Jules Dubois, gerente de la sucursal que en Lyon poseía el Banco Lafarge, dirigió una mirada a su reloj. Eran las cinco y veinte. ¿Es que rio se marcharían nunca? En aquel momento estaban en el edificio, aparte del cajero, dos empleados. Los demás se habían ido ya, y los obreros abandonaron el banco a mediodía. Estuvieron dando los últimos toques a la enorme cámara acorazada que venía a sustituir a la antigua caja fuerte, impropia de una empresa tan importante. Los depósitos, documentos, joyas y otros objetos de gran valor depositados en la caja de caudales, habían sido colocados en la cámara. Y aún quedaba sitio para mucho más.
Dubois estaba muy nervioso. Corrientemente dominaba sus nervios; pero en aquel instante los tenía tan de punta que, con una risita, se dijo que si aquello duraba mucho se volvería loco. Y no debía perder la cabeza. Esto sería fatal para su proyecto. Aquel era el tan esperado momento. Había ordenado que se trasladasen todos los valores a la cámara acorazada porque allí sería más fácil seleccionarlos.
Volvió a mirar su reloj. Las cinco y media. Secóse la frente. ¡Dios qué calor hacía! No ignoraba que era costumbre en aquel Banco que el meritorio esperase en el edificio, por cortesía, hasta que el gerente se marchase. Había informado ya a Vernet, el cajero, de que pensaba quedarse hasta tarde y que, por lo tanto, los empleados podían retirarse.
A pesar de ello sintió violentos deseos de salir de su despacho y chillar:
—¡Marchaos ya de una vez, malditos!
Sonrió nerviosamente al pensar en la consternación que semejantes palabras sembrarían entre los oficinistas. Pero, ¿es que estos no pensaban salir? Estaban junto a una de las mesas, hablando de boxeo. Oyó con toda claridad mencionar los nombres de dos púgiles famosos. Interiormente los maldijo. ¿A quién podían interesarle en una noche como aquella lo que hicieran tales boxeadores?
Por fin se fueron. Solo quedó un empleado... Vernet.
¡Cómo le odiaba! La sola visión de aquella cabeza —cuyo cabello estaba cuidadosamente peinado hacia atrás para ocultar la creciente calvicie de la coronilla— le sacaba de quicio. Las gafas con montura de concha y oró —colocadas casi en la punta de la nariz, como si de un momento a otro fuesen a caer— le indignaban. Las pobladas cejas excitaban sus nervios. Odiaba a muerte la presión fría y blanduzca de la mano de aquel hombre. Pero lo que aborrecía sobre todo eran los suaves modales del cajero y su perpetua urbanidad.
Vernet le estaba mirando. ¿Sospecharía acaso? No, desde luego. Eran los nervios los que le hacían pensar aquello —se dijo, con un encogimiento de hombros. Pero si estaba enterado, ¿quién podría habérselo dicho? El solo tenía un asociado, Murat, su chófer. Pero este era de fiar. Además, le convenía mantener cerrada la boca. ¿No iba a recibir una cuarta parte del botín?
Pero, ¿y si Murat fuese un detective lanzado sobre su pista por la Sûreté? Era un loco dejándose llevar por la imaginación. Si Murat era un traidor, ¿qué hubiese ganado contando la verdad a Vernet? ¿Trabajaban acaso juntos? No; eso era imposible. Vernet estaba en el Banco desde hacía treinta años.
De todas maneras llevaba encima su pistola, la misma que tan buenos servicios le prestara durante la guerra y que ahora había provisto de un silenciador. Nada podía obstaculizar su camino. Lo tenía todo previsto para el gran golpe. Murat estaría en la puerta posterior, con el auto, a las seis y media. Para entonces tendría ya abierta la cámara acorazada y metidas en dos maletas importantes valores y también las joyas que lady Bisnell depositara allí.
Se levantó y, saliendo de su encristalado despacho, dirigióse, con una forzada sonrisa en los labios, hacia donde estaba Vernet.
—¿No se marcha aún, Vernet?
—Todavía no, señor —dijo, sonriendo.
—Déjelo todo y váyase a casa —dijo Dubois, temblando de rabia por tener que sonreír a un hombre a quién odiaba tanto.
—Muchas gracias, pero no puedo. He de terminar un trabajito.
—Termínelo mañana.
—No puedo; por eso quiero acabarlo esta noche.
—Insisto en que se marche a casa.
En los cerdunos ojos de Vernet brilló una sospecha.
—¿Por qué insiste usted tanto en que me vaya? Debería gustarle que tuviera siempre mi trabajo al día.
—Y me complace mucho; pero con todas las joyas de lady Bisnell, que creo son de un valor incalculable, en el Banco, prefiero cerrar yo mismo la puerta. Y no quiero quedarme hasta demasiado tarde.
—Comprendo. En ese caso me marcharé —dijo, cerrando el libro en el que había estado escribiendo—. Buenas noches.
—Buenas noches, Vernet —replicó él gerente.
Permaneció durante media hora en la oficina, por si acaso Vernet regresaba para algo.
Luego, cogiendo las dos maletas y las llaves necesarias, fue a cenar por dentro las dos puertas del edificio, dirigiéndose luego a la cámara acorazada. Dentro de esta no había luz, aunque se había preparado ya la instalación eléctrica. En un momento abrió la puerta.
La cámara se encontraba en la planta baja del Banco, pues este carecía de sótanos. Abrió la maciza puerta de acero y, entrando, dejó en el suelo las dos maletas. Enseguida se encaminó hacia donde estaba la caja que guardaba las joyas de lady. Bisnell y la arrastró hasta la entrada. Abriéndola con ayuda de una palanqueta y un destornillador, empezó a trasladar las joyas —las más hermosas que había visto en toda su vida— a sus maletas.
—Para eso querías que me fuese, ¿eh?
Dubois dio media vuelta, pálido como un muerto.
—¿Qué día...? —Enseguida, recobrando la serenidad, ordenó—: ¡Manos arriba!
Vernet obedeció, viendo fijo en él el negro ojo de la pistola.
—Te voy a matar como un perro —dijo Dubois—. Hace un sinfín de años que te odio. Estoy harto de ese trapajo húmedo que tienes por mano y de tus grasientos cabellos. Me atacas los nervios. Te detesto. Pero antes dime cómo llegaste a sospechar de mí.
—Pues... dio la casualidad de que estaba en la estación cuando sacaste el billete para el tren que enlaza con el barco —replicó con acento tembloroso Vernet—. Hasta esta noche no se me ocurrió que darías tan pronto el golpe. Yo también sacaba un pasaje para el extranjero. Mis intenciones son iguales que las tuyas. ¿No podríamos trabajar juntos y partir los beneficios?
—¿Cómo diablos has entrado en el edificio? —inquirió Dubois, sin hacer caso del ofrecimiento del cajero—. Yo mismo cerré las dos puertas.
—No salí. Me escondí en los lavabos, con la luz apagada, vigilando tus movimientos.
—¡Canalla! ¡No volverás a espiarme nunca más!
¡Pof!
La detonación fue ahogada por el silenciador. Sin embargo, Vernet cayó sobre las maletas.
Dubois salió de la cámara y marchó a limpiar las manchas de sangre de su equipaje.
Vernet, aunque había sido herido de muerte, volvió en sí al cabo de unos minutos. Estaba dentro de la cámara, encerrado, y sentía un calor terrible. ¿Qué podría hacer para que la cara dejase de arderle?
De pronto recordó que dentro de la cámara acorazada había un ventilador, tres de cuyas aspas estaban rotas. Lo habían trasladado allí para guardarlo hasta que se llevase a reparar.
A tientas, buscó el aparato, encontrándolo al cabo de unos minutos. Cogió el cordón. No muy lejos debía de haber un enchufe dispuesto para encender luz. Pasaron varios minutos antes de que, a tientas, lograra conectar los hilos.
En aquel preciso instante vióse asaltado por unas náuseas irresistibles. Quiso agarrarse a uno de los estantes de metal y, perdiendo el sentido, cayó de bruces, derribando tras él al ventilador; cuya sola aspa giraba velozmente.
El aparato cayó dentro de la vacía caja de las joyas y el aspa, al tropezar con alguno de los estuches, emitía un ruido seco.
Cinco minutos más tarde, Dubois pasaba ante la cámara acorazada, en su camino hacia la calle. Hasta él llegó, desde el otro lado de la blindada puerta, un rápido golpear.
Permaneció inmóvil un momento. ¿Qué significaba aquel misterioso sonido? Seguramente Vernét no estaba muerto. Tal vez se había equivocado. Podría ser que el ruido no proviniese de dentro de la cámara. Acercó el oído a la puerta. No cabía duda, el ruido salía de allí dentro.
Tap, tap, tap, tap...
Al principio sonaba a intervalos regulares; luego hubo pausas entre cada golpe. Dubois recordó el Morse aprendido en el Ejército. ¿Haría señales Vernet?
¿Sería que había quedado encerrado algún pájaro? ¡No! No era posible que ningún pájaro llegara hasta allí. Además, lo hubiese visto al entrar la primera vez.
¡Tap! ¡Tap! ¡Tap!
No podía ser otro que Vernet. Vernet estaba ganando el último round. Solo con que conservase el sentido hasta la mañana siguiente y síguese dando golpes, la policía le detendría a él, antes de que pudiera embarcarse. Dubois se dijo que era preciso acabar con aquello. Imponíase matar a Vernet. Dentro de dieciocho horas estaría fuera de Francia, oculto en un sitio seguro, más para ello había que reducir al silencio al cajero. De pronto le asaltó un fantástico pensamiento. ¿Sería que el alma de Vernet quería salir de la cámara acorazada? De todas maneras lo mejor era cerciorase de cómo andaban las cosas.
Entró en la cámara, dejando la llave en la parte de afuera. Tropezó con el cordón del ventilador y este dejó de girar. Inmediatamente cesaron los golpes.
—Creíste que podrías vencerme ¿eh? Haces ver que estás muerto, ¿no? Está bien, voy a acabarte.
Y se inclinó hasta colocar su cara casi junto a la del cajero.
Lo sacó de encima de la caja de lady Bisnell y lo apoyó contra la maciza puerta de la cámara, que se abría hacia dentro.
Luego levantó la pistola y, apuntando bien, desde menos de tres metros, disparó las balas que quedaban en el cargador.
Al impacto de la primera bala, que atravesó la carne del muerto, la puerta se movió casi imperceptiblemente. Con el último disparo cerróse con un chasquido.
Horrorizado, Dubois se dio cuenta de lo que había hecho.
¡La puerta estaba provista de un cierre automático y él se encontraba encerrado con su víctima!