Por fin había dado con una calle de un solo minuto, como decimos aquí, de una sola cuadra. Era angosta y se llamaba San Julián el Pobre. A veces tenía un silencio y otras, dos o más; a veces, turistas, y a veces, solitarios. Era una calle sorda con aspectos de penitente postrada ante la iglesia de San Julián el Pobre, en cuyo interior, según me mostró un guardia republicano (Liberté, Fraternité, Egalité) aún existía un pequeño horno donde antiguamente se hacía el pan destinado a ser distribuido entre los pobres. Antiguamente…
Un pintor japonés desde la esquina de la calle angosta dibuja, pinta o intenta sorprender a Notre Dame. El olor de las papas, de los arenques, de las lechugas le había obligado a hacer una naturaleza muerta. No es tan fácil participar de Notre Dame. El que podría participar de ella es un japonés converso y monje que llevaba el otro día en su valija una colección de varios ídolos nipones que había confiscado en la casa de sus amigos japoneses convertidos por él. Había en él el «amarillo», y otras condiciones del amarillo que no podían participar de Notre Dame. Antiguamente… ¿Por qué antiguamente? El pan de los pobres.
Notre Dame. Notre Dame. A media noche, casi junto a los apóstoles de los portales, una mujer enorme me gritó:
—¿Dónde vas?
La mujer era enorme, y su voz era también enorme como para anchura del desierto.
Los mecheros de los faroles, claros y adormecidos.
—Vamos —repitió la voz de la mujer.
Tres guardias republicanos montados a caballo cruzaron el Pont Neuf.
La mujer enorme huyó. Las gárgolas de la catedral se retorcieron en mi alma. Y se me vino un recuerdo amargo: Teresa.
Mi novia era pequeña y vestía de vez en cuando de rosa. Teresa, Buenos Aires. Miré el cielo de París. No había estrellas. Había cielo y no había estrellas.
Chevique me tomó las manos, miró detenidamente sus líneas, luego echó las cartas, y leyó:
—¡Tragedia! Usted ama a una niña de familia tradicional que se opone a sus relaciones. Ella no lo quiere mucho…
Ema se paseaba de un lado a otro y cantaba: Eron, eron, petit patapon, sur le pont d’Avignon —con acento agrio y extraño que me trajo a la memoria el pueblo de mi nacimiento, y un puente, y sobre ese puente el niño que aún hay en mí, y al cual no termino nunca de volver y retornar. Ese niño que de vez en cuando asoma a mis ojos, y a quien la enfermera del Hospital de la Maternidad, de la Rue Pascal, dijo:
—Usted tiene ojos de portugués enamorado.
Justamente esta noche, a la una, tengo cita con la enfermera; y a la una menos cuarto me apuesto cerca del hospital. Empieza bruscamente a llover. De tanto en tanto, en la oscuridad se levantan resplandores que dejan ver los techos de pizarra y el patio del hospital. Suena a cada rezaba, me seguían, por la Avenida de Mayo de Buenos Aires, dos jovencitas japonesas enlutadas que llevaban atadas al cuello sendas cruces… Iban a misa.
Despierto. Abro los ojos. Examino los dos francos, y en tanto oigo que Lisandro Alvarado me dice:
—Un día me asusté; creí que había en mi familia judíos…
En el momento de esa confesión, Lisandro atravesó más de dos kilómetros en busca del puesto que ofrecía nafta por dos francos menos que en los demás puestos.
Volví a dormirme, y en el coro de San Mateo de Bach, y en un banco de l’Eglise de l’Etoile, de fondo pintado de azul y estrellas doradas, imitación al modo de Giotto; y ahora me duelen las manos, me sangran las manos.
Hace frío. Tengo la boca amarga y el alma erizada de sequedad.
El sirviente ha entrado en mi cuarto, y me observa:
—Ahorre, ahorre. No tire las migas de pan…
Avisos semejantes he mirado en los tranvías y en los subterráneos.
¡Ah! Pero es verdad, en los hornos de San Julián el Pobre ya no se hace más pan para los pobres.