La historia de un bocazas y un secreto, el relato de lo imposible que resulta que ambas cosas se lleven bien mucho tiempo.
Mi móvil sonó y era ella.
No podía creer el nombre escrito en la pantalla mientras sonaba la sintonía de “Lift me Up”. Ella era una diosa monumental, de esas que mueve el mundo, y a cada hombre que mira, con sus pestañeos desde el pedestal. Trabajaba en uno de esos locales donde para entrar hay que dejar en la puerta un riñón y un ojo. Me dio su número por acoso y derribo, luego con mi encanto y mi don especial acabamos en su casa horas después. La magia se me agotó convenciéndola para irnos, porque convertí una promesa de sábanas y sudor en una velada de "sólo hablar abrazados" hasta el amanecer.
Gracias, lo sé, soy patético, desde aquí oigo los aplausos y veo los ojos en blanco. Gracias, gracias resto de los hombres, lo merezco y saludo con una reverencia.
Esa noche de tertulia ella me abrió las páginas de su vida y yo mantuve el tipo más o menos. Fue una de esas historias descarnadas de quien ha caminado por la vida a empujones de desilusión y palizas, la escupidera de todos me dijo. Curiosamente ella no negaba su responsabilidad, ni ese inevitable don de verse atraída siempre por lo mejorcito de la raza humana.
Yo tenía un amigo que no creía que Dios existiera, por eso pensaba que cuando alguien parece tan divino como ella, tiene que tratarse necesariamente de un fraude, un montón de basura barrida bajo una alfombra estupenda, esa gente tan perfecta, según él, eran todo un peligro, porque te atraen tanto al principio que cuando te quieres dar cuenta de lo mal que están en realidad, ya te encuentras hasta el cuello y arrastrados a su mundo negro.
No le faltaba razón muchas veces excepto en lo de existir Dios, por razones que no vienen al caso yo soy alguien de fe. Por cierto que tengo que llamar a este amigo alguna vez, lo último que sé es que se hizo guardia civil creo, pero me estoy yendo por las ramas.
El caso es que esa noche en que la conocí acabé muy de día y me volví a casa con una mano delante y otra detrás, un número de móvil sin muchas esperanzas y cierta depresión contagiada por tanto llanto.
Sé lo que piensa gran parte del público masculino que me observa, se han quedado parados hace un rato, dando vueltas a cómo pude conseguir que una mujer así le hiciera caso a alguien como yo. Los que no se lo pregunten todavía lo harían si me pudieran ver, soy del montón de los mediocres, si tuviera madre (es que sólo tengo padre pero esa es otra historia que tampoco viene al caso) no creo ni siquiera que pudiera decir que soy el más guapo sin que se le escape una risita.
El truco señores, y por desgracia para mí, está en ser un poco bocazas, en haberme ido de la lengua para impresionarla con cosas que no debí haber dicho, no porque fueran mentira (lo que suele ocurrir en esos casos y el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, que sé que estoy a salvo) sino por las consecuencias de mi incontinencia verbal.
—Algún día nena —Le dije con voz lenta y mirada de lado— Puede que te cuente qué hacía yo en Madrid en medio de una tormenta, a medianoche en un parque desierto, cuando todos mis amigos y mi familia pensaban que estaba a cientos de kilómetros de allí, en casa tomando una sopa porque ese fin de semana dije que estaba enfermo. Jamás lo imaginarías.
Y ella picó, porque de las cosas que mueven a la gente la curiosidad y los secretos están entre lo más poderoso. Quien quiera que lo pruebe, que ponga tono de James Bond y maquille una buena historia con un poco de misterio, insinuando lo importante sin revelarlo. Si funciona llámenme al móvil, estoy seguro de que voy a estar escuchando la cancioncita de Moby constantemente.
El resultado de aquello fue que ella me estuvo preguntando juguetona por ese tema toda la noche, incluso me invitó a beber, por si el alcohol azuzaba más mi bocaza. Hasta que la cosa dio la vuelta, claro, y tanta bebida acabó por soltar su lengua en vez de la mía y acabar narrándome su pasado negro que salió con ganas, muchas ganas.
Me voy por las ramas de nuevo, lo siento. Estábamos en el relato de aquella llamada, de mi expresión incrédula al verla y de mi sonrisa al descolgar, que se me congeló al poco tiempo.
Ella me saludó triste y con voz apagada, y antes de poder preguntarle qué tal le iba la vida y decirle que qué alegría y todo eso, me dejó caer de sopetón que iba camino de un acantilado en la playa.
—¿La playa? Estamos en diciembre —bromeé— ¿tantas ganas tienes de darte un baño? —Madre mía qué frase más original, cuando sólo te salen idioteces así sabes que que te gusta de verdad
—No. Me voy a arrojar por el acantilado de la Esperanza. —¿Qué? Y estuvo sembrado, por cierto, el que bautizó el sitio— Quiero descansar de una vez. —Concluyó.
Y con ese hilillo de voz que ponía, como si de verdad estuviera agotada de todo, me dijo adiós.
Me permití sólo un instante para sorprenderme, porque al siguiente tuve que improvisar algo, estaba a casi doscientos kilómetros de ella en ese momento y sabiendo que iba en serio, que de verdad quería descansar y nunca había encontrado la manera, hasta que esa mala idea, que siempre le rondaba, la convenció por fin del todo.
—Sólo te he llamado porque no quería dejar de cumplir mi promesa de aquella noche— Me dijo como posdata.
Y yo puse cara de idiota porque si no me acuerdo de lo que comí ayer, de las promesas hechas hace tiempo ni te cuento. Ella hizo memoria por mí y me evitó quedar como un imbécil.
—¿Recuerdas que te dije que un día tendría bastante coraje para decidirme? Tú me hiciste prometer que antes de hacerlo al menos te llamara. Eso hago, sólo cumplo mi promesa.
Pregunta tonta de las que me surgen en momentos así. ¿Por qué siempre mueren las neuronas importantes en la borrachera? ¿Por qué arden las que guardan recuerdos que hay que grabarse con sangre y no las otras? Sí hombre, las que albergan la canción machacona de la noche, las alineaciones de fútbol o el recuerdo vergonzoso de vomitar a quien te acaban de presentar.
—Claro que me acuerdo —Mentí— y me alegro de que lo hayas cumplido
—¿Por qué te alegras? Voy a morir y tú estás muy lejos, he estado a punto de no llamarte, para no dejarte este peso en la conciencia, me parecía cruel.
—Estoy lejos sí —Dije, porque tengo una ocupación francamente rara en la capital. —Pero no vas a morir— Mi voz fue firme, marcando cada palabra con autoridad.
—¿Por qué no? No me quedan razones ya.
Las olas se oían a lo lejos en la conversación, casi más que su voz hecha susurro, el rumor era amenazador de fondo y un fuerte viento se notaba interfiriendo a través del teléfono. Yo callé un momento, cerré los ojos y pensé, porque de la siguiente frase dependía todo y sabiendo como soy, podía salir cualquier estupidez.
—No vas a morir —comencé con tono de hipnotizador que sabe lo que hace— porque aún tengo que contarte qué hacía yo una noche de tormenta, en un parque desierto de Madrid, sin que nadie lo supiera.
Ella calló un segundo.
—Es verdad. ¿Qué hacías?
—Eso es algo que no puedo contar por teléfono.
—Venga, dime qué hacías.
Por un momento, al otro lado me pareció oír a una chiquilla curiosa en vez de una mujer sin esperanza, y también me pareció que la había conseguido agarrar desde doscientos kilómetros. No pensaba soltarla sobre los riscos para que la devoraran.
—Eso sólo te lo puedo decir en persona y tendrás que prometerme que me esperarás, igual que cuando dijiste que me llamarías.
Ella calló y el sonido de fondo me pareció perverso, viento y olas a lo lejos, estrellándose contra el acantilado y llamándola por su nombre.
—No voy a prometerte eso, si quieres me lo cuentas ahora y si no, me voy. Me da igual.— Su voz tembló hasta quebrarse y con el click de colgar y el pitido intermitente de la conversación cortada, también me quebré yo.
Entonces lo hice, porque no sólo soy un bocazas, sino también un irresponsable que actúa sin pensar. Y tiene debilidad por los casos perdidos.
Cerré la tapa de mi móvil con un chasquido y una mano. La otra la alcé para tocarla con ternura, ella estaba apenas a unos centímetros de mí, de espaldas mirando al mar, con el teléfono aún apoyado en su oído, con una rebeca hasta las rodillas que ondeaba por el viento igual que su largo cabello. Estaba ya sólo a unos pasos del borde, sobre un decorado de cielo gris y agua furiosa cuando aparecí.
Ella se sobresaltó al girarse y verme allí, sus ojos, oscuros y dolidos de llorar, se abrieron de par en par y dentro de ellos se encendió una luz, el móvil se le cayó de las manos y el trasto fue volando hacia las olas que estallaban cincuenta metros más abajo en infinidad de gotas de espuma blanca.
La abracé y ella se dejó cansada, acurrucándose en mí como una pobre niña muerta de frío y de miedo.
—No te preocupes, todo está bien. —Le dije. Por supuesto no lo estaba, esto iba a tener consecuencias— No podía dejar que te fueras sin saberlo, te lo debía.
Y le conté qué hacía yo una noche de tormenta, a cientos de kilómetros, en Madrid, cuando todos pensaban que estaba en mi casa... y cómo ese viaje fue también cuestión de un chasquido.