PAÍS RELATO

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isaac belmar

reunión

—Esto no siempre ha sido así ¿sabes? Yo me he codeado con los mejores, he trabajado en cosas muy importantes, algunas que ni te creerías.
—Eso es justo lo que he “pensao” cuando te has puesto a rebuscar conmigo en el contenedor hace un rato.
—¿Qué pasa? ¿No me crees?
—Tranquilo hombre, claro que te creo. ¿Por qué no iba a hacerlo? Aquí en la calle todos hemos sido alguien, en otra vida al menos.
De su mochila sacó un gurruño de papel de colores y envuelta en él había media hamburguesa que mordisqueó y paladeó lentamente, cerrando los ojos y levantando la barbilla como si fuera caviar en un palacio de Viena. A su lado el otro tipo, el de la alta sociedad y los importantes trabajos, estaba sentado abrazándose las rodillas, con cara de estar visitando el pasado, seguramente los momentos en que se equivocó de cruce y la vida le trajo a aquel parque, a dormir sobre tierra húmeda, rebuscar en la basura y oler a vinagre, sudor y orina.
—¿Quieres un bocado? —Ofreció extendiendo el bocadillo por el que asomaba carne negruzca y lechuga pocha. El otro miró con aprensión y sacudió la cabeza.
—No. Gracias.
Y el tipo de la hamburguesa siguió comiendo y por un momento pareció incluso sonreír bajo la barba. Al terminar su tarea caminó hasta una papelera y luego volvió para recostarse un poco en el césped del parque.
—Me gusta cuando llueve —dijo— purifica un poco la mierda que lleva pegada esta ciudad. Hay días en los que no se puede respirar. Quiero irme pronto, al campo ¿sabes? Siempre me ha gustado la vida más natural. Animales, tener una granja y esas cosas. Por cierto me llamo Luis.
—Miguel —estrechó el otro la mano— ¿Estás de coña con lo de irte al campo?
—¿Estabas tú de coña antes?
—Yo no. Nunca había estado así de tirado, en serio, nunca me ha faltado trabajo, ni talento.
—Ya. Yo era camionero ¿y tú?
Miguel pensó, frunció el ceño y tras meditar la respuesta un rato contestó.
—He sido muchas cosas, algunas que ni creerías, pero en el último trabajo estaba en una funeraria.
Luis se quedó con los ojos muy abiertos, se pasó la mano por la barba que procuraba cuidarse cada semana y luego se quitó la gorra para rascarse la cabeza que le picaba por el pelo pegado y grasiento. Al terminar la faena se puso de nuevo la montera.
—No me fastidies. ¿En una funeraria? ¿Ese era el trabajo tan importante? ¿Así te codeabas con la gente famosa?
—Lo creas o no, sí. Tengas el dinero que tengas acabas pasando por ahí, yo he arreglado a personas muy importantes para su última aparición estelar, no puedo entrar en detalles, porque entonces alguien que yo me sé me buscaría para cerrarme la boca, pero sí, no te puedes ni imaginar algunas cosas.
—¿Cómo qué?
Miguel sonrió por un sólo lado de los labios
—Como cuando tocaba fiesta.
—¿Fiesta? Tío, no jodas, no sé si quiero saber más.
Pero quería, todos querían cuando empezaba esa historia y Miguel acabó sonriendo del todo.
—A veces había fiestas importantes aquí y allí, y entonces nos llamaban, nosotros les proveíamos para esas ocasiones, yo me encargaba en persona de preparar invitados especiales —entrecomilló con los dedos— e incluso a veces de llevarlos en persona. No te imaginas las mansiones que gastan algunos.
—Tío, me estás acojonando.
Y Luis efectivamente estaba acojonado y se había echado para atrás apartándose un poco, había notado que el pulso se le aceleraba mientras el otro simplemente seguía con gesto de satisfacción, el que se te pone cuando tienes toda la atención de quien te rodea. Hubo un silencio sólo cómodo para Miguel, porque por una vez inspiraba respeto y temor en aquellas calles hostiles. Estaba haciendo callo y un día estaría con los depredadores, eso seguro, pensó Miguel.
—Lo que te imaginas —prosiguió— probablemente se queda corto. De todas formas eso no es nada comparado con mi último día de trabajo.
Luis estaba callado, observando con un “no quiero oírlo pero no pares”.
—Sorpréndeme.
Miguel le miró y decidió sacar algo del asunto, porque si no eres capaz de ordeñar cualquier situación no duras mucho entre los que duermen al raso, esa parecía la ley y mejor espabilarse pronto.
—La historia por la petaca. —Dijo Miguel.
—Eh tío, pero ¿de qué vas?
—La petaca, la petaca que guardas ahí, pero si te la veo asomar por la chaqueta.
Y Luis hizo ademán inútil de taparla con una mano y se quedó mirándola con cara de duda.
—La mitad, compartiremos lo que hay. Es vodka del bueno.
—La mitad y los guantes.
—¿Para qué quieres los guantes? No hace frío apenas y vamos a la primavera.
—Venga va, no tengo todo el día.
Luis refunfuñó y se sacó unos guantes morados de un bolsillo y la petaca del otro, comenzó a desenroscarla y le pasó todo a Miguel. Éste cogió un vaso de plástico que tenía cerca y volcó la mitad de la botellita y un poco más ante la queja de Luis. Miguel le miró entrenando ojos duros y pensó que en poco tiempo la calle no sería tan mala. Devolvió el frasco y probó.
—Por Dios, ¿qué es esto? —Y encogió tanto los ojos, la nariz y la boca que parecía que iban a fundirse en una sola cosa.
—Vodka del bueno, ya te lo he dicho.
—Del bueno, yo sí que he probado...
—Vale, vale —le cortó Luis— no me cuentes tu vida, sólo tu último día de trabajo, ese es el trato.
Era la sala 31-911, a la que casi nadie accedía y que era la más antigua de la funeraria, estaba bien honda en las viejas entrañas del edificio, que había ido creciendo y reformándose desde que se inauguró ochenta y cinco años atrás. En el corazón antiguo del sitio, varias escaleras descendían a las profundidades, la 31-911 no se había tocado y la vejez se le notaba, las mesas de trabajo todavía eran fijas y de azulejo, había cuencos grandes de metal con instrumentos dejados asomando sus cuchillas, sus brocas, sus tenazas de cangrejo, sus trozos de algodón sucio. Mal ventilada mezclaba olores de muerte, polvo Paulex, desinfectante y constructor de tejido en un olor dulzón que formaba una pegajosa nube de bochorno, agarrada con uñas a cada centímetro de aquella habitación.
Allí se entraba poco, o más bien nada, porque para qué vas a meterte en esa sala tropical con mucha nausea y poca luz, tan poca que sólo se distinguían las mesas de trabajo bajo los focos y más allá no se sabía por la penumbra en la que se amontonaban siluetas de cajas y trastos que, aparte de coger polvo y asustar un poco, no sabías para que servían o lo que eran.
Así que la 31-911 era ideal.
En las dos mesas blancas descansaban dos cadáveres y entre ellos estaba de pie y pensativo “el Doc”. Nadie sabía su verdadero nombre, sólo que había sido médico, que era una chimenea fumando (guinda para la atmósfera de la sala) y que llevaba allí más que el edificio. Era una leyenda, nadie sabía más de muertos y muerte que el Doc. Allí estaba también el gerente de aquello, el señor Saboa, un gestor traído de fuera y que sabía de números, no de muertos. Su garra en el negocio era indudable, se había merendado tres pequeñas funerarias familiares esa semana y tenía sonrisa de lobo satisfecho. Allí estaba porque se olía en la sala algo más que la dulzona peste que siempre la impregnaba. Yo llegaba entonces con un tipo no muy alto, de enormes gafas con enormes cristales que le dibujaban unos enormes ojos tras el vidrio. Increíble porque más que lentes aquello parecían dos cilindros de cristal robados de algún telescopio. Miopía magna me saludó el tío cuando lo recogí y vio (es un decir) la cara que puse. Me quedaré totalmente ciego, sentenció en el asiento de copiloto de mi coche, mientras lo llevaba a la funeraria como me habían mandado. Yo no dije una palabra en todo el trayecto porque a mí esas cosas me dan mucho respeto y sí él quería hablar, pues bueno, pero yo no iba a preguntar.
Y el tío quería hablar.
Me dijo que precisamente se ganaba la vida viendo, viendo para una compañía aérea, no me aclaró más, sólo que esa miopía le había comido la vista en apenas unos meses, que ya no servía y por tanto a la calle dentro de nada. Tuvo que vender su casa no hace mucho, lo hizo a ese escritor famoso que un día vi en la tele y me cayó como una patada entre las piernas, ese de las novelas sangrientas que se ha quedado paralítico en un accidente hace poco. Sí hombre, ¿cómo se llamaba?
—No sé tío, no leo mucho, aunque antes en casa tenía una edición carísima de la Divina Comedia.
—Ya, bueno es igual, yo tampoco he sido nunca un gran lector.
Estábamos ya viendo la estampa de la funeraria a las afueras, que es todo un monstruo de Frankenstein con un edificio central del siglo XIX y nuevas naves blancas y cuadradas alrededor, mal pegadas por la necesidad de expandirse. El tipo me dijo entonces que una pista de tenis que construyó estaba maldita. A eso achacaba su enfermedad grave y lo que le había pasado al tío de los libros nada más comprar la casa. Sólo asentí por no reírme de la sandez.
Le tuve que guiar del brazo como a un abuelo y la verdad es que se notaba que el tío no veía ya, casi se me cae escaleras abajo un poco antes de llegar a la 31-911. En ella el Doc y el señor Saboa ya estaban esperando.
El tipo de las gafas les saludó y se puso a lo suyo, examinando los dos fallecidos allí, se ajustaba sus enormes anteojos y los miraba de arriba abajo muy atentamente, acercándose a veces hasta apenas unos milímetros, casi rozando la nariz con la piel pálida. Yo ni idea de qué iba todo aquello así que me quedé fuera de los focos que caían como esas luces que hay sobre los billares, a los dos segundos me fundí con las sombras de la pared y como si no estuviera.
—No huelen. —Dijo el miope que los observaba de cerca.
—Están totalmente incorruptos. —Replicó el Doc y eso me hizo alzar una ceja— Este lo encontraron los bomberos en su cuarto de baño, murió hace unas ocho semanas y está más fresco que nosotros. Este otro cayó de un piso quince y se reventó por dentro, al mismo tiempo aproximadamente que el primero.
—Sorprendente. —Dijo el tipo miope. Sentí cómo el señor Saboa se removía, impaciente por saber qué podría sacar de eso para su balance— Y ¿por qué sonríe el que voló los quince pisos?
—No hemos podido borrarle la sonrisa, no por el “rigor mortis” ni nada por el estilo, si toca comprobará que están perfectos y elásticos. —El tipo de las gafas-prismático tocó con un dedo— Recupera ese gesto de sonrisa al poco de borrárselo, una vez le cosí la boca por probar y nada más girarme los puntos cedieron.
—Bueno. —Interrumpió el señor Saboa con sus maneras de quien no tiene un segundo en la agenda— Al fin y al cabo el señor Salgado está aquí para decirnos qué es lo que ve, no qué huele, ni por qué sonríe nadie. ¿Cuál es su opinión?
El señor Salgado dejó de observar a los cadáveres, y se paró un poco en cada uno de nosotros antes de contestar lentamente, con voz calmada como para asegurarse de que se ganaba el dinero diciendo algo que causara suficiente impresión profesional.
—Si mis ojos aún ven algo, es que estos dos no están exactamente muertos, están muertos sí, pero no exactamente muertos.
A mí eso sí me sorprendió y no que uno de los tíos sonriera. Se me quedaron las cejas tan estiradas en mi esquina oscura que iban a tocar el techo.
—Bueno, coincide más o menos con lo que yo pensaba —Dijo el Doc— con estos dos tenemos bastantes más posibilidades que en los casos anteriores.
—Un momento, un momento. —Interrumpí sin saber por qué y ganándome la mirada rara de todos, creo que ni siquiera eran conscientes de que estaba allí, de hecho y de reojo vi al señor Saboa mirándome fijamente y con dos relámpagos desde sus ojos a los míos, pero yo me dirigí directamente al Doc y al tipo de las lentes imposibles— ¿Cómo que no están exactamente muertos? ¿Qué significa eso? Alguien está muerto o no lo está. ¿Y posibilidad de qué? ¿De qué?
Me ignoraron, fui como un ruido de fondo que escuchas y desechas porque no es nada, así que los dos tipos miraron a Saboa y éste asintió diciendo que adelante. El Doc le comentó al casi ciego que si quería quedarse podía hacerlo, y accedió. Saboa me miró, me señaló y me sentenció: "tú arriba conmigo" lo que traducido para entendernos es "a la puta calle".
—Joder, tío. Qué cosa más rara. —Terció Luis que tenía la petaca sin tocar y la alargó a Miguel, que ya había vaciado su vaso y lo miraba con pena de que no hubiera más, se lo rellenó un poco aceptando la oferta.
—Ya ves. Y esa es la parte menos extraña.
—¿En serio? Tío creo que te estás quedando conmigo.
—Ni se me ocurriría, lo siguiente lo tengo grabado a fuego. —Luis le rellenó un poco más el vaso y le invitó a beber con un gesto.
El Doc se fue a una mesa de trabajo cercana donde tenía jeringuillas, botes y herramientas raras. El señor Saboa se vino a mí con cara de perro y diciéndome que fuéramos a su despacho a hablar. Me giro entonces a la puerta, maldiciendo mi suerte y mi bocaza, cuando entonces oigo a mi espalda una especie de chasquido. De repente allí hay un tío plantado con un móvil en la mano y todos nos quedamos mirando como si se hubiera aparecido la virgen, porque te juro por lo que quieras que el tío salió de la nada. Al Doc que se le cae el cigarro de la boca y se queda como un tonto congelado, pero ya no por el tío ese del móvil, sino porque levanta un dedo y señala a otro lado donde hay otro sujeto, pelo largo, vestido de negro y mascando chicle. Ni te imaginas.
—Tío...
—Hey, no me hagas perder el hilo.
Los dos aparecidos se miran de pies a cabeza y el del chicle sonríe.
—No me esperaba que precisamente tú fueras a aparecer. —Le dice al del móvil.
—Es obvio que no vamos a permitir esto, en el momento en que alguien consiga volver, se acabó.
—Madre mía —Replica el que va de negro mientras todos estábamos como helados cuando hablaban, sin poder terciar ni movernos— Si te han mandado a hacer este trabajo sucio es que de verdad la debiste cagar con el numerito de la chica aquella. ¿Es que no aprendiste la primera vez?
—Métete conmigo lo que quieras, eso es irrelevante. —El tipo se guardó el móvil y se empezó a poner unos guantes. El resto de la habitación y lo que había en ella seguíamos ejerciendo de museo de cera, incapaces de hacer nada— Qué haces tú aquí es una pregunta que me intriga más.
Se acabó de acomodar los guantes y se quedó con los brazos en jarras y escrutando con un ojo a medio cerrar al que iba de negro, como si quisiera ver más allá de lo que le decía.
—Lo creas o no —Le dijo al final tras hacer una bomba de chicle— Estoy aquí por lo mismo que tú, ya tenemos bastante con el inmortal Arcadio, que va a cumplir doscientos años por cierto, como para que más imbéciles se pongan a jugar con el curso natural de las cosas. Pero ahora que veo que estás aquí, yo me retiro y te dejo hacer. —Dijo inclinándose con una reverencia— Sólo espero que esta vez hagas honor a vuestra legendaria discreción y no conviertas esto en fuegos artificiales, que tus pifias son legendarias.
El hombre de negro hizo otra reverencia teatral y el del móvil apretó los labios para luego soltar entre dientes un "nadie se enterará de esto". Se fue primero a por el Doc.
Miguel dejó de narrar la historia y le dio un buen trago al vaso para luego poner cara de puñetazo en el estómago y resoplar con los ojos cerrados.
—Esto sabe horrible. ¿Te queda más?
—Sí, joder, pero dime como acabó, ¿qué hizo el tío ese de los guantes?
—No tengo la menor idea. —Contestó Miguel tras unos segundos.
—¡Oh venga ya! ¿Como es posible?
Miguel sonrió y miró a lo lejos. Otro trago largo.
—Pues porque de repente me despierto en medio de un descampado, siendo noche cerrada, me incorporo pensando si todo ha sido un sueño y entonces veo a mi lado al tío de negro, que me mira serio y me dice que me he librado por los pelos, que me ha sacado de allí sin que me viera nadie y que le debo un favor. Que recuerde todo lo que he visto y lo que te he contado porque un día va a volver a cobrarse la deuda y necesitará que yo vuelva a relatar todo esto, soy su testigo.
—Tío. No entiendo nada.
—Bienvenido al club.
Los dos se miraron, alzando los hombros uno e incrédulo el otro.
—Acábate la bebida si quieres.
Luis se tumbó en el césped mientras Miguel se abrazó las rodillas y comenzó a moverse levemente hacia atrás y hacia adelante. Se encogió escondiendo la cara y al final dijo con voz apagada.
—¿Y tú?
—¿Yo qué? —Contestó Luis mirando al cielo con las manos cruzadas tras de la cabeza.
—¿Por qué estas aquí? —Luis dudó un momento, pareció ir a contestar algo pero se quedó a medio camino— ¿No me lo vas a contar? Tío yo no le había dicho esto a nadie para que no me tomaran por loco, y aún así te lo he contado.
—Lo mío es por insomnio. —Dijo Luis antes de que Miguel acabara de insistir— Hubo una época en la que no pude pegar ojo durante dos meses.
—¿Dos meses? Vaya. ¿Por qué?
—Mi pared me hablaba. —Respondió casualmente Luis.
—Tu pared te hablaba. Genial. ¿Y qué decía si se puede saber?
—Que necesitaba una mano de pintura, un día empezó a decírmelo como un susurro y poco después esa voz estaba cada segundo en mi cabeza. Le di como quince capas, así que cuando se le acabó esa excusa empezó a decir otras cosas peores. La pared no se callaba y yo no podía pegar ojo, así que fue cuestión de tiempo que perdí el trabajo porque estaba hecho un desastre y empecé a beber para intentar no escuchar. A partir de ahí mi historia se convierte en casi igual que las de todos por aquí.
—¿Y no podías cambiarte de habitación? ¿O de casa?
—Lo hice. Varias veces. En todas me hablaba la pared y me decía lo mismo. Que necesitaba otra mano de pintura, y si se la daba decía cosas mucho peores.
Luis resopló y finalmente se calló. Miguel sacudió la cabeza y puso cara de no tragar.
—¿Y aún oyes eso?
—A ver, ¿tú ves alguna pared por aquí? Pues eso. Duermo como un tronco ahora.
—Pues me alegro tío, me alegro.
Miguel se quedó mirando un rato al parque, catando el licor de su vaso con sorbos pequeños. Cuando no se tiene nada más hay que ver lo que saboreas cualquier cosa pensó. Había más como ellos por allí, aquella zona era como una especie de camping de desahuciados y todos prácticamente arrastraban los pies como zombis y se agarraban para no caer a alguna botella o cartón de vino. Uno de ellos, con una frondosa mata de pelo que le crecía escandalosamente hacia todos lados, pasó no muy lejos y sonreía, miraba al suelo y sonreía, observaba a todo su alrededor, o a lo que fuera, y sonreía. Miguel seguía la trayectoria del embobado risueño sin renunciar a algún otro pequeño sorbo de veneno. Luis se incorporó un poco para verle pasar también.
—¿Quién es? —Preguntó Miguel señalando con la cabeza al del pelo de león, que también les miraba y con cara de maravilla levantó el brazo para saludarles. Ambos contestaron por inercia alzando una mano. Luego simplemente siguió su camino el tipo abriendo los brazos a veces, como si quisiera abarcar todo lo que le rodeaba.
—Es el risitas tío. No está muy bien de la cabeza.
—Vaya. No me había dado cuenta.
El risitas se perdió tras unos árboles no sin antes rozarlos y sonreír, abrazarlos y sonreír.
—Es totalmente inofensivo, no te preocupes —terció Luis— El Tino, que es un colega al que ya conocerás, me contó que vio al risitas salir una vez de un portal, hecho un adefesio y con los brazos abiertos, con ese mismo gesto que le has visto y diciendo a quien le oyera que había encontrado la felicidad, se acercaba a la gente y se les decía todo emocionado, "he encontrado la felicidad, “por fin —gesticulaba Luis— "en serio, sé cuál es la clave, he encontrado la felicidad", insistía cuando le ponían cara rara. Pero claro, la gente salía echando leches, y no sólo por que parecía un loco sarnoso ,sino también porque una enorme legión de cucarachas le seguía como si fuera el tipo ese del cuento que hipnotiza a unos niños.
—El flautista de Hamelin.
—Ese mismo. Pues se ve que los bichos, que debía haber cientos, iban detrás en procesión y él se subió a un banco y se puso allí a gritar y predicar que había encontrado la clave al fin, con todos los bichos rodeándole obedientes.
—Joder, ¿estás de broma?
—Nada de eso, el Tino estaba allí y lo vio todo y si el Tino lo dice, la cosa va a misa. Por estas. —Y Luis se besó dos dedos jurando— Al final vino la policía.
—Mal final entonces.
—Imagínate. Al parecer le gritaron desde lejos que se bajara y se callara, pero el tío seguía a la suya, los policías se acercaron un poco y él solo les decía lo mismo, todo ilusionado con el temita de que era un tío feliz y sabía el secreto. Que quería compartirlo con ellos, con todo el mundo. El caso es que uno de los polis se hartó y haciendo crujir cucarachas fue hacia él en dos pasos y le abrió la cabeza a golpes de megáfono. Se ve que estaba enchufado y Tino decía que los impactos retumbaban a dos calles. Su congregación de bichos se dispersó como un relámpago y se ve que le quedó tan machacada la cabeza que ahora no puede hablar. De vez en cuando le damos algo de comer entre todos. Aunque no lo parezca da buen rollo cuando lo tienes al lado, está loco, pero te juro que pienso que de verdad es feliz.
—Tío. Esa historia es un poco increíble ¿no? —Replicó Miguel. Luis le miró con ojos pasmados.
—¿Te estás quedando conmigo? ¿Después de lo que me has contado me vienes con que no hay quien se crea eso?
Miguel se quedó pensando y miró el fondo del vaso agitándolo un poco.
—Toma. —Extendió la bebida— Acaba esto.