1
Dicho claramente y sin disimulos, la señora Granville Page estaba arruinada. Claro que su ruina no era la de una persona cualquiera que teniendo quinientos dólares en el bolsillo se considera millonaria. La señora Granville tenía quinientos dólares y hasta mil. Además poseía un auto de modelo anticuado, una casa hipotecada y, además, las perlas Dubois.
Estas perlas eran, empleando una frase vulgar, algo muy serio. Algo muy valioso algo completamente único. La señora Granville las había llevado de cuando en cuando, sin intentar nunca informar a quienes la admiraban de que las citadas perlas eran nada menos que las Dubois. Si lo hubiera hecho, si hubiese cometido la ingenuidad de anunciar que era dueña de aquellas perlas, hubiera recibido al momento la visita de cierto caballero francés, que se hubiera hecho acompañar de la policía para retirar de las manos de la señora Granville Page las perlas que, legalmente, pertenecían a la familia Dubois, de cuya caja de caudales desaparecieron tres años antes, llegando a Nueva York, vía Canadá, escondidas en un recio bastón de Malaca que empuñaba un diestro ladrón internacional.
No era la señora Granville la única enterada de que sus perlas eran las Dubois. Había otras que también lo sabían, pero que, por amistad o desinterés por el asunto, no decían nada.
La señora Granville, en una época en que se creía enteramente libre de todo riesgo económico, por las perlas la respetable suma de un cuarto de millón de dólares. Era mucho; mas el valor de las perlas se calculara en el medio millón.
Pero en tres años, las cosas cambiaron tanto, que la señora Granville Page se encontraba en la apurada situación de tener que vender sus perlas o exponerse a una quiebra muy desagradable. La señora Granville era mujer de prudentes decisiones, y por ello no vaciló en descolgar el teléfono y marcar un número.
Aquel número no figuraba en el listín de teléfonos. Se lo había proporcionado una amiga de toda confianza, a quién expuso su situación y su deseo.
—Riddell es el hombre que puede sacarte de ese apuro. Él te comprará las perlas sir hacer ninguna pregunta molesta. Su tienda está en la Quinta Avenida; pero sus mejores negocios los hace después de mediodía, desde este teléfono.
Y después de estas palabras, la amiga entregó a la señora Granville el número que ahora acababa de marcar.
La señora Granville Page aguardó unos instantes. Por fin, una voz pidió:
—Diga.
—¿Es usted R?
A Riddell, por aquel teléfono, solo se le nombraba por su inicial. Era un indicio de que la persona que hacía la llamada conocía la situación.
—Yo mismo. ¿Quién llama?
La señora Granville dio su nombre y dirección y luego explicó:
—Deseo proponerle un negocio que estoy segura le interesará. Es muy importante.
Riddell no contestó enseguida. Pareció reflexionar unos instantes, y por fin preguntó:
—¿Desea que vaya a visitarla a su casa o prefiere usted venir a la mía? Quizá le guste un sitio que no sea ningún de los dos.
—En efecto —contestó la señora Granville.
—Creo que sería mejor un lugar público, donde pudiéramos fingir un encuentro casual. ¿Le parece bien el «Petit Café», junto a la catedral de San Juan Divino?
—Perfectamente. ¿A qué hora?
—A las tres y media, Yo llevaré un sombrero negro de ala muy ancha. Me sentaré en uno de los departamentos que dan a la pista de baile.
—Muy bien, señora. Hasta las tres y media.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Riddell cuando colgó el teléfono. Pulsando un timbre ordenó al empleado que acudió a la llamada:
—Tráigame la ficha de la señora Granville Page.
El empleado abrió un fichero y sacó de él la ficha pedida, que Riddell examinó atentamente. En ella se consignaban todas las joyas de alguna importancia adquiridas por la señora Granville. La mirada de Riddell se fijó enseguida en la entrada que decía: «Perlas Dubois-1928-250.000 $». Riddell ya no necesitaba más para comprender. Siempre sonriendo, devolvió la ficha al empleado, y antes de que este saliera abrió la caja de caudales y sacó de ella un grueso fajo de billetes de Banco, comentando:
—Vamos a hacer un buen negocio.
El éxito y la fortuna de Riddell se debía, exclusivamente, al formidable servicio de investigación de que disponía en América, Europa y Asia. En cualquier momento podía saber cuál era la situación de las principales joyas del mundo, y de haber querido, hubiera estado en condiciones de explicar a la Policía muchos misterios. Pero Riddell no sentía ningún cariño por la Policía ni por la Ley.
2
En una de las mejores habitaciones del Waldorf Astoria, un hombre de engañosa juventud, más aparente que real, descolgó el teléfono cuyo timbre acababa de sonar estridetemente. Una voz pronunció estas palabras: «Señora Granville Page. Esta tarde».
Nada más. La comunicación quedó cortada, pero Roger Manwell sonrió ampliamente. Por fin había llegado al final de la pista perseguida durante tres años. Él había sido uno de los dos que forzaron en Francia la caja de la familia Dubois, extrayendo de su férrea concha la sarta de perlas conocidas, por todos los joyeros del mundo, por las «Dubois». Luego, su compañero en la hazaña, pensando que doscientos cincuenta mil son más que ciento veinticinco mil, intentó, en Quebec, poner fin a la carrera de Roger Manwell, disparándole un balazo no todo lo certero que él hubiese querido, pues aunque estuvo a las puertas de la muerte, Manwell pudo, al cabo de un año, abandonar el hospital y empezar las pesquisas para recuperar lo que en cierto modo consideraba suyo: Las «Dubois».
Dos años de pacientes investigaciones le permitieron reducir la localización de las perlas a tres personas. Los Asthurer, los Wilmer y la señora Granville Page. En poder de cualquiera de dichas personas podía hallarse el valioso collar. Y la información que acababa de recibir le demostraba muy claramente que las perlas estaban en manos de la señora Granville Page, una de las presuntas propietarias del collar que Roger Manwell consideraba suyo.
La información comunicada por aquel empleada de Riddell que buscó la ficha, aumentaba ese convencimiento por el hecho de que el famoso joyero solo trataba con piedras de gran valor, y atando cabos, cabía suponer que su relación con la señora Granville solo podía referirse a las «Dubois».
Siempre sonriendo, Manwell abrió un maletín, y de un departamento, secreto extrajo una colección de tarjetas. Eran idénticas a las de los más famosos joyeros de Ámsterdam, París, Londres y Berlín. Manwell se decidió por la de Chetway, el famoso joyero londinense. Apartó las tarjetas en cuestión (reproducción exacta de las que usaba el propio Chetway), y sacando del maletín una gruesa cartera, buscó, utilizando el índice, la sección correspondiente a Chetway. Allí tenía varias cartas escritas por el joyero, su firma y una serie de documentos muy útiles, todos los cuales le habían costado algo más que su peso en billetes de a cien libras; pero los beneficios obtenidos con ellos sobrepasaban con mucho aquel gasto inicial.
Manwell debía su éxito —y también su fortunita— a que, además de ser un perfecto ladrón de joyas, era un habilísimo falsificador que había cobrado infinitos cheques firmados a la perfección.
Después de una hora de ensayos, Manwell llenó una de las tarjetas de Chetway con una atenta recomendación del joyero a Riddell, para que proporcionara al señor Dodge (bajo este nombre se pensaba presentar) una colección de brillantes purísimos al mejor precio posible.
Cuando hubo firmado la tarjeta con la floreada firma del joyero inglés, Manwell se sintió satisfecho de sí mismo.
3
La señora Granville llegó al «Petit Café» a las tres en punto. Su anticipación no obedecía a ansiedad por vender las perlas. Por el contrario, obedecía a causas muy distintas. Eligió uno de los departamentos reservados tan corrientes en los cafés neoyorquinos, que abiertos por la entrada dejan a sus ocupantes a cubierto de las miradas de los vecinos, quedando así en una intimidad que no tiene nada de escandalosa, pues cualquiera que pase frente al reservado puede ver lo que ocurre en él.
En cuanto se hubo sentado, la señora Granville, que lucía un enorme sombrero negro, llamó al camarero y le pidió café bien fuerte. Luego, antes de que el hombre se alejase, la señora Granville le dijo algo más. El hombre movió varias veces negativamente la cabeza y, por fin, cuando la señora Granville le entregó un billete de cien dólares, el camarero sonrió y alejóse a buscar el café.
4
Cuando Riddell bajó de su lujoso coche frente al «Petit Café», no se dio cuenta de que un pequeño roadster, le había seguido y de que de su interior descendía un, joven que, sonriendo, le vio entrar en el café.
Roger Manwell, pues era él, siguió al joyero y ocupó el reservado inmediato al de la señora Granville. Inmediatamente sacó del bolsillo un pequeño objeto en dos partes, una de las cuales aplicó Manwell al tabique de madera que le separaba de la señora Granville y de Riddell. El aparato quedó sujeto a presión a la madera y Manwell llevóse el otro extremo al oído, ocultándolo con la mano. Nadie habría adivinado que, por medio de un micrófono y un auricular, Manwell estaba, escuchando cuanto hablaban la señora Granville y Riddell, a pesar de que los dos procuraban no levantar la voz más allá de lo imprescindible para entenderse.
—No sé cómo empezar —murmuraba la señora Granville.
Con sonrisa llena de cordialidad, el joyero la animó:
—No tiene nada de difícil, señora. Usted posee... digamos que unas perlas de las cuales desea— desprenderse por no necesitarlas ya. Yo he venido a comprar ese objeto, porque a mí puede serme bastante útil. ¿No es así?
—Sí, tiene usted razón —asintió la señora Granville—. He traído las... las perlas. Necesito venderlas enseguida. Me hace falta el dinero. No puedo ir a un comercio normal, porque sin duda usted ya conoce la procedencia de las perlas. En realidad, están aquí ilegalmente y si se supiese que yo las poseo me podría producir algún disgusto. En cambio, usted seguramente podrá disponer de ellas más fácilmente que yo.
—En efecto, señora. Yo puedo utilizar eso que usted no necesita ahora y por lo cual si no me engaño, pagó un cuarto de millón de dólares. ¿No es cierto?
—Sí —contestó la señora Granville—. Así es.
—Comprenderá que yo no puedo pagarle ni aproximadamente una suma parecida.
—Me lo imagino —replicó la señora Granville—. Dígame cuánto puede pagar.
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Riddell tardó unos segundos en contestar. Por fin sacó una cartera y de ella un abultado fajo de billetes de Banco.
—Señora, conozco el valor real de las perlas. Sé a qué precio podré venderlas y, por lo tanto, sé lo que puedo ofrecerle. Exactamente puedo pagar por las «Dubois» cien mil dólares. Ahora mismo. Después, claro está, de examinarlas.
La señora Granville sacó un pequeño estuche de terciopelo y lo tendió a Riddell. Este lo abrió y volviéndose de espaldas al exterior sacó un lente de relojero y examinó, perla por perla, el largo collar.
Mientras examinaba aquellas perlas, Riddell, que ya había tenido anteriormente ocasión de contemplarlas en Francia, sentía un nudo en la garganta. Se estaba realizando uno de sus sueños. ¡Poseer las Dubois!
Volvió a colocarlas en el estuche y, cerrándole, exclamó:
—Hace años examiné el collar, y veo que desde entonces las perlas han mejorado notablemente al contacto con su cuerpo, señora. Mi oferta sigue en pie.
La señora Granville respiró muy hondo, como quien teme tenerse que separar de un querido amigo, y después de juguetear unos instantes con el cierre de su monedero, miró hacia la pista, que en aquellos momentos era cruzada por un camarero cargado con una bandeja llena de tazas de café y platitos.
—Acepto —murmuró la señora Granville—. Pero me interesa mucho que la transacción se mantenga secreta.
—No se preocupe. A todos nos interesa el secreto.
En aquel instante la señora Granville se llevó la mano al sombrero, y apenas la había vuelto a posar sobre la mesa, oyóse un estrépito terrible, como si se rompieran todos los platos, tazas y bandejas del establecimiento. Instintivamente, la señora Granville y Riddell se incorporaron volviendo la vista hacia la pista, que estaba ahora sembrada de fragmentos de loza y salpicada de café.
Otro camarero acudió a ayudar al que había sufrido el accidente y Riddell y su compañera volvieron a sentarse. El joyero contó cien, billetes de a mil dólares, los tendió a la señora Riddell, abrió, el estuche, comprobó que el collar estaba dentro y lo guardó en un bolsillo. Luego se volvió a levantar y acompañó a la señora Riddell hasta la puerta del establecimiento. Ambos iban sonrientes.
5
Manwell salió detrás de ellos, adelantóse por una de las salidas laterales, y cuando Riddell iba a salir del café tropezó con él.
—Perdone... —empezó Manwell.
Luego, al mirar a Riddell, exclamó, como si le acabara de reconocer:
—¡Oh, señor Riddell! ¡Qué feliz coincidencia! Precisamente esta tarde pensaba ir a su casa. Acabo de llegar de Londres.
—¡Ah! —replicó, secamente el joyero—. ¿Ha tenido buen viaje?
—Excelente. El señor Chetway me entregó una tarjeta para usted. Estaré solo unos días y me conviene hacer muy deprisa las operaciones. Tenga...
Manwell rebuscó en su bolsillo, sacó una cartera rebosante de libras esterlinas y dólares, y tendió a Riddell la tarjeta preparada una hora antes.
El joyero leyó la nota, reconoció la letra y la firma de Chetway y propuso:
—Suba a mi coche. Le acompañaré hasta mi establecimiento. Creo tener lo que necesita.
—Tengo una cita antes en el Banco Internacional. Si quiere llevarme hasta allí... En cuanto salga iré a su establecimiento. Prepáreme los brillantes. Es un pedido importantísimo.
Riddell, que estaba de muy buen humor con lo provechoso del día, hizo subir a Manwell en su coche y ordenó al chófer que los condujera al Banco Internacional.
Al doblar la primera esquina, se produjo un violento vaivén y el falso Dodge cayó violentamente contra Riddell.
—¡Qué manera de tomar las curvas! —exclamó, riendo, Manwell—. Nosotros, los londinenses, somos bastante menos impulsivos.
Riddell forzó con el brazo el bolsillo donde guardaba el estuche de las «Dubois» y sonrió.
Un momento después el auto se detenía frente al Banco Internacional y Riddell se despedía hasta luego del señor Dodge.
6
Poco después tres autos se detenían en tres lugares opuestos de Nueva York.
De uno— de ellos descendió la señora Granville. Sonreía alegre y orgullosamente al recordar el truco de que había hecho víctima a un hombre tan listo como el señor Riddell. Por cien dólares, el camarero había dejado caer la bandeja, atrayendo hacia él la atención de Riddell el tiempo suficiente para que la señora Granville pudiera sustituir el estuche de las «Dubois» por el que contenía la excelente imitación en pasta hecha unos años antes. El truco había salido a la perfección, y la señora Granville tenía motivo para sonreír.
7
Roger Manwell descendió del segundo auto y sonrió al entrar en el Waldorf Astoria. Su mano derecha acarició el bulto que formaba el estuche de las «Dubois» tan diestramente sacado del bolsillo de Riddell y sustituido por otro estuche que contenía un vulgar collar de perlas de cinco dólares. ¡Por fin las «Dubois» estaban en su poder! Y a un coste muy pequeño. Manwell tenía motivo para sonreír.
8
El joyero Riddell sonrió ampliamente al descender de su auto frente a su establecimiento. Cruzando la sala de ventas, entró en su despacho particular y colgó el sombrero en la percha. Por fin eran suyas las «Dubois». Medio millón de perlas. Una fortuna fácilmente realizable por un joyero sin escrúpulos. ¡Y adquiridas a un precio irrisorio! La sonrisa de Riddell se acentuó al pensar en cuál sería la sorpresa de la señora Granville cuando empezaran a decirle que los cien billetes de a mil dólares eran falsos, y que no valían, ni el papel en que estaban impresos. Ciertamente, el joyero Riddell tenía motivo para sonreír.