Los escasos días de vacaciones se los estaba engullendo la tarea gris de ordenar la casa. La habitación de Luis se abalanzaba sobre él llena de trastos, libros y recuerdos cada vez que entraba en ella. Sin plan ni amigos para los días de descanso, decidió que era hora de emprender una de esas tareas que siempre se retrasan en nombre de cualquier excusa.
Como un campo de batalla, en la penumbra de la persiana bajada para detener al sol de agosto había montañas de libros y papel, bolsas de basura a medio llenar, la cama movida, la escoba cruzada en el marco de la puerta y Luis en el centro del caos, sudoroso en el calor del final del verano, levantando polvo y viejas memorias mientras se arrepentía cada segundo de haber emprendido una pesada tarea que ya no tenía retorno.
Cogió un libro, su vieja edición de la Divina Comedia vestida de cuero y letras de oro en el lomo, cuando se dio cuenta extrañado de que entre las páginas vivía algo más que los grabados de Doré.
Luis extrajo un papel doblado cuya punta asomaba. Se sentó en la cama, dejó el libro a su lado y desdobló con cuidado el papel para ver que era una carta manuscrita con la inconfundible letra de Laura. Un día fue la persona con la que creyó que a lo mejor cuando fuera viejo ella aún estaría allí. Gracias a esa carta, los recuerdos de aquellos tiempos acudieron en torrente a recrearse confusos en la cabeza de Luis.
Su pelo castaño y sus ojos gris de luna flotaban sobre las noches de playa y veranos pasados. Laura eran cafés interminables, conciertos hasta la madrugada y tiempos sin preocupación, un mundo lejano y que parecía hablar otro idioma a pesar de no hacer más que unos pocos años. Ahora las noches las pasaba en soledad, el eco de la música y el sabor de la bebida se habían olvidado y Luis no albergaba muchas esperanzas de recrearlos de nuevo.
Comenzó a leer la carta, manuscrita con trazo cuidado y claro, primeros tiempos cursis de una niña embelesada.
“Gracias por tu última carta –comenzaron a musitar en voz baja los labios de Luis— gracias de verdad, porque me sirve para ese maravilloso aprendizaje que estoy teniendo a tu lado. Me has descubierto tantas cosas que desconocía... y entre ellas a mí misma, una chica que empieza a luchar contra todo para encontrar su sitio poco a poco. Tú has estado a mí lado en los momentos difíciles, me has animado en las sombras más duras de mi depresión y sólo espero que nuestro amor crezca más y más...”
Amor, no podía ni pensar la palabra sin chasquear la lengua cínica.
Luis paró de leer sin querer recordar más, sus labios estaban silenciosos y quietos, mientras miraba absorto la pared blanca frente a él, desnuda del póster de Casablanca y la bufanda de su equipo de fútbol. Iba a ser vestida con otra capa de pintura en cuanto pudiera. Se levantó de la cama, que emitió un gruñido quejicoso, y se acercó lentamente a la pared, pasó su mano acariciando la blanca pintura con suavidad y no pudo evitar recordar lo duro que había sido lo de Laura, lo difícil que fue romper con ella, los llantos, las noches en vela, los ruegos y las discusiones.
Qué duro fue todo, especialmente los gritos, la sangre, la persecución por todo el piso, las múltiples cuchilladas, lo difícil que resultó matarla, sus arañazos desesperados mientras él con furia le sujetaba el cuello con una mano y le hundía el cuchillo con la otra, de manera frenética, con los dientes apretados y los ojos muy abiertos, fijos en los de ella.
Qué duro fue levantar ese tabique de nuevo, con Laura emparedada dentro de él, su perenne sonrisa cambiada por una macabra mueca en los labios, cortados también en el delirio de la lucha y las puñaladas. A sus preciosos ojos los enmarcaba el sucio contorno del rímel desecho por las lágrimas, cayendo por sus mejillas cortadas como pequeños y negros ríos.
Luis dejó de acariciar la pared, se alejó un poco y con los brazos en jarras la observó toda, de una punta a otra.
Hasta hora no lo había pensado, pero algo le decía, como si lo oyera de verdad, que realmente necesitaba otra capa de pintura.