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isaac belmar

un trabajo cualquiera

Francisco Beltrán fue sacado discretamente de un avión el 12 de marzo de 2006 antes de que despegara, Sandra Sánchez el 20 de junio de ese mismo año, en fechas posteriores al menos 12 personas más: Miguel, Susana, Mario, un tal Pedro Antonio... En la sede de la compañía aérea se les prometió una codiciosa suma de dinero y se fueron a su casa, firmando antes con una sonrisa que nunca revelarían que no se les dejó volar.
Yo fui quien le dijo a la compañía que no se lo permitiera, ese es mi trabajo.
Un trabajo como otro cualquiera, con el que pago las facturas, me permito caprichos y vivo mi vida.
No me quejo, pagan bien y mi tarea es sencilla y poco pesada, consiste en subir un momento al avión una vez embarcado todo el mundo y darme un paseo recorriendo los asientos, como un encargado más, simulando que reviso si tienen el cinturón bien puesto o preguntando casualmente si están cómodos.
Luego vuelvo a las oficinas de la compañía y espero hasta el siguiente vuelo.
En el caso de Francisco, Miguel o Sandra, antes de bajar del avión les digo a los encargados de vuelo, los de verdad, que esas personas no deben viajar y ellos disimuladamente le piden que les acompañe un segundo, las bajan del avión discretamente y las “convencen” de que no vuele.
La molestia y el silencio absoluto se les compensa generosamente y se ata todo con un contrato draconiano, firmado bajo un montón de ojos de abogados.
Ahora vuelan tantas compañías y lo hacen tan barato que mi trabajo ha nacido a la sombra de la competencia salvaje y los costes cercanos a cero.
Porque mi trabajo, un trabajo cualquiera, es ver quienes son los que están “marcados”.
Lo que traducido para que se entienda es que yo me encargo de ver quienes pueden atraer un accidente aéreo.
Ya ven. De pequeño casi me ahogué, fue terrible, primero me debatía en el agua como un animal salvaje y luego vino la oscuridad, el dejar de luchar y el verme arrastrado hacia el “otro lado”… pero una mano me sujetó de pronto y me alzó sacándome en el último instante, me reanimaron en la orilla y volví; volví a abrir los ojos, a sentir la luz del día y a vivir de nuevo, pero creo que una parte de mí siguió pisando como en un sueño lo que hay más allá, o a lo mejor es que sigue asomada por alguna pequeña ventana y ahora soy capaz de ver quienes están a punto de recorrer el mismo sendero que yo empecé a caminar en ese río aquella mañana de verano.
Mi empresa no puede arriesgarse, la muerte es caprichosa. Marca a algunos de una manera especial y a veces, para llevárselos, la segadora no duda en cortar sus hilos y los de los pobres diablos que han coincidido en ese momento y lugar. Es lo que pasa, que hay gente que no puede morir de manera normal, que lo hagan es su desgracia y la desgracia de los que le rodeen en ese momento.
Cuando llego al avión hago mi ritual, pongo rostro sereno, respiro cinco veces hondo y me pongo los auriculares para escuchar "Gloomy Sunday". Todo muy despacio.
En realidad es puro teatro, de hecho cuanto más lo hago más chorrada me parece, porque ni la canción, ni respirar, ni poner cara de tonto medio dormido hacen nada, pero es una cuestión de estilo y el estilo lo es todo.
E impresiona a las azafatas que se quedan embobadas mirando con esos ojazos maquillados bien abiertos, susurran entre ellas sobre mi tarea y de vez en cuando alguna cae.
Mi objetivo concreto mientras voy entre el pasaje es mirar si alguien lleva la marca.
Unas veces es tenue, otras brilla poderosa con la inminencia de que quedan apenas minutos u horas. Cuando es así no puedo permitir que esa persona vuele y quizá la muerte se cobre esa presa y unas cuantas más.
Somos marionetas, pienso a veces, y la muerte no sabe de compasión, de si eres bueno o si te están esperando tus ilusionados hijos, sólo sabe de su tarea.
Yo también sé de la mía, pero no estoy seguro de si me gusta, a veces me consuelo pensando que salvo vidas. Sé que hay quien dice que lo que hago es una farsa, que le saco el dinero a una empresa supersticiosa. Bien, ellos también lo pensaron cuando me ofrecí y obviamente estuve a prueba un tiempo.
Si estoy aquí y ahora a punto de escuchar una vez más la cancioncita dichosa, (que la tengo travesada, pero cuya leyenda tonta impresiona a las chicas de uniforme) es que pasé esa prueba con creces. No tardaban mucho en morir las personas que yo hacía que se bajaran del avión, y cuando fallecían normalmente hacían el último viaje acompañadas, en algún accidente de coche o bien en un incendio u otras situaciones en las que no se marchaban solas, es lo que tiene ser uno de esos que portan esa clase de señal.
Me gustaría poder decir cómo es eso que veo por si van en el mismo autobús o se ponen bajo un andamio al lado de alguno de estos, pero me temo que es secreto profesional, y que aunque les contara lo que veo no podría observarlo como yo lo hago. De todas formas no es una visión agradable, así que eso que se ahorran, créanme.
Mi empresa quedó tan contenta de mi eficiencia tras los primeros casos (no fallaba ni uno y esos “ni uno” no vivían más allá de quince días como mucho) que me ofreció un enorme sueldo y pudo reducir costes en revisiones y mantenimiento de aparatos. Cero accidentes y un premio a la calidad es su tarjeta de visita, aunque se gaste el mínimo en seguridad.
Por cierto, la compensación a estos viajeros tarda un mes en cobrarse, así que como se imaginarán nadie la ha recogido y yo me llevo un plus adicional cuando el cheque sin cobrar vuelve a las cuentas de mi empresa.
No me juzguen, mi trabajo es sólo un hijo de las leyes del mercado, esto es el mundo real y yo un trabajador, además, me estoy haciendo una pista de tenis en mi casa ¿cómo quieren que la pague? ¿Saben cuanto cuesta poner una superficie de esas?
No, no lo saben, ni siquiera se lo imaginan.