoras entraron en Barcelona, se, le encontró en una celda de— aquella «Cheka». Todos los demás presos habían escapado. Él, no quiso marcharse. ¡Reía... siempre reía! Y de vez en cuando pronunciaba palabras incomprensibles; las cifras de la lista secreta.
* * *
El coronel Muñoz se levantó lentamente, pasóse una mano por la frente, respiró muy hondo y poco a poco salió del cuarto.
Durante unos minutos ninguno de nosotros dijo nada. Por fin, Alberto Segura, uno de mis mejores amigos, murmuró:
—¿Saben ustedes cómo se llamaba ese muchacho? —y sin esperar a que contestáramos negativamente, continuó—: Se llamaba, mejor dicho, se llama, porque desgraciadamente aún vive, Santiago Muñoz; y el hijo del coronel.